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Todo cuanto nos rodea pertenece a Svein. No solo la casa, las granjas, el muro y los campos, sino también la tierra que hay entre ellos. No hay arroyo, bosque o promontorio por esta zona que no dé fe de ello. Escucha sus nombres: el Salto de Svein, por donde superó el cañón para atrapar al jabalí de Valle Profundo; la Piedra de Skafti, que lanzó contra el ladrón que intentó robarle el cinturón; el gran foso de trow Delving, excavado por Svein en un solo día para desenterrar a tres trows y quemarlos con el sol; así como el resto de los prados, caminos y sendas que él trazó para que nuestras vidas fueran un poco más fáciles en el devenir hacia las tumbas.

—Esta es mi tierra, y vosotros sois mis gentes —gustaba decir Svein—. Obedecedme a mí y a mis leyes, y disfrutaréis de mi eterna protección.

El invierno fue largo y resultó extremadamente difícil para todos los miembros del Clan. Las nieves se acumularon sobre la muralla de los trows; una epidemia menor de viruela afectó a varios niños. Las provisiones de carne y pescado salado fueron terminándose poco a poco. El pozo se heló, e incluso los cubos de agua que se transportaban a la casa se congelaban irremediablemente a menos que se depositaran al lado del fuego.

Con el tiempo las tormentas amainaron y las noches se acortaron un poco. Algunos días podía verse el valle, hasta la montaña del Clan de Rurik. Normalmente, tales mejorías climatológicas daban inicio a la esperanza y a una cierta alegría ante la siguiente primavera, pero aquel año las sombras se cernían sobre los habitantes del Clan de Svein. El Arbitro, Arnkel Sveinsson, decimoséptimo descendiente del Fundador, agonizaba en su lecho. El cáncer que había ido creciendo en su interior había dictado sentencia; a medida que terminaba el invierno, sus fuerzas parecían irse con él. Había perdido mucho peso; la piel dejaba traslucir los huesos, que recordaban a las grietas y salientes de las montañas. Su rostro era un pico afilado y cada mejilla una escarpa; la sangre que le corría por las venas era fría como los arroyos de las cumbres.

Los miembros de la familia se turnaban para acompañarle en su lecho de muerte; su respiración era entrecortada, ronca, y se veía asediada por constantes ataques de tos. Apenas despertaba, y cuando lo hacía costaba mucho entender lo que decía. Comía y bebía sin casi controlar sus movimientos, babeando como un crío.

A Halli le costaba mucho estar en presencia de su padre y pasaba los ratos a su lado sumido en un silencio tenso y taciturno, temiendo que Arnkel falleciera antes de que él saliera de la habitación. Intentaba mantener los «pensamientos» bien lejos de la cama del enfermo, dejando que deambularan por los páramos en busca del viejo camino que habían tomado los primeros colonos. Contemplaba durante horas la nieve que caía al otro lado de la ventana, deseando que parara, soñando con escapar.

Pronto, a no tardar, llegaría el deshielo, y con él acabarían los lazos que le unían al Clan. Él y Aud se marcharían a la primera oportunidad.

A pesar del escrutinio desaprobador al que le sometía su hermana, Halli había continuado pasando tiempo con Aud durante todo el invierno. Es posible que Astrid se hubiera tomado más molestias para separarlos, pero el estado de salud de su marido se había convertido en su única preocupación, y no estaba para escuchar las agudas quejas de Leif.

—¡Se disculpó de mi mesa diciendo que tenía jaqueca! —gritaba Leif—. ¿Y qué veo poco después? A Aud encerrada en el cuarto de Halli, fresca como una lechuga y riéndose a carcajadas. ¡Era la viva imagen de la salud! ¿Qué le pasa a esa chica?

No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que el propio Leif estuviera demasiado abrumado para pensar en Aud. Con Arnkel agonizando y Astrid distraída, le tocaba a él asumir el liderazgo del Clan. Las cosas no fueron bien desde el principio. Leif, que oscilaba entre la vacilación y el exceso de confianza, se empeñó en imponer su autoridad. En las reuniones del Clan, cuando las emociones contenidas tendían a tomar la forma de amargas disputas, y, en ocasiones, de refriegas de borrachos, él era incapaz de conservar la calma.

Una de las preguntas más frecuentes que se le formulaban se refería al peligro que suponían los Hakonsson; Leif siempre daba la misma respuesta:

—¡No hay nada que temer! Incluso aunque Hord persista en sus ataques, el Consejo se ocupará del conflicto mucho antes de que llegue al norte del valle. Con el deshielo, los torrentes se convierten en infranqueables. Cuando los caminos se hayan despejado, el Consejo habrá tomado cartas en el asunto y Hord habrá recobrado la sensatez. Todo quedará en agua de borrajas. ¡No le deis más vueltas, pesados!

Así hablaba Leif, pero no conseguía convencer a todos y así se lo decían. Con la confianza hecha trizas, a menudo recurría a la cerveza en busca de consuelo, lo que le volvía aún menos eficaz.

* * *

Halli, entretanto, preparaba la expedición que le llevaría más allá del valle. Él y Aud se hicieron con mantas y gruesas capas para protegerse del frío, y las guardaron en secreto debajo de la cama del muchacho. Halli también encontró un buen número de viejas herramientas que podrían servirle de armas.

—¿Para qué quieres eso? —se burló Aud—. Pesan como si fueran piedras.

—Lo sé, pero si nos equivocamos y los trows…

—Oh, por favor. Aunque existan, que no es verdad, estarán ocultos bajo tierra. Iremos de día, ¿recuerdas? Y la primera vez no estaremos mucho rato. Echaremos un vistazo rápido y volveremos antes de que anochezca.

—Es mejor estar preparados de todos modos.

—Bueno, pero tú cargarás con ellas…

Por las noches, cuando el silencio se apoderaba del Clan, se entretenían charlando con Katla para sonsacarle detalles sobre las tierras que se extendían en la zona prohibida. La vieja aya simpatizaba con Aud, y era locuaz y alegre, sobre todo si se le ofrecía una jarra de leche con vino. Se sentaba junto al hogar: su rostro arrugado brillaba por las llamas y sus relucientes ojos iban de Halli a Aud alternativamente.

—Desde luego —decía—. Conocí a Halli cuando era aún más pequeño de lo que es ahora. ¡Cuando no era más que un bebé rollizo que gateaba cerca del fuego! ¡Ah, deberías haber visto aquel culito, sonriendo desde la alfombra! Sonrosado y gordito. Solía limpiarlo con…

—Oh, no creo que a Aud le interese eso —se apresuró a interrumpir Halli—. ¿Por qué no nos cuentas una de tus historias? Sobre Svein, sobre los trows, o algo así…

—Sí, por favor, querida Katla —pedía Aud. Se hallaba sentada a los pies de la anciana en un gesto de absoluta familiaridad, acurrucada cerca de sus rodillas. Halli, que estaba sentado en la silla de enfrente, se sentía casi irritado ante aquella escena—. Vuelve a contarme la historia de la fundación del Clan —continuó Aud—. ¡Es un relato precioso!

En el exterior, la tormenta invernal hacía temblar puertas y ventanas. El fuego se agitaba en la chimenea. La vieja aya sonrió.

—¿Cómo puedo decir que no a una niña tan guapa? Bueno, cuentan que cuando Svein no era más que un bebé, aunque menos gordo que Halli, de eso no me cabe duda, sus padres emprendieron un viaje desde las montañas. Muchos otros colonos iban con ellos. Entonces el valle era casi todo bosque. Llegaron a una hermosa pradera, donde…

—Oh… —saltó Halli—. ¡Este es el cuento de Svein y la serpiente!

Katla le lanzó una mirada furibunda desde el otro extremo de la chimenea.

—Si te lo sabes tan bien, ¡cuéntalo tú!

—Oh, pero a Halli se le da fatal contar historias —dijo Aud—. Es tan aburrido que casi parece imposible. Nos habríamos dormido en cuestión de minutos. Katla, por favor, sigue…

Pero Katla se había ofendido; se le veía en la cara. Dio un buen sorbo del vaso y se secó el bigote blanco que dejó la leche en su labio superior con gesto vigoroso.

—No, no. Halli podría aburrirse y no queremos que eso pase.

Halli se encogió de hombros.

—¿Por qué te preocupas de eso ahora? Repetirte no te había preocupado nunca.

—Nadie diría que es un asesino, ¿a que no? —recalcó Katla, mirando a Aud—. Parece tan inconsecuente.

Aud dirigió a Halli una mirada cargada de intención y dijo:

—No te enfades, Katla, querida. Si no te apetece contarla, dejémoslo. Pero me preguntaba una cosa. La otra noche me dijiste que este era el primer Clan que se instaló en el valle.

La respuesta fue un gesto de asentimiento breve.

—Sí, sí, esa es la verdad. —Katla bebió otro sorbito de vino.

—¿Y los demás colonos se dispersaron después de que los padres de Svein escogieran este lugar?

—Eso dice la historia, tal y como recordará Halli, que la ha oído tantas veces.

Aud se acurrucó aún más contra las rodillas de Kada.

—Oh, olvídate de Halli; no es más que un pesado. ¡Cómo me gustan estos viejos relatos! Eso significa que el camino que tomaron los colonos para cruzar las montañas debe caer cerca de aquí, por encima del Clan.

La vieja aya inclinó la cabeza.

—Así debe de ser. Los detalles se han perdido con el paso del tiempo. Se dice que el gran Svein desaprobaba que se narraran historias que fueran anteriores a él. Le gustaba ser el protagonista de los relatos, ¿y quién puede culparle, con lo excepcional que era? Su historia empezó aquí en el valle, y nosotros somos sus descendientes, así que es aquí donde comienza también nuestra historia.

—A pesar de eso, me pregunto si el camino aún debe de existir… —dijo Aud, sonriente—. Un paso en las alturas, una vía de acceso a las tierras del otro lado. Me pregunto adonde debe de dar, lo que puede haber allí…

Pero la cara de Katla se había ensombrecido.

—¡Qué pregunta tan rara, querida! ¿Qué te hace pensar en esas bobadas?

A Aud se le borró la sonrisa de los labios.

—Hum… Halli hablaba de eso el otro día y me dejó con la duda. Pero, dejando a un lado lo tonto que es, resulta divertido pensar que podría existir un camino ahí arriba que nunca veremos. ¿Te apetece un poco más de vino, Katla?

—Sí, llena el vaso hasta los bordes. Bueno, puedes dar las gracias a tu estrella de la suerte, niña, porque nunca tendrás que ver ese camino. Si lo hicieras, sería huyendo para salvar la vida con un gordo trow pisándote los talones. Ah, ¡lo que podrían hacerle a una inocente como tú! —La anciana se quedó pensativa durante unos segundos—. No, no, mejor ni mencionarlo. Ya hizo bien el gran Svein protegiéndonos de ellos con su espada. Es de eso de lo que tienen miedo: de su incomparable espada. Con ella en la mano y el cinturón de plata en torno a la cintura, Svein nunca perdió una batalla. Lo suyo no eran los golpes traicioneros o los apuñalamientos por la espalda, como hace alguien que yo me sé. —Y al decirlo guiñó un ojo a Halli, que puso mala cara—. No, si le enojabas, te cortaba la cabeza de un tajo limpio. Duro, tal vez, pero al menos con él sabías a qué atenerte. Ah… ¡esos eran otros tiempos!

—Según la leyenda, su espada se forjó antes de que los colonos se asentaran aquí —se atrevió a decir Halli—. Era dura y afilada como nada; podía atravesarlo todo.

Katla asintió.

—Sí, es una lástima que ahora ya no tengamos espadas como esa, para cuando Hord Hakonsson venga a cumplir con esas amenazas por culpa de alguien. Y no quiero señalar a nadie de por aquí… —Katla acarició el cabello de Aud—. Desde luego, no por tu culpa, chiquilla. Ni por la mía.

Llevado por un repentino arranque de indignación, y tal vez también por el vino ingerido, Halli se adelantó en la silla.

—Puedes decir lo que quieras de los trows, Katla, pero si solo salen por las noches, ¿por qué la gente no puede ir más allá de las runas durante el día? Como hicieron Svein y los héroes.

Katla dejó escapar un grito de horror.

—¡Diría que los trows son ya suficiente obstáculo para cualquiera! ¡Incluso los héroes temían sus garras! Pero, por si esto no te basta, te advierto que rebasar los límites marcados por Svein traería la desgracia sobre nuestro Clan… ¡Y sobre tu persona, naturalmente!

—¿Qué clase de desgracia? —insistió Halli—. Pongamos por ejemplo, ¿qué pasaría si una chica atontada y cabezota se atreviera a ir más allá de las tumbas?

La cara de Kada adoptó una expresión de sombría satisfacción.

—Esa chica quedaría estéril en ese mismo momento. Sería yerma, tanto como una vieja solterona como yo.

—Vaya —dijo Halli, con la mirada puesta en Aud—. ¿Qué chica sensata se arriesgaría a eso?

Aud esbozó una media sonrisa.

—¿Y qué pasaría si el descreído fuera un chico, querida Katla?

—¿Un chico? Ah, las consecuencias serían mucho más terroríficas para él. Pero no sé si deseo mencionar los detalles en compañía tan delicada.

—Oh, Halli podrá soportarlo.

—No, querida, es mejor que no lo diga.

—Va, cuéntanoslo…

—Bueno, ya que insistes en saberlo —prosiguió Katla, casi sin tomar aliento—, si me pides que te lo cuente, para un hombre la maldición sería la siguiente: en primer lugar sus partes íntimas sufrirían una reducción drástica; luego se retorcerían como una cochinilla agonizante; y por último se le caerían al suelo. ¡Pías! —La anciana dio un largo trago a su bebida y chasqueó los labios—. Así que, ¿quién en su sano juicio osaría hacerlo?

—¿Quién sería tan tonto? —Aud se acercó al fuego y cogió la jarra—. ¿Un poco más de vino, Halli? Me parece que tienes la boca seca.

* * *

El invierno se desvaneció poco a poco. Dejó de nevar, mejoró el tiempo. Al otro lado del muro contra los trows la nieve se acumulaba en los campos, formando ondulantes y caprichosas dunas, esculpidas y erosionadas por los vientos.

Una mañana en que unos débiles rayos de sol atravesaban las densas nubes, Halli se percató de que las dunas parecían un poco más bajas. Al día siguiente las crestas de nieve empezaron a ceder y a desgajarse. Desde el porche se oía el rumor del agua que se movía; en el aire flotaba el sonido de las gotas, el anuncio del inminente deshielo.

—Bien —dijo Aud—. ¿Nos ponemos en marcha?

—No hasta que veamos maleza en las cumbres.

Transcurrió una semana. Los hombres salieron a los duros campos. A medida que pasaban los días la nieve de la montaña que se elevaba detrás del Clan fue cayendo en grietas, hoyos y en zonas sombrías de sus laderas. En las lomas se dibujaba un bello estampado de rayas blancas y verdes, que llegaba hasta las runas.

—Muy bien —dijo Halli—. Adelante.

* * *

La mañana aún era joven; al sureste asomaba un sol pálido medio oculto por haces de nubes. El viento que soplaba desde las alturas todavía llevaba consigo rastros del invierno, pero aun así era el día más cálido del deshielo hasta el momento. Mientras ascendían la montaña, el sudor perlaba sus frentes.

Estaban a medio camino.

Halli, casi sin aliento, se volvió hacia atrás. El Clan aún resultaba visible, a la derecha, al final de las faldas de la montaña. El camino de Svein se abría a su paso cual trozo de cuerda oscura, serpenteante entre los campos nevados. Había una o dos personas trabajando la tierra, golpeando la nieve sin hacer ruido; parecían estar muy lejos.

Su mirada se posó en el afilado tejado de aquella casa, que su padre ya no abandonaría hasta que, en fecha próxima, emprendiera el último viaje hacia su tumba. Por un instante sintió una punzada de miedo, pero se la quitó de encima con una profunda inspiración de aquel aire gélido. Se recolocó la bolsa que llevaba a la espalda y sintió cómo se le tensaban los glúteos y las pantorrillas al reemprender el ascenso. Le sentaba bien estar vivo, activo, después de tanto tiempo de encierro forzoso. Con un rápido vistazo ojeó el horizonte.

—¿Crees que el tiempo se mantendrá? —preguntó él.

—Sí. No tendrás miedo, ¿verdad? ¿Prefieres regresar? —Aud se hallaba unos cuantos pasos por delante de él. La capucha le cubría el cabello, y ese hecho, junto con la túnica y los pantalones que Halli le había prestado, le confería un aspecto extrañamente masculino. Para ella el ascenso resultaba bastante más fácil que para Halli, y ya se había sentado a esperarle en varias ocasiones mientras él se esforzaba por alcanzarla.

—En absoluto. —Llegó hasta ella después de dar tres grandes zancadas—. Es un poco empinado, nada más.

—Bueno, tú escogiste el camino. ¿Por qué no vamos por allí, por ese sendero? —Señaló hacia la pendiente este de la colina—. Es mucho más llano.

—Y también más expuesto —dijo Halli—. Ahora mismo esta zona no se ve desde el Clan. Es mejor no arriesgarse, por si a alguien le da por levantar la cabeza… Aunque no suelen hacerlo, la verdad.

—¿Quieres que cargue con la bolsa un rato?

Halli se pellizcó los labios, indignado.

—No, gracias.

—¿Porque soy una chica? Como quieras. Al fin y al cabo mereces llevarla. Es culpa tuya que pese tanto.

Él movió la bolsa sobre sus hombros.

—Podemos necesitarlas.

—No. Es de día. Venga, sigamos. ¿Dónde está ese muro roto vuestro?

—No muy lejos. Lo veremos en cuanto superemos ese saliente.

El verano anterior, cuando estuvo en los altos pastos, la hierba aparecía salpicada de flores azules y amarillas; las abejas zumbaban entre los arbustos y resultaba sencillo olvidarse de la proximidad del límite, al menos durante el día. Sin embargo, entonces, cuando rebasaron el saliente y se hallaron en la pequeña planicie, todavía rebosante de nieve crujiente y erosionada, el paisaje resultaba aún más pavoroso. La cabaña se acurrucaba contra la pendiente como un mendigo en una esquina; el viento chocaba contra sus paredes de piedra. Junto a ella se distinguía una línea cortada y ondulante: la barrera para las ovejas que se dibujaba entre pequeños salientes de piedra que asomaban en la nieve. Más lejos, y más arriba, recortadas sobre el horizonte blanquecino bajo un cielo grisáceo, se alzaban las runas.

De repente se hallaban muy cerca.

Tanto Halli como Aud redujeron un poco el paso, a pesar de que el terreno era casi llano. No se miraban.

Las runas habían adoptado un color gris, salpicado de musgo; las lápidas se veían unidas por la nieve. La mayoría estaban separadas por una prudente distancia, pero algunas se arracimaban, más juntas, como si intercambiaran íntimas confidencias.

Halli y Aud permanecieron casi inmóviles. El viento les azotaba la cara. No se oía nada más.

Las runas estaban justo en la cumbre de la colina, y no había forma de ver los páramos. Para echarles un vistazo había que cruzar a la zona prohibida.

No era difícil. Los separaban veinte pasos, treinta como mucho. Lo único que debían hacer era andar.

No se movieron.

—Nada nos detiene, ¿verdad? —dijo Halli.

—No.

—Pues deberíamos ir.

—Tienes razón.

—Lo hemos discutido mucho, ¿no? ¿Por qué esperar más?

—Exactamente.

—Exactamente… —Halli soltó el aire despacio y luego respiró hondo—. ¿Te apetece comer algo? Podríamos sentarnos en la cabaña, tomarnos un descanso, pensar en cómo…

Aud le interrumpió.

—Creo que deberíamos ir corriendo, en lugar de andar. Terminar con esto cuanto antes. ¿Entiendes lo que quiero decir? ¿Halli?

Halli, a quien de repente habían asaltado los recuerdos de la oveja que se le escapó el verano anterior y el relato de Katla del chico medio devorado, meneó la cabeza.

—¿Qué? Ah, sí. Correr. Muy bien, hagámoslo. Y nos llevaremos esto. —Dejó la bolsa en el suelo, rebuscó en su interior y sacó una podadera de setos, con el mango de madera y una hoja gruesa y curva. El metal presentaba manchas de óxido y estaba roto en la punta, pero el borde era afilado. Lo sostuvo con la mano derecha—. Solo por si acaso. ¿Quieres una?

—¡No! Ya te he dicho mil veces que no va a pasar nada. Los trows no existen, Halli. Son solo una sarta de mentiras. Nada más.

—Espero que no te equivoques.

—Bueno, si quieres que vaya sola —replicó ella, tajante—, puedes volverte a casa. Yo sigo.

—¿Quién ha dicho que quiero volver? Empecemos con esto. —Enfadado, se colgó la bolsa al hombro y la cogió de la mano. La de ella estaba algo más fría y le pareció que también temblaba un poco—. ¿Juntos?

—Juntos.

Volvieron las cabezas hacia el cielo y salieron corriendo hacia la fila de tumbas.