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En aquellos días sin ley, los viajes por el valle eran peligrosos. Pocos eran los hombres que lo intentaban. No obstante, cuando Svein se aburría de las tareas de la granja, enfilaba el camino y deambulaba hacia donde le apetecía. Una vez salió de casa y se encaminó hacia el este por las cataratas hasta llegar a las tierras de Eirik. Aquel año eran tantos los riesgos que el camino se consideraba intransitable, pero Svein fue solo, con la espada metida en el cinturón y una red en la mano. Cruzó el bosque sin prisas, admirando las flores y las mariposas. Durante tres días los vigilantes vieron que de repente los pájaros huían despavoridos de los árboles; oyeron aullidos extraños y gritos atroces. El cuarto día, Svein apareció cerca del Clan de Eirik, a paso tranquilo, arrastrando una pesada red. La red contenía once cabezas, que habían pertenecido respectivamente a cinco ladrones, tres lobos, dos trows y un ermitaño que había osado hacer un comentario impertinente mientras Svein se bañaba en el arroyo.

Brillaba el sol, y el cielo era del color de la cáscara de huevo. Nubes altas, como bolas de lana de cordero, flotaban sobre las montañas del norte, donde restos de nieve empujada por el viento resbalaban despacio de las resplandecientes cumbres. Podía verse el valle con sumo detalle, todo relucía: ovejas, muros de piedra, las cascadas blancas como la leche que caían sobre las grietas por encima del Clan de Rurik. Incluso los pinos de las pendientes del Jalón mostraban un oscuro lustre, fiel reflejo de las intenciones que anidaban en el corazón de Halli.

Cuando se vio a una prudente distancia de su Clan y ya sudaba un poco, se detuvo a la sombra de un haya para inspeccionar el cinturón del héroe.

La luz del sol lo iluminó cuando lo sacó del zurrón y lo estiró con ambas manos. La visión lo dejó sin aliento: era una cadena de aros de plata entrelazados y adornados. Las espiras metálicas formaban algo parecido a matas de helechos, y en ciertos puntos se hacían más gruesas para representar siluetas de aves y animales. Era un trabajo artesano superior a nada de lo que Halli hubiera visto nunca. Por un momento pensó en quién habría podido hacer una obra de tal calidad tanto tiempo atrás. Pero de hecho eso no era tan importante como el efecto que dicho cinturón había tenido. El gran Svein lo había usado y, según contaba la historia, le había reportado buena suerte.

Halli se despojó del manto y del chaleco, y se puso el cinturón. Comprobó, con cierto fastidio, que le iba demasiado largo. Al parecer Svein había sido un hombre grande, tal y como relataba la leyenda. Halli se rascó el cuello y meditó. Luego se echó el cinturón al hombro y dejó que le cruzara el pecho en bandolera. Fue un éxito: el cinturón le quedaba bien. Cuando volvió a ponerse el chaleco, el cinto de plata quedaba oculto a la vista.

Halli emprendió de nuevo el camino a través de un mar de hierba alta y dulce. Un grupo de ganado escuálido se movía despacio por el campo, espantando las moscas con los rabos. Un águila ratonera surcó el cielo, impulsada por el viento. Ya fuera por el cinturón del héroe o por el magnífico día, Halli se sentía más entusiasmado con cada paso que avanzaba. ¡Por fin se había librado del rígido confinamiento que había soportado durante tantos años! Su Clan y su familia quedaban atrás. Estaba solo, era un aventurero en el mundo.

Como el gran Svein, que había realizado largos viajes. Halli esbozó una sonrisa de satisfacción y siguió andando. Algún día quizá se contaría su historia, como las de Svein, durante los banquetes del salón. Quizá aquel mismo cuchillo que llevaba a la espalda acabaría en la pared, como un trofeo, o pasaría de mano en mano…

Impulsado por tan agradables «pensamientos», Halli anduvo durante toda la mañana a través de un camino serpenteante que cruzaba la solitaria pradera hacia el noreste. Frente a sus ojos, a lo lejos, se alzaba el Jalón, gris y escarpado. No vio a nadie, tal y como deseaba. Lo más probable era que, después de la conversación que había mantenido con Katla, la gente de su Clan creyera que había subido hacia la montaña llevado por la curiosidad hacia el entierro y los trows. Si se convencían de eso, mucho mejor. Saldrían a buscarlo en la dirección equivocada. Para cuando adivinaran la verdad, si es que llegaban a hacerlo, él estaría ya a medio camino del Clan de Hakon: a medio camino de llevar a cabo su venganza.

* * *

Brodir no había sido un hombre fácil de tratar, y en los últimos días Halli había notado, con cierto pesar, que su pérdida no era especialmente sentida. El asesinato había despertado la ira de las gentes de su Clan, pero la mayoría compartía el punto de vista de su madre: la disputa se zanjaría con un provechoso acuerdo.

Para Halli el asunto tenía otro cariz, y su dolor se agravaba por un subrepticio sentimiento de culpa. Si no hubiera gastado aquella broma a los Hakonsson, el Banquete de Amistad no habría tenido razón de ser y se habría evitado el conflicto con su tío. Sin duda la insolencia de Brodir y la arrogancia de Hord habían sido las causantes de la pelea, pero los actos previos de Halli también habían jugado un papel decisivo. No podía negar la relación entre unas cosas y otras.

En su Clan, esta idea le había torturado durante varias noches de insomnio. Ahora, al aire libre, con la hierba bajo sus pies y las montañas enfrente de sus ojos, esa pena se disipó un poco. No del todo, sin embargo: algo seguía allí y le empujaba a seguir adelante.

No sabía cómo mataría a Olaf exactamente, pero sí que no tardaría en hacerlo. El semblante de Halli fue ensombreciéndose por momentos mientras descendía la soleada colina. Ahora mismo el asesino se creía a salvo en su casa; debía de estar holgazaneando en el salón, entregado a la bebida y satisfecho de su huida. ¿Y qué si la multa les hacía perder un par de campos? Era un hombre rico; el precio a pagar era insignificante y dejaba su honor intacto. Que los Jueces dictaran su sentencia más severa: ¿qué le importaba, al abrigo de la comodidad de su Clan? Seguro que a esas horas Ragnar y Hord se reían con él, echando la cabeza hacia atrás, con un brillo malicioso en los ojos y las barbudas bocas abiertas. Bueno… quizá ellos también morirían.

Asaltado por una ráfaga de ira, Halli prosiguió su camino en aquel paisaje silencioso; cruzó campos y bosquecillos, se desvió de la ruta para evitar las granjas de los aparceros y fue descendiendo por la pendiente que llevaba al pliegue central del valle. Comió en un montículo rocoso en mitad de un prado; luego, al notar que tenía las piernas un poco cansadas, se tumbó al sol. Cuando despertó de la siesta, se percató de que había pasado más tiempo del que quería: los bancos de nubes se espesaban en torno a las cumbres del norte. Sin más preámbulos, se apresuró a llegar cuanto antes al camino del valle.

Era una ruta ancha y sucia, cubierta por desiguales trozos de piedra, pero llena de baches y en un estado algo lamentable. Halli se sorprendió al verla: había imaginado que el camino que unía su Clan con el valle sería más imponente. Sin embargo, era lo bastante exótico como para no decepcionarlo del todo: lo llevaría más allá de las cataratas, directamente al Clan de Hakon, que bordeaba el mar. De un salto pasó de la pendiente a las piedras del camino.

Por primera vez en su vida salía de los márgenes del Clan de Svein. Aquel sendero marcaba el límite. Al norte, más allá de la cañada que surcaba el río, se hallaban los campos del Clan de Rurik. Halli se detuvo durante un momento, embargado por la proximidad de la aventura. Luego sacó el cuchillo de su padre del zurrón y se lo prendió de la cinturilla de su túnica, justo por encima del cinturón de plata. ¡Sus enemigos ya podían prepararse! ¡Halli Sveinsson iba a por ellos! Con paso firme, Halli tomó el camino hacia el este.

A medida que avanzaba la tarde, unas nubes grises se formaron en el cielo y empezó a llover: era un aguacero insistente, que resonaba un poco al caer sobre los helechos del borde del camino y que iba mojando el cuello de Halli. Dos robles situados a un lado ofrecían un cobijo decente. El suelo a sus pies estaba seco. Halli se paró a pensar, pero al final negó con la cabeza. ¿Acaso el gran Svein habría permitido que cuatro gotas de lluvia interrumpieran una de sus hazañas? ¡No! Podía recorrer kilómetros antes de que anocheciera. Halli apretó la mandíbula con gesto de desafío y se puso a andar, moviendo los brazos a propósito, retando a la lluvia a arreciar.

El camino entró entonces en una extensión sin árboles, de campos de remolacha y maleza propia de las orillas del río, que no ofrecía cobijo alguno. La llovizna se convirtió en un aguacero y luego en una densa cortina de agua. Halli se quedó empapado en cuestión de segundos. La lluvia le abofeteaba la cara; corría por el camino y formaba charcos en las piedras rotas. Abandonó el paso rápido y siguió avanzando como una rata, a saltos para esquivar los charcos, hasta que, cuando ya era casi de noche, vio un resplandor amarillo frente a él.

Halli se acercó a la luz y descubrió que procedía de una cabaña vieja situada a un lado del camino. Una única llama alumbraba débilmente la ventana.

Se paró. Con la esperanza de escapar del aguacero, Halli llamó a la puerta. Volvió a llamar, esta vez con más fuerza. El golpe desprendió una teja del techo, que fue a parar a un charco próximo: el impacto sirvió para empaparlo aún más. Un momento después la puerta se abrió con brusquedad y Halli casi se cayó sobre la silueta de un viejo encorvado, vestido con una túnica raída. Estaba prácticamente calvo, pero en su rostro sobresalían unas cejas de un color blanco hueso, espesas como cardos. Debajo de ellas, los ojos contemplaban a Halli con mudo horror.

Halli se irguió.

—Buenas noches.

El viejo no dijo nada. En su mirada se percibían un millar de acusaciones.

—Estoy viajando por el camino del valle —continuó Halli, en tono animado—, y me queda mucho trecho por recorrer. Como ve, llueve un poco… —Señaló hacia fuera.

La expresión del anciano no se suavizó: en realidad se hizo más intensa, más desconfiada.

—Me preguntaba —prosiguió Halli— si, ya que está lloviendo a cántaros, y ya que estamos en una zona bastante solitaria para pasar la noche a la intemperie, tal vez podría… podría… —Aquella mirada implacable le desazonaba; le falló la voz, pero luego terminó la frase en un arrebato—: Me preguntaba si podría alojarme en su casa durante la noche.

Se produjo un largo silencio, durante el cual la lluvia fue cayendo con más fuerza por el cuello de Halli. El anciano se rascó la nariz, chasqueó los labios y, pensando bien sus palabras, dijo:

—¿Quieres entrar?

—Así es.

—Hubo una vez un trasgo del prado que quiso entrar en una boda —dijo el viejo con un gruñido—. La novia lo había invitado, convencida de que aquel honor haría que el trasgo se comportase y llevara buena suerte al matrimonio. Este llegó vestido con unas botas relucientes y un abrigo de piel de topo, manso como un corderito. Pero cuando llegó la hora del banquete, se ofendió, porque deseaba sentarse al lado de la novia. Se le negó el favor, y de repente se despojó del abrigo, volcó la mesa, dio un puñetazo al marido y un bofetón a la novia, se meó en la copa de la pareja y salió pitando por la chimenea, profiriendo maldiciones que se oían a través de las vigas del techo.

Siguió mirando a Halli desde debajo de sus pobladas cejas. Halli se secó el agua de la cara y carraspeó.

—Entonces tomaré su respuesta como un no.

Para su sorpresa el anciano negó con la cabeza.

—Oh, no, pasa, aunque estoy seguro de que no es lo más sensato. Pareces bastante humano, pero no me cabe duda de que me rajarás la garganta en cuanto me descuide. —Y se giró hacia el interior de la cabaña con un gesto de resignación.

—Le aseguro que no haré tal cosa —dijo Halli. Se apresuró a seguirle y cerró la puerta, dejando atrás la tormenta—. Le agradezco mucho su hospitalidad. Tiene una bonita casa —añadió. Sus ojos, una vez habituados a la penumbra, distinguieron un suelo polvoriento, un fuego débil, un mísero colchón de paja y una mesa con solo tres patas que se sostenía en precario equilibrio contra un rincón de la sala.

—Esto no es más que una choza. Hasta un ciego se daría cuenta. —El anciano hizo un gesto brusco—. Siéntate donde quieras, excepto en el colchón, que es mi sitio. Si ves algo del tamaño de un ratón que se arrastra por el suelo, aplástalo con el talón. Por aquí los piojos son gigantes.

Con la debida cautela, Halli tomó asiento en el rincón menos desagradable de la cabaña, tan cerca como pudo del fuego, mientras el viejo removía el contenido de un caldero negro que tenía apoyado sobre las brasas. El ambiente era cálido e íntimo; un humo acre hacía que a Halli le picaran los ojos. Pequeños charcos de agua iban formándose en torno a sus pies.

—¿Puedo dejar la capa y las botas al lado del fuego para que se sequen?

—Sí, pero te advierto que si intentas desnudarte del todo te pondré de patitas en la calle. Para cenar tenemos sopa de remolacha y jamón curado. Eso si puedo cortarlo: lleva meses colgado del gancho y está duro como el culo de un trow. Supongo que no tienes nada de comer, ¿no? —añadió el viejo, mirando de reojo el zurrón de Halli.

—Pan y vino, que compartiré con mucho gusto con usted —dijo Halli mientras se quitaba las botas.

—Oh. ¿Vino? —La noticia pareció imbuir a su anfitrión de energía renovada. Se movió por la cabaña en busca de platos, cucharas y vasos sin dejar de murmurar entre dientes—: ¿Vino? ¿Vino? ¡Qué bien!

El contenido del caldero empezó a hervir y llenó la cabaña de un aroma intenso y dulce. La capa de Halli se calentaba junto al fuego, y él sintió que se animaba por momentos: así era como debía terminar un día de aventura, bajo un techo caliente, con comida e incluso con un poco de alegre conversación.

—Supongo que usted trabaja para el Clan de Ruriksson… —dijo Halli en tono amable.

El viejo se paró en seco; le temblaron las cejas. Estiró la cabeza y escupió contra el fuego, esquivando el caldero por los pelos.

—¿Ruriksson? ¿Acaso te parezco un idiota baboso? ¿Tengo seis dedos en cada mano? ¡No! ¡Desde luego que no! No tengo nada que ver con esa gente.

Halli se quedó desconcertado.

—Lo siento. Solo lo pensé porque su cho… su casa se halla en la zona norte del camino. Entonces, ¿pertenece al Clan de Sveinsson?

El anciano lanzó un suspiro de exasperación y escupió de nuevo contra el fuego, con tanta fuerza que este chisporroteó.

—¡Los Sveinsson! ¿Cómo te atreves, chico? ¡Son peores que los Ruriksson de lejos! Son rácanos, violentos y depravados. He oído que sus mujeres amamantan a los cerditos solo por el placer de hacerlo, y en cuanto a los hombres…

Halli dio un golpe en el suelo con el pie.

—Cuidado. Yo soy un Sveinsson.

El hombre le miró atentamente.

—No te creo. No veo que tengas rabo.

—Con rabo o sin él, ese es mi Clan.

—Creía que eras un chico de los valles altos, donde la vida es dura y los niños suelen nacer atrofiados.

—Pues al parecer ambos hemos supuesto mal —dijo Halli con tono cortante—. ¿Quizá la sopa ya está lista?

El viejo soltó un gruñido.

—Me ha parecido oírte mencionar que tenías vino.

Se sirvió la sopa en los platos y el vino en los vasos, todo en un silencio hosco y resentido. Halli echó pan seco en la sopa y descubrió que el resultado era excelente; mientras tanto, el anciano descolgó un extraño objeto marrón de una de las vigas del techo. Era el jamón. Se puso a cortar lonchas con un cuchillo oxidado y viejo, pero no logró hacerlo.

—Ese cuchillo es demasiado romo —dijo Halli—. Tengo uno mejor.

Se palpó debajo del chaleco y del cinturón extrajo el cuchillo de su padre, con el que cortó sin problemas varias lonchas de fiambre. El viejo abrió los ojos de par en par al ver el cuchillo. Observó la facilidad con que su hoja cortaba y su cuerpo se tensó por el deseo de poseerlo.

Por fin, como si despertara de un sueño, gritó:

—¡Para, para! Ese jamón tiene que durarme aún varios meses. Dámelo. —Lo cogió y lo devolvió a su escondite, sin dejar de lanzar miradas cargadas de envidia al cuchillo que Halli había dejado sobre sus rodillas.

Halli pensó en los harapos que vestía el viejo, así como en la sucia y solitaria cabaña donde vivía. Dejándose llevar por un impulso, le dijo:

—Mire, si quiere el cuchillo, se lo daré. Como pago por pasar la noche aquí y por esta magnífica sopa.

Se lo entregó sin darle más importancia; el anciano lo cogió con manos temblorosas y la incredulidad dibujaba en unos ojos como platos que iban mirando de hito en hito al cuchillo, a Halli y luego de nuevo al cuchillo.

—Vaya —dijo—, esta sí que es una buena noticia. ¡Y encima vino!

A partir de ahí, y con la ayuda del reconfortante efecto del vino, el ambiente se volvió más distendido. Se dijeron sus respectivos nombres. El anciano, Snorri, no tenía familia. Cultivaba los campos que discurrían entre el camino y el río, y vendía las remolachas a viajeros que pasaban por allí.

—Este trozo de tierra fronterizo fue motivo de una larga disputa entre los Clanes de Svein y Rurik —explicó el viejo a Halli—. Hubo muchas masacres y matanzas, puedes ver las tumbas a un kilómetro de aquí, y ambas familias cometieron atrocidades, pero ninguna de las dos se proclamó vencedora de forma clara. Al final acordaron dejar que la tierra se perdiera. Cuando era joven llegué hasta aquí, desde las tierras de Ketil, me encontré con los campos vacíos y decidí aprovecharlos.

Halli frunció el entrecejo al oírlo.

—¿Atrocidades? ¿Los Sveinsson? ¿Qué tontería es esa? Somos una casa noble y pacífica.

—Como te he dicho, fue hace mucho tiempo. —Snorri rebañó el plato con un pedazo de pan—. Quizá vuestras costumbres, y otros rasgos, hayan cambiado desde entonces. —Miró con desconfianza a Halli, que parecía estar tranquilamente sentado—. No pareces tener problema a la hora de sentarte.

—Le aseguro que no tengo rabo. Así que vive aquí solo… ¿No se siente desprotegido, al no estar bajo el cuidado de un Clan?

—Soy vulnerable, sí —rezongó el viejo—, pero puedo arreglármelas solo. No hace ni seis días, por ejemplo, estuve a punto de ser arrollado por tres jinetes que cabalgaban por el camino. Tuve que arrojarme a un lado para evitar que me pisotearan sus caballos.

Halli se irguió. El resplandor del fuego se reflejó en sus dientes.

—Ah, ¿sí? Deme más detalles.

—¿Qué más puedo añadir? Volqué la carretilla, acabé tirado encima de los cardos y sufrí un buen número de abrasiones en mis partes, que no pienso mostrar a nadie a quien acabo de conocer. —Snorri apuró el vino con pose rígida—. Sinceramente, me sorprende tu interés.

—Me refería a los jinetes.

—Ah, poco puedo decirte, aparte de que se trataba de dos adultos y un muchacho que vestían los colores de Hakonsson. —Los ojos del anciano adoptaron una mirada escrutadora—. Pareces muy interesado por ellos.

—Advierto que no critica el Clan de Hakonsson con tanta ferocidad como empleó con mi Clan y el de Ruriksson —replicó Halli en tono neutro—. ¿Quizá le caen bien?

—En absoluto. Daba por descontado que, siendo los dos del norte, compartíamos la misma opinión sobre ellos.

—¿Que es…? —preguntó Halli, aún con pies de plomo.

—Que son arrogantes, insufribles y, de vez en cuando, se ha sabido que se apareaban con peces. Ahora, si me permites la pregunta, ¿qué cuenta pendiente tienes con ellos?

Para entonces el vino corría alegremente por las venas de Halli y una especie de fatiga cálida le envolvía como si fuera un lecho mullido. No vio ninguna necesidad de callar o contestar con una evasiva. Sin más preámbulos, explicó a Snorri todo lo sucedido y el objetivo de su viaje.

Los ojos del anciano le miraron de manera penetrante. Asintió en silencio.

—Hablas mucho del honor y de la justicia de tu causa, pero en resumen lo que quieres es matar al hombre que acabó con tu tío. ¿Me equivoco?

Halli se encogió de hombros.

—Alguien tiene que hacerlo.

—¿Por qué? En ese caso serás tan malo como él.

—¡En absoluto! Es un asesino y debe pagar por su crimen.

—Supongo que los hombres que ahora descansan en las tumbas al norte del camino debían de pensar lo mismo. ¿Y dónde están ahora? Con los huesos mezclados con los de sus enemigos. Pero, dime, ¿dónde piensas hacerlo? ¿Cuál es tu plan?

—Pues lo haré en el Clan de Hakon, supongo. Y por lo que se refiere a un plan, ya improvisaré cuando llegue allí.

—Interesante… —Snorri asintió sabiamente—. Tengo algo más que añadir.

—Adelante.

—Eres un idiota. ¿Queda más vino?

—No. —Halli, enfurecido, se puso de pie—. Si eso es lo que cree, no le molestaré con mi presencia. ¡Me marcho ahora mismo!

—Ah, calla. ¿Acaso quieres ahogarte con esa tormenta? Siéntate. ¡Que te sientes! —Los ojos de Snorri echaban chispas. Halli sostuvo su mirada todo cuanto pudo, pero al final se dejó caer en el suelo con gesto desmadejado—. ¿No has oído hablar del tamaño del Clan de Hakon, chico? Dicen que sus muros contra los trows alcanzan los seis metros de alto y están rodeados por un foso, profundo y negro. En el interior de esos muros cuentan con al menos doscientos hombres, todos fuertes, agresivos y considerablemente más grandes que tú. Haz un solo gesto violento contra tu enemigo y te verás atrapado y colgando del cadalso con tal velocidad que no sabrás si eres tú o si sigues abajo. No eres ningún guerrero para luchar contra todos, ni un asesino taimado para actuar a escondidas… ¡Doy fe de ello, ya que con solo unos sorbos de vino me has contado todos tus secretos! —Apartó el plato y se tumbó en el colchón con un suspiro de satisfacción—. Acepta mi consejo: vuelve tras las faldas de tu madre mañana mismo. Y ahora creo que es hora de dormir.

Halli apenas podía hablar de lo enfadado que estaba. Por fin logró calmarse.

—¿Hay algún jergón de paja?

—Sí, detrás de la casa, en el cobertizo. ¿Vas a buscarlo? Coge la azada del rincón, te ayudará a defenderte de las ratas más pequeñas. Tira una piedra para asustar a las grandes y ve tan deprisa como puedas. Es lo que hago yo.

Halli durmió sobre el duro suelo.