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En las noches de luna llena, cuando Svein se cansaba de estar sentado en el Asiento de la Ley dictando reglas para su gente, cogía el cinturón y la espada, y subía a la montaña en busca de trows. No había muchos cerca de su casa, ya que temían su presencia, pero los páramos seguían llenos de ellos. Salían uno a uno, sombras grises que emergían del suelo o se acercaban a través de los tojos, y él luchaba contra ellos bajo la fría luz de la luna, llevándose sus cabezas y pieles para decorar su casa.

El propio Svein volvía a veces magullado y con la ropa rota de esas aventuras, y por ello prohibió a su gente que subiera a la montaña bajo ninguna circunstancia.

—Los trows son demasiado fuertes ahí arriba —les decía—, y estaríais demasiado lejos para pedir ayuda. Quedaos en los confines del Clan que os he construido.

Empezó a anochecer: cielo y tierra se fundían por el este, la luz se arrastraba hacia el oeste. Sobre el nevado páramo creció la neblina y se extendió una sombra de color púrpura, salpicada de negros baches y hondonadas. Los promontorios rocosos se alzaban por doquier como si fueran grandes uñas negras clavadas en la tierra.

Una bandada de gansos voló por encima de sus cabezas, hacia las primeras estrellas.

Les faltaba aún un buen trecho para llegar a las tumbas.

—Qué bien que no creamos en los trows, ¿verdad? —dijo Halli en tono animado.

—Pues sí.

Avanzaron unos pasos más; Halli rodeaba con el brazo la cintura de Aud, para evitar que ella se cayera. Ella se apoyaba con fuerza sobre su hombro y se movía a saltitos, sin que el pie dolorido tocara el suelo. De este modo habían recorrido ya la pendiente de la colina pequeña y más de medio páramo. Pero iban a un paso desesperantemente lento.

A ratos Halli intentaba sacar algún tema de conversación intrascendente, algo que para él resultaba tan duro como el ejercicio físico. Le era difícil charlar de sus platos favoritos o de cotilleos inventados cuando en su mente no dejaba de ver imágenes de trows arrastrándose bajo tierra. Oteó el paisaje que los rodeaba; se oscurecía por momentos. Ya no veía la frontera.

Acababan de pasar bajo las sombras de una de las piedras más altas e iniciaban otra zona yerma cuando Aud alzó la mirada y observó la penumbra grisácea que teñía el cielo.

—Halli, ¿qué ha sido ese ruido?

Él vaciló.

—No he oído nada.

—¿No? Quizá yo tampoco. Creí que… No, habrá sido el viento.

—Seguro. No nos paremos a discutirlo, ¿vale? Sigamos.

—Buena idea.

Prosiguieron su camino en una penumbra cada vez más densa. La débil luz que quedaba iluminaba con palidez las montañas del oeste; las piedras cercanas se volvían difusas, casi indistinguibles. No se veía ni rastro de las runas.

La nieve crujía bajo sus pies tambaleantes; el aire era más frío. Aud se apoyaba con fuerza sobre Halli y gemía cada vez que el pie le rozaba el suelo.

A Halli se le ocurrió algo de repente.

—Llevas la mano vendada, ¿verdad? —preguntó—. Me refiero a que no irás dejando un reguero de sangre por el camino, ¿no?

—Claro que no. Cállate.

—Solo preguntaba.

Halli optó por no decir nada más y se entretuvo en silbar una melodía alegre y quebrada, muy repetitiva. Cuando llevaba ya un buen rato, Aud soltó un grito malhumorado:

—¡Para de una vez! Si oigo esa cantinela una vez más, te juro que te doy un tortazo.

—Intentaba mantener los ánimos.

—¿Demostrando lo asustado que estás? Una gran idea…

—¿Yo asustado? Mírame la cara, mira: ¿te parece la de alguien que está asustado?

—No lo sé, Halli. No te lo puedo decir. ¿Por qué? Pues porque está oscuro y no veo nada. Está oscuro, Halli. Y aún no hemos cruzado al otro lado, ¡por tu culpa!

—¿Por mi culpa? ¡Fuiste tú la que te caíste!

—Casi me empujaste.

—¡Oh, genial! —gritó Halli—. En primer lugar, creía que tanto la frontera como los trows te importaban un pimiento; en segundo lugar te recuerdo que, si no hubieras sido tan testaruda, ahora no estaríamos metidos en este lío y tú no estarías aterrada.

Aud soltó un grito rabioso.

—¡¿Yo?! ¡Estoy totalmente relajada!

—Lo siento, no lo había notado. Será porque tu voz suena como la de una histérica.

Se oyó un breve zumbido.

—¿Qué ha sido eso?

—Yo, que intentaba darte una torta. He fallado.

—No, no me refiero a eso. Algo más lejano.

Se pararon en la oscuridad y escucharon el ruido del viento al surcar la yerma superficie del páramo.

—No puedo… no… no creo que sea nada —musitó Aud—. ¿Te estás rascando?

—¿Qué? Por supuesto que no. ¿Qué clase de pregunta es esa? Si me estoy rascando… ¡Ese es el ruido que he oído, Aud! ¿De dónde proviene?

Escucharon con atención, sus ojos escrutaban la oscuridad. No cabía la menor duda: flotando en el viento, débil, casi sofocado por su aullido, resonaba un ruido grave, como de alguien que escarbara. Varias veces se interrumpió, solo para volver a empezar casi de inmediato; subía y bajaba, pero incluso cuando disminuía al mínimo, seguía allí: algo débil y persistente, casi inaudible. Era imposible saber de dónde procedía.

Halli notó que algo le cogía del brazo.

—Espero que sea tu mano, Aud.

—Claro. ¿Qué es ese ruido, Halli?

—Bueno… —Intentó aparentar despreocupación—. No creo que sean lobos.

—Ya sé que no son lobos, Halli. ¿Qué es?

—Es… el viento en las piedras.

—Ah. ¿De verdad? ¿A qué te refieres exactamente?

—Hum… Sigamos andando. Te lo contaré por el camino. —Siguieron andando sobre la nieve, cada vez más juntos. De vez en cuando se paraban a escuchar, con la esperanza de que el ruido se hubiera esfumado; no fue así. Al final, Halli, que llevaba un rato pensando, dijo—: Así es como funciona. El viento arrastra guijarros hacia las piedras y las runas. Estos acaban resbalando y cayendo en agujeros, y provocan este ruido que oímos. Espero que no nos hayamos equivocado de dirección.

—Claro que no. No hemos girado, ¿verdad que no? La frontera está ahí delante. —Aud jadeaba un poco; el paso se había acelerado—. Así que, ¿crees que son guijarros que caen en agujeros? ¿No dirías que es más como una especie de ruido subterráneo? ¿Cómo garras que escarban en la tierra?

—Bueno… también podría ser eso.

—Ah, genial.

—Pero, Aud, recuerda. Esos huesos eran viejos. No creerás que los trows…

—No. Ya lo sé. No lo creo, ni tú tampoco. Ay, el tobillo… Ojalá pudiera correr. Aunque fuera solo un poco. —Le apretó la mano con cariño—. Gracias por intentar animarme.

—Va incluido en el precio… ¡Por Svein! ¿Qué ha sido eso? —Halli dio un salto y arrastró a Aud, que tropezó y estuvo a punto de caerse.

Aud había sofocado un grito.

—¿Qué pasa?

—¡Allí! Donde te señalo.

—Pero ¿hacia dónde diablos señalas? Está oscuro. ¿Cómo has podido ver…?

—He notado algo. Grande. Muy grande. Allí, a nuestra izquierda.

Abrazados, observaron. Hacia el oeste, una débil palidez era el único rastro del sol, ya desvanecido. Recortándose contra ese resplandor, era posible distinguir, entrecerrando los ojos, una silueta negra y alta. Aud dejó escapar un suspiro de alivio.

—Es solo una de las piedras, bobo. Es probable que sea la última antes de las runas. ¡Por Arne, Halli! Casi me muero del susto.

Halli soltó una risita avergonzada.

—Lo siento. Falsa alarma.

—¿Vas a soltarme ya?

Con unos carraspeos muy masculinos y un brusco ademán para ajustarse la capa, Halli se apartó de ella. Se hizo un breve silencio.

—Vamos —dijo Aud—. Ya casi debemos estar allí…

—¿Te has percatado de que ese ruido raro se ha esfumado? —la interrumpió Halli.

—Demos gracias a Arne por…

En algún punto entre las sombras, no muy lejano, se oyó un leve crujido y algo que sonaba como rocas al caer. Cesó con brusquedad.

Halli y Aud se quedaron tan paralizados como las piedras del paisaje. Todos sus músculos estaban en tensión.

Otra vez silencio. Pero esta vez no sirvió para tranquilizarlos.

—¿Sabes lo que creo? —susurró Halli—. Diría que el viento ha desprendido una piedra más grande; que dicha piedra ha rodado sobre una runa y ha creado esa ilusión de que algo siniestro y amenazante caminaba hacia nosotros.

—No te crees ni una sola palabra de eso, ¿verdad?

—No. ¿Puedes saltar más deprisa?

—Ahora lo veremos.

Reanudaron el paso, con Aud a la pata coja y Halli sosteniéndola tan bien como podía. La mochila le iba dando golpes en la espalda; jadeaba de cansancio. En dos ocasiones estuvieron a punto de caer; una vez Aud casi se hundió en un agujero lleno de nieve. La oscuridad los envolvía como una sábana negra, y aún no habían llegado a las tumbas.

De repente, muy cerca, se oyó un movimiento rápido, algo pesado que avanzaba sobre piedra.

Se pararon en seco. Halli musitó al oído de Aud:

—Voy a sacar las armas de la bolsa.

—Hazlo.

Con Aud apoyada en él, Halli se descargó la bolsa, la dejó caer en la nieve y se dispuso a deshacer los nudos que la cerraban. La tarea era más difícil de lo que habría deseado: tenía los dedos entumecidos de frío, las manos le temblaban de miedo y para colmo trabajaba a ciegas. Encima, el nudo había resbalado y resultaba casi imposible meter los dedos.

Desde algún lugar cercano llegó un crujido singularmente desagradable, seguido de un ruido sordo, como si una piedra se hubiera desplazado bajo un peso repentino.

—Halli —susurró Aud—. Vamos…

—Es este maldito nudo.

Y entonces, algo más cerca, se oyó el subrepticio e inconfundible ruido de unas pisadas en la nieve.

—¿Qué dices del nudo? Lo has atado tú, ¿no? ¡Pues deshazlo!

—¡No me agobies! Ya… ¡No! Se me ha vuelto a escapar.

—Halli…

Otro sonido, esta vez a su espalda: nieve que se hundía, algo que se abría paso en ella. Sugería un movimiento ligeramente más veloz, una avidez creciente…

—¡Maldita sea! Me he roto una uña.

Aud se acercó más a él.

—Por favor, dime que ya has abierto la bolsa…

—Sí, por fin. ¿Qué quieres? ¿La podadera o el cuchillo de sierra?

—¡Me da lo mismo! Algo que tenga una hoja. Rápido.

Halli rebuscó en la bolsa, se oyó algo metálico.

—Toma. —Halli le tendió un arma por el mango; notó las manos de Aud que sacudían el aire de forma frenética, sus dedos que se cerraban en torno al mango. Lo cogió y dejó escapar un grito de dolor.

—¡Mi mano!

—Cógela con la izquierda. —Él sostenía la podadera; se incorporó, sintió su peso en la mano, la movió con rapidez de un lado a otro. A su derecha, no demasiado lejos, oyó un ruido apresurado en la nieve—. Pon tu espalda contra la mía —dijo—. Así no te caerás. Y no digas nada. Así le oiremos cuando se acerque.

—Y luego, ¿qué?

—Ataca. Con todas tus fuerzas.

La espalda de Aud, esbelta y estrecha, estaba firmemente apoyada contra la de él. Halli hundió los pies en la nieve para afianzarse, las suelas de las botas rozaban la hierba que había debajo. Cerró los ojos y escuchó, intentando concentrarse. Pasos amortiguados, crujidos extraños… A su izquierda. Luego, de repente, pasaban a estar delante. Algo se movía deprisa, rodeándolos, dibujando un círculo cada vez más pequeño a su alrededor. No parecía afectado por la profunda oscuridad reinante. Halli sabía que «eso» podía verlos.

Súbitamente los pasos se retiraron, se desvanecieron. No oía nada.

—¿Estás bien, Aud? —musitó Halli.

—Oh, muy bien. ¿Y tú?

—No estoy mal…

Una repentina confusión de sonidos: una carrera sobre la nieve, ruido de hierba pisoteada, el gemido ahogado de Aud. Ella seguía con la espalda apoyada en la de Halli, y este notó, a pesar de la ropa, que los hombros de la chica se tensaban con violencia: ella movía el brazo con el que sostenía el cuchillo. Luego sonó un golpe, algo que chocaba con fuerza: el impacto pasó a través de ella y llegó hasta él, con tal fuerza que las rodillas de Halli casi se doblaron. Oyeron pasos en la nieve y un gruñido horrible. Los pasos se perdieron en la oscuridad.

Silencio. La cabeza de Aud estaba apoyada en su hombro.

Halli levantó la mano, histérico, tocando su pelo y su capucha.

—Aud…

Una voz débil.

—Le he dado, pero he perdido el cuchillo.

—¿Te ha hecho daño? Aud, escucha, ¿estás herida?

—No, no. Sentí tanto frío cuando eso me agarró. Lo golpeé, pero perdí el cuchillo.

—No importa. Quizá lo hayas hecho huir. —Él miraba hacia todas partes, pero era en vano. Luces y sombras sin sentido le distraían. Espera… ¿qué había hecho Svein en la Roca de la Batalla cuando las nubes ocultaban la luna? Había cerrado los ojos. Halli se obligó a hacerlo. Mejor. Las luces se habían ido. Prestó atención, pero solo oía la respiración agitada de Aud y notaba el temblor de su espalda.

—Tenemos que ir hacia las runas, Aud —dijo él en voz baja, acariciando la capucha de ella con la mano—. ¿Crees que puedes hacerlo?

—Claro. ¡No te des aires conmigo! —Aquella ira súbita le dio confianza—. No sé adonde ha ido a parar el cuchillo.

—Olvídalo. Coge esto. —Él se dio media vuelta, palpó su brazo—. Rápido.

—Pero ¿qué usarás tú…?

—La garra. —Se agachó hacia la bolsa y metió la mano, con cuidado, en su interior. Sus dedos se cerraron en la base gruesa de la garra que había pertenecido a Bjorn, el comerciante. Se enderezó. Al fin y al cabo era más afilada que la podadera, aunque más difícil de agarrar. Tal vez aquella cosa se sorprendiera al verla; tal vez la confundiera con una garra de verdad—. ¿Lista?

Reemprendieron el camino, paso a paso, cogidos del brazo. Aud se apoyaba en él, como antes. Cada pocos metros se paraban a escuchar. Todo estaba en silencio; solo se oían el viento, sus respiraciones y la sangre golpeando sus sienes.

Halli sintió renacer la esperanza.

—Creo que ya casi hemos llegado. ¿Aud?

Ella tembló.

—¿Sí?

—Ya casi estamos en las runas. ¿Ves allí, aquella lucecita? —Era un resplandor amarillo, flotante, que danzaba en la oscuridad—. Creo que es una de las granjas de Rurik, así que estamos en el extremo del valle. Solo tenemos que dar unos pasos más y estaremos a salvo, Aud. —Esperó, pero ella no dijo nada—. ¿Aud?

—¿Qué?

—Esa cosa no te habrá herido, ¿verdad? Dímelo.

—Estoy bien. —Pero había poca confianza en aquella voz.

Halli escrutó la oscuridad y aceleró el paso.

El ataque, que tuvo lugar un momento después, llegó sin previo aviso, sin el menor rumor que lo anunciara. Pero él sintió una ráfaga de aire frío y maloliente en la cara y, por puro instinto más que por otra cosa, se echó a la izquierda y empujó a Aud en dirección opuesta. Él cayó sobre su rodilla y patinó en la nieve, al tiempo que algo poderoso pasaba por su lado a gran velocidad. El hedor que le invadió la nariz le hizo dar un respingo; oyó que Aud se atragantaba.

Él se puso de pie, giró en redondo y empezó a lanzar frenéticos golpes con la garra. Eran gestos infructuosos, ya que no sabía dónde podía estar el enemigo. Entonces Aud chilló, con más fuerza esta vez, y a su grito le siguió el timbrazo discordante del metal al romperse. Con los dientes apretados, Halli se dirigió hacia los ruidos, solo para chocar contra algo que retrocedía hacia él y que llevaba consigo tal hedor a tierra y a podrido, que el estómago le dio un vuelco y sintió unas profundas náuseas. Aquella cosa era fría, increíblemente fría; él notó que un estremecimiento le recorría la piel y que los dedos se le entumecían. Casi se le escapó la garra de la mano, pero consiguió tranquilizarse y lanzó un golpe a ciegas, que alcanzó a aquella criatura oscura cuando esta giraba a su alrededor.

Ruidos ásperos, como de dientes que se cerraban.

Halli notó un golpe pesado en la cara. Gritó, retrocedió, pero se mantuvo en pie.

Algo afilado le rodeó la garganta: eran como agujas que se le clavaban en la carne. Empezó a perder la consciencia, las rodillas se le doblaban. A lo lejos oyó los gritos de Aud, y ese ruido sofocó el gélido frío que le invadía. Consiguió dar un golpe seco con la afilada garra de trow. Al instante, la presión sobre su garganta remitió. Hubo un chillido de dolor y de amarga desolación. Halli recibió un impacto en el pecho de fuerza desconocida y cayó de espaldas sobre la nieve; fue rodando, de cabeza, llevado por el impulso.

Las luces se movían frente a sus ojos; con esfuerzo, se puso de pie, se sacó la nieve de la boca y de la nariz. Aún sostenía la garra.

¿Qué oía?

El viento, piedras que chocaban a lo lejos, los sollozos de Aud en la oscuridad.

Halli avanzó en dirección al llanto. Iba con cautela, paso a paso, pero acabó chocando con Aud. Por el tacto, dedujo que ella estaba sentada en la nieve.

—Le di de nuevo —dijo ella—. Pero el impacto partió el cuchillo.

—Yo también le golpeé. O eso me pareció. Ha huido. Pero volverá, y con refuerzos. Levántate, Aud. Vamos.

Él la ayudó a levantarse. Sin decir nada más, prosiguieron su camino y, casi al instante, sus manos rozaron una de las piedras que formaban las runas: habían estado justo al lado de la frontera sin darse cuenta de ello. Entonces, y a pesar de la pierna mala, emprendieron una carrera por toda la cresta de la colina, medio chocando contra las runas, una tras otra, hasta ser conscientes de haberlas rebasado todas; cayeron juntos, con un suspiro de alivio, sobre un seto nevado que no habían visto. Las luces del Clan de Svein relucían a sus pies.