KIRBY

KIRBY

30 de julio de 1984

Podría estar durmiendo. Podría parecerlo a primera vista, si la miraras con los ojos entrecerrados para protegerte del sol que se filtra entre las hojas. Si pensaras que su camiseta es de un color marrón óxido. Si no te fijaras en las moscas, que zumban sobre ella formando una nube.

Tiene un brazo estirado cómodamente por encima de la cabeza y mira a un lado con aire cautivador, como si escuchara a alguien. Las caderas están giradas hacia el mismo lado, y tiene las piernas juntas y las rodillas dobladas. La horrible herida abierta en el abdomen contradice la aparente serenidad de la pose.

En ese brazo colocado con indiferencia, el que le da un aspecto tan romántico, el que descansa estirado entre las diminutas flores silvestres, azules y amarillas, se ven las marcas de las heridas defensivas. Las incisiones en la articulación media de los dedos, que llegan hasta el hueso, indican que seguramente intentó agarrar el cuchillo de su atacante. El anular y el meñique de la mano derecha están casi cercenados.

Tiene heridas en la frente a causa de los repetidos impactos con un objeto romo, posiblemente un bate de béisbol. Sin embargo, también es posible que se tratara del mango de un hacha o incluso de una rama pesada, aunque ninguno de estos objetos se encontró en la escena del crimen.

Las marcas de rozaduras en las muñecas podrían indicar que le ataron las manos y que después le quitaron las ligaduras. Por el modo en que se le clavó en la piel, es probable que se tratara de alambre. La sangre seca de la cara forma una costra negra, como una bolsa amniótica. La han rajado del esternón a la pelvis formando una cruz invertida, lo que hará que, antes de culpar a los pandilleros, parte de la policía lo interprete como un ritual satánico sobre todo porque le han extraído el estómago. Lo encuentran cerca, diseccionado, con el contenido esparcido sobre la hierba. Han colgado sus tripas de los árboles como si fuera espumillón. Las tripas ya se han secado y se han agrisado cuando los polis por fin acordonan la zona. Eso significa que el asesino se tomó su tiempo y que nadie la oyó gritar pidiendo ayuda. O que nadie respondió.

También se recogen las siguientes pruebas:

Una zapatilla de deporte blanca con una larga mancha de lodo en el lateral, como si la chica hubiese resbalado al huir y se le hubiese caído. Se encontró a nueve metros del cuerpo. Coincidía con la que llevaba puesta, que estaba salpicada de sangre.

Una camiseta ajustada de tirantes finos, rajada por el centro, originalmente blanca. Pantalones vaqueros cortos y decolorados, manchados de sangre. Y también orina y heces.

En su mochila se encontró: un libro de texto (Métodos fundamentales de economía matemática); tres bolígrafos (dos azules y uno rojo); un marcador fluorescente (amarillo); un brillo de labios (morado); rímel; medio paquete de chicles (Wrigleys de menta verde, con tres chicles); una polvera cuadrada de color dorado (el espejo está roto, seguramente por el ataque); un casete negro en el que han escrito a mano «Janis Joplin, Pearl»; las llaves de la puerta principal de Alpha Phi; una agenda con las fechas de entrega de distintos trabajos, una cita en la oficina de planificación familiar, los cumpleaños de sus amigos y varios números de teléfono que la policía repasa uno a uno. Metida entre las hojas de la agenda se encuentra un aviso de la biblioteca porque ya debería haber devuelto un libro.

Los periódicos aseguran que se trata del ataque más brutal de los últimos quince años en esa zona. La policía sigue varias líneas de investigación y anima encarecidamente a los testigos a dar la cara. Están bastante seguros de que identificarán rápidamente al asesino, porque un asesinato tan horrendo debe de tener un precedente.

* * *

Kirby no se enteró de nada de lo ocurrido. En aquellos momentos estaba bastante ocupada con Fred Tucker, el hermano de Gracie, un año y medio mayor que ella, que intentaba meterle el pene.

—No cabe —dice el chico entre jadeos.

—Pues empuja más —replica Kirby entre dientes.

—¡No me ayudas!

—¿Qué más quieres que haga? —pregunta ella, exasperada.

Kirby lleva puestos unos tacones de charol negro de Rachel y una combinación transparente de color beis casi dorado que había birlado en Marshall Field tres días antes, después de esconder la percha vacía en el fondo de una repisa. Había arrancado los pétalos de las rosas de la señora Partridge para esparcirlos por las sábanas. Había robado condones de la mesita de noche de su madre para que Fred no tuviera que pasar por la vergüenza de comprarlos. También se había asegurado de que Rachel no volviera a casa esa tarde. Incluso había estado practicando los besos en el dorso de la mano, aunque era tan eficaz como hacerse cosquillas uno mismo. Por eso se necesitaban otros dedos, otras lenguas. Solo los demás te hacen sentir real.

—Creía que ya lo habías hecho antes —dice Fred antes de dejarse caer sobre los codos y apoyar todo su peso sobre ella.

Es un peso agradable, a pesar de las caderas huesudas y de la piel cubierta de sudor.

—Solo lo dije para que no te pusieras nervioso —responde Kirby mientras alarga el brazo para coger los cigarrillos de Rachel, que están en la mesita.

—No deberías fumar.

—¿Ah, no? Pues tú no deberías estar haciéndolo con una menor.

—Tienes dieciséis.

—El ocho de agosto.

—¡Dios! —exclama él antes de bajársele de encima a toda prisa.

Ella lo observa mientras él da vueltas por el dormitorio, desnudo salvo por los calcetines y el condón (el pene sigue erecto, inasequible al desaliento), y le da una buena calada al cigarrillo. Ni siquiera le gusta fumar, pero para parecer impasible hace falta apoyarse en el atrezo. Ha resuelto la fórmula: dos partes de tomar el control sin que parezca que eso es lo que intentas y tres partes de fingir que, de todos modos, no importa. Y, oye, no pasa nada si hoy pierde o no la virginidad con Fred Tucker (aunque, en realidad, sí que pasa, y mucho).

Admira la huella de lápiz de labios que ha dejado en el filtro del cigarrillo y se aguanta el ataque de tos que lucha por escapar.

—Relájate, Fred. Se supone que esto tiene que ser divertido —lo tranquiliza, poniéndose zalamera, cuando lo que de verdad quiere decirle es: «No importa, creo que te quiero».

—Entonces ¿por qué me da la impresión de que estoy teniendo un infarto? —pregunta él agarrándose el pecho—. A lo mejor deberíamos ser solo amigos, ¿no?

Se siente mal por él, aunque también por ella misma. Parpadea con ganas y aplasta el cigarrillo después de darle tres caladas, como si fuera el humo el causante de que se le salten las lágrimas.

—¿Quieres ver una película? —pregunta ella.

Y eso hacen. Y acaban tonteando en el sofá, besándose durante una hora y media mientras Matthew Broderick salva al mundo con su ordenador. Ni siquiera se dan cuenta de que la cinta de vídeo se ha acabado y la pantalla se ha llenado de estática, porque él le ha metido los dedos dentro y le está recorriendo la piel con su cálido aliento. Ella se le sube encima y le duele, cosa que suponía que iba a pasar, y es agradable, cosa que esperaba, pero no tanto como para volver el mundo del revés. Después se besan mucho, se fuman el resto del cigarrillo, y él tose y dice:

—No es como creía.

Como tampoco lo es que te asesinen.

* * *

El nombre de la chica muerta era Julia Madrigal. Tenía veintiún años. Estudiaba tercero de Ciencias Económicas en la Northwestern. Le gustaba el senderismo y también el hockey, porque era de Banff (Canadá), además de salir por los bares de Sheridan Road con sus amigos, porque en Evanston no había donde beber.

Siempre estaba pensando en ofrecerse voluntaria para leer pasajes de los libros de texto para los casetes de estudio de la asociación de alumnos ciegos, pero nunca terminaba de hacerlo; igual que se había comprado una guitarra, pero solo había aprendido un acorde. Lo que sí había hecho era postularse como presidenta de su hermandad. Solía decir que iba a ser la primera directora ejecutiva de Goldman Sachs. Pensaba tener tres hijos, una casa grande y un marido que hiciera algo interesante e igualmente importante, un cirujano, un corredor de bolsa o algo así. No como Sebastian, que era un chico con el que pasárselo bien, pero que no tenía madera de marido.

Era tan escandalosa como su padre, sobre todo en las fiestas. Su sentido del humor tendía a la vulgaridad. Su risa era tristemente célebre o legendaria, según a quién le preguntaras. Se oía desde la otra punta de Alpha Phi. Podía ser irritante. Podía ser estrecha de miras, como lo son los que tienen todas las respuestas para salvar el mundo. Sin embargo, era la clase de chica a la que no se podía controlar. Salvo que la rajaras y le aplastaras el cráneo.

Su muerte provocará ondas expansivas que afectarán a todas las personas que la conocían y a otras que nunca la habían visto.

Su padre nunca se recuperará. Baja de peso y se convierte en una triste parodia del agente inmobiliario chillón y terco que fuera antes, al que le gustaba pelearse en las barbacoas por los resultados del partido. Pierde todo interés por vender casas. Deja a la mitad los discursos ante sus clientes y se queda mirando los espacios vacíos de la pared, los que quedan entre los retratos de familias perfectas, o aún peor, las juntas de los azulejos de los baños privados. Aprende a fingir, a esconder la tristeza. En casa, empieza a cocinar. Se inicia en la cocina francesa, pero la comida no le sabe a nada.

Su madre se guarda dentro todo el dolor. Es un monstruo que lleva enjaulado en el pecho y que solo el vodka somete. No prueba lo que cocina su marido. Cuando regresan a Canadá y se mudan a una casa más pequeña, ella se instala en el dormitorio de invitados. Al final, su marido deja de esconderle las botellas. Cuando el hígado le falla, veinte años después, él se sienta a su lado en un hospital de Winnipeg, le acaricia la mano y le recita las recetas que ha memorizado, como si fueran fórmulas científicas, porque no tiene nada más que decirle.

Su hermana se muda lo más lejos posible y no deja de moverse. Primero, a la otra punta del estado; después, a la otra punta del país, y más tarde, al extranjero. Se va como au pair a Portugal, pero no se le da muy bien, no conecta con los niños. La idea de que les pase algo le resulta demasiado aterradora.

Después de un interrogatorio de tres horas, Sebastian, el chico con el que Julia llevaba saliendo tres semanas, consigue que varios testigos independientes y las manchas de grasa de sus pantalones cortos corroboren su coartada. Estaba liado restaurando la moto Indian 1974 con la puerta del garaje abierta, a plena vista de todo el que pasaba por la calle. Conmovido por la experiencia, ve la muerte de Julia como una señal de que está malgastando su vida estudiando Empresariales. Se une al movimiento estudiantil antiapartheid y se acuesta con las chicas antiapartheid. Su trágico pasado se pega a él como si fueran feromonas a las que las mujeres no pueden resistirse. Es un pasado que tiene incluso su propia banda sonora: Get It While You Can, de Janis Joplin.

La mejor amiga de Julia se pasa las noches despierta sintiéndose culpable, a pesar de la conmoción y la tristeza, porque ha calculado que, estadísticamente, ahora tiene un 88 por ciento menos de posibilidades de que también la asesinen a ella.

En otro lugar de la ciudad, una niña de once años que del caso solo sabe lo que ha leído, que solo ha visto a Julia en la fotografía del anuario del instituto, donde aparece como primera de su promoción, alivia su dolor, y el de la vida en general, con mucha precisión: cortándose con un cúter la tierna piel del interior del brazo, por encima del borde de las mangas de las camisetas, donde las heridas no se ven.

Y, cinco años más tarde, le llegará el turno a Kirby.