HARPER
17 de julio de 1974
Harper aprieta en el puño el poni naranja que guarda en el bolsillo de la americana. Es de plástico y está cubierto de sudor. Aquí es pleno verano, hace demasiado calor para lo que lleva puesto, pero ha aprendido a utilizar un uniforme para lo que va a hacer, vaqueros, en concreto. Da largas zancadas, a pesar del pie renqueante, como un hombre que camina porque va a algún sitio. Harper Curtis no es un parásito, y el tiempo no espera a nadie. Salvo cuando lo hace.
La niña está sentada en el suelo con las piernas cruzadas, enseñando unas rodillas tan blancas y huesudas como cráneos de pájaro, y manchadas de verde por la hierba. Levanta la vista al oír el crujido de la gravilla bajo las botas de Harper, aunque solo lo suficiente para que él vea que tiene los ojos castaños bajo ese enredo de rizos mugrientos. Después, la niña decide que no merece su interés y vuelve a sus asuntos.
Harper está decepcionado. Se había imaginado, al acercarse, que los ojos podrían ser azules; del color del agua lago adentro, donde desaparece la orilla y da la impresión de que se está en medio del océano. Marrón es el color de la pesca de camarones, cuando se revuelve el lodo de la zona menos profunda y no se distingue una mierda.
—¿Qué haces? —le pregunta, intentando sonar animado.
Se agacha a su lado sobre la hierba raída. En realidad nunca había visto a una criatura con un pelo tan disparatado. Como si se hubiera quedado atrapada en su propio remolino, un remolino que también había dispersado a su alrededor un variopinto surtido de cachivaches: un grupito de latas oxidadas y una rueda rota de bicicleta inclinada a un lado con los radios apuntando hacia fuera. La atención de la niña se centra en una taza de té desportillada, boca abajo, de modo que las flores plateadas del borde desaparecen entre la hierba. El asa está rota, solo quedan dos muñones romos.
—¿Vas a tomar el té con tus amiguitos, cariño? —dice, probando de nuevo.
—No es té —masculla ella dentro del cuello en forma de pétalo de su camisa de cuadros.
«Los niños con pecas no deberían ser tan serios —pensó Harper—. No les pega».
—Bueno, no pasa nada, de todos modos prefiero el café. Por favor, ¿me sirve una taza, señora? Solo y con tres azucarillos, ¿de acuerdo?
Cuando él va a coger la taza de porcelana desportillada, la niña chilla y le aparta la mano. De debajo de la taza invertida surge un intenso zumbido de enfado.
—Jesús. ¿Qué tienes ahí dentro?
—¡No estoy preparando té! ¡Es un circo!
—¿Ah, sí? —responde él, activando una sonrisa, la sonrisa boba que da a entender que no se toma a sí mismo demasiado en serio, por lo que tú tampoco deberías hacerlo. Pero le pica el dorso de la mano, donde ella le ha dado la torta.
La niña lo mira con aire suspicaz, no por lo que pueda ser el desconocido y lo que pueda hacerle a ella, sino porque le molesta que no lo entienda. Harper observa lo que hay alrededor con más detenimiento y reconoce su destartalado circo: la gran pista principal está dibujada con un dedo en la tierra; hay una cuerda floja fabricada con una pajita aplastada y colocada entre dos latas de refresco; la noria es la rueda de bicicleta abollada que descansa, medio apoyada, en un arbusto sobre una roca que la mantiene en su sitio, y hay gente de papel arrancada de las revistas y metida entre los radios.
No se le escapa el detalle de que la roca que la sujeta encaja perfectamente en su puño. Ni tampoco lo fácil que sería introducir uno de esos radios en el ojo de la niña, como si fuera de gelatina. Aprieta con fuerza el poni de plástico dentro del bolsillo. El furioso zumbido que sale de la taza es una vibración que le recorre las vértebras y le tira de la ingle.
La taza da un bote y la niña le pone las manos encima para sujetarla.
—¡Pero bueno! ¿Es que tienes un león ahí dentro? —pregunta Harper dándole un empujoncito con el hombro, lo que arranca una sonrisa a la niña ceñuda, aunque una muy pequeñita—. ¿Eres una domadora de animales? ¿Vas a ponerlo a saltar a través de aros de fuego?
Ella sonríe, y los puntitos de las pecas se le meten en los mofletes de manzana para dejar al descubierto unos dientes relucientes y blancos.
—Qué va, Rachel dice que no puedo jugar con cerillas después de lo de la última vez.
Tiene un colmillo torcido, un poco montado en los incisivos, y la sonrisa compensa de sobra el color marrón estancado de los ojos, porque ahora Harper ve la chispa que ocultaban. Le produce la misma sensación de siempre, como si se estuviera cayendo. Siente haber dudado de la Casa por un momento. Ella es la elegida. Una de las elegidas. Una de sus chicas luminosas.
—Me llamo Harper —se presenta, sin aliento, mientras le tiende la mano. Ella tiene que cambiar la mano con la que sujeta la taza para estrechársela.
—¿Eres un desconocido?
—Ya no, ¿verdad?
—Yo soy Kirby, Kirby Mazrachi, pero me voy a cambiar el nombre por el de Lori Star en cuanto sea lo bastante mayor.
—¿Cuando vayas a Hollywood?
La niña se acerca la taza arrastrándola por el suelo, lo que consigue que el insecto del interior alcance nuevas cotas de indignación, y Harper se percata de que ha cometido un error al preguntarle eso.
—¿Seguro que no eres un desconocido?
—Quiero decir, al circo, ¿no? ¿Qué va a ser Lori Star? ¿Trapecista? ¿Jinete de elefantes? ¿Payasa? —pregunta, y hace una pausa para ponerse el índice sobre el labio superior—. ¿La mujer bigotuda?
La niña suelta una risita, y él respira, aliviado.
—Nooo —responde ella.
—¡Domadora de leones! ¡Lanzadora de cuchillos! ¡Comedora de fuego!
—Voy a ser funámbula. He estado practicando, ¿quieres verlo? —pregunta, levantándose.
—No, espera —la detiene él, desesperado—. ¿Puedo ver tu león?
—No es un león de verdad.
—Eso es lo que tú dices —la pincha.
—Vale, pero tienes que tener mucho, mucho cuidado. No quiero que se vaya volando.
La niña inclina la taza un milímetro. Harper apoya la cabeza en el suelo y entorna los ojos para mirar. El olor a hierba aplastada y a tierra negra resulta reconfortante. Algo se mueve debajo de la taza: patas peludas, una sombra amarilla y negra. Las antenas se acercan a la salida. Kirby ahoga un grito y baja la taza de golpe.
—Vaya, menudo abejorro que tienes —comenta Harper, poniéndose de nuevo en cuclillas.
—Lo sé —responde ella, muy orgullosa.
—Y está muy enfadado.
—Me parece que no quiere estar en el circo.
—¿Te puedo enseñar una cosa? Tendrás que confiar en mí.
—¿El qué?
—¿Quieres un funámbulo?
—No…
Pero él ya ha levantado la taza y tiene a la nerviosa abeja entre las manos. El sonido que producen las alas al arrancarlas es igual que el que hace una guinda al sacarle el rabito, como las que estuvo recogiendo una temporada en Rapid City. Había recorrido el condenado país de arriba abajo persiguiendo el trabajo como si fuera una perra en celo. Hasta que encontró la Casa.
—¡¿Qué haces?! —grita la niña.
—Ahora solo necesitamos un poco de papel atrapamoscas para apoyarlo encima de dos latas. Seguro que un bichejo tan grande puede soltarse las patas, pero estará pegajoso, así que no se caerá. ¿Tienes papel atrapamoscas?
Harper deja el abejorro en el borde de la taza y el insecto se aferra al canto.
—¿Por qué has hecho eso? —protesta ella dándole en el brazo una serie de confusos golpes con las palmas abiertas.
La reacción lo desconcierta.
—¿No estábamos jugando al circo?
—¡Lo has estropeado! ¡Vete! Vete, vete, vete, vete.
Se convierte en un cántico al ritmo de cada manotazo.
—Espera, espera un momento —se defiende él entre risas, pero ella sigue aporreándolo, así que la agarra de la mano—. Lo digo en serio. Para de una puta vez, señorita.
—¡No se dicen palabrotas! —chilla ella, y se echa a llorar.
Esto no va como Harper había planeado… Todo lo que se pueden planear estos primeros encuentros, claro. Está cansado de lo impredecibles que son los niños, por eso no le gustan las niñas pequeñas, por eso espera a que crezcan. Más adelante será otra historia.
—De acuerdo, lo siento. No llores, ¿vale? Tengo algo para ti, no llores, por favor. Mira.
Desesperado, saca el poni naranja, o lo intenta. La cabeza se le engancha en el bolsillo y tiene que pegar un tirón para sacarlo.
—Toma —dice, empujándolo hacia ella y deseando que lo acepte. Es uno de los objetos que lo conectan todo. Sin duda, por eso lo ha traído, ¿no? Harper solo vacila un instante.
—¿Qué es?
—Un poni, ¿no lo ves? ¿No es mejor un poni que un abejorro tonto?
—No está vivo.
—Ya lo sé. Joder, tú cógelo, ¿vale? Es un regalo.
—No lo quiero —dice ella, sorbiéndose los mocos.
—Vale, no es un regalo, es un depósito. Me lo guardarás. Como en el banco cuando les das tu dinero.
El sol cae a plomo, hace demasiado calor para llevar una americana. Apenas puede concentrarse. Solo quiere terminar ya. El abejorro se cae de la taza y se queda boca arriba sobre la hierba agitando las patas en el aire.
—Supongo.
Ya está más tranquilo, todo es como debe ser.
—Ahora tienes que guardarlo bien, ¿de acuerdo? Es importante de verdad. Volveré a por él. ¿Lo entiendes?
—¿Por qué?
—Porque lo necesito. ¿Cuántos años tienes?
—Seis y tres cuartos. Casi siete.
—Eso es estupendo. Estupendo, sí. Allá vamos, dando vueltas y vueltas como tu noria. Te veré cuando seas mayor. Estate atenta, ¿eh, cariño? Volveré a por ti.
Se levanta y se limpia las manos en una pierna. Después se da media vuelta y recorre a paso ligero el solar cojeando un poco, sin mirar atrás. Ella lo ve cruzar la carretera y caminar hacia las vías del tren hasta que desaparece detrás de la línea de los árboles. Mira el juguete de plástico, pegajoso por el sudor del desconocido, y chilla:
—¿Ah, sí? ¡Pues no quiero tu tonto caballo!
Lo tira al suelo y el animal rebota antes de aterrizar al lado de la noria de rueda de bicicleta. El ojo pintado se queda mirando sin expresión alguna al abejorro, que se ha enderezado y se arrastra por la tierra.
Pero, más tarde, Kirby vuelve para recogerlo. Por supuesto que lo hace.