28
Con los héroes muertos y libre de la amenaza de los trows, el valle se volvió más tranquilo. La gente estaba harta del antiguo estilo de vida y ansiaba una época de más paz y serenidad. En cuanto las tumbas donde se enterró a los héroes estuvieron terminadas, sus viudas se reunieron para discutir la situación. Fue el primer Consejo de Juezas, que estableció las leyes que siguen vigentes a día de hoy. Se prohibieron los duelos, se fomentó el comercio y comenzaron las Asambleas anuales.
Para promover aún más la paz del valle, las doce viudas se casaron con hombres de buena posición pertenecientes a otros Clanes, que se conviertieron en los nuevos Árbitros. No está muy claro qué habrían opinado Svein y los demás héroes de esa innovación, pero lo cierto es que el sistema funcionó razonablemente bien. En dos generaciones se acabaron las antiguas rencillas y se prohibieron las espadas en todo el valle.
Tardó solo un momento en apoderarse de la espada; otro en encaramarse al muro y saltar al otro lado, sobre el duro sendero. La niebla volvía a espesarse; a lo lejos se oía la aguda voz de Ragnar lamentándose, coreada por exclamaciones en tonos más profundos y enojados. Aud y Halli emprendieron el ascenso por el camino, siguiendo su firme pendiente. No iban muy rápido: Halli estaba aturdido de la caída y muy fatigado; Aud aún cojeaba un poco.
—¿Qué…? —masculló Halli—. ¿Qué haces aquí?
—Salvarte.
—Vete… vuelve.
—Cállate.
—No está bien… no hace falta que lo hagas. Te dije que… que te quedaras…
—¿Que me quedara con Leif y esa pandilla de brutos ignorantes mientras tú estás aquí fuera intentando salvar el pellejo? No, gracias. —Su voz no admitía réplica—. Prefiero morir a vivir así.
—Pero los trows…
—Me arriesgaré.
—Tu pierna…
—Aguantará.
Halli se mordió el labio. La inconsciencia que guiaba sus actos no aseguraba en absoluto su supervivencia, pero no podía hacerla extensiva a Aud. Se habría detenido allí mismo para discutir, pero a sus oídos llegaba el ruido de pasos sobre las piedras, de las armaduras y botas que les seguían de cerca.
—Por favor, Aud —se limitó a decir—. Yo tengo que hacerlo, pero tú no. —Esperó. Aud no dijo nada—. ¿No lo entiendes? —insistió Halli, con la voz algo tomada—. Debería hacerlo solo. Es mi destino.
Un bufido socarrón surcó la oscuridad.
—No te quiero a mi lado cuando nos ataquen los trows.
—Qué valiente.
—No… no quiero que mueras conmigo.
Unos dedos se aferraron a su brazo, y no precisamente con cariño. La voz de Aud era un susurro feroz.
—Entonces será mejor que te asegures de que ambos sobrevivimos, ¿no crees?
Prosiguieron el avance entre la blancura húmeda. De repente la luz brillante que iluminaba las brumas se apagó. Las nubes se habían tragado la luna. Cruzaron al borde del camino y siguieron subiendo, palpando el muro para ayudarse a encontrar el camino. La humedad gélida de la niebla les acariciaba la piel.
—¿Cómo me has encontrado? —jadeó Halli.
—Sabía que vendrías por aquí; es el camino más rápido. Me escabullí por la puerta sur y supuse dónde estarías. Al principio iba demasiado arriba, pero oí tus suspiros y jadeos y bajé justo a tiempo. Oh… escucha eso.
A sus espaldas, en la colina, una voz que era como el aullido de un lobo resonó en la noche.
—¡Halli! ¡Llevas las manos manchadas con la sangre de mi hijo! ¡Te perseguiré eternamente!
—Eternamente no hace falta —dijo Halli, entre dientes—. Pero un poco más estaría bien.
—Y pensar que estuve a punto de casarme con Ragnar —comentó Aud—. Su golpe tenía menos fuerza que el de una damisela. ¿Crees que le has matado?
—Le he arañado un poco, nada más.
* * *
Le sangraba el brazo izquierdo; débil y aturdido, Ragnar Hakonsson avanzaba por el camino detrás de su padre, con tres guerreros a su lado. La luna había desaparecido; la negrura de la niebla era absoluta. Subían a ciegas, guiados por la furia de Hord. Ragnar llevaba un largo cuchillo en la mano, temía la oscuridad; los otros palpaban el terreno con las espadas. Cada pocos momentos, cuando se oía la ruda orden de Hord, todos se paraban a escuchar. Siempre oían el rumor de las botas de sus presas por delante de ellos, no muy lejos.
Los hombres que iban junto a Ragnar maldecían y murmuraban mientras andaban.
—No sé adonde se creen que van —dijo uno—. Si suben un poco más llegarán a las tumbas.
—Entonces los atraparemos, ¿no? —dijo Ragnar, furibundo—. Cállate y sube.
Pequeñas gotas de sangre le caían de la manga dejando un rastro sobre la tierra.
Siguieron subiendo, sin parar, sin ser conscientes del tiempo; Halli empezaba a tener la sensación de que el ascenso no acabaría nunca, de que había nacido para hacerlo y morir en el intento. La existencia parecía haber quedado reducida a un cúmulo de sensaciones sordas: la oscuridad que rodeaba sus ojos; el rumor repetitivo de sus botas sobre la piedra; los ruidos de sus perseguidores por el camino. Oía muy cerca la respiración de Aud y notaba el insistente dolor de su hombro. La espada le agotaba el brazo. Empezó a desfallecer.
Con cada paso aumentaba también su miedo; al principio era un temor sutil, oculto bajo el esfuerzo físico de la subida. Poco a poco fue creciendo, fortaleciéndose, invadiendo sus miembros agotados, aferrándose con fuerza a su garganta. Le escocían las marcas del cuello; sus ojos contemplaban ciegos la penumbra. En algún lugar cercano se hallaban las tumbas; en algún lugar cercano el terror estaba agazapado bajo la tierra. Halli escuchaba el silencio de las brumas y todos sus sentidos se aguzaban ante la perspectiva que sabía cercana. Svein debía de haberse sentido así cuando se subió a la roca, aquella noche fatal: sin oír nada, pero consciente de que el ataque era inminente.
A sus espaldas oía los gritos de Hord, clamando venganza y maldiciendo sus cabezas. Amenazas que no significaban nada.
Halli se concentró en el silencio que tenía delante.
Él y Aud siguieron subiendo.
* * *
Hord Hakonsson apenas estaba cansado: el ascenso le había enojado en lugar de agotarlo. Uno de sus guerreros caminaba a su ritmo; el resto, incluido el inútil de su hijo, iba a la zaga. La debilidad de sus hombres era otro motivo de irritación. Seguía el muro aunque no lo veía, tan deprisa como podía, y se paraba cada pocos pasos para escuchar a sus presas.
Cada vez que se detenía y oía los pasos de Halli tan cerca, por delante de él, se frotaba la cota de malla del brazo derecho y notaba el punto donde le había golpeado el martillo del herrero. Escocía, pero se curaría. Lo mismo podía decirse del resto de las magulladuras sufridas durante la lucha en las redes. Hord no se arredraba por ellas. El gran Hakon había soportado frecuentes heridas y había seguido peleando: ¡había perseguido a sus enemigos durante días a pesar de sus múltiples contusiones! Como siempre, Hord tomaba de ejemplo a Hakon, aunque preveía que esa caza en particular no duraría tanto tiempo.
Halli estaba débil, Halli estaba herido. Ni él ni su cómplice podrían huir eternamente. Al final llegarían al límite y darían media vuelta. Y entonces…
Los labios de Hord sonrieron ante la idea: entonces podría finalizar ese asunto.
* * *
En el cielo, la luna se zafó de la masa de nubes, brilló durante un instante y luego desapareció. La bruma grisácea floreció y se oscureció hasta teñirse de negro.
—Creo que he visto la cabaña —dijo Halli en voz baja—. A la derecha.
—¿Ya?
—¿No notas que no hay sendero? Andamos por la hierba. Estamos en los pastos altos.
—En ese caso las tumbas no pueden estar lejos.
Él le cogió la mano.
—Es lo que queremos. Sigamos.
* * *
En su avance desconsolado Ragnar y sus compañeros estuvieron a punto de chocar con su padre, que se había parado y contemplaba, inmóvil, la oscuridad circundante. El tono de Ragnar dejó entrever un atisbo de arrogancia.
—¿Qué haces? Me has asustado.
—Calla. Intento oír.
—Ahora avanzan sobre la hierba —dijo un guerrero.
Ragnar soltó un bufido.
—Nunca los encontraremos.
—¡Te he dicho que te calles!
El viento que soplaba desde los páramos los azotaba: eran seis hombres perdidos en la niebla de la montaña.
De algún lugar llegó un gemido súbito, un desesperado grito de dolor.
Escucharon.
El viento traía consigo un lamento triste.
—¡Ay! ¡Ay! Mi pierna…
—Ese es Halli —exclamó Ragnar.
La voz de Hord indicaba una profunda satisfacción.
—Tal vez esté herido. Vamos.
* * *
Ya habían cruzado hacia la zona de páramos; lo sabían sin necesidad de verla. El terreno se había convertido en una empinada cuesta; luego volvería a nivelarse, al llegar al límite. Para su alivio, no habían tropezado con ninguna de las tumbas.
—¿Y si Hord se da cuenta? —susurró Aud—. ¿Y si sale la luna?
—La bruma seguirá impidiéndole la vista. Nos seguirá siempre que no se pare a pensarlo. ¿Grito otra vez?
—Aún no. Es mejor que avancemos un poco, hasta dar con una piedra.
—De acuerdo. —Halli vaciló—. Aud.
—¿Sí?
—Mantente alerta.
* * *
—Cuidado, padre —dijo Ragnar—. Hay un montón de piedras; debe de ser algún viejo muro.
—El terreno sube —comentó un guerrero.
—Hord —dijo otro—, tenemos que estar muy cerca de la cima.
—¿Y qué si lo estamos? —Había vuelto a adelantarse. Le oían seguir andando.
—Las runas…
—Debemos asegurarnos de no…
—¡Allí! ¡Le oigo! —El frenético susurro de Hord atravesó el aire como si fuera un cuchillo.
Los hombres se callaron. Al igual que un rato antes, la oscuridad les trajo el gemido quejumbroso del fugitivo.
Hord se rio.
—¡Se ha hecho daño solo, el muy idiota! Bien: ya estamos cerca. Un último esfuerzo, chicos, y lo prenderemos.
Uno a uno, sumidos en distintos grados de duda y vacilación, los hombres siguieron adelante, sumergiéndose en la brumosa penumbra. Uno a uno, sumidos en la misma ceguera, pasaron a corta distancia de una de las runas.
* * *
—Los tenemos justo detrás, y aceleran —dijo Halli.
—¡Por la sangre de Arne! ¿Dónde está la piedra? —preguntó Aud.
—Tiene que estar cerca…
—Si al menos saliera la luna… Los veríamos, a pesar de la niebla.
—No puede estar muy lejos, pero… —Él se paró.
—Halli… —musitó Aud.
—Lo sé.
—Creo… Creo que he oído…
—No. No pienses. —Su voz era tensa, no admitía réplica—. Ahora no es momento de pensar. No debemos detenernos. Sigue.
* * *
—Paraos todos —susurró Hord—, y escuchad.
Ragnar y los otros obedecieron.
—Oigo un chasquido —dijo un guerrero.
—Era más bien el rumor de algo que rasca.
—Como si se subiera a una roca.
—Casi como si estuviera cavando.
—Sí, pero ¿dónde? —les espetó Hord—. Esa es la cuestión. No puedo decidirlo. ¿Os parece que ha sonado a la izquierda?
—Sí…
—¡No! Viene de la derecha. ¡Por allí!
El choque de una piedra con otra.
—Pues yo también juraría que procede de la izquierda —murmuró otro—. ¿Cómo…?
—Bueno, son dos, ¿no? —exclamó Ragnar—. Se han separado. Mientras hablaba, la oscuridad cobró vida. Las nubes negras, veteadas en plata, se despejaron de repente y se impuso el frío resplandor de la luna. Las seis sombras grises debatieron entre los tenues jirones de niebla. Uno a uno fueron desenvainando las espadas.
—Ragnar —dijo Hord—, coge a Bork y a Oliver e id por ese lado. Los demás, venid conmigo. Rápido… Aprovechemos que ahora hay luz. Matad a cualquiera que encontréis y traedme su cabeza.
* * *
Halli y Aud caminaban cogidos de la mano. A su alrededor se movía la neblina blanca, llevando consigo rumores siniestros, sutiles movimientos y suspiros de la tierra.
Aud miró por encima del hombro y por un instante vio una sombra agazapada, que se movía en diagonal respecto a ellos. La niebla cayó de nuevo; la silueta desapareció.
* * *
Hord avanzaba con rapidez a pesar de la niebla; le brillaban los ojos. El persistente rumor que habían oído no cesaba. Al contrario: era cada vez más fuerte y parecía proceder de varias direcciones distintas.
* * *
Halli apretó la mano de Aud. Ante ellos se alzaba una sólida roca que tapaba la luna. En silencio, aceleraron el paso y corrieron hacia ella.
* * *
Los sonidos que perseguía el grupo de Ragnar —crujidos de piedras y el rumor de algo que se quebraba— habían cesado en cuanto se acercaron a ellos. Ragnar pidió silencio a sus hombres con un gesto; de su brazo se derramaron unas gotas de sangre.
* * *
La piedra negra y prominente estaba clavada en la hierba y se elevaba hasta una altura imposible de discernir debido a la niebla. La cara más cercana era lisa e inclinada; al mirar hacia arriba distinguieron un repecho, lo bastante ancho como para agarrarse a él.
Halli se volvió hacia Aud y, sin palabras, pronunció su invitación. «Tú primero».
* * *
Hord se detuvo; sus hombres siguieron su ejemplo.
—He visto a uno —susurró—. Moviéndose por ahí.
—¿Halli?
—No. Demasiado alto y delgado. Su cómplice.
Había llegado el momento de matar al primero. Hord agarró con fuerza la espada y apretó los dientes. La luz de la luna centelleaba sobre su cota de malla y sobre el reluciente casco.
Se internó en la niebla. Sus hombres caminaban a su lado.
A sus espaldas, procedentes de todas partes, se congregaban formas oscuras, ávidas y veloces.
* * *
Aud guardó la espada en el cinturón, pegó un salto y se agarró del repecho de piedra con ambas manos. Los pies le quedaron colgando en el aire.
* * *
Ragnar esbozó una débil sonrisa. Hizo una señal a sus hombres.
Apenas visible entre la bruma se distinguía una sombra baja, agachada, hecha un ovillo, como si quisiera ocultarse del mundo.
Los hombres de Ragnar fueron hacia ella, dando cuidadosos pasos sobre la tierra fresca. Él esperó; un hedor amargo, a algo podrido, le hizo arrugar la nariz. No venía de muy lejos.
Por fin habían rodeado a aquella forma oscura e inclinada. Ragnar levantó el cuchillo. Chasqueó los dedos, lanzó un grito.
Los tres se abalanzaron sobre ella.
* * *
Aud había conseguido apoyar los pies en una grieta y estaba encaramándose al repecho cuando empezaron los gritos. El susto casi la hizo perder pie y caer.
Halli dio media vuelta y clavó la mirada en la bruma. No vio nada, pero sí oyó muchas cosas: gritos, aullidos (fuertes al principio y luego silenciados), varios impactos (algunos metálicos; otros sordos, pesados), el rozamiento de la cota de malla, roturas de dientes, extraños arañazos y el ruido de algo al ser arrastrado por el suelo, ropa rasgada, y una variedad de crujidos y pasos rápidos que ya había oído la noche anterior…
Apretó la espalda contra la fría y húmeda piedra.
—Halli… —La voz le sacó del estado de pánico. Miró hacia arriba y vio que Aud había desaparecido—. Deprisa. Sube.
Despacio, muy despacio, Halli se apartó de la roca; con gran dificultad, se puso de espaldas a la niebla y a su lúgubre orquesta de sonidos. Tal y como había hecho Aud, se guardó la espada en el cinturón; tal y como había hecho Aud tomó carrerilla y saltó… pero no consiguió alcanzar el repecho. Volvió a intentarlo y volvió a caer al suelo. No podía: le quedaba demasiado alto; sus dedos rozaban la base del repecho, pero no lograban agarrarse.
Halli se humedeció los labios, que estaban secos. Le dolía el hombro. Sofocando el pánico que crecía en su interior palpó la piedra en busca de alguna grieta que quedara más abajo, pero fue en vano. Maldijo entre dientes.
Un susurró voló desde las alturas.
—Halli… ¿Cuál es el problema?
Él lanzó una mirada a su espalda, hacia los remolinos de niebla, y murmuró:
—No puedo subir.
—¿Qué?
—No-puedo-subir —contestó en voz más alta.
—¡Oh, por Arne!
—¿Estás en la cima? ¿Puedo rodear la piedra? ¿Cuál es el mejor modo de subir?
Silencio. Halli fue girando despacio; los ruidos se habían mitigado. Ya no gritaba nadie.
—Los otros lados parecen igual de difíciles —dijo Aud—. Pero la cima queda por encima de la niebla y es bastante llana… Podríamos defenderla, Halli. Tienes que subir. Los trows…
—¿Crees que no lo sé? Daré la vuelta… Buscaré otro camino.
Sin alejarse de la roca empezó a caminar, pero había dado solo cuatro pasos cuando oyó de nuevo la voz de Aud, esta vez más fuerte.
—No des la vuelta.
—¿Por qué no?
—Los veo entre la niebla, Halli… vienen del otro lado.
—¡Por la sangre de Svein! ¿Cuántos son?
—No sé… los veo muy borrosos; la luna brilla demasiado y ellos se mantienen agachados, como si se arrastraran por el suelo.
Halli retrocedió unos cuantos pasos, tomó carrerilla de nuevo y saltó con todas sus fuerzas hacia el repecho. No llegó ni de lejos: rebotó contra la roca y se desplomó. El dolor del hombro era insoportable; la sangre manchaba el suelo.
—¿Halli?
—¿Qué quieres ahora?
—Hay más viniendo por tu espalda. ¡Por el amor de Arne, salta! ¿Tan cortas tienes las piernas?
Halli no contestó; estaba ocupado pegando saltos y chocando contra la negra superficie rocosa mientras sus manos intentaban aferrarse desesperadamente a cualquier saliente. Fue consciente de que los ruidos se le acercaban por todas partes.
—Vamos, Halli…
Halli dejó de saltar. Había tomado una decisión. Se volvió y sacó la espada que le había quitado a Ragnar. La sostuvo en la mano, contempló la larga hoja y las melladuras y roces que había dejado en ella la lucha en el Clan. Evaluó la sólida empuñadura de metal, envuelta en tela: era ancha y fuerte.
Halli tenía la espada lista. Aud le gritaba desde las alturas, pero él ya no la oía; la sangre latía en sus sienes con tal intensidad que su efecto resultaba extrañamente tranquilizador.
La bruma cambió, se hizo más fina; oscuras formas se movían a su amparo, iban hacia él. Eran como sombras rotas; a Halli le pareció que alcanzaban la altura de un ser humano, pero eran a la vez extremadamente delgadas, sus piernas quedaban casi ocultas por culpa de la tenue luz nocturna, sus brazos eran como ramas partidas que se extendían hacia él.
Halli tomó aire; fue una inspiración profunda y mesurada. Levantó la espada.
De repente las figuras aceleraron el paso.
Tras dar media vuelta, Halli clavó la hoja en la tierra blanda: la hundió con fuerza, tan hondo como pudo, hasta que media espada quedó sepultada. Retrocedió, haciendo caso omiso de los rápidos pasos que se le acercaban, y pegó un salto.
El pie cayó sobre la empuñadura, haciendo descender la espada e impulsándolo hacia arriba.
Sus manos extendidas se agarraron al repecho; pudo apoyar los codos en él.
Movió las piernas, se ayudó con los codos y se izó sobre la superficie. Algo chocó contra la suela de su bota.
Sus pies se balanceaban en medio de un tumulto de ruido y movimiento, de fauces que se abrían y cerraban entrechocando los dientes; de cosas que golpeaban y arañaban las paredes de roca.
Avanzando sin pausa y sin ser muy consciente de ello, olvidando el dolor del hombro, clavó las manos, tiró de sí mismo hacia arriba y fue pasando de asidero en asidero: ascendía por la roca sin detenerse, a la mayor velocidad posible. El miedo le daba fuerzas. La niebla se despejaba; momentos después vio a Aud, que le esperaba arriba. Su rostro se recortaba contra la pálida luz de la luna.
La cima de la roca era una superficie ancha e irregular, de pendiente desigual, pero en su mayor parte lo bastante llana como para poder andar por ella. Era tan larga como tres hombres tumbados uno tras otro y casi tan ancha como dos. Un lado de la roca se había erosionado y las grietas cedían al pisarlas; los demás eran bastante sólidos. La cumbre culminaba bruscamente en forma de empinadas puntas rocosas. Halli y Aud, tras una rápida ojeada, decidieron que había dos zonas que parecían especialmente vulnerables al ataque: el lado por el que habían ascendido y una zona estrecha, algo más alejada, donde la pendiente era menos pronunciada.
La roca era una isla en la niebla. Al norte podía verse la cima de la montaña de Rurik, pero el valle que había hasta allí quedaba sepultado por un brumoso mar de plata, llano, silencioso e ininterrumpido, a excepción de dos hilos de humo que ascendían del Clan de Svein. Al este resaltaba la cumbre del Jalón; al sur apenas distinguían la pequeña colina donde Aud se había caído. Muy cerca, se alzaban otras rocas; a lo lejos relucían las cumbres montañosas. Estaban solos bajo la luna.
El borde del mar de niebla acariciaba la roca a unos metros por debajo de sus pies. La superficie estaba calma, pero se atisbaban cosas negras por debajo, subiendo y empujándose contra la parte inferior de la roca. Era lo mismo por todos lados. Algo amortiguados, pero con bastante claridad, llegaban aquellos amenazadores ruidos.
Aud y Halli estaban sentados uno al lado del otro, cerca del borde. Aud tenía la espada en la mano; Halli, el cuchillo de carnicero.
—He estado pensando —dijo Halli—. Supón que no conseguimos tenerlos a raya hasta el amanecer. Si suben hasta aquí y no podemos escapar… creo… —La miró—. Creo que deberíamos usar la espada.
—Sí.
—No me refiero a usarla para luchar. Me refiero a…
—Ya te he entendido —dijo Aud—. Y la respuesta es: sí.
—Al menos tenemos la luna —dijo Halli, tras una larga pausa.
—Como la noche en que Arne y Svein lucharon en la roca.
—Exactamente. Un poco de luz para ayudarnos en la batalla.
—¿Has visto a los trows? —preguntó Aud de repente—. Ahí abajo. ¿Has llegado a verlos? ¿Cómo eran?
Halli giraba el cuchillo de manera que resplandeciera bajo la luz. Carraspeó.
—La verdad es que no. Solo he visto sus siluetas. Eran formas flacas, muy flacas…
Aud se apartó el cabello de la cara.
—Como cuentan las historias.
—Quizá. —Halli seguía dándole vueltas al cuchillo—. ¿Cuentan las historias que los trows llevaran ropa?
—¿Ropa?
—Bueno, no exactamente ropa, más bien harapos… No sé, solo los he visto un momento. Pero nunca los había imaginado vestidos. ¿Qué diablos hacen ahí abajo?
Desde la base de la roca les llegó un fuerte chasquido: garras que se clavaban en la piedra.
—Pues diría que están subiendo —señaló Aud.
—Ya era hora —dijo Halli—. Me estaba aburriendo.
—Esa frase es de Arne —dijo Aud.
—No, la dijo Svein.
Aud se puso de pie de un salto. Le temblaban las manos, le castañeteaban los dientes, pero su voz conservaba la calma.
—Están siguiendo el mismo camino que nosotros —dijo ella—. ¿Por dónde más…? —Se inclinó hacia el saliente estrecho que habían visto antes, miró hacia abajo y escuchó con atención—. Sí, por aquí también. Me quedo en este lado. ¿Quieres la espada, Halli?
—No, quédatela tú.
—Ni siquiera sé cómo…
—Pues ya somos dos. Limítate a atizarle con ella a cualquier cosa que veas.
Ambos se giraron para quedarse de cara al lado escogido. En el cielo, surcado de venas plateadas y negras, resaltaba la luna cual feroz disco blanco. Halli esperaba medio agachado, con el cuchillo listo y la vista fija en el borde.
Eso debió de ser lo mismo que sintieron Svein y los demás héroes aquella noche en la roca. El momento final antes de la aparición de los trows. No era una manera innoble de morir.
Los ruidos eran cada vez más fuertes; la niebla parecía hervir por debajo.
Halli se tensó, preparado para atacar…
A su espalda, Aud chilló.
Al volverse hacia ella, la vio golpear con la espada una oscura cabeza que asomaba por el borde de la piedra; vio cómo la espada rebanaba el cuello de un solo impacto. La cabeza cayó al vacío; él la oyó chocar contra el suelo. Dos garras quedaron aferradas al saliente; llevada por la furia, Aud las pisoteó con la bota hasta que desaparecieron de su vista. A eso le siguió un fuerte impacto. La niebla seguía trayendo consigo ruidos de amenaza y ávidos chasquidos de dientes.
Halli suspiró. Todo había sucedido tan deprisa que no había tenido casi tiempo para ver la cara del trow. Cierto era que el trow se había mantenido inclinado, oculto de la luna, pero, aun así, él habría jurado que…
No. ¡No! No podía ser.
Otro ruido. Algo se movía a su espalda.
Halli se giró para enfrentarse al flanco que le tocaba defender… y se encontró con que había alguien a su lado. El recién llegado estaba agachado, los dientes le brillaban bajo el amasijo de pelo enmarañado de su larga y descuidada barba. El rostro se había encogido, había cambiado; la carne del cráneo se había desvanecido, los huecos donde antes estaban los ojos se habían convertido en cuencas negras y profundas como las grietas de la tierra. En el pecho, donde la carne blanca colgaba con flaccidez, la pequeña herida del cuchillo se había hecho más grande y oscura; Halli tuvo la impresión de que la piel había estallado y se había caído en pedazos.
El tío Brodir extendió una garra callosa hacia él.
—Acércate, Halli… Deja que te abrace, chico.