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Y, de repente, el sonido subterráneo pasó del rumor al rugido, y toda la base de la roca inclinada se llenó de trows que salpicaron de tierra a los hombres e intentaron alcanzarlos con sus largas garras. Svein y los demás retrocedieron, subiendo por la roca, ya que sabían que los trows se debilitan cuando no pisan la tierra. No tardaron en oír las garras que arañaban la piedra.

A continuación, a pesar de la oscuridad, blandieron sus espadas con fuerza y tuvieron la satisfacción de oír cómo varías cabezas bajaban rodando por la roca. No obstante, a medida que caían los trows muertos, otros nuevos surgían de los agujeros de la tierra a los que seguían aún más de cerca, con las fauces abiertas y los delgados brazos extendidos.

Los ruidos más fuertes procedían de la zona este, donde se había dispuesto la emboscada de Leif. Halli iba en cabeza, seguido de cerca por Grim y cuatro hombres más. Una simple mirada le bastó para saber que Aud no estaba entre ellos: había tomado una dirección distinta.

Cruzaron el patio, entre jirones flotantes de niebla, hasta llegar al callejón. Halli agitaba el candil, pero la luz resultaba inútil, ya que apenas penetraba en la espesa blancura. Acabó tirándolo al suelo.

Por delante se oían impactos sordos y repetidos, así como gritos de dolor.

Halli sacó el largo cuchillo del cinturón.

La niebla se despejó; estaban allí.

Al final del estrecho callejón, una red —que solía usarse para atrapar liebres y conejos en los campos—, asegurada con pesos en las esquinas de manera que colgara firme de los extremos de los tejados, había sido soltada y bloqueaba la salida al patio. El hijo de Grim, Ketil, sostenía un trozo de madera en la mano mientras contemplaba los movimientos confusos y desesperados de los hombres aprisionados por la red. Justo cuando Halli se acercaba corriendo, un rostro desconocido y barbudo, con los rojos labios abiertos, apareció fugazmente en la red. Sus dedos intentaron rasgar los nudos; Ketil le golpeó en la cara con el palo y el hombre cayó hacia atrás con un gemido de dolor.

Halli retrocedió y echó un vistazo a los tejados del callejón. A ambos lados vio a los hombres de Leif, ya fuera de su escondrijo. Lanzaban rocas desde lo alto, golpeaban a los de abajo con hoces y azadones, y les pegaban con saña. El contenido de las cubas de Unn caía en forma de torrentes nocivos. La oscuridad se llenó de gritos de angustia.

—¿Cuántos hay aquí, Ketil? —preguntó Halli.

—Solo seis o siete. Hemos dejado caer una red en el otro extremo para que no puedan salir. —El semblante de Ketil estaba animado, el joven sonreía. La alegría resplandecía en sus ojos—. No creo que estén muy contentos de este recibimiento.

Ketil fue hacia la red y atisbo hacia el interior. Una espada cruzó la tela y se le clavó en el pecho, justo por debajo del brazo. Ketil profirió un grito ahogado y en su túnica apareció una clara mancha de sangre. Halli soltó una maldición y lo cogió antes de que se desplomara; se tambaleó, con la cara del joven pegada a su cuello. Sintió una humedad cálida en la mano.

Se oyó un alarido de furia y dolor. Grim, el herrero, apartó a Halli y cogió a Ketil en brazos. Lo bajó despacio, con mucho cuidado, apoyándolo primero en las rodillas y luego hacia atrás, hasta dejarlo sentado contra el muro más próximo. Había sangre en la boca de Ketil.

Los demás acompañantes de Halli rodeaban ahora la red; la apuñalaban con saña ayudándose de hoces y lanzas de pescar, acompañando los golpes con gritos. Halli se acercó y apartó a dos de ellos.

—¡Parad! ¡Acabaréis destrozando la red! Gisli, Bolli… esperad aquí y vigilad. Que no salga nadie. Los demás, venid conmigo.

* * *

Atravesaron la juguetona niebla en dirección al otro lado del patio. De los lados oeste y sur llegaban ruidos que indicaban el fragor de la lucha. Halli estaba serio, su rostro no conseguía ocultar la tristeza. Notaba la sangre de Ketil, ya fría, en la mano.

Con un gesto lideró a los dos hombres que iban con él hacia el borde sur del Clan. Pasaron por el puesto de Eyjolf, ahora vacío, se encaramaron a los restos del muro y se pararon allí a observar el prado.

Un poco más allá, como buitres carroñeros al acecho de una presa, un grupo de defensores se había congregado en silencio alrededor de dos agujeros negros y cuadrados excavados en la tierra. Eyjolf y otro hombre sostenían antorchas; la luz se filtraba por los jirones de niebla y mostraba la expresión pétrea de sus rostros. Varios hombres tenían piedras en las manos, pero al parecer ya no les hacía falta usarlas. De uno de los agujeros salían gemidos. Fragmentos de ramas, trozos de tierra y otros arbustos que se habían utilizado para camuflar los hoyos aparecían diseminados bajo las botas de los defensores.

—¿Todo bien, Eyjolf? —gritó Halli.

La antorcha se movió; el viejo se acercó hacia él, su rostro era una máscara inhumana que parecía flotar en la bruma.

—Tenemos a tres peces atrapados aquí. Otros tres consiguieron evitar la trampa y huyeron cuando los atacamos.

—¿Los cautivos están muertos?

—La mayoría se mueve. Estábamos discutiendo cómo matarlos.

Halli recordó la cara exangüe de Ketil apoyada en su cuello. Le asaltaron entonces recuerdos de Brodir, Olaf, el cuerpo informe de Bjorn el comerciante…

—Discutid lo que queráis cerca de ellos, para que de verdad sientan temor por sus vidas —dijo en voz baja—, pero no los matéis. Solo aseguraos de que no salen.

—Svein los habría enterrado vivos —replicó Eyjolf en tono rencoroso.

—Bien, pero yo no soy Svein. Haz lo que te digo, viejo. —Se dirigió entonces a los dos hombres que habían ido con él—. Siete al este y seis aquí. Debe haber siete más en el oeste, luchando contra el grupo de Kugi y Sturla. No es una buena proporción.

—Unn y varios más han ido hacia ahí en cuanto ha sonado el primer silbido —comentó un hombre.

—Incluso así, la presión será mucha. Vamos.

* * *

Cruzaron de nuevo el patio. Al este, donde habían caído las redes de Leif, los ruidos de la batalla llegaban ya muy amortiguados, pero en el oeste el fragor se había intensificado. Pasaron frente al taller de pieles de Unn y tomaron un estrecho sendero en dirección al muladar. El camino estaba a oscuras; por delante, entre las casas, más allá del muro derrumbado, Halli distinguió la luz de la luna llena, que brillaba entre el manto blanco que cubría los campos. Enfrente, vio las siluetas recortadas en negro de hombres que luchaban de dos en dos o en grupos de tres: espada contra guadaña, espada contra azadón.

Los dos defensores que acompañaban a Halli aceleraron el paso, ya que tenían las piernas más largas, y se unieron a la batalla.

Con el cuchillo en alto, Halli también aceleró y tropezó enseguida con un cadáver que yacía boca arriba en las piedras. Cayó al suelo, despellejándose las palmas de las manos al hacerlo. Se incorporó y le echó un vistazo. La luna había quebrado la neblina; su luz se posó sobre un casco descolocado, un cabello rubio, una barba corta y bien tonsurada, un rostro sincero y rollizo. Era el rostro de Einar, el hombre del Clan de Hakon que se había hecho amigo de Halli el año anterior. Einar tenía la mirada clavada en el cielo; su boca abierta parecía esbozar una sonrisa.

Halli retrocedió. Al mirar a su alrededor descubrió un tumulto de luchas cuerpo a cuerpo, de gestos violentos y movimientos confusos. Los hombres jadeaban, el metal partía la madera; sangre oscura manchaba las piedras.

Los Hakonsson se distinguían fácilmente: llevaban largas cotas de malla que hacían un ruido sordo cuando se movían. Sus cascos redondeados, con protección para la nariz y las mejillas, les ocultaban las cabezas por completo. Sus ojos eran rayas negras, sin forma ni luz. Se movían con rapidez, blandían las espadas a una velocidad brutal; apenas parecían humanos: recordaban a las criaturas de las antiguas leyendas.

Los defensores del Clan de Svein no disponían de armaduras. Iban con la cabeza descubierta, desprotegida, pero en aquel bullicio teñido de blanco por la luz de la luna, en el fragor de la acción, con los gritos y aullidos que proferían, resultaban también difíciles de identificar.

Algo resplandeció a los pies de Halli: era una espada, sostenida por la mano rígida de Einar.

Halli guardó el cuchillo en su cinturón, se agachó y le arrancó la espada de los dedos muertos; fue consciente al instante de su peso, incómodo y poco familiar para él.

Notó un movimiento justo delante. Una forma pequeña chocó contra el muro de los trows, un rastrillo roto cayó entre las piedras.

—Kugi… —Halli se dispuso a ir hacia él, pero la espada pesaba y le entorpecía el avance. De la oscuridad surgió una figura furiosa, de cabellos oscuros y poderosos brazos armados con un cuchillo de arrancar pieles: Unn, el curtidor, iba al rescate de Kugi y lanzó a un armado y pertrechado Hakonsson contra las piedras del muro.

Ahora, a la derecha de Halli, otro temible invasor se acercaba con la espada en alto, persiguiendo a un jovencito abrumado que se acurrucó contra las piedras. El joven era Brusi, el hijo de Unn, y la hoja de su guadaña había sido patéticamente partida en dos.

No sin esfuerzo, Halli levantó la espada y pegó un salto hacia delante…

Por el lado opuesto alguien salió de la penumbra y golpeó con una pesada barra de metal el brazo del hombre de Hakonsson que llevaba la espada. Se oyó un alarido de dolor y el estruendo del hierro al caer. El hombre retrocedió, agarrándose el brazo herido; cuando Halli se abalanzó hacia él, el otro huyó, saltó el muro y cayó pesadamente sobre el muladar de abajo.

Su huida pareció precipitar una retirada general. Dos soldados de Hakonsson más optaron por saltar el muro y desaparecer entre la niebla. A lo largo del muro roto los ánimos se fueron calmando; hombres y mujeres, débiles y cansados, bajaron las armas.

Halli contemplaba la escena por el rabillo del ojo. Su mirada, atónita, estaba puesta en la persona que sostenía la barra de metal.

—Hola, Halli —dijo una jadeante Aud.

Él no contestó; los demás supervivientes se congregaban en silencio a su alrededor en el estrecho patio, y Halli comprendió que esperaban que les dijera algo. Con la excepción de Unn, que en esos momentos ayudaba a Brusi a ponerse en pie, presentaban un aspecto desolador. La mayoría había sufrido heridas en el cuerpo y los brazos; muchos habían perdido sus armas o las conservaban en las manos hechas pedazos. En el suelo yacían varios cadáveres.

El cuchillo de Unn estaba oscuro y húmedo. En su rostro se leía la alegría del triunfo.

—¡No ha sido tan difícil, Halli! ¡Svein estaría orgulloso de nosotros! ¡Esta noche lo celebraremos!

—Eso espero —repuso Halli—. Sturla, Brusi, si no estáis heridos quiero que me hagáis un favor: id retirando los maniquíes de madera de la muralla. Limitaos a sacarlos de la vista. Si siguen ahí cuando los Hakonsson echen la vista atrás, sabrán que son falsos. Rápido.

Los chicos se perdieron en la oscuridad. Halli se dirigió a Unn y a los hombres y mujeres que tenía cerca:

—Todos habéis luchado bien. ¿Cuántos había? ¿Cuántos han caído de nuestro bando?

—Cruzaron siete por el muro —dijo Unn—. Cuatro escaparon.

Y en cuanto a nosotros… ya lo ves.

Halli cogió un fanal y alumbró con él los cadáveres. Tres Hakonsson habían muerto. Uno era el hombre al que conocía Halli. Ninguno de los otros dos era Hord o Ragnar.

Cinco personas del Clan de Svein yacían entre ellos: tres, un hombre y dos mujeres, habían muerto por heridas de espada. Kugi, el chico de la pocilga, era uno de los heridos: su brazo y su pecho presentaban cortes profundos.

Halli se arrodilló a su lado. El semblante de Kugi había adoptado un tono grisáceo, pero el fuego relampagueaba en sus ojos.

—Buen trabajo, Kugi —le dijo Halli—. Eres el héroe del Clan. Te llevaremos enseguida al interior.

La voz de Kugi era débil, pero firme.

—¿Hemos ganado, Halli?

—Los hemos derrotado en los tres flancos. Al menos la mitad ha muerto o ha sido capturada. Ahora debo hablar con Leif. —Dio un cariñoso apretón al hombro de Kugi y se incorporó. A su alrededor vio que los defensores se habían agachado junto a los cadáveres de los suyos; algunos sollozaban. La imagen le entristeció el alma, pero su semblante se mantuvo sereno—. Aud —dijo en voz alta—, ¿puedes encargarte de todos y llevar a los heridos al interior de la casa? Los que aún pueden luchar que se queden a proteger este punto. Haré que Gudny os envíe comida y cerveza enseguida. El primer ataque ha sido repelido, pero no debemos confiarnos.

* * *

Con los heridos delante, Halli se apresuró a ir hacia la casa con Aud a su lado. Mientras caminaban, observaron la calidad de la espada que él había conseguido. Tres espadas más se habían quedado en manos de quienes ahora defendían el muro.

La empuñadura era tosca, un mango de metal forrado con un pedazo de tela. La hoja, un poco más larga que todo el brazo de Halli, parecía bastante desigual y presentaba marcas y protuberancias en algunos lugares.

—No es nada especial —comentó Aud—, pero la punta es bastante afilada. Desde luego no es la espada de un héroe.

—Los herreros de Hord no dominan aún las técnicas de sus antepasados —rezongó Halli—. Quédatela si quieres. Yo no puedo usarla de todos modos: tal y como dijiste, es demasiado larga para mí.

Su tono era despreocupado, ausente. Los recuerdos de la reyerta le asaltaban: los gritos de los heridos, las caras de los muertos. Oyó a Aud elogiando la batalla, hablando esperanzada del éxito logrado hasta el momento, pero su mente estaba en otra parte. En algún lugar de la niebla, Hord estaría ahora reagrupando a sus hombres, evaluando las pérdidas. ¿Qué haría a continuación? ¿Huir? No. Sería una mancha en su honor… Entonces, ¿qué? Dependía de cuantos soldados le quedaran.

—Hemos hecho prisioneros —dijo Aud de repente—. Mira.

En el porche de la casa un gran grupo se había reunido bajo la luz de los fanales. En el centro se hallaba Leif, el hermano de Halli; hablaba en voz alta y gesticulaba con aires de importancia. Llevaba una espada en la mano. A su alrededor había cinco o seis defensores del lado oeste y un par más pertenecientes al grupo de Eyjolf. Estaban ante dos derrotados hombres de Hakonsson: estos sangraban, desarmados y sin cascos, y con las manos fuertemente atadas a la espalda.

Uno de los defensores —Bolli, el panadero, cuya túnica estaba manchada de sangre a la altura del hombro— propinó una fuerte patada a la espinilla de uno de los cautivos, haciendo que este cayera de espaldas. Leif y varios otros se rieron. Alguien golpeó al otro prisionero por detrás; un puño salió disparado y el suelo se salpicó de sangre. La turba increpaba a sus presas como si todos ellos albergaran una sola idea.

Halli se acercó.

—¡Basta, Bolli! —le espetó—. ¡Y para tú también, Runolf!

Unos semblantes pálidos que expresaban odio y rencor se volvieron hacia él.

—Han matado a Ketil y a Grim —dijo una voz.

—Da lo mismo. Dejadlos en paz. —Halli se percató de que sus dos manos se habían posado en la empuñadura de la espada; contempló a la multitud que había enmudecido de repente—. Volved a tocarlos y me ocuparé en persona de vosotros. Leif, di algo. ¿Qué ha pasado aquí?

Su hermano había agachado la cabeza; miró a Halli de reojo, jadeante.

—Los atrapamos en las redes —dijo por fin—. Siete en total. Hord y Ragnar estaban entre ellos. Lucharon con furia aunque tenían todas las de perder. Hirieron a varios de los nuestros, pero maté a un hombre, y Thorir, aquí presente, le arrancó la cabeza a otro. Luego mataron a Ketil junto a la red y Grim, que lo presenció todo, no pudo contener su dolor. Saltó desde el tejado y se abalanzó sobre los asesinos de su hijo a golpes de martillo. Abatió a uno, pero apareció Hord, batallando como un demonio, y acabó con Grim. Murió como un valiente. —Un murmullo de asentimiento recorrió el grupo—. Y tal y como han ido las cosas —prosiguió Leif—, no veo por qué debemos mostrar un ápice de compasión hacia estos perros.

No hablaba en voz alta, pero el desafío estaba implícito y el grupo le apoyaba. Varios hombres se dirigieron a Halli a gritos, pero este no les hizo caso.

—No has terminado el informe, Leif —dijo Halli—. ¿Dónde están Hord y Ragnar?

Leif se encogió de hombros.

—Consiguieron cortar la red y escapar. Estos dos estaban demasiado malheridos para seguirlos. La batalla ha terminado. Hemos ganado y nos asiste el derecho de hacer lo que nos venga en gana.

Y yo digo que los matemos.

—No —replicó Halli—. Los encerraremos en el granero. Bolli, tú eres el que está más cerca. Hazlo tú.

En el silencio que siguió el grupo se contuvo, de mala gana. Su hostilidad era evidente, pero muda; pedían a Leif con la mirada que la expresara en su nombre. Leif seguía cabizbajo, pero enseguida paseó sus ojos por el grupo. Tomó fuerza de su significativo silencio.

—Son enemigos de nuestro Clan, Halli —dijo en tono furioso—. Han quebrantado las leyes del valle y han matado a gente de nuestra sangre. Todos sabemos lo que merecen: la muerte.

La multitud coreó sus palabras con gritos de apoyo. Halli enseñó los dientes. Tenía una mano sobre la empuñadura de la espada y la otra fue hacia el cuchillo que llevaba prendido del cinturón.

—Leif, no debería tener que decírtelo. Dejaremos a estos hombres con vida por dos razones. En primer lugar, porque es un deshonor matar a un hombre desarmado, y en segundo porque la noche aún no ha acabado. Quedan nueve más ahí afuera: Hord volverá, y los rehenes nos serán útiles si nos toca negociar. Cualquiera que lo niegue es un idiota. Ahora, te lo repito, Bolli —dijo sin mirar al gordo panadero; sus ojos no se apartaban de Leif—, ve a encerrar a estos prisioneros en el granero.

Todos observaban a Leif; por un instante permaneció inmóvil. Al final hizo un levísimo gesto de asentimiento. Un estremecimiento recorrió el grupo, pero nadie protestó y los cautivos fueron puestos a buen recaudo sin más dilación.

—Bien —dijo Halli—. Ahora debemos poner a hombres de vigilancia en todos los lados del Clan. Si Hord intenta…

—Me parece, hermanito —le interrumpió bruscamente Leif—, que ya puedes parar de darnos órdenes. Sí, tu plan ha funcionado; nadie lo niega. Y quizá sea mejor mantener a los rehenes con vida tal y como dices. Pero ahora las cosas han cambiado. Hemos repelido el ataque, y no creo que los Hakonsson se atrevan a reiniciarlo con solo nueve hombres. Así que quizá ya no necesitemos tu talento para la violencia; quizá sea el momento de recordar que fueron tus actos los que han provocado esta tragedia. —Miró a su alrededor; un murmullo afirmativo se extendió por la multitud.

Aud soltó un grito airado.

—¡Es Hord Hakonsson quien tiene la culpa de todo, no Halli! No seas idiota, Leif…

Halli la tocó con la mano.

—Ahora no es el momento de discutirlo —dijo—. Debemos vigilar a Hord…

Pero el barullo del grupo se hacía más fuerte.

—¡¿Lo ves?! —gritó Leif—. La gente sabe que tengo razón. Solo nos traes problemas, Halli, siempre lo has hecho. ¿Cuántos de los nuestros han muerto hoy por tu culpa? ¿Cuántos están heridos? Eres la vergüenza de este Clan, hermano, y si madre no estuviera fuera de sí por el dolor, te lo habría dejado bien claro hoy.

Halli tragó saliva.

—¿Es cuanto tienes que decir, hermano?

—Así es. Es mejor que te calles y dejes las cosas en mis manos.

—Halli… —Aud apoyó la mano en su brazo.

—No pasa nada. —Halli rechazó la muestra de apoyo de Aud. Al hacerlo, el chaleco se le abrió revelando ante todos el cinturón de plata.

Leif miró con ojos desorbitados.

—¿Qué es eso? ¿Qué llevas ahí?

Todos siguieron su mirada; todos contemplaron el cinturón de plata que asomaba debajo del chaleco. Hubo una profusión de suspiros de horror y desconsuelo. Durante la discusión, el favor del grupo había oscilado entre ambos hermanos sin terminar de decidirse. De repente la masa en pleno ya no tuvo dudas.

Leif habló en tono incrédulo.

—¡El cinturón de plata de Svein!

—¡Lo ha cogido! —gritó alguien—. ¡Se lo ha puesto!

Por el otro lado del patio llegaba alguien corriendo entre la niebla, pero nadie le prestó atención.

—¡Ha robado la suerte del Clan! —se lamentó una mujer—. ¡No me extraña que hayamos sufrido todo esto!

—Sí, es el cinturón de Svein —replicó Halli con firmeza—, con el que el héroe nunca perdió una batalla. ¿Alguien se atreve a discutirme el derecho de llevarlo? ¿Tú, Leif? ¿Tú, Runolf? —Esperó.

La figura seguía corriendo al amparo de la bruma. Su voz llegaba débil y sin aliento.

—¡Halli!

Nadie del grupo había respondido a Halli. Este sonrió y se encogió de hombros.

—En ese caso…

—¡Halli!

—¡Mirad! —exclamó Aud.

De la niebla surgió Sturla, que había ido a recoger los falsos soldados de madera. Corría hacia ellos desde la puerta norte y su cara expresaba un pánico absoluto.

—¡Halli! ¡Halli! ¡Hord está aquí! Tiene arqueros… ¡flechas incendiarias! Amenazan con prender fuego al Clan si no te entregas… ¡Nos quemarán a todos!

Nadie dijo nada. Todos al unísono posaron la mirada en la niebla. Todos vieron un punto anaranjado al otro lado del muro. El punto dibujó un arco en el aire; apenas era mayor que las estrellas que atravesaba; osciló un momento, como un ave de presa, y luego se precipitó sobre ellos, creciendo, vibrando de vida, dejando a su paso un rastro amarillo. No hubo tiempo para hablar ni moverse.

Con un silbido penetrante una bola de fuego estalló en los postes de las banderas, a pocos metros de Aud y Halli. Un anillo de llamas anaranjadas resplandeció a su lado, arrugando sus ropas y echándoles hacia atrás el cabello. Ellos no reaccionaron. El grupo de defensores se dispersó entre gritos. Leif se tiró al suelo; él y los demás rodaron sobre la tierra sin orden ni concierto.

Por el cielo avanzaban otras luces feroces; caían con un silbido de los oscuros cielos y se convertían en bolas de fuego. Una dio de lleno en el techo de la casa, otra en la forja de Grim. Hubo impactos sofocados: el fuego se prendió al instante en el estiércol. Otra flecha incendiaria cayó en las piedras del porche. La casa se llenó de alaridos; el pánico se había apoderado del patio.

Halli miró a Aud. Ella le sostuvo la mirada.

—Ha llegado la hora —dijo él.

—No. Halli…

—Toma, coge esto. —Colocó la espada en manos de Aud y cerró los dedos de la chica en torno al objeto—. Solo serviría para entorpecer mis pasos allá adonde voy. Leif —dijo a su hermano, que se incorporaba despacio—, tú estás al mando. Será mejor que te ocupes de los incendios.

El semblante de Leif mostraba su aturdimiento, sus ojos se movían de un lado a otro.

—¿Tú…?

—Voy a salvar el Clan. —Se volvió hacia Aud y le dirigió una última sonrisa—. Adiós.

Se alejó de ella corriendo, se alejó de todos; pasó frente a las gentes del Clan de Svein, frente a los heridos y los magullados, frente a quienes le odiaban y quienes no; tomó el callejón que había entre las casas, lleno de armas, cascos y cadáveres; pasó ante las redes rotas y los oscuros charcos de sangre, saltó sobre las rocas y otros objetos hasta llegar al muro.

Se encaramó a él y se detuvo solo un momento; luego saltó al otro lado y desapareció: era una figura pequeña, ancha, de piernas cortas, que fue engullida al instante por la niebla.