3
Cuando Egil comparó a la anciana madre de Svein con un sapo, Svein no tardó en enterarse de ello. Fue derecho a casa de Egil y clavó una piel de lobo a su puerta. Egil salió enseguida.
—¿Qué significa esto? ¿Un desafío? ¿Dónde quieres luchar?
—Por mí podemos luchar aquí, o en cualquier parte; tú decides.
—Lo haremos en el Risco de la Paloma.
Y pelearon monte arriba; ambos intentaron derribar al contrario. Svein tenía confianza en sí mismo: sus miembros de hierro nunca le habían fallado. Pero Egil no se quedaba atrás en cuanto a fuerza. Se puso el sol, y volvió a salir, y allí seguían, aferrados el uno al otro sin que ninguno de los dos cediera. Estaban tan inmóviles que los pájaros empezaron a posarse en sus cabezas.
—No tardarán en hacer nidos —dijo Svein—. Ese ya ha traído unas cuantas ramitas.
—Uno de los tuyos está poniendo un huevo.
Y entonces decidieron rendirse y convertirse en hermanos de sangre. Años después pelearían juntos en la Batalla de la Roca.
—Fueron los trows, seguro —dijo el tío Brodir—. Solo salen de noche. ¿Por qué lo dudas?
Halli negó con la cabeza.
—No he dicho que lo dudara, es solo que… ¿De qué se alimentan durante la mayor parte del tiempo, cuando no encuentran chicos ni ovejas?
El tío Brodir le propinó un coscorrón cariñoso.
—Haces demasiadas preguntas, como siempre. Aquí va una para ti. ¿Estás seguro de que no fuiste más allá de las runas?
—No, tío. Te prometo que no.
—Bien. Porque eso nos traería la desgracia a todos, o así lo advierten las historias. Pues entonces olvida esa oveja. Di a tu padre que se partió el cuello en una caída. Esta noche no podemos trasladar al rebaño. Encendamos un fuego. He traído carne fresca.
Un día después del incidente con la oveja perdida, había aparecido Brodir en la montaña, con su exuberante barba y un sólido cayado en la mano, dispuesto a llevar a Halli a casa. Se habían fundido en un caluroso abrazo.
—El exilio te ha sentado bien —dijo Brodir—. Nunca te había visto un aspecto tan ágil y fuerte. No me cabe duda de que vas a crear aún más problemas cuando vuelvas a casa.
—¿Me han echado de menos? —preguntó Halli.
—No mucho, aparte de Katla y de yo mismo. El resto parece desenvolvérselas bien sin ti.
Con un suspiro, Halli avivó el fuego con ramas.
—¿Qué noticias hay?
—Tus padres están nerviosos ante la proximidad de la Asamblea.
—¿Llegaré a tiempo para asistir a ella? Me estaba entrando miedo.
—Faltan siete días aún, y el Clan se esfuerza para realizar todos los preparativos. Se ha limpiado la Pradera Baja y se ha recortado la hierba. Se han montado las primeras tiendas. Tu hermano Leif supervisa los preparativos; se pasea con su capa como un pavo real presumido, dando órdenes que nadie cumple. Entretanto Gudny se pasa horas en su habitación mirándose en el espejo; espera atraer la atención de los solteros de los Clanes del sur del valle. En resumen: no te has perdido nada. Excepto que Eyjolf sufre una extraña enfermedad. Se levanta todas las mañanas con las mejillas rojas e hinchadas, y le escuecen como si le hubiera besado un diablillo. Ha probado numerosos remedios, pero el problema persiste.
—Quizá debería mirar en el interior de la almohada —dijo Halli en tono suave—. Tal vez alguien metió una rama de hiedra venenosa dentro.
Brodir soltó una carcajada.
—¡Ah! Tal vez… Dejaré que lo averigüe por sí solo.
La comida era buena y la compañía mejor aún. Brodir sacó un odre con vino del que Halli bebió de buena gana. Invadido por aquel inestable calor, escuchó los relatos sobre las aventuras de Svein que le contaba Brodir: sus correrías por el páramo, la matanza de dragones, los tres viajes al palacio del rey de los trows. Las historias le llenaban de satisfacción, como siempre, pero esa noche no pudo evitar un sentimiento de melancolía.
Al final dijo amargamente:
—Tío, a veces preferiría estar muerto y enterrado bajo las runas con los héroes. ¿Crees que desearlo está mal? Habría sido más feliz de haber vivido en esa época, hace mucho tiempo, cuando un hombre podía buscar fortuna de la manera que creía adecuada. Ahora no hay posibilidad de hacer nada. Incluso los trows están fuera de nuestro alcance.
—Entonces la audacia era una virtud —rezongó Brodir—. Ahora no lo es. Las mujeres del Consejo se han ocupado de eso. Pero te lo advierto: incluso en los tiempos de Svein los héroes eran considerados hombres inquietos. Solo empezaron a ser respetados después de muertos.
—¡La muerte sería preferible al destino que mis padres me han asignado! —Halli dio un fuerte puntapié con la bota y lanzó una rama al centro de la hoguera—. Padre me lo ha explicado más de una vez: debo esforzarme por aprender todas las tareas que requiere llevar una granja. Luego, cuando esté idiota de aburrimiento, me concederán una parcela propia que deberé atender hasta que me salgan canas y se me acabe la vida… Aunque reconozco que no lo dijo en esos términos.
Los dientes de Brodir brillaban a la luz del fuego. Bebió un trago de vino y dio una palmada al hombro de Halli.
—Lo que pasa, chico —dijo por fin—, es que tanto tú como yo somos los hijos segundos, y eso nos hace tener la impresión de que estamos de más. No heredaremos, como le ha sucedido a Arnkel y como le sucederá a ese idiota de Leif. Ni nos casaremos fácilmente, como hará Gudny, si es que da con alguien capaz de tragar con ese temperamento frío que tiene. ¿Qué vamos a hacer? ¿Adonde podemos ir? La frontera se halla dibujada en las cumbres, y un océano insoslayable nos detiene al final del río. No es de extrañar que seamos problemáticos.
Halli miró a su tío.
—¿Tú eras tan malo como yo?
—Oh, yo era bastante peor. —Brodir se rio—. Bastante peor. Ni te lo imaginas.
Halli aguardó esperanzado, pero su tío no dijo nada más.
—Seguiré tu ejemplo —dijo Halli, intentando aparentar sobriedad—. ¡Recorreré el valle y veré mundo! Y al diablo con lo que piense mi padre.
—El valle no es tan grande como imaginas. De todos modos, enseguida terminarás de explorarlo. Encontrarás once Clanes menores, todos habitados por zopencos, canallas y tramposos. Los que están cerca del mar son los peores, llenos de villanos rubios. Solo hay un Clan bueno y ese es el de Svein. —Brodir escupió al fuego—. No tardarás en volver. Y mientras tanto no juzgues a tu padre con mucha severidad. Tiene responsabilidades con su pueblo y a Astrid sobre sus espaldas. Él quiere lo mejor para ti.
—Incluso así, ojalá me viera libre de sus esperanzas y sus intenciones.
Halli notaba la cara caliente; se apartó del fuego y se tumbó sobre la blanda y fresca hierba, con la mirada puesta en las estrellas.
* * *
Cuando Halli llegó de nuevo al Clan, se encontró con una gran multitud de gente trabajando en el patio. Después de pasar un mes en soledad, se quedó momentáneamente aturdido ante tanto bullicio y movimiento. Su madre se acercó a él, cargada con una cesta llena de telas de colores. La dejó en el suelo y le brindó un rápido abrazo.
—Bienvenido, hijo mío. Me alegro de tenerte en casa. En otro momento escucharé lo que tengas que contarme de estos días. Ahora presta atención. La Asamblea se nos viene encima y casi no estamos listos. Hay mucho por hacer y debes trabajar tanto como cualquiera. Te advierto que no tenemos tiempo para bromas, travesuras, engaños ni tonterías de ninguna clase, so pena de un duro castigo. ¿Me has entendido?
—Sí, madre.
—Muy bien. Ve a reunirte con Grim; necesita ayuda para llevar las parrillas hasta el prado.
En el aire flotaba el nerviosismo, y Halli no permaneció inmune a él. Por primera vez desde que tenía uso de razón, la Asamblea de Otoño se celebraría en la casa de Svein, y tal acto prometía maravillas que él nunca había visto. En poco tiempo a los prados del Clan llegarían casi cuatrocientas personas, un número que él apenas conseguía asimilar. Darían alojamiento a los delegados de los once Clanes: las mejores familias y comerciantes, sus criados, caballos, carros y bienes, junto con aquellos que procedían de granjas más pequeñas. Habría banquetes, narradores de cuentos, la emoción de las justas de caballos, luchas cuerpo a cuerpo y pruebas de fuerza; el Consejo se reuniría para debatir los últimos casos de la ley… Halli estaba emocionado ante la perspectiva. Por una vez dejaría de sentirse atrapado, con las alas cortadas: vería todo el valle sin necesidad de irse de casa.
Durante dos días trabajó como el que más, construyendo las casetas de comercio que rodeaban el prado. Sostuvo los postes mientras los hombres los clavaban al suelo; acarreó bloques de hierba de los secaderos y fue colocándolos, fila sobre fila, para formar las paredes. Ayudó a excavar los fosos para los asados y dispuso las parrillas encima; recogió paja y heno para alimentar a los animales de los visitantes.
El tercer día el Clan ya estaba decorado. Los colores de Svein colgaban con orgullo del mástil del patio; las banderas negras y plateadas oscilaban como gaviotas desde todos los tejados. El muro de los trows al completo estaba lleno de banderines; se había levantado una gran carpa a las puertas del Clan, llena de barriles de cerveza listos para el asalto. A su alrededor se habían dispuesto numerosas mesas de caballete repletas de pieles, telas, instrumentos de hueso, silbatos y otros productos del Clan. Al anochecer todo parecía listo: los trabajadores aminoraron el ritmo. Leif se paseaba con vigor, deslumbrante con su capa plateada, felicitando efusivamente a todo el mundo.
Halli estaba cansado de trabajar y se reunió con varios chicos que se encontraban en la misma situación en un callejón situado detrás de la casa del curtidor.
—¿A quién le apetece jugar? —preguntó—. ¿Qué preferís: los Cuervos Muertos o la Batalla de la Roca?
Como de costumbre se escogió la batalla. Halli dijo que él sería Svein.
—¿No deberías hacer de trow? —preguntó Ketil, el hijo de Grim—. Eso daría más realismo a la escena.
Halli le lanzó una mirada desdeñosa.
—¿Quién de aquí es un Sveinsson? Yo seré Svein.
Ketil, Sturla y Kugi, el jovencito bizco que limpiaba la pocilga, fueron elegidos para hacer de trows. Se les dieron hoces rotas para que las usaran de garras hirientes. Halli y los héroes robaron unos cubos oxidados de la herrería para que les sirvieran de cascos; como espadas usaron ramas de madera sacadas del establo. La gran batalla se libró sobre los restos de un trozo del muro de los trows que estaba medio derrumbado: entre piedras antiguas, cubiertas de moho y hierba. Los héroes se apostaron sobre la roca y lanzaron comentarios sabios y desafiantes. La horda de trows irrumpió desde abajo entre gritos y bramidos. Los pájaros huyeron de los tejados del Clan de Svein; las vacas de los campos se sobresaltaron. Las mujeres que trabajaban curtiendo pieles maldijeron e hicieron gestos de enfado. Una nube de puños y palos envolvió la batalla.
Leif Sveinsson se acercó a grandes zancadas desde el patio, con la capa al viento. Observó la lucha con mirada aviesa. Al cabo de unos momentos se detectó su presencia y la batalla se calmó de forma abrupta. Se oyeron algunos gemidos de decepción, y luego se hizo el silencio.
—¡Menudo espectáculo! —dijo Leif despacio—. La Asamblea está a punto de empezar, y aquí estáis, hatajo de pillastres, ¡jugando como perros en una montaña de huesos! Eyjolf y yo tenemos un centenar de tareas para asignaros antes de que anochezca. Si no os ponéis a ellas, os encerraré en el trastero durante toda la feria.
Leif contaba dieciocho años, era un hombre grande, corpulento y de cuello grueso. Cuando quería dar miedo solía bajar la cabeza, como si fuera un toro, y miraba con mala cara por debajo de las cejas, como si el autocontrol fuera lo único que le impedía actuar con súbita y atroz pasión. Los chavales le miraron taciturnos y avergonzados.
—¡Hermano —dijo Halli, que seguía subido al muro—, no hace tanto tiempo que estos juegos te divertían! ¡Únete a nosotros! Te presto el casco.
Leif dio un paso hacia él.
—¿Tienes ganas de recibir un buen tortazo, Halli?
—No.
—Entonces te sugiero que tengas en cuenta mi edad y mi cargo. —Leif se irguió e hinchó el pecho; llevaba puesta su mejor túnica y leotardos negros, además de relucientes botas—. Como futuro encargado de dirigir este Clan, tengo responsabilidades que atender. No tengo tiempo para revolcarme en el polvo.
—Pues eso no es lo que me dijo Gudrun la cabrera —replicó Halli en tono divertido—. Me ha dicho que anoche, cuando saliste de su cabaña, ibas rebozado en hierba.
Varios ruidos coincidieron entonces: la risa de los otros, el grito furioso de Leif, las botas de Halli rascando el muro de los trows cuando intentaba escapar. Pero tenía las piernas cortas en comparación con las de su hermano. El resultado fue rápido y doloroso.
Leif asintió con una sonrisa.
—Que esto os sirva de lección a todos. No tengo mucha paciencia con los descarados como este. Y ahora, os diré lo que tenéis que hacer… —Apoyado a horcajadas sobre el muro de los trows empezó a dar órdenes a los chicos, que le miraban desde abajo.
A su espalda, Halli se palpó la sangre que le manaba de la nariz. Luego usó la manga para secarse las lágrimas y la sangre, se incorporó, tomó impulso con cuidado, y propinó a Leif una patada en pleno culo.
Con un grito agudo Leif cayó del muro con los brazos abiertos como si fueran alas. Debajo había un inmenso montón de estiércol. La caída fue lo bastante larga como para que Leif girara hacia delante y se precipitara de cabeza en la montaña marrón.
Se oyó un ruido enfático: la cabeza, los hombros, la parte superior de los brazos y medio cuerpo de Leif desaparecieron de la vista. Sus piernas quedaron rectas, aunque se movían de forma extraña; la capa plateada se posó con suavidad sobre la oscura pendiente del montículo de estiércol.
El gemido de horror de los niños allí reunidos dio paso a unos ojos abiertos como platos.
—¡Mirad hasta dónde ha llegado! —dijo Halli—. Nunca habría dicho que eso estaba tan blando.
Kugi, el niño de la pocilga, levantó la mano.
—Es que acababa de echar una palada nueva.
—Eso lo explicaría. Pero ¿cómo consigue mantenerse tan tieso? ¡Mirad cómo sacude las piernas! Es un gesto de lo más atlético. Debería hacerlo en la feria.
Sin embargo, mientras miraban, las piernas se doblaron y la espalda se inclinó un poco; Leif estaba ahora de rodillas, con la cabeza y los hombros aún hundidos en el estiércol. Empujó con las manos, hizo acopio de fuerza; con un sonoro chasquido la mitad superior de su cuerpo se abrió paso entre la masa de desechos. Un olor apestoso se propagó por el aire.
Al unísono, los chicos empezaron a retirarse hacia las puertas y callejones cercanos.
Halli creyó apropiado bajar del muro sin hacer ruido.
Vacilante, apenas manteniendo el equilibrio, Leif se puso de pie; las botas le resbalaban en el lodo. Les daba la espalda; la capa colgaba lacia, flácida. Se volvió despacio; con un gesto desagradablemente deliberado levantó la cabeza, embarrada y mojada, y clavó la vista en ellos. Por un momento todos se quedaron paralizados; los tenía como hipnotizados.
Luego, cual semillas de diente de león movidas por el viento, se dispersaron.
Halli era el más veloz de todos. Por sucia que hubiera estado la cara de su hermano, la emoción que despedían sus ojos no presagiaba nada bueno. Halli saltó del muro de los trows. Al tocar el suelo, oyó un frenético movimiento de piedras: su hermano lo seguía por el otro lado.
Halli subió corriendo el callejón que rodeaba el taller de pieles de Unn. Sus piernas apenas rozaban el suelo, pero sus pasos eran cortos. Oyó el bramido de Leif, le oyó acelerar sobre las piedras. Una mujer cargada con el cesto de la colada le bloqueaba el paso, así que giró hacia el interior del taller, corrió entre las rejillas de secado, resbaló sobre la grasa de cordero desechada y cayó de espaldas contra una de las cubas que contenía pieles en remojo.
Unn se cernía sobre él. Tenía la cara sonrosada y las manos manchadas.
—¿Halli? ¿Qué…?
Entonces irrumpió Leif; vio a Halli y se abalanzó hacia él. Halli rodó por el suelo, entre las patas de una rejilla. Leif resbaló y se empotró contra la cuba, que se volcó provocando una cascada de un fluido amarillento que inundó el suelo. Unn chillaba de furia; Brusi, su hijo, saltaba entre gritos para evitar el diluvio; se agarró de una viga del techo y se quedó suspendido en el aire. Leif no les prestó la menor atención; fue hacia la puerta principal, por la que Halli huía como alma que lleva el diablo. Leif cogió una escoba y la lanzó contra la cabeza de su hermano; falló, la escoba rebotó contra el marco de la puerta y golpeó a Leif en el ojo.
En el patio principal del Clan de Svein los preparativos para la Asamblea tocaban a su fin. Los chicos barrían las piedras; las mesas estaban dispuestas, las banderas ondeaban con alegría. Arnkel y Astrid se hallaban en el porche de la casa, disfrutando de una refrescante cerveza.
Por el patio apareció Leif, en plena carrera. ¿Dónde estaba Halli? Allí… ¡escondido debajo de una de las mesas de caballete! Leif aceleró el paso y volcó la mesa, arrojando al suelo todo lo que esta contenía. La gente se hizo a un lado, asustada; chocaron unos contra otros; el suelo se llenó de platos y distintos productos.
Halli esquivó la mano extendida de Leif y saltó hacia una mesa llena de telas. Leif le siguió, sus botas enfangadas ensuciaron los tejidos. Halli bajó de la mesa y huyó hacia la tienda donde estaban los barriles de cerveza. Leif siguió tras él y le vio refugiarse entre los barriles. Tras empujar a una mujer, corrió como un lobo y se lanzó hacia los barriles con tanto ímpetu que algunos cayeron de la pila y salieron rodando de la tienda, por el patio, derribando a los mirones como si fueran bolos, antes de estamparse contra las paredes de las casas vecinas.
Leif se acercaba. Halli estaba acorralado encima de la pila de barriles. Halli miró a su alrededor y vio una cuerda que colgaba del techo de la tienda. Sin pensarlo dos veces saltó, se agarró de la cuerda, osciló con fuerza… y dio con sus huesos en el suelo cuando la mitad de la tienda se derrumbó. Cayó con fuerza entre una montaña de ropa y otros objetos, tropezó con la tela de la tienda y salió hacia el patio… Allí se detuvo en seco.
Leif le seguía muy de cerca.
—Ahora verás, hermano…
También él se paró. Miró a su alrededor. Ante ellos se hallaban Arnkel y Astrid, con caras largas y ojos gélidos. Las gentes del Clan de Svein fueron formando una multitud a ambos lados de la pareja —hombres, mujeres, pordioseros—, todos en un silencio sepulcral.
Astrid llevaba los cabellos recogidos en un moño trenzado que dejaba al descubierto su fino y blanco cuello. Su expresión recordó a Halli la cara que su madre solía poner en los juicios, cuando los sollozantes condenados eran enviados a la cárcel. Los ojos de Astrid fueron de Leif a Halli, y luego a Leif de nuevo.
—Parecéis mis hijos —dijo ella—, pero a juzgar por vuestros actos diría que sois un par de extraños. —Nadie hablaba; la multitud seguía atenta, escuchando. De fondo se oyó llorar a un bebé. Astrid prosiguió en el mismo tono sereno—. ¿Cuál es vuestra explicación?
Leif tomó la palabra. Su relato era una muestra de consternación, ultraje y autocompasión.
Su padre, Arnkel, levantó la mano.
—Ya basta, hijo. Aléjate un poco. El hedor que despides hace que me lloren los ojos. ¿Qué tienes que decir tú, Halli?
Halli se encogió de hombros.
—Pues sí, le tiré a la montaña de estiércol. ¿Por qué no? Él me había pegado, nos había insultado a mí y a mis compañeros, como ellos pueden confirmar. —Miró a su alrededor, pero Sturla, Kugi y los demás se habían fundido entre la multitud. Halli suspiró—. En definitiva, lo consideré una cuestión de honor que no podía pasar por alto.
Su tío Brodir, que se hallaba entre la gente, comentó en voz bien alta:
—Me parece de lo más razonable.
—Tus contribuciones no son bienvenidas, Brodir —replicó Astrid con severidad—. ¡No te atrevas a hablarme de honor, Halli! Eres una desgracia… ¡no sabes lo que es el honor!
—Si creías que Leif te había maltratado, deberías haberle desafiado limpiamente, no haberle propinado una patada por la espalda —añadió Arnkel.
—Pero Leif es mucho más fuerte que yo, padre. En una lucha limpia me habría dado una soberana paliza. ¿No es así, Leif?
—Sí, como demostraré sin el menor problema.
—¿Lo ves, padre? Seamos sinceros, eso no habría traído nada bueno.
—Bien…
—¡¿Acaso el gran Svein no preparó emboscadas contra los otros héroes antes del pacto y la Batalla de la Roca?! —gritó Halli—. Él no se molestó en desafiar oficialmente a Hakon el día en que lo encontró cabalgando a solas junto a la catarata. Se limitó a arrojarle una piedra desde la cima del Jalón. Piensa que mi bota es la piedra de Svein y el culo de Leif es Hakon: ¡el concepto es el mismo! Solo que yo he tenido mejor puntería.
Arnkel movió los pies, con cierta incomodidad.
—No negaré que tienes parte de razón, pero…
—La conducta adecuada, Halli —interrumpió su madre, con una voz cortante como el cristal—, habría sido ignorar los actos de Leif. De la misma forma que él debería haber ignorado los tuyos. ¡Ahora me habéis avergonzado los dos! Nos llevará mucho tiempo reparar este desaguisado antes de que lleguen nuestros invitados. Y sin embargo no queda más remedio que hacerlo; que todos dejen las cervezas y se pongan a trabajar. La fiesta de esta noche queda suspendida. —Un murmullo de descontento recorrió la multitud—. Pero antes hablemos de vuestros castigos. Leif: tu aspecto y conducta son las de un desgraciado. Te prohibiría asistir a la Asamblea, pero eres el heredero de Arnkel y debes estar presente. Que esta vergüenza pública sea suficiente castigo: ahora ve a lavarte al abrevadero para caballos.
Leif se alejó, cabizbajo.
—Y en cuanto a ti —dijo Astrid—, Halli…
—¡Es solo un crío! —gritó el tío Brodir—. ¡Tiene la exuberancia de la juventud! Todo esto tiene fácil arreglo…
Astrid habló en tono alto y frío:
—Todos recordamos la exuberancia de tu juventud, Brodir, y lo que esta provocó. El Clan tuvo que pagar con creces por ella.
Ella le miraba fijamente. Brodir enrojeció; apretó los labios hasta que estos se tiñeron de blanco. Abrió la boca y luego la cerró. Dio media vuelta y se perdió entre el gentío.
Entonces Astrid se dirigió a Halli:
—Dentro de dos días dará comienzo la Asamblea. Será una ocasión de grandes festejos, en la que incluso Gudrun, la cabrera, podrá divertirse desde el amanecer hasta que se ponga el sol. Todos disfrutarán de la fiesta… Todos excepto tú, Halli. Mientras dure la Asamblea no podrás pisar la pradera donde se celebran los actos y no participarás en los banquetes de la casa. No beberás de los barriles, ni probarás los asados; los cocineros te darán las sobras en la cocina. Durante cuatro días será como si hubieras vuelto a los pastos. Tal vez así aprendas a controlar tus impulsos.
Halli no dijo nada. Se limitó a mirar a su madre con los ojos enrojecidos.
* * *
Mientras salía del patio, Halli consiguió mantener un aire rígido y orgulloso, y una expresión retadora.
Cuando llegó a los aposentos de la familia, sin embargo, le fallaron las defensas y aminoró el paso. Se tumbó en silencio en la cama y fijó la mirada en el techo. Por el pasillo oía los pasos de la familia y de los criados. Con cada ruido su cuerpo se tensaba a la espera de que alguien entrara a verle; incluso lo anhelaba, por enfadado que estuviera el visitante. Pero, ya fuera por enojo, vergüenza o simple indiferencia, nadie entró en su cuarto.
Estaba a punto de intentar dormirse cuando la puerta dio paso a Kada, cargada con una bandeja con pollo, nabos y coles púrpura. Sin más ceremonias la dejó sobre la cama de Halli y le guiñó un ojo.
—Pensé que quizá tendrías hambre, querido —dijo Katla.
—Sí.
—Pues come.
Halli se sentó en la cama y lo hizo. Mientras él comía, Katla daba vueltas en silencio por la habitación.
Cuando hubo terminado, Halli dejó el cuchillo y dijo con voz débil:
—Estaba muy bueno. Y sabía aún mejor porque es la última comida que tomaré durante un tiempo, al menos hasta que pase la Asamblea. —Al decirlo se le quebró la voz; se cubrió los ojos con las manos y se quedó quieto.
Katla fingió no darse cuenta de ello.
—Habrá otras Asambleas, querido —dijo ella—. No falta tanto para el próximo verano. Creo que esa se celebra en el Clan de Orm.
Halli replicó, con la voz tomada por la ira:
—Me he pasado la vida sin saber nada del mundo. Y ahora, cuando el mundo venía a mí, ¡me castigan sin él! Pienso escaparme, Kada. No voy a quedarme aquí.
—Bueno, querido, tienes las piernas más bien cortas. No llegarás muy lejos. ¿Quieres ponerte el camisón ya?
—No. ¿Katla?
—¿Sí?
—¿Hay caminos más allá de las runas?
La anciana parpadeó.
—¿Caminos? ¿A qué te refieres?
—Viejos senderos que usaron los colonos para llegar a este valle en los días anteriores a Svein. O hacia otros valles, otros pueblos.
Ella negó con la cabeza despacio, como si la pregunta le divirtiera.
—Si hubieran existido esos caminos, ya se habrían borrado. El asentamiento se produjo hace mucho tiempo. Además, no hay más valles, ni más pueblos.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo va a haber caminos donde habitan los trows? Devoran a todos cuantos pasan por allí.
Halli se quedó cabizbajo, recordando a la cabra extraviada.
—¿Y si volviéramos a fabricar espadas y fuéramos a luchar contra ellos? Quizá podríamos cruzar los páramos y…
Las rodillas de Katla crujieron cuando ella se sentó en la cama.
—Halli, Halli. Hace años hubo un chico que se parecía mucho a ti, aunque creo que tenía las piernas más largas. Ese chico despreciaba a los trows…
—Yo no he dicho eso, solo que…
—No era del Clan de Svein, sino que pertenecía a otro Clan conocido por tener menos sentido común: el de Eirik o el de Hakon probablemente. Bien, ese chico informó a todos de que iría a explorar los páramos. Estaba loco, claro: deberían haberlo encadenado en una cabaña, pero le dejaron ir. Le vieron subir más allá de las runas, ir ascendiendo hasta la cumbre; en un par de ocasiones el muy insolente incluso se volvió a saludarlos. ¿Sabes lo que le pasó?
Halli suspiró.
—Supongo que nada bueno…
—Supones bien. De repente cayó sobre el lugar una densa niebla. El chico se perdió de vista; la niebla era tan espesa que parecía de noche aunque ni siquiera era la tarde. Cuando la niebla alcanzó su máximo espesor, los que allí estaban oyeron gritos: no procedían de muy lejos, pero, como comprenderás, no podían hacer nada por ayudar. Un fuerte viento disipó por fin las brumas, llevándolas hacia los páramos, y el sol volvió a brillar. Entonces la gente vio al chico: hundido en la tierra hasta la cintura, a menos de diez metros de la runa más cercana. Seguía vivo; gritaba pidiendo ayuda, aunque con voz débil. Un hombre valiente corrió hacia un arbusto, cortó una rama y la acercó a las piedras; el chico se agarró al extremo, la gente tiró de él… Bien.
—Creo que me imagino el resto —dijo Halli.
—Tu imaginación no es tan perversa. Lo primero que notaron era que pesaba menos de lo que creían. Luego vieron que el chico dejaba a su paso un rastro de sangre. Entonces se percataron de que le faltaba la mitad del cuerpo.
—Sí, creo que…
—¡Se lo habían arrancado! Hasta el ombligo. El resto había sido devorado o metido en el agujero. El chico murió antes de llegar a las runas, por supuesto. Aquí tienes la historia de un chico que no creía en los trows. Y puedo contarte muchas otras del mismo estilo.
—Lo sé. Creo que es hora de dormir.
—Al menos eso demuestra que aún has tenido suerte. Sí, tienes las piernas cortas, pero al menos aún las conservas. Acepta la situación de buena gana y todo se arreglará pronto.
Y con esas palabras Katla apagó la vela y salió de la habitación.