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«En cuanto a mí, colocad mí tumba en la montaña que se alza sobre el Clan para que pueda protegeros eternamente; y aquellos de vosotros que obedezcan mis leyes se reunirán conmigo en mi última morada».

Halli pegó un grito y se apartó de un salto. Propinó una fuerte patada que alcanzó a aquel ser en el huesudo diafragma. Este retrocedió por el impacto, la mortaja blanca flotó a su espalda como si fueran las alas de una gaviota a la luz de la luna, y desapareció detrás del borde de la piedra. Se oyeron un golpe seco contra la piedra y otro, más sordo, contra el suelo; luego hubo un momento de silencio.

También Halli se había caído al suelo. Sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas, no podía cerrar la boca. Jadeaba como un perro. Consiguió sentarse con gran esfuerzo y se arrastró hacia el borde. Asomó la cabeza.

La superficie de la roca caía en picado y desaparecía en la niebla. Todavía consiguió ver el repecho que él había usado para subir, pero por debajo de este solo se apreciaba un tumulto de movimientos inquietos y complejos, una turba de siluetas que se agrupaban en la base. Por encima del rumor de garras que arañaban la superficie rocosa y del de los pasos rápidos, percibió entonces unos silbidos y gruñidos que empezaban, subían y paraban: no eran palabras, sino más bien patéticos ecos de una capacidad de hablar perdida, como susurros que se oyen en la lejanía.

Algo subía por la ladera de piedra, algo que se arrastraba con manos y rodillas, una especie de araña que avanzaba a toda prisa. Su cabeza asomaba en la niebla: vio sus grises cabellos rizados, el cuello largo y fino… La figura seguía oculta en la sombra, pero Halli notó que su mirada estaba fija en él.

—¿Te parece que esa es la forma de saludar a tu pobre tío? —dijo la voz.

Un escalofrío recorrió la nuca y el cuello de Halli. Tenía los labios secos; se los mordió, jadeante, mientras apretaba los dientes.

—Vaya, ahora sonríes, ¿eh? —continuó la voz—, pero a mí me ha tocado volver a subir. ¡Una tarea terrible con un cuerpo tan rígido como el mío! ¿Por qué no bajas a mi lado?

El miedo había agarrotado la garganta de Halli hasta tal punto que apenas podía respirar.

—No eres lo que pareces —musitó.

—Oh, claro que lo soy. Y tú eres un chico muy valiente, que por fin va a pagar por sus fechorías. ¿Acaso no recuerdas que te dije muchas veces que pasar al otro lado de las runas implicaba la desgracia para quien lo hiciera? Y sin embargo aquí estás, desobediente hasta el final. No importa, te perdono; al fin y al cabo me encanta que volvamos a estar juntos. Si me obligas a subir, todo este asunto durará una eternidad, Halli.

—¡No lo creo! —gritó Halli—. Esto es magia de los trows… una ilusión que intenta volverme loco.

—Chico, ¿qué sé yo de los trows? Escucha mi voz. ¿Acaso no soy tu tío?

—¡No! Tu voz suena muy distinta.

—Eso es porque el viento me corta las palabras. Y además porque se me han podrido la lengua y el paladar, y eso me dificulta formar las consonantes.

Halli se rio.

—¿Qué clase de excusa es esa? Cualquiera podría decir lo mismo.

—Halli, Halli, sabes que soy yo.

—Tío Brodir —dijo Halli—, si es que de verdad lo eres: ¡intenta recordar que te enterramos hace seis meses! Se realizaron todos los sacrificios correspondientes. Tú… tuviste una vida plena y completa… y fuiste querido por todos nosotros. Deberías estar tomándote un merecido descanso, no caminando por las montañas con esa mortaja deshilachada y los pies descalzos… —Le falló la voz.

La figura seguía arrastrándose por la pendiente, esforzándose por subir; Halli distinguió una rodilla huesuda, un codo despellejado que se doblaba sobre la superficie rocosa. Algo cedió; las garras arañaron la roca cuando la forma descendió un buen tramo.

La voz soltó un leve grito de frustración.

—¡Mira lo que me haces, Halli! ¡Cada vez que resbalo pierdo más carne! —La figura detuvo el intento; Halli sabía que lo estaba mirando—. Estaba tranquilamente durmiendo en mi casita, a cubierto de este horrible cielo hueco, y ahora me veo fuera otra vez… Por tu culpa, Halli. Por tu culpa. —Un gruñido feroz, una especie de borboteo, llegó a sus oídos—. No me importa decir que no me sienta nada bien.

—Pero, tío, el Clan ha sido atacado… No tenía elección. Atraje a nuestros enemigos hasta aquí para que los trows se ocuparan de ellos, y…

La figura chasqueó de nuevo los dientes.

—¿Por qué insistes en eso? No sé nada de los trows.

—Es solo que nosotros creímos…

«Nosotros». ¡Aud! Se había olvidado de ella por completo. ¡Debía de estar defendiendo el otro lado de la roca! Halli echó un rápido vistazo hacia atrás, y para su enorme alivio vio que ella seguía agachada al borde de la roca, espada en mano. Mientras la observaba, ella hacía frenéticos movimientos con la espada, clavándola hacia abajo, fuera de su campo visual.

Cuando volvió a girarse hacia su lado, Halli observó desconcertado que la figura vestida de blanco había realizado ya más de la mitad del ascenso de la superficie rocosa. Vio el cabello gris agitado por el aire, las cuencas vacías fijas en él; y, detrás de la desaliñada y arruinada barba, aquella boca cavernosa llena de dientes.

Halli se estremeció.

—Tú, bicho tramposo. —Levantó el cuchillo, girándolo de manera que la luna alumbrara la hoja. La figura detuvo en seco su frenético ascenso—. Ya seas un fantasma o un demonio —dijo Halli—, acércate más y te partiré en dos. Me encantará ver luego cómo intentas moverte, ya sea hacia arriba o hacia abajo. ¿Qué dices a esto?

Un gemido desolado salió de la boca abierta.

—¡Eres cruel, sobrino! Estoy seguro de que en el fondo prefieres que sea yo, alguien que te quiere, quien apriete los dedos en torno a tu garganta. Tira esa cosa.

—Sube un centímetro más y tu cabeza acabará en ese arbusto de moras que hay ahí abajo.

—Si te sostuve en brazos cuando eras un bebé…

—Asoma un solo dedo por el borde de la roca y te lo corto.

—A mí, que te ofrecí mi cerveza y mi amistad…

—En ese caso —masculló Halli—, ¿por qué intentas matarme ahora?

—No es obra mía —susurró la silueta—. No me culpes a mí, ni a ninguno de nuestros antepasados, que te esperan abajo con los brazos abiertos. No es elección nuestra. No hemos escogido estar aquí. Lo que anhelamos es dormir, Halli Sveinsson. Tú puedes ayudarnos. Baja y deja que te castiguemos, como es nuestra obligación. Así él nos dejará volver a dormir… Y tú y la chica dormiréis también. Te llevaré a mi tumba.

Halli se atragantó al oírlo; el cuerpo le temblaba tanto que estuvo a punto de perder el cuchillo.

—Es muy amable de tu parte, pero… ¡No!

—Si lo retrasas —insistió la voz en tono amenazador—, vendrá él. Y ninguno de nosotros quiere eso.

Un pánico instintivo invadió a Halli; de un salto se subió a la cumbre de la piedra, mirando a derecha e izquierda, hacia el valle, hacia las montañas.

—¡No sé de quién hablas! —le gritó—. No sé a quién te refieres.

—Ya te está llamando —dijo la voz—. ¿No lo oyes?

—No oigo nada.

Un estrecimiento, un suspiro.

—Pues a mí me habla con bastante claridad.

La luna se ocultó un instante tras una nube pasajera y Halli se quedó a ciegas. Oía ruidos por debajo; cuando pudo ver de nuevo, miró con severidad a la figura que colgaba de la roca.

—Te has acercado, ¿verdad?

—No.

—Sí. Tus brazos han cambiado de posición.

—Estaba cansado. Me apoyé mejor.

—Pues ya es hora de que te apoye yo. —Halli se inclinó, con el cuchillo en alto.

Se oyó un chillido y una voz que le gritaba a su espalda.

—¡Halli! No puedo…

Algo se aferró a su muñeca. Aud estaba allí, tras abandonar el flanco que debía proteger. Por el borde de la roca, subiendo a toda prisa, asomaban brazos extendidos y cabezas sonrientes. La luna iluminaba los mechones de cabello canoso, los cráneos redondos, las mortajas, los harapos rotos y los cuerpos huesudos. Uñas como garras se clavaban en la piedra; las bocas se abrían para enseñar los dientes y las gargantas emitían susurros ahogados.

Un salto, algo se movió, una forma blanca y difusa; Brodir había subido el tramo de roca que le faltaba y se hallaba ahora agachado, más cerca, pero aún fuera del alcance del cuchillo. Meneó la cabeza con aire pesaroso.

—Mira, sobrino, esto no me gusta nada, pero debe hacerse.

Aud se agarró a la mano de Halli. Retrocedieron por la cumbre de la piedra, rodeados por tres lados. A rastras, a saltos, los residentes de las tumbas se cernían sobre ellos.

Aud movió su espada. Halli asestó una cuchillada contra un brazo huesudo que iba hacia él.

—Ah, no cabe duda de que sois valientes —dijo Brodir—, pero vuestros cuerpos están cansados y asustados. Mira, niña: tu espada tiembla como una flor bajo la brisa. Halli, ¿no notas que tus dientes castañetean como dados de hueso?

—Al menos aún conservamos nuestros cuerpos —replicó Halli—. Es más de lo que puede decirse de vosotros.

—Ese ha sido un golpe bajo —dijo Brodir—. Indigno de ti, Halli. ¿No ves que todo esto es obra tuya? ¿Por qué desobedeciste sus leyes? ¿Por qué no respetaste la frontera? Y no una vez, sino dos. Y, sobre todo, ¿por qué robaste su preciado tesoro?

La voz de Halli no era más que un murmullo ronco.

—No sé de quién me hablas.

—Oh, claro que sí.

Retrocedían hacia el borde de la roca; poco a poco, paso a paso. Las nubes cubrían y descubrían la luna; la piedra de la cima se oscurecía y brillaba, brillaba y se oscurecía. La turba oscura los rodeaba desde más cerca; con los rígidos brazos extendidos hacia ellos y huesudas rodillas que se arrastraban sobre la superficie rocosa. Un ser formado por harapos y dientes se separó del grupo. Aud le atacó con la espada, partiéndolo por la mitad. La mitad superior cayó por encima de ella y se precipitó al vacío hasta hundirse en la niebla; la mitad inferior estuvo a punto de chocar con Halli. Sin dejar de maldecir entre dientes, Halli cogió uno de los huesos de la pierna y lo lanzó al abismo.

Brodir chasqueó la lengua con aire desaprobador.

—¡Pobre tío Onund! Esa no es manera de tratar a un antepasado.

Halli movía el cuchillo a un lado y al otro, enfrentándose a una docena de manos dispuestas a atacarle.

—¿Y qué me dices del respeto que merecemos nosotros?

—No tenemos otra elección. Somos su gente. Debemos cumplir con su voluntad.

Aud tampoco paraba de defenderse con la espada. Sus golpes partían huesos y rasgaban ropas. A Halli se le enredó el cuchillo en un trozo de mortaja; presintió que iba a perderlo. Con furia desesperada empezó a repartir puñetazos y patadas, solo para conseguir que le arañaran los brazos y alguien le cogiera de la pierna. Cayó de espaldas sobre la piedra y notó que lo arrastraban hacia abajo; las formas oscuras saltaban sobre él, llevando consigo un frío mortal.

Una mano helada le apretó la garganta; Halli sintió que no podía respirar, pero el aire iba lleno de un hedor…

La mano se aflojó bruscamente, las sombras retrocedieron. Halli contempló las estrellas.

Horrorizado, rodó sobre la piedra, se puso de rodillas y se incorporó. Aud estaba a su lado: jadeante, con la ropa rasgada y la mano, cubierta de sangre, que aún sostenía la espada. A su alrededor, con un crujido de huesos, los antepasados se replegaban, refugiándose en los bordes de la piedra, agachándose y formando extraños ángulos. Les brillaban los cráneos y les temblaban los dientes; al final desaparecieron de su vista.

Solo Brodir permaneció allí, acurrucado en un extremo de la piedra. Se movía, inquieto, de un lado a otro.

Halli y Aud estaban muy juntos. La luna alumbraba la superficie de la roca.

Los ruidos se desvanecieron; todo quedó en silencio.

De algún lugar lejano, por debajo de la niebla, llegó un gran estruendo, el ruido de piedras al desprenderse y caer. Terminó. Al mismo tiempo, la luz de la luna parpadeó y desapareció.

—Ahora sí que la has hecho buena —dijo la voz de Brodir.

Pasaron unos momentos eternos; Halli y Aud ni hablaban ni podían hacerlo. Luego, a través de la oscuridad, oyeron unos pasos, muy débiles al principio, que poco a poco iban cobrando fuerza: eran pasos de alguien que se acercaba por el páramo. El sonido aumentaba y con él llegaba el rítmico tintineo de una cota de malla. Un paso contundente, acompañado del crujido más leve de la malla: cada vez más fuertes, hasta que la roca, las brumas e incluso las montañas que flanqueaban el valle proyectaban el eco; cada vez más cerca… Llegó a los pies de la roca.

Silencio.

En la oscuridad oyeron los nerviosos movimientos de Brodir.

¡Bum! Un impacto en la roca. ¡Bum! Otro. ¡Bum! Algo subía, y cada vez que su mano o su pie se apoyaba en la superficie, el impacto era tan fuerte que la piedra temblaba. Halli y Aud se juntaron aún más; se abrazaron. La luna seguía oculta detrás de las nubes.

—Oh —susurró Brodir—. Ahora sí que la habéis hecho buena de verdad.

¡Bum! Justo en el borde. Llegó hasta ellos el ruido de la malla al arrastrarse y el chasquido del cuero; eran sonidos que indicaban un gran movimiento: un gran peso acababa de caer sobre la cima de la roca.

En el silencio que le siguió, las nubes se rasgaron; entre ellas asomaron brillantes porciones de luna. Una luz débil enfocaba la cima.

Dicha luz iluminaba la silueta de un hombre.

Su estatura era la de un gigante, mucho más alto que Hord, Arnkel o cualquier otro líder de los Clanes; sus brazos y pecho eran más anchos que los de Grim, el herrero. Un gran casco le cubría la cabeza. La luz hacía resplandecer el metal del casco, pero la cara seguía oculta y no podía verse. Lo poco que se distinguía del cuerpo revelaba una cota de malla, unos brazos cubiertos por una armadura y los refuerzos de metal por debajo de las rodillas. Estaba sobre la roca, con las piernas abiertas y los brazos inmóviles: una mano aparecía apoyada sobre la cadera, la otra rozaba la empuñadura de una espada oscura y fina.

La figura irradiaba poder, una fuerza desbocada; la clase de poder que levanta rocas de la tierra, parte árboles en dos, contiene el caudal de los ríos y hace que los enemigos huyan despavoridos. Halli y Aud estaban aterrados; les flaqueaban las fuerzas. Aquella presencia abrumadora les golpeaba como lo harían las olas de un mar embravecido.

El tío Brodir también parecía afectado: se había escondido junto al borde de la piedra con aire servil, como si anhelara partir pero no se atreviera a hacerlo. Sin embargo, de repente, se enderezó.

—¿No le oyes? —gruñó—. Te está hablando.

Halli negó con la cabeza.

—No oigo nada —musitó con un hilo de voz.

—Te ordena que te inclines ante su presencia.

Halli volvió a menear la cabeza, pero no consiguió pronunciar palabra. Le temblaban las rodillas; sentía un fuerte deseo de detener aquel temblor, de agacharse, arrodillarse…

—Te ordena que…

—Que sepas que pertenecemos a los Clanes de Svein y Arne —intervino Aud, con voz débil pero firme—, de noble y rancio abolengo. No nos postramos ante cualquier criatura anónima salida de una tumba. —Atrajo a Halli hacia sí mientras hablaba y le transmitió parte de su fuerza. Él se incorporó.

La gran figura seguía inmóvil; un débil halo de luz iluminaba su casco.

—Halli Sveinsson —dijo Brodir—: él está hablando contigo, no con ella. ¿Por qué no te arrodillas? Tú sabes quién es.

Halli intentó negar por tercera vez, pero el esfuerzo fue ya demasiado para él.

La luz se desvaneció; todo quedó prácticamente a oscuras, solo se distinguían algunos reflejos de la armadura.

—Sabes cómo se llama, Halli Sveinsson —insistió Brodir—. Sabes quién es. Él es las rocas y los árboles, los campos y los arroyos. Es las piedras de tu casa, la madera de la cama donde dormías. Es tu sangre y tus huesos. Es el Fundador de tu Clan y tu Padre, además del Padre de todos los tuyos. Y no le gusta nada que se le desobedezca.

Hasta ese momento el miedo había abrumado a Halli, pero entonces, de repente, sintió también una chispa de ira.

—¿Por qué no puede decírmelo directamente? —dijo en voz baja—. Quiero ver su rostro.

El grito de Brodir expresaba horror y desesperación:

—¡No le cuestiones! ¡Es terrible!

—No te lo niego —dijo Halli—. Pero también te digo que hay algo en lo que te equivocas de medio a medio. Mi padre se llama Arnkel y en estos momentos yace en su lecho. Esta cosa no es pariente mío.

Chasqueó el metal, resonó la cota de malla: la forma silenciosa dio un paso hacia ellos.

—¿Arnkel? —gritó Brodir—. ¿El débil y afeminado Arnkel? ¿El mismo Arnkel que está a punto de morir sin haber golpeado jamás a un hombre? Está claro que no formará parte de nuestro grupo cuando le entierren en la montaña.

Halli apretó los dientes.

—Ese que habla no es mi tío. Mi tío amaba a su hermano. —Su mirada se posó en la oscuridad—. ¿Qué clase de cosa eres tú, que necesita usar la lengua de un muerto? Te lo repito: ¡quiero ver tu rostro!

Justo en ese instante la luna surgió de entre las nubes y alumbró fríamente a aquel gigante mudo. Halli y Aud gritaron al unísono, y no pudieron evitar estremecerse.

La figura estaba bañada por una luz plateada. Su armadura relucía imponente, gloriosa: el casco puntiagudo, adornado con inscripciones talladas, cenefas y dibujos; la cota de malla, que resplandecía con la complejidad sin costuras de las escamas de un pez… La visión era brillante: poseía una belleza dolorosa que casi los cegaba.

Pero bajo la armadura solo había podredrumbre y muerte. Dentro del casco, un cráneo putrefacto con dientes rotos y la mandíbula colgante; debajo de la reluciente cota de malla, un hueco vacío. Las costillas se marcaban en la armadura; al final de la cota de malla, una tela hecha harapos cedía el paso a unas rodillas puntiagudas, cartilaginosas, y a unas piernas como palos amarillentos… Los refuerzos de plata se apoyaban en tobillos descarnados; los pies que escondían las botas podridas no eran más que nidos de huesecillos.

—¡El gran Svein es nuestro Fundador! —bramó Brodir—. ¡Somos sus hijos, y debemos seguirle después de muertos!

Halli negó con la cabeza. Su miedo había quedado olvidado, sepultado bajo una furia serena y gélida. Era una ira que nacía del dolor y la indignación: ante las muertes que sufrirían él y Aud en breve; ante el patético estado del tío Brodir, levantado de su tumba contra su voluntad; y, sobre todo, ante el desplome final de los sueños heroicos que habían llenado su infancia. Como la reluciente armadura que tenía ahora delante, aquellos sueños resultaban ahora falsos y huecos. ¿De dónde habían salido? ¿Adonde conducían, en última instancia? La respuesta era la misma. A la cosa silenciosa, muda y podrida que ahora se hallaba en la piedra y de la que emanaban arrogancia y un orgullo brutales.

—Tiempo atrás soñé con ser un héroe a tu lado —dijo Halli, en tono hosco—. Lamento decir que verte supone una absoluta decepción.

Brodir inclinó la cabeza, como quien oye un débil rumor. Abrió la boca y gritó:

—¡Silencio! El te ordena que no hables. Tú… que has malgastado las cualidades que él aprecia, que te has vuelto blando y tratable debido a la influencia femenina, que eres débil, que no tienes estómago para la lucha… tú no gozas de su permiso para dirigirte a él. ¡No eres un seguidor de Svein!

—¿No? —dijo Halli—. ¿Cuando yo siempre he intentado conservar limpio el nombre de nuestro Clan? ¿Cuando he intentado vengar a mi tío? ¿Cuando he protegido el Clan del ataque de los Hakonsson? ¿Cómo le he ofendido?

La gigantesca figura se acercó aún más, los huesos de sus dedos se aferraron con un crujido a la empuñadura de la espada.

—¡No hables! —gritó Brodir—. ¿Que cómo le has ofendido? La lista es larguísima. Cada vez que has tenido la oportunidad de matar a un hombre, te has echado atrás. Has dejado que esta niña libre tus batallas. Te has aliado con ella, a pesar de que pertenece a otro Clan. Aún peor: has profanado el límite que él marcó; has decidido abandonar las tierras que creó para ti. ¡Y, para colmo, te has atrevido a ponerte su cinturón!

Las últimas palabras fueron ya un puro grito; la espada salió de la funda con un chasquido. La sostenía una mano que era todo hueso, delicada y reluciente. En la hoja destacaba el dibujo de una serpiente. Era el doble de larga que la tosca y achaparrada espada de Aud.

—Coge mi espada, Halli —susurró Aud.

Sin hacer caso a Aud, Halli se dirigió a la forma muda:

—No eres más que un cadáver salido de una tumba. Ya no necesitas cinturones, ni ninguna otra cosa. ¿Y qué si abandono tus tierras? Tu tiempo ha pasado ya. La gente de tu Clan se casa con quien le apetece. Mi madre es del Clan de Erlend; ya todos tenemos la sangre mezclada. Y Aud, la hija de Ulfar, acaba de ayudarnos a defender tu Clan de los Hakonsson…

—¡Ninguno de sus hijos son dignos de él! —saltó Brodir—. No viven en función de las antiguas reglas.

—Pues yo sé de alguien que sí —replicó Halli, airado—. Hord Hakonsson. Mató a Brodir, aquí presente. Y quemó tu casa.

Brodir gimió, agarrándose el cráneo con ambas manos.

—Hord Hakonsson era digno —susurró—. Habría caminado en compañía de Hakon para siempre de no haber sido tan idiota de cruzar el límite contigo.

Al oír esas palabras que alguien decía por boca de Brodir, Halli sintió renacer su indignación.

—¿Desde cuándo se preocupa el héroe Svein de las gentes de Hakon? Le detestabas, a él y a todo su Clan.

Una vez más Brodir escuchó; una vez más transmitió lo que oía.

—En vida los héroes estuvieron divididos —dijo—, pero en la Batalla de la Roca se unieron para morir, sujetos a sus votos. Su sacrificio salvó el valle. Se enfrentaron a los trows. Mataron a un millar de bestias en una sola noche y apilaron los hediondos cadáveres en las tierras del campo de Eirik. Luego los llevaron hasta los páramos, para que nunca se atrevieran a volver, pero la muerte los sorprendió en aquellos parajes. Limpiaron el valle, y por lo tanto es suyo: les pertenece por derecho propio, y no piensan renunciar a él. —En ese momento la sombría figura avanzó un paso más; en las sombras del yelmo, los huesos relucían, la podrida boca esbozaba una sonrisa—. Quítate el cinturón —recitó Brodir—, y desnuda el cuello.

—Los trows murieron… —dijo Halli.

—Entonces, esa cueva —susurró Aud— no contenía restos humanos, sino…

—Los huesos de los trows —dijo Halli con voz débil, estupefacto.

—Quítate el cinturón —dijo Brodir—. Tu amo así lo ordena.

Halli le desafió con la mirada.

—Hace ya tiempo que dejé de preocuparme por lo que querían los muertos. Piérdete, Svein. Me quedo con el cinturón.

Por un instante el silencio se apoderó de la piedra.

Entonces el cuerpo de Brodir se contorsionó con violencia, apretó las manos contra la cabeza como si oyera un rugido ensordecedor. Y la figura vestida con la armadura saltó hacia delante. Las piernas huesudas daban largas zancadas. Los harapos flotaban en el aire, deshilachados; la cota de malla se hundía; la terrible espada oscilaba en el aire.

—Por favor, Halli, ¡coge mi espada! —dijo Aud, poniéndosela en las manos.

Halli apenas había tenido tiempo de agarrarla cuando la reluciente figura se abalanzó sobre él. La luz de la luna resaltó la serpiente de metal: la espada bajaba. Halli alzó la suya en un desesperado intento de defenderse.

La espada grande partió la de Halli y golpeó con fuerza la superficie rocosa, a los pies de su presa. La potencia del impacto hizo que Halli se desplomara de rodillas; fue a levantarse, pero, animado por una furia feroz, el héroe alzó la espada de nuevo, la echó hacia atrás y descargó un nuevo golpe apuntando al pecho de Halli.

Halli fue a gritar, pero no logró emitir sonido alguno; el dolor le invadió. Cayó al suelo, de cara, con las manos aferradas al pecho.

Aud chilló; se lanzó contra el gigante armado, intentando que soltara la espada. La cota de malla se movió, el brazo que sostenía el arma lanzó a Aud por los aires. La chica fue a caer cerca del borde de la cima; su cabeza quedó suspendida sobre el precipicio, su brillante melena flotaba en el aire.

Aud se esforzó por levantar la cabeza; al hacerlo, vio una forma oscura y encorvada que se arrastraba hacia ella.

Brodir. Con el cuchillo de Halli en la mano.

En el extremo opuesto de la roca, los restos del héroe Svein se cernían sobre el cuerpo inerte y magullado de Halli. El cráneo le miraba fijamente. Con deliberación, la figura echó una pierna hacia atrás y propinó una fuerte patada al chico indefenso. Una, y luego otra…

Halli soltó un gemido y rodó sobre la superficie rocosa. El héroe Svein retrocedió, sorprendido.

A pesar del dolor Halli consiguió incorporarse rápidamente. Se volvió para enfrentarse al héroe. Su chaleco estaba rasgado por la mitad. Pero debajo no se veía herida alguna, ni el menor rastro de sangre. Solo, brillando alegremente, entero a pesar del tremendo golpe de espada, estaba el cinturón de plata.

—Sigue dando buena suerte, ¿no crees? —masculló Halli—. ¿No te gustaría tener uno igual? —Doblado, respirando con dificultad, se palpó la cintura en busca de armas.

Ni espada ni cuchillo. Nada. Excepto…

La garra de trow de Bjorn, el comerciante, guardada en el cinturón.

Con dedos temblorosos sacó aquella forma curva, negra y afilada.

—Vamos allá —dijo Halli.

Las cuencas negras le miraban bajo el brillante casco. La espada estaba en alto; la forma imponente se adelantó para asestar el golpe final.

Una fina línea brillante relampagueó a espaldas de Svein, golpeándole en el cuello justo por debajo del yelmo. Las vértebras crujieron, fragmentos de hueso salieron disparados. El cráneo se giró dentro del casco, de manera que la luz de la luna iluminó las cuencas y el hueco que había entre las mandíbulas. El interior estaba lleno de telarañas.

Aud volvió a clavarle el cuchillo, pero esta vez dio contra la cota de malla que le cubría la base del cuello y que paró el impacto.

Pero para entonces Halli ya se movía. Mientras la figura giraba en un esfuerzo desesperado por recolocar el cráneo en su sitio con la mano que tenía libre, el chico se acercó agachado, esquivando la espada que se balanceaba sobre su cabeza, y clavó con fuerza la garra de trow en el brazo armado.

La garra atravesó el hueso como si este fuera mantequilla; la muñeca tembló. Tanto la mano como la espada se desprendieron del resto del cuerpo y fueron a caer sobre la roca.

Los huesos quedaron reducidos a polvo; la espada rebotó una vez y luego se quedó inmóvil.

El brazo herido se movía con furia por encima de la cabeza de Halli; el héroe empujaba, propinaba golpes con la mano que le quedaba, daba patadas. Aún torcido dentro del casco, el cráneo miraba hacia la luna, ciego e indefenso.

Halli y Aud se movían alrededor del gigante, esquivándole, agachándose, intentando mantenerse fuera del alcance de aquellos miembros furiosos.

—¡Halli! ¡El cuello! —gritó Aud.

Por un instante Halli creyó oír algo: un rumor débil dentro de su cabeza, una vocecilla que hablaba como si estuviera muy lejos.

«¡Para! Soy tu Padre, el Fundador de tu…»

Halli se agachó y se acercó a la figura por la espalda.

—¡Oh, ya hemos pasado por eso! No eres más que huesos y aire.

Pegó un salto y le clavó la garra con toda la fuerza que pudo reunir, a pesar de que presentía que el hombro se le quebraría al hacerlo. La garra atravesó las débiles vértebras, partiéndolas con un chasquido seco, y salió por el otro lado. La luna centelleó sobre el arma negra.

Halli asestó un nuevo golpe contra el cuello: la cabeza giró, propulsada por el impacto, y finalmente se dobló hacia un lado.

Yelmo sobre cráneo, cráneo sobre yelmo, la cabeza salió disparada por los aires, cayó contra la roca, perdió la mandíbula, osciló, rodó y por fin se detuvo a medio camino del borde superior de la roca, con los dientes sonriéndole a la luna.

Luego se partió en pedazos.

Un casco vacío se balanceaba hacia ambos lados.

El resto del cuerpo dio dos pasos hacia atrás; la mano que le quedaba azotaba el aire. El tercer paso lo precipitó al vacío. Cayó por el borde de la roca; las brumas lo engulleron. Desapareció.

Se hizo el silencio en la roca. El silencio en la niebla. El silencio en el valle y en la montaña.

Halli se volvió; vio a Aud, que estaba en pie, cuchillo en mano. Estaba sola. Solo la rodeaban la piedra desnuda y la oscuridad.

Caminó hacia ella, sin mirar hacia la oxidada espada y el yelmo que yacían en la roca.

Se miraron sin hablar.

—Maldita sea —dijo Aud por fin—. ¡Menudos parientes!

Pronto amanecería. Magullados, maltrechos, ateridos de frío, se acurrucaron en el centro de la roca y esperaron.

—Me pregunto —dijo Halli, al tiempo que señalaba la garra de trow que tenía delante, sobre la piedra— si esta cosa no será al final tan falsa como creía.

Miró a Aud. La chica tenía los hombros hundidos y las piernas estiradas. Le hizo pensar en el día en que se cayó del manzano. Su semblante expresaba la misma sorpresa leve. Ella se encogió de hombros, le sonrió; no dijo nada.

—Y me pregunto otra cosa —dijo Halli—. ¿Cómo conseguiste mi cuchillo? Lo había perdido. Me lo quitaron.

—Ah, eso tiene su miga —dijo Aud—. Me lo dio tu tío Brodir. Al menos, lo dejó en la roca a mi alcance y desapareció…

Halli la observó fijamente.

—¿Crees de verdad que…?

—Sí.

Halli meditó durante unos instantes.

—Bien —dijo por fin—. Me alegro.

Bajo la roca, la niebla se iba despejando poco a poco, hasta que el páramo pudo verse de nuevo: vacío, yermo, una extensión de hierba y tojo que llegaba hasta las alturas. La luna también fue perdiendo brillo; se replegó, enferma y abatida, al tiempo que otra luz pálida avanzaba en el cielo por el este. Primero se iluminó el lejano mar, luego las cimas nevadas de las montañas del sur.

Con el valle aún sumido en la oscuridad, Aud y Halli permanecieron sentados contemplando cómo la luz empezaba a revelar lugares remotos, lugares en los que aún no habían estado.

Poco después los pájaros empezaron a cantar entre las tumbas.