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Las cualidades de Svein fueron evidentes desde el principio. Ya de niño era más fuerte que cualquier hombre, capaz de romper el cuello de un novillo con sus propios brazos. También era orgulloso y apasionado, y, cuando estaba furioso, muy difícil de manejar. En una ocasión arrojó a un criado insolente sobre una bala de heno; más adelante, cuando le invadía la ira, salía a cazar trows. Cuando tenía más o menos tu edad, volvió a casa con una garra de trow clavada en el muslo después de haber mantenido una pelea en el campo. El trow le había hundido en la tierra hasta tal punto que tenía los sobacos llenos de barro, pero Svein se agarró a la raíz de un árbol y aguantó allí toda la noche hasta que el sol salió sobre los árboles. Entonces el trow perdió su fuerza y Svein quedó libre. Encontró la garra en la pierna al llegar a casa.
—He tenido suerte —dijo—. Era uno joven, no había desarrollado aún toda su fuerza.
No, no sé dónde está la garra. No hagas tantas preguntas.
* * *
A la edad de catorce años, Halli seguía siendo bajo, ancho de espaldas y corto de piernas. Aunque solo le faltaban dos años para ser un hombre adulto, apenas llegaba a la mitad de la altura de su hermano Leif y su cabeza alcanzaba los hombros de Gudny solo si se ponía de puntillas.
Sin embargo, tenía la suerte de disfrutar de una salud de hierro. No le afectó la fiebre negra, ni la del heno, ni la viruela, ni ninguna de las múltiples enfermedades que eran endémicas en el valle. Esta resistencia se unía a una cierta vitalidad de espíritu, que se manifestaba en todos sus «pensamientos» y actos, y que suponía un desafío para las normas que regían el Clan.
En su mayoría, las personas que formaban el Clan de Svein eran taciturnas y pacientes, curtidas tanto por dentro como por fuera por el rigor del clima de las montañas. Los ritmos largos y lentos del cuidado de la granja y el cultivo del campo marcaban su rutina; atendían a los animales, araban la tierra y practicaban la artesanía tal y como antes lo habían hecho sus padres. A pesar de su estatus, Arnkel y Astrid no eran ninguna excepción, ni tampoco sus hijos, y dedicaban el tiempo necesario a las tareas diarias, pero todos advertían que Halli ponía poco interés en seguir su ejemplo.
—¿Alguien ha visto hoy a Halli? —rezongó Arnkel mientras los hombres se reunían en el patio, acalorados y sucios de paja, para disfrutar de una cerveza al final de la jornada—. No ha trabajado en mi campo.
—Ni en el mío —dijo Leif—. Debería haber ayudado a las mujeres a rastrillar el heno.
Se oyeron los pasos de Bolli, el panadero, que se acercaba a toda prisa.
—¡Ya te diré yo dónde estaba! ¡Aquí, robándome las tortas de avena!
—¿Le has pillado haciéndolo?
—¡Como si le hubiera visto con mis propios ojos! Mientras trabajaba en el horno, he oído unos chillidos horribles que procedían de la puerta. He corrido hacia allí y me he encontrado un gato, atado por la cola al pestillo de la puerta. Y, cuando vuelvo al horno, ¿qué es lo que veo? ¡Un gancho prendido a un palo que desaparece por la ventana con cinco tortas de avena clavadas en él! He ido corriendo hacia la ventana, pero ya era tarde… El muy canalla se había largado.
—¿Estás seguro de que era Halli? —preguntó Arnkel de mal humor.
—¿Quién iba a ser si no?
Un débil murmullo de asentimiento se levantó entre los hombres.
—Lleva todo el año así —dijo Grim, el herrero—. ¡Una serie de bromas, robos y huidas a expensas de otros! Comete una trastada tras otra con la velocidad de un poseído.
Unn, el curtidor, asintió.
—¿Recordáis cuando me robó la cabra y la llevó hasta los peñascos? ¡Dijo que quería que sirviera de anzuelo para cazar un lobo!
—¿Y qué me decís de cuando sembró el huerto de trampas? —dijo Leif—. Según él, pretendía atrapar a un diablillo. ¿Y a quién atrapó en su lugar? ¡A mí! ¡Aún tengo los tobillos hinchados a día de hoy!
—¿Os acordáis de los cardos que colocó en el retrete?
—¡Y de mis leotardos, colgados del palo de la bandera!
—Ningún castigo parece escarmentarle. ¡No hay amenaza que surta efecto con él!
El hermano de Arnkel, Brodir, había estado escuchando la conversación en silencio. Por fin dejó el vaso sobre la mesa y se pasó la mano por la desordenada barba.
—Os lo tomáis todo demasiado a pecho —dijo él—. ¿Qué mal hay en todo esto? El chico tiene imaginación, y se aburre, eso es todo. Quiere aventuras… un poco de estímulo.
—Bien, ya le daré yo estímulo —dijo Arnkel—. Que alguien vaya a buscar a Halli y lo traiga aquí.
A pesar de las repetidas palizas, las quejas sobre el comportamiento de Halli continuaron durante todo el verano. Desesperado, Arnkel puso a su hijo bajo la tutela de Eyjolf, el jefe de los sirvientes del Clan.
* * *
Una noche, cuando Katla le estaba poniendo el camisón antes de acostarlo, Halli fue llamado al salón. Su padre, que acababa de terminar los arbitrios del día, estaba sentado en su Asiento de la Ley con la fusta en la mano. Halli parpadeó al verlo, y luego al distinguir a Eyjolf, que sonreía maliciosamente al lado de la tarima.
—Halli —dijo Arnkel despacio—, Eyjolf quiere que sometamos a juicio tu conducta de hoy.
Halli miró desolado a su alrededor. La sala estaba vacía; una luz dorada penetraba por la ventana del oeste y se reflejaba en los tesoros del héroe. No habían encendido el fuego y el aire era gélido. El asiento contiguo al de su padre estaba desocupado.
—¿No debería estar madre aquí, si va a celebrarse un juicio?
La cara de Arnkel se ensombreció.
—Estoy seguro de que puedo dictar sentencia en este caso sin su ayuda. No hará falta un detallado conocimiento de la Ley para entender tus actos. Así pues, Eyjolf, expón tus argumentos.
El jefe de los criados era casi tan viejo como Kada. Encorvado, cadavérico y con un talante más bien agrio, miró a Halli sin el menor afecto.
—Gran Arnkel, tal y como me pediste he estado encargando a Halli variados y constructivos trabajos, sobre todo en las letrinas, los muladares y las cubas de curtir pieles. Durante tres días se ha dedicado a darme largas y a insultarme con descaro. Por fin, hoy, cuando le llevaba a limpiar el estiércol de los establos, se me ha escapado y ha corrido a refugiarse en los cuartos de los criados. Mientras le seguía, he caído en una serie de trampas preparadas por él. He tropezado con un alambre escondido, he resbalado porque había echado mantequilla sobre el suelo, me he asustado por un falso fantasma agazapado en un rincón, y por último, cuando entraba en mi pequeña habitación, me ha caído encima una lluvia de agua sucia procedente de un cubo que había colocado en el quicio superior de la puerta. He tenido que lavarme la cabeza repetidas veces en el abrevadero ante el regocijo de los que andaban por el patio. Y luego, cuando he levantado la vista, ¿qué es lo que he visto? ¡A Halli sonriendo, encaramado al tejado de la forja de Grim! Ha declarado que estaba vigilando la montaña por si veía alguna señal de los trows.
Al pronunciar la última palabra, Eyjolf realizó una compleja serie de signos diversos. Halli, que le había escuchado sin dar muestras de preocupación, sintió un súbito interés.
—¿Qué haces, viejo Eyjolf? ¿Cualquier orificio de tu cuerpo tiene que estar protegido cada vez que hables de los trows?
—¡Niño insolente! Me estoy taponando contra sus sucios poderes. ¡Cállate! Arnkel, he tardado una eternidad en bajarlo del tejado. Podría haberse caído y haberse partido la crisma, lo que habría sido una pena para ti, más que para mí. Estos son los hechos, esta es toda la verdad. Solicito tu juicio y una paliza para Halli.
Arnkel habló en el profundo tono de voz que usaba en su papel de Arbitro.
—Halli —dijo a su hijo—, esto supone todo un récord. Me apena que hayas mostrado, en tan poco tiempo, una absoluta falta de respeto hacia un apreciado sirviente, un absoluto desdén por tu propia seguridad y una irreverencia total hacia los peligros sobrenaturales que nos acechan. ¿Tienes algo que decir en tu defensa?
Halli asintió.
—Padre, quiero dejar constancia de la mala conducta de Eyjolf. Ha olvidado mencionar que me había dado su solemne palabra de no informarte de nada de esto. A cambio de esa promesa he bajado enseguida del tejado y me he pasado el día entero limpiando los establos.
El padre de Halli se mesó la barba.
—Tal vez, pero eso no niega tus fechorías.
—Puedo responder por ellas, padre —dijo Halli—. Por lo que se refiere a mi seguridad, debo decir que no corría peligro alguno. Soy ágil como una cabra, y tú mismo lo has comentado a menudo. No he causado el menor daño al tejado de Grim. Mi interés por los trows nace de un deseo de comprender más aún los peligros que nos rodean, y no es en absoluto irreverente. Y en cuanto a la falta de respeto hacia Eyjolf, me parece que está justificada, ya que ha demostrado no tener palabra, por lo que debería colgársele de los talones del palo de la bandera que hay en el patio.
Eyjolf lanzó una imprecación al oír esto, pero el padre de Halli le acalló.
Arnkel acarició la fusta y miró fijamente a su hijo.
—Tus argumentos son dudosos, Halli, pero dado que todo se sustenta en una cuestión de honor, creo que lo más conveniente es que pare. Si hay algo que debe prevalecer por encima de todo es nuestro honor y el de nuestro Clan, y esto se extiende hasta los tratos entre hombres. Eyjolf, ¿has accedido entonces a mantener en secreto esos hechos de hoy?
El viejo resopló y rezongó, con las mejillas arreboladas, pero tuvo que admitir que así era.
—Entonces, y en conciencia, no puedo castigar a Halli con una paliza en este caso.
—¡Gracias, padre! ¿Recibirá Eyjolf algún castigo por su falta de fe?
—El disgusto que siente por tu absolución bastará. Mira qué cara pone. ¡Espera! No te vayas tan deprisa. He dicho que no te castigaría, pero no he terminado contigo.
Halli se detuvo cuando ya iba de camino a la puerta.
—¿Cómo?
—Está claro que te aburren las tareas de aquí —dijo Arnkel—. Muy bien, pues tengo otra para ti. Hay que trasladar el rebaño a los altos pastos que quedan por encima del Clan durante las últimas semanas de verano. ¿Conoces el lugar? Es un sitio solitario, cerca del límite del valle, por donde pasean los trows por las noches. Existe también peligro por parte de los lobos, incluso en esta época. Para proteger al rebaño un pastor debe ser ingenioso y hábil, valiente y emprendedor… Pero en ti rebosan esas cualidades, ¿no es cierto? —Arnkel brindó una fina sonrisa a su hijo—. ¿Quién sabe? Quizá por fin veas un trow.
Halli titubeó, pero luego se encogió de hombros, como si el asunto no tuviera mayor importancia.
—¿Estaré aquí para la Asamblea?
—Enviaré a alguien a por ti con tiempo suficiente. ¡Y ahora ni una palabra más! Puedes retirarte.
* * *
Los pastos altos estaban a poco más de una hora de camino desde el Clan de Svein si se tomaba cierto atajo sinuoso para escalar la montaña, pero daban la sensación de hallarse mucho más lejos. Era un lugar pedregoso, lleno de grietas y de profundas sombras azules, donde los únicos sonidos eran la brisa y el canto de los pájaros. Las ovejas deambulaban sin miedo, engordando a base de hierba y juncos. Halli encontró una derruida cabaña de piedra en un montículo de hierba situado en el centro del prado; allí acampó: se alimentaba de moras, leche de cabra y obtenía el agua de un arroyo. Cada pocos días otro chico le llevaba queso, pan, fruta y carne. Aparte de esa visita estaba solo.
Por nada del mundo habría admitido Halli ante su padre la menor ansiedad ante la perspectiva de esa soledad, pero dicha ansiedad existía, ya que la línea de runas se cernía en el horizonte.
En el extremo superior de los pastos se había erigido un muro de piedra, que recorría el contorno de la montaña. Su función era evitar que las ovejas se acercaran a la cima, donde se hallaban las runas. También servía para que la gente no rebasara ese límite. Halli pasaba largos ratos junto al muro, con la mirada puesta en aquellas runas en forma de dientes que apenas eran visibles en la cima de la montaña. Algunas eran finas y altas, algunas anchas, otras lodosas o agrietadas. Cada una de ellas ocultaba el cuerpo de un antepasado; todas estaban allí para ayudar a Svein a proteger la frontera contra los malvados trows. Incluso en los días de sol seguían siendo una presencia oscura, sombría, vigilante; en los días nublados su cercanía entristecía los ánimos de Halli. A última hora de la tarde ponía mucho cuidado en que sus alargadas sombras no le rozaran y temía la aparición de los trows.
Por las noches yacía en el negro silencio de la cabaña, con la nariz llena del olor a tierra y a la áspera lana de la manta, e imaginaba a los trows arrastrándose por los páramos, acercándose a la frontera, ávidos de su carne… En esos momentos la frontera parecía ofrecer escasa protección. Halli daba las gracias a sus antepasados en un susurro y escondía la cabeza hasta que le vencía el sueño.
Si las noches de Halli eran inquietantes, los días resultaban agradables y suavizaban las frustraciones de su corazón. Por primera vez desde que tenía uso de razón era libre para hacer lo que se le antojara. Nadie le daba órdenes; nadie le pegaba. Lejos quedaban las miradas desaprobadoras de sus padres. Atrás estaban las aburridas tareas en el Clan o el campo.
En su lugar podía tumbarse sobre la hierba y soñar con grandes hazañas: aquellas que Svein había acometido en el pasado y las que él pretendía realizar algún día.
Mientras las ovejas pastaban tranquilas, Halli observaba el paisaje que tenía a sus pies, resiguiendo los terrenos verdes y marrones que conformaban los campos de Svein y que se extendían hasta el pliegue central del valle, donde él nunca había estado. Sabía que allí el gran camino avanzaba paralelo al río, llegando hasta el este de las cataratas y aún más lejos. Al otro lado del río se alzaban unas pronunciadas pendientes arboladas. Pertenecían al Clan de Rurik. A veces distinguía el humo de las chimeneas, elevándose sobre los lejanos árboles. La montaña de Rurik, al igual que la de Svein, estaba coronada por tumbas; más lejos quedaba la cordillera gris con sus cumbres blancas, parte de la gran barrera continua que rodeaba el norte, el oeste y el sur, cercando el valle.
Mucho tiempo atrás el gran Svein había explorado todo esto. Espada en mano, había recorrido el valle entero, desde las Piedras Altas hasta el mar, luchando contra los trows, matando salteadores, labrándose una reputación… Cada mañana Halli posaba la mirada en el sol naciente, hacia la recortada silueta del Jalón, la elevación granítica que ocultaba la parte sur del valle. Algún día también él emprendería ese camino: bajaría por el Jalón, cruzaría el cañón en busca de aventuras… Tal y como había hecho Svein.
Entretanto tenía que ocuparse de las ovejas.
Halli no tenía nada en contra de ellas: eran una raza dura y montañera de cara negra y lana encrespada. Durante la mayor parte del tiempo se cuidaban solas. Un día un cordero joven se cayó en una grieta entre dos piedras y tuvo que ser rescatado. En otra ocasión una oveja se rompió una pata al tropezar en una grieta: Halli improvisó una tablilla con un trozo de madera y cortó un pedazo de su túnica para vendar la pata herida. Una vez hecho esto, envió a la dolorida oveja con el resto. Pero a medida que pasaban las semanas su compañía empezó a aburrirle y Halli se cansó de sus obligaciones. Pasaba más y más tiempo mirando hacia las montañas, hacia las tumbas.
Nadie que él conociera había visto nunca a un trow. Nadie sabía decirle nada de ellos. ¿Cuántos eran? ¿Qué comían, ahora que los humanos no estaban a su alcance? ¿Qué aspecto tendría el páramo, situado sobre la cima de la montaña? ¿Eran visibles los agujeros en la tierra, los huesos de sus antiguas víctimas?
A pesar de tener muchas preguntas, a Halli nunca se le ocurrió acercarse a las runas.
* * *
En uno de los extremos de la pradera, quizá debido a las tormentas del invierno anterior, una parte del muro protector se había venido abajo. Las piedras aparecían diseminadas por una amplia zona de altas hierbas. A su llegada, Halli se había percatado de que debía reconstruirlo y de hecho lo había intentado, pero la tarea había resultado ser ardua y agotadora. Enseguida la abandonó, y dado que las ovejas nunca se aventuraban hacia ese extremo del prado, no tardó en olvidarse por completo del asunto.
Pasaron las semanas. Una tarde, cuando los primeros tintes ocres y cobrizos bañaban los árboles del valle a sus pies, Halli despertó de la siesta y se encontró con que el rebaño, por ovino capricho, había decidido explorar ese extremo del campo. Al menos ocho ovejas habían pasado por encima de las piedras caídas del muro y habían empezado a comer la hierba del otro lado.
Con un gemido desolado, Halli cogió el palo y corrió campo a través. A base de gritos y gestos consiguió alejar al grueso del rebaño de la zona del muro roto; una de las ocho ovejas extraviadas se reunió de un salto con el rebaño, pero las otras siete no se inmutaron en lo más mínimo.
Halli regresó al orificio del muro y, con un gesto protector, tal y como había visto hacer a Eyjolf, saltó al otro lado, hacia la pendiente prohibida.
Las siete ovejas le observaron atentamente desde sus posiciones, algunas más cerca, otras más alejadas.
Halli usó todos sus trucos de pastor. Se movió despacio para no asustar a las ovejas extraviadas; emitió una serie de sonidos roncos con la garganta, mantuvo el palo abajo y lo fue moviendo lentamente en dirección al muro mientras las rodeaba para conducirlas de forma sutil, firme e inexorable, hacia el agujero.
A la vez, las siete ovejas saltaron en distintas direcciones.
Halli soltó una maldición; fue a por la oveja más próxima y solo consiguió que esta se alejara unos metros más cuesta arriba. Mientras perseguía a otra, resbaló, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre un montecillo de hierba lodoso. Ese fue el patrón de toda la tarde.
Después de un buen rato y de mucho esfuerzo, Halli había conseguido obligar a seis ovejas a cruzar a la zona segura. Él estaba manchado de barro, sudoroso y sin aliento; el palo se le había partido en dos.
Solo quedaba una oveja.
Era una oveja joven, rápida y traviesa, y había subido más arriba que ninguna de las otras. Estaba casi en las runas.
Halli tomó aire, se humedeció los labios y se dispuso a escalar, abriendo un ángulo para acercarse a la oveja por detrás. No quitaba la vista de las runas cercanas: columnas volcadas de roca mohosa que se recortaban oscuras contra el cielo. La suerte le acompañó en cierto modo: hacía un día nublado, con lo que las piedras de las runas no proyectaban sombra alguna. Pero la oveja avanzaba sin rumbo fijo, cambiando de dirección con cada ráfaga de viento. Lo vio cuando él aún estaba a dos metros de distancia.
Halli se paró en seco. La oveja clavó sus ojos en él; estaba en el límite del valle, muy cerca de una de las tumbas, comiendo la hierba que crecía entre las antiguas piedras. Por detrás se veía una gran extensión de tierra: los páramos, allá donde los héroes habían encaminado sus pasos tanto tiempo atrás y donde ahora solo vivían los trows. Él tenía la boca seca, los ojos fijos. No vio movimiento alguno, ni oyó el menor ruido, a excepción del viento.
Despacio, muy despacio, Halli arrancó un buen matojo de hierba. Despacio se lo ofreció a la oveja. Y despacio dio un paso atrás mientras esbozaba una sonrisa suplicante.
La oveja giró la cabeza y se dedicó a comer. Ya no miraba hacia Halli.
Halli titubeó. Entonces hizo un intento desesperado.
La oveja salió corriendo: se alejó, más allá de las runas, hacia los páramos.
Halli cayó de rodillas con los ojos llenos de lágrimas. Vio cómo la oveja brincaba por la hierba y finalmente se detenía a descansar, no muy apartada. No estaba lejos, pero había cruzado el límite: se hallaba fuera de su alcance. Él no podía seguirla.
A poca distancia la runa se alzaba oscura y silenciosa. Podría haberla tocado con solo extender la mano. La idea le erizó el vello de la nuca. Con paso inseguro, a trompicones, descendió por la pendiente hacia la seguridad que le confería el muro.
* * *
Se pasó lo que quedaba de día mirando hacia el cielo, pero la oveja no reapareció. Anocheció; Halli se acurrucó incómodo en la penumbra de la cabaña. En algún momento en mitad de la noche oyó un grito agudo, un alarido animal de terror y dolor que cesó bruscamente. Halli contempló la negritud, con los músculos en tensión; no consiguió conciliar el sueño hasta el amanecer.
A la mañana siguiente volvió a subir la pendiente, y, desde una prudente distancia, posó la mirada más allá de las runas.
La oveja había desaparecido, pero por allí, dispersos formando un gran arco, distinguió retazos de lana rojos, restos sanguinolentos por el suelo.