HARPER

HARPER

20 de noviembre de 1931

La arena cede bajo sus pies porque en realidad no es arena, sino apestoso lodo helado que se le mete en los zapatos y le empapa los calcetines. Harper maldice entre dientes, no quiere que los hombres lo oigan. Se gritan unos a otros en la oscuridad: «¿Lo veis? ¿Lo tenéis?». Si el agua no estuviera tan fría, se arriesgaría a huir a nado, joder. Pero ya nota los estragos del viento del lago, que le da pellizcos y bocados a través de la camisa, puesto que la chaqueta quedó abandonada detrás del tugurio clandestino cubierta de la sangre de aquel desgraciado de mierda.

Sigue chapoteando por la orilla, entre la basura y la madera podrida, con el barro tirando de él a cada paso. Se agacha detrás de una casucha del borde, fabricada con cajas de embalar y cartón asfaltado. La luz de una lámpara se filtra por las grietas y los remiendos de cartón, y es como si toda la barraca brillara. De todos modos, no entiende por qué construyen algo tan cerca del lago, como si creyeran que lo peor ya ha pasado y que no pueden caer más bajo, como si la gente no cagara en la zona menos profunda, como si el nivel del agua no subiera con las lluvias para llevarse todo aquel apestoso barrio de chabolas. Es el sino de los olvidados, la desdicha que les cala hasta los huesos. Nadie los echaría de menos. Como nadie echará de menos al puto Jimmy Grebe.

No esperaba que Grebe se desangrara a borbotones. La cosa no habría llegado a tanto si el muy cabrón hubiese peleado limpio, pero estaba gordo, borracho y desesperado. No acertaba a dar ni un puñetazo, así que fue a por las pelotas de Harper. Este había notado los gordos dedos del muy hijo de puta agarrándole los pantalones. Si el otro tipo pelea sucio, tú más. No es culpa de Harper que el filo dentado del cristal diera con una arteria. En realidad apuntaba a la cara de Grebe.

No habría sucedido nada si aquel tísico asqueroso no le hubiese tosido en las cartas. Grebe había limpiado el escupitajo sanguinolento con la manga, claro, pero todo el mundo sabía que tenía tuberculosis y que esparcía el contagio por su ensangrentado pañuelo cada vez que tosía. Enfermedad, ruina y todos con los nervios a flor de piel. Es el fin de Estados Unidos.

Intenta ir con esas al «alcalde» Klayton y a su panda de mamones patrulleros, todos henchidos de orgullo como si fuesen los dueños del lugar. Pero aquí no hay ley, igual que no hay dinero ni dignidad. Él ha visto las señales, y no solo las que ponen «Embargado». «Seamos realistas —piensa—. Este país se lo ha ganado».

Una serpentina de luz pálida barre la playa y se detiene en las cicatrices que ha abierto en el barro. Entonces, la linterna se mueve para seguir su caza en otra dirección y la puerta de la barraca se abre derramando su luz por todas partes. Una mujer delgaducha y con cara de rata sale de la casa. Se la ve demacrada y gris a la luz del queroseno, como a todos los de aquí; como si las tormentas de polvo del campo se llevaran con ellas no solo las cosechas, sino también la personalidad de los habitantes.

La mujer se cubre con una americana oscura, tres tallas más grande de la cuenta. La lleva echada sobre los escuálidos hombros, como si fuera un chal. Es de lana gruesa. Tiene aspecto de abrigar. Harper sabe que esa americana va a ser suya incluso antes de darse cuenta de que ella es ciega. Tiene la mirada ausente. El aliento le huele a col y se le están pudriendo los dientes. La mujer alarga una mano para tocarlo.

—¿Qué es? —dice—. ¿Por qué gritan?

—Un perro rabioso —responde Harper—. Lo están persiguiendo. Debería entrar, señora.

Podría quitarle la americana y largarse, pero se arriesga a que grite, a que forcejee.

—Espere —dice ella—. ¿Es usted? ¿Es usted Bartek? —pregunta, aferrándose a su camisa.

—No, señora, no soy yo.

Harper intenta zafarse de sus dedos. La mujer alza la voz como si fuese algo urgente. Tiene una voz que llama la atención.

—Sí que es usted, seguro. Me dijo que vendría —insiste, al borde de la histeria—. Él me dijo que vendría…

—Shh, no pasa nada —la calma.

No le cuesta nada levantar el antebrazo para ponérselo en el cuello y empujarla contra el cobertizo con todas sus fuerzas. «Solo para que se calle», se dice a sí mismo. Cuesta gritar con la tráquea aplastada. Los labios de la mujer se fruncen y se hinchan. Los ojos se le salen de las órbitas. El gaznate se le mueve, rebelde. La mujer le aprieta la camisa con las manos, como si estuviera estrujando la colada, hasta que sus dedos de huesecillos de pollo caen y su cuerpo se desliza por la pared. Él se inclina con ella y la deja delicadamente en el suelo mientras le quita la americana de los hombros.

Un niño lo está mirando desde el interior de la casucha. Tiene los ojos lo bastante grandes como para tragárselo entero.

—¿Qué miras? —le dice Harper entre dientes.

Mete los brazos por las mangas y se da cuenta de que la americana le queda grande, pero le da igual. Algo tintinea en el bolsillo, puede que monedas, si tiene suerte. Sin embargo, resulta ser mucho más que eso.

—Métete en la casa y tráele agua a tu madre. No se encuentra bien.

El chico se lo queda mirando sin cambiar de expresión, abre la boca y deja escapar un chillido que atrae las malditas linternas. Los haces de luz atraviesan el umbral y pasan sobre la mujer caída, pero Harper ya está corriendo. Uno de los compinches de Klayton (puede que el autoproclamado alcalde en persona) grita: «¡Ahí!». Los hombres corren hacia la orilla, detrás de él.

Harper se abre paso a toda prisa por el laberinto de casuchas y tiendas montadas sin orden ni concierto, unas encima de otras, sin que medie apenas espacio para meter una carretilla entre ellas. Mientras tuerce hacia Randolph Street, se le ocurre que incluso los insectos muestran más autocontrol.

No tiene en cuenta que las personas pueden actuar como termitas.

Entonces pisa una lona y cae en un pozo del tamaño de una caja de piano, solo que bastante más profundo, que alguien ha abierto en el suelo a modo de hogar, para después taparlo con una tela clavada en la tierra.

Se da un buen golpe, el talón izquierdo se estrella contra el lateral de un camastro de madera y oye un chasquido, como el de una cuerda de guitarra al romperse. El impacto lo lanza de lado contra el borde de una cocina casera que le da bajo las costillas y lo deja sin aliento. Es como si una bala le hubiera atravesado el tobillo, aunque no ha oído ningún disparo. No puede respirar para gritar y se ahoga bajo la loneta, que le ha caído encima.

Allí es donde lo encuentran, pateando la tela y cagándose en el desecho humano que no contaba con los materiales ni con las habilidades necesarias para fabricarse una chabola de verdad. Los hombres se congregan en lo alto del escondite. Son siluetas malévolas detrás del resplandor de sus linternas.

—No puedes venir aquí y hacer lo que te dé la gana —dice Klayton en su mejor imitación de predicador dominguero.

Al fin, Harper logra respirar. Cada inspiración le quema como si le dieran una puñalada en el costado. Se ha roto una costilla, no cabe duda, y algo peor le pasa en el pie.

—Debes respetar a tu vecino y tu vecino debe respetarte a ti —sigue diciendo Klayton.

Harper ya le ha oído la frase antes, en las reuniones de la comunidad, cuando habla de que tienen que aprender a llevarse bien con los negocios locales del otro lado de la calle, con los mismos tipos que enviaron a las autoridades a clavar en todas las tiendas de campaña y en las chabolas unas notas en las que se avisaba de que tenían siete días para desalojar los terrenos.

—Cuesta respetar a alguien cuando estás muerto —responde entre risas, aunque suena más a jadeo y solo sirve para que el estómago se le retuerza de dolor.

Le da la impresión de que llevan escopetas, pero no le parece probable, y cuando una de las linternas deja de deslumbrarle distingue que van armados con tuberías y martillos. Se le revuelven de nuevo las tripas.

—Deberías entregarme a las autoridades —dice, esperanzado.

—Qué va —contesta Klayton—. No tienen nada que hacer aquí —añade, moviendo la linterna—. Sacadlo, chicos, antes de que Eng, el amarillo, vuelva a su agujero y se encuentre dentro a esta basura de mierda.

Y entonces recibe otra señal, clara como el alba que empieza a arrastrarse por el horizonte más allá del puente. Antes de que los matones de Klayton puedan bajar tres metros para llegar hasta él, empiezan a llover del cielo unas gotas cortantes y frías. Y se oyen gritos al otro lado del campamento.

—¡Policía! ¡Es una redada!

Klayton se da media vuelta para consultarlo con sus hombres. Son como monos parloteando y agitando los brazos. Entonces, las llamas atraviesan la lluvia e iluminan el cielo dando fin a la conversación.

—¡Eh, dejad eso…!

Un chillido llega flotando desde Randolph Street, seguido de otro.

—¡Tienen queroseno! —grita alguien.

—¿A qué esperáis? —dice Harper en voz baja, entre el estruendo de la lluvia y el alboroto.

—Quédate donde estás —le ordena Klayton a Harper apuntándolo con una tubería mientras las siluetas se dispersan—. No hemos acabado contigo.

Sin hacer caso del áspero ruido de sus costillas, Harper se apoya en los codos y se sienta. Se echa hacia delante, se agarra a la lona que sigue colgando de los clavos por un extremo y tira de ella temiendo lo inevitable. Sin embargo, la lona aguanta.

De arriba le llega el tono dictatorial del buen alcalde, que grita a unas personas invisibles en medio del tumulto:

—¿Tienen una orden judicial? ¿Creen que pueden venir aquí sin más y quemar las casas de esta gente que ya lo ha perdido todo?

Harper agarra con el puño un buen trozo de tela y, apoyando el pie bueno en la cocina volcada, se impulsa hacia arriba. Se golpea el tobillo contra la pared de tierra, lo que hace que lo ciegue un relámpago de dolor más brillante que el sol. Le dan arcadas, aunque al final solo tose una larga amalgama fibrosa de saliva y flema teñida de rojo. Se aferra a la lona y parpadea hasta que consigue librarse de las flores negras que le oscurecen la visión.

Los gritos se disipan bajo el tamborileo de la lluvia. Se queda sin tiempo. Se tira sobre la grasienta lona mojada sin detenerse. Hace un año no podría haberlo hecho, pero después de doce semanas remachando el Triboro de Nueva York está más fuerte que el sarnoso orangután de aquella feria del condado, el que partió una sandía por la mitad con las manos.

La lona deja escapar siniestros crujidos de protesta y amenaza con devolverlo al maldito agujero, pero al final aguanta, y Harper se asoma al borde, agradecido, sin darles tan siquiera importancia a los rasguños que los clavos que sujetan la tela le han dejado en el pecho. Más tarde, al examinar las heridas en un lugar seguro, comprobará que las marcas son como arañazos de una puta entusiasta.

Se queda allí tirado, boca abajo sobre el lodo, mientras encima le llueve a cántaros. Los gritos se han alejado, aunque el aire apesta a humo y la luz de media docena de incendios se mezcla con el gris del alba. Un fragmento de música flota por el aire nocturno, puede que salga de un piso, de la ventana desde la que los inquilinos disfrutan del espectáculo.

Harper se arrastra por el barro. El dolor hace que le estallen luces brillantes dentro del cráneo… o puede que sean reales. Es como un renacer. Pasa de arrastrarse a cojear cuando por fin encuentra un pesado trozo de madera con la altura apropiada para apoyarse en él.

El pie izquierdo está inservible, lo lleva colgando. Sin embargo, sigue adelante a través de la lluvia y la oscuridad para alejarse de las chabolas en llamas.

Todo sucede por algún motivo. Gracias a su expulsión del barrio encuentra la Casa. Gracias a la americana que robó tiene la llave.