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Bajo el dominio de Svein, la chusma de delincuentes, ladrones, salteadores de caminos y demás bribones que antaño plagaran sus tierras fueron enviados hacia el sur o colgados de los cadalsos del patio. Pero la amenaza de los trows persistía y, a pesar del entrenamiento de Svein, la mayoría de los hombres se mostraba reticente a luchar con ellos. Sus garras eran lo bastante afiladas como para atravesar la carne y el hueso, y para agujerear la armadura más resistente; sus dientes eran como agujas; su piel era tan dura que solo las mejores espadas conseguían rasgarla. Por las noches, siempre que se mantuvieran sobre la tierra, sus finos brazos poseían una extraña fuerza; solo cuando se les arrastraba hacia las rocas o hacia la madera menguaban sus poderes y sus víctimas tenían la oportunidad de zafarse de ellos. Mientras brillaba el sol se escondían bajo tierra o en el palacio del rey de los trows, allá en los páramos; por las noches salían de caza, en busca de carne humana.

La nieve les abofeteaba la cara; la hierba les rozaba los talones. Corrieron más y más rápido pendiente arriba. Ocho pasos, nueve… Saltaron el viejo muro para las ovejas. La bolsa de Halli rebotaba sobre su espalda. Dieciocho, diecinueve… El tramo final. La mente de Halli evocaba los pedazos de la oveja muerta, los trozos de carne diseminados entre las piedras… Pero ya era demasiado tarde para retroceder; no habría podido pararse aunque hubiera querido hacerlo. Veintitrés pasos, veinticuatro, y ante ellos, las runas más próximas, bajas, antiguas, inclinadas, más alejadas entre sí de lo que parecía desde abajo. Saltaban y se movían ante sus ojos como si estuvieran vivas.

Treinta y un pasos, treinta y dos…

Aud le agarraba con fuerza; él sentía las uñas de la chica clavadas en su piel.

Cruzaron al otro lado de la primera runa, sus manos entrelazadas pasaron por encima de la lápida. Tres pasos más adelante, tropezando en el terreno desigual, la boca de Halli se abrió para proferir un grito mudo; sus dedos se aferraban a los de Aud con todas sus fuerzas, las uñas de ella parecían horadarle la piel.

Corrieron más y más, dejaron atrás la segunda tumba y siguieron adelante, hacia la cima de la montaña; luego bajaron un poco, ya en los páramos prohibidos, sin dejar de correr.

—Halli… —Él notó que alguien le tiraba del brazo—. Halli, ya… Ya podemos parar.

La miró con los ojos muy abiertos. Sí, sí, ya estaba hecho. Se obligó a relajarse y fue parándose poco a poco; él y Aud se detuvieron a la vez. Un paso más… Silencio. Permanecieron un momento con las manos entrelazadas antes de soltarse.

No se oía nada. Sus pechos subían y bajaban. Aud estaba medio inclinada, con las palmas de las manos sobre los muslos. Halli aún mantenía la podadera en alto; poco a poco fue bajándola.

Se hallaban en un amplio mar de hierba y nieve fundida. Una gran superficie verde se extendía a ambos lados. Dispersos por doquier había extraños campos negros, afiladas grietas rocosas que se elevaban altas como casas; aparte de eso, el paraje era solitario, desolado, levemente inclinado. Descendía un poco antes de subir de nuevo hacia una pequeña montaña de forma cónica situada a media distancia. Más allá de la colina había una sima, y detrás —al parecer igual de lejos que siempre— asomaba la silueta familiar gris blancuzca del macizo montañoso.

Halli miró hacia atrás. Las runas parecían más bajas, una doble fila de piedras grises en la ladera que protegía la entrada de un lugar difuso y azulado: el valle, que tan rápida y fácilmente habían dejado atrás.

Aud se incorporó y soltó su característica risa socarrona.

—¡Lo hemos logrado! —dijo, dando un suspiro de alivio—. ¡Oh, Halli! ¿De qué teníamos miedo?

Algo se movió en la hierba; algo oscuro se elevó del suelo. Aud chilló.

Un pájaro pequeño y pardo voló hacia el cielo y, con un grito agudo y penetrante, se perdió hacia la colina.

Halli había retrocedido de un salto, con la podadera en alto; no pudo evitar echarse a reír.

—¡Es solo una codorniz! —exclamó—. ¡Una codorniz! No te preocupes: si te hubiera picado en la nariz habría acudido a tu rescate.

—¡Pues has tardado poco en apartarte! —replicó Aud, cuando hubo terminado de soltar maldiciones.

—Lo siento, lo siento. —Seguía riéndose, consciente de estar un poco histérico. Se sentía como si flotara, entusiasmado después de haberse atrevido a llevar a cabo su plan. Sabía que en su cara se dibujaba una sonrisa estúpida—. Nunca pensé que sería tan fácil. Creía que…

—Creías que un trow grande y gordo saldría del suelo para atraparte. Así… —Con los hombros en alto, los dedos doblados como garras y una expresión pavorosa en la cara, Aud saltó hacia él, moviéndose a derecha e izquierda. Halli se agachó, sonriente—. Son tonterías, Halli. Puros cuentos. ¿Por dónde empezamos a explorar? Voto por aquella colina pequeña. Estoy segura de que desde allí disfrutaremos de una buena panorámica de toda la zona, y no está demasiado lejos.

Pero Halli había visto algo más.

—Enseguida —le dijo—. Ahora ven a ver esto.

Halli partió siguiendo la línea de la frontera, sus pasos levantaban la nieve. No muy lejos se alzaba un gran montículo. Estaba emplazado entre un puñado de runas, muchas altas e imponentes, pero todas protegidas por su sombra. Era un montículo ancho, encorvado y con dos puntas, una en dirección este y otra en dirección oeste; se hallaba ubicado justo en la cima de la colina, para que pudiera verse desde el lejano valle. En las partes donde le había dado el sol, la hierba verde asomaba por debajo de la nieve.

Aud alcanzó a Halli cuando este se detuvo junto al montículo, con el semblante súbitamente serio.

—¿Es…?

—La tumba de Svein. Mira allí. Se ha caído un trozo.

No muy lejos de donde estaban, a medio camino en la ladera sur del montículo, el suelo había cedido y dejaba entrever las piedras desnudas de la runa que había debajo. Algunas de ellas también habían cambiado de lugar, cayendo de su posición original. La nieve estaba cubierta de pedruscos, y las rocas que aún seguían en su sitio parecían aguantarse en precario equilibrio.

Halli estaba atónito.

—¡Mira el tamaño que tiene! Es casi como una casa.

—¿Por qué hablamos en susurros? —dijo Aud. Se agachó y cogió una piedra de la nieve; luego la lanzó sin el menor respeto hacia el montículo, donde chocó contra una de las rocas y se quedó inmóvil.

—No hagas eso —dijo Halli. Pensaba en los viejos relatos, en las leyendas del héroe; en que Svein estaba allí dentro, con la espada en mano, vigilando el páramo.

—Vamos —Aud le tiró de la manga—. Tenemos un camino que buscar, ¿lo recuerdas?

* * *

Su paseo por los páramos fue lento, monótono y silencioso, bajo un cielo cada vez más bajo. La colina estaba más lejos de lo que habían previsto, y el terreno que los separaba de ella estaba surcado por brechas y depresiones ocultas bajo la nieve. En más de una ocasión, Halli se hundió hasta la cintura y tuvo que aceptar la ayuda de Aud para salir del agujero. No vieron el menor signo de vida, ni nada que fuera importante o interesante, a excepción de las protuberantes piedras negras que en algunos casos eran tan altas como las paredes de una casa.

—Ni rastro de trows —dijo Aud al cabo de un rato—. A menos que sean muy pequeños. —Seguía sonriendo.

Pasó el tiempo; cada vez se acercaban más a la colina.

—Una de las historias de Svein —dijo Halli— cuenta que el héroe fue a una colina como esa. Encontró una puerta, la entrada a la morada del rey de los trows.

—La conozco. Arne también fue, pero desde nuestro lado del valle. Es solo una leyenda, Halli.

—Pues tú te alegraste de creer la que contaba Katla —señaló él—, cuando nos dijo que el Clan de Svein había sido el primer asentamiento de los colonos.

—Es solo que no lo había oído nunca. Me dio que pensar.

Cuando llegaron a la colina descubrieron que era más alta de lo que esperaban, y cuando por fin alcanzaron su cumbre ambos estaban sudando y sin aliento. La cima estaba llena de piedras y aún conservaba un grueso manto de nieve. El hielo se acumulaba en los lugares a resguardo del sol.

—Ve con cuidado —advirtió Halli cuando estaban ya cerca de la cima—. El suelo resbala mucho. ¡Oh, mira qué vista!

A sus pies se extendía un paisaje sumido en una nueva rudeza: blancos pliegues de brezo surcados por una red de riachuelos de orillas heladas, una empinada recesión de acantilados y hierba dispersa, finas cascadas blancas salpicadas de estalactitas, pirámides de rocas caídas en los barrancos que se abrían a los pies de las montañas. Era frío, yermo e inhóspito, pero su grandeza y su intensidad dejaron a Halli sin aliento.

Pero Aud se limitó a echar un vistazo rápido.

—¡No va a ser fácil encontrar un camino ahí! —dijo ella por fin.

—Bueno, tampoco va a salir a darnos la mano, ¿no crees? Tenemos que buscarlo, eso es todo… —Su voz se hizo más débil—. ¿Qué es eso, Aud? —preguntó, señalando con el dedo.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué? No es un camino, de eso estoy segura.

—Deja de quejarte y mira. ¿Ves allí, el saliente donde ahora da el sol? Justo en la curva; ¿es una cueva en la roca o solo una sombra?

Aud atisbo poniéndose la mano de visera.

—Podría ser una sombra… —dijo ella despacio—. Pero solo hay un modo de averiguarlo.

Las pendientes del sur de la colina carecían de la nieve y el hielo del flanco norte, pero el terreno iba haciéndose cada vez más encharcado a medida que se acercaban al grupo de rocas situado cerca de su base. Los resbalones habían sido frecuentes para ambos, y tenían los leotardos empapados, la capa de lana les pesaba y les aplastaba la piel. Pero ninguno de los dos se dejó desanimar. Avanzaban decididos, en silencio, expectantes.

Ante sus ojos, entre un montón de grandes piedras partidas, se abría una grieta, estrecha en la parte superior y más ancha en la base. Colgaba de la roca como una afilada lágrima. De ella emanaba un aire frío y húmedo, cargado del olor a oscuridad y a cerrado. Halli sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Musitó, más que dijo:

—Aud…

Ella replicó en tono brusco, decidido:

—No es más que una cueva. No es la puerta principal del palacio del rey de los trows.

—Ya, sí, eso dices tú, pero…

—Oh, te lo demostraré. Entraré a echar un vistazo.

—Aud, no. No creo que…

—Si tuviéramos una antorcha todo sería más fácil, pero algo podré ver… —Mientras hablaba saltó sobre el montón de rocas y descendió hacia aquella grieta.

—No creo que sea buena idea —insistió Halli—. Al menos coge la podadera.

—Deja ya en paz la maldita podadera. —Aud se detuvo sobre una roca húmeda y lisa—. Tranquilo: solo entraré unos metros. Si veo un trow, saldré corriendo, ¿vale? —Soltó una breve carcajada y dio un paso adelante—. Es muy profunda. —Su voz se había reducido a un susurro—. Necesito luz para ver algo.

El vio cómo su esbelta silueta se fundía con el interior de la gruta. Primero fue algo amorfo, apenas visible, indistinguible de la roca; luego desapareció. Halli oía las pisadas de Aud sobre los guijarros.

Él esperó. La parte superior de la grieta, donde esta se volvía mucho más estrecha, estaba hecha de piedra lisa, que sobresalía como una cortina helada. Le recordó un poco a los cortinajes del fondo del salón de su casa, que conducían a los aposentos donde yacía su padre enfermo. Entonces apareció en su mente la imagen del pecho de su padre, que apenas se movía al respirar debajo de la colcha; volvió a embargarle aquella sensación de estar atrapado que le había asediado durante tanto tiempo… De repente se percató de que ya no oía los pasos de Aud.

—¡¿Aud?! —gritó—. ¿Aud? —Solo oía el latido de sus sienes—. ¡Aud! —llamó de nuevo, esta vez con más fuerza—. ¡Oh, por Svein…! —Un sudor frío le empapó las manos; avanzó hacia delante, resbalando sobre las rocas mojadas.

Casi enseguida oyó su respuesta, muy débil, como si llegara de muy lejos.

—Halli…

—¿Dónde estás?

—Ven…

Había miedo en la voz de Aud. Él maldijo de nuevo y buscó la podadera dentro de la bolsa al tiempo que se arrastraba sobre las rocas lisas de la boca de la cueva y, sin dudarlo, se sumergía en la oscuridad. Durante unos segundos no vio absolutamente nada: tenía las manos aún metidas en la bolsa, iba a ciegas.

—¡Ah! —Había chocado contra algo; oyó un gemido de Aud, notó la áspera lana de su capa en la mano—. ¡Eres idiota, Aud! —le espetó—. ¿Qué diablos te pasa? Si hubiera llevado el arma en la mano, podría haberte…

—¡Halli, mira! ¡Mira!

Al principio no vio nada; sus ojos se esforzaban por ver algo en la penumbra. Pero poco a poco empezó a distinguir formas difusas: el semblante de Aud, fantasmagórico, flotando; un fragmento de roca inclinado, que colgaba perezosamente sobre ella y donde se reflejaba la escasa luz que entraba del agujero a su espalda. Y luego, a sus pies, vio un montón de objetos blanquecinos que despedían un resplandor suave y apagado. Algunos eran largos y finos; otros, más retorcidos, curvados. Otros eran algo más que fragmentos, brillantes trozos dispersos en el suelo sucio.

—Aud… —murmuró Halli—. Creo que son…

—¡Ya sé lo que son, por Arne! —Su voz era tensa como la de un tambor.

—Vale, vale, entonces también sabrás que debemos salir de aquí… —La cogió del brazo y tiró de ella con fuerza, en dirección a la luz. Ella se resistió, pero sin demasiada convicción. Momentos más tarde emergían a la luz del día, parpadeantes, sin aliento, bajo el cielo gris y los arcos que formaban las montañas.

La capucha de Aud se había bajado y sus cabellos caían sueltos sobre una de sus mejillas. Se zafó enojada de la mano de Halli.

—¡Suéltame!

—Con mucho gusto.

—¿A qué viene este pánico? No es necesariamente lo que tú crees.

—¿No? ¿Qué alternativas se te ocurren? Y si me vuelves a hablar de lobos y águilas, te pego un puntapié.

Ella dio una patada contra el suelo.

—¡Ni te atrevas! Podrían ser lobos, u osos…

—¡No eran huesos de animales, Aud! He visto costillas, y huesos del muslo… Estoy seguro…

—Incluso en ese caso, quizá los lobos sean los culpables. O… o… podría tratarse de criminales, delincuentes que se aventuraron más allá de las runas. ¡Sí! Hace mucho… No son huesos recientes, Halli. Podrían haber sido marginados que buscaron refugio allí y… y murieron de frío.

—Ah, ¡¿así que no crees que tal vez hayamos encontrado la guarida del rey de los trows?! —gritó él—. Ya sabes a cuál me refiero, a aquella que aparece en las historias que no te crees. La que está llena de huesos humanos…

—Pues no, la verdad es que no lo creo. —Tenía ambas manos apoyadas en las caderas y le miraba, desafiante. Él se mantenía a distancia, tenso de la ira y los nervios, con los nudillos apretados sobre las correas de la mochila. Ella volvió a menear la cabeza—. Halli, fuera lo que fuera lo de esa cueva, murió hace mucho. Cientos de años, tal vez. Los huesos eran antiguos. No hace falta asustarse.

Él se humedeció los labios, se rascó la mejilla.

—Tal vez.

—Tengo razón, y lo sabes. ¿Acaso Arne o Svein habrían huido corriendo solo por ver unos cuantos huesos?

Halli suspiró despacio.

—Tenemos que hablar de esto en serio. Alejémonos de la cueva.

* * *

La discusión continuó durante todo el descenso de la pequeña colina; ninguno de los dos parecía dispuesto a ceder, aunque quizá tampoco ninguno estaba del todo convencido de su propia postura. Halli se debatía entre la cautela natural y una profunda reticencia a parecer más miedoso que Aud. La tensión le volvía insolente; Aud, por su parte, se mostraba nerviosa y mordaz. Cuando alcanzaron la cima, el ambiente entre los dos era tenso. A pesar de eso, el hambre les llevó a sentarse a comer sobre una piedra. Por la posición del sol dedujeron que ya era primera hora de la tarde.

Nadie dijo nada durante un rato. Por fin, habló Halli:

—Deberíamos iniciar el regreso.

Aud se las veía con un pedazo de carne ahumada. Escupió un trozo de grasa hacia el suelo.

—No. Aún nos quedan horas.

—¿Para hacer qué? ¿Dónde buscamos? —Indicó con un gesto la inmensidad del terreno que les rodeaba—. Hoy no encontraremos el camino. Tendremos que volver otro día, buscarlo de nuevo.

—Lo que te pasa es que tienes miedo de unos cuantos huesos viejos.

—Oh, cállate.

Aud dejó la carne.

—Si como un trozo más, te juro que vomitaré. Es lo único que he comido en todo el invierno. —Metió las manos en la bolsa y rebuscó entre las armas—. ¿Has traído algo de queso? ¿Qué es esto?

Con el ceño fruncido, extrajo un extraño objeto negro, curvilíneo y afilado como un cuchillo; la base, redondeada y desigual, era tan tosca como el nudillo de un cerdo. La luz resplandeció en el borde interior, serrado, y en la amenazante curva de la hoja.

—Es la garra de trow de la que te hablé —dijo Halli—. La que usó el comerciante cuando intentó matarme. Ten cuidado con ella.

—¿Por qué? Es falsa, ¿no? ¿Por qué la has traído…? ¡Ay! ¡Por Arne, cómo corta!

Ella apartó la mano y volvió a sentarse; se chupaba un dedo con el semblante demudado. Un momento después se sacó el dedo de la boca y lo miró: un hilo de sangre oscura manaba de él y corría como si fuera agua por el dorso de su mano. La sangre se acumulaba entre los dedos y caía al suelo en forma de gotas espesas.

—Eres idiota, Aud. —Halli cogió la garra por la base informe y la metió en la bolsa. Luego se apresuró a cogerle la mano, la atrajo hacia él y la dobló en la tela de su túnica, apretándola con fuerza para parar la hemorragia—. ¿Cómo se te ocurre cogerla así? ¿Con qué crees que intentó matarme? Es afilada. Por eso la traje.

Aud estaba pálida; le temblaban los hombros.

—Estoy mareada —dijo con voz débil—. Y te he manchado la túnica. Mira cuánta sangre…

—No pasa nada. ¡¿A qué jugabas, cogiéndola como si…?!

—No me grites. Deja el tema.

—Bueno, ha sido por tu culpa, boba. ¿Por qué no te estás quieta?

Siguieron sentados en silencio: Aud rígida, con la mirada perdida; Halli observaba malhumorado el paisaje, aún con el dedo herido de ella entre las manos. Paseó la mirada por la zona. Durante un rato no se fijó en nada; luego algo captó su atención: a medio camino de una de las pendientes lejanas, entre una línea ininterrumpida de precipicios y grietas, se abría una banda de hierba, apenas visible debajo de la nieve, que avanzaba en diagonal hacia un punto del horizonte. Halli entrecerró los ojos, frunció el ceño. Estaba muy lejos, así que no había forma de saberlo… pero daba la impresión de que existía un camino que salía de los páramos en dirección al macizo montañoso.

Se lo comentó a Aud, que por fin se había atrevido a retirar la mano y se observaba el dedo ensangrentado.

—Pues vayamos a verlo —dijo ella, en tono brusco—. Para eso hemos venido.

—Bueno, está claro que no podemos hacerlo ahora —dijo Halli—. Es tarde, estás herida, y con lo que hemos encontrado…

—Oh, ¿qué diablos te pasa? —Ella se puso en pie, su cara demostraba un palpable enojo—. ¿Cuándo volveremos a disfrutar de esta oportunidad? Mi padre enviará a buscarme cualquier día, y todo se habrá acabado.

—¡No! Los torrentes empezarán enseguida. No subirá al norte del valle hasta dentro de semanas.

—No quiero correr ese riesgo. —Ya fuera por el dolor de la herida o por el impacto del descubrimiento realizado en la cueva, su voz poseía una amargura que él no le había oído antes; ella ni siquiera le miró—. Quédate aquí, o vuelve a casa —le espetó—. Me da igual. Voy a echar un vistazo.

—¡Oh, no seas tan tozuda! —Él también se había levantado de un salto—. No llegarás hasta allí sola.

—Ponme a prueba. —Y empezó a caminar hacia la pendiente, con la mano envuelta en la capa, el semblante decidido, los labios apretados.

Halli soltó un grito de furia. La siguió y la agarró de la capucha para retenerla. Aud gritó y se soltó, apartándole la mano; salió corriendo para librarse de él, pero resbaló sobre un trozo de hielo, se tambaleó y metió la bota en un agujero. Perdió el equilibrio y cayó al suelo con la pierna doblada.

El grito de Aud hizo que el corazón de Halli diera un vuelco. Corrió hacia ella, la ira convertida en preocupación.

—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

—No, y es gracias a ti. Me duele un poco el tobillo. —Intentó doblar el pie—. Está bien. Por un momento creí… Ayúdame a levantarme.

—Lo siento —dijo él, al tiempo que le tendía la mano.

Ella respiraba con dificultad.

—Yo también. Es que… —Se había puesto de pie y apoyaba el peso en la pierna con cuidado—. Es que no puedo soportar la idea de ir a casa. No sabes lo que es vivir con mi padre. Me vuelve loca.

—Nunca he dicho que abandonáramos la idea —dijo él—. Solo que lo dejáramos para otro día. Eso que se ve en el precipicio parece prometedor. Volveremos pronto y buscaremos el camino, te lo juro. Pero ahora…

Aud soltó un gemido. Había intentado caminar en dirección a la pendiente y el tobillo casi se le había doblado al hacerlo. Él la agarró del brazo, evitando que volviera a caerse.

Halli la miraba preocupado.

—No puedes andar, ¿verdad?

Ella asintió, pero se estremeció.

—Tranquilo, está un poco dolorido, nada más. Enseguida estaré bien.

Él la observó.

—¿Tú crees?

—¿No tendrás problemas para llegar a la frontera? —preguntó él—. ¿Antes de que anochezca?

Aud soltó una carcajada aguda.

—No, no, ¡por supuesto que no! No tendremos tanta mala suerte, ¿verdad?