KIRBY
18 de julio 1974
Es esa hora de la mañana en que la oscuridad pesa; después de que los trenes hayan dejado de pasar y el tráfico se haya ido apagando, pero antes de que los pájaros empiecen a cantar. Hace un calor bochornoso, un calor pegajoso de los que atraen a los bichos. Polillas y hormigas voladoras se estrellan contra la luz del porche en un tamborileo irregular. Un mosquito silba en alguna parte cerca del techo.
Kirby está en la cama, acariciando las crines de nailon del poni y escuchando los ruidos de la casa vacía, que gruñe como un estómago hambriento. Rachel dice que es porque la casa «se asienta», pero Rachel no está y es tarde, o temprano, y Kirby no ha comido nada desde los cereales rancios del lejano desayuno, y hay ruidos que no encajan con el «asentamiento».
Kirby le susurra al poni:
—Es una casa vieja, seguro que solo es el viento.
Salvo que la puerta del porche tiene pestillo y no debería dar portazos. Los tablones del suelo no deberían crujir como si soportaran el peso de un ladrón que avanza de puntillas hacia su dormitorio cargado con un saco negro en el que meterla para secuestrarla. O puede que lo que hace tictac en el suelo sean los pies de plástico de esa muñeca que cobra vida en el programa de miedo de la tele que se supone que no debe ver.
Kirby aparta la sábana.
—Voy a ver, ¿vale? —le dice al poni, porque la idea de esperar a que el monstruo llegue a ella se le antoja insoportable.
Se acerca de puntillas a la puerta, en la que su madre pintó flores exóticas y enredaderas cuando se mudaron hace cuatro meses, lista para cerrársela de golpe en la cara a cualquiera (o a cualquier cosa) que suba la escalera.
Se queda detrás de la puerta como si esta fuera un escudo y se concentra por si oye algo mientras rasca la basta superficie de la pintura. Ya ha descascarillado un lirio atigrado hasta tocar madera. Le cosquillean las puntas de los dedos. El silencio le pita en la cabeza.
—¿Rachel? —susurra Kirby, demasiado bajo para que nadie lo oiga, salvo el poni.
Se oye un porrazo muy cerca, después otro golpe y el ruido de algo al romperse.
—¡Mierda!
—¿Rachel? —repite Kirby, esta vez más alto; el corazón le late con fuerza contra el pecho.
Tras una larga pausa, su madre responde:
—Vuelve a la cama, Kirby. Estoy bien.
Kirby sabe que no es cierto, pero al menos no es Tina Parlanchina, la psicópata muñeca viviente.
Deja de rascar la pintura y sale al pasillo arrastrando los pies, evitando los trozos de cristal que brillan como diamantes entre las rosas muertas de hojas arrugadas y cabezas esponjosas que yacen en un charco de apestosa agua de jarrón. Se había dejado la puerta entreabierta.
Cada nueva casa es más vieja y está más destartalada que la anterior, aunque Rachel pinta las puertas y los armarios, y a veces incluso el suelo, para hacerla más suya. Eligen juntas los dibujos del gran libro de arte gris de Rachel: tigres, unicornios, santos o chicas isleñas de piel tostada con flores en el pelo. Kirby usa los dibujos a modo de pistas que le recuerdan dónde están. Esta casa es la de los relojes derretidos en el armario de la cocina, encima de los fogones, lo que significa que el frigorífico está a la izquierda, y el cuarto de baño, bajo la escalera. Sin embargo, a pesar de que la distribución de las casas va cambiando, de modo que a veces tienen un patio, otras hay un armario en el dormitorio de Kirby y otras tiene suerte de contar con una estantería, el dormitorio de Rachel es una constante.
Piensa en él como en la bahía del tesoro de un pirata (su madre la corrige y le dice que suele ser una cueva, pero Kirby se lo imagina como una mágica bahía oculta, una a la que se puede acceder en barco, con suerte, si interpretas bien el mapa).
Hay vestidos y pañuelos tirados por la habitación, como si una princesa pirata gitana hubiese tenido un berrinche. De las florituras doradas de un espejo ovalado cuelga una colección de bisutería. El espejo es lo primero que cuelga Rachel siempre que se mudan a un sitio nuevo y siempre, invariablemente, acaba aplastándose el dedo con el martillo. A veces juegan a disfrazarse, y Rachel le pone todos los collares y pulseras encima a Kirby y la llama «mi arbolito de Navidad», aunque son judías, o medio judías, al menos.
El adorno de cristal de colores colgado de la ventana recoge los rayos del sol de la tarde y proyecta unos arcoíris danzarines por todo el cuarto, sobre la mesa de dibujo inclinada y sobre la ilustración en la que esté trabajando Rachel en esos momentos.
Cuando Kirby era un bebé y todavía vivían en la ciudad, Rachel colocaba la valla del parque de la niña alrededor de su escritorio, de modo que Kirby pudiera gatear por el cuarto sin molestarla. Por aquel entonces dibujaba para revistas femeninas, pero ahora «mi estilo está pasado de moda, nena, ahí fuera son muy volubles». A Kirby le gusta el sonido de la palabra. «Voluble», «vuela», «volatín». Y también le gusta ver el dibujo que hizo su madre de la camarera que guiña un ojo mientras hace equilibrios con la bandeja cargada con dos pilas de tortitas chorreantes de mantequilla cuando pasan por delante de Doris’s Pancake House de camino a la tienda de la esquina.
Pero el adorno de cristal ahora está frío y muerto, y la lámpara que hay junto a la cama tiene un pañuelo amarillo enrollado encima, lo que hace que la habitación tenga un aspecto enfermizo. Rachel está tumbada en la cama con una almohada sobre la cara, todavía vestida, con los zapatos puestos y todo. El pecho se le sacude bajo el vestido de encaje negro, como si tuviera hipo. Kirby se queda en la puerta y usa todo su poder de concentración para que su madre se fije en ella. Nota la cabeza hinchada, llena de palabras que no sabe cómo decir.
—Te has tumbado en la cama con los zapatos puestos —es lo que al final le sale.
Rachel se quita la almohada de la cara y mira a su hija. Tiene los ojos hinchados y el maquillaje ha dejado una mancha negra en la almohada.
—Lo siento, cielo —dice, con su voz más chillona, intentando parecer animada.
La palabra «chillona» le recuerda a Kirby los gritos de Melanie Ottesen cuando se cayó de la cuerda de trepar. O a chillidos que resquebrajan vasos de cristal que ya no son seguros para beber.
—¡Tienes que quitarte los zapatos!
—Lo sé, cielo —responde Rachel, suspirando—. No grites. —Se zafa de los zapatos de tacón de color negro y canela, los del talón descubierto, usando los dedos de los pies, y los deja caer con estrépito en el suelo. Después rueda sobre el estómago—. ¿Me rascas la espalda?
Kirby se sube a la cama y se sienta a su lado con las piernas cruzadas. El pelo de su madre huele a humo. Se pone a recorrer los ensortijados patrones de encaje con las uñas.
—¿Por qué lloras?
—No estoy llorando de verdad.
—Sí que lloras.
—Son esos días del mes —responde su madre, suspirando.
—Es lo que dices siempre —replica Kirby, de mal humor, y después se le ocurre añadir—: Tengo un poni.
—No puedo permitirme comprarte un poni —dice su madre con voz distraída.
—No, ya tengo uno —insiste Kirby, exasperada—. Es naranja. Tiene mariposas dibujadas en el culo, ojos castaños, pelo dorado y, bueno, parece un poco bobo.
Su madre vuelve la cabeza para mirarla, como si la idea la emocionara.
—¡Kirby! ¿Es que has robado algo?
—¡No! Es un regalo, ni siquiera lo quería.
—Entonces no pasa nada —dice su madre mientras se restriega los ojos con el dorso de la mano, lo que le deja un manchurrón de rímel sobre los ojos, como si fuera una ladrona.
—Entonces ¿me lo puedo quedar?
—Claro que sí, puedes hacer casi todo lo que quieras, sobre todo con los regalos. Como si quieres romperlos en un millón de trocitos.
«Como el jarrón de la entrada», piensa Kirby.
—Vale —responde, muy seria—. El pelo te huele raro.
—¡Mira quién habla! —exclama su madre, y su risa es como un arcoíris que recorre bailando la habitación—. ¿Cuándo fue la última vez que te lavaste el tuyo?