Ahora escucha y volveré a contarte la historia de la Batalla de la Roca. Pero no empieces a moverte o pararé antes de empezar.
En aquellos primeros años, antes de la llegada de los colonos, los trows dominaban todo el valle, desde Boca del Río hasta las Piedras Altas. Cuando caía la noche no había casa, vaquería, ni establo que estuviera a salvo de sus ataques. Sus túneles atravesaban los campos y pasaban por debajo de las puertas de las granjas. Todas las noches desaparecían vacas de los pastos y ovejas de las colinas. Secuestraban a los caminantes nocturnos a pocos metros de sus casas y se llevaban a mujeres y niños de sus propias camas. Por las mañanas la tierra aparecía sembrada de mantas. Nadie sabía dónde abrirían los trows el próximo agujero, ni qué se podía hacer para impedirlo.
Para empezar, las gentes de cada Clan asfaltaron el suelo con pesados bloques de granito —casas, establos, patios… todo— para que los trows no pudieran abrirse paso, y rodearon los edificios con altos muros de piedra junto a los que apostaron vigilantes. Esto mejoró un poco las cosas. Pero por las noches aún se oía a los trows arañando la piedra con los dedos, en busca de algún resquicio por el que pasar. No era en absoluto agradable.
Ahora bien, Svein llevaba años ostentando el título de gran héroe del valle. Había matado a muchos trows en combates cuerpo a cuerpo, amén de haber librado los caminos de salteadores, lobos y otras amenazas. Pero no todos tenían su poder, y él se dijo que era hora de resolver el problema de una vez por todas.
De manera que un día, a mediados del verano, convocó a los otros héroes. Los doce se reunieron en una pradera en el centro del valle, cerca de donde ahora se halla el Clan de Eirik. Los héroes empezaron por mesarse las barbas y sacar pecho, con las manos muy cerca de las empuñaduras de las espadas.
Pero Svein dijo:
—Amigos, es de sobra conocido que hemos tenido nuestras diferencias en el pasado. Aún conservo la cicatriz de la pierna donde me clavaste la lanza, Ketil, y estoy seguro de que todavía te duele el trasero por la flecha que te lancé. Pero hoy os propongo un pacto. Estos trows se están pasando de la raya. Os propongo que unamos nuestras fuerzas para expulsarlos del valle. ¿Qué me decís?
Como era de esperar, los otros tosieron, murmuraron entre dientes y desviaron la mirada. Al final fue Egil quien tomó la palabra.
—Svein —dijo este—, tus palabras son como un arco que se tensa en mi corazón. Yo estoy contigo.
Y uno a uno, tal vez impulsados tanto por la vergüenza como por el valor, los demás le imitaron.
—Todo esto está muy bien —intervino Thord unos momentos después—, pero ¿qué ganamos nosotros?
—Si juramos proteger el valle —dijo Svein—, este nos pertenecerá para siempre. ¿Qué os parece?
Todos estuvieron de acuerdo en que la perspectiva era muy agradable.
Entonces, Orm preguntó:
—¿Dónde nos colocaremos?
—Sé de un lugar —respondió Svein, y los condujo hasta un prado donde se alzaba una gran roca, inclinada a un lado sobre la tierra húmeda. Solo el cielo sabe cómo había llegado hasta allí; es casi tan grande como media granja, como si un gigante hubiera arrancado un trozo de uno de los acantilados del valle y lo hubiera arrojado allí para divertirse. Esta piedra inclinada se eleva del suelo como si fuera una rampa: la parte inferior está cubierta de hierba y moho, pero las partes más altas están desnudas. Un pinar crece a su alrededor, e incluso hay un par de árboles que se apoyan sobre la propia roca. En esa época la llamaban la Cuña, pero ahora todos la conocen como la Roca de la Batalla. El Clan de Eirik celebra sus reuniones allí. Algún día la verás.
—Amigos —prosiguió Svein—, que nuestra próxima acción, esperar a los trows, sirva para unirnos y así protegemos lo mejor posible.
Entonces, todos desempuñaron sus espadas y cada uno de ellos hizo un corte en el antebrazo de otro, de manera que la sangre de todos manchó la base de la piedra. El sol empezaba a ponerse.
—Es una buena hora —opinó Svein—. Esperemos.
Los hombres permanecieron allí, uno junto a otro, a los pies de la roca, con la mirada puesta en los campos.
Como los muros de piedra que se habían alzado alrededor de los Clanes habían dado sus frutos, los trows estaban hambrientos, desesperados por probar carne humana. Cuando olieron el rastro de la sangre en la tierra, acudieron en manada desde muy lejos. Pero al principio los hombres no oyeron nada.
—Estos trows tardan mucho —dijo Svein un rato después—. Nos moriremos de frío si pasamos la noche a la intemperie.
—Las mujeres habrán dado cuenta de los calderos cuando lleguemos a casa —repuso Rurik—. Esto me pesa.
—Este campo tuyo, Eirik —intervino Gisli—, está repleto de baches. Podríamos hacerte un favor y allanarlo, cuando hayamos acabado con los trows.
Justo entonces llegó a sus oídos un ruido débil e insistente, como si algo arañara la tierra. Procedía del subsuelo y se oía por todas partes.
—Bien —dijo Svein—. Empezaba a aburrirme.
Mientras esperaban, la luna había aparecido sobre la Viuda de Styr (que es la montaña que se ve desde la ventana de Gudny), y su luz se derramaba sobre la tierra. Y por todo el campo los hombres distinguieron los bultos y surcos que se movían al tiempo que los trows se acercaban a ellos, a través del suelo. Al poco rato cada centímetro de tierra de aquel gran campo se agitaba y removía como si fuera agua. Pero los hombres estaban subidos sobre una roca sólida y permanecieron firmes, aunque retrocedieron un paso.
—Al final nos ahorrarán el trabajo —dijo Gisli—: el campo de Eirik quedará bien arado antes de que termine la noche.
Pero ese sería el último comentario de Gisli. En cuanto terminó de hablar, el suelo explotó a sus pies provocando una lluvia de tierra; del agujero salió un trow, que le agarró por el cuello con sus manos de dedos largos y finos, y lo puso de rodillas en el lodo del campo. Luego le arrancó la garganta de un mordisco. Gisli se quedó tan sorprendido que no dijo nada.
Y en ese momento una nube ocultó la luna y los hombres se quedaron a oscuras.
Dieron otro paso atrás en la oscuridad, con las espadas desenvainadas, mientras oían cómo el cuerpo de Gisli se agitaba en la tierra. Transcurrió un minuto.
Y de repente aquel rumor subterráneo fue transformándose en un murmullo, y luego un rugido, y toda la base que rodeaba a la roca se abrió para dar paso a los trows, que salpicaron a los hombres de tierra e intentaron agarrarlos con sus poderosos dedos. Svein y los otros retrocedieron un poco más, subidos a la roca, ya que sabían que los trows se asustan cuando no tocan la tierra. Y no tardaron en oír las garras que rascaban la superficie rocosa.
Entonces, los hombres blandieron sus espadas a ciegas y tuvieron la satisfacción de oír cómo varias cabezas rodaban roca abajo. Pero por cada trow muerto surgían muchos más de los surcos del suelo, seguidos por otros secuaces que iban tras ellos, con los dientes apretados y las manos extendidas buscando su presa.
Poco a poco la fila de hombres fue ascendiendo por la roca, sin dejar de luchar. Los lados de la roca son escarpados como precipicios, pero aun así los trows ascendían por ellos. El héroe Gest, que se hallaba a un extremo de la fila, se acercó demasiado al borde; los trows lo agarraron del tobillo y lo derribaron, hundiéndolo en el hervidero de garras. Nadie volvió a verlo.
Para entonces los diez hombres que quedaban estaban debilitados, y muchos de ellos heridos. Se habían retirado casi hasta el borde superior de la roca, donde crecían los pinos, y eran conscientes de que a pocos metros a sus espaldas se abría un precipicio que caía hasta el suelo. Pero los trows continuaban con su asedio, con garras y dientes afilados, ávidos de carne.
—Bien —dijo Svein—, sería agradable disfrutar de un poco de luz, aunque solo fuera para despertar y luchar como es debido. Llevo un rato adormecido y el descanso me ha sentado bien.
Mientras hablaba, la luna salió por fin de detrás de las nubes y alumbró con frialdad la escena. Lo hizo como si respondiera a las palabras de Svein, y es por eso por lo que, a día de hoy, los hombres de esa línea seguimos llevando ropas de color plata y negro.
Y con aquel primer resplandor de la luna todo salió a la luz: la gran roca elevada, la pendiente cubierta con los cadáveres de los trows; el propio campo, lleno de agujeros y surcos de los que seguía saliendo el enemigo; la cima de la roca, a pocos pasos del precipicio, donde los diez hombres seguían en lucha.
—Amigos —dijo Svein—, estamos a mediados del verano. La noche no durará para siempre.
Y entonces todos soltaron un grito atronador y redoblaron sus esfuerzos con alegría, y ni uno solo retrocedió un paso más hacia el borde del precipicio.
* * *
Llegó el amanecer; el sol salió sobre el mar. Y con la luz, las gentes del Clan más cercano, que habían pasado la noche temblando en sus camas, abrieron las puertas y se atrevieron a salir a los campos. En ellos reinaba el silencio.
Cruzaron el campo, entre surcos y agujeros, y cuando llegaron a la base de la roca se encontraron con una montaña de cadáveres de trows.
Entonces, levantaron la vista y creyeron ver a doce hombres en pie sobre la roca, aunque el sol del amanecer brillaba con tanta fuerza sobre el valle que era difícil estar seguro. Así que se apresuraron a subir solo para encontrar, cerca del borde superior, una fila de diez hombres muertos, los ojos ciegos y las manos aún calientes aferradas a las espadas.
Y bien, esa es la historia, esa es la auténtica verdad. Desde ese día ningún trow ha osado entrar en el valle, aunque siguen vigilándonos, hambrientos, desde arriba.
Ahora pásame la cerveza y deja que eche un trago. Tengo la garganta seca.