Así nació el hijo de Ai-lan en aquella casa, en la que todos estaban ocupados y absortos por el acontecimiento, y Yuan no pudo ver a Mei-ling sino un momento, de paso. Tres veces fue el médico aquel día, y nada le agradaba a Ai-lan más que este fuera extranjero; era un inglés alto y rubio, que habló con Mei-ling y la señora, diciéndoles lo que Ai-lan debía comer y cuántos días debía permanecer en la cama. Había también que cuidar al niño, y Ai-lan pidió que esto lo hiciera Mei-ling. Esta aceptó de buen grado. El chico lloraba mucho, porque la leche de la nodriza que llevaron de primera intención no le bastaba, y hubo que buscar y probar otras.

Porque Ai-lan, como muchas de sus contemporáneas, no quería criar a su hijo. Tenía miedo de que sus pechos se hicieran, por esta causa, demasiado grandes, echando a perder las elegantes líneas de su cuerpo. Esta fue la única discusión violenta que Mei-ling tuvo con ella. Le gritó a Ai-lan, acusadoramente:

—No eres digna de haber tenido este precioso niño. Ha nacido fuerte, rollizo y lleno de apetito, y tus pechos están llenos y no quieres alimentarlo. ¡Indigno, indigno, Ai-lan!

Ai-lan, al oír esto, lloró con estrépito, para que la compadecieran, y respondió a Mei-ling:

—Tú no sabes nada de esto. ¡Cómo vas a saberlo, siendo virgen! No sabes lo desagradable que es llevar un hijo durante meses y meses, y que todos los vestidos te caigan mal. ¿Y quieres que ahora, después de todos mis sufrimientos, esté fea otros meses más? ¡No, ese menester lo deben hacer mujeres más rudas, sirvientas! ¡Yo no lo haré! ¡No lo haré!

Ai-lan lloraba con toda la cara descompuesta, pero Mei-ling no cedía. Yuan se enteró de esta discusión porque Mei-ling fue a decírselo al marido de Ai-lan cuando estaban en el mismo cuarto. Mientras Mei-ling le hablaba al padre, Yuan la contemplaba con admiración, y nunca le pareció Mei-ling tan amable y sincera. La muchacha entró apresurada, enojadísima, y empezó a hablar sin ver que Yuan estaba allí, dirigiéndose al padre de la criatura:

—¿Consentiréis en esto? ¿Dejaríais que Ai-lan perdiera la leche sin alimentar a su hijo? ¡El niño tiene hambre, y ella no quiere darle de mamar!

El marido se limitó a sonreír, a encogerse de hombros y a responder:

—¿Ha hecho alguna vez Ai-lan algo que no quisiera hacer? Por lo menos, yo no lo he intentado nunca, ni lo intentaré, por cierto, en este caso. Ai-lan es una mujer moderna.

Rio y dirigió una mirada a Yuan. Pero Yuan estaba mirando a Mei-ling. Los ojos de la muchacha se agrandaban mientras miraba al marido de Ai-lan. Su palidez se acentuó y dijo sin aliento:

—¡Infame! ¡Infame!

Y, volviendo la espalda, salió de la habitación sin añadir una palabra más.

Cuando hubo salido, el marido dijo afablemente a Yuan, hablando de hombre a hombre:

—Después de todo, no puedo criticar por esto a Ai-lan. Es duro tener que criar a un niño, y eso exige pasarse el tiempo en la casa. Yo no puedo pedirle a Ai-lan que prescinda de sus diversiones, y, en verdad, me gusta que trate de conservar su belleza. Por lo demás, al niño le sentará muy bien la leche de una nodriza.

Al oír esto, Yuan se sintió apasionadamente impulsado a defender el punto de vista de Mei-ling. ¡Ella tenía razón! Se levantó bruscamente, para dejar a aquel hombre con quien no simpatizaba, y dijo con frialdad:

—Por mi parte, pienso que una mujer puede ser demasiado moderna en ocasiones. Creo que Ai-lan no tiene razón en este caso.

Y se dirigió lentamente a su cuarto, esperando encontrar a Mei-ling en el camino. Pero no fue así.

Pasaron los días de sus vacaciones, y no pudo encontrar a Mei-ling sino de tarde en tarde, nunca más de diez minutos, y tampoco sola. Ella y la señora andaban todo el tiempo en derredor del recién nacido; la señora, como en un éxtasis, pues que aquel era el hijo que ella no había tenido. Aunque estaba acostumbrada a las nuevas costumbres, quiso conservar en esta ocasión algunas de las antiguas. Hizo pintar de rojo unos huevos y decidió festejar el día que aquel niño cumplía el primer mes. Cada vez que trazaba un plan, hablaba con Mei-ling, pareciendo que había olvidado que Ai-lan era la madre y confiando para todo en su hija adoptiva.

Antes de que llegara aquella fiesta del primer mes, Yuan debía partir a la nueva ciudad para seguir trabajando. Pasaban ahora los días muy vacíos para él; se entristeció y pensó que Mei-ling no debía estar todo el tiempo ocupada en otras cosas y que debía concederle algunos ratos a él. Cuando se acercaba el último día de sus vacaciones, llegó a convencerse de que Mei-ling lo rehuía de intento, y que trataba de no encontrarse a solas con él. Atraída por el niño, también la señora parecía olvidarse de Yuan y de que él amaba a Mei-ling.

Y así llegó el día del regreso. Aquel día apareció Sheng muy contento aparentemente, y dijo a Yuan y al marido de Ai-lan:

—Estoy invitado a una fiesta muy divertida esta noche. Hacen falta unos jóvenes para tomar parte en un cuadro. ¿Queréis olvidar por unas horas vuestra edad, fingir que sois jóvenes y ser parejas de unas preciosas mujeres?

El marido de Ai-lan contestó risueño que estaba dispuesto, y que había estado tan atado a Ai-lan durante aquellos días que se había olvidado de lo que era divertirse. Pero Yuan se excusó; no había ido durante años a aquellas diversiones, desde que acompañaba a Ai-lan, y ahora sentía renacer su antigua timidez cuando pensaba en mujeres desconocidas. Pero Sheng estaba empeñado, y le insistió, y aunque al principio se negaba, llegó un momento en que se dijo: «¿Por qué no voy a ir? Es una estupidez sentarse en esta mesa y esperar una hora que no llegará. ¿Qué le importará a Mei-ling que yo me divierta?». Así, pues, terminó diciendo:

—Bueno, iré.

Durante aquellos días parecía que Mei-ling no había visto a Yuan, tan atareada estaba. Pero aquella noche, cuando Yuan salió de su cuarto, vistiendo el traje negro extranjero que se usa para salir de noche, pasó junto a él, llevando en brazos al chiquitín de Ai-lan, dormido. Al verle, le preguntó:

—¿Adónde vas, Yuan?

Y él contestó:

—A una fiesta que dan esta noche, voy con Sheng y con el marido de Ai-lan.

Yuan creyó que en aquel momento la mirada cambió en los ojos de Mei-ling. Pero no estaba seguro, y decidió que era equivocado creer en aquello, pues Mei-ling se limitó a estrechar un poco al dormido chicuelo entre sus brazos y a decir:

—Espero que te diviertas mucho.

Y se fue.

Yuan se sentía irritado contra Mei-ling, y se decía: «Bien. Entonces, sí, me divertiré mucho. Esta es mi última noche aquí, y voy a pasarlo muy bien».

Y así lo hizo. Aquella noche hizo Yuan lo que nunca había hecho. Bebió cuanto vino quiso, y sin necesidad de que nadie se lo ofreciera; bebió hasta no ver claramente las caras de ninguna de las muchachas que bailaron con él; solamente se dio cuenta de que tenía una muchacha entre sus brazos. Bebió tanto vino extranjero, a lo que no estaba acostumbrado, que todo el iluminado y florido vestíbulo le pareció una visión giratoria y brillante. Hasta Sheng le gritaba, animándole:

—¡Yuan, eres un tipo de suerte! Eres uno de esos que se ponen más pálidos cuanto más beben, al reyes que nosotros. Sólo tus ojos te delatan, pues te aseguro que arden como carbones encendidos.

Entre aquellos efectos de la bebida, Yuan encontró a una mujer que había visto antes en alguna parte, una mujer que le presentó Sheng, diciéndole:

—Esta es una nueva amiga mía, Yuan. Te la cedo para que bailes una vez con ella y me digas si has encontrado alguna que baile mejor.

Yuan se encontró con ella entre los brazos. Era una criatura extraña, esbelta, con un largo vestido extranjero de tela blanca, brillante, y cuando le miró el rostro creyó haberla visto en otra ocasión, pues no era una cara que se olvidase fácilmente, una cara morena y redonda, de labios gruesos y apasionados, no bella, pero que atraía por su mismo extraño atractivo. Ella dijo, entonces:

—¡Yo creo que te conozco! Vinimos en el mismo barco. ¿Te acuerdas?

Yuan esforzóse en recordar, concentrando su acalorado pensamiento, y recordó. Dijo sonriendo:

—Tú eres la muchacha que gritaba que siempre sería libre.

Los ojos de la muchacha se hicieron un poco sombríos, y sus labios, muy bien pintados, se movieron para decir:

—No es fácil ser libre aquí. Bueno, supongo que soy lo bastante libre…, pero estoy terriblemente sola. —Dejó de bailar, tiró de la manga a Yuan y le dijo—; Ven, sentémonos. Cuéntame. ¿Has sido tan desdichado como yo? Mira, yo soy la hija menor, y mi madre ha muerto… Mi padre es el lugarteniente del gobernador de la ciudad. Tiene cinco concubinas… Muchachuelas de poco más o menos… Imagínate la vida que llevo… Conozco a tu hermana; es preciosa, pero es como todas las demás. ¿Sabes tú lo que es la vida de las muchachas como tu hermana? Jugar todo el día, bailar toda la noche, murmurar… ¡Yo no puedo llevar esa vida! ¡Yo quiero hacer algo! ¿Qué estás haciendo tú?

Estas palabras parecieron tan extrañas en sus pintados labios, que Yuan les prestó atención. Callaron un momento, ella esperando, y entonces Yuan le habló de la nueva ciudad, de sus trabajos, de que había encontrado un puesto que le gustaba y un agradable quehacer. Cuando llegó Sheng y tomó de la mano a la muchacha para sacarla a bailar, ella le apartó suavemente, y haciendo un mohín, le dijo:

—¡Déjame! Quiero hablar en serio con este.

Sheng se rio y dijo en broma:

—¡Yuan, me sentiré celoso si llego a creer que ella puede tomar algo en serio!

Pero la muchacha se había vuelto hacia Yuan, y empezó a mostrarle su apasionado corazón. Y por ella hablaba todo su cuerpo; los lindos hombros se alzaban y bajaban, las manos no se estaban quietas…

—¡Oh, los detesto a todos!… Y no puedo irme de nuevo al extranjero… Mi padre no quiere darme dinero. Dice que no puede gastar más en mí… ¡Y todas esas concubinas jugándose ese dinero!… Odio todo esto. Las concubinas se dedican a hablar mal de mí, porque salgo sola con hombres.

A Yuan no le gustaba aquella muchacha. Le repelían el desnudo pecho, que dejaba ver el escote, el traje extranjero y los labios excesivamente pintados, pero comprendía su angustia y la compadecía.

—¿Por qué no te dedicas a hacer algo? —le dijo.

—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó ella—. ¿Sabes en lo que me especialicé en el colegio? Decoración interior para las casas al estilo occidental. He decorado mi cuarto. He trabajado un poco en casa de una amiga, pero gratis. ¿Qué puedo hacer aquí? Quiero estar aquí. Esta es mi tierra. Pero he estado fuera demasiado tiempo. No encuentro lugar para mí en ninguna parte… No tengo patria.

Yuan había olvidado que aquella era una noche para divertirse: tan conmovido se sentía por lo que le estaba diciendo la pobre criatura. Ante su mirada compasiva, estaba la muchacha, alegre con su estúpido vestido extranjero, con los pintados ojos llenos de lágrimas.

Antes de que pudiera decirle algo que la consolara, había vuelto Sheng. Y ahora se negó a que le rechazaran. No vio las lágrimas. Ciñó la cintura de la muchacha con su brazo, y riendo, la sacó a bailar. Yuan se quedó solo.

No tenía ganas de bailar más. Toda la alegría había huido de aquel ruidoso salón. Una vez pasó la muchacha cerca de Yuan, bailando con Sheng. Tenía la expresión ausente; sin lágrimas miraba a Sheng y no parecía la misma que unos segundos antes había dicho aquellas palabras. Yuan, a solas, dejó que el criado le llenara el vaso una y otra vez.

Al fin de aquella noche de diversión, cuando volvían a casa, Yuan estaba sereno otra vez, aunque el vino ardía dentro de él como una fiebre. Pero fue capaz de ayudar al marido de Ai-lan, que iba borracho hasta no poder apenas dar paso, con la cara roja y balbuceando como un niño.

Yuan llamó a la puerta, y en vez de una criada, quien abrió fue Mei-ling. Y cuando el borracho la vio, parecióle, por lo visto, recordar que había algo entre Mei-ling y Yuan, y dijo:

—Tú…; tú debiste haber ido… Había allí una linda rival… que no quería dejar a Yuan… Peligroso, ¿eh?

Y se echó a reír a carcajadas. Mei-ling guardó silencio. Al verlos, llamó a un criado que había cerca y le dijo:

—Lleva al señor de mi hermana a su cama, ya que está tan borracho que no puede ir solo.

Cuando se fueron los dos, miró a Yuan con profundos ojos. Allí estaban por fin los dos solos. Y cuando Yuan vio el desprecio y la rabia contra él en los ojos de Mei-ling, sintió como si una ráfaga de viento le disipara todo el alcohol de la noche. Sintió que el calor desaparecía, y por el momento casi tuvo miedo de ella. Estaba tan enojada, tan silenciosa…

Pero no. Aquellos días apenas le había hablado; ahora le dijo:

—Tú eres como los demás, Yuan. Como cualquiera de estos locos y ociosos Wangs. Me he equivocado. Me dije: «Yuan es diferente. Yuan no es un pisaverde semiextranjero que pasa el tiempo bebiendo y bailando…». Pero eres igual que ellos. Igual. Mírate. Mira ese traje estúpido que llevas…, ese olor a vino… Estás borracho tú también.

Yuan se enfureció. Infantilmente enojado, gritó:

—Tú no has querido darme nada… Sabías que te estaba esperando… ¡Y has dado excusa tras excusa!…

—¡No he hecho tal cosa! —gritó Mei-ling; y, fuera de sí, dio a Yuan una rápida, violenta bofetada, como si fuera un niño malo—. Sabes que he estado ocupada todo el tiempo… ¿Quién era esa mujer? Y esta era la última noche… Y lo había pensado… ¡Te odio!

Se echó a llorar y salió corriendo. Yuan se quedó perplejo, lleno de dolor, no comprendiendo nada sino que ella le había dicho que le odiaba. Así terminaban aquellas pobres vacaciones.

Al día siguiente volvió Yuan a su trabajo. Solo, porque Meng ya había regresado. Habían comenzado las lluvias de fines de invierno, y el tren avanzaba en el día oscuro. Caía el agua por el cristal de la ventanilla, y apenas podía ver el paisaje. En cada ciudad, las calles estaban llenas de agua sucia, y las estaciones estaban vacías, exceptuando a los escasos y friolentos hombres que andaban haciendo algún trabajo o tenían que estar en los andenes.

Yuan, pensando que no había vuelto a ver a Mei-ling pues había partido muy temprano sin poder despedirse, se decía que aquella era la hora más amarga de su vida…

Cansado de mirar la lluvia, inquieto, tomó el libro de versos de Sheng, que aún no había leído, y comenzó a pasar las hojas, sin preocuparse mucho de leerlas todas. En cada página había unas pocas líneas impresas, un grupo de cortas frases, al parecer exquisitas, según pensó Yuan. Lleno de curiosidad, llegó a olvidar sus penas, y leyó entonces el libro con atención y cuidado; y vio que aquellos poemillas de Sheng eran solamente esquemas vacíos. Pequeñas, amables variedades, todas exquisitas y vanas. Pero sonaban bien, tanto, que Yuan llegó a olvidar su falta de contenido. Hasta que, volviendo a esto, se convenció de que aquellos versos no tenían nada dentro. Cerró el lindo libro, encuadernado en papel de plata, y lo dejó a un lado. Afuera, las aldeas pasaban, hundidas en la lluvia gris. En las puertas de las casas, los hombres miraban caer la lluvia, que golpeaba los tejados sobre sus cabezas. En los días de sol aquellos hombres estarían al aire libre, viviendo fuera, como las bestias, pero alegremente. Pero los largos días de lluvia les hacían vivir en sus tugurios, y al cabo de ellos estaban medio locos de frío y de miseria, y miraban con odio y desesperación al cielo que tanta agua hacía caer sobre ellos.

Aquellos versos no eran sino simpáticas tonterías. La luz de la luna sobre los rubios cabellos de una mujer muerta… Una fuente helada en un parque… Una isla misteriosa en mares suaves y verdes, entre pálidas arenas…

Yuan veía las amargas caras bestiales, y pensó: «Por mi parte, yo no escribiré nada. Si yo escribiera esas cosas que hace Sheng, que no comprendo del todo aunque sean exquisitas, ¿para qué recordar esas caras turbias, esos albergues infames, esa vida inferior de la que él no sabe nada, de la que nunca sabrá nada? Pero tampoco podría yo escribir sobre esta otra terrible vida. ¿Por qué seré tan rudo, por qué estaré tan turbado?».

Llovió durante todo el viaje, y Yuan bajó del tren entre lluvia y niebla, y bajo aquella lluvia las murallas viejas de la ciudad parecían ser más hoscas, negras y altas. Llamó a un conductor de rickshaw, y se sintió frío y solo, mientras el conductor del vehículo se deslizaba corriendo por las calles. Una vez el hombre resbaló y cayó de bruces, y mientras se recobraba y secaba la lluvia de la brillante cara, Yuan miró y vio las cabañas y las chozas al pie de la muralla. La lluvia las había inundado, y los habitantes estaban sentados fuera, bajo la lluvia, esperando en silencio que el cielo cesara en su diluvio.

Así empezó el año para Yuan, aquel año que él soñaba iba a ser el más feliz y el mejor de su vida. Y empezó mal. Las lluvias siguieron, persistentes, aquella primavera, y aunque los sacerdotes rezaban en los templos, los males aumentaron. Pues estas supersticiones encolerizaron a los jóvenes jefes, que no creían en más dioses que en sus propios héroes, y ordenaron que los templos fueran cerrados, y mandaron, sin el menor reparo, soldados que ocuparon dichos templos, reduciendo a los sacerdotes a pequeñas habitaciones, las peores de todas. Esto, sin embargo, irritó a la gente campesina, que podían no querer a aquellos sacerdotes cuando les pedían plata, pero que ahora temían mayores castigos. Decían que las lluvias caían por culpa de los nuevos gobernantes, y por esta vez se pusieron de parte de los sacerdotes.

No cesó de llover durante un mes. Aún seguían las lluvias, y el gran río empezó a crecer, enviando riadas a los canales y afluentes, temiéndose una inundación de esas que lo arrasaban todo y traían el hambre como consecuencia. El pueblo había creído, en cierto modo, que los nuevos tiempos y las nuevas leyes harían un nuevo cielo y una nueva tierra, y cuando las gentes vieron que no había tal cosa y que el cielo se portaba tan descuidadamente como antes y que la tierra no daba más cosecha, gritaron contra los nuevos gobernantes, llamándolos falsarios, peores que los antiguos. Los antiguos descontentos, acallados un tiempo por las promesas, volvieron a brotar.

Yuan se sentía otra vez «dividido». Meng, metido en su estrecho cuartel durante aquellos lluviosos días, incapaz de gastar las energías de su joven cuerpo en adiestrar a sus soldados, iba con frecuencia a la habitación de Yuan, y allí discutían, pues a Meng le parecía mal todo lo que decía su primo. Vociferaba contra la lluvia, contra su general, contra los nuevos gobernantes, que cada día se mostraban más egoístas y menos preocupados del pueblo. Era tan injusto a veces, que Yuan, un día, no pudo contenerse y le contestó:

—No podemos echarles a ellos la culpa de que llueva así ahora, y si vienen inundaciones, tampoco podremos culparlos.

Meng gritó brutalmente:

—Les echaré la culpa, a pesar de todo, porque no son verdaderos revolucionarios. —Bajó un poco la voz y añadió, nervioso—: Yuan, voy a decirte algo que nadie sabe. Pero voy a decírtelo porque, a pesar de que eres tan blando y no te entregas del todo a ninguna causa, eres bueno a tu manera; se puede confiar en ti y eres siempre el mismo, óyeme: si algún día sabes que me he ido, no te extrañes, y diles a mis padres que no teman. La verdad es que dentro de esta revolución está fraguándose otra, una revolución mejor, más verdadera, una nueva revolución, Yuan. Y yo y cuatro de mis compañeros estamos decididos a unirnos a ella. Tomaremos a los hombres que nos sean leales y nos iremos al Oeste, donde se está fraguando la cosa. Ya se han unido a ella miles de jóvenes, pero nadie lo sabe. Voy a encontrar la ocasión de ponerme frente a ese viejo general que no quiere que suba.

Meng se quedó un momento pensativo, ausente, hasta que su morena cara adquirió un extraño brillo, o tal vez recobró la irradiación que antes tenía y que ahora había disminuido. Dijo, más tranquilo y reconcentrado:

—Esta verdadera revolución, Yuan, es por el bien del pueblo. Nos adueñaremos del país, en beneficio del pueblo, y ya no habrá más pobres ni ricos…

Así habló Meng, y Yuan le dejó hablar y hablar, escuchándole con silenciosa tristeza. Pensaba que había oído estas mismas palabras, una y otra vez, durante toda su vida, y aún había pobres, y aún se decían las mismas palabras. Recordó que había visto pobres hasta en aquellas tierras extranjeras. Sí, por doquiera, y siempre habría pobres. Dejó hablar a Meng, y cuando este salió, Yuan se acercó a la ventana y estuvo un rato viendo caer la lluvia y mirando a la poca gente que bajo el agua iba de un lado a otro. Vio salir a Meng y atravesar la calle, con la cabeza alta, a pesar de la lluvia. Era el único que parecía altanero. La mayor parte de los otros eran conductores de rickshaws, que trabajosamente caminaban sobre las resbaladizas piedras.

Se acordó de nuevo de aquello que no podía olvidar del todo: que Mei-ling no le había escrito ni una sola vez. Ni él a ella tampoco. Pensó: «De nada sirve que le escriba, si me odia». Y esto selló la tristeza de aquel día.

No le quedaba sino su trabajo, y a él hubiera querido dedicar toda su energía; pero aun para esto el año empezó mal, pues el descontento llegó también a las escuelas, los estudiantes protestaron contra las leyes que les habían impuesto, y, muy dueños de los derechos que la juventud les daba, se pusieron frente a los gobernantes y los profesores, y dejaron de asistir a las clases, de modo que a veces Yuan entraba en la fría y ventosa aula y no encontraba a nadie. Tenía entonces que regresar a su casa y ponerse a leer los viejos libros que ya conocía, pues no se atrevía a gastar en otros nuevos, ya que puntualmente enviaba a tu tío lo que ganaba, para pagar su deuda. En estas largas y oscuras noches, el término de su deuda le parecía algo tan remoto y desesperado como el sueño que una vez tuvo por Mei-ling.

Un día, en la desesperanza de la ociosidad (pues había ido durante siete días y encontrado vacía la clase), caminaba por el barro y bajo la lluvia, dirigiéndose hacia la tierra donde había plantado las semillas extranjeras. Pero ni aun allí se podría cosechar nada, porque, como el trigo extranjero no resistía tan largas lluvias y la tierra negra y pesada conservaba el agua más de lo que las raicillas podían soportar, el trigo extranjero estaba podrido en la empantanada tierra. Había crecido rápidamente, no se había perdido ninguna semilla, pero ahora el cielo no era el que convenía a su naturaleza; las raíces menguaron, y todo yacía desperdiciado y maltrecho.

Mirando esta otra esperanza que huía, tristemente, un granjero vio a Yuan y corrió hacia él, bajo la lluvia, para gritarle con malicia y contento:

—Ya ves que el trigo extranjero no es bueno, después de todo. Creció alto y hermoso, pero sin fuerzas suficientes… Te dije, a su tiempo, que esas semillas no servían aquí. Mira mi trigo. Está muy húmedo, pero no ha muerto, y, seguramente, no morirá.

Yuan miraba en silencio. Era verdad. En un plantío cercano, el trigo, pequeño, fuerte, se mantenía recio entre el barro, menudo y corto, pero no muerto… No pudo contestar. Ni pudo soportar la risa y la expresión estúpida de aquel hombre. Por un momento, comprendió que Meng hubiera golpeado al hombre del rickshaw. Pero Yuan no podía golpear a aquel individuo. En silencio, volvió a su casa.

* * * *

¿Cómo iba a terminar esta desesperación de Yuan? Él no lo sabía. Aquella noche, acostado, lloró; tan honda era su melancolía. Lloró sin saber precisamente por qué. Le parecía que lloraba porque los tiempos eran tan desesperados, los pobres aún pobres, la nueva ciudad estaba sin terminar y agobiada por la lluvia, el trigo destrozado, la revolución debilitada, nuevas guerras anunciándose y su trabajo imposibilitado por la ausencia de estudiantes. Todo era oscuro para Yuan aquella noche, pero lo más triste de todo era no haber tenido carta de Mei-ling, durante catorce días, y que sus últimas palabras aún estaban presentes en su memoria, tan claras como en el momento en que ella las dijo. No la había visto después que le gritó: «¡Oh te odio!».

Una vez le escribió la señora, y Yuan tomó apresurado la carta, para ver si en ella veía el nombre de Mei-ling; pero no estaba. La señora le hablaba solamente del hijo de Ai-lan y decía cuán contenta estaba, porque, aunque Ai-lan había vuelto a su propia casa, junto a su marido, le había dejado el niño para que lo cuidara, pues encontraba que era demasiada preocupación para ella. La señora decía contenta:

Soy lo bastante débil como para alegrarme de que Ai-lan prefiera sus diversiones y placeres, pues así me deja a su hijo. Sé que ella hace mal en esto… Pero yo me paso el día con el chiquillo en brazos.

Pensando en esta carta, sentado en su solitario y oscuro cuarto, Yuan sintió que una nueva y leve tristeza aumentaba la que ya tenía. El pequeñín parecía haberse adueñado del corazón de la señora, y esta parecía no necesitar más de Yuan. En su angustia, pensó: «A mí no me necesita nadie, en ninguna parte, por lo visto». Y volvió a llorar hasta que se quedó dormido.

* * * *

Pronto creció el descontento contra los nuevos rumbos, mucho más extenso de lo que esperaba Yuan, que seguía su vida solitaria en la nueva ciudad. Escribía, sin falta, una vez al mes a su padre, y al mes siguiente el Tigre le contestaba. Yuan no había vuelto a visitarlo, en parte porque quería dedicarse a su trabajo y no estar alejado de su labor y, en parte, porque prefirió pasar la corta vacación cerca de Mei-ling.

No podía haberse dado cuenta de cómo andaban las cosas a juzgar por las cartas del Tigre, quien siempre le escribía sobre lo mismo: sobre sus planes de guerra, para la primavera, contra aquel jefe de bandoleros que se había tornado muy atrevido. El Tigre juraba que lo aplastaría, yendo contra él al mando de sus leales, para bien del pueblo.

Yuan pasaba aprisa por estos renglones. Ahora no le impresionaban las bravatas de su padre, y se limitaba a sonreír, recordando que estas bravatas le asustaron durante un tiempo, y dándose cuenta de que eran palabras vacías. A veces, pensaba: «Mi padre se esta haciendo viejo. En el verano iré a ver cómo está». Y en otro momento: «Debí haber ido a verle estas vacaciones, por gratitud». Suspiró, pensando en cómo andaría el pago de su deuda al llegar el verano. Deseaba que su paga le llegara puntualmente, que no le faltase, para ir reduciendo la deuda sin aplazamientos, pues la paga le llegaba retrasada, o no le llegaba en aquellos turbulentos tiempos, que no eran ni completamente nuevos ni totalmente viejos, y que estaban llenos de incertidumbre.

Nada había en las cartas del Tigre que pudiera preparar a su hijo para lo que iba a suceder.

Una mañana, apenas se había levantado y estaba a medio lavar, junto a su estufilla, que cada mañana encendía para aplacar el frío, llamaron a la puerta de un modo temeroso y persistente. Yuan gritó:

—¡Entrad!

Quien entró fue la persona que menos hubiera esperado Yuan: su primo, el campesino, el hijo mayor de Wang el Mercader.

Yuan comprendió al momento que algo malo le había sucedido a aquel hombrecillo cuidadoso, pues tenía moretones en la pálida garganta y hondos arañazos le cruzaban la blanquecina cara. Le faltaba un dedo en la mano derecha y llevaba un pañuelo completamente empapado en sangre.

Al ver esto, Yuan se quedó perplejo, callado, sin saber qué pensar o decir. Al ver a Yuan, el hombrecillo empezó a sollozar calladamente. Yuan se dio cuenta de que algo terrible tenía que contarle. Se vistió a toda prisa, hizo sentar a su primo, echó unas hojas de té en un cazo, agua caliente sobre ellas, de una tetera que había sobre la estufa, y dijo:

—Habla y dime qué ha pasado. Veo que ha sido algo terrible.

Y esperó.

El hombre tomó aliento y comenzó a decir en voz baja, mirando de vez en cuando a la cerrada puerta, temiendo que se moviera:

—Hace nueve días y una noche, la banda de ladrones cayó sobre nuestra ciudad. Fue culpa de tu padre. Tu padre fue a pasar unos días en casa del mío, y esperó a que pasara la luna del Año Nuevo. No quiso estarse tranquilo, como le corresponde a un hombre viejo. Una y otra vez le rogamos que se callara, pero andaba fanfarroneando por todas partes y diciendo que pensaba ir a guerrear contra el jefe de bandidos tan pronto como la primavera llegase, y que le haría morder el polvo, como la otra vez. Nosotros tenemos enemigos, incluso entre los campesinos, pues los colonos detestan a los amos de la tierra y es seguro que ellos les dijeron algo a los ladrones para incitarlos. El jefe se enfureció, envió a unos hombres para que dijeran por todas partes que él no tenía miedo al viejo Tigre sin dientes, y que no esperaría a la primavera, sino que en aquel mismo momento empezaría la guerra contra el Tigre y los de su casa… Aun así pudimos haberlos contenido, pues mi padre y yo, al oír aquello, enviamos al jefe una gran suma de dinero, veinte cabezas de ganado vacuno y cincuenta de ganado lanar, para que sus hombres mataran y comieran de ellas. Excusamos los insultos de tu padre y rogamos al jefe que no hiciera caso de las palabras de un anciano. Y todo hubiera ido bien si no se hubiese producido una revuelta en nuestra misma ciudad.

El hombre dejó de hablar y cayó en una especie de temblor, hasta que Yuan le dijo, para animarlo:

—No te apresures. Toma ese té caliente. No temas. Haré todo lo que pueda. Sigue hablando cuando hayas descansado.

Por fin, el otro pudo seguir, dominando su temblor, y continuó en un susurro:

—Bueno, yo no entiendo estas perturbaciones de los tiempos. Pero lo cierto es que hay una nueva escuela revolucionaria en nuestra ciudad, y todos los jóvenes van a ella, cantando no sé qué cosas, inclinan la cabeza ante un nuevo dios, cuyo retrato cuelga de la pared, y detestan a los dioses antiguos. Bueno, esto no importaría demasiado si no fuera porque están instigados por uno que fue en un tiempo primo nuestro, antes de que hiciera sus votos, un jorobado; tú no debes de haberlo visto nunca.

El hombre hizo una pausa, y Yuan dijo:

—Lo vi una vez, hace mucho tiempo. —Y recordó al jorobado de quien su padre decía que llevaba dentro un corazón de soldado, porque una vez que el Tigre pasó por la casa de tierra, el jorobado tomó su fusil extranjero, mirando a todas partes y haciendo como si el arma fuera suya; y el Tigre solía decir, bromeando: «Si no fuera por esa joroba, yo le habría pedido a mi hermano que me lo diera». Yuan lo recordó. Dijo a su primo que continuase.

El hombrecillo siguió diciendo:

—Este primo nuestro, sacerdote, se ha contagiado de la locura de los revolucionarios, y hemos oído decir que andaba inquieto y como fuera de sí en estos dos últimos años, desde que su madre adoptiva, que era monja, murió a causa de una tos maligna que había padecido largo tiempo. Mientras vivió, ella solía coser los vestidos del jorobado, le enviaba algunos dulces que no tenían carne de animal y vivían en paz. Pero cuando ella murió, el jorobado se tornó rebelde en su templo, y, por último, se fugó, uniéndose a una banda de gente de no sé qué cosa; lo único que sé es que instigan a los colonos a no pagar sus rentas a los señores y a quedarse con la tierra. Bueno, esta banda se unió a la de los bandidos, llenó nuestra región y nuestras tierras de confusión. Nunca se había visto tal cosa. Y lo que dicen es tan perverso, que no puedo repetirlo, excepto que odian a sus padres y a sus hermanos, y que cuando matan, empiezan por matar a sus propios patronos. Y, además, esta lluvia, cayendo sobre la tierra; y la gente, esperando que llegue el hambre, revolucionada por estos nuevos tiempos, ha sobrepasado toda idea de decencia…

El primo empezó a temblar de nuevo. Su historia se hacía tan pesada, que Yuan, sin poder resistirlo, le dijo, impaciente:

—Sí, sí…, ya sé. Aquí está lloviendo lo mismo… Pero ¿qué sucedió?

El hombrecillo dijo solemnemente:

—Eso: todos se reunieron, los viejos ladrones y los nuevos campesinos rebeldes, y cayeron sobre la ciudad y la saquearon. Mi padre y mis hermanos, con nuestras esposas e hijos, escapamos sin poder llevar más que lo puesto y un poco que llevábamos oculto, y corrimos hacia la casa de nuestro hermano mayor, que es como si fuera gobernador de la ciudad dominada por tu padre… Pero tu padre no quiso huir. Seguía diciendo bravatas, fanfarroneando como un viejo loco, y a todo lo que accedió fue a irse a la casa de tierra, en los terrenos que pertenecieron a nuestro abuelo… —Descansó un momento, y, tiritando más que nunca, continuó, con la respiración entrecortada—: Pronto dieron con él los bandidos y su jefe. Atraparon a tu padre, lo colgaron de los pulgares de una viga del cuarto en donde estaba y le robaron cuanto les dio la gana, llevándose especialmente su espada, que él tanto quería, y matando a todos los soldados, excepto al hombre del labio leporino, que se salvó arrojándose a un pozo seco. Cuando oí esto, y fui secretamente en su ayuda, me cogieron a mí también, me cortaron el dedo, y si no me mataron fue porque no les dije quién era y me tomaron por un criado, diciéndome: «Ve y dile a su hijo que el Tigre está aquí colgado». Por eso he venido.

Empezó a llorar amargamente, se deslió del dedo el sangriento pañuelo, mostró a Yuan el descarnado hueso y la desgarrada carne, y la herida sangró de nuevo.

Yuan estaba fuera de sí. Se sentó, con la cabeza entre las manos, tratando de pensar más claramente de lo que podía. Lo primero que tenía que hacer era ir en busca de su padre. Pero si su padre estaba ya muerto… Bueno, alguna esperanza tenía de que viviera, ya que el viejo fiel criado se había quedado allí.

—¿Se fueron los bandidos? —preguntó, levantando de pronto la cabeza.

—Sí. Se fueron, llevándoselo todo —contestó el otro, volviendo a sollozar—. Pero la casa grande…, la casa grande…, quemada, vacía… Los colonos hicieron eso…, ellos, que debieron unirse para salvarnos… Se han llevado todo lo nuestro… La buena casa de nuestro abuelo… Y decían que la tierra es de ellos y que iban a dividirla… Esto lo escuché con mis propios oídos… ¿Y quién se atreve a ir ahora a ver lo que en realidad ha pasado?

Cuando Yuan oyó esto, se sintió casi más impresionado que por los sufrimientos de su padre. Habían sido robados, ellos y su casa. Se levantó pesadamente, conmovido.

—Iré inmediatamente en busca de mi padre —dijo. Y tras pensar un poco, añadió—: Tú debes irte a la ciudad de la costa, a una casa cuyas señas te voy a escribir, y allí encontrarás a la señora de mi padre. Dile que yo me fui en seguida, y si ella quiere ir también hacia su señor, déjala ir.

Esto decidió Yuan. Cuando el hombrecillo comió y hubo recobrado, partió, y Yuan salió aquel mismo día en dirección a la casa de su padre.

Los dos días y las dos noches que pasó en el tren, estuvo pensando que todo aquello parecía más bien una historia maligna sacada de un libro viejo. No era posible, se decía Yuan, que en los nuevos tiempos sucediera una cosa tan mala y de apariencia tan antigua. Pensó en la gran ciudad de la costa, tan ordenada y pacífica, donde Sheng pasaba sus ociosos días, donde Ai-lan vivía segura y descuidada, riendo siempre, ignorando —sí, ignorando— todas aquellas historias, como la mujer blanca que vivía a miles de millas de distancia. Suspiró con fuerza y miró por la ventanilla.

Antes de partir de la nueva ciudad, había ido a ver a Meng, llevándolo a un rincón de una casa de té, contándole lo que había sucedido y esperando, en cierto modo, que Meng se irritara por aquel insulto a su familia y dijera que él iría también, acompañando a su primo.

Pero Meng no lo hizo. Lo oyó, frunciendo las cejas, y dijo:

—Me parece que lo cierto es que mis tíos han oprimido al pueblo. Entonces, bien está que sufran. No voy a participar en sus sufrimientos, yo, que no he participado en sus pecados. —Y añadió—: Me parece que tú estás loco. ¿Para qué vas a ir a arriesgar tu vida por un viejo que ya debía estar muerto? No me preocupa nada de lo que pase. —Miró a Yuan, que estaba silencioso, desamparado en esta nueva calamidad. Y Meng, que no era del todo duro de corazón, puso su mano sobre la de Yuan y, bajando la voz, le dijo—: ¡Ven conmigo, Yuan! Una vez viniste, pero no con todo tu corazón… Únete ahora, total, verdaderamente, a nuestra nueva causa revolucionaria… ¡Ha llegado el tiempo de la verdadera revolución!

Pero Yuan, aunque dejó su mano quieta, movió negativamente la cabeza. Al ver esto, Meng apartó violentamente su mano, levantándose y diciendo:

—Bueno, entonces esta es nuestra despedida. Cuando tú vuelvas, yo me habré ido. Puede que no nos veamos más…

En el tren, Yuan recordaba la mirada de Meng, cuán bravo, impetuoso y alto se veía con su uniforme, y qué pronto, después de dichas aquellas palabras, se había alejado.

El tren seguía su ruta, en la tarde. Yuan suspiró, mirando a la gente que iba en el coche, los mismos pasajeros que siempre se encontraba en el tren: gordos comerciantes envueltos en seda y pieles, soldados, estudiantes, madres con niños que gritaban. Pero cerca de su asiento había dos muchachos, dos hermanos, que acababan de regresar del extranjero. Bien se notaba. Sus trajes eran nuevos, cortados a la última moda extranjera: pantalones amarillentos y, en el pecho, bordadas, unas letras extranjeras. Sus maletas de cuero eran brillantes y nuevas. Reían con frecuencia y hablaban fácilmente en lengua extranjera. Uno de ellos tenía un laúd, que empezó a tocar, y a veces cantaban juntos algunas canciones extranjeras que la gente escuchaba extrañada. Yuan entendía muy bien lo que decían, pero disimuló, pues estaba muy abatido para sostener cualquier conversación. Una vez que el tren se detuvo, oyó que uno le decía al otro:

—Cuanto más pronto empiecen a moverse las fábricas, mejor, a ver si podemos dar trabajo a estos desgraciados.

Otra vez oyó al otro, que se molestaba con el camarero por la negrura del paño que llevaba al hombro para limpiar las tazas de té; y ambos lanzaron fieras miradas al comerciante que iba junto a Yuan, porque tosía y escupía en el suelo.

Yuan veía y entendía todo esto, porque una vez lo había sentido él mismo. Pero ahora miraba al gordo toser y escupir repetidamente en el suelo, y lo dejaba. Ahora podía verlo y no sentirse ni avergonzado ni ultrajado; no, ahora dejaba que hicieran lo que les diera la gana. Aunque él no pudiera hacerlo, permitía que los otros lo hicieran. Pudo ver el negro trapo del camarero y no protestar contra él. Y podía soportar en silencio la suciedad de los vendedores en las estaciones. Estaba como acorchado, y sin saber por qué. Por lo menos, le parecía que no había esperanzas de cambiar a tanta gente. Bien se daba cuenta de que él no podría ser como Sheng y vivir sólo para sus diversiones; ni como Meng, y olvidar sus deberes para con su padre. Mejor para él, si podía ser completamente moderno y no dar importancia a nada, como sus dos primos, cada uno a su manera, y no ver, como ellos, sino lo que querían ver, y no encontrar ninguna ligadura irrompible. Pero él era como era y su padre aún era su padre. No podía rehuir el deber para con aquel viejo, que era su propio pasado, y, además, parte de él en cierto grado. Y así, pacientemente, continuaba Yuan su viaje.

Paró por fin el tren en la ciudad, cerca de la casa de tierra. Yuan bajó, pasó por la ciudad a toda prisa, y aunque no se detuvo a mirar nada, pudo ver que los bandidos habían pasado hacía poco tiempo por allí. La gente estaba silenciosa y asustada. Aquí o allá se veían casas quemadas, y sólo ahora se atrevían los dueños a salir y a mirar las ruinas. Yuan se encaminó a la calle principal, sin detenerse a ver la gran casa, pasó la puerta de las murallas y salió al campo, hacia el villorrio que recordaba, y así llegó otra vez a la casa de tierra.

Otra vez entró en el zaguán, en cuyas paredes vio sus versos juveniles, como si ahora los estuviera escribiendo. Pero no pudo detenerse a ver lo que le parecían. Llamó, y aparecieron dos personas. Una de ellas era el viejo colono, que ahora estaba sin dientes, viejísimo y solo, pues su esposa había muerto. El otro era el criado de confianza, el del labio leporino. Ambos gritaron al verle, y el criado, sin decir palabra, tomó la mano de Yuan y, sin saludarle como a su joven señor, le llevó apresuradamente hacia el cuarto interior, donde Yuan había dormido antaño. Allí, en la cama, yacía el Tigre.

Yacía quieto, débil, pero vivo; tenía los ojos fijos, mientras murmuraba todo el tiempo algo que él sólo debía entender. Cuando vio a Yuan, no demostró la menor sorpresa. Como un niño lastimoso, levantó las dos manos y dijo:

—¡Mira mis dos manos!

Yuan miró las dos viejas manos torturadas, y gritó, dolorido hasta el alma:

—¡Pobre padre mío!

Entonces pareció que por primera vez el viejo sentía su dolor, y gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas. Gimió un poco y dijo:

—Me hicieron daño…

Yuan tocó delicadamente los deformados pulgares del anciano, y dijo:

—Ya sé… Estoy seguro de que te maltrataron.

Y empezó a llorar en silencio, lo mismo que el viejo. Y así lloraron, a la vez, el padre y el hijo.

¿Qué podía hacer Yuan sino llorar? Veía que el Tigre estaba muy cerca de la muerte. Una terrible palidez cubría su rostro, y mientras lloraba su respiración era tan entrecortada, que Yuan sintió miedo y, queriendo dejarlo tranquilo, contuvo su llanto a duras penas. Pero el Tigre tenía otra cosa que decirle, y gritó, cuanto le permitían sus fuerzas:

—Se llevaron mi buena espada…

Sus labios temblaron, y se hubiera llevado a ellos las manos, siguiendo su antiguo hábito; pero las manos le dolían al moverlas, y las dejó quietas.

Nunca había sentido Yuan tal ternura por su padre. Olvidó todos los años pasados, y le pareció que siempre había visto al Tigre como ahora lo veía, con aquel simple, infantil corazón. Le dijo una y otra vez:

—Yo conseguiré que te devuelvan la espada, padre. Reuniré una cantidad de dinero y se la enviaré a ellos para que te la devuelvan.

Yuan sabía que no iba a poder hacer esto, pero dudaba si el viejo estaría vivo al día siguiente para pensar en su espada. Y le dijo cuanto se le antojó para consolarle.

¿Qué otra cosa podía hacer? El viejo se durmió, un poco más tranquilo. Yuan se sentó a su lado, y el criado le sirvió de comer, sin hablar, deslizándose de puntillas para no turbar el ligero sueño de su amo. Yuan, en silencio, estuvo allí junto a su padre, hasta que, cansado, reclinó la cabeza en una mesa y se quedó también dormido.

Cuando la noche se acercaba, Yuan despertó con mucho dolor en los huesos, se levantó y entró sin hacer ruido en el cuarto de al lado, donde estaba el criado, que, llorando, le contó la historia que Yuan sabía. Y añadió:

—Debemos dejar esta casa, porque los campesinos de las cercanías están llenos de odio y saben cuán abandonado está mi viejo señor. Ya habrían caído de nuevo sobre nosotros de no saber que habéis venido, mi pequeño general. Siendo vos joven, fuerte, no se han atrevido, por ahora, quizá… —Se detuvo un momento y, mirando a Yuan, le dijo—: Me gustaría que no llevarais un traje extranjero, mi joven señor, porque la gente del campo detesta ahora a los jóvenes que tanto les prometieron; porque, a pesar de sus promesas, llueve como siempre y esperamos nuevas inundaciones. Si ven vuestro traje extranjero, como el que llevan esos otros… —Hizo una pausa, salió, volviendo con su mejor vestido de algodón, que no tenía sino un par de remiendos, y dijo—: Poneos esto, señor, para que nos salvemos. Tengo también unos zapatos… Así, si os ven…

Yuan se puso la vieja vestidura, dudando de que sirviera para salvar a alguien. Además, el Tigre ya no estaba para ser llevado a ninguna parte, sino para morir allí, donde había caído. Pero disimuló, porque sabía que el viejo y fiel criado no podía oír la palabra muerte.

* * * *

Pasó Yuan dos días junto a su padre, esperando. El Tigre no se moría. Mientras esperaba, Yuan pensaba si la señora iría o no. Tal vez no, ya que estaba tan dedicada al chiquillo de Ai-lan, al que amaba tanto. Pero la señora llegó. Al caer la tarde del segundo día, Yuan estaba sentado junto a su padre, que ahora se pasaba el tiempo durmiendo, excepto cuando le despertaban para comer o moverlo. La palidez se había hecho más oscura, y la envenenada carne moribunda despedía un olor que impregnaba el aire del cuarto. Afuera, la primavera brotaba, pero Yuan no había salido ni una vez a ver el cielo o la tierra. Pensaba en lo que le había dicho el criado, sobre que la gente odiaba a los jóvenes como él, y no quería excitar este odio, pura que su padre pudiera morir en paz, en su vieja casa.

Sentado junto al lecho, Yuan pensaba en muchas cosas, y sobre todo en lo extraña y confusa que había sido su vida, sin tener ahora nada a que asirse como una esperanza. Sus mayores, en los tiempos de ellos, eran claros y sencillos. Dinero, guerra, placeres…; esto era lo que llenaba sus vidas. Unos pocos lo entregaban todo a los dioses, como aquella tía suya y el matrimonio que vivía al otro lado del mar… Por doquiera, los viejos eran lo mismo: simples como niños, sin entender nada. Pero los jóvenes, los de su generación y su manera de ser… ¡Qué confusión en ellos! ¡Cuán poco satisfechos con los antiguos dioses y ambiciones! Por un momento recordó a aquella mujer, María, y pensó en cómo sería su vida… Tal vez como la vida de él; quizá también la vida de María careciera de un éxito, de una clara determinación… Fuera de todo aquello estaba Mei-ling, que había puesto su afición en una cosa que ella estaba segura de querer hacer… ¡Si él hubiera podido casarse con Mei-ling!

Entre estos inútiles pensamientos, oyó una voz. Era la de la señora. ¡Había acudido! Yuan se levantó y salió en busca de ella, para darle la bienvenida. Había deseado que llegase, más de lo que él mismo imaginaba. Allí estaba…, y, junto a ella, ¡Mei-ling!

Yuan, que ni había pensado ni esperado esto, sintió tal asombro que sólo pudo mirar un poco a Mei-ling y preguntar, tartamudeando:

—Pensé… ¿Quién se ha quedado con el chico?

Mei-ling le contestó con su tranquila y segura voz:

—Le pedí a Ai-lan que por una vez fuese a cuidarlo. La casualidad me favoreció, porque ha tenido una pelea con su marido, sobre si mira demasiado a no sé qué mujer, y le ha convenido irse a casa por unos días. ¿Dónde está tu padre?

—Vamos a verle inmediatamente —dijo la señora—, Yuan, he traído a Mei-ling pensando que podría ser útil y ayudarnos, pues sabe mejor que nosotros lo que hay que hacer.

Yuan no se detuvo. Las condujo junto a la cama donde yacía el Tigre.

Tal vez porque oyese voces de mujeres, a las que no estaba habituado, o por otra razón cualquiera, el Tigre salió por unos instantes de su sopor y abrió pesadamente los ojos.

La señora le dijo afablemente:

—Mi señor, ¿os acordáis de mí?

Y el viejo Tigre contestó:

—Sí, sí, me acuerdo. —Y se hundió en su modorra, de suerte que no se podía estar seguro de si era o no cierto lo que decía. Pero muy pronto volvió a abrir los ojos, miró a Mei-ling, y dijo cómo en sueños—: Mi hija…

Yuan le hubiera dicho quién era, pero Mei-ling le contuvo, diciéndole compasiva:

—Déjalo que me llame hija. Le queda poco que vivir… No lo molestemos…

Yuan se quedó callado, mirando al Tigre, sabiendo que no estaba en sus cabales. Era dulce para él oír que llamaba a Mei-ling por aquel nombre. Los tres, junto al lecho, esperaban. Pero el Tigre cayó en un sopor más profundo.

Aquella noche, Yuan habló con la señora y con Mei-ling, para decidir lo que era necesario hacer. Mei-ling dijo:

—No pasará de esta noche. Estoy convencida. Ya es prodigioso que haya vivido estos tres días… Tiene un bravo corazón resistente, pero no lo bastante fuerte para soportar el saberse a sí mismo derrotado. Además, la infección de sus heridas de la mano ha pasado a la sangre, y está envenenado y febril. Me di cuenta cuando le lavé y curé las heridas.

En efecto, mientras el Tigre dormía, Mei-ling, con la mayor habilidad, había lavado y curado las manos del anciano. Yuan la vio, y al mirar se preguntaba si era posible que aquella dulce criatura fuera la misma mujer encolerizada que le había gritado: «¡Te odio!».

Mei-ling iba y venía por la vieja y destartalada casa como si hubiese vivido siempre en ella, y de su pobreza logró sacar cuanto la hacía falta, cosas que Yuan no había soñado que pudieran usarse de aquel modo. Rellenó de paja un felpudo y lo colocó bajo la cabeza del moribundo, para que descansara más cómodamente; un ladrillo, que sacó de una vieja alberca, lo calentó en el hogar, poniéndolo junto a los helados pies del Tigre; hizo unas gachas con granos de mijo y se las dio a comer, y el Tigre, aunque no hablaba, las tomó sin murmurar como hacía antes para manifestar su desagrado. Yuan, un tanto avergonzado, porque no se le había ocurrido a él nada de esto, reconocía también que no hubiera sido capaz de hacerlo. Las fuertes y largas manos de Mei-ling podían hacer todo aquello con tanta suavidad y ternura que apenas parecían moverse.

Cuando ella hablaba, Yuan oía atentamente, creyendo cuanto le decía. La señora escuchaba al fiel criado, que les decía que debían partir en cuanto la muerte hubiera llegado, porque la negra suerte se cernía cada día más sobre aquel sitio. El viejo colono musitó:

—Cierto es, porque hoy salí, y oí que decían por doquiera que el joven señor había llegado para reclamar la tierra. Mejor es que partáis en seguida y esperéis hasta que hayan pasado estos malos tiempos. Yo y el viejo del labio leporino nos quedaremos; fingiremos que estamos con ellos, y en secreto trabajaremos para vos, joven señor. Pues es mala cosa querer romper la ley de la tierra. Los dioses no nos perdonarían si usamos medios ilegales… Los dioses que hay en la tierra conocen a los dueños que tienen derecho a ella.

Todo fue dispuesto. El colono fue a la ciudad, de noche, compró un ataúd y lo llevó a la casa mientras los otros dormían. Cuando el viejo criado vio el ataúd, tan sencillo y pobre como el de cualquier hombre del pueblo, lloró al pensar que su señor iba a yacer en aquella caja, y dijo a Yuan:

—Prometedme que un día volveréis a sacar sus restos y enterrarlos como se merecen, en un gran ataúd doble… ¡Es el hombre más valiente que he conocido, y de mejor corazón!

Yuan lo prometió, dudando, empero, si alguna vez podría llegar a cumplirlo. ¿Quién podía decir lo que sucedería en los días venideros? No había seguridad de nada en aquellos días…, ni aun para la tierra en que el Tigre sería en terrado pronto, junto a su padre.

En aquel momento oyó una voz que gritaba. Era la voz del Tigre. Yuan corrió, yendo Mei-ling tras él. El viejo Tigre los miró fijamente, muy despierto, y les preguntó:

—¿Dónde está mi espada?

Pero no esperó a que le respondieran. Antes de que Yuan pudiera repetir su promesa, el Tigre cerró los ojos, se durmió de nuevo y no volvió a hablar más.

Durante la noche, Yuan se levantó de la silla donde estaba al lado de su padre. Se sentía incapaz de descansar. Primero se acercó a su padre y púsole la mano en la garganta. Repitió esto de vez en cuando. Aún sentía que respiraba, muy débil, cada vez más débilmente. Era un recio corazón, sin duda, el del Tigre. Los espíritus se habían ido, pero aún latía el corazón, y así había de latir durante horas todavía.

Tan inquieto estaba Yuan, que tuvo que salir un rato. Llevaba varios días encerrado en la casa. Quería salir y respirar el aire frío unos minutos.

Así lo hizo. Y por encima de sus turbaciones, sintió que el aire era bueno y grato. Miró los campos. Los más cercanos eran suyos, por la ley, y aquella casa también, al morir su padre, pues así había sido determinado en los viejos tiempos, cuando murió su abuelo. Pensó en lo que le había dicho el viejo colono, cómo habían crecido los hombres de la tierra aquella, y recordó que ya en días lejanos habían sido hostiles para él y le miraban como a un extraño, aunque no estaban todavía tan decididos. Nada había seguro en aquellos días. Sintió temor. En esos tiempos, ¿qué cosa podría decirse que le pertenecía, que era suya? Nada tenía seguramente suyo, sino sus dos manos, su cerebro, su corazón para amar… Pero tampoco podía decir que era suya aquella a quien amaba.

Pensaba todo esto, cuando oyó que le llamaban suavemente. Volvióse y vio a Mei-ling en el umbral. Se acercó ella, que le preguntó:

—¿Está peor?

—El pulso, en su garganta, está cada vez más débil. Le tengo miedo al amanecer que se acerca —respondió Yuan.

—No voy a dormir. Esperaremos juntos —dijo Mei-ling.

Al oírla, el corazón de Yuan latió apresuradamente, pues le pareció que nunca había oído aquella palabra «juntos» dicha con tanta dulzura. Pero no halló nada que decir. Se apoyó en el muro de tierra, mientras Mei-ling seguía en la puerta, y ambos miraban los campos iluminados por la luna.

Se acercaba la mitad del mes, y la luna estaba muy clara y redonda. Entre ellos, mientras miraban, creció el silencio, y pronto se hizo difícil de soportar. Yuan llegó a sentir su corazón tan ardiente y atraído hacia aquella mujer, que pensó debía decir algo corriente, y oír que ella le contestaba, oír su voz, puesto que sería locura tomar la mano de quien le odiaba. Dijo, con voz titubeante:

—Estoy contento de que hayas venido… Has aliviado tanto los sufrimientos de mi padre…

A lo que ella contestó:

—Y yo estoy contenta de haber podido ayudar en algo. Yo quise venir.

Y guardó silencio. Yuan trató de hablar de nuevo, y dijo, bajando la voz para armonizarla con la dulzura de la noche:

—¿Te importaría…? ¿Tendrías miedo de vivir en un sitio tan solitario como este? Yo pensaba que me gustaría vivir aquí… Antes, cuando era niño, quiero decir… Ahora, no sé.

Ella miró los campos iluminados por la luna, la franja plateada del villorrio, y dijo, pensativa:

—Yo puedo vivir en cualquier parte. Pero es mejor para la gente como nosotros vivir en la nueva ciudad. He pensado mucho en esa nueva ciudad. Quiero conocerla. Me gustaría trabajar allí… Tal vez llegue a hacer un hospital en la ciudad nueva… Añadir mi vida a su nueva vida… Nosotros pertenecemos…, nosotros, los jóvenes…, nosotros…

Se detuvo, y rio un poco. Yuan oyó su risa y volvió los ojos hacia ella. En aquella mirada, ambos se olvidaron de donde estaban; olvidaron al moribundo y que la tierra ya no era seguramente de nadie; lo olvidaron todo, excepto aquella mirada. Yuan murmuró, sin apartar sus ojos de los de ella:

—Una vez dijiste que me odiabas.

Y ella, con voz temblorosa, repuso:

—Te odié, Yuan… Sólo en aquel momento.

Los labios de Mei-ling se entreabrieron. Continuaban mirándose. Yuan no pudo apartar la vista de aquella cara, de aquellos labios, que por un momento dejaron ver la lengua de Mei-ling, que los humedecía. De pronto, Yuan sintió que sus propios labios ardían. Una vez, unos labios de mujer habían tocado los suyos, y le habían producido repugnancia… ¡Pero quería tocar aquellos labios de esta otra mujer! De pronto, tan claramente como nunca había querido nada, quiso esto. No pudo pensar en otra cosa. Se adelantó, rápido, y unió sus labios a los de Mei-ling.

Ella se quedó quieta y le dejo que la besara. Aquella carne era la suya… Yuan lo sentía… Su misma carne, de la misma raza… Se retiró, mirándola. Ella le sonrió. Y a la pálida luz de la luna, Yuan pudo ver que las mejillas de Mei-ling estaban enrojecidas y que sus ojos brillaban.

Ella dijo, tratando de que su voz fuese tranquila:

—Estás muy distinto con este traje. No estaba acostumbrada a verte así…

Por un momento, Yuan no pudo responder. Se extrañaba de que ella pudiera hablar así después de aquel contacto de sus labios; que pudiera mantenerse tan serena, con las manos a la espalda, como antes, sin moverse. Le preguntó:

—¿No te gusta…? Parezco un granjero.

—Me gusta… —dijo ella con sencillez. Y mirándole largamente, añadió—: Te cae bien… Parece más natural en ti que los trajes extranjeros.

—Si te gusta, llevaré siempre estos vestidos…

Ella movió la cabeza, sonriendo, y le dijo:

—Siempre, no… Algunas veces, bueno. Unas veces uno, otras veces otro. Según la ocasión… Uno no puede ser siempre lo mismo.

De nuevo se miraban sin apartar los ojos, en silencio. Habían olvidado por completo a la muerte. Para ellos ya no había muerte. Pero Yuan tenía que hablar. Si no, ¿cómo soportar aquella mirada?

—Eso…, eso que acabo de hacer…, es una costumbre extranjera… Si te disgusta… —dijo, mirándola todo el tiempo; y hubiera querido pedirle perdón si aquello la hubiese disgustado. Pensó si ella sabría qué era un beso. Pero no pudo decir palabra. Calló, sin dejar de mirarla.

Ella dijo lentamente:

—¡No todas las costumbres extranjeras son malas!

Y de pronto dejó de mirarle. Bajó la cabeza y miró al suelo, tan azorada y vergonzosa como podía haberlo estado una doncella al estilo antiguo. Yuan vio que sus pestañas se movían. Por un momento, pareció titubear, como dispuesta a irse y dejarlo allí solo.

Pero no se fue. Continuó inmóvil, como dominándose, y miró a Yuan clara y decididamente, sonriendo, esperando. Yuan lo vio.

Su corazón empezó a palpitar y a enardecerse, hasta que llegó a sentir como si le llenara todo el cuerpo. Rio en la noche. ¿Qué había temido un momento antes?

—Nosotros dos —dijo—, nosotros dos…, no debemos temer nada.