En aquellos días, cuando los trows aún causaban problemas, eran pocos los que se atrevían a subir hasta los páramos. Pero Svein sentía curiosidad por ver qué había allí, a pesar de los ruegos de su madre.

—Los trows no salen durante el día —le dijo—, y yo habré vuelto antes de que anochezca. Prepárame mi plato favorito porque tendré hambre cuando regrese.

Y con esas palabras se ciñó el cinto de plata, cogió la espada y se puso en camino.

Subió la montaña y llegó hasta los páramos, desiertos y desolados, y miró a su alrededor. A lo lejos se distinguía una colina redondeada, y en ella vio una puerta. Svein encaminó sus pasos hacia ella. Era muy grande y estaba pintada de negro.

«Esta es la puerta que conduce a la guarida de los trows, sin duda —dijo para sus adentros—, y no puedo irme sin más, ni abrirla para ver qué hay dentro. Lo primero sería lo más sensato, pero lo segundo redundaría en mi honor».

Así pues, abrió la puerta. Al mirar hacia el interior vio una sala donde colgaban huesos de hombres. En un extremo había un fuego encendido. Con infinita cautela, Svein cruzó el salón hasta llegar cerca de la chimenea. Allí, sentado en una roca, estaba un enorme y gordo trow, atareado en hacerse un vaso con un cráneo humano. Al verlo, Svein sintió que le hervía la sangre.

«Puedo dar media vuelta —se dijo— o hacer que este diablo pague sus crímenes. Lo primero sería lo más sensato, pero lo segundo llenaría de honor a las gentes de mi Clan».

Así que se acercó de puntillas al trow, lo atacó por la espalda y lo decapitó de un solo golpe.

Svein tuvo la tentación de seguir, pero miró hacia atrás y vio que la luz que entraba por la puerta era cada vez más débil y azulada. Anochecía. De manera que descendió por la montaña y llegó a su casa a la hora de cenar.

Esa fue la primera visita de Svein al salón del rey de los trows.