DAN
10 de febrero de 1992
El tipo de letra que usa el Chicago Sun-Times es fea, igual que el edificio en el que se ubica la redacción del periódico, un adefesio aplastado y rodeado de gigantescas torres en la orilla del río Chicago, a la altura de Wabash. De hecho, es un sitio de mierda. Los escritorios siguen siendo pesados cacharros metálicos de la Segunda Guerra Mundial con huecos para máquinas de escribir en los que han metido ordenadores. Hay tinta condensada en las rejillas de ventilación por culpa de las imprentas que sacuden todo el edificio cuando entran en funcionamiento. Algunos periodistas tienen tinta en las venas, pero el personal del Sun-Times tiene tinta en los pulmones. De vez en cuando, alguien se queja a la Administración de Seguridad y Salud en el Trabajo.
Hay orgullo en la fealdad, sobre todo si se compara con la torre del Tribune, que está al otro lado de la calle, con sus torrecillas y contrafuertes neogóticos, como si fuera la catedral de las noticias. El Sun-Times tiene una enorme oficina abierta en la que todos los escritorios están pegados unos a otros, dispuestos alrededor del responsable de las noticias locales. Los de sociedad y deportes están apartados a un lado. Es caótico y ruidoso. La gente se grita para hacerse oír entre las voces de los demás y los graznidos de la radio de la policía. Hay televisores encendidos y teléfonos sonando, y las máquinas de fax pitan mientras sueltan las noticias que van llegando. El Tribune está dividido en cubículos.
El Sun-Times es el periódico de la clase obrera, el periódico de los polis, el periódico de los basureros. El Tribune es la prensa de los millonarios, de los catedráticos y de los que viven en los barrios de la periferia. Es el Distrito Sur contra el Distrito Norte, y nunca se encuentran… hasta que empieza la temporada de becarios, cuando los niñatos universitarios, ricos y con buenos contactos descendían sobre ellos.
—¡Que voy! —chilla Matt Harrison en tono cantarín marchando entre los escritorios con los jóvenes de ojos brillantes siguiendo su estela, como patitos detrás de su mamá—. ¡Calentad la fotocopiadora! ¡Ordenad el caos de los archivadores! ¡Decidid cómo queréis el café que vais a tomar!
Dan Velasquez gruñe y se hunde aún más detrás de su ordenador sin hacer caso del cuac-cuac de los patitos que apenas pueden contener la emoción por estar en una sala de prensa de verdad. Ni siquiera debería estar ahí, no tiene ninguna razón para estar en la oficina. Nunca.
Sin embargo, su redactor jefe quiere hablar con él en persona sobre los planes que tiene para cubrir la próxima temporada antes de que se largue a Arizona para los entrenamientos de primavera. Como si eso fuera a cambiar algo. Ser un fan de los Cubs es como ser optimista contra viento y marea, un verdadero creyente. Podría decir eso, librarse con un pequeño editorial. Se pasa todo el tiempo detrás de Harrison para que le permita escribir una columna en vez de crónicas deportivas. Ahí es donde está lo bueno, en los artículos de opinión. Puedes usar el deporte (joder, hasta las películas) como alegoría del estado en el que se encuentra el mundo. Es posible aportar profundidad al discurso cultural. Dan busca en su interior algo de profundidad o, al menos, una opinión, pero descubre que no tiene ninguna de las dos cosas.
—Eh, Velasquez, estoy hablando contigo —dice Harrison—. ¿Sabes ya lo que vas a pedir?
—¿Qué? —pregunta.
Se asoma por encima de las gafas, unas bifocales nuevas que lo desconciertan tanto como el nuevo procesador de textos. ¿Qué tenía de malo Atex? Le gustaba Atex. Coño, le gustaba su máquina Olivetti. Y sus putas gafas viejas.
—Para tu becaria —responde Harrison haciendo un gesto teatral para presentarle a una chica que, sin duda, acaba de salir de la guardería, a juzgar por los demenciales pelos de guardería, que salen de punta por todas partes, la bufanda de colores con mitones a juego, la chaqueta negra con más cremalleras de lo razonable y, lo peor, el pendiente de la nariz. La chica lo irrita por cuestión de principios.
—Oh, no, de eso nada. Yo no tengo becarios.
—Pidió trabajar contigo. Se sabía tu nombre.
—Pues con más razón. Mírala, ni siquiera le gustan los deportes.
—Es un placer conocerte —dice la chica—. Soy Kirby.
—Eso no es relevante para mí porque no voy a volver a hablar contigo. Ni siquiera debería estar aquí. Haz como si no estuviera.
—Buen intento, Velasquez —comenta Harrison, guiñándole un ojo—. Es toda tuya. Procura que no nos demande.
Después se aleja para soltar a los demás estudiantes en prácticas a otros periodistas más cualificados y más dispuestos a quedárselos.
—¡Sádico! —le grita Dan cuando se larga, antes de volverse hacia la chica—. Genial, bienvenida. Supongo que puedes acercar una silla. Imagino que no tendrás una opinión sobre la formación de los Cubs de este año, ¿no?
—Lo siento. La verdad es que no me gustan los deportes. Sin ánimo de ofender.
—Lo sabía.
Velasquez mira con rabia el cursor que parpadea en la pantalla. Se burla de él. Al menos, cuando se usaba papel podías hacer garabatos, escribir notas o arrugarlo y tirárselo a la cabeza al redactor jefe. La pantalla del ordenador es inexpugnable. Lo mismo que la cabeza del redactor jefe.
—Estoy mucho más interesada en los delitos.
El periodista hace girar lentamente la silla para mirar de frente a la chica.
—¿Ah, sí? Bueno, pues tengo malas noticias: yo cubro el béisbol.
—Pero antes estabas en homicidios —insiste la chica.
—Sí, y antes fumaba, bebía y comía beicon, y no tenía un puto estent en el pecho. Eso es lo que he sacado de cubrir la sección de homicidios. Deberías olvidarte del tema. No es un buen sitio para una simpática aspirante a punk hardcore.
—No ofrecen becas de prácticas para homicidios.
—Por una buena razón. ¿Te imaginas a todos los críos corriendo por la escena de un crimen? ¡Dios!
—Así que tú eres lo más parecido que voy a encontrar —responde la chica encogiéndose de hombros—. Además, tú cubriste mi asesinato.
La afirmación lo desconcierta, aunque solo por un momento.
—Vale, chica, si de verdad quieres cubrir delitos, lo primero que tienes que hacer es aprender la terminología. Lo tuyo sería un «intento de asesinato», como diciendo que no ha tenido éxito. ¿No?
—No es lo que siento.
—¡Qué cruz! —suelta Velasquez mientras finge tirarse del pelo, y eso que no le queda demasiado—. Recuérdame cuál de las muchas víctimas de homicidios de Chicago se supone que eres.
—Kirby Mazrachi —contesta, y entonces el periodista lo recuerda todo incluso antes de que ella se desenrolle la bufanda para dejar al descubierto la basta cicatriz que le recorre el cuello allí donde el maníaco la rajó y le rasgó la carótida, aunque sin llegar a cortarla del todo.
—Con el perro —dice.
Habló con el testigo, un pescador cubano al que no dejaron de temblarle las manos durante toda la entrevista. Sin embargo, Dan recordaba con cinismo que ya había recuperado bastante la compostura cuando la gente de la tele dio con él.
Le explicó que la había visto salir del bosque dando tumbos y con su perro en brazos. La sangre le salía a borbotones del cuello, y un bucle de intestinos de color rosa grisáceo le sobresalía de los destrozados restos de su camiseta de Black Flag. Todos creían que moriría. De hecho, algunos periódicos hasta informaron de su muerte.
—Vaya —comenta, impresionado—. Entonces ¿quieres resolver el caso? ¿Llevar al asesino ante la justicia? ¿Echarle un vistazo a tu expediente?
—No. Quiero ver los otros.
Él, muy impresionado y algo intrigado, se echa hacia atrás en la silla, que cruje peligrosamente.
—Te diré una cosa, niña. Tú llama a Jim Lefebvre para que te haga un comentario sobre esos rumores de que van a sacar a Bell de la formación de los Cubs, y yo veré qué puedo hacer con esos «otros».