HARPER
29 de abril de 1988
Lo que más le molesta a Harper es el ruido, peor que estar acurrucado en el blando lodo negro de las trincheras, temiendo el agudo zumbido que precipitaba la siguiente descarga de artillería, el golpe seco de las bombas lejanas, el estruendo y el chirrido de los tanques. El futuro no es tan estridente como la guerra, pero despliega su propia furia implacable.
La mera aglomeración lo sorprende. Casas, edificios y personas se apretujan unos contra otros. Y coches. La ciudad se ha reestructurado en torno a ellos. Han construido edificios enteros para aparcarlos capa sobre capa. Pasan junto a él muy deprisa, haciendo demasiado ruido. Las vías del tren que trajeron al mundo entero hasta Chicago guardan silencio, avasalladas por el rugido de la autopista (palabra que aprenderá después). El hirviente río de vehículos no cesa llegado de algún punto inimaginable.
Mientras camina atisba los retazos de la antigua ciudad que asoman bajo la nueva. Carteles pintados ya desvaídos, una casa abandonada que se ha convertido en un bloque de pisos, también abandonados. Un solar lleno de maleza en el que hay un almacén. Deterioro, pero también renovación. Un grupo de escaparates ha brotado donde antes había un solar vacío.
Los escaparates son desconcertantes, y los precios, absurdos. Se mete en una tienda y tiene que salir, lo inquietan los pasillos blancos, las luces fluorescentes y la saturación de comida en latas y cajas con fotografías en color que anuncian su contenido a gritos. Le dan náuseas.
Es todo muy extraño, aunque no inimaginable. Todo se extrapola. Si se puede encerrar un auditorio en un gramófono, se puede meter un Bioscope en una pantalla encendida en el escaparate de una tienda, y es algo tan corriente que ni siquiera congrega a la multitud. Sin embargo, algunas cosas sí que no se las espera y se queda hipnotizado con los giros y los restregones de los cepillos de un túnel de lavado.
Las personas son iguales, putas y cabrones, como el vagabundo de ojos saltones que lo tomó por un blanco fácil. Lo mandó a tomar viento, pero no antes de que le confirmara algunas de sus suposiciones sobre las fechas del dinero o el lugar en el que se encontraba. O el tiempo en el que se encontraba. Toca la llave del bolsillo, su forma de volver. Si quiere.
Sigue el consejo del chico y se sube al El de Ravenswood, que está prácticamente igual que en 1931, solo que va más deprisa y es más temerario. El tren dobla las esquinas sin frenar, de modo que Harper se aferra a la barra y, al final, acaba sentándose. En general, el resto de pasajeros evita mirarlo a los ojos. A veces se apartan de él. Dos chicas vestidas como fulanas se ríen entre dientes y lo señalan. Se da cuenta de que es por la ropa. Los demás visten colores vivos y telas que son, de algún modo, más brillantes y chabacanas, como esos extraños zapatos con cordones que llevan. Sin embargo, cuando atraviesa el vagón en dirección a las chicas, las sonrisas se desvanecen y ellas se bajan en la siguiente parada sin dejar de cuchichear. De todos modos, a Harper no le interesan.
Sube la escalera para salir a la calle, y la muleta tintinea sobre el metal, lo que le merece la mirada compasiva de una mujer de color uniformada que, aun así, no se ofrece a ayudarlo.
De pie bajo las torres de alta tensión de las vías, ve que los neones del Loop se han multiplicado por diez. «Mira aquí, no, aquí», parecen decir las luces intermitentes. La distracción está a la orden del día.
Solo tarda un minuto en averiguar cómo funcionan las luces de los pasos de peatones. El hombre verde y el hombre rojo, señales para niños. Y esta gente, con sus juguetes, su ruido y sus prisas, ¿no son, precisamente, niños?
Advierte que la ciudad ha cambiado de color, de blancos y cremas sucios a cientos de tonos de marrón. Como el óxido. Como la mierda. Recorre el parque para comprobar por sí mismo que, efectivamente, las chabolas han desaparecido sin dejar rastro.
Desde donde se encuentra, la visión de la nueva ciudad resulta perturbadora. La silueta de los edificios recortados contra el cielo está mal, las relucientes torres son tan altas que se las tragan las nubes. Es como el paisaje del infierno.
Los coches y la muchedumbre le recuerdan a los escarabajos de la madera que se abren camino a bocados por los árboles, que, plagados de esas cicatrices agusanadas, mueren, como lo hará todo este lugar pestilente. Se derrumbará sobre sí mismo cuando se extienda la podredumbre. A lo mejor lo verá caer. No estaría nada mal.
* * *
Pero ahora tiene un propósito. El objeto le arde en la cabeza y sabe a dónde ir, como si ya hubiese estado antes.
Se sube a otro tren que desciende a las entrañas de la ciudad. El traqueteo resulta más ruidoso en los túneles. Las luces artificiales siegan las ventanas y dividen las caras de la gente en multitud de momentos fragmentados.
Al final llega a Hyde Park, donde la universidad ha creado una bolsa de sonrosada riqueza entre los paletos de la clase trabajadora, casi todos negros. Está tan emocionado que se pone nervioso.
Compra un café en el restaurante griego de la esquina, solo, tres azucarillos. Después empieza a caminar y deja atrás las residencias de estudiantes, hasta que encuentra un banco en el que sentarse. Ella está aquí, en algún lugar, como debe ser.
Entorna los ojos e inclina la cara como si disfrutara del sol, de modo que no parezca que examina los rostros de todas las chicas que pasan por su lado. Pelo lustroso y ojos brillantes debajo de una buena capa de maquillaje y de peinados ahuecados. Lucen sus privilegios como si se los pusieran cada mañana junto con los calcetines. Harper cree que eso los embota.
Entonces la ve, está saliendo de un coche cuadrado con una abolladura en la puerta que acaba de parar en la entrada de una residencia, apenas a tres metros de distancia del banco en el que está sentado. La conmoción que le produce reconocerla lo estremece hasta el tuétano, como el amor a primera vista.
Es diminuta, china o coreana. Lleva unos vaqueros con manchas azules y blancas, y el pelo negro mullido, como si fuera algodón de azúcar. La chica abre el maletero y empieza a descargar cajas de cartón mientras su madre sale del coche, no sin dificultad, y se acerca para ayudar. Enseguida lo nota, aunque la muchacha no hace más que reírse de exasperación por culpa de una caja que se ha roto por debajo debido al peso de los libros. Es obvio que se trata de una especie distinta, que no tiene nada que ver con los vacíos caparazones femeninos que ha visto hasta ese momento. Está llena de vida, y la vida sale disparada de ella como si fuera un látigo.
Harper nunca ha restringido su apetito a un tipo concreto de mujer. Algunos hombres prefieren chicas con cintura de avispa, melenas pelirrojas o traseros generosos en los que clavar los dedos, pero él se ha conformado siempre con lo que ha encontrado, normalmente pagando. Pero la Casa exigía más, quería potencial, reclamar el fuego de sus ojos y apagarlo. Harper sabía cómo hacerlo. Tenía que comprar una navaja tan afilada como una bayoneta.
Se reclina, y mientras enrolla un cigarrillo finge contemplar las palomas que se enfrentan a las gaviotas por los restos de un bocadillo sacado de una papelera, sálvese quien pueda. No mira a la chica ni a su madre, que están un poco más atrás, a la izquierda, llevando las cajas a la residencia. Sin embargo, lo oye todo, y si se mira los zapatos con aire pensativo mientras prepara el cigarrillo, las ve por el rabillo del ojo.
* * *
—Vale, esta es la última —dice la chica, la chica de Harper, sacando una caja medio abierta del maletero del coche. Antes de cerrarlo ve algo dentro, mete la mano y saca una muñeca escandalosamente desnuda—. ¡Mami! —exclama, sosteniéndola por el tobillo.
—¿Qué pasa ahora? —pregunta su madre.
—Mami, te dije que dejaras esto en el Ejército de Salvación. ¿Qué voy a hacer con toda esta basura?
—Te encanta esa muñeca —la regaña su madre—. Deberías guardarla para mis nietos. Pero todavía no. Primero te buscas un buen chico. Un médico o un abogado, teniendo en cuenta que estás estudiando sociopatía.
—Sociología, mami.
—Y esa es otra. Ir a esos sitios malos… Vas a tener problemas.
—Estás exagerando, ahí es donde vive la gente.
—Claro, la mala gente, con pistolas. ¿Por qué no estudias a los cantantes de ópera? ¿O a los camareros? O a los médicos. Sería una buena forma de encontrar a un médico agradable. ¿No son lo bastante interesantes para tu carrera? En vez de esas viviendas sociales…
—A lo mejor debería estudiar las similitudes entre las madres coreanas y las judías —responde con aire ausente mientras enreda entre los dedos la larga melena rubia de la muñeca.
—¡A lo mejor debería darte una torta por ser una maleducada con la mujer que te crio! Si tu abuela te oyera hablar así…
—Lo siento, mami —dice la chica, avergonzada. Después examina los mechones de pelo de la muñeca que se ha enroscado en los dedos—. ¿Recuerdas cuando intenté teñirle el pelo de negro a mi Barbie?
—¡Con betún! Tuvimos que tirarla.
—¿Eso no te molesta? ¿La homogeneidad de las aspiraciones?
—Los universitarios y vuestras palabras grandilocuentes. Si te preocupa tanto, pues llévales barbies negras a los niños de las viviendas sociales.
La chica deja la muñeca en la caja, resignada a llevársela.
—No es mala idea, mami.
—Pero ¡no uses betún!
—No lo digas ni en broma —responde la chica, que se inclina sobre la caja que lleva en los brazos para besar a la mujer en la mejilla.
Su madre la aparta a manotazos, avergonzada ante la muestra de afecto en público.
—Sé buena —le dice cuando sube al coche—. Estudia mucho y nada de chicos. A menos que sean médicos.
—O abogados, entendido. Adiós, mami. Gracias por ayudarme.
La chica le dice adiós con la mano mientras la mujer se aleja en el coche camino al parque, pero ve que, de pronto, da una temeraria vuelta de 180 grados para regresar por donde ha venido, así que baja el brazo.
—Casi se me olvida —dice la madre—. Muchas cosas importantes. Recuerda la cena del viernes por la noche. Y bébete tu Hahn-Yahk. Y llama a tu abuela para decirle que ya te has mudado. ¿Te acordarás de todo, Jin-Sook?
—Sí, vale. No te preocupes, mami. En serio. Vete, por favor.
Espera a que el coche se aleje y, cuando dobla la esquina, mira con cara de impotencia la caja que carga en los brazos y la deja junto al cubo de la basura antes de desaparecer dentro de la residencia.
Jin-Sook. Al pensar en su nombre, Harper nota una ola de calor que le sube por todo el cuerpo. Podría acabar con ella ahora, estrangularla en el pasillo. Pero hay testigos y, en el fondo, sabe que debe seguir unas reglas. Este no es el momento.
—Oye, tío —dice un joven de pelo rubio rojizo en un tono no demasiado amistoso, colocándose frente a él con el exceso de confianza habitual en alguien de su tamaño. Viste una camiseta con un número y unos pantalones cortados a la altura de la rodilla y deshilachados—. ¿Piensas quedarte ahí todo el día?
—Me estoy terminando el cigarrillo —responde Harper llevándose la mano al regazo para ocultar el principio de una erección.
—Será mejor que te des prisa. A los encargados de la seguridad del campus no les gusta tener a gente merodeando por aquí.
—Es una ciudad libre —dice Harper, aunque no tiene ni idea de si es cierto o no.
—¿Ah, sí? Bueno, tú procura no estar aquí cuando vuelva.
—Ya me voy —responde, dándole una larga calada al cigarrillo como para demostrarlo, aunque sin moverse ni un centímetro.
Eso basta para aplacar al joven toro, que asiente con la cabeza y se aleja hacia la zona de tiendas. Solo se vuelve para mirar una vez, y Harper aprovecha para tirar la colilla al suelo y alejarse sin ninguna prisa, como si pretendiera marcharse, pero se detiene en el cubo de la basura en el que Jin-Sook dejó la caja. Se agacha y empieza a hurgar en el revoltijo de juguetes. Por eso está aquí, todas las piezas deben encajar. Está siguiendo un mapa.
Encuentra el poni de pelo amarillo justo cuando Jin-Sook (el nombre le canta en la cabeza) sale del edificio y corre hacia la caja con cara de culpabilidad.
—Eh, perdone. Es que… he cambiado de idea —empieza a disculparse.
Después ladea la cabeza, desconcertada. De cerca, Harper ve que lleva un solo pendiente, una lluvia de estrellas azules y amarillas que cuelgan de cadenas de plata. La emoción lo hace estremecerse.
—Son mis cosas —dice la chica en tono acusador.
—Lo sé —responde Harper. Le dedica un saludo burlón y se aleja cojeando con la muleta—. Te traeré algo a cambio.
Lo hace, pero será en 1993, cuando ella por fin se haya convertido en una trabajadora social hecha y derecha contratada por el Departamento de Vivienda Social del Ayuntamiento de Chicago. Será su segunda víctima. La policía no encontrará el regalo que le dejará. Ni se fijará en la tarjeta de béisbol que se llevará.