En el Valle Profundo vivía un granjero que tenía tres hijas y Svein fue hasta allí con la intención de tomar a una por esposa. Las encontró a todas muy bellas: tenían largas cabelleras que olían bien y buenas piernas. Le resultaba difícil escoger a una.

—Voy a ir al palacio del rey de los trows —dijo Svein—. ¿Qué regalo queréis que os traiga?

—Oro y plata —contestó la hija mayor—, joyas que pueda llevar en el cuello.

—Una cacerola y un cazo —dijo la segunda—, porque los que tenía están rotos.

La menor sonrió.

—Yo solo quiero una florecilla del campo para poder contemplarla mientras pienso en ti.

Svein se dirigió al palacio. Se trataba de su segunda visita. Esta vez se internó más que la anterior, pasó ante la chimenea encendida y ante los huesos colgados hasta llegar a los aposentos privados de los trows. Todos estaban dormidos en grietas y hendiduras, así que pudo matar a un buen número de ellos sin problemas. Vio una escalera que bajaba hacia la tierra, pero se hacía tarde y decidió buscar los regalos prometidos. Encontró oro y plata, un cazo y una cacerola, y se marchó. En los páramos cogió una flor. Luego volvió a la granja del Valle Profundo y entregó a las chicas los presentes que le habían pedido.

—¿Ya te has decidido? —le preguntaron.

—Sí —dijo Svein—. Tú, la primogénita, eres sin duda una zorra presumida, mientras que tú, la más pequeña, me resultas singularmente boba. Te elijo a ti, hija mediana, por el sentido común que denotaba tu petición.

Partió hacia su casa acompañado por la hermana mediana, que se convirtió en una esposa excelente.

Esa fue la segunda visita de Svein al palacio de los trows.