Svein estaba tentado de volver a entrar en la mansión del rey de los trows, pero su esposa tenía sus dudas.

—Estarán esperando una tercera visita —le dijo ella—. Y créeme, esta vez te atraparán. Y entonces, ¿qué? Tu carne acabará hirviendo en su caldero.

—No te preocupes —repuso Svein—. No me pillarán. Soy demasiado rápido para ellos. Prepárame la cena para cuando anochezca: ya habré vuelto a esa hora.

Y con esas palabras se fue montaña arriba. Entró en la casa de los trows, pasó junto a los huesos colgados y el fuego encendido, pasó junto a los agujeros donde dormían los trows acurrucados. Con una tea en la mano dirigió sus pasos hacia la escalera que conducía a la tierra. Posó la mirada en la lejana entrada, donde la luz del día disminuía poco a poco. ¿Le quedaba tiempo? ¡Seguro que sí!

Descendió las escaleras, despacio, despacio, un escalón detrás de otro, hasta llegar a una gran sala redonda con fuegos ardiendo en las chimeneas y un tesoro amontonado en el centro. Al lado del tesoro estaba el trono dorado, donde se sentaba el rey de los trows, inmenso y terrible. Pero en ese momento parecía dormido, roncando.

«Esto será pan comido», pensó Svein. Metió oro en la bolsa y luego fue hacia el trono, con la espada en alto. Pero entonces, en la superficie, el sol invernal se ocultó detrás de la montaña. Y el rey de los trows abrió sus grandes ojos rojos.

Cuando vio que Svein se le acercaba armado con una espada, soltó un rugido que despertó al resto de los trows, y todos se acercaron corriendo, decididos a despedazarlo miembro por miembro. Pero Svein huyó, por un túnel que vio en la roca, justo al lado del trono. Corrió y corrió, pero detrás iba el rey de los trows, agitando sus largos brazos y bramando con su enorme bocaza. Y, tras él, todos los demás trows, gritando en voz alta el nombre de Svein.

Svein siguió corriendo, con la tea en alto para ver el camino. Cada pocos pasos el túnel se dividía, y se veía forzado a escoger entre una dirección u otra; en ocasiones el túnel subía y en otras bajaba, así que Svein tuvo la sensación de hallarse irremediablemente perdido. «Esto no va bien —pensó—. Sería mejor que me detuviera y vendiera mi vida lo más cara posible». Pero justo entonces, desde un estrecho pasillo situado enfrente de él, le llegó un olor delicioso, sabroso y familiar.

—¡Esa es mi cena! —gritó—. ¡La reconocería en cualquier parte!

Y siguió pasillo arriba, con el rey de los trows pisándole los talones.

Por todo el laberinto de túneles, Svein fue siguiendo el aroma del asado hasta que, frente a él, distinguió la débil luz de la noche. Atravesó la tierra con la espada y salió a la superficie… ¡en el Campo Bajo, justo por encima de su Clan! Pero Svein no perdió el tiempo en celebraciones, sino que se puso a vigilar el agujero. Por él asomó la cabeza del rey de los trows. La espada de Svein la rebanó de un tajo; la cabeza rodó por la hierba. Svein la cogió, aunque los dientes aún se abrían y cerraban, y se la llevó a casa. La arrojó encima de la mesa.

—Es un regalo para ti —dijo a su esposa—. Ah, y aquí tienes un poco de oro. Hoy me has salvado el pellejo.

Y esa fue la última visita de Svein a la mansión del rey de los trows.