KIRBY
9 de septiembre de 1980
Es esa clase de día, fresco y claro, a las puertas del otoño. Los árboles tienen sentimientos encontrados al respecto; las hojas se pintan de verde, de amarillo y de marrón, todo a la vez. Kirby se da cuenta a una manzana de distancia de que Rachel está colocada. No es solo por el olor dulzón que pesa sobre la casa (una prueba clara), sino también porque se pasea nerviosa por el patio, preocupada por algo que está tirado en el descuidado césped. Tokyo da saltitos y ladra a su alrededor, agitado. Se supone que Rachel no debería estar en casa. Se supone que estaba en una de sus soirées o «Suárez» como los llamaba Kirby de pequeña. Bueno, vale, el año anterior.
Se pasó unas cuantas semanas preguntándose si aquel tal Suárez sería su padre, y si Rachel estaría arreglándolo todo para que ella se reuniera con él. Hasta que Grace Tucker le dijo en el colegio que si su madre pasaba tanto tiempo fuera es porque era una fulana. Aunque no sabía lo que era una fulana, le hizo sangre en la nariz a Gracie, y Gracie le arrancó un mechón de pelo.
Rachel se desternilló de risa, a pesar de que Kirby llegó con una calva que dejaba ver el cuero cabelludo enrojecido e irritado. En realidad no pretendía reírse, pero «es que es tan divertido…». Después se lo explicó a Kirby igual que se lo aclaraba todo: de un modo que no esclarecía nada en absoluto. «Una fulana es una mujer que utiliza su cuerpo para aprovecharse de la vanidad de los hombres —le dijo—. Y una soirée sirve para revitalizar el espíritu». Sin embargo, resultó que ni siquiera eso se acercaba a la verdad, porque una fulana se acostaba con hombres por dinero y una soirée era una forma de tomarse vacaciones de la vida real, que era lo último que Rachel necesitaba. «Menos vacaciones y más vida real, mamá».
Silba para llamar a Tokyo. Son cinco notas cortas lo bastante reconocibles para distinguirlas de los tonos que usa todo el mundo para llamar a sus perros en el parque. El suyo se acerca dando saltos, feliz como solo un perro puede serlo. A Rachel le gustaba describirlo como un «chucho de pura raza». Tiene el hocico largo y el pelaje como a retales blancos y tostados, y unos anillos color crema alrededor de los ojos. Se llama Tokyo porque cuando Kirby crezca se mudará a Japón y se convertirá en una famosa traductora de haikus, beberá té verde y coleccionará espadas de samurái. «Bueno, es mejor que Hiroshima», fue lo que comentó su madre. Ya ha empezado a escribir sus propios haikus. Este es uno:
Parte la nave,
aléjame de aquí,
a las estrellas.
Y otro:
Desaparece,
como de origami,
entre sus sueños.
Rachel aplaude con entusiasmo cada vez que le lee uno nuevo, pero Kirby empieza a pensar que si copiara el texto del lateral de su caja de Choco Krispis, su madre la aclamaría con el mismo entusiasmo, sobre todo si está colocada, que es su estado más frecuente en los últimos tiempos.
Kirby le echa la culpa a Suárez o como se llame. Rachel no se lo quiere decir, como si su hija no oyera el coche llegar a las tres de la mañana, ni las conversaciones entre susurros, ininteligibles, pero tensas, antes de que la puerta se cierre de golpe y su madre intente entrar de puntillas para no despertarla. Como si no se preguntara de dónde sale el dinero del alquiler. Como si aquello no llevara años pasando.
Rachel ha sacado todos y cada uno de sus cuadros, incluso ese grande de la dama de Shalott en su torre (el favorito de Kirby, aunque jamás lo reconocería), que suele estar guardado en la parte de atrás del armario de las escobas, con el resto de lienzos que su madre empieza y nunca consigue terminar.
—¿Es que vamos a montar un mercadillo? —pregunta Kirby, a pesar de saber que la pregunta irritará a Rachel.
—Ay, cielo —responde su madre sonriendo a medias con aire distraído, como hace cuando Kirby la decepciona, lo que se ha convertido en una constante últimamente.
Por lo general, esa sonrisa sesgada aparece cuando dice cosas que Rachel considera poco adecuadas para lo joven que es. «Estás perdiendo la ilusión infantil», le había dicho hacía dos semanas con un tono de voz que daba a entender que se trataba de lo peor que podía ocurrirle en la vida.
Lo más curioso es que, cuando se mete en problemas de verdad, a Rachel no parece importarle. Le dan igual las peleas en el colegio o que prendiera fuego al buzón del señor Partridge para vengarse porque el vecino se quejó de que Tokyo escarbaba en sus guisantes de olor. Rachel la regañó, pero Kirby se daba cuenta de que estaba encantada. Su madre llegó a montar una gran pantomima en la que ambas se gritaron con un volumen suficiente para que «el charlatán mojigato de al lado» las oyera a través de las paredes. Su madre chillaba: «¡¿Es que no te das cuenta de que meterse con el servicio postal de Estados Unidos es un delito federal?!». Al final, las dos acabaron en el suelo tapándose la boca para ahogar las risas.
Rachel señala un cuadro en miniatura que tiene entre sus pies descalzos. Lleva las uñas pintadas de un naranja chillón que no le pega.
—¿Crees que este es demasiado brutal? —pregunta—. ¿Demasiado encarnizado y realista?
Kirby no entiende lo que quiere decir, le cuesta diferenciar unos cuadros de otros. En todas las obras de su madre salen mujeres pálidas con largos cabellos sueltos y ojos tristes demasiado grandes para sus cabezas, y unos paisajes pantanosos de fondo en verdes, azules y grises. Nada de rojo. El arte de Rachel le recuerda a lo que le decía su profesor de gimnasia, harto ya de ver cómo Kirby lo fastidiaba todo al acercarse al potro: «¡Por favor, deja de esforzarte tanto!».
Kirby vacila sin saber qué contestar, por si acaso la lía.
—Yo creo que está bien —responde.
—Pero ¡eso no significa nada! —exclama Rachel mientras la agarra de las manos y la lleva bailando el foxtrot entre los cuadros, dándole vueltas—. «Bien» es la definición por excelencia de la mediocridad. Es lo más educado, lo socialmente aceptable. ¡Nuestras vidas deben brillar, deben ir más allá del simple «bien», cariño!
Kirby se zafa de ella y se queda mirando a todas esas preciosas chicas tristes que extienden las delgaduchas extremidades como mantis religiosas.
—Hum —responde—, ¿quieres que te ayude a meter los cuadros dentro otra vez?
—Ay, cielo —dice su madre con tanta lástima y desdén que Kirby no lo soporta más.
Se mete corriendo en la casa, sube la escalera dando pisotones y se olvida de contarle a su madre lo del hombre de pelo castaño, vaqueros demasiado altos y nariz torcida de boxeador que estaba de pie, a la sombra del sicomoro de al lado de la gasolinera de Mason, bebiéndose una Coca-Cola con una pajita mientras la observaba. Su forma de mirarla le había revuelto el estómago, como esas atracciones de feria que te hacen sentir como si alguien te arrancara las entrañas.
Lo saludó agitando la mano con energía y una alegría algo histérica, como diciendo: «Oiga, caballero, lo he visto mirándome, pervertido». Sin embargo, él levantó la mano para devolverle el saludo y la dejó así, levantada (superespeluznante), hasta que ella dobló la esquina de Ridgeland Street, saltándose su habitual atajo por el callejón, y se alejó de él a toda prisa.