11

11

Los tesoros de Svein se componían de: su copa, tallada en un diente de dragón, que confería a la cerveza un punto ahumado; el collar, trenzado con los huesos de los dedos de una niña trow, que le arañaba y tiraba del cuello cuando Svein se agachaba; el cinturón de plata, su talismán en las batallas; la cota de malla, de engarces tan finos como las escamas de la piel de serpiente; y, por encima de todo, por encima de todas las maravillas que él fue recopilando en sus años de grandeza, estaba la espada, un arma incomparable.

Svein recibió esa espada cuando tenía seis años. Era una hoja antigua. Se decía que para hacerla habían fundido cinco tiras de metal, todas flexibles como juncos y duras como rocas. El borde de la espada era fino como el de una brizna de hierba y afilado como el diente de un lobo; a un lado se había tallado el dibujo de una serpiente, de manera que cuando Svein mataba a alguien la sangre descendía por el grabado y confería brillo al reptil. La simple visión de esa arma sembraba el pavor entre los enemigos de Svein y los acobardaba.

A lo largo del viaje Halli había dedicado muchos ratos a imaginar el momento en que por fin mataría a los Hakonsson. Había colgado cuerdas de los árboles antes de que sus víctimas pasaran, decapitando a Olaf en el camino de ida y a Hord y a Ragnar en el de vuelta. Había corrido por su salón mientras ellos bebían tranquilamente, cogido una lanza de la pared y, sin perder un segundo, los había empalado a los tres de un solo golpe. Les había arrojado flechas, los había aplastado con piedras y, en una maravillosa escena que acudió a su mente un día en esos momentos que separan la vigilia del sueño, los había ahogado a los tres en un gigantesco barril de cerveza.

Ahora que se imponía la cruda realidad, ahora que se hallaba delante del gran Clan de Hakon, tales fantasías se desvanecieron como por ensalmo, al igual que las descabelladas ideas de la noche anterior. No podía escalar esos muros tan altos; no podía cruzar el foso. La puerta era el único acceso, pero implicaba pasar por el puente delante de todos. Y no solo de la gente corriente: había guardias o vigilantes apostados en el muro. Por la noche lo más probable era que cerraran las puertas, así que tendría que hacerlo en pleno día.

Halli se esforzó por contener el hambre que le atenazaba el estómago y la sensación de debilidad de su cuerpo. Sí, era un obstáculo formidable. Sí, el lugar era mayor de lo que había creído. ¿Y qué? ¿Acaso Svein habría dado media vuelta y huido con el rabo entre las piernas? No. Habría encontrado la forma de entrar.

Su mente funcionaba a toda marcha. Los habitantes del valle inferior eran rubios y de piel pálida; en general eran también altos y esbeltos. Un forastero bajito, achaparrado y de pelo negro resaltaría entre la multitud en cuanto intentara acercarse a la puerta. Tendría que ingeniárselas para ocultarse como fuera si quería pasar. En un carro, tal vez: debajo de maíz, verduras o incluso estiércol… Halli adoptó una expresión seria y resuelta. Haría lo que fuera necesario. La gente del Clan de Hakon era violenta, agresiva y suspicaz; si le echaban el ojo encima lo prenderían y azotarían en el poste, y eso sin que hubieran descubierto la misión que tenía en mente. Halli apretó los puños al pensar en la crueldad que guiaba los actos de aquellas gentes. No importaba: ¡pronto mataría a Olaf y la casa se llenaría de llantos!

—Eh, ¿te encuentras bien? —preguntó una voz alegre—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Halli levantó la vista: por la pendiente de la colina había aparecido un hombre. Era un tipo de mediana edad, alto y fornido. Llevaba el cabello rubio recogido en la nuca, la barba bien afeitada y recortada en las mejillas. Vestía una túnica adornada con bandas de color rojo anaranjado en el hombro, en señal de afiliación al Clan. El aro de bronce que le recogía el cabello brillaba bajo el sol matutino. Su cara, de expresión amable y franca, estaba arrebolada por la caminata.

Halli carraspeó.

—No, no… Estoy bien.

—Pensé que estabas preocupado por algo. ¡Eso no puede permitirse en el Día de Hakon! —El hombre dejó caer una bolsa que llevaba al hombro y se secó la frente con la manga—. ¡Y este año hace bastante calor, a pesar de caer tan tarde! Dime, ¿vienes de muy lejos?

Halli vaciló.

—Bueno…

—No eres de por aquí, eso seguro.

—No…

El hombre sonrió.

—¿Del Clan de Ketil? ¿O del de Egil, tal vez? Hemos recibido a varios mendigos que bajaban desde el Clan de Ketil este año después de las inundaciones que sufrieron en primavera.

—Del Clan de Egil —dijo Halli, sin pensar—. Y, disculpa, pero no soy ningún mendigo.

—¿No? —El hombre retrocedió un paso—. Espero que no estés enfermo. Si es sarampión, no deberías salir de tu casa.

—Ni soy un mendigo ni estoy enfermo, solo fatigado. —Halli señaló sus ropas con irritación—. Ha sido un largo viaje, eso es todo.

—Bueno, ¡pues bienvenido a las tierras de Hakon! —El hombre dio una palmada en el hombro de Halli con ánimo amistoso—. Me llamo Einar. ¿Tienes hambre? Da la impresión de que no te iría mal comer algo.

—Oh, sí, por favor.

Halli observó cómo el hombre sacaba pan, queso y un odre de vino de la bolsa; tuvo que esforzarse por no arrebatárselo, y aun así comió y bebió con una avidez inusitada.

—Estás hecho polvo —comentó Einar—. Deberían trataros mejor en el Clan de Egil. Aquí, en el de Hakon, nuestro Juez, Hord, reparte grano entre todos en tiempos de vacas flacas. Así incluso en los peores años salimos adelante.

Halli asintió con un gruñido y echó un trago al odre de vino.

—Sí, señor, el gran Hord es un buen dirigente —continuó explicando Einar—: un hombre fuerte, valiente y decidido. Ha devuelto la riqueza a este Clan, como se aprecia a simple vista. Es un hombre de buenas ideas, este Hord, ¡y con la fuerza de los héroes! —Miró a Halli con amabilidad—. Pero, bueno, todos no podemos ser grandes hombres, ¿no es así? Cada uno de nosotros debe recorrer su pequeño camino. Dime, ¿que te ha traído hasta aquí?

Halli terminó de engullir el último trozo de queso. Estaba un poco sin aliento.

—Yo… solo quería ver este célebre Clan. Tal vez encontrar algún trabajo…

—Bueno, no sé nada de trabajos, pero si quieres ver el Clan de Hakon has llegado en el día adecuado. ¡Es el aniversario del triunfo de nuestro Fundador en la Roca de la Batalla! Habrá tiro al trow, bebida… —El hombre señaló hacia el Clan con un gesto—. Mira, ven conmigo y así lo ves con tus propios ojos.

—¿Me dejarán entrar? —Halli parpadeó; no cabía en sí de su asombro.

—Por supuesto. ¿Por qué no? Todos los amigos son bienvenidos. Incluso los que van tan desaliñados y patéticos como tú. Además, es un día para hacer buenas obras. ¿Quieres que te ayude con la bolsa?

—No. No, gracias.

Y juntos emprendieron el camino, descendiendo hacia el imponente Clan. Subieron luego por la larga rampa de tierra que cruzaba sobre campos y salinas.

—Es un lugar impresionante —comentó Halli.

—¿Verdad que sí? Hord ha hecho subir los muros y los ha reforzado. Tiene a hombres que los patrullan noche y día. En la época de su padre todo era más relajado.

—¿A quién teme?

Einar, el hombre del valle inferior, se echó a reír.

—¡A nadie! Pero así eran las cosas en los tiempos de Hakon y Hord desea imitarle. Somos muchos los que practicamos las viejas habilidades: jugamos con cayados y flechas, vamos de caza a las montañas…

—¿Más allá de las tumbas?

Einar abrió mucho los ojos; hizo un gesto para ahuyentar el mal de ojo.

—¿Qué? ¿Estás loco? Mira, estas son las nuevas puertas del Clan, ¡hechas de roble y acero!

Habían llegado al final del puente, por detrás de un nutrido grupo de personas. Cruzaron una gran puerta arqueada que daba a un callejón estrecho. Al instante la luz disminuyó, convertida en sombras de un gris azulado, salpicadas de estrechos triángulos brillantes sobre las losas en los lugares donde se asomaba el afilado azul del cielo. Los edificios se arracimaban, todos de yeso blanco y madera con flores que colgaban de los aleros. Más fresco, a resguardo del sol, Halli subió por una leve pendiente de piedras suaves y redondeadas por el paso de los años. La comida y el vino habían cumplido con su función: se sentía revitalizado, repleto de confianza en sí mismo. A pesar de eso, la magnitud de todo aquello le impresionó. Pasó frente a tiendas abiertas: la de un tonelero, la de alguien que trabajaba la piel, la de un hombre que fabricaba juguetes, la del ceramista, la del tejedor, un puesto con collares y broches que relucían a la sombra. En el Clan de Svein se hacían cosas parecidas, pero solo en las trastiendas de las casas cuando los hombres volvían del campo; los bienes se intercambiaban sin más ceremonia en el patio central, no se presentaban a la venta de forma tan espléndida.

El camino se abrió y los edificios quedaron atrás. Desembocaba en un espacio amplio, tan lleno de gente como un prado de flores en primavera. En su extremo más alejado, alto e imponente como los precipicios que rodeaban el cañón, se alzaba la mansión de Hakon. Las puertas centrales, protegidas por un porche arqueado sostenido sobre grandes pilares de madera, eran casi tan altas como la casa de los Svein. A Halli le dolía el cuello con solo mirar hacia el alto tejado.

Soltó un silbido de admiración, a pesar suyo. Sí, era grande. Sí, ¡era majestuoso! Pero no importaba. Haría lo que había ido a hacer.

Hasta el momento todo iba sobre ruedas. Había logrado acceder al Clan con facilidad insospechada. Ahora había que dar el siguiente paso. Oteó el patio, sus ojos entrecerrados se pasearon por la multitud advirtiendo con sorpresa la mezcla de gentes: entre los habitantes locales, más altos y más entrados en carnes, había otros de la parte superior del valle, morenos y delgados.

Por el patio había varias tiendas dispersas con cortinas de color escarlata donde la gente se entretenía con juegos de azar y habilidad, disfrutaba de bebidas o escuchaba a los contadores de historias y trovadores. Las risas se oían por todas partes, las caras se veían felices y arreboladas. Halli lo observaba todo con semblante serio. Le resultaría muy fácil separarse de Einar, desaparecer entre el gentío, pero ¿luego qué? ¿Esconderse hasta que se hiciera de noche?

Einar le dio un codazo.

—¿Qué me dices del Clan, amigo? ¡Cerveza y diversión gratuitas! Cuando la gente termina de trabajar, se reúne. Y esta noche los que hemos sido invitados brindaremos en honor de nuestro Fundador en la casa grande.

—¿Hay un banquete?

—Me temo que no lo verás. No se admiten extranjeros en el Clan por la noche. A esas horas ya te habrán despachado.

—¿Hord y Olaf asistirán? —preguntó Halli en tono despreocupado—. ¿Y Ragnar Hakonsson?

—Hord y Ragnar seguro. Pero Olaf no. Está enfermo.

Halli le miró con el corazón acelerado.

—¿Enfermo?

—Recuperándose de una herida de trow. Su caballo tropezó cerca del límite y Olaf rozó la sombra de una tumba. —Einar hizo otro signo protector—. ¡Que Hakon le ayude a restablecerse! Es un hombre noble, al igual que su hermano.

—Pobre hombre. —Halli se relamió los labios—. Supongo que estará acostado. ¿Dónde crees que debe de estar su cuarto? ¿En la casa principal?

Pero Einar se había distraído de repente. Le brillaban los ojos y estiraba el cuello para ver entre la multitud.

—Amigo, ¡tienes suerte! ¡Aquí viene nuestro Árbitro!

Halli abrió mucho los ojos; se volvió para ver, a lo lejos, entre una densa masa de invitados, la figura de Hord Hakonsson. La cabeza resultaba fácilmente visible, ya que era más alto que el resto. Sus hombros, anchos como los de un oso, iban de un lado al otro. Todos se retiraban a su paso y él se dedicaba a dar palmadas en la espalda, estrechar manos y lanzar saludos a voz en grito a los conocidos que veía.

—¿No me dirás que no es un hombre impresionante? —dijo Einar.

—Mucho —rezongó Halli, mientras se cubría la cabeza con la capucha.

—Quizá consigas conocerlo en persona. Viene hacia aquí.

Halli retrocedió unos cuantos pasos, mirando a ambos lados en busca de una vía de escape. Lo que decía Einar era cierto: Hord se acercaba. Llevaba una capa bordeada de piel, prendida al cuello por un cierre dorado. Su voz, su porte, e incluso la caída de la capa, proclamaban a gritos su poder.

—Eh, amigo —exclamó Einar—. ¿Adonde vas? Hablará contigo.

—No, no. No lo merezco.

—Vaya, no digas eso. En el día de Hakon incluso el gran Hord se apiadará de tu triste estampa. Mira, le llamaré para que te salude. —Alzó la voz—. ¡Arbitro…!

—No, por favor.

—¡Arbitro!

Halli lanzaba frenéticas miradas de soslayo desde debajo de la capucha y vio que Hord se fijaba en Einar y alzaba la mano en señal de saludo. Fue a acercarse, pero le interceptaron tres mujeres del Clan que le mostraron sus respetos.

Einar sonrió a Halli.

—No te apures. Habrá terminado en un momento. —Cogió el brazo de Halli—. No seas tan tímido. Cazo con él y le conozco bien. Que no te avergüence tu aspecto. Es honorable con sus amigos.

Halli intentó desesperadamente zafarse de Einar.

—¡No! Escucha… ¡No debo acercarme a él!

La sonrisa de Einar se borraba lentamente.

—¿Por qué no?

—Yo… Yo… Antes tenías razón, sufro varias enfermedades raras que no deberían propagarse, y menos aún hacia un hombre tan importante como Hord. —Halli retrocedía mientras hablaba—. Heridas que supuran, esa clase de cosas. No creo que quieras oír los detalles. Es mejor que me aleje.

Einar ya no sonreía en absoluto.

—¡Espera! No tuviste el menor problema en acercarte a mí.

—Ah, sí, pero me… me tomé la molestia de permanecer en el lado donde soplaba el viento mientras andábamos. La brisa se llevaba el hedor corrosivo de mis llagas hacia el mar. Pero aquí, con tanta gente y tanta humedad, no puedo prometer nada. Pero ¿qué más da? Vayamos a por un poco de cerveza, crucemos nuestros brazos y bebamos en honor de nuestra amistad de la copa del otro.

El semblante de Einar había adquirido una palidez inusual.

—Gracias, pero no. Quizá lo mejor sería que te marcharas del Clan.

—Sí, sí. Eso haré. —Halli retrocedió—. Gracias por tu ayuda. ¡Adiós!

Y desapareció a paso rápido entre la multitud. No había tiempo que perder. Con Hord, y tal vez también Ragnar, paseando por el patio, había que buscar un lugar más seguro. Halli cruzó entre los puestos de la feria en dirección a la casa. En algún lugar de aquel gran edificio blanco, Olaf yacía acostado. Un indefenso, enfermo, herido de trow Olaf. Halli esbozó una leve sonrisa. Daba la impresión de que su trabajo estaba medio hecho.

Sin embargo, aún quedaba el paso, en absoluto insignificante, de introducirse en la casa, llevar a cabo el asesinato y escapar sin ser visto. Se palpó el cinturón de plata que seguía debajo del chaleco. Como de costumbre, su peso frío le inspiró confianza, y en aquel momento, en uno de los lados de la casa, distinguió otro porche más pequeño provisto de una puerta.

Halli se acercó, abriéndose paso entre la gente. Vio a un hombre con ropas de criado que hacía rodar un barril pequeño por esa puerta y la dejaba entreabierta.

Halli se detuvo junto a un puesto de tiro al trow y desde allí observó el porche. A su lado, chicos y chicas lanzaban piedras contra una hilera de palos sobre los cuales se había colocado nabos en los que habían pintado caras negras, aterradoras y con infinidad de colmillos. Una niña dio en el blanco y su piedra hizo volar por los aires una de las cabezas de trow entre un coro de gritos de entusiasmo.

El porche seguía tranquilo. Nadie entraba ni salía.

Halli fue avanzando. Mientras iba hacia allí, dos criadas salieron de repente, estaban acaloradas y sudorosas y se dirigían a toda prisa hacia el lado opuesto de la casa. Halli, que se había parado a tiempo y fingía examinar con atención uno de los puestos de venta de fiambres, dio media vuelta, miró a su alrededor y se dirigió con paso tranquilo y decidido hacia la puerta del porche.

Oscuridad, sombras, un frescor agradable: era un almacén inmenso lleno de cajas, toneles y sacos de grano. De los ganchos del techo colgaban cebollas, remolachas, hierbas y manojos de zanahorias; largas filas de carne ahumada se perdían en la oscuridad. Halli respiró hondo —aquella habitación era casi tan grande como toda la casa de Svein— y se apresuró a recorrer el pasillo central, que se dirigía hacia unas escaleras.

Pasos. Halli se agachó y anduvo de lado como un cangrejo detrás de una montaña de sacos de harina. Escondió la cabeza entre las rodillas y contuvo la respiración.

Las dos criadas pasaron no muy lejos de él; oyó el crujido de sus faldas, el susurro de sus respiraciones.

Volvió el silencio; Halli se irguió, se recolocó la mochila y avanzó de puntillas por el pasillo.

Las escaleras eran blancas, anchas y gastadas; la luz del día brillaba en ellas. Halli miró hacia arriba: vio unas vigas en el techo que formaban un laberinto enorme. Apoyado en la pared fue subiendo los escalones bastante deprisa, ya que temía cruzarse con alguien que bajara en cualquier momento.

Cada paso lo acercaba más a la casa de Hakon. Las vigas del techo se unían en arcos esbeltos, apoyados en grandes columnas. Entre las columnas relucían brillantes paneles de luz: ventanales esbeltos por los que entraba la feroz luz del sol otoñal. Entonces alcanzó a ver las paredes de debajo de las ventanas: estaban adornadas con cornamentas de ciervos y cabezas de fieras; lanzas antiguas dispuestas en forma de abanico; una fila interminable de braseros de acero negro; tapices y banderas de color escarlata.

La cabeza de Halli asomó al nivel del suelo. Enseguida vio grandes mesas a derecha e izquierda; un asador central con un buey ya ensartado; criados por todas partes, colocando platos y cuchillos en las mesas, transportando platos desde algún lugar que él no alcanzaba a ver.

Nadie miró en su dirección. Sin vacilar subió los dos últimos escalones y, agachado, se escabulló hasta situarse debajo de la mesa más próxima. Ahí se quedó, acurrucado entre las patas, escuchando el rumor de pasos a su alrededor.

Pasó el tiempo. Los criados trabajaban deprisa, llevando provisiones del almacén. Los hombres se encaramaban al asador para darle la vuelta al buey. Sonó una campana, tal vez en las cocinas, tal vez fuera la llamada que anunciaba el almuerzo. Uno a uno los criados fueron saliendo del salón.

Una silueta oscura y pequeña emergió de debajo de la mesa y se quedó inmóvil, agazapada como un perro de caza. Miró a la izquierda: vio que las grandes puertas del salón seguían cerradas, aunque dejaban pasar el rumor de la multitud. A la derecha, en el extremo más alejado del salón, una empinada escalera recta subía junto a las ventanas hasta dar a una galería superior. En la galería había varias puertas: dos, quizá tres… Debajo, detrás de la tarima elevada y los Asientos de la Ley, Halli vio otros arcos, algunos con cortinas, otros vacíos y desnudos.

Un fuego ardía con fuerza en una chimenea situada en el centro de una de las paredes del salón. Las mesas estaban puestas, preparadas para el banquete nocturno. El aroma del asado flotaba en el aire.

¿Y dónde estaría Olaf?

Halli inclinó la cabeza y miró hacia la galería.

Allí arriba.

Llevó la mano hasta la mesa más próxima y cogió un largo y fino cuchillo de carne. Caminó entre las mesas hacia las escaleras.

A su espalda oyó un crujido, un ruido súbito que procedía del exterior del salón. Las grandes puertas se habían abierto. Halli maldijo entre dientes y fue a esconderse detrás de una columna. Entonces oyó la voz de Hord, potente e imperiosa; las botas resonaban en las piedras del suelo.

—¡Me importa un comino! —decía Hord—. Primero ve a ver a tu tío y llévale lo que quiera. Y luego comes. Ya tendrás tiempo para atiborrarte hasta quedar tonto más tarde.

Las pisadas pasaron de largo; Halli atisbo desde la columna y vio que Hord se dirigía con decisión hacia las cortinas de detrás de la tarima. Ragnar Hakonsson —rubio, pálido y taciturno— subió las escaleras. Halli vio cómo llegaba a la galería, abría una puerta y desaparecía.

Desde donde estaba oyó los gritos de Hord, que se tradujeron en un arranque de actividad súbita. Halli dedujo que los criados no tardarían en volver. Con la mirada buscó un escondrijo: aún pegado a la columna vio un grupo de toneles y barriles, algunos volcados, otros de lado. Todos estaban vacíos: su contenido había sido transportado a la cocina o a la mesa. ¿Podría…?

Oyó pasos que se acercaban.

Dio un respingo y un salto. Halli había desaparecido. Un gran barril situado en el centro del grupo se balanceó un poco antes de quedarse inmóvil. La tapa, que se hallaba apoyada en la parte superior del tonel contiguo, realizó un subrepticio movimiento lateral y se puso en su sitio.

Veinte criados entraron en el salón. Los preparativos para el banquete continuaron.

* * *

La tarde fue pasando hasta convertirse en noche. El salón se llenó de comensales. Se invocó a menudo el nombre de Hakon, y se brindó en honor de Hord, de su esposa e hijo, de su hermano Olaf y de la grandeza del Clan. Leves ronquidos salían de uno de los barriles que había en un rincón del salón. Nadie los oyó, nadie se acercó. El banquete llegó a su fin.

Los hombres del Clan de Hakon se retiraron, algunos a sus aposentos en la casa y otros a las calles y campos circundantes. Junto a la muralla contra los trows alguien hizo sonar un cuerno y las puertas del Clan se cerraron. Lo mismo sucedió con las del salón y un doméstico echó los pestillos. Otros se dedicaron a arrojar tierra al fuego hasta dejarlo reducido a un leve resplandor rojo. El último criado se retiró a descansar.

El salón se inundó de sombras. Las teas de las paredes se habían consumido y arrojaban una luz amortiguada en tonos anaranjados y rojos.

Hord y Ragnar seguían sentados a la mesa central, entre los restos del banquete.

A pesar de la gran cantidad de comida y vino que había tomado, Hord parecía el mismo que por la mañana; solo los ojos, un poco enrojecidos, lo delataban. Sostenía en la mano una copa de vino y miraba fijamente a su hijo. El semblante de Ragnar acusaba más los estragos de la noche; a la luz del salón su rostro se veía blanco como hueso de cordero.

Por primera vez en muchas horas la tapa del barril se movió. Osciló. Un par de ojos parpadearon con impaciencia.

Halli tenía los miembros agarrotados.

Había dormido como un tronco, ya que estaba más caliente en el barril que entre los arbustos donde había pasado sus últimas noches. Pero luego, al despertar, se percató de los múltiples dolores posturales y de las agujetas que sentía en sus extremidades. Deseaba moverse, recolocarse dentro del barril, pero temía hacer ruido.

—No creo que ella me quiera, padre —decía Ragnar.

Hord resopló como un toro.

—¿Acaso quería tu madre casarse conmigo? Nuestros respectivos padres llegaron a un acuerdo en una única reunión y lo siguiente que supo es que mi barba le hacía cosquillas en la cara. ¿Lo deseaba de verdad? ¡Quién sabe! Se conformó, como hacen todas las mujeres, y se ha convertido en una Jueza hábil y taimada. ¡No seas mariquita, chico! No se trata de querer: ni por su parte, ni por la tuya.

—Lo sé —replicó Ragnar con tono irritado—. Pero aun así…

—Serás Arbitro de esta casa —dijo Hord—, cuando yo muera. Si ella es tu esposa podrás gobernar dos Clanes. Es un enlace muy provechoso. —Agitó la copa que tenía en la mano y contempló el líquido que giraba en su interior—. Todo se pone en su sitio. Las ganancias que sacaremos por tu matrimonio compensarán lo que perdamos debido al acto de Olaf.

Ragnar parecía dolido.

—¿Crees que perderemos tierras? ¿Cuántas?

—Eso depende de la presión que ejerzan los Sveinsson sobre el Consejo. Ulfar Arnesson ha hablado con ellos. Dice que están decididos a mostrarse muy exigentes en sus demandas, sobre todo la mujer, aunque Hakon sabe que nunca sintió mucho aprecio por Brodir. —Se hurgó los dientes con una uña.

A Halli le dolía horrores la espalda. Hizo una mueca; si conseguía cuando menos apoyar el peso en las piernas, estar agachado en lugar de sentado…

—Olaf no debería haberlo hecho —comentó Ragnar en tono tenso—. Fue un asesinato impulsivo.

El rostro de Hord enrojeció; golpeó la mesa con la copa con tal fuerza que hizo saltar los platos.

—¡Brodir debería haber sido colgado hace años! ¿No me negarás eso?

Ragnar bajó la vista.

—No.

—La lástima es que ese sobrino con pinta de sapo lo vio todo. Cuando se celebre el juicio será testigo de cargo.

Halli había intentado adoptar una postura más cómoda dentro del barril con la intención de aligerar un poco la carga de su espalda, pero al oír las palabras de Hord se quedó paralizado.

—Deberíamos haberle cortado la garganta también a él —dijo Ragnar—. Nos habría ahorrado unos cuantos acres de tierra.

—Bueno, eras tú quien le pisaba el cuello con la bota —rezongó Hord—. Tuviste la oportunidad de hacerlo. Pero ahora ya da igual. Está fuera de nuestro alcance. Esto me ha hecho pensar en otro asunto. Independientemente de lo que decida el Consejo, yo…

Un súbito espasmo recorrió la espalda de Halli. Se echó hacia delante y apoyó las palmas en los lados del barril.

Este tembló.

La tapa, apoyada de manera precaria, osciló.

Halli notó la oscilación. Estiró la mano rápidamente para detenerla.

La tapa se le escapó, osciló una vez más sobre el borde del barril y se estrelló con fuerza contra el suelo.