KIRBY
2 de marzo de 1992
Los ejes de la corrupción se engrasan con azúcar de dónut. Por lo menos eso es lo que le cuesta a Kirby acceder a unos archivos sin tener una buena excusa para ello.
Ya ha acabado con la microficha de la Biblioteca de Chicago obligando al ruidoso obturador de la máquina a repasar los veinte años de periódicos que tienen guardados en carretes catalogados en cajas y ordenados en cajones.
Pero la biblioteca del archivo del Sun-Times va más allá y está llena de gente cuyas habilidades para el pensamiento creativo aplicado a la búsqueda de información raya en lo esotérico. Como Marissa, la que lleva las gafas de ojo de gato y unas faldas que hacen frufrú y siente un amor secreto por los Grateful Dead; o Donna, que evita mirar a los ojos a toda costa; o Anwar Chetty, también conocido como Chet, que tiene una melena negra grasienta que le cae sobre la cara, un anillo con el cráneo de un pájaro que le cubre media mano, un guardarropa restringido a varios tonos de negro y un cómic siempre a mano.
Son todos unos inadaptados sociales, pero se lleva mejor con Chet porque tiene unas aspiraciones en las que no encaja en absoluto. Es bajo, algo rechoncho, y su tez india nunca será del blanco inmaculado que luce la tribu a la que ha elegido pertenecer dentro de la cultura pop. Es inevitable pensar en lo difícil que debe de ser para él el ambiente gótico gay.
—Esto no es de deportes —dice Chet confirmando lo obvio mientras apoya los codos sobre el mostrador.
—Sí, pero los dónuts… —responde Kirby mientras gira la caja para ponerla mirando a Chet—. Y Dan me dio permiso.
—Lo que tú digas. Lo hago porque es un reto —añade cogiendo un bollo de la caja—. No le digas a Marissa que he cogido el de chocolate.
Chet se mete en la parte de atrás y regresa unos minutos después con unos recortes metidos en sobres marrones.
—Tal como solicitó la señora, todas las historias de Dan. Lo de todos los homicidios de mujeres por apuñalamiento de los últimos treinta años me va a llevar un poco más.
—Esperaré —responde Kirby.
—Quiero decir que me va a llevar unos días. Es mucho pedir. Pero he sacado los casos más obvios. Toma.
—Gracias, Chet.
Kirby empuja la caja de dónuts hacia él y el chico coge otro. Es el merecido tributo. Después se lleva los recortes y se mete en una de las salas de reuniones. Como no hay nada programado en la pizarra blanca que está junto a la puerta, imagina que tendrá algo de intimidad para examinar su botín, y así es durante media hora, hasta que entra Harrison y la encuentra sentada a lo indio en el centro de la mesa, rodeada de recortes por todas partes.
—Eh, hola —dice el editor sin inmutarse—. Pies fuera de la mesa, becaria. Odio ser yo quien te lo diga, pero tu hombre, Dan, no está hoy por aquí.
—Lo sé, me pidió que viniera para buscarle una cosa.
—¿Te ha puesto a investigar de verdad? Los becarios no están para eso.
—Se me ocurrió quitarles el moho a estos archivos y usarlos de filtros para la máquina del café. Es imposible que sepa peor que lo que sirven ahora en la cafetería.
—Bienvenida al glamuroso mundo del periodismo escrito. Bueno, ¿qué te ha puesto a buscar ese viejo fantasmón? —pregunta echando un vistazo a los archivos y sobres que se arremolinan alrededor de Kirby—. «Encontrado cadáver de camarera del Denny’s», «Una joven es testigo del apuñalamiento de su madre», «Pandilleros relacionados con el asesinato de alumna», «Truculento hallazgo en el puerto»… Un poco morboso, ¿no? —comenta, y frunce el ceño—. No tiene demasiado que ver con lo tuyo, a no ser que el béisbol haya cambiado mucho últimamente.
—Es para un artículo sobre la utilidad del deporte como vía de escape para la juventud en riesgo de acabar metida en las drogas o en las bandas —responde ella sin pestañear.
—Ya. Y veo algunas de las viejas historias de Dan —dice Harrison mientras da golpecitos en «Encubrimiento de tiroteo policial».
El comentario consigue poner un poco nerviosa a Kirby, porque seguramente Dan no esperaría que ella desenterrase los detalles de la historia de cómo acabó a malas con la policía. Resulta que a los polis no les gusta que cuentes que uno de los suyos disparó por accidente a una puta en la cara cuando iba de coca hasta las cejas. Chet le dijo que al poli le habían concedido la prejubilación. A Dan le concedían pinchazos en las ruedas cada vez que aparcaba en la comisaría. Kirby se alegra de saber que no es la única capaz de ponerse en contra a todo el Departamento de Policía de Chicago.
—Eso no fue lo que lo hundió, ¿sabes? —le dice Harrison mientras se sienta en la mesa a su lado, olvidada ya su orden anterior—. Ni siquiera fue por la historia de las torturas.
—Chet no me contó nada de eso.
—Porque nunca llegó a publicarla. En 1988 se pasó tres meses investigándolo. Era un asunto de los gordos: sospechosos de asesinato que ofrecían confesiones perfectas, y curiosamente siempre lo hacían en una sala de interrogatorios concreta de Crímenes Violentos y siempre salían de allí con quemaduras de descargas eléctricas en los genitales. «Presuntamente». La palabra más importante en el vocabulario de un periodista, por cierto.
—Lo recordaré.
—Existe una larga tradición de meterle un poco de caña a los sospechosos. Los polis están bajo presión, tienen que conseguir resultados, y, de todos modos, estamos hablando de escoria. Esa es la actitud. Debe ser culpable de algo. Parecía que el departamento iba a hacer la vista gorda con todo ese asunto, pero Dan no dejaba de insistir para intentar sacar algo más que ese «presuntamente». Y, oye, quién lo iba a imaginar, hace avances, convence a un buen poli para que hable del tema, y con nombre y apellidos. Entonces empieza a sonarle el teléfono a altas horas de la noche. Primero, silencio. Eso lo entendería casi todo el mundo, pero Dan es cabezota, necesita que se lo digan con todas las letras. Como eso no funciona, pasan a las amenazas de muerte, aunque no a él, sino a su mujer.
—No sabía que estuviera casado.
—Ya no lo está, y no tuvo que ver nada con las llamadas de teléfono. «Presuntamente». Dan no quería dejarlo, pero las amenazas ya no eran solo contra él. Uno de los sospechosos que decía que le habían quemado y golpeado cambia de idea, y de repente dice que estaba colocado. El amigo poli de Dan no solo tenía mujer, sino que también tenía críos, así que no soportaba la idea de que les pudiera pasar algo. Todas las puertas empezaron a cerrársele a Dan en las narices, y nosotros no podemos publicar una historia sin fuentes creíbles. Dan no quería abandonar, pero no tenía alternativa. Igualmente, su mujer se larga, y él sufre ese problema de corazón. Estrés. Decepción. Intenté cambiarlo de sección cuando salió del hospital, pero quería quedarse con los cadáveres. Curiosamente, creo que tú fuiste la gota que colmó el vaso.
—No debería haberse rendido —dice Kirby, y la ferocidad de su voz los sorprende a ambos.
—No se rindió, se quemó. La justicia es un concepto muy elevado. Es una buena teoría, pero el mundo real se basa en lo que es práctico y en lo que no. Cuando ves esto todos los días… —Se encoge de hombros y deja la frase en el aire.
—¿Otra vez contando viejas historias fuera de clase, Harrison?
Victoria, la editora de imágenes, está apoyada en el marco de la puerta y tiene los brazos cruzados. Lleva su uniforme habitual de camisa de hombre y vaqueros con tacones, un poco descuidada, un poco «que te jodan».
El redactor jefe se encorva con aire culpable.
—Ya me conoces, Vicky.
—¿Que matas de aburrimiento a la gente con tus largas historias y profundos pensamientos? Ya lo sé, sí —responde ella, pero el brillo de sus ojos la delata, y Kirby se da cuenta de repente de que si los estores de la habitación están bajados es por algo.
—De todos modos, ya habíamos acabado, ¿verdad, becaria?
—Sí, me quitaré de en medio. Dejad que recoja esto.
Se pone a reunir los papeles y masculla que lo siente, y eso es seguramente lo peor que podría haber dicho, ya que así deja claro que hay algo que sentir.
—No pasa nada —responde Victoria frunciendo el ceño—, la verdad es que tengo que corregir una tonelada de maquetas. Podemos dejarlo para después —añade, y se marcha con elegancia, aunque también con rapidez. Los dos observan cómo se aleja.
—Oye, deberías consultarme antes de invertir tanto tiempo en investigar algo —comenta Harrison tras sorberse la nariz.
—Vale, ¿podemos considerar esto como mi consulta?
—Apárcalo un poco. Cuando tengas algo más de experiencia a tus espaldas, hablamos. Mientras tanto, ¿sabes cuál es la segunda palabra más importante del periodismo? Discreción. Es decir, que no le comentes a Dan nada de lo que te he contado.
«Ni mencione que te estás tirando a la editora de imágenes», piensa ella.
—Tengo que largarme. Sigue así, abejita obrera —añade antes de salir a toda prisa, sin duda con la esperanza de alcanzar a Victoria.
—Por supuesto —susurra Kirby mientras se mete varios expedientes en la mochila.