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Antes de partir hacia la reunión con los demás héroes, Svein habló seriamente con su esposa.

—Pretendo librar al valle de la amenaza de los trows de una vez por todas —le dijo—, y tal vez halle la muerte al hacerlo. Si no vuelvo, estas son mis instrucciones. No tengo hijos varones, pero mis hombres son buenos guerreros. Que salgan en misiones de saqueo, y elige como Arbitro al que resulte ser el mejor. Después, que se respeten mis fronteras y mis leyes. Si alguien de mi Clan es asesinado, su enemigo debe correr la misma suerte. Si uno de los otros Clanes nos amenaza, su mansión debe ser reducida a cenizas. Mantén los pozos limpios y la sangre pura. Quiero que recordéis que sois los más grandes del valle. Por lo que a mí respecta, construid mi tumba en la montaña que da al Clan para que así pueda protegeros para siempre. Aquellos que obedezcan mis leyes se reunirán conmigo en mi última morada.

Habían ido llegando de dos en dos o de tres en tres desde poco antes de que amaneciera, y ahora las gentes del Clan de Svein llenaban el salón. El ruido que hacían cruzaba el pasillo hasta los aposentos de Arnkel y Astrid; resonaba lejano, como el rumor del agua de las cataratas.

Halli se hallaba junto a la cama, esperando a que su madre hablara. Astrid estaba sentada cerca del candelabro, tensa e inmóvil, con las manos cruzadas sobre su regazo y el rostro medio escondido detrás de su reluciente y sedosa melena rubia.

En la cama, el padre de Halli dormía profundamente.

—Todo esto es por tu culpa —dijo Astrid por fin.

—Lo sé.

—¿Has despertado a Leif?

—Sí. Bueno, lo he intentado. Estaba atontado por la bebida. Eyjolf lo ha llevado al abrevadero.

Su madre dejó escapar un corto suspiro entre dientes. Halli aguardó. Mientras esperaba, su mirada se posó despacio en la cama donde yacía su padre. La vela de la mesa iluminaba con suavidad aquel rostro derrotado. Arnkel dormía más serenamente de lo que lo había hecho en meses, con su blanco cabello desparramado sobre la almohada. Halli observó cómo dormía su padre. Le sorprendió advertir que la barba de Arnkel había crecido mucho durante su enfermedad: debía de haber sucedido a lo largo del invierno, pero él no se había fijado.

—¿Halli? —Su madre le había dicho algo—. ¿Me has oído?

—No.

—Te he preguntado si habías dormido algo.

—Un poco, madre. Unas cuantas horas. Lo necesitaba.

—Bien. Ven aquí. —Se sentaba tan quieta y rígida como si en lugar de en una butaca estuviera en el Asiento de la Ley. Cuando se acercaba a ella, Halli se sintió tan inseguro como si ella fuera a juzgarle por algún delito. Se detuvo ante ella, con la cabeza gacha.

—Madre…

—Mírame. —Su expresión, pálida y sombría, no se alteró, pero estiró la mano para acariciarle la mejilla—. Todo lo que ha sucedido entre nosotros queda ya olvidado. Eres mi hijo y soy consciente de tus cualidades. Es el momento de usar esas cualidades, Halli Sveinsson. Usalas por el bien de tu Clan. Ve al salón. Ayuda a Leif tanto como puedas. Es lo que querría tu padre.

Astrid retiró la mano, al tiempo que Halli se apresuraba a decir:

—Por favor, madre, acompáñame. Sabes que quieren oír tus palabras.

Ella giró la cabeza; la melena ocultó por completo su rostro.

—No. No puedo dejar a Arnkel ahora. El final se acerca. Ve, Halli.

* * *

Halli se detuvo al amparo de la oscuridad que reinaba en el pasillo. Desde el otro lado de las cortinas, el rumor de la multitud resonó en sus oídos. No pudo evitar que le embargara una sensación de debilidad; le escocían los ojos. Los cerró, se apoyó en la pared… y vio la imagen de las montañas tal y como las había visto desde la colina durante su escapada con Aud: diáfanas, severas, terribles, atrayentes… Un mundo a la espera de ser explorado.

Abrió los ojos bruscamente. No. Eso no era más que un sueño.

El encuentro con el trow lo había alterado todo para Halli. En primer lugar, había corroborado los relatos de Svein. La estela del héroe, que en las últimas semanas se había extinguido, brillaba ahora de nuevo: tal vez no con la misma intensidad que en el pasado, pero sí con suficiente resplandor.

¿Qué había hecho Svein? Había rondado por los páramos exactamente igual que Halli; también él había combatido a los trows allí arriba. Pero al final había dado la espalda a las tierras lejanas y había muerto protegiendo a su Clan y el valle. Halli no sentía el menor deseo de emular los aspectos más duros de la vida de Svein, pero la moraleja de sus historias estaba clara. Ese era su Clan, su familia; él sabía lo que tenía que hacer.

Halli miró hacia las cortinas. Respiró hondo.

Empujó las cortinas y entró en el salón.

* * *

Desde la tarima hasta el porche, desde la chimenea hasta la pared opuesta, casi todos los miembros del Clan se habían congregado allí a la débil luz del amanecer; y todas las personas allí reunidas, por un instinto espontáneo y compartido, habían llevado algún instrumento para defenderse. Había hombres provistos de azadones y guadañas, podaderas y mayales; mujeres con azadas, rastrillos y hoces curvas y afiladas. Los niños de mayor edad llevaban palas y horcas; los más pequeños, porras hechas a base de restos de madera de los talleres de los carpinteros. Sturla y Ketil tenían en las manos largos bastones de roble; Kugi, el chico de los establos, un amenazador rastrillo que usaba para revolver el estiércol, e incluso Gudrun, la cabrera, que observaba la escena atemorizada desde la puerta, sostenía un oxidado trozo de metal, tal vez arrancado de alguna antigua reja.

El ruido de la gente ascendía y descendía como si fuera algo vivo. Todos miraban hacia la tarima, donde se hallaban los Asientos de la Ley. Aguardaban la aparición de la familia del Fundador.

En las sombras, junto a la tarima, Halli descubrió a Gudny y a Snorri. Aud no estaba: Katla se la había llevado a su cuarto para cambiarle los vendajes de la mano y del tobillo.

Snorri, que había dado cuenta de su tercer desayuno y aún masticaba un trozo de pan, saludó a Halli con un gesto. Movió el brazo, señalando el salón.

—¡Siempre pasa lo mismo con los guerreros del Clan de Svein! ¡Mira cómo les brillan las armas! ¡Parecen ortigas después de la lluvia!

—¡Están asustados! —replicó Gudny, indignada—. Somos un pueblo pacífico.

—¡Díselo a los cadáveres de los hombres que yacen enterrados junto a mi cabaña! Mira a esos niños armados con cuchillos… ¡No me atrevería a agacharme para atarme los cordones de las botas por miedo a que me rebanaran la garganta!

La multitud se había percatado de la presencia de Halli. Un manto de silencio cayó sobre el salón. Aparte de unas cuantas toses, todos se callaron.

Gudny miró de reojo las cortinas, sus labios estaban blancos por la tensión.

—¿Dónde está Leif?

Halli se encogió de hombros.

—Supongo que aún debe de tener la cabeza metida en el abrevadero.

—¡Lo que nos faltaba! Halli, sube y habla con ellos.

—¿Yo? ¡Me detestan! Habrá una revuelta.

—Bueno, ya no podemos esperar más…

Las cortinas se abrieron con súbita fuerza. Desde la penumbra del pasillo apareció Leif, con el rostro arrebolado y los ojos hinchados. Su cabello, que aún goteaba, le caía lacio sobre la frente. Parpadeó un poco ante la luz que entraba por los ventanales y echó un vistazo rápido al gentío que abarrotaba el salón. Reprimiendo una maldición, pasó ante Halli y Gudny sin dirigirles la palabra, subió los escalones de la tarima y fue hacia los Asientos de la Ley para sentarse en el de Arnkel.

Leif se echó hacia atrás el cabello con la mano y se acarició la barbilla con aire asertivo. Carraspeó y, tras hinchar el pecho, se dispuso a hablar.

—¡Sal de esa silla! —gritó una voz entre la multitud—. ¡Aún no eres Árbitro!

—¡Arnkel todavía vive! —gritó otra voz—. ¡Tu actitud nos traerá mala suerte!

—¿Dónde está Arnkel? ¡Que hable él! ¿Dónde está Astrid?

—¡Levanta de ahí!

Al principio Leif se mantuvo inmóvil, con gesto desafiante, pero cuando las protestas se generalizaron, sofocando sus intentos de tomar la palabra, se levantó de la silla y avanzó hacia el borde de la tarima, desde donde contempló, airado, a su gente. Poco a poco el tumulto fue amainando.

Leif meneó la cabeza con aire imperioso.

—¡Gracias! Os recuerdo que asumo las funciones de Árbitro porque mi padre está muy enfermo, y que haríais bien en mostrar respeto hacia vuestro líder, sobre todo ahora que se acercan tiempos difíciles. Bien, sé por qué estáis aquí: esta noche han circulado extraños rumores y ya es hora de que los analicemos. Pero estoy seguro de que todo eso no nos hará ninguna falta —dijo, señalando la variedad de armas que nutría el salón—. Veamos, ¿dónde está el hombre que ha iniciado este temor? Creo que es un extraño… ¡Ah! ¿Eres tú? Acércate.

Despacio, titubeante, y tras recibir un par de empujones por parte de Halli, Snorri subió a la tarima, aún masticando el pan. A la luz del día y sin la capa, sus ropas se revelaron como poco más que harapos que seguían cosidos gracias a la costumbre y la suciedad; había zonas en las que los agujeros sobrepasaban en número a los trozos de tela. Sin prisa ni ceremonia, el anciano se detuvo tímidamente ante Leif, quien, con los brazos cruzados y la túnica negra y plata, ofrecía una imagen imponente.

—¿Tu nombre? —dijo Leif.

El viejo se tragó el pedazo de pan antes de musitar:

—Snorri.

—¿De qué Clan?

—De ninguno.

—¿Así que eres un mendigo? —preguntó Leif, en tono socarrón.

Snorri enarcó las cejas, ofendido.

—¡En absoluto! Poseo un campo de remolachas, una cabaña, un pedazo de tierra. No molesto a nadie y solo soy leal a mí mismo.

—Vale, vale —dijo Leif—. Lo siento por ti. Ahora dime…

—¿Por qué? Estoy satisfecho con lo poco que tengo. Mejor eso que ser un pisaverde arrogante que apesta a cerveza, y que, a juzgar por la reputación de los Sveinsson, hace gárgaras todos los días con su propio…

Halli apareció corriendo desde un lado de la plataforma.

—¡Ya basta de halagos! ¡Concentrémonos en lo esencial! ¡No tenemos mucho tiempo!

La aparición de Halli había despertado silbidos entre la gente, que agitaba las armas en el aire. Leif acalló el tumulto con un gesto autoritario y dijo:

—De lo que estamos hartos es de ti, Halli… no necesitamos tus interferencias. Bien, anciano, cuéntanos tu historia, pero te advierto que si huelo alguna mentira en ella te llevaré a latigazo limpio desde aquí hasta el Jalón. Prosigue.

Snorri permaneció un instante callado, pero cuando habló lo hizo con voz clara y serena.

—Qué bien te has expresado. Intuyo ahí a un verdadero líder. Me siento realmente tentado a dejar que muráis acuchillados en vuestras camas, pero le debo un favor a Halli Sveinsson, aquí presente. Él me trató con amabilidad en una ocasión y fue cortés conmigo. Así que, a pesar del patán arrastrado que tengo al lado, repetiré lo que he dicho una vez más: los Hakonsson vienen hacia aquí y llegarán esta misma noche. Bien, eso es todo. Adiós y buena suerte para todos.

Se volvió para irse, pero Leif le retuvo, cogiéndolo del cuello.

—Danos más detalles, por favor —masculló Leif—. ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puede ser? El cañón está bloqueado por la nieve. ¡Nadie puede subir aún desde el sur del valle!

—Sin embargo, veinte hombres lo han hecho. Yo los vi.

—¡Imposible!

—Bien, pareces saber más tú que yo —dijo Snorri—. No olvides mostrarte igual de seguro de ti mismo cuando Hord te cuelgue en el patio.

El rostro de Leif enrojeció de ira; aún sujetaba al viejo por el cuello y lo zarandeó con vigor.

—¡Mal bicho! Habla claro o te juro que serás tú el que acabe ahorcado en el patio.

Halli se interpuso.

—¡Quítale las manos de encima! ¡Es un invitado en este Clan!

—Sí, y si sigues sacudiéndome estos harapos se caerán a trozos —apostilló Snorri—. ¿Quieres que mi huesudo cuerpo quede al descubierto aquí delante? Hay mujeres y niños.

Con un suspiro, Leif aflojó los dedos y se alejó un poco.

—Bien, sigue hablando.

—Por favor, Snorri —intervino Halli—. Es muy importante que todos oigan lo que me has contado.

Snorri habló en tono resentido mientras se acariciaba la garganta.

—¿Me daréis otra comida caliente?

—Una, dos… ¡tantas como quieras!

—¿Y me la servirá esa dulce anciana? ¿La que curó mis heridas?

—¿Qué dulce…? ¡Oh! ¿Te refieres a Kada? Por Svein, ¡sí! Estoy seguro de que lo hará. Ahora, te lo suplico…

—Muy bien. —Snorri paseó la mirada por la atenta multitud—. Os lo contaré, ya que se lo debo a Halli. Hace dos días, a última hora de la tarde, cuando las nieblas se elevaban de los montículos del camino, estaba yo enterrando ratas en un rincón de mi huerto. Allí aún queda mucha nieve en los campos. Mientras cavaba la tierra, distinguí siluetas oscuras que se recortaban en la niebla: sombras extrañas, provistas de cascos, con espadas colgando de sus cinturas. Pensé que eran fantasmas de las tumbas que venían a robarme las remolachas; no dudé en sacar el cuchillo, el que me regaló el joven Halli, y me planté con firmeza, listo para vender cara mi vida. Para mi asombro, de la bruma salieron seres vivos, cansados, cubiertos de escarcha, con hielo en las patillas y los moños helados. Todos llevaban casco, no muy distintos de ese de ahí… —Dirigió un dedo huesudo hacia el desvencijado casco de Svein que colgaba de la pared sobre los Asientos. Simultáneamente, las gentes del salón alzaron la cabeza para mirar; al unísono, suspiraron.

»Sus cascos estaban recién forjados —prosiguió Snorri—, y sus túnicas cubiertas con cotas de malla. Vi que los engarces eran buenos y fuertes, aunque llenos de pegotes de hielo. Todos llevaban espadas a la cintura; sobre sus hombros, unas ligeras bolsas, también heladas. Sus túnicas dejaban entrever el color escarlata de los chalecos… ¡el rojo del Clan de Hakon!

Ya fuera por las palabras del viejo o por la emoción con que las pronunciaba, el salón en pleno parecía hipnotizado; no se oía ni un murmullo.

Snorri se ciñó los harapos sobre su flaco pecho, apoyó una mano en el cuchillo y continuó con su relato:

—Está claro que no podía enfrentarme a veinte guerreros en mi estado. Me ataron y me llevaron a la cabaña, que tomaron al asalto. Al principio, el cabecilla, de quien ahora sé que se llama Hord Hakonsson, creyó que era miembro de vuestro Clan y estuvo tentado de acabar conmigo. Solo cuando expresé mi ferviente antipatía hacia todos vuestros vicios me dejó ir. Me obligaron a hacerles la comida mientras los hombres se calentaban junto al fuego. Permanecí en silencio, atento a sus palabras. Deduje que habían escalado el cañón a pie, sin caballos, superando interminables ascensos sobre gruesas placas de hielo azulado por encima de las cataratas congeladas. Habían tardado cuatro días y habían estado cerca de perder la vida; el mismo Hord había estado a punto de caer al abismo en una ocasión, pero su hijo le había agarrado a tiempo del brazo y lo había sacado del precipicio. Todos habían sobrevivido y solo había tres hombres heridos. Tal y como lo contaban, el ascenso había constituido una gran gesta, propia de los antiguos héroes. No me cabe duda de que su moral es alta.

Leif, que le había escuchado con los ojos a punto de salirse de las órbitas, ya no pudo contenerse más.

—¡Están locos! —gritó—. ¡Es una idea descabellada! ¿Por qué iban a hacer algo así?

—Para pillarnos, a nosotros y al resto de los Clanes, confiados y dormidos —dijo Halli con un brillo sombrío en los ojos—. ¡Nadie creía que actuarían tan pronto! Cuando termine el deshielo y se acaben los torrentes, cuando el Consejo empiece a adoptar decisiones de cara a la primavera, todo habrá terminado. Nuestro Clan habrá sido tomado y destruido, y Hord y Ragnar estarán a cargo de nuestras tierras; se mostrarán menos propensos que antes a escuchar a las otros Clanes. Bien, reconozco que se trata de una aventura audaz; nunca los creí capaces de algo así. Termina tu relato, Snorri.

Leif soltó un gritó de enojo.

—¡Espera! ¿Quién está al mando aquí?

Halli se encogió de hombros.

—Se me había olvidado. Por favor…

—Termina tu relato, viejo —dijo Leif.

—Aquella noche los veinte hombres durmieron en mi cabaña; se turnaban de uno en uno para hacer guardia. A la mañana siguiente partieron al Clan de Rurik en busca de caballos. Regresaron…

—Un momento —intervino Halli—. ¿Quieres decir que robaron los caballos?

Snorri chasqueó la lengua.

—Por lo que dijeron, aseguraría que los hombres del Clan de Rurik tenían los caballos listos para ellos.

Al oír esto la mayoría de los allí presentes gritaron alarmados y furiosos, al tiempo que dejaban caer al suelo las armas. El semblante de Leif mostraba una profunda decepción.

—¿Así que Hord se ha aliado con nuestros vecinos? ¡No puedo creerlo!

—¿Por qué no? Durante generaciones los Ruriksson os han considerado un hatajo de arrogantes pendencieros —dijo Snorri—. Aunque, ahora que os veo blandir aperos de labranza en lugar de armas, me doy cuenta de que es una enorme falacia. En cualquier caso, regresaron provistos de veinte caballos. Hord quería atacar la noche pasada, pero sus hombres estaban agotados; votaron dejarlo para hoy. Los Ruriksson les habían dado cerveza; bebieron y se achisparon. Vi mi oportunidad y, cuando se durmieron todos, robé un caballo y vine hacia aquí.

—Sabrán que nos has advertido —dijo Halli.

—No. Me dirigí hacia el este y hui hacia el cañón, dejando huellas a mi paso. Siete kilómetros más adelante di media vuelta y cabalgué hacia aquí. Espero que consideres que he pagado mi deuda contigo, Halli Sveinsson.

—Con creces, Snorri. Muchas gracias. Te debemos nuestras vidas.

Se estrecharon la mano, sonrientes. Desde el público se oyó una voz suplicante.

—Una escena conmovedora, pero ¿no deberíamos hacer algo? Esta noche podemos estar muertos.

—Tienes razón. —Leif carraspeó—. Halli, viejo… bajad del estrado. Gentes del Clan de Svein, escuchad con atención. Los Hakonsson no llegarán hasta el anochecer. Eso nos concede tiempo. Nos habremos ido mucho antes de que aparezcan. Esta mañana debemos tomar las posesiones que podamos transportar. El resto debe ser estropeado o quemado. Nos llevaremos todo el ganado que sea manejable y cortaremos el cuello al resto, para que no caiga en manos de Hord. Al mediodía partiremos por la ruta oeste, hacia Valle Profundo y los márgenes del Clan de Gest. Algunos jinetes pueden partir de avanzadilla para advertir a Kar Gestsson. Tendrá que acogernos en su casa hasta que se calmen las aguas. Será duro, y es posible que algunos acabéis durmiendo en los establos, pero es lo único que podemos hacer. No creo que dure más de uno o dos meses. Cuando pasen los torrentes, podremos recurrir al Consejo. No les gustará nada la agresividad demostrada por Hord y este tendrá que rendirse. Recuperaremos nuestras tierras con creces. Al final, se hará justicia. ¡Bien! —Leif aplaudió—. ¡A trabajar!

Se paró y paseó la mirada por el salón.

A lo largo del discurso, la elocuencia de Leif había vacilado en un par de ocasiones, ya que él notaba que sus palabras caían en un saco roto. No es que ninguno de los allí presentes hiciera el menor gesto de hostilidad; al revés, era su quietud, su imponente silencio, lo que resultaba desasosegante. Cuando terminó, el silencio no se alteró, sino que se hizo más profundo, como si alguien tirara poco a poco del hilo de una telaraña. Tirara, tirara, tirara… La elasticidad del hilo era notable, pero no tardaría en partirse.

Leif lo sabía. Por unos momentos soportó la tensión; luego, con la cara roja de ira, cedió a ella.

—¡No os quedéis ahí parados, idiotas! —vociferó—. ¡Nuestros enemigos se acercan! ¡Hay que escapar o morir! ¿Qué diantre os pasa?

En el centro del salón, Grim, el herrero, fornido y barbudo, alzó despacio la mano. En ella sostenía un martillo.

—¿Por qué huimos?

Leif se pasó ambas manos por el cabello.

—¿Acaso no has oído lo que ha contado el viejo mendigo, Grim? Hord y sus hombres han forjado espadas. Nosotros no tenemos.

—Tengo este martillo.

—¡Y yo el rastrillo del estiércol! —gritó Kugi, el chico de los establos.

Varios gritos parecidos surcaron el salón, y Leif ordenó silencio.

—Sí, sí, todo eso es verdad, pero todos nos sabemos los viejos cuentos, ¿no? ¿Acaso Svein luchó con un rastrillo? No. Usó una espada. ¿Por qué? Pues porque las espadas son las mejores armas y pueden cortar fácilmente a un hombre en dos. Escuchadme: no podremos ganar este ataque. ¡La única opción que nos queda es una retirada a tiempo!

Ante esas palabras muchos asistentes murmuraron un asentimiento tácito, pero otros lanzaron gritos de protesta.

—¡Nos pides que abandonemos nuestro Clan!

—¡Que lo dejemos sin protección!

—¿Qué clase de líder es este?

—¡Eso no es más que cobardía, Leif Sveinsson!

El tumulto del salón alcanzó su punto álgido; Leif se quedó mudo en la tarima. Pero poco a poco, por encima del estruendo fue imponiéndose un sonido rítmico que logró reinstaurar el silencio. El viejo criado Eyjolf, macilento y flaco, situado en el centro del salón, continuó golpeando el suelo con el mango del azadón hasta que todos se callaron. Por fin se paró y dijo en voz alta:

—Está claro que Leif tiene buenas intenciones y que lo que dice no es descabellado. No veo el sentido de quedarse aquí para acabar degollados.

Leif levantó ambos brazos, exasperado.

—¡Vaya! ¡Un poco de sentido común! ¡Gracias, Eyjolf!

—Sin embargo —prosiguió Eyjolf—, no me parece tan claro que la matanza sea inevitable y, como la mayoría de los aquí reunidos, creo que sería una muestra de vileza abandonar el Clan sin más. Antes de hacerlo debemos evaluar otras opciones. Quizá podamos defenderlo. Propongo… —En ese momento tuvo que callarse mientras otros, Leif entre ellos, intentaban interrumpirle sin éxito—. Propongo que escuchemos la opinión de la única persona de todos nosotros que posee una experiencia activa y práctica en pleitos violentos: Halli Sveinsson.

Se hizo el silencio. Halli se hallaba en los escalones de la tarima, donde se había refugiado; se quedó indeciso, sin saber qué hacer.

Leif hizo un gesto de ostensible indignación.

—¿Halli? ¡Él tiene la culpa de todo este lío!

—Es una buena pieza, eso te lo admito —dijo Eyjolf—. Pero ¿alguien más de entre nosotros ha matado a un hombre?

—¡¿O ha prendido fuego a una casa?! —gritó otro.

—¡Sí! ¡Halli se coló en su Clan! —chilló una mujer—. Debió de matar a docenas de hombres para llegar hasta Olaf. ¡Puede dirigirnos ahora!

—¡Al menos escuchémosle!

—¡Que suba a hablarnos!

—¡Halli!

Todo el salón temblaba bajo el estruendo que formaban los aperos de labranza al chocar contra el suelo. En el estrado, Leif parecía atónito, incrédulo. Pese a todo, Halli titubeó. Miró de reojo, y vio a Gudny y a Snorri con los ojos puestos en él, y también, al otro lado de las cortinas, acabadas de llegar, a la vieja Katla y a Aud. Halli no consiguió distinguir la expresión del semblante de Aud.

Muy despacio Halli subió a la tarima. El ruido del salón alcanzó su punto álgido para luego acallarse. Más de cincuenta caras le observaban, tensas, serias, a la espera de sus palabras.

Halli se plantó en medio del estrado. Su mirada recorrió con firmeza la sala, cruzándose con las de las gentes de su Clan. Por fin tomó la palabra.

—Algunos habéis tildado a Leif de cobarde —dijo—. Eso no es justo. Durante la pelea en el Clan de Rurik, cuando Hord arremetió contra nuestra madre, Leif le derribó de un puñetazo. Luchó con valor en la escaramuza. Es tan valiente como cualquiera de nosotros.

Hizo una pausa. El silencio se había apoderado del salón.

—En cuanto a mí —prosiguió Halli—, sé que muchos me consideráis responsable de todo esto. Y en parte es verdad. Fui a la casa de Hakon para vengar la muerte de mi tío Brodir. Como resultado de mis acciones Olaf murió y el fuego devoró su casa, acontecimientos que ahora Hord usa como excusas para esta cuenta pendiente que tiene con nosotros. Pero os diré algo: mientras yacía escondido en el salón de Hakon, antes de ir a los aposentos de Olaf, oí a Hord y Ragnar planear un ataque como este. Hord declaraba su disgusto hacia el Consejo, su impaciencia ante sus reglas y el deseo de ampliar sus dominios. También se refirió al trabajo que sus herreros se llevaban entre manos… Un trabajo que, ahora lo entiendo, ha producido esas espadas y cotas de malla mencionadas por Snorri. En otras palabras, amigos míos: Hord lleva mucho tiempo planeando esto. Quizá el Clan de Svein no fuera la víctima escogida al principio, y es posible que yo tenga la culpa de se haya decidido por él ahora, pero eso significa que cae sobre nosotros la responsabilidad de vencer a los Hakonsson, tal y como nuestro Fundador derrotó a Hakon tantas veces en el pasado. Creo que esto no es una tragedia, sino un honor, un momento en el que sentir orgullo y no temor. Creo que podemos enfrentarnos a nuestros asaltantes y que, con destreza y valor, podemos ganarles.

Se calló; dejó que sus palabras flotaran entre el humo de la sala. El silencio que le siguió era radicalmente distinto al que había acompañado al discurso de Leif; era un silencio reflexivo, de meditación, como si todo lo que Halli hubiera dicho estuviera siendo evaluado, sopesado y juzgado. Vio que una o dos personas (Grim entre ellas) asentían despacio; un gradual murmullo de asentimiento iba extendiéndose entre los asistentes.

—Todo eso suena muy bien —masculló Leif, adusto—, pero el orgullo no nos salvará la piel.

—Que no cunda el pánico —dijo Halli, mirando de soslayo hacia Aud—. Svein sabe que hay peores cosas a las que enfrentarse que a simples mortales. Y hay muchas estrategias que utilizar. ¿Qué tiempo hace hoy, por ejemplo? Aún no he salido a la calle.

Unn, el curtidor, alzó su gran mano morena.

—Un poco de niebla. Aún se mantiene.

—Bien. Si no se despeja podemos aprovecharla. Conocemos el terreno.

—¡Esta noche habrá luna llena! —gritó una mujer.

—Eso también podría resultarnos útil —dijo Halli.

—¡Espera! —El nerviosismo de Leif solo se adivinaba por el temblor de su mano; su voz, aunque tensa, conservaba una relativa serenidad—. Aún no hemos decidido —prosiguió en tono suave—. ¿Vamos a huir o a luchar? En mi opinión las bonitas palabras de Halli no nos servirán para forjar una sola espada. Lo repetiré de nuevo: debemos partir.

—Y yo digo que luchemos —replicó Halli.

—Y yo —exclamó una voz desde el rincón de la sala— digo que debéis seguir las órdenes de Halli.

Todos miraron hacia la voz; todos contemplaron, en pie bajo las sombras de las cortinas, la alta y esbelta silueta de Astrid, Jueza del Clan. Su semblante estaba pálido como la luna, el cabello le caía como ramas secas sobre los hombros; su vestido era de un blanco resplandeciente como la nieve. Hacía semanas que no comparecía en público.

—Vuestro Árbitro —dijo ella— está a punto de morir. Tal vez suceda hoy, tal vez mañana… Pero sucederá pronto y sucederá aquí. No toleraré que muera en los caminos, como un fugitivo de su propio Clan. Podéis iros si así lo deseáis, pero si lo hacéis, Arnkel y yo no iremos con vosotros. Mis dos hijos os han ofrecido opciones válidas; seguid el consejo que creáis correcto. Yo solo os diré una cosa: ¿qué habría hecho Svein? Y ahora debo volver con mi marido. Gudny, querida… necesitamos agua fresca; ¿puedes traerla, por favor?

Las cortinas oscilaron; Astrid se fue.

Leif respiró hondo. Miró a Halli.

—Muy bien, hermano —le dijo—. ¿Cuál es tu plan?