KIRBY
3 de enero de 1992
—Deberías buscarte otro perro —le dice su madre, sentada en el muro que da al lago Michigan y a la playa helada.
El aliento se le condensa en el aire formando una especie de bocadillo de tebeo. En la previsión del tiempo dijeron que nevaría algo más, pero el cielo no está cumpliendo su parte.
—No —responde Kirby, sin darle importancia—. ¿Para qué me va a servir un perro?
Ha estado recogiendo ramitas y ahora las trocea en partes cada vez más pequeñas, hasta que ya no queda nada que romper. Nada es reducible hasta el infinito. Se puede dividir el átomo, pero no vaporizarlo. Siempre queda algo. Un algo que se te aferra, aunque esté roto. Como Humpty Dumpty. En algún momento tienes que recoger los pedazos. O largarte sin mirar atrás. A la mierda con todo.
—Ay, cielo —dice Rachel, y es el típico suspiro que Kirby no soporta y que la empuja a alejarse un poco más, siempre un poco más allá.
—Peludos, malolientes, siempre saltando para lamerte la cara. ¡Asquerosos! —explica, haciendo una mueca.
Sin poder evitarlo, acaban metidas en el mismo bucle. Despectivamente familiar, aunque también, en cierto modo, resulta reconfortante.
Intentó huir durante un tiempo, después de que le sucedió aquello. Abandonó los estudios (a pesar de que fueron compasivos y le ofrecieron un permiso para que se pudiera ausentar un tiempo), vendió el coche, hizo las maletas y se fue. No llegó muy lejos, por mucho que California le resultara tan extraña y desconocida como Japón. Se sentía como si estuviese en medio de escenas salidas de una serie de la tele, pero con las risas falsas mal sincronizadas. O quizá fuera ella la que no estaba sincronizada; demasiado oscura y jodida para San Diego, y no lo bastante jodida, o jodida de forma incorrecta, para L. A. No debería estar rota, sino exhibiendo una fragilidad trágica. Si quieres expulsar el dolor, los cortes te los tienes que hacer tú. Que te los haga otra persona es trampa.
Tendría que haber seguido viajando. Mudarse a Seattle o a Nueva York. Sin embargo, acabó de vuelta en el punto de partida. A lo mejor fue por haberse cambiado tanto de casa de pequeña. A lo mejor la familia ejerce su propia fuerza de gravedad. A lo mejor se reducía a que necesitaba volver a la escena del crimen.
El ataque provocó un gran revuelo. El personal del hospital no sabía dónde poner todas las flores que recibía Kirby, algunas eran incluso de completos desconocidos. Aunque la mitad eran ramos de pésame. Nadie esperaba que se recuperara, incluidos muchos periódicos, y se equivocaron.
Las cinco primeras semanas fueron una locura, y la gente estaba desesperada por ayudarla. Sin embargo, las flores se marchitan, igual que la capacidad de atención. La sacaron de cuidados intensivos. Después le dieron el alta. Todos siguieron con sus vidas, y se esperaba que ella hiciera lo mismo, por mucho que fuese incapaz de darse la vuelta en la cama sin que la despertara un abrupto pico de dolor, o que el atroz suplicio la dejara paralizada, aterrada ante la idea de haberse desgarrado algo justo cuando los analgésicos perdían efecto de repente, en el momento en que alargaba el brazo para coger el champú.
La herida se infectó. Tuvieron que ingresarla tres semanas más. Se le hinchó el estómago como si fuese a dar a luz a un alienígena. «Parece que el revientapechos se ha perdido —bromeó con el médico, el último de una serie de especialistas—. Como en esa peli. ¿Alien?». Nadie pillaba sus bromas.
Por el camino perdió a sus amigos. Los antiguos no sabían qué decirle. Relaciones enteras se colaron por las fisuras de los silencios incómodos. Si el terrorífico espectáculo de sus heridas no los dejaba mudos, siempre podía hablar de las complicaciones causadas por la materia fecal que se le había filtrado en la cavidad intestinal. No debería haberla sorprendido que las conversaciones acabaran por otros derroteros. La gente cambiaba de tema, disimulaba su curiosidad creyendo que hacía lo correcto, cuando lo que de verdad necesitaba Kirby más que nada en el mundo era hablar. Echarlo todo fuera, nunca mejor dicho.
Los nuevos amigos eran turistas que acudían a mirarla, boquiabiertos. Era negligente con ellos, lo sabía, pero resultaba tan, tan terriblemente sencillo dejar que las relaciones empeorasen… A veces bastaba con no devolver una llamada. A los más insistentes, tenía que plantarlos una y otra vez. Los dejaba perplejos, enfadados, dolidos. Algunos le gritaban en los mensajes del contestador automático o, peor, le dejaban mensajes tristes. Al final acabó por desenchufarlo y tirarlo. Sospecha que también fue un alivio para ellos. Ser sus amigos era como ir a una isla tropical en busca de diversión y sol, y que te secuestrasen unos terroristas (historia real que vio en las noticias). Ha leído mucho sobre el trauma. Historias de supervivientes.
Kirby les hacía un favor a sus amigos. A veces desearía tener esa opción, un plan de huida, pero está atrapada aquí, rehén de su cerebro. ¿Puede una misma provocarse sola el síndrome de Estocolmo?
—¿Qué me dices, mamá?
El hielo del lago emite notas musicales al moverse y crujir, como un carillón hecho de cristales rotos.
—Ay, cielo.
—Te lo puedo devolver en diez meses, máximo. He preparado un calendario de pagos.
Coge la mochila para buscar la carpeta. Ha preparado la hoja de cálculo en una copistería, en color y con un tipo de letra elegante y que parece manuscrita. Al fin y al cabo, su madre es diseñadora. Rachel le dedica la atención oportuna, lee con detenimiento las filas como si examinara la muestra de trabajos de un artista en vez de una oferta de presupuesto.
—He terminado de pagar casi todo lo que acumulé en la tarjeta de crédito durante el viaje. Solo me quedan ciento cincuenta al mes, más los mil dólares del préstamo para los estudios. Así que es completamente factible. —La compasión de la universidad no llegó al extremo de concederle permiso para «ausentarse» también de la deuda. Sabe que está farfullando, pero no puede soportar la tensión—. Y la verdad es que no es tanto por un detective privado.
Normalmente cobran 75 dólares a la hora, pero el detective le había dicho que lo haría por 300 al día, 1200 a la semana. Cuatro de los grandes al mes. Había hecho el presupuesto para tres meses, aunque el detective decía que al cabo de un mes podría decirle si merecía la pena continuar. Era un pequeño precio por saber la verdad, por encontrar al cabrón. Sobre todo después de que los polis dejaron de hablar con ella porque, al parecer, no es sano ni útil preocuparse demasiado por tu propio caso.
—Es muy interesante —comenta Rachel con amabilidad mientras cierra la carpeta e intenta devolvérsela.
Kirby no quiere aceptarla, está demasiado ocupada rompiendo palitos. Crac. Su madre la deja en el muro, entre ellas. La nieve empieza a empapar el cartón de inmediato.
—La humedad de la casa está empeorando —dice Rachel, dando el tema por cerrado.
—Es problema de tu casero, mamá.
—Ya sabes cómo es Buchanan —responde ella, dejando escapar una carcajada irónica—. No aparecería ni con la casa cayéndose a pedazos.
—A lo mejor deberías probar a tirar algunas paredes —sugiere Kirby, que no logra ocultar el tono amargo de su voz. Es su barómetro interno para aguantar la mierda de su madre.
—Y voy a trasladar mi estudio a la cocina. Tiene más luz. Últimamente necesito más luz. ¿Crees que tendré la enfermedad de Robles?
—Te dije que te deshicieras del libro de medicina. No puedes autodiagnosticarte, mamá.
—Parece poco probable. Tampoco es que haya estado en contacto con parásitos de río. Supongo que podría ser distrofia de Fuchs.
—O que te estás haciendo vieja y tienes que enfrentarte a ello —le suelta Kirby, pero su madre pone cara de tristeza, así que cede un poco—. Podría ayudarte con el traslado. Podríamos ordenar el sótano y buscar cosas para vender. Seguro que algunas valen una fortuna. Solo por ese viejo kit de grabado te sacarías unos dos mil dólares. Ganarías una pasta. Podrías tomarte un par de meses libres y terminar por fin Pato muerto.
Su madre estaba trabajando, aunque parezca morboso, en la historia de un patito aventurero que viaja por el mundo preguntando a criaturas muertas cómo fallecieron. Ejemplo real:
—Y ¿cómo murió, señor Coyote?
—Bueno, me atropelló un camión, Pato.
No miré a ambos lados al cruzar la calle,
y ahora los cuervos me roen la carne.
Qué mal, qué pena más grande,
aunque soy feliz por lo que viví antes.
Siempre acaba igual. Cada animal muere de una forma distinta y horripilante, pero la respuesta no varía, hasta que Pato muere y, tras reflexionarlo, llega a la conclusión de que él también está triste, aunque también se alegra por lo que ha vivido. Es de esas oscuras tonterías seudofilosóficas que seguramente funcionarían bien en alguna editorial infantil. Como ese libro de mierda sobre el árbol que se sacrifica y se sacrifica hasta que no es más que maderas podridas y llenas de grafitis en un banco de un parque. Kirby siempre ha odiado esa historia.
El argumento de su libro no tiene nada que ver con lo que le pasó a ella, según Rachel. Va sobre Estados Unidos y sobre cómo todo el mundo piensa que hay que luchar contra la muerte, lo que resulta extraño en un país cristiano que cree en la otra vida.
Ella solo intenta mostrar que es un proceso normal, que el resultado siempre es el mismo, al margen de cómo fallezcas.
Es lo que dice ella, pero lo empezó cuando Kirby todavía estaba en la unidad de cuidados intensivos. Después lo desechó entero, hojas y más hojas de ilustraciones adorablemente truculentas, y empezó de nuevo. No paraba de repetir las historias de los lindos animales muertos, pero no acababa nunca. Y tampoco es que un libro ilustrado para niños tenga que ser muy largo.
—Lo tomaré como un no.
—Es que no creo que sea la mejor forma de invertir tu tiempo, cielo —responde Rachel, dándole palmaditas en la mano—. La vida está para vivirla. Haz algo útil. Vuelve a la universidad.
—Claro, eso sí que es útil.
—Además —añade Rachel, que se pone a mirar el lago con expresión ensoñadora—, no tengo ese dinero.
«A mi madre jamás conseguiré alejarla —piensa Kirby mientras suelta los palitos desmenuzados sobre la nieve—. Su estado existencial por defecto es “ausente”».