27
Después de la Batalla de la Roca el cadáver de Svein fue llevado a casa y se construyó una tumba en sus terrenos. Lo sentaron en su mejor silla de piedra, de cara a los páramos, con las manos aún aferradas a su espada ensangrentada. Con él enterraron los objetos que más había apreciado en vida: su vaso, lleno de cerveza; su plato de plata, rebosante de viandas y pan; su caballo favorito y sus perros de caza, sepultados en la tumba y dispuestos a sus pies. Muchos creyeron que también su esposa debía acompañarle, pero ella discutió ese punto con vehemencia e impuso su postura por dos votos. Se esparcieron mucho oro y plata, ganados en batallas contra los trows y los Clanes vecinos, pero se despojó a Svein del cinturón de plata, que fue llevado a la casa para que trajera suerte a sus moradores. Luego la tumba fue sellada y el héroe abandonado en la montaña, para mantener alejados a los trows.
Al final no le había resultado tan difícil. Halli suspiró aliviado. Había temido que, a la hora de la verdad, el fragor del combate le confundiera y perdiera la ocasión de actuar. O, peor aún, había temido ver con claridad lo que debía hacer y que el miedo le impidiera llevarlo a cabo. Sin embargo, cuando apareció Sturla, alarmado, y empezaron a caer las flechas de fuego, todas las dudas y ansiedades se desvanecieron como si fueran una capa que uno se quita, y supo, con absoluta certeza, cuál era su deber.
La claridad de sus propósitos le asombró, pero cuando abandonaba los terrenos del Clan y descendía por los frondosos arbustos del foso, se percató de que, en el fondo, siempre había esperado un final como ese. Por ingeniosas que hubieran sido sus defensas, y a pesar el éxito logrado —calculaba que al menos la mitad de los invasores habían caído en el combate o habían sido apresados como prisioneros—, las ventajas del enemigo en equipamiento y preparación eran simplemente abrumadoras, y el odio que movía a Hord Hakonsson contra Halli, demasiado poderoso. Nunca había sido probable que la batalla se ganara únicamente gracias al efecto sorpresa.
Pero existía una razón más profunda que justificaba que Halli tuviera que zanjar ese asunto por su cuenta. Era una razón que se remontaba a su pasado, a su primera infancia y a las advertencias de Katla sobre su personalidad y sus perspectivas. ¿Acaso no había nacido en mitad del invierno, lo que conllevaba una maldición? Estaba predestinado a llevar el desastre a todos cuantos le rodeaban. Era un varón descendiente de Svein y, como había señalado Brodir, era probable que muriera joven. Tales predicciones se estaban cumpliendo con asombrosa rapidez, pero Halli no se desanimaba.
Antaño habría renegado de su destino, lamentado su injusticia. Ya no. Había hecho demasiadas cosas y presenciado las consecuencias de sus actos. Vengar a Brodir había contribuido a prolongar un enfrentamiento; sus intentos de escapar del valle, rebasando los límites marcados por el héroe —y quizá también el acto de ponerse el cinturón de plata—, habían acarreado Svein sabe cuántas desgracias a las gentes de su Clan. Había fracasado o errado en todo lo que había intentado hacer: la maldición se hacía más y más patente. Y sin embargo Halli asumía su responsabilidad en todo aquello, y esa aceptación servía para que se sintiera más libre.
Estaba atrapado por la enemistad de Hord, por la hostilidad e incomprensión de las gentes de su Clan, por los trows que le aguardaban en la montaña. El círculo maligno que le cercaba era tan completo que Halli se sentía extrañamente poderoso: no tenía nada que perder.
Abandonar el Clan para salvarlo era el primer paso. En cuanto hubo saltado al otro lado del muro, sus pasos se hicieron más ligeros.
Así que Hord quería que Halli se entregara, ¿no? Bien, pues se saldría con la suya y el Clan no sufriría más. Pero Halli no pretendía rendirse sin al menos probar ese plan que había comentado con Aud. Ella tenía razón —el plan presentaba pocas posibilidades de éxito y él tenía aún menos de sobrevivir—, pero Halli se dijo que no perdía nada por intentarlo. Conseguir atraer a Hord más allá de las tumbas era una empresa casi descabellada, pero su heroica futilidad formaba parte de su atractivo. Le hacía revivir aquella sensación que siempre le había invadido cuando escuchaba el relato de la última batalla de Svein, con los héroes subidos a la roca aguardando a los trows en la oscuridad. Presentía aquella misma inquietud fatal, era una exultante reacción ante la proximidad de la muerte… Mientras tanto, si su destino era sembrar la desgracia y la destrucción, Hord Hakonsson era tan buen objetivo como cualquier otro.
La neblina blanca flotaba a su alrededor. Recorrió el camino con rapidez entre los juncos y arbustos del foso, siguiendo el muro de los trows. La luna brillaba en el cielo, pero su luz quedaba matizada por los jirones blancos de niebla y Halli veía muy poco. Su instinto le llevó a moverse por senderos que conocía desde niño y por fin llegó a la puerta norte. Oyó vagamente el chasquido de los arcos, voces y gritos que venían de más allá del muro. Agachado, haciendo el menor ruido posible al andar, avanzó muy despacio, con la vista fija en la dirección del camino.
Un resplandor de un color entre amarillo y anaranjado captó su atención, una silueta borrosa que se movía a una distancia desconocida. A medida que se acercaba oyó el ruido: los crujidos y chisporroteos de una hoguera.
Oscuras sombras se cernían alrededor del fuego, inclinadas, estiradas. Brillantes esquirlas de fuego salían de esa hoguera para luego ser lanzadas al aire prendidas de las flechas.
Halli, acurrucado en la cuneta del foso, oculto por la bruma y los hierbajos, se mordió el labio, rabioso. Contó las siluetas con rapidez: cinco, tal vez seis… ¿Dónde estaban los otros? Al menos nueve habían logrado escapar. Y, sobre todo, ¿dónde estaba…?
No muy lejos de Halli, más cerca de él que el fuego, la bruma se despejó un poco.
La figura estaba tan inmóvil que Halli no se había percatado de su presencia, no se había dado cuenta de lo cerca que se encontraba del banco de tierra que formaba la pendiente que llegaba hasta la puerta. El banco se hallaba un poco más elevado que el foso, y daba la impresión de que algo flotaba en medio del aire, una forma negra y sólida que se atisbaba entre la bruma circundante. Desde su escondite Halli reconoció la figura al instante. La luz de la luna, a pesar de su potencia débil y difusa, alumbraba los anchos hombros, la silueta corpulenta. Una larga espada colgaba de su cinturón; la cota de malla cubría sus brazos y cintura. Allí estaba Hord: un gran guerrero provisto de casco, con las piernas plantadas con firmeza en el suelo y las manos apoyadas en las caderas con gesto implacable. Contemplaba el muro haciendo gala de una confianza suprema; era la viva estampa de un antiguo héroe.
Agachado en el barro, con el culo empapado, Halli se palpó el chaleco para notar las pequeñas armas que llevaba: el cuchillo de carnicero y la garra de trow. Carecía de armadura, de casco, de arco, de espada… Respiró hondo para sofocar el miedo. Tenía que ser así: no quería pesos innecesarios.
Excepto el del cinturón de Svein, por supuesto. Acarició la fría banda de metal que le cruzaba el pecho. Hasta el momento le había funcionado bien. Necesitaba su suerte una vez más.
La figura de Hord se movió sobre la leve pendiente; Halli oyó una orden brusca. Las sombras que rodeaban la hoguera se quedaron quietas. No se dispararon más flechas.
Entonces Hord gritó, con una voz tan poderosa que Halli no pudo evitar reaccionar agachándose aún más entre los juncos:
—¡Gentes del Clan de Svein! —vociferó Hord—. ¿No me habéis oído? ¡Echad a Halli Sveinsson por esa puerta y detendremos el ataque! ¡Expulsadle y nos marcharemos para no volver! ¡O, si no, asaos en vuestras propias casas!
Esperó. El olor a humo flotaba en el aire; la niebla se había teñido de negro en las alturas. Del otro lado del muro no llegó respuesta alguna.
Hord soltó un gruñido de enojo e indicó a sus hombres que prosiguieran con su trabajo.
Halli se incorporó del lecho de juncos con los pulgares prendidos del cinturón y, en tono descarado, dijo:
—¡Hola, Hord!
Su voz resonó y se apagó. El silencio que se hizo entonces fue cualitativamente distinto al que le había precedido; de repente la noche era consciente de su presencia. Vio que la figura del banco de tierra se ponía rígida. Los arqueros que había junto a la hoguera se quedaron paralizados, con las flechas ardientes dispuestas en los arcos.
Halli se rio.
—¿A qué viene este miedo? ¡Ya he salido!
Otro silencio. Advirtió que la silueta de Hord se giraba a un lado y al otro, como si no estuviera seguro de hacia dónde mirar. De repente, la voz de Hord denotaba ansiedad y expresaba duda.
—¿Halli Sveinsson? ¿Eres tú?
Halli habló en tono despreocupado.
—Yo soy.
—¿Dónde estás?
—Aquí, muy cerca. En el fondo del foso.
Hord se volvió hacia él, su negra silueta flotaba en la niebla. Halli le sonrió; se había colocado con los brazos en jarras y las piernas abiertas: la viva estampa del desafío.
El casco de Hord se inclinó, como si dudara.
—Solo veo hierbajos.
—¡Oh, por el amor de Svein! —Halli dio un paso hacia un lado, alejándose del grupo más denso de juncos que, cierto es, era ligeramente más alto que él—. ¿Me ves ahora?
La gran cabeza asintió.
—Veo algo agazapado, como una rata en un agujero. —Desde las profundidades del casco Hord se rio; su risa resonó en el metal—. ¿Así que al final te han echado?
—No exactamente —contestó Halli—. He venido por decisión propia.
—¿Puedo preguntar por qué?
—¿No es evidente? Hemos accedido a tus demandas: si salgo, detienes este cruel ataque contra el Clan de Svein, ¿no es así?
Hord asintió despacio.
—Por supuesto. He dado mi palabra de honor. Y así será.
—Bien, pues haz el favor de dar a tus hombres las instrucciones pertinentes.
Hord se dirigió entonces a las sombras que había junto a la hoguera.
—¡Dejad las flechas, apagad el fuego! Francamente, Halli Sveinsson —dijo, volviéndose hacia Halli—, no esperaba esto. Creí que nunca saldrías por voluntad propia, de manera que, o bien te echarían a patadas, atado e indefenso como un gordo paquete, o bien te dejarían permanecer a cubierto. Si te hubieras quedado dentro, habríamos causado grandes daños a la casa, pero al final nos habríamos quedado sin flechas y habrías sobrevivido. Confieso que no acabo de entender…
Halli percibió que, al tiempo que le hablaba, Hord movía una de sus manos (la que quedaba más cerca del fuego): eran gestos mínimos, movimientos de dedos que podían ser señales sutiles.
Con voz serena y los ojos puestos en la bruma que le rodeaba, Halli dijo:
—Solo hago lo que tú seguramente habrías hecho si estuvieras en mi lugar. Habría sido deshonroso quedarme a cubierto mientras mi gente sufría. La cuenta pendiente es conmigo, no con ellos. Me han ayudado a repeler tu primer ataque, sí, pero lo han hecho para salvar el Clan. Esa cuenta pendiente debe ser zanjada aquí y ahora, de hombre a hombre.
—Eso es exactamente lo mismo que pienso yo —dijo Hord—. Acércate. Podemos ponerle punto final enseguida.
—Me quedaré aquí abajo un momento más, gracias.
Halli escrutó la niebla. Sus hebras se movían sin cesar, creando formas extrañas e imaginarias; los ojos le dolían ante aquella blancura incoherente. Pero creyó detectar también otro movimiento: el de las siluetas sólidas y decididas que se alejaban de los restos de la hoguera, dispersándose en silencio con la intención de rodearle.
—Debo felicitarte por tus tácticas —dijo Hord en tono sincero—. Fuiste tú, supongo, quien ideó esos trucos, no el idiota de tu hermano. Has conseguido frustrar mi plan original, que era tomar el Clan por sorpresa. Me ha costado once buenos hombres… y hay tres más que yacen heridos bajo un árbol.
—Todos los prisioneros siguen con vida —dijo Halli—. Así que negociaré, si es lo que quieres. Da por concluido este enfrentamiento conmigo y prometo por mi honor que te devolveremos a tus guerreros sanos y salvos. —Hablaba en voz suficientemente alta como para que llegara a oídos de los hombres de Hord mientras estos le acechaban ocultos en las brumas.
Si Hord titubeó, la vacilación fue imperceptible.
—Mis hombres me siguen sin hacer preguntas, tal y como los de Hakon lo hicieron en su día. Aceptan su destino, cualquiera que sea, sin quejarse. Renunciar a mis ansias de venganza en su nombre nos deshonraría a todos.
Halli oía el crujido de los guijarros, el susurro de la tela que se movía sobre la hierba. Sintió un escalofrío. Pero no reaccionó; aún no. Los quería tener más cerca cuando se iniciara la persecución.
—En ese caso —dijo—, ¿supongo que es inútil que intente hacer las paces contigo? ¿No servirá de nada que diga que terminemos con todo esto antes de que las cosas se descontrolen aún más? Han muerto demasiados hombres. ¿Y para qué? ¿Qué ha ganado nadie? Pongamos punto final a las hostilidades; ¿por qué no nos dedicamos a unir nuestras fuerzas para fomentar la armonía entre los Clanes? ¿No nos honraría eso más que seguir matando?
La imponente figura situada sobre el banco de tierra dio un paso adelante con aire amenazador y un puño cubierto de malla agarró con fuerza la empuñadura de su espada. Un gruñido salió desde las profundidades del casco.
—¡Ah, Halli! Nadie puede dudar de tu sangre fría. ¡Tú, que mataste a mi hermano, que quemaste mi casa! ¿Ahora vienes en son de paz? ¡Insertaré tu cabeza en un palo y lo clavaré frente a la puerta del Clan de Svein!
—Vale. ¿Así que supongo que no merece la pena que te diga que lo siento?
—No. No merece la pena.
—¿No tengo la menor posibilidad de congraciarme contigo con buenas palabras? —Oía el ruido de las botas que se deslizaban por el foso enlodado, cada vez más cerca; percibía el tintineo del metal. Tensó los músculos, listo para moverse.
La enojada respuesta de Hord fue casi ininteligible.
—¡Halli, ya pasó el momento de las buenas palabras!
—Bien —dijo Halli—. En ese caso te diré que eres un patán con cara de remolacha y culo de pato, glotón a tiempo parcial y cobarde a tiempo completo; un hombre cuyas mujeres solo se distinguen del ganado en que son más altas y más anchas de caderas. —Se giraba mientras seguía hablando—. Ah, y un barbudo asesino de sus propios hombres, con un hermano que sufrió una muerte deshonrosa; las gentes de tu casa inventarán estrofas socarronas para celebrar que cayeras muerto…
De la bruma, a la derecha de Halli, saltó un guerrero. Fue una aparición súbitamente clara: el soldado iba provisto de casco y cota de malla. Halli captó un atisbo del pálido rostro de Ragnar y de la mueca de ira que mostraban sus dientes apretados. Su espada osciló sobre la cabeza de Halli; este se agachó, oyó el silbido de la hoja por encima de su cráneo y, aprovechando que su contrincante se hallaba momentáneamente falto de equilibrio, le propinó una fuerte patada con el costado de su bota. Ragnar se desplomó entre los juncos.
Desde el banco de tierra el bramido de Hord resonó en la noche; saltó hacia el foso: una figura maligna, oscura, con la espada en la mano.
Halli ya había dado media vuelta y huía entre los juncos. A su izquierda surgió otra figura: el arco estaba tenso, la flecha lista. El arquero apuntó hacia Halli con esmero.
Halli se agachó aún más. La flecha se incrustó en el muro, por encima de su cabeza.
Rodeado de niebla, desanduvo el mismo camino que le había llevado hasta allí. Sus perseguidores, que le pisaban los talones, no conocían la ruta; los giros y recodos eran para ellos una sorpresa. A su alrededor oía el crujido de la hierba pisoteada, los pasos, algunos resbalones. Volvió a percibir el silbido de una flecha y los furiosos gritos de Hord.
Salió del foso a la altura del huerto, cerca del lugar por el que había abandonado el Clan. Distinguió la red partida que aún colgaba entre las paredes, vio el cadáver de un hombre, rígido y arqueado, tendido sobre las piedras del muro. Sus perseguidores le pisaban los talones. Halli giró hacia la izquierda, saltó sobre una elevación de hierba en dirección al huerto. La niebla envolvía los troncos de los árboles y la argentina luz de la luna asomaba entre las ramas. Halli cruzó el huerto a toda velocidad; en el extremo opuesto, donde otra elevación de hierba conducía hasta el campo y el terreno iniciaba su largo y firme ascenso hacia la montaña, se detuvo a mirar hacia atrás.
Nada; el huerto estaba vacío. Halli se maldijo; su pecho se agitaba, jadeante. ¿Qué hacían esos idiotas? ¿Es que ni siquiera podían perseguirle como es debido? ¿Acaso tendría que volver a buscarlos?
Entre las filas de árboles un grupo de sombras oscuras emergió de la bruma. Eran seis o siete: la luna iluminaba sus cascos y las hojas de sus espadas.
El corazón de Halli dio un vuelco de alegría. Bien: la cacería seguía en marcha.
Ahora solo tenía que llevarlos hasta la montaña.
Corrió campo a través, alejándose del Clan y de los árboles, alejándose de cualquier forma visible. El campo estaba en barbecho, heno de hierba y húmedo de lodo; las ovejas habían pastado allí después de ser sacadas de los corrales. La niebla nocturna flotaba baja, espesándose en agujeros y recodos, mientras que en otros lugares se reducía casi a la nada. Halli corría con todas sus fuerzas. A ratos salía al aire y conseguía ver la luna lívida, un disco plateado lo bastante brillante como para cegarle; luego volvía a sumergirse en la densa y fría bruma, y apenas distinguía el suelo que pisaba. La hierba era desigual, llena de baches y leves pendientes, y fueron varias las veces en que estuvo a punto de caerse.
A su espalda oía el rumor de las botas, el rítmico crujido del metal. Le tenían a la vista, o casi. Era importante. No quería que le perdieran.
Su idea dependía de dos cosas esenciales; tres, si quería sobrevivir.
En primer lugar debía conducirlos hasta la montaña: mantenerlos cerca, pero no lo bastante como para que le capturaran. A pesar de que le superaran en fuerza y velocidad, llevaban una pesada armadura y cargaban con espadas. Halli, a quien ya le dolían las piernas, esperaba fervientemente que acusaran el esfuerzo de la subida.
En segundo lugar, confiaba mucho en la niebla. Si se despejaba antes de que llegaran a la cima de la montaña, el plan se iría a pique. Las runas resultarían claramente visibles bajo la luna y él nunca conseguiría engañarlos para que las cruzaran. Sin embargo, si se mantenía densa… si podía llevarlos más allá de la cabaña, donde las runas eran escasas y estaban dispersas…
Halli sonrió sin dejar de avanzar; un escalofrío le invadió ante la idea: si los llevaba hasta allí, lo más probable era que Hord y sus hombres sufrieran una sorpresa fatal. Halli, por su parte, tendría que buscar refugio en lo alto, lejos de la blanda y oscura tierra, o acabaría compartiendo su mismo destino.
Siguió corriendo; el campo se volvía cada vez más empinado. En algún lugar delante de sus narices, no muy lejos, un muro de piedra marcaba el límite; al otro lado empezaba el sendero que conducía a los pastos altos. El camino sería mejor, más fácil que por el campo. Halli salió de una nube de niebla; la luz de la luna le inundó. A su derecha distinguió el ansiado muro. Cambió ligeramente de dirección y fue hacia él; sus piernas se resentían ya de la larga carrera.
A sus oídos llegó un grito procedente de su espalda, una orden imperiosa.
Llevado por el instinto, Halli fue en zigzag. Dio tres pasos más.
Algo impactó con fuerza contra su omoplato; se tambaleó, perdió el equilibrio y se desplomó hacia el suelo. Notaba un dolor intenso y persistente. Mientras intentaba ponerse en pie, se palpó el hombro y dio con una flecha que sobresalía de él. Invadido por la furia, la arrancó; soltó un grito de dolor al sacarla. Un reguero de sangre caliente se deslizó entre sus dedos.
De entre las brumas, a unos veinte metros de distancia, surgió la figura de un guerrero bañado por la luz de la luna. Su espada era una estrecha banda blanca. Al ver a Halli, profirió un grito y aceleró el paso…
A trompicones Halli corrió hacia el muro. Se llevó una mano al chaleco en busca del cuchillo. El dolor le laceraba el hombro. Era consciente de que no llegaría hasta el muro, de que el enemigo le atraparía en cualquier momento; desolado, supo que nunca alcanzaría la montaña.
Ante sus ojos se alzaba una forma oscura y baja: el muro del campo que bloqueaba su huida. La respiración entrecortada de su perseguidor tomó una nueva intensidad; también él parecía saber que se acercaba el final.
Si Halli hubiera sido más alto, si hubiera estado menos fatigado, tal vez habría podido saltar el muro y haber ganado un poco de tiempo. Ni siquiera lo intentó. A punto de caerse una vez más, sacó el cuchillo de carnicero del cinturón y lo blandió en el aire, encarándose a su enemigo.
Y el guerrero se abalanzaba sobre él, corría a toda velocidad con la espada desenvainada.
Halli alzó el cuchillo con gesto desafiante.
Vio la cara pálida, aquella barbilla cuadrada que conocía.
Con un grito triunfal, Ragnar Hakonsson asestó un golpe con la espada hacia la cabeza de Halli.
El golpe no llegó a impactar. Hubo un chasquido metálico, un choque violento que hizo saltar chispas hacia la cara de Halli. Este se había agachado, a la espera del impacto fatal; pero, por el rabillo del ojo, vio que otra espada había interceptado el arma de Ragnar: ambas hojas parecían unidas, debatiéndose con fuerza.
Halli saltó cuchillo en mano y se lo clavó a Ragnar en el antebrazo.
Se oyó un grito de dolor. Ragnar retrocedió y soltó la espada. En los oscuros agujeros del casco sus ojos parecían atónitos. Su voz atravesó la niebla.
—¡Padre!
Las respuestas no llegaron desde muy lejos.
—¡Coge su espada! —dijo una voz tensa.
Halli se volvió. Su mirada recorrió la longitud de la espada y fue a posarse en el muro que se alzaba ante él, donde Aud, con los cabellos sueltos al viento, le esperaba agachada.
—Vamos, muévete —le espetó ella—. Tenemos una montaña que subir.