7
El hermano de Svein, Horkel, resultó muerto a manos de un vecino por una disputa sobre unas tierras. Cuando Svein se enteró de la noticia no dijo gran cosa, pero cogió su espada y salió al camino. El vecino había huido a una cabaña situada sobre una piedra remota. Solo podía accederse a ella a través de escalas de doscientos peldaños, que habían sido quitadas. Al llegar a los pies de la grieta, Svein observó el escarpado precipicio; desde la cima, el asesino lanzaba gritos insultantes. Sin palabras, Svein emprendió el ascenso. La roca era poco firme y se partía bajo sus manos; soplaba un fuerte viento que le hacía perder pie. Las águilas le picaban en las orejas. Cayó la noche y Svein siguió adelante. Al amanecer el asesino empezó a arrojarle rocas, que Svein esquivó, quedando agarrado de un saliente rocoso con una sola mano, llegó hasta la cumbre y acabó con el asesino de su hermano de un solo golpe de espada; luego descendió por la roca y regresó a su Clan, donde se quitó la capa como si nada hubiera pasado.
—He salido a dar una vuelta —dijo a su madre—. Pero ya estoy aquí.
Los hombres que envió Arnkel en pos de los asesinos volvieron antes del anochecer, cubiertos de polvo y abatidos. Habían cabalgado a toda prisa hasta las cataratas, pero los caballos del sur del valle son célebres por su velocidad y los Hakonsson les llevaban una buena ventaja. El fracaso provocó en Arnkel tal ataque de ira que la espuma le salía por la boca. Cogió una mesa de caballete, la estampó contra la pared y la partió en dos; se apoderó del cuchillo que había acabado con la vida de su hermano y se lo clavó en la palma de la mano, la misma que había estrechado las de los asesinos de Brodir. Incluso Astrid se asustó y huyó de su lado; Arnkel pasó toda la noche a solas en el salón.
Amaneció un nuevo día. Un sol brillante entraba por la ventana de Halli y bañaba de luz la colcha de su cama. Olía a aire fresco y a flores silvestres. Cuando se despertó del profundo sueño, Halli se mantuvo quieto durante un rato, con la vista puesta en los triángulos de luz que se proyectaban en la pared de yeso, en las vigas negras del techo, en la vieja Katla, que roncaba en la silla del rincón. Le dolía el hombro, pero las pomadas que su aya le había aplicado habían servido para aliviar los doloridos músculos y al menos podía mover el brazo.
Sus recuerdos del día anterior eran fragmentados: poco más que ráfagas de sorpresa, confusión y dolor. Había dado la voz de alarma, sí; y después, ¿qué había hecho? Bastante poco. Se había limitado a permanecer allí mientras el Clan se ponía en movimiento. Había sido un simple mirón, ignorado por todos a excepción de Katla, que le había abrazado, regañado cariñosamente y por fin metido en la cama.
Era hora de cambiar eso. Halli se levantó, se vistió (sin poder evitar algún gemido al realizar ciertos gestos), y se dirigió al salón. El sol ya estaba alto, pero en el Clan flotaba el silencio. Su padre ocupaba el Asiento de la Ley, con la cabeza hundida. La mano herida estaba negra por la sangre seca. No la había vendado. Llevaba la capa de vestir sobre los hombros, una sombría y arrugada tela plateada. Estaba callado e inmóvil. A su lado, la madre de Halli le susurraba algo al oído.
Había unos cuantos criados atareados en los rincones del salón, preparando las flores para el velatorio de Brodir, pero nadie osaba acercarse a la silla de Arnkel.
Halli fue directamente hacia él.
—Padre, deseo una espada.
Arnkel no levantó la cabeza. Su voz era tranquila, ronca.
—¿Para qué?
—La respuesta es simple. Para vengar a mi tío.
Arnkel estuvo un rato sin decir nada. Por último, habló:
—Hijo mío, ya no hay espadas. Todas fueron fundidas. Excepto las que tenían los héroes allá en la colina.
—Grim podría hacerme una.
—¡Oh, claro, Grim podría hacerlo! —La voz de su madre iba cargada de una furia gélida, que apagó los murmullos de la gente que trabajaba en el salón e hizo cesar toda actividad—. Ahora mismo está haciendo la espada que Brodir se llevará a su tumba para que nos proteja de los trows. Pero no hay espadas para los vivos, como bien sabes. El Consejo lo prohíbe, con todo derecho, del mismo modo en que resolverá el asunto de manera pacífica, para nuestra satisfacción final. ¡No quiero volver a oír hablar de venganza, imbécil!
Halli se encogió de hombros.
—Todos sabemos que nunca quisiste a Brodir, madre. ¿Qué dices tú, padre? Tu dolor y tu rabia igualan a los míos.
Arnkel se agitó en la silla; se incorporó un poco.
—Halli —dijo con voz cansada—, trata a tu madre con más respeto o no me quedará más remedio que azotarte aquí mismo. —Se pellizcó la nariz y posó la mirada en el fuego—. Y te pido que no vuelvas a hablarme de venganza, de espadas o del honor del Clan de Svein. Tus impulsos son buenos: los comprendo. ¡Y también los comparto! Todos lo hacemos. —La madre de Halli soltó un bufido al oír esto—. Has hecho cuanto estaba en tus manos: el valor que demostraste en el establo fue admirable. No es culpa tuya que no seas un guerrero. Pero la forma en que debemos proceder ahora —añadió y tomó aire antes de seguir hablando— es a través de la mediación y el acuerdo. Tu madre tiene razón. Los viejos modos solo provocaban pendencias y más muertos en la colina. Ya no queremos eso.
—Brodir gustaba de seguir los viejos métodos —dijo Astrid—, y mira dónde ha acabado. Debajo de una sábana blanca, a la espera de una morada fría. —Esbozó una débil sonrisa hacia su hijo—. Halli, Halli, sé que adorabas sus relatos. Sé que incluso le profesabas una gran admiración. Pero sus valores pertenecen al pasado. No son los nuestros. Los Jueces de cada Clan se reunirán tan pronto como sea posible. De hecho, Ulfar Arnesson ha partido para advertir a los Clanes del sur del valle, y Leif está a punto de salir en dirección a los que habitan más al norte; con un poco de suerte el Consejo se reunirá antes de que empiece el invierno. Dictará sentencia. Y tú serás el testigo principal, Halli. ¡Piénsalo! Es un papel muy importante para alguien tan joven como tú.
—Pero ¿qué les pasará a los Hakonsson? —preguntó Halli en tono neutro.
—Les obligarán a abonar una cuantiosa indemnización.
—¿Estás hablando de tierras? ¿Eso es todo? ¿Nos cederán un trozo de tierra?
—No hables de la tierra con desdén, chico. Es ahí donde radica nuestra riqueza.
Arnkel Sveinsson seguía con la mirada puesta en el fuego; su aspecto era el de un hombre viejo y fatigado. Habló en voz baja, como si lo hiciera para sí mismo:
—La mediación es el único modo, e incluso es posible que nos veamos obligados a contentarnos con menos de lo que desearíamos. El Clan de Hakon es muy poderoso.
—La mediación nos ha arrebatado tierras en el pasado —dijo Astrid, entre dientes—. Esta vez, al menos, fallará en nuestro favor. ¡Ah, aquí viene Leif, listo para partir!
Leif llevaba puesta la capa de viaje y lucía una barba recién recortada. Se plantó en el salón e inició una conversación con sus padres sobre la ruta exacta que le conduciría a las granjas de la parte superior del valle. Se le veía entusiasmado, con ganas de salir, y no demostraba una pena excesiva ante las circunstancias que rodeaban el viaje.
Astrid acarició cariñosamente el brazo de su hijo mayor.
—¡Estás guapísimo, hijo! No podríamos haber encontrado un mejor emisario de este Clan… ¿No estás de acuerdo, Halli?
Pero Halli se había marchado ya del salón.
En el pasillo que empezaba al otro lado de las cortinas aminoró el paso hasta detenerse; respiró hondo, deseando sofocar su ira.
—Halli.
Aud, hija de Ulfar, había salido del cuarto de invitados. No sería del todo cierto decir que Halli se había olvidado de ella, pero sí que los recientes acontecimientos habían relegado su existencia a un segundo término.
Aud se había vestido con ropa de viaje, no especialmente nueva, y en esos momentos intentaba hacerse algo en el pelo. Dos pinzas de hueso le sobresalían de los labios. Dado el torrente de emociones que le embargaba, a Halli le resultaba difícil entablar de repente una conversación convencional.
—Ah. Hola.
—Siento lo de tu tío —dijo ella, mientras, con los brazos en la nuca, se recogía el pelo. Las pinzas se movieron en sus labios mientras hablaba.
—Gracias.
—Esos malditos Hakonsson. No les importa nada ni nadie. Pero es la primera vez que matan a alguien así… a un hombre libre miembro de otro Clan, quiero decir. Espero que se maten entre sí y dejen en paz al resto. ¿Qué les hizo tu tío?
La cara de Halli se mostraba impasible.
—Nada. Estaba borracho.
—Sí, ¿cierto? De todos modos me parece un poco fuerte. Considérate afortunado de no tenerlos por vecinos. No paran de mover las vallas que delimitan los terrenos, en provecho propio, y mi padre nunca hace nada al respecto: solo agacha la cabeza, arrastra los pies y besa el suelo que pisan. Claro que ahora está en un gran dilema: su prima Astrid en un lado y Hord Hakonsson en el otro… Tendrá que ser muy cauto en la mediación. De todos modos, padre nunca hace nada sin tomar precauciones. Como todos, supongo… —Con un gesto rápido se sacó las pinzas de la boca y las clavó en su cabello, en algún lugar de la nuca—. Vaya, casi se me suelta…
—No, está bien… Partiremos enseguida e informaremos a los Jueces de camino a casa.
—Lo sé. Me lo acaban de decir mis padres. Están ansiosos por que se produzca el acuerdo. —Su voz tenía una nota amarga.
Aud giró la cabeza y señaló su cabello.
—¿Qué aspecto tiene?
—Un poco torcido.
—Ya está bien. ¿Así que le querías mucho? A tu tío, me refiero.
—Sí.
—Lo siento. Ya sabes que mi madre murió el invierno pasado. Así que sé cómo se siente uno cuando pierde a la única persona que… Bueno. —Se alisó la blusa con las manos y desvió la mirada—. Tengo que irme. Mi padre estará esperándome.
—Escucha —dijo Halli—: yo también lamento lo de tu madre.
Entonces ella sonrió, le brillaban los ojos.
—Oh, subo a la colina y hablo con ella siempre que quiero. Me siento junto a su tumba, le llevo flores. Es mejor que pasarme el día entero en casa con mi padre y mi tía hablando de matrimonio a todas horas. Aun así…
Pero Halli no pudo evitar poner cara de sorpresa.
—¿Subes a la colina de las runas? ¿Y qué pasa con los trows?
Aud soltó un bufido de exasperación.
—Bueno, no cruzo el límite y nunca subo de noche. Pero, además… Dime, Halli Sveinsson, ¿a quién conoces que haya visto alguna vez a un trow?
—Bueno, los he visto yo, más o menos.
—Hum. Cuando digo ver, me refiero a ponerles los ojos encima, no a ensuciarte los leotardos cuando el viento aullaba entre las tumbas o saltaba un sapo de un cubo.
Halli sacó pecho.
—No hace ni dos semanas yo estaba en la parte superior de la montaña, haciendo de pastor. Hay una parte del muro que se ha derrumbado. Una oveja se perdió, fue hasta más allá de las runas. Por la noche —su voz se convirtió en un susurro; sus ojos redondos miraron a derecha e izquierda, escrutando los rincones oscuros del pasillo—, por la noche la oí chillar. Al amanecer, la vi… ¡vi su cadáver! Hecho pedazos.
Aud soltó un bostezo brusco.
—Apenas puedo respirar de miedo, Halli. Eres un cuentista nato. ¿Qué pasó luego?
—Bueno… eso es todo.
—¿Qué? ¿Esa es toda la historia? Pues tengo una respuesta para ti: lobos.
Halli negó con la cabeza.
—Sucedió en los páramos de los trows.
Aud lanzó un suspiro de aburrimiento.
—A ver, durante tu estancia allí, ¿viste algún lobo?
—Sí, a lo lejos.
—¿Y águilas?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué pensar que fueron los trows los que mataron a tu oveja si tienes otras opciones delante de tus narices? ¿Por qué complicar las cosas más de lo necesario? —La voz de Aud fue cobrando animación—. Cuando me sale un grano en el culo, no deduzco que un trow se ha arrastrado por la noche para ponerlo ahí, ¿verdad que no? Busco una explicación más simple. Oh, por la sangre de Arne, ese es mi padre. —Desde el salón se oía la voz de Ulfar Arnesson, llamando a su hija—. Tengo que irme y aún no he terminado con el equipaje. Con suerte te veré dentro de poco: tu madre me ha invitado a pasar aquí el invierno. Pero, si mientras tanto pasas por el Clan de Arne, acércate a verme. Está claro que nuestra cerveza es bastante mejor que la que servís vosotros… —Ella le ofreció una última sonrisa, le saludó con la mano y desapareció por la puerta, dejando a un Halli boquiabierto en el silencioso pasillo.
* * *
Durante dos días el cuerpo de Brodir yació sobre un jergón de mimbre en el centro del salón. Halli no fue a presentarle sus respetos. Ya había visto a su tío muerto, y tenía esa imagen grabada en su mente.
Al tercer día, cuando la niebla del amanecer aún flotaba sobre el suelo, la comitiva del entierro se congregó en el patio. Como en todos los funerales, correspondía a Arnkel el deber de conducir al grupo hasta la montaña; en ese momento se hallaba en el porche, peleándose con los cierres del abrigo. Detrás de él, Halli, Leif y Gudny observaban cómo los hombres salían de todas las granjas del Clan. Cada uno de ellos llevaba un pico, un azadón o una pala. Grim, el herrero, caminaba entre ellos para comprobar la calidad de las hojas y para llevarse alguna que otra a su forja para una reparación rápida: el ruido de la piedra al rascar llegaba amortiguado a sus oídos.
El cuerpo de Brodir yacía frente a la puerta, envuelto en una sábana, sobre un jergón suspendido por palos. Otro jergón contenía la piedra para su tumba.
Los hombres hablaban en susurros, con las caras ocultas por las capuchas y el aliento flotando en el aire. Mantenían las manos resguardadas en sus capas y pisaban con fuerza con las botas sobre las piedras, como caballos ansiosos por partir. Arnkel esperaba; la madre de Halli, seguida por Eyjolf y otro criado, bajó despacio desde el matadero, donde la noche anterior se había sacrificado un cordero añal. Cada uno de ellos portaba un trozo de carne envuelto en piel; dichos pedazos fueron entregados al séquito funerario, que los colocó en el jergón con la piedra.
Por fin Grim salió de la forja, llevando una pieza de hierro que no era más larga que su antebrazo. Era la espada de Brodir, que le ayudaría en su defensa del valle. Sería colocada sobre su pecho antes de que fuera enterrado bajo las piedras. Arnkel la guardó en su bolsa.
Desde puertas y ventanas, las gentes del Clan de Svein contemplaban en silencio la partida del séquito fúnebre: Arnkel y Grim cargaban con el primer jergón. La fila de hombres se puso en marcha en dirección a la puerta de la colina. No malgastaron el tiempo en palabras; había que cavar la tumba y colocar la piedra en la montaña antes de que anocheciera. No era tarea fácil.
Poco después, mientras Halli se aseaba y se vestía, sometió a Katla a un intenso interrogatorio.
—¿Para qué era la carne?
—Ya lo sabes. ¡Levanta los brazos! Se arroja por el páramo, para que los trows concedan permiso para cruzar sus tierras durante el entierro. Y lávate ahí también… ahora ya eres mayor.
Halli se frotó con el trapo sin demasiado interés.
—¿Y los trows salen enseguida a cogerla? ¿Los hombres los verán?
—¡Claro que no! Los trows nunca salen durante el día. Esperan a que anochezca, y a esa hora los hombres ya se habrán ido.
—¿Y si no les hubieran dejado la carne?
—Eso concedería a los trows el poder para rebasar la frontera establecida por Svein, para desgracia de todos.
—Sería interesante ver a un trow —comentó Halli en tono ligero.
Katla realizó al instante toda una serie de gestos simbólicos para alejar la mala suerte.
—Ve inmediatamente al abrevadero y lávate la boca con agua y aceite.
Halli siguió allí, peleándose con sus leotardos.
—¿Qué tiene de malo decir eso? Podría subir a ayudarlos con el entierro, y luego quedarme a mirar. No cruzaría el límite, como hizo ese chico del que me hablaste, sino que me limitaría a espiar desde el otro lado de las runas hasta que los trows salieran a comer.
Katla se estremeció y apoyó una huesuda mano en el brazo de Halli.
—Te daré tres razones para disuadirte de esa idea, Halli: en primer lugar, sería de noche y no verías nada; en segundo lugar, si alcanzaras a ver una sola garra, tus ojos saldrían disparados de tu cara del miedo y rodarían por el suelo; y por último ese acto de desobediencia molestaría mucho a nuestros amados antepasados, y estos podrían castigarte.
—¡Nuestros enemigos son los trows, Katla! ¿Qué iban a hacer nuestros antepasados?
—Es mejor no ponerlos a prueba. Se muestran duros en sus juicios y un poco inflexibles. Supongo que se debe al hecho de que están muertos…
—Creo que estás perdiendo el juicio, vieja aya. No, no quiero las zapatillas. Me pondré las botas de montaña.
La anciana le miró fijamente.
—Espero que te hayas calmado ya. Tu tío está ahora con Svein. Y, aunque pueda parecer poco respetuoso, en cierto sentido esta tragedia es lo mejor que podía pasar. Estoy convencida de que Brodir fomentaba tus inquietudes.
—Eso decían mis padres a todas horas. ¿Dónde está la manta, Katla? ¿La más gruesa?
—Colgada en el gancho de la puerta. Halli, ¡no olvides que tus padres te quieren! ¡Se preocupan por tu porvenir! Lo último que quieren es verte colgado del cadalso.
Halli se detuvo.
—¿Qué? ¿Eso te parece probable?
—Hasta el momento, tu inquietud únicamente ha provocado delitos menores, pero te aseguro que otros mayores les seguirán si no se te corrige sin dilación. —Katla suspiró, con los ojos empañados por el pasado—. No creo que recuerdes a Rorik, de la granja Slees. Empezó robando huevos de los corrales vecinos. Tenía solo catorce años, los mismos que tienes tú ahora. Pero, como su padre no le pegó lo suficiente, ¿qué pudo aprender? —Negó con la cabeza—. La siguiente noticia fue que había matado a un hombre en una pelea por una vaca lechera y que lo colgaron en la Asamblea de verano.
Halli la miró sin parpadear.
—¿Y solo tenía catorce años?
—Oh, no. Tenía treinta y tantos entonces. Pero la maldad empieza pronto, eso es lo que quiero decir.
Halli le lanzó una mirada de desdén.
—Gracias por la advertencia. Voy a salir.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Katla le habló con tono alarmado:
—Halli, querido… Espero… espero que no estés pensando en subir a la colina. Sabes muy bien que solo los adultos están autorizados a tomar parte en los entierros. Y si crees que subiendo verás a los trows…
Él se rio.
—No te preocupes por mí. Adiós, vieja aya.
Y salió por la puerta, dejando a Katla en su cuarto, inmóvil y con el ceño fruncido.
* * *
En la cocina robó una hogaza de pan recién hecho, un queso de cabra entero y una porción de beicon envuelta en tela. Cogió también dos cantimploras, y llenó una de vino y otra con agua del pozo. Lo guardó todo en su mochila. Luego, con la temeridad de un lobo, se encaminó hacia la habitación de su padre.
En un rincón, apoyado en un banco, se hallaba el cofre de Arnkel, de madera oscura y cierres de acero. Halli había contemplado su contenido muchas veces desde su más tierna infancia. Los aperos para el campo de su padre: una hoz para la cosecha, la podadera para los setos, los cuchillos afilados y las tijeras de trasquilar lana, algunas forjadas por Grim, otras cedidas a lo largo de los años.
Pero en el fondo del arcón había otro cuchillo que se usaba solo en los banquetes formales y los sacrificios. Era curvo, de mango largo y muy afilado.
Halli se apoderó de él, volvió a cerrar el cofre y se encaminó hacia el salón.
Todo estaba en silencio: en ese día teñido de melancolía la mayoría de los hombres estaban en la montaña y las mujeres trabajaban en otra parte. Allí, en la pared, estaban los tesoros de Svein: su armadura, sus armas. Halli contempló el arco oxidado y desportillado, el escudo roto, el casco dentado que colgaba de un gancho. El casco le hipnotizó durante un momento: la luz del sol se reflejaba en la rayada parte superior, en la protección para la nariz y el cuello, pero los cuencos para los ojos seguían negros, fríos, carentes de expresión.
Halli desvió la mirada; sus ojos se posaron en el estante de piedra y en la cajita que había allí. Miró a su alrededor. La sala estaba vacía.
Halli se acercó de puntillas y bajó la caja. Pesaba más de lo que esperaba y estuvo a punto de caérsele. La madera era oscura y estaba carcomida por los años. Con el corazón latiéndole a toda prisa y los ojos atentos a cualquier movimiento, tiró de la tapa; notó que costaba, y, cuando por fin la tapa cedió, el chasquido resonó en el salón desierto.
Algo brillaba dentro de la caja.
Halli miró hacia el pasillo. Escuchó: por allí cerca estaba Eyjolf regañando a un criado, oyó el ruido de la rueca procedente del cuarto de su hermana y las risas de unos niños en el patio. Por un momento sintió el tirón de lo cotidiano, la seguridad de su hogar.
Su mirada se dirigió hacia una mesa que había en el centro de la sala. Encima de ella había una arrugada tela blanca, rodeada de flores secas.
Halli contempló el féretro que había contenido el cuerpo de su tío. Luego inclinó la caja y dejó que el cinturón plateado de Svein cayera sobre su mano. Estaba frío, pesaba y lo habían doblado con esmero. Sin detenerse, Halli lo metió en la mochila. Luego devolvió la caja al estante, para que nadie notara nada, se colgó la mochila a los hombros y salió corriendo del salón.
* * *
Halli abandonó el Clan de Svein por una ruta trasera; saltó el muro y pisó el lodo húmedo y los espinosos arbustos hasta llegar a la pradera baja.
Por un momento levantó la vista hacia las alturas, donde la excavación de la tumba ya debía de haber empezado. Luego le dio la espalda, y sin preocuparse más por la montaña ni por el Clan, situado a sus pies, partió con la firme intención de matar a los Hakonsson.