14
Svein aún no había cumplido los dieciséis años cuando murió su padre, pero su toma de mando no pasó desapercibida. Lo primero que hizo fue congregarlos a todos en el patio.
—Echad un vistazo —dijo Svein—. ¿Qué es lo que veis? Granjas y campos de repollos, barro y estiércol. Todo esto va a cambiar. Pretendo convertir nuestro Clan en uno de los más importantes del valle, y para eso necesitamos más tierras. Hay muchas otras granjas por aquí cerca y es necesario que las tomemos bajo nuestro control. Ahora cogeremos las espadas e iremos a convencer a sus propietarios.
—Pero no somos hombres de guerra —dijo uno de sus hombres—. Solo sabemos cultivar la tierra.
—Esa es otra cosa que quería deciros —replicó Svein—. Todas las noches, cuando los trows se acercan por sus túneles, os encogéis en vuestras camas. Ahora que estoy al mando, esto se va a acabar. Ya es hora de que nuestros enemigos teman a nuestro Clan.
Desenvainó la espada.
—¿Alguna objeción?
Nadie tenía ninguna. Todos fueron a por sus armas.
Su estratagema no los había despistado. Agachado entre las sombras del barranco, oyó el rugido de muchas gargantas, por encima del ruido de la lluvia, que recorría las pendientes mojadas de la colina y se hacía más audible en las grietas que rodeaban el foso mientras los perros corrían como salvajes por el torrente. Volvió la cabeza y apretó la cara contra la hierba por un momento para hacer acopio de fuerzas. Si no salía del barranco enseguida, no tardarían en encontrarle. Imaginó la velocidad de la jauría, su hambre por la presa; imaginó a los hombres que iban detrás, malcarados, armados con hoces y palos, cuchillos y cuerdas. No se molestarían en llevarle de nuevo al Clan, no cuando habían llegado hasta tan lejos. Elegirían el primer árbol y lo colgarían de una rama lo bastante gruesa como para sostener su peso.
Cerró los ojos, hundió la cabeza en la hierba y el barro, aspirando su oscuro y amargo aroma. Sería más fácil no huir. Llevaban todo el día persiguiéndole y tenía la rodilla hinchada; se le había agarrotado incluso durante ese breve descanso, mientras esperaba bajo el cielo encapotado rezando para que siguieran el rastro equivocado, corriente abajo. Pero los perros habían captado el olor a pesar del agua y ahora le pisaban los talones. Aunque corriera, no tardarían en capturarlo. Era más fácil quedarse inmóvil.
Justo debajo de la pendiente, donde la corriente descendía hasta formar una serie de pequeñas cascadas, estalló un seco coro de ladridos. Debía de ser donde se había herido el brazo; habían encontrado la sangre en la roca. El ruido de la jauría sirvió para que se sobrepusiera al cansancio y le dio fuerzas. Echó la cabeza atrás y se obligó a mirar el lateral del barranco. No era muy escarpado. Podía hacerlo, incluso con la rodilla hinchada. Se agarró a la hierba con ambas manos y fue subiendo. Sus pies desnudos resbalaban, los dedos le chocaban contra las piedras; cayó un poco. Luego los pies encontraron un apoyo y se impulsó hacia arriba con más ímpetu. La rodilla se quejó, pero no más de lo que cabía esperar. Mano sobre mano, hundiendo los dedos en el lodo, Halli subió la pendiente. Unos momentos más tarde, haciendo caso omiso a los arañazos, consiguió rebasar el borde y tenderse en el suelo.
Frente a él la pendiente caía hacia el oeste entre huecos y peñascos, hasta desembocar en una arboleda: una extensión gris azulada de árboles frondosos, medio torcidos, que cubría la ladera de la montaña. Un bosque. Un bosque significaba refugio. Mejor intentar esa vía que quedarse en campo abierto para ser destrozado.
Cojeando, a trompicones, Halli se dirigió hacia el bosque.
Por detrás, una niebla más oscura que las nubes, el humo que salía del Clan en llamas, se elevaba silenciosamente hacia el cielo.
* * *
Había perdido la primera bota en la negra quietud del foso, en algún punto entre el impacto contra el fondo blando y lodoso y la patada final que dio para impulsarse y salir a la superficie. Ya la había perdido cuando la cabeza salió del agua y notó la lluvia, cuando vadeó la corriente hacia el borde, protegido de las flechas por la oscuridad. A su izquierda, en la superficie del agua, se reflejaba un oscilante cuadrado de fuego.
Al principio creyó que los había despistado, que se habían quedado para sofocar el incendio. Había cruzado varios campos animado por esa esperanza, hasta que, tras ascender por una leve pendiente, tuvo la oportunidad de mirar a su espalda. Entonces, desde aquel punto de la montaña, con el amanecer grisáceo cerniéndose sobre el mar y el Clan de Hakon en llamas, vio las luces de las partidas de búsqueda, que se unían y separaban detrás de aquel círculo negro, el foso, y oyó los aullidos de los sabuesos.
Por encima estaban las runas, al este el mar: no tenía más remedio que ir hacia el oeste, de regreso al norte del valle. Ellos también lo sabían. Se habían movido deprisa en el terreno llano para cortarle la salida, usando senderos que él desconocía. Él acababa de cruzar el camino de pastores hacia los helechos cuando una avanzadilla de la jauría siguió ese mismo camino, alterados y nerviosos al percibir su olor. Y ese habría sido el final, allí mismo, si él no hubiera metido la bota que le quedaba entre dos rocas, hundiéndola tanto como pudo, antes de continuar su huida por el arroyo. El truco le salvó. Mientras los perros se entretenían en el agujero, entre aullidos y patadas, él siguió subiendo, tomando siempre que le era posible los arroyos que, como venas, se dirigían hacia el mar.
Pero el día se había acabado y ellos no habían perdido su rastro.
Y Halli se estaba quedando sin recursos.
* * *
Poco antes de alcanzar el bosque la jauría apareció sobre la colina. Del furor de sus ladridos dedujo que le habían visto. Con árboles o sin ellos, estaban muy cerca.
Se dejó caer en la orilla, bajo los aleros extendidos de los robles que la flanqueaban, y pisó el primer suelo seco del día. A la derecha descubrió un poste de madera que marcaba la entrada a un Clan. Los rasgos del héroe estaban ocultos debajo de una capa de grueso musgo verde, pero parte del cuerpo resultaba visible, y Halli creyó ver unos restos débiles de color púrpura en la madera tallada.
El color púrpura indicaba las tierras de Arne, lo cual implicaba…
No. El Clan estaría demasiado lejos. No llegaría a tiempo.
Halli emprendió una carrera sin rumbo, bosque a través: se agachaba para protegerse de las ramas, atravesaba enmarañadas matas de helechos muertos. Sus pies se hundieron sobre un montón de hojas secas, cayó en un inesperado agujero y se quedó atrapado entre las raíces y los espinos. Se incorporó a duras penas y prosiguió la huida… solo para volver a caerse poco después. La debilidad ya era insoportable: comprendió que si se caía de nuevo ya no se levantaría. Se apoyó en un arbusto para izarse del suelo y continuó abriéndose paso en otra masa de helechos. Al tercer paso le falló la pierna. Se desplomó hacia delante, con las manos extendidas… El terreno dibujaba una empinada pendiente descendente; cayó rodando, entre tierra y helechos…
Y de repente se paró, dolorido, cuando el terreno se convirtió en un camino llano y cubierto de piedras.
Hundido en los helechos, rodeado de piedras, Halli se quedó inmóvil.
Estaba tendido de espaldas, con las piernas despatarradas y una rodilla doblada, contemplando la red de ramas que se alzaba sobre el camino. El cielo se oscurecía, se acercaba la noche. Esto le hizo sonreír un poco: los había tenido en danza todo el día, lo que suponía una buena hazaña. Pero ahora se acababa. Ya no tenía sentido intentar aplazar lo inevitable. Mejor enfrentarse a ello. Terminar.
Cerró los ojos; esperó, atento a los ruidos…
Sí. Allí estaban.
Halli no se molestó en moverse ni un ápice, ni siquiera prestó demasiada atención al ruido, de manera que solo cuando lo tuvo muy cerca se percató de que era algo distinto: no eran perros, ni un grupo de hombres, sino un chasquido más seco, más solitario.
Llevado por una curiosidad instintiva, Halli levantó la cabeza y, entre la creciente oscuridad, vio a un jinete a caballo que avanzaba hacia él por el camino.
De la brida colgaban cintas de color púrpura.
Con un grito ronco, Halli levantó una mano ensangrentada.
El jinete gritó, el caballo se paró en seco; sus pezuñas dibujaron líneas nerviosas en el barro, no muy lejos de donde Halli tenía la cabeza.
Algo en el grito hizo que Halli abriera mucho los ojos. Levantó la vista hacia el jinete, hacia la esbelta silueta que se recortaba contra el cielo, y sintió una corriente de esperanza que le recorría todo su cuerpo.
—¿Aud? —Su voz era ronca, irreconocible.
La lluvia empezó a caer sobre las hojas. El caballo se movió. En ese momento no se oía a los perros, pero no podían estar lejos; tardarían poco en dar con él.
El jinete le había dedicado un vistazo fugaz antes de desviar la mirada. Tiró de las riendas; el caballo avanzó hacia delante, sus patas delanteras rozaron con cuidado las piernas de Halli.
—¡Aud! Soy yo. ¡Halli Sveinsson! —Al borde de la desesperación, se apoyó en un codo e intentó levantarse—. ¡Por favor!
—¿Halli? —El caballo se detuvo. La chica soltó una carcajada súbita, breve y aguda como el aullido de un zorro—. ¡Por el gran Arne, eres tú! ¿Qué haces aquí? —Su voz desprendía una alegría artificial, teñida de asombro y preocupación.
Él se puso en pie despacio.
—Siento haberte asustado.
—Se ha asustado el caballo, no yo. He gritado para tranquilizarlo. —Llevaba el pelo suelto y húmedo por la lluvia y su cara era más pálida de lo que él recordaba, aunque esto quizá se debiera a la luz. Estaba muy erguida sobre la silla de montar y sostenía las riendas con fuerza. Halli percibió que ella se estaba formulando un millón de preguntas—. Gran Arne —dijo Aud bruscamente—, estás fatal. Se te ve muy delgado.
—Sí, bueno, la verdad es que no he comido mucho estos días. —Le llegó un sonido amortiguado, procedente de algún lugar pendiente arriba; dio media vuelta y escrutó el bosque en sombras—. Escucha…
—Y por tu olor deduzco que tampoco te has lavado —dijo la chica—. No desde hace tiempo. ¿Has visto cómo ha retrocedido el caballo al percibir tu olor? La última vez que lo hizo había un oso muerto en el camino, y aunque debía de llevar allí al menos una semana no olía ni la mitad de mal que tú. Estaba todo hinchado, pegajoso y cubierto de moscas.
—Ya. Aud…
—¿Qué haces aquí, Halli? —Hablaba con la misma frialdad que él recordaba de su primer encuentro en el huerto.
Halli volvió a mirar hacia atrás. No había tiempo que perder, ni un segundo. Y sin embargo era consciente de que no podía meterle prisa. No la conocía lo bastante como para exponer su petición sin ambages: si la asustaba o enojaba, se limitaría a marcharse.
—Aud, escucha… Resulta difícil de explicar ahora, pero ¿te acuerdas de que me dijiste que podía venir a visitarte algún día? Pues, bueno… se me ocurrió aceptar tu ofrecimiento. Pero quizá antes podríamos…
De repente Aud posó la mirada en el bosque.
—¿Qué ha sido eso?
Halli respiró hondo.
—Perros. Perros de caza. Me persiguen.
—¿Quiénes son?
Él titubeó.
—Unas personas.
Aud, hija de Ulfar, le miró con frialdad, se ajustó la capucha y se ciñó la capa para protegerse del frío vespertino.
—¿Unas personas?
—Exactamente.
Un mechón de cabello se le había escapado de una de las trenzas y le cayó sobre una mejilla. Lo apartó de un soplido y le miró.
—¿Te importaría ser más concreto?
Halli apoyó su peso primero en un pie y luego en otro, sin dejar de mirar hacia atrás con palpable nerviosismo.
—La verdad es que se trata de una cuestión personal, y preferiría mantener la discreción en lugar de airearla a los cuatro vientos; no obstante, te estaría eternamente agradecido si pudieras ayudarme…
—¡Qué encantador por tu parte! —le cortó Aud sin contemplaciones—. Bueno, no querría entretenerte. No me cabe duda de que te quedan muchas horas de huida. ¿Puedo sugerirte que cojees hacia el este, fuera del territorio Arnesson? No quiero ver manchas de sangre en mis tierras. Adiós.
El caballo avanzó de nuevo; esta vez Halli se plantó delante al tiempo que hablaba a toda velocidad.
—¡Son los Hakonsson! —gritó—. Todos, ¡o cuando menos la mayoría! ¡Si me atrapan me colgarán del primer árbol que encuentren! Aud, si me ayudas estaré en deuda contigo para siempre. ¡Te lo prometo!
En ese momento ella enarcó las cejas y sus labios esbozaron una sonrisa.
—Debo confesar que me tienes intrigada. ¿Qué has hecho esta vez para ponerlos así de furiosos?
En algún punto de la arboleda, en la cumbre de la pendiente, estalló una potente algarabía de ladridos, que se fragmentó al tiempo que los perros proseguían con su carrera. Halli juntó las manos en lo que quería ser el gesto decisivo, masculino y sin embargo sutilmente desesperado.
—Por favor, te lo contaré todo, pero no ahora…
La jauría había captado su olor y descendía en ese momento por la pendiente, desordenada, ávida de su presa.
Aud se rascó la barbilla.
—Bueno…
Los primeros perros atravesaban los helechos.
—Vale. Sube. —Ella tendió la mano y le ayudó a montar. Tiró de las riendas y el caballo partió al galope, justo cuando los primeros perros pisaban el camino.
* * *
Cayó la noche; la luna inició su ascenso, iluminando con su luz suave los árboles cercanos. La mejilla de Halli rebotaba contra el hombro de Aud y el cabello de la chica le azotaba la cara. A él no le molestó demasiado.
Por fin el caballo aminoró el paso. Halli levantó la vista. Enfrente, rodeada por un oscuro círculo de árboles, se distinguía la silueta del Clan: él se dijo que era más pequeña que el de Hakon, aunque seguía siendo más grande que el de Svein a pesar de que carecía del muro circundante. Un conjunto de casitas, iluminadas con alegres colores, daban la bienvenida con su brillo acogedor. En el centro se alzaba la mansión principal, de grandes ventanales que iban de pared a pared. En el aire flotaba un suculento olor a comida, y Halli se animó al pensar en almohadas de plumas, agua caliente y mesas bien provistas de alimentos.
En ese momento Aud dirigió el caballo por un camino pedregoso hacia un viejo y destartalado establo, cuyas puertas estaban abiertas. El caballo se mostró claramente reticente a entrar, pero Aud insistió. El interior, muy oscuro, apestaba a humedad y a productos de granja.
—¿Dónde estamos? —preguntó Halli con cautela.
—En el viejo granero.
—Gracias, pero si no te importa mañana me enseñas todo el lugar. ¿No sería mejor ir al salón a cenar?
—Este será tu salón esta noche —replicó Aud—. ¿Acaso crees que mi padre recibirá a un mendigo andrajoso con los brazos abiertos?
Halli soltó un gruñido ofendido.
—Existe algo llamado caridad.
—Y también algo llamado sospecha y disgusto. El último vagabundo que apareció por aquí acabó en la rueda del molino, y hasta él se habría asustado al verte. Aunque mi padre se contuviera, no me cabe duda de que haría un montón de preguntas. Sobre ese cinturón de plata que llevas debajo de la capa, por ejemplo.
—¿Qué cinturón de plata?
Aud negó con la cabeza.
—Mira, si quieres que vuelva a llevarte al Clan de Hakon solo tienes que pedirlo. Conozco el camino.
—Vale, vale, el cinturón de plata. Podemos hablar de todo esto mañana.
—Muy bien. Sería bastante aconsejable que tus pies no tocaran el suelo. No deberíamos dejar ningún rastro de olor aquí, por si acaso. Por aquí cerca está la escotilla que da al pajar. Levanta las manos y palpa el techo. Como eres tan patéticamente bajito, tal vez tengas que ponerte de pie sobre la silla.
Ella instó al caballo a seguir adelante muy despacio, muy despacio, hasta que llegaron al centro del establo. Con triste resignación y extremo cuidado, Halli se puso de pie en la silla apoyándose en el hombro de Aud con una mano. Fue palpando el techo a derecha e izquierda hasta que un súbito golpe en la frente le hizo ver las estrellas. Se inclinó a un lado soltando un grito de dolor.
—Está al lado de una viga baja —dijo Aud, al tiempo que le cogía del brazo—. ¿La has encontrado?
Halli se enderezó con dificultad. Su voz era débil.
—Creo que sí.
—Bien. Pues ahora sube. Volveré mañana, en cuanto pueda.
—¿Con comida?
—Si puedo conseguirla. Venga, rápido. Estoy hambrienta y llego tarde a la cena. Si no me doy prisa me perderé los fiambres y el vino.
Halli no contestó. Buscó la abertura y se agarró a los lados con las manos. A pesar del dolor muscular y del temblor de sus brazos, se encaramó por el agujero y fue a parar al pajar. Allí se quedó, tendido de espaldas. Debajo, Aud y su caballo salieron del establo, pero antes de que hubieran cruzado la puerta Halli ya se había dormido.