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De entre las bestias más temibles con que Svein se encontró en sus viajes de juventud podemos destacar a: el dragón de Valle Profundo, que salía de su guarida y engullía a sus víctimas de un solo golpe; el viejo trow del Jalón, que se sentaba con su gran barriga frente a un caldero lleno de carne humana; los carnívoros diablos del pantano, cerca de los Rápidos, que salían a navegar por las noches en balsas construidas a base de piel de niños.

Para variar, Svein no los destruyó a todos con su espada. Usó un afilado tronco de pino para atravesar al dragón en su agujero; engañó al viejo trow para que cayera en su caldero de aceite hirviendo; se hizo un gran abanico de culo de cordero y agitó las aguas por donde remaban los diablos hasta lograr que sus balsas volcaran y ellos murieran ahogados.

A la mañana siguiente Halli notaba la espalda dolorida y sufría una buena resaca. Sus leotardos parecían tener agujeros nuevos en los pies, como si algo los hubiera mordisqueado durante la noche. Su humor no mejoró cuando descubrió que Snorri había cogido los restos de pan que guardaba en el zurrón y se los había comido todos para desayunar.

El anciano escuchó las protestas de Halli sin inmutarse.

—Estaba duro, seco e insípido —le dijo—. Si te lo hubieras comido, habrías tenido un desayuno terrible. Si lo hubieras guardado, solo habría servido para que cargaras con más peso. La verdad es que deberías darme las gracias. Bueno, la lluvia ha amainado. Sin duda querrás emprender el camino de regreso a tu Clan.

Sin decir palabra, Halli se anudó las botas y se puso la capa. Abrió de un empujón la puerta de la choza y salió: la luz del exterior era pálida y afilada. Unas nubes blancas estaban suspendidas sobre el altiplano, oscureciendo las montañas, y corría un aire fresco y húmedo. Podía volver a llover en cualquier momento. Halli tosió un poco y se cargó la mochila a la espalda.

—No pienso volver al Clan de Svein —dijo él—. Sigo con mi camino hacia el fondo del valle a través del cañón y las cataratas. Si puede darme alguna información sobre esa ruta, se lo agradeceré. ¿Existe algún peligro al que pueda enfrentarme?

—Peligros… —Snorri hundió las mejillas—. Bueno, no cabe duda de que se trata de un camino solitario. Es posible que un viajero no se cruce con nadie en kilómetros… Pero en cuanto a peligros…

—¿Ninguno, entonces?

—Bueno, tenemos los desprendimientos de rocas, que son frecuentes en esta época del año. Incluso una de las piedras pequeñas podría arrastrarte hacia los torrentes. Luego está la proximidad de las runas. El viento sopla hacia el cañón y lleva consigo el olor del viajero hacia los páramos que hay por encima de los precipicios, así que los trows clamarán por ti durante la noche. Y no te olvides de los fantasmas de los muertos que yacen enterrados en los montículos al lado del camino. ¡No les dejes saber que eres un Sveinsson, ni de palabra ni de obra! Si se enteran, te perseguirán en tus sueños: los Ruriksson porque eres un enemigo de su Clan; los Sveinsson porque se les ha negado el ser enterrados junto a los suyos y te achacarán la culpa de ello. Será mejor que no te duermas en las zonas más altas del cañón… Sigue mi consejo.

La cara de Halli había ido ensombreciéndose. Lanzó una mirada pesarosa hacia el cuchillo de su padre, que estaba bien prendido del cinto de Snorri. Su ridículo ataque de generosidad le había dejado sin ninguna clase de arma y no había de dónde sacar otra antes de llegar al cañón…

Respiró hondo. Tranquilo. ¿Acaso Svein se habría dejado amedrentar por la cháchara de un viejo? ¡No! Además, ¿de qué le habría servido el cuchillo contra los fantasmas?

—Todo eso no me asusta —dijo en tono ligero—. ¿Cuánto dura el descenso?

—En línea recta no estaría lejos, pero el camino avanza en zigzag sobre las cataratas. Tardarás casi dos días en llegar a los plácidos campos del Clan de Eirik. —El viejo hizo un gesto de despedida—. Buena suerte con esa misión descabellada. Y muchas gracias por el cuchillo. Ahora podré recolectar remolachas sin esforzarme tanto. Es un buen regalo que no olvidaré. En el caso improbable de que vuelvas a pasar por aquí, tal vez pueda devolverte el favor.

Halli esbozó una sonrisa de educación y con una despedida que no ocultaba del todo su malhumor tomó el sendero embarrado que iba de la choza de Snorri hasta el camino principal. Al poco tiempo, la cabaña y su nervioso morador habían desaparecido detrás de uno de los recodos de la colina.

Desde el camino se oía el borboteo del cauce del río: ambos descendían entre campos oscuros salpicados de niebla y nubes. Halli avanzaba con paso firme y constante, con la vista puesta en el suelo a pocos metros, absorto en sus «pensamientos». La verdad era que no sería justo criticar al anciano con demasiada dureza: tantos años de vida difícil y solitaria, carente de amistades y de los lazos que le unieran a uno de los Clanes, habían terminado por afectar a su cordura. Incluso así, sus comentarios le escocían. Era cierto que Halli no tenía aspecto de guerrero, pero lo que contaba era su interior, y Olaf Hakonsson no tardaría en descubrirlo.

Poco rato después, gracias a un esfuerzo arduo y no exento de tristeza, Halli había logrado convencerse de nuevo del propósito de su viaje y relegar con cierto desdén todo lo que le había dicho Snorri. Fue, por tanto, toda una sorpresa descubrir la veracidad de una de las afirmaciones del viejo cuando, entre la neblina del camino, aparecieron ante su vista tres montículos bajos. Dos se hallaban en un campo, y el otro, más pequeño y derruido, erosionado en el margen por las ruedas de los carros que cruzaban el camino, más cerca. La hierba crecía con furia sobre este último, con más vigor e intensidad que por los alrededores, como si las raíces se beneficiaran de un suelo más fecundo. Un cuervo de tamaño considerable, con un solo ojo lívido, apoyado encima, observó a Halli cuando este pasó por delante. El chico no pudo evitar hacer un gesto de protección, aunque entre dientes maldijo su credulidad. Era solo un pájaro: ni más, ni menos.

Nada confirmaba la aseveración de Snorri de que allí yacían los huesos de un Sveinsson, y Halli decidió que la historia era dudosa. No había oído nada al respecto en boca de Brodir, de Katla ni de ningún otro miembro de la familia. Pero el hecho de encontrar una sepultura sin runa le enojó. ¡Qué destino tan triste, yacer tan lejos de las montañas y de tus compañeros de armas! Podía imaginar fácilmente a espíritus incómodos reptando entre la hierba cuando caía la noche en el valle… Incluso ahora, la niebla parecía extrañamente activa, como si una forma rara…

¡Basta! ¿Acaso era un loco, capaz de desfallecer por unos jirones de niebla? Tras ajustarse la capucha, Halli aceleró el paso.

A lo largo de la mañana la pendiente se fue haciendo más empinada y el ruido del río fue cobrando cada vez más fuerza: era un rumor ávido, emocionante y persistente. Se acabaron los campos y aparecieron árboles, grupos de pinos diseminados por varios lugares entre filas de pedruscos caídos. Halli sabía que las tierras de Svein y Rurik habían quedado atrás; se acercaba al cañón. Entre la niebla, hacia el sur, distinguió las escarpadas paredes de piedra: era allí donde la zona norte del valle se estrechaba hasta casi desaparecer. Por encima, perdido en las nubes, se alzaba el Jalón, cuya cima igualaba en altitud a las de las montañas que lo cercaban a ambos lados. En su base, no muy lejos, tanto el río como el camino dibujaban una brusca caída hacia el serpenteante y empinado cañón que conducía hasta el sur del valle. Cuando se paró a escuchar, pudo oír el bramido de las cataratas.

Otro ruido llegó a sus oídos, pero este procedía de sus espaldas. Halli, muy rígido, escuchó con atención. No cabía duda: un caballo se aproximaba por el camino; no iba rápido, pero sí lo bastante deprisa como para alcanzarle antes de que pasara mucho tiempo.

Halli miró a derecha e izquierda: vio piedras, maleza, varios pinos. Sin dudarlo saltó del camino hacia el bosque y se ocultó detrás del árbol más cercano. Aguardó. El ruido de las pisadas del caballo se hacía más fuerte. Quizá fuera su padre, o algún otro miembro del Clan de Svein, que iba en su busca. Lo mejor era actuar con cautela. Halli clavó la mirada en el camino.

Una masa de niebla adoptó un tono más gris, más oscuro, y luego una forma reconocible: un caballo y su jinete.

Halli se apretó contra el tronco.

El caballo iba con el cuello bajo y se movía despacio, como cansado. El jinete iba sentado en la silla, muy erguido; parecía un tipo corpulento, enfundado en una capa muy ceñida y con la capucha bajada para protegerse del frío. No lograba verle la cara, pero Halli había advertido ya los colores del caballo —topos marrones sobre fondo blanco— y sabía que no procedía del Clan de Svein.

Su primer impulso fue dejar pasar al desconocido, pero la soledad del lugar y la proximidad de las tumbas encantadas le asaltaron de nuevo. No le haría ningún daño disfrutar de un poco de compañía durante un rato. Serviría para que el descenso por el cañón tomara un cariz más ameno. ¿Qué mal podía reportarle si andaba con pies de plomo a la hora de hacerle confidencias? Desde luego no volvería a mostrarse tan franco como lo había sido con Snorri.

Halli salió de detrás del árbol y paró al viajero, que dio un fuerte tirón de las riendas. El caballo se detuvo y, sin levantar la cabeza, se puso a comer los hierbajos que crecían entre las piedras. Un rastro de vapor se elevaba de su costado en el aire frío. El jinete se quitó la capucha: su rostro era el de un hombre gordo, con la tez sonrosada típica de los habitantes del sur del valle y una mata corta de pelo pajizo. No llevaba barba; sus ojos eran como pasas brillantes encajonadas en una cara hinchada y rolliza. Su expresión revelaba una cierta inquietud.

—Para ser un salteador de caminos, eres más bien bajito —comentó—. ¿Dónde están los otros?

Halli miró a su alrededor.

—¿Qué otros?

—Creí que lo normal cuando se asaltaba a alguien era rodearlo, o al menos sobrepasarlo en número en una proporción de tres a uno. Esto me parece un poco pobre.

—No te estoy asaltando.

—¿De verdad? ¿No eres un salteador?

—No.

—Entonces, ¿qué hacías escondido detrás del árbol?

Halli titubeó, un poco avergonzado.

—Bueno, ya se sabe…

El hombre hizo un mohín con la boca.

—Te he pillado, ¿eh? ¿Estabas haciendo algo que requería estar solo?

—¿Por qué iba a esconderme si no?

Los ojos como pasas chispearon.

—Conciencia culpable, tal vez. ¿Cómo te llamas?

Halli carraspeó.

—Me llamo… Leif. Soy hijo de un granjero de las tierras de Gest, de la parte alta del valle. Me dirijo al Clan de Hakon a visitar a un tío mío. Si vas hacia allí estaré encantado de acompañarte durante un rato… —Se interrumpió bruscamente porque aquel hombre gordo le contemplaba con una expresión entre divertida e irónica que no acababa de gustarle—. Claro que quizá solo te retrasaría, ya que no dispongo de caballo. Sigue sin mí si así lo deseas.

—Oh, no —dijo el hombre—, ni en sueños sería tan maleducado. La verdad es que este jamelgo apenas si puede trotar ya. —Acompañó sus palabras con una fuerte palmada sobre los cuartos traseros del caballo—. No te será difícil andar detrás de nosotros. Vayamos juntos y busquemos algún lugar seco para comer.

El grupo reemprendió el camino. El gordo iba silbando una tonada alegre que hacía oscilar sus carrillos. El viejo caballo seguía a duras penas; Halli avanzaba a su lado, en silencio.

—Y dime, Leif —dijo el gordo un rato después—, ¿procedes del Clan de Gest?

Su tono era despreocupado, pero Halli presintió el peligro.

—Bueno, de una de sus granjas.

—Ah, por eso no te vi cuando estuve allí la semana pasada. Eso lo explica. ¿Y dices que vas a ver a un pariente? ¿En qué Clan estaba?

—En el de Hakon.

—¡Ah! Debes decirme cómo se llama. Viajo mucho y he estado allí muchas veces. Me llamo Bjorn —prosiguió el hombre— y me dedico al comercio. Voy de un Clan a otro y suelo recorrer todo el valle. ¿Qué hago? Pues comprar, regatear, intercambiar y vender toda una serie de objetos que necesitan las mujeres. Ellas son mis mejores clientes. —Se desplazó a un lado de la silla y le hizo un guiño a Halli, de manera que uno de sus ojos desapareció debajo de un pliegue de carne—. Siempre están ansiosas por comprar lo que no necesitan. Hace poco, en una Asamblea que se celebraba en el Clan de Svein, vendí una docena de horquillas antiguas a la presumida hija del Juez y a cambio recibí un exquisito tapiz que me supondrá una buena cantidad de oro, valle abajo. ¡Lo mejor es que esas horquillas fueron hechas hace apenas un mes por un tonto que me las vendió por un trozo de pan! —Su risa era una especie de ronquido y el movimiento de sus hombros hizo que el caballo se doblara aún más; las bolsas que llevaba colgadas en los cuartos traseros del caballo chocaron entre sí.

Halli, que para entonces deseaba con todas sus fuerzas haberse quedado detrás del árbol, emitió un gruñido de admiración y se apartó un poco para dejar más espacio al caballo. El terreno se había vuelto difícil, más escarpado y lleno de piedras. El río, cuyo cauce resultaba visible hacia el norte, se aceleraba en una serie de pequeñas cascadas; el aire era frío y estaba cargado de humedad. A ambos lados se alzaban densos grupos de pinos apoyados sobre salientes de roca y laderas pedregosas, formando una falda sombría y oscura sobre los acantilados. En varias zonas se veían rastros de piedras que se habían desplazado desde las alturas, partiendo algún árbol en dos y trazando grietas en el suelo lleno de cascotes.

—¡Qué sitio tan alegre! —exclamó Bjorn—. Comamos antes de entrar en el cañón, donde el paisaje se vuelve aún más desolado.

Se detuvieron al lado de una gran roca partida y compartieron el almuerzo. Bjorn el comerciante contribuyó con trozos de pescado ahumado y queso, y Halli aportó un poco de beicon. Bebieron vino y agua. El ruido de las cataratas era lo bastante fuerte como para entorpecer la conversación, así que ambos permanecieron sentados con la vista perdida en la niebla y los pinos, absortos en sus «pensamientos».

Durante la parada sucedió un pequeño incidente. Al estirar el brazo para agarrar la cantimplora, a Halli se le abrió el chaleco, que llevaba solo abrochado a medias; el gesto reveló un trozo del cinturón del héroe que le cruzaba el pecho. Se vio algo plateado, pero Halli se apresuró a abrocharse el chaleco mientras lanzaba una mirada de reojo hacia su acompañante. Se percató de que los ojillos negros de Bjorn el comerciante le miraban fijamente, como alertados por un interés súbito. En ese momento, una vaca soltó un potente mugido entre los pinos; el ruido hizo que Halli volviera la cabeza y, cuando se giró de nuevo, la cara de Bjorn había recobrado su plácida expresión habitual; parecía enfrascado en el trozo de beicon.

Por la tarde iniciaron el descenso del cañón. Los acantilados los cercaban; los pinos crecían muy próximos al camino. El aire se volvió más frío, la luz, más débil. Bajaron por el sendero empinado entre paredes que daban una intensa sombra azulada, envuelta en niebla; era un lugar mohoso y húmedo; de fondo se oía el abrumador ruido de la cascada. El río no se alejaba nunca, su cauce corría a su lado, primero a la izquierda, luego a la derecha: una corriente rápida que avanzaba junto a sus pies bajo los viejos puentes de piedra, y que rugía, espumeaba y los mojaba con las gotas de humedad que viajaban en el aire.

Cuando los acantilados lo permitían, el camino se separaba del caudaloso río para adoptar una pendiente menos pronunciada. En esos tramos era posible ir más deprisa y mantener alguna clase de conversación. Bjorn no paró de interrogar a Halli sobre su pasado, su familia y la visita a su tío. Halli mintió con tanto ingenio como pudo, pero la constante atención del hombre le ponía incómodo. Deseó poder librarse de su compañía, pero no tenía a donde ir.

El sol fue ocultándose tras el cañón y empezó a anochecer. Caminaron entre sombras moteadas de un verde grisáceo y negro. En varias ocasiones el caballo perdió pie y tropezó, haciendo que el jinete se desplazara hacia delante.

—¡Maldito saco de huesos! —exclamó este, al tiempo que daba una palmada al cuello del caballo—. ¡Te venderé al curtidor para que haga contigo pegamento y aproveche tus tripas para cuerdas! ¡Este animal tiene hambre! —gritó a Halli—. No se ha alimentado bien hoy. Esta mañana intenté comprar unas remolachas a un viejo que vivía en una choza, pero se negó a vendérmelas. Y cuando intenté coger algunas de todos modos me amenazó con un cuchillo. Ah, menudo mundo egoísta… todos nos aferramos a lo que tenemos con mucho celo. —Miró de reojo a Halli—. Pronto será de noche, amigo. Busquemos donde acampar. Conozco un lugar cerca de aquí donde podremos pasar la noche con cierta comodidad.

Halli frunció el entrecejo.

—¿No podemos llegar hoy mismo abajo?

—Es imposible. Nos caeríamos en una grieta y moriríamos allí. ¿A qué viene tanta prisa? Conozco muchos cuentos, tengo bastante vino. ¿Crees que lo aguantarás, chico?

Halli toleraba menos el vino que Katla, quien incluso con dos vasos en el cuerpo seguía trabajando en la cocina, con paso rápido y la barbilla erguida. Él se encogió de hombros.

—Claro que sí.

—Bien, bien. Pues ya hemos llegado…

A la izquierda del camino se abría un claro entre los pinos: una extensión de hierba en cuyo centro se distinguían restos de hogueras. Era lo bastante grande como para atar los caballos y para que varios viajeros descansaran con cierta comodidad, siempre que no se acercaran demasiado al extremo más alejado. La pendiente, cubierta de hierba, dibujaba un leve ángulo que de repente se hacía más pronunciado y desembocaba en un abismo. Mientras Bjorn ataba el caballo, Halli fue a investigar y fue recompensado por una vista incomparable del paisaje: el cañón, los precipicios arbolados y, a lo lejos, el sur del valle. Más lejos aún, donde todavía se veían resquicios de luz, distinguió unos campos dorados. Justo a sus pies, sin embargo, había un precipicio. Halli se asomó desde el borde a mirar, pero retrocedió enseguida con un vuelco en el estómago y una impresión confusa de la cascada, rocas caídas y ramas partidas bañadas en niebla.

—¡Ten cuidado, Leif! —gritó Bjorn, el comerciante—. ¡Es un desnivel tremendo! Ven a sentarte a mi lado y charlemos de cosas agradables.

Encontraron leña y encendieron fuego; usaron las llamas para asar tiras de carne. Durante la comida, Bjorn no paró de obsequiar a Halli con muchos vasos de vino, pero Halli vertió la mayor parte en el suelo cuando el otro se despistaba. Bjorn también se dedicó a mostrarle ostentosamente varios objetos curiosos que iba sacando de sus bolsas.

—Mira, chico, esto es una flauta de hueso tallada por el propio Eirik en persona: se dice que, si alguien la toca, el héroe se despierta en su tumba. Oh, sí, lo he intentado, pero está obstruida y no emite sonido alguno. Y esta piel de extraños dibujos… ¿Qué dirías que es? ¡Pues nada menos que el culo de una bestia marina lavada en Playa Yerma! Tócala con los dedos. —Observó cómo Halli la palpaba—. ¿A que no tiene precio? No la cambiaría por nada, excepto por algo de la más rara calidad. —Sonrió a Halli con una mirada chispeante y la cabeza inclinada a un lado—. Y esto, esto es quizá mi tesoro más preciado…

De una bolsa extrajo un objeto negro y brillante, curvado como una luna creciente, afilado como la hoja de un cuchillo y dos veces más largo que los dedos de la mano de Halli.

—Leif, esto que tienes ante tus ojos es nada menos que la garra de un trow, sacada de las cenizas del Clan de Thord cuando los Ketilsson la quemaron. Creo que es la misma garra que el propio Thord llevó clavada en el muslo. Es la única de la que tengo noticia en todo el valle. Para conseguir otra, habría que rebasar las runas… ¡y pedírsela a un trow con educación! —Se rio cordialmente—. ¿Qué te parece?

—Pues me parece un trozo de madera dura teñido —replicó Halli—. No me extrañaría que algún tonto lo hubiera hecho hace menos de un mes a cambio de un pedazo de pan.

Bjorn el comerciante disimuló su malhumor con dificultad.

—Bueno, bueno, ¿qué sabrás tú, un chico del norte? No tenéis ojo para estas cosas. —Se quedó en silencio durante un rato, pero de repente volvió a hablar, con la mirada fija en los árboles oscuros—. Lo único que me falta son objetos fabricados a base de metales raros. De plata, por ejemplo. Esa clase de tesoros no se encuentra desde la época de los héroes y quedan muy pocos ejemplos. ¡Ah, pagaría con creces un objeto así!

Halli fundía un trozo de queso ensartado en una rama, dándole vueltas para que no cayera ni una gota. Parecía enfrascado en su trabajo y no dijo ni una palabra.

Bjorn hablaba en voz baja, casi para sí mismo.

—En la caja de los tesoros del Clan de Egil hay una copa de plata, o eso me han dicho, y también he oído que existe un cinturón de plata guardado en una caja en el Clan de Svein. No tengo noticias de que existan más, y es improbable que logre echarles mano. Sus propietarios nunca los venderían y ningún ladrón se atrevería a robarlos. Sería una empresa dura y arriesgada, ya que mientras estuviera en ello la sombra del cadalso se cerniría sobre su cabeza en todo momento. Solo alguien como yo, con contactos en todos los Clanes, podría hacerse con ellos… Y no dudaría en pagarlo bien, en pesadas monedas de oro… —Sus ojillos negros brillaban debido al fuego—. ¿Qué me dices, Leif?

Halli retiró la rama del fuego y se metió el trozo entero de queso fundido en la boca. Lo masculló, pensativo, mientras notaba la mirada de Bjorn clavada en él. En varias ocasiones dio la impresión de que iba a decir algo, pero continuó masticando, al tiempo que la impaciencia de Bjorn crecía por momentos. Por fin se limpió la boca con la manga, eructó y dijo:

—La verdad es que, en abstracto, resulta fascinante oírte hablar de negocios. Puedes estar seguro de que, si alguna vez sé de alguien que posee algún objeto de plata como los que has mencionado, te lo enviaré sin dudarlo. Pero ahora creo que ha llegado la hora de acostarme: tanto vino se me ha subido a la cabeza.

Se levantó y rodeó la hoguera hasta llegar a un banco de hierba que ofrecía un lugar apropiado para el descanso; tumbado, arropado con la capa, soltó varios suspiros y gruñidos y se puso a dormir.

Bjorn el comerciante permaneció sentado donde estaba, con la vista fija en las llamas. Se mantuvo inmóvil durante un rato, el resplandor del fuego iluminaba el contorno de su gran rostro impasible. Al final apuró el vaso de vino, y siguió agachado y pensativo mientras el fuego agonizaba despacio y las sombras llenaban el pequeño claro que había en mitad del cañón. No muy lejos, el huesudo caballo pastaba; en el cielo, entre invisibles copas de árboles, las estrellas ofrecían su frío brillo.

El fuego se consumía. Halli yacía inmóvil. Bjorn era solo una silueta oscura.

Por debajo del claro, el río fluía sobre su lecho de piedras. En algún lugar del bosque que crecía sobre los acantilados una lechuza ululó. Una rama chisporroteó en el fuego. Bjorn seguía sentado y en silencio. Y la respiración de Halli resonaba, lenta y pesada, como la de alguien que está profundamente dormido.

Bjorn suspiró y dejó caer los hombros: la débil luz del fuego resiguió aquel movimiento, propio de alguien que acaba de relajarse un poco. Unos minutos después se inclinó hacia un lado, e, intentando hacer el menor ruido posible, rebuscó algo en la bolsa. El rumor paró. Regresó el silencio.

Bjorn se levantó despacio, un tendón le crujió al hacerlo. Halli, que le observaba con los ojos medio cerrados, comprobó que el comerciante se quedaba en pie durante un momento con la cabeza inclinada. Luego Bjorn rodeó despacio el fuego, aprovechando los últimos restos de la hoguera para alumbrarse. A pesar de su corpulencia, las botas apenas hacían ruido sobre la hierba. Llevaba algo en la mano.

Bjorn se detuvo al llegar al banco de hierba donde dormía Halli. Se quedó junto a él: era una sombra amenazadora sin cara ni rasgos, solo una silueta recortada contra el fuego. Debajo de la capa, Halli permaneció quieto, con todos los músculos del cuerpo agarrotados por el terror, aunque se esforzaba por fingir que estaba sumido en un profundo sueño. Tenía la garganta seca, constreñida; su respiración se volvió más ronca. Su pecho subía y bajaba con más fuerza, la sangre se le agolpó en las sienes.

La oscura silueta no se movió. Luego levantó un brazo.

La presión de la garganta de Halli se volvió insoportable y se liberó en forma de alarido, potente y violento.

La sombra se hizo atrás. El grito de Halli resonó en el abismo negro del cañón.

Halli se despojó de la capa.

Un movimiento súbito: la sombra, con el brazo extendido, se abalanzó sobre él. Algo brillaba en su mano. Halli rodó por el suelo, notó el impacto de algo que se clavaba en la hierba detrás de su cabeza. A gatas, intentó huir a toda prisa, pero la bota se le enredó en la capa e hizo que se tambaleara y cayera…

Algo le agarraba del tobillo. Tiraba de él con fuerza salvaje, arrastrándole hacia atrás.

Con un gemido de pavor, Halli se tiró de espaldas; con la pierna libre se lanzó a dar patadas a diestro y siniestro, sin ver nada. Notó que la bota se hundía en algo blando y oyó un aullido incoherente de dolor.

El agarre de su tobillo se aflojó. Contra la luz del fuego, Halli vio cómo la sombra se retiraba, doblada por el estómago. Aprovechó el momento para correr y refugiarse en la oscuridad del campo.

Tras dar unos cuantos pasos, se volvió para observar. El fuego languidecía; Bjorn avanzaba hacia él, tambaleante, la mitad de su cuerpo perdida en la penumbra y la otra mitad sombreada en rojo. Se llevaba la mano a la barriga. Su voz decía en tono suave:

—Leif, Leif, me has hecho daño, me has dado en los intestinos. Oh, recibirás tu merecido por esto.

Halli retrocedió despacio, muy despacio. A sus espaldas sonaba el rugido del río; notó una ráfaga de aire frío que se elevaba desde el insondable abismo. El precipicio estaba cerca: no podía alejarse más sin arriesgarse a caer por él. Con la piel de gallina y los ojos abiertos como platos, se paró en seco, mientras observaba el lento avance del comerciante.

Bjorn abrió la boca: tenía los labios y la barbilla húmedos.

—Pequeño Leif, pequeño Leif, dame el cinturón o, te seré franco, de ladrón a ladrón, te rajaré la garganta…

Halli apretó los dientes.

—Te concedo otra opción. Sube tus posaderas sobre ese viejo jamelgo y lárgate con el rabo entre las piernas, porque nunca tendrás el cinturón.

Bjorn se rio; pero, mientras lo hacía, saltó hacia delante, más rápido de lo que Halli esperaba. Halli se apartó, pero no a tiempo. Un gran peso le aplastó; su cara se impregnó de un hedor a sudor y vino. Notó un golpe en el antebrazo que le hizo gritar. Unos dedos calientes rodearon su garganta; se le doblaron las piernas y cayó de espaldas, girándose al hacerlo, con el peso del hombre sobre él.

Halli acusó el impacto del suelo en la espalda y oyó el ruido del cuerpo de Bjorn, que cayó a su lado. Su garganta había quedado libre. Llevado por la desesperación intentó incorporarse, a sabiendas de que Bjorn hacía lo mismo amparado en la oscuridad.

Algo le golpeó en la espalda. Halli lanzó un puñetazo a ciegas, que aparentemente dio en el blanco. Oyó un grito de dolor, unos pasos que se alejaban… luego nada.

Halli se apartó unos pasos, temiendo que Bjorn se abalanzara sobre él en cualquier momento.

No pasó nada.

Medio agachado en la hierba, jadeante y lloroso, Halli esperó.

Desde abajo, apenas audible por el ruido del río, llegó a sus oídos un impacto débil, algo que chocaba contra las piedras. Cesó enseguida. El rugido del río prosiguió imperturbable. El viento movía las ramas de los árboles. Eran los únicos ruidos de una noche que había vuelto a ser serena, silenciosa.

Al otro lado del claro, la hoguera se había reducido a unas ascuas brillantes.

Halli se quedó acurrucado donde estaba, mirando asombrado hacia la oscuridad.