HARPER

HARPER

22 de noviembre de 1931

El Hospital de la Misericordia no hace honor a su nombre.

—¿Puede pagar? —exige saber la mujer de aspecto cansado de recepción que lo atiende a través del agujero redondo del cristal del mostrador—. Los pacientes de pago se ponen los primeros de la lista.

—¿Cuánto tengo que esperar? —gruñe Harper.

La mujer inclina la cabeza para asomarse a la sala de espera. Es una habitación en la que solo se puede estar de pie, pero hay algunos que están sentados o medio desmayados en el suelo, demasiado cansados o simplemente aburridos para seguir de pie. Unos cuantos levantan la vista con cara de esperanza, indignación o una insostenible mezcla de las dos. Los demás tienen la misma expresión resignada que Harper ha visto en los caballos de tiro que están en las últimas, esos que tienen las costillas tan marcadas como las grietas y los surcos de la tierra muerta que intentan arar. A esos caballos lo mejor es pegarles un tiro.

Se mete la mano en el bolsillo de la americana robada para buscar el billete de cinco dólares que encontró dentro, junto con un imperdible, tres monedas de diez centavos, dos de veinticinco y una llave cuyo desgaste le resulta familiar. O puede que se haya acostumbrado a los objetos deslustrados.

—¿Se puede comprar un poco de misericordia con esto, encanto? —pregunta al meter el billete por el hueco del cristal.

—Sí —responde ella sin apartar la mirada para dejarle claro que no se avergüenza de cobrarle, a pesar de que el mero hecho de intentar justificarse indique lo contrario.

La mujer toca una campanita y una enfermera aparece para recogerlo dando chancletazos en el linóleo con sus prácticos zapatos. En la chapa de identificación pone E. Kappel. Es guapa de un modo vulgar, con mejillas sonrosadas y unos tirabuzones de color castaño rojizo cuidadosamente rizados bajo la cofia blanca. El conjunto es armonioso, salvo por la nariz, que apunta demasiado arriba, como si fuera un hocico. «Como una cerdita», piensa Harper.

—Venga conmigo —dice la enfermera, irritada por el mero hecho de estar allí.

Ya ha catalogado al paciente como otra basura humana. Se vuelve y se aleja dando zancadas, de modo que Harper tiene que seguirla a saltos. Cada paso que da le dispara un calambre de dolor por la cadera, como un cohete chino, pero está decidido a seguirle el ritmo.

Todas las salas por las que pasan están abarrotadas, a veces ve hasta a dos personas en la misma cama, tumbadas cada una en una dirección, derramando toda la enfermedad que llevan dentro.

«Esto es mejor que los hospitales de campaña», piensa. Hombres mutilados que se apiñan en camillas manchadas de sangre, envueltos en el hedor de las quemaduras, las heridas podridas, la mierda, el vómito y los agrios sudores de la fiebre. Aquellos gemidos incesantes eran como un coro terrible.

Recuerda que había un chico de Missouri al que le habían volado una pierna. No dejaba de gritar y los demás no podían dormir, hasta que Harper se acercó con sigilo, como si fuera a consolarlo. Lo que en realidad hizo fue atravesarle el muslo a aquel idiota con la bayoneta por encima del ensangrentado destrozo, y girarla limpiamente para cortar la arteria. Exactamente como había practicado en los muñecos de paja durante el entrenamiento. Apuñalar y girar. Una herida en las tripas nunca falla. A Harper, eso de acercarse a alguien así le parecía más personal que las balas. Hacía que la guerra le resultara soportable.

Supone que aquí no tendrá esa posibilidad. Sin embargo, hay otras formas de librarse de los pacientes problemáticos.

—Debería sacar la botellita negra —dice Harper solo para irritar a la enfermera regordeta—. Le darían las gracias.

Ella deja escapar una risita de desprecio mientras cruzan las puertas de la zona privada, unas habitaciones individuales muy limpias, casi todas vacías.

—No me tiente. El veinticinco por ciento del hospital hace ahora las veces de lazareto. Fiebre tifoidea, infecciones… El veneno sería una bendición, pero que los cirujanos no le oigan hablar de botellas negras.

A través de una puerta abierta ve a una chica tumbada en una cama rodeada de flores. Parece una estrella de cine, aunque hace más de una década que Charlie Chaplin cambió Chicago por California y se llevó con él a toda la industria cinematográfica. El pelo de la chica forma rubios tirabuzones que se le pegan a la cara por el sudor, y la triste luz del sol de invierno que intenta entrar por las ventanas la hace parecer aún más pálida. Sin embargo, justo cuando él se tambalea junto a su puerta, ella abre los ojos, se medio incorpora y le dedica una radiante sonrisa, como si lo esperase y lo invitase a sentarse con ella para hablar un rato.

La enfermera Kappel no lo piensa permitir. Lo agarra por el codo y se lo lleva.

—Nada de mirar con la boca abierta. Lo último que necesita esa fresca es otro admirador.

—¿Quién es? —pregunta él, volviendo la vista atrás.

—Nadie, una bailarina exótica. La muy idiota se ha envenenado con radio. Forma parte de su espectáculo, se pinta con eso para brillar en la oscuridad. No se preocupe, le darán el alta pronto y podrá verla todo lo que quiera. Y podrá verle todo lo que quiera, por lo que he oído.

Lo mete en la sala del médico, que es de un blanco reluciente y huele a antiséptico.

—Ahora siéntese aquí y vamos a echar un vistazo a lo que se ha hecho.

Harper se acerca cojeando a la mesa de examen. Ella frunce el rostro, concentrada en cortarle los sucios harapos, tan apretados como ha sido capaz de soportar, que lleva a modo de estribo bajo el talón.

—Es usted idiota, ¿lo sabía? —comenta la enfermera, y la sonrisita que le baila en la comisura de los labios deja claro que sabe que puede tratarlo así impunemente—. Por esperar para venir. ¿Creía que se iba a curar solo?

Tiene razón, no ha ayudado haber dormido mal las dos últimas noches, acampado en un portal con una caja de cartón como cama y una americana robada como manta porque no podía regresar a su tienda y arriesgarse a que Klayton y sus secuaces lo estuvieran esperando armados con tuberías y martillos.

Las pulcras hojas de las tijeras plateadas cortan la venda de trapo, que se le ha clavado en el pie hinchado dejando marcas blancas, de modo que parece un jamón bien atado. ¿Quién es el cerdito ahora? «Qué estúpido —piensa con resentimiento—. Haber salido de la guerra sin ningún daño permanente, para acabar tullido por caerme en el escondite de un vagabundo».

El médico entra bramando en la habitación. Es un hombre mayor con la tripa bien acolchada y una mata de pelo gris pegada detrás de las orejas, como la melena de un león.

—Bien, ¿qué tenemos por aquí, caballero? —pregunta, y la sonrisa no ayuda a suavizar el tono paternalista.

—Bueno, no he estado bailando con pintura que brilla en la oscuridad.

—Ni tendrá la oportunidad de hacerlo, por lo que veo —responde el médico sin dejar de sonreír mientras coge el pie hinchado entre las manos y lo flexiona. Se agacha con destreza, casi como un profesional, cuando Harper gruñe de dolor e intenta darle un puñetazo.

»Siga así si quiere recibir un tortazo en la oreja, amigo, de pago o no de pago —lo avisa el médico, aún sonriendo.

Esta vez, cuando le mueve el pie arriba y abajo, arriba y abajo, Harper aprieta los dientes y los puños para no saltar.

—¿Puede mover los dedos de los pies usted solo? —pregunta el médico, observándolo con atención—. Ah, bien, buena señal. Mejor de lo que creía. Excelente. ¿Ve esto? —le dice a la enfermera mientras pellizca el hueco que ahora tiene por encima del talón. Harper gruñe—. Ahí es donde debería estar conectado el tendón.

—Ah, sí —responde ella, pellizcando la piel—. Lo noto.

—¿Qué quiere decir eso? —pregunta Harper.

—Quiere decir que tendrá que pasar unos cuantos meses tumbado en el hospital, amigo. Pero supongo que eso no es una opción.

—No, a menos que sea gratis.

—O que tenga mecenas preocupados y deseosos de financiar su convalecencia, como nuestra chica del radio —añade el médico guiñándole un ojo—. Podemos ponerle una escayola y enviarlo a casa con una muleta. Sin embargo, un tendón roto no se va a curar solo. Debería pasar al menos seis semanas tumbado. Puedo recomendarle a un zapatero que se especializa en calzado médico para elevar el talón, lo que ayudaría un poco.

—Y ¿cómo se supone que voy a hacer eso? Tengo que trabajar —replica Harper, cabreado consigo mismo por el tono llorica de su voz.

—Todos pasamos por dificultades económicas, señor Harper. Pregunte a los administradores del hospital. Le sugiero que haga lo que pueda. Supongo que no tendrá la sífilis, ¿verdad? —añade esperanzado.

—No.

—Una pena. En Alabama empiezan un estudio que le habría pagado todos los cuidados médicos. Aunque tendría que ser usted negro.

—Tampoco lo soy.

—Una lástima —repite el médico, encogiéndose de hombros.

—¿Podré andar?

—Oh, sí, pero no cuente con hacer una audición para el señor Gershwin.

* * *

Harper sale cojeando del hospital con las costillas vendadas, el pie escayolado y la sangre repleta de morfina. Se mete la mano en el bolsillo para comprobar cuánto dinero le queda. Dos dólares y algunas monedas. Entonces roza con los dedos los dientes irregulares de la llave y algo se le abre en la cabeza, como si fuera un receptor. A lo mejor es cosa de las drogas. O puede que siempre haya estado ahí, esperándolo.

Nunca antes se había percatado de que las farolas zumbaran. Esa baja frecuencia se le mete detrás de los ojos. A pesar de que es media tarde y las luces están apagadas, cree verlas brillar al ponerse bajo ellas. El zumbido salta a la siguiente luz, como si lo llamara. «Por aquí». Y juraría que puede oír una música chisporroteante, una voz lejana que lo llama como si saliera de una radio que hace falta sintonizar. Sigue el camino que le indican las farolas lo más deprisa que puede, pero la muleta es difícil de manejar.

Baja por State, que le lleva a través del West Loop hasta los cañones de Madison Street, con sus rascacielos de cuarenta plantas de altura a cada lado. Pasa por Skid Row, donde por dos dólares se podría pagar una cama durante un tiempo, pero el zumbido y las luces lo siguen dirigiendo hacia el Black Belt, donde los destartalados antros de jazz y los cafés dan paso a casas baratas que se apilan unas sobre otras, donde niños harapientos juegan en la calle y ancianos sentados en los escalones con cigarrillos enrollados a mano lo observan ceñudos.

La calle se estrecha, y los edificios se amontonan y proyectan heladas sombras en la acera. Una mujer se ríe en uno de los pisos de arriba. Es un sonido rudo y feo. Harper ve señales por todas partes: ventanas rotas en las casas y notas escritas a mano en los escaparates vacíos de las tiendas de abajo. «Cerrado», «Cerrado hasta nuevo aviso» y, en una ocasión, simplemente «Lo siento».

El viento trae del lago una humedad pegajosa y salobre que atraviesa la tarde inhóspita y se le mete bajo la americana. A medida que se adentra en la zona de almacenes se reduce el flujo de gente hasta que desaparece por completo y, en su ausencia, la música sube de volumen, dulce y quejumbrosa. Y ahora distingue la melodía. Es Somebody from Somewhere, y la voz susurra con urgencia: «Sigue adelante. Sigue adelante, Harper Curtis».

La música lo lleva hasta el otro lado de las vías del tren, hacia lo más profundo del West Side, y sube la escalera de una hostería para trabajadores que no se distingue en nada del resto de casas de madera de la acera, todas pegadas, con la pintura descascarada, las ventanas tapadas con tablas y las notas de «Declarado en ruina por el Ayuntamiento de Chicago» clavadas en los tablones que se cruzan formando una equis sobre las puertas de entrada. Marcad aquí la casilla para votar al presidente Hoover, hombres optimistas. La música sale de detrás de la puerta del número 1818. Una invitación.

Mete la mano debajo de los tablones cruzados e intenta abrir la puerta, pero está cerrada con llave. Harper se queda en el escalón con la terrible sensación de encontrarse ante lo inevitable. La calle está completamente abandonada. Las otras casas están cerradas con tablas o tienen las cortinas bien echadas. Oye el tráfico de la calle de al lado y a un vendedor de cacahuetes ambulante: «¡Calentitos! ¡Lléveselos calentitos!». Sin embargo, el ruido le llega amortiguado, como si se filtrase a través de unas mantas enrolladas en su cabeza; a diferencia de la música, que es como una afilada astilla que se le clava en el cráneo. La llave.

Se mete la mano en el bolsillo de la americana temiendo de repente haberla perdido. Es un alivio comprobar que sigue ahí. Es de bronce y lleva la marca de Yale & Towne, como la cerradura de la puerta. Tembloroso, la mete dentro. Encaja.

La puerta se abre a la oscuridad y, por un terrible y largo momento, las posibilidades lo paralizan. Después se mete por debajo de las tablas, pasa la muleta como puede por el hueco y entra en la Casa.