IV

Dos cosas influyeron, al día siguiente, en la vida de Yuan. Por la mañana, temprano, la señora le llamó y le dijo:

—Hijo, no es bueno ni conveniente que sigas viviendo ahora en esta casa. Piensa en lo duro que es para Mei-ling verte día tras día sabiendo lo que tu corazón siente por ella.

A esto contestó él, enojado, con rabia concentrada desde el día anterior:

—Lo sé muy bien, porque yo también lo siento. Sé que debo vivir donde no la vea diariamente, donde no tenga que recordar, cada vez que la veo o que la oigo, que no me quiere.

Dijo esto decididamente, pero antes de que terminara su voz tembló, al darse cuenta de que, aunque decía que no quería verla ni oírla, en verdad hubiera preferido verla y oírla todo el tiempo antes que otra cosa. Pero aquella mañana la señora se mostró muy amable, y ahora que no necesitaba defender contra nadie la causa de Mei-ling o de las mujeres, podía ser gentil y compasiva. Oyó la temblorosa voz de Yuan, y vio cómo este se apresuraba a comer, para terminar antes de que Mei-ling llegara. De suerte que le dijo, para consolarlo:

—Este es tu primer amor, hijo, y el primer amor siempre llega violentamente. Sé cuál es tu temperamento, muy parecido al de tu padre; él, según me han dicho, se parece mucho a su madre, que era un alma tranquila, siempre preocupada por aquellos a quienes amaba. Ai-lan es como tu abuelo, y tu tío me ha dicho que tiene la misma alegría que él. Mira, hijo, eres demasiado joven para tomar las cosas tan a pecho. Vete, busca un sitio que te guste, trabaja, salda tu deuda con tu tío, conoce muchachos y muchachas, y después de un par de años… —Calló un momento, miró a Yuan, y como este esperara añadió—: Después de un par de años, quizá Mei-ling haya cambiado. ¡Quién sabe!

Pero Yuan no quería basarse en esperanzas.

—No —dijo—, ella no es de las que cambian, madre, y me doy cuenta de que no me ama. Una vez se me ocurrió que ella era todo lo que yo quería. Yo no quiero a las muchachas al estilo extranjero… No me gustan… Pero ella estaba bien para mí; es del tipo que me gusta… Es nueva y a la vez antigua, en cierto modo…

Se calló de pronto, se llenó la boca de comida y no pudo tragarla, porque tenía la garganta llena de lágrimas que le avergonzaba mostrar; le parecía una niñada llorar por amor, y quiso pensar que nada de aquello le importaba.

La señora lo notó perfectamente, dejó pasar un rato y dijo tranquilizadora:

—Bueno, esperemos. Tú eres bastante joven y puedes esperar, y no hay que olvidar que tienes una deuda. Es necesario que no olvides que tienes obligaciones de hijo, y el deber es el deber, por encima de todo.

La señora dijo esto con el propósito de sacar a Yuan de su abatimiento y lo consiguió, pues, aunque tragó un par de veces, luego estalló. Era lo mismo que había estado pensando él la noche antes, pero ahora en cambio no podía soportarlo.

—Sí eso es lo que siempre dicen, pero juro que estoy harto. Siempre cumplí con mi deber para con mi padre… ¿Y cómo me correspondió? Hubiera querido atarme a una campesina y dejarme, sin saber nunca lo que hizo de mí. Ahora que me ha atado a mi tío, haré lo que antes hice. Iré en busca de Meng y dedicaré mi vida a luchar contra eso que los viejos llaman deber… Lo haré… No es excusa que él lo hiciera sin darse cuenta. Es una curiosa manera de ser inocente, injuriarme de este modo.

Yuan se dio cuenta de que había hablado irrazonablemente, y que si el Tigre había tratado una vez de forzarlo, lo había sacado de la prisión con su dinero, buscándolo donde podía. Contuvo su furia, dispuesto a responder a la señora. Pero en vez de lo que él esperaba, la oyó decir con tranquilidad:

—Será muy beneficioso para ti ir a vivir con Meng en la nueva capital.

Sorprendido al ver que no podía discutir con ella, Yuan no tuvo más que decir, de modo que no hablaron más.

Aquel mismo día, por casualidad, llegó una carta de Meng para Yuan, y, al abrirla, lo primero que vio fue la queja de Meng por no haber tenido respuesta. Decía impaciente:

Con dificultad he guardado ese puesto para ti, pues en estos días hay cien hombres para cada ocasión. Ven pronto, hoy mismo, pues dentro de tres días se abre la gran escuela, y no hay tiempo para continuar esta correspondencia.

Y terminaba ardientemente:

No todo el mundo tiene esta oportunidad para trabajar en la nueva capital. Hay centenares que aspiran a estos puestos y que buscan trabajo. Toda la ciudad se está renovando; se está haciendo todo lo posible para que esta sea una gran ciudad. Las viejas callejuelas son destruidas; lodo se renueva. ¡Ven y haz tu trabajo!

Al leer tan decididas palabras, el corazón de Yuan dio un salto, dejó la carta de su primo sobre la mesa y dijo en voz alta:

—¡Iré!

Y en el mismo instante comenzó a agrupar sus libros y su ropa, sus cuadernos de notas y sus escritos, disponiéndose a comenzar un nuevo capítulo de su vida.

Al mediodía dijo a la señora que había recibido carta de Meng, y añadió:

—Lo mejor que puedo hacer es irme.

La señora aprobó su decisión, y no hablaron más de ello. Se mostraba como siempre, amable y un poco lejana. Por la noche, cuando bajó a comer, él y la señora hablaron de cosas corrientes, y de cómo Ai-lan volvería al cabo de quince días, pues se había ido para estar fuera un mes con su marido, y ya habían pasado dos semanas en la vieja capital del Norte. Ella le habló de una tos que padecían las niñas de su asilo, tan contagiosa que hacía ya ocho días que la tenían.

—Mei-ling —dijo la señora—, se ha pasado allí el día entero, tratándolas con una especie de medicina que usan los extranjeros contra la tos, metiendo cierta droga en la sangre por medio de una aguja. Le dije que tú te irías muy pronto y que viniera a comer, para pasar juntos esta velada.

Al hacer sus planes para aquel día, Yuan había pensado si volvería a ver a Mei-ling. A ratos pensaba que no la vería, y entonces sentía gran agobio, pues hubiera querido verla antes de partir, a ser preferible sin que ella le viera, y contemplarla una vez más, aun sin oír su voz. Pero no se atrevió a pedirle a la señora que le dijera a Mei-ling que acudiese. Si llegaba, tanto mejor, pero si no conseguía verla, tendría que resignarse.

De este amor tan desordenado había nacido en Yuan un fermento nuevo. Pasó en su cuarto gran parte del día, y a veces se echaba en la cama, presa de melancolía al recordar que Mei-ling le había rechazado, y hasta llegó a llorar en algunos momentos, pues estaba solo. O se asomaba a la ventana, y mirando a la ciudad, tan ajena a su tristeza como una alegre mujer, brillante en la cálida luz del sol, se desesperaba de amar y no ser correspondido. Se sentía amargado, y en uno de aquellos momentos recordó lo que había olvidado: que dos mujeres le habían amado y que él no había querido a ninguna de las dos. Al pensar en esto, un hondo terror se apoderó de su corazón: «¿Será posible que ella no me quiera nunca, así como yo no quise a las otras? ¿Odiará ella mi carne como yo odiaba la de aquellas dos, y no tendrá este asunto ningún remedio?». Esto le atemorizó tanto, que buscó alivio en seguida, pensando: «No es lo mismo. Ellas no me amaron del todo, verdaderamente. No como yo la amo a ella. Nadie ha amado como yo la amo. ¡La amo tan pura, tan noblemente! No ha pasado por mi pensamiento ni siquiera tocarle la mano… Bueno, no he pensado en eso nada más que un poquitín, y solamente en el caso de que ella me quisiera. Y le pareció que ella debía comprender cuán grande y puro era el amor que él le daba. Él tenía que verla una vez más y demostrarle cuán resuelto estaba, aunque ella no le hubiera querido».

Ahora, al oír lo que la señora decía, sintió que la sangre le subía al rostro, y por unos instantes prefirió febrilmente, que no llegase, no verla antes de partir.

Mas, antes de que pudiera hallar una escapatoria, Mei-ling entró con el mismo aire de todos los días. Yuan no pudo mirarla de frente al principio. Se levantó, esperando que ella se sentara, pudo ver su vestido de oscura seda verde y sus encantadoras manos, que tomaban los palillos de marfil, de un matiz parecido al de su carne. No pudo decir nada. La señora lo notó, y dijo, con tono indiferente, a Mei-ling:

—¿Has terminado tu trabajo?

Y Mei-ling, en el mismo tono, repuso:

—Sí, hasta el último enfermo. Pero me parece que con algunos es demasiado tarde para evitar el contagio. Ya están tosiendo. De todos modos, de algo les servirá. —Rio un poco, muy bajo, y siguió diciendo—: ¿Recuerdas a la chicuela de seis años, a la que le llaman el Patito? Gritaba con toda su alma cuando me vio acercarme con la aguja; lloraba y decía: «¡Oh, madrecita, mira cómo toso! Tengo tanta tos… ¡oye, ya estoy tosiendo!», y fingía una tos fuerte.

Rieron, y Yuan, al reír, se halló mirando a Mei-ling sin darse cuenta. Para su vergüenza, no pudo apartar los ojos de ella una vez la hubo mirado. Sus ojos se clavaron en los de la joven, sin que se hablaran nada, y él contuvo su respiración, mientras la imploraba con la mirada. Y aunque vio que sus pálidas mejillas enrojecían, también vio que le sostenía la mirada; y de pronto, Mei-ling, con una rapidez que dominaba su respiración de un modo desconocido para Yuan, como si él hubiera hecho una pregunta que no podía precisar exactamente, dijo:

—De todas maneras, Yuan, te escribiré, y tú me escribirás a mí. —Entonces, incapaz de sostener la mirada del muchacho, Mei-ling volvió la cara, un tanto azorada, y miró a la señora, con las mejillas aún rojas, preguntándole—: ¿No te importa, madre?

La señora contestó con voz tranquila, como si hablase de cualquier cosa:

—¿Y por qué me iba a importar, hija? Sería como si se escribiesen dos hermanos, y aunque así no fuera, ¿qué tendría de particular en estos días?

—Sí —dijo, feliz, la doncella, lanzando una mirada brillante a Yuan.

Y este le sonrió. Su corazón, que tan cerrado había estado por la tristeza, halló una oportuna puerta de escape. Pensó: «Le podré hablar de todo». Y esto le produjo una gran alegría, porque hasta entonces no había podido contar nada de lo suyo a nadie. Ahora la amaba más que nunca.

Aquella noche, en el tren iba diciéndose: «Me parece que podré prescindir del amor toda mi vida, si puedo tenerla a ella como una amiga a quien contárselo todo». Se echó en la estrecha litera y se sintió lleno de altos y puros pensamientos, lleno de amor y decisión, levantado por aquellas palabras de Mei-ling, tanto como antes se había sentido aplastado.

Al amanecer, el tren corría a toda máquina por unas bajas colinas, verdes bajo la tibia luz del sol. Luego pasó junto a las murallas de una vieja ciudad, durante un par de kilómetros, y se detuvo al pie de un gran edificio nuevo, construido con cemento gris, y al modo extranjero. Junto a este edificio vio Yuan, al asomarse a la ventanilla, una figura, en la que reconoció inmediatamente a Meng. Allí estaba, con el sol brillándole en la espalda, en la pistola que llevaba al cinto, en los metálicos botones, en los guantes blancos, en la expresiva cara de alzados pómulos. Tras él había una guardia de soldados, perfectamente alineada, y las manos de estos descansaban en las culatas de sus pistolas.

Hasta aquel momento, Yuan no había sido más que un pasajero corriente, pero cuando descendió del tren y vieron que era saludado por tan distinguido oficial, al punto se le acercó un grupo de andrajosos que andaban de un lado a otro buscando equipajes que llevar, y que ahora se dirigían a ofrecer sus servicios a Yuan. Meng, viéndolos implorar, gritóles:

—¡Fuera de aquí, perros! —Volviéndose a sus hombres les dio órdenes—: Ocupaos del equipaje de mi primo. —Y, sin añadir una palabra, tomó a Yuan del brazo y se adelantó con él entre los grupos, diciéndole, con su peculiar tono impaciente—: Creí que no llegarías nunca. ¿Por qué no contestaste a mi carta? Bueno, no importa. Ya estás aquí. Tuve tanto que hacer, que no pude ir a esperarte al barco. Yuan, vienes en buen momento a tu patria, en un momento en que necesita hombres como tú. Por todas partes, la patria necesita de nosotros. El pueblo es ignorante como un rebaño de borregos… —En aquel momento se volvió hacia un oficial y le dijo—: Cuando lleguen mis soldados con el equipaje de mi primo, déjalos pasar.

El oficial, un sencillo e intranquilo muchacho, nuevo en aquel puesto, dijo:

—Señor, tenemos orden de abrir todos los equipajes y ver si tienen opio, armas o libros antirrevolucionarios.

Meng se enfureció y gritó con los ojos desorbitados y las cejas fruncidas:

—¿Sabes quién soy yo? ¡Mi general es el más importante del partido, yo soy su primer capitán, y este es mi primo! ¿Voy a ser insultado con esos reglamentos hechos para los pasajeros corrientes?

Mientras hablaba, se llevó la enguantada mano a la pistola, de suerte que el oficial dijo rápidamente:

—Perdón, señor. No me di cuenta de quién erais.

Y como los soldados llegaron en aquel momento, marcó los equipajes de Yuan y los dejó pasar, mientras la gente se apartaba para abrirles paso, mirándolos con la boca abierta. Los mendigos retrocedían a la vista de Meng y esperaban a que él se alejara para volver a pedir.

Yuan fue conducido por su primo a un automóvil. Un soldado bajó para abrir la portezuela. Meng hizo subir a Yuan, siguiéndole. Se cerraron las puertas, unos soldados subieron a los estribos y el coche partió a toda velocidad.

Aunque era muy temprano, había mucha gente en las calles. Muchos campesinos habían ido a vender sus verduras y sus frutos, llevándolos en canastos colgando de varas que sostenían sobre los hombros. Se veían recuas de burros acarreando grandes sacos de arroz, cruzados sobre sus lomos; carros cubas que sacaban agua del río y la llevaban a la ciudad, para venderla; hombre y mujeres que iban al trabajo, otros a las casas de té para tomar sus desayunos, y cada cual dedicado a su ocupación. El soldado que guiaba el coche era muy hábil: hacía sonar la bocina sin descanso, y con gran estrépito se abría camino entre la muchedumbre, de modo que la gente corría a un lado y otro de la calle, como si un viento la dividiera en dos grupos; tiraban de las riendas de sus burros, y las mujeres cogían y apartaban a sus chicos… Yuan estaba asustado, y miraba a Meng, esperando que este le dijera al conductor que fuera más despacio por entre aquella gente atemorizada.

Pero Meng estaba habituado a aquella velocidad y a la pericia del soldado. Iba sentado, rígido, mirando hacia delante y señalando a Yuan cualquier cosa digna de ser vista.

—Mira esa calle, Yuan. Hace poco menos de un año, no tenía ni cuatro pies de ancho y no podía pasar por ella un automóvil. Rickshaws y literas, escasamente, transitaban por ella. Aun en las mejores calles que había en esta ciudad, lo más que pasaban era un carruaje tirado por un solo caballo. Ahora, ¡mira esa calle!

Yuan contestó:

—La veo, la veo.

Y mirando por entre los cuerpos de los soldados, veía una ancha calle, que a cada uno de sus lados mostraba las ruinas de las casas y las tiendas que habían sido derribadas para ensancharla. Ya se veían algunas nuevas construcciones, edificios levantados rápidamente, de arrogante aspecto extranjero, con brillante pintura y anchas ventanas de cristales.

Pero en medio de la ancha vía se notaba de pronto una sombra, y Yuan vio que la daba la vieja muralla de la ciudad. Al mirar de nuevo, especialmente en una curva que hacía la muralla, vio un grupo de cabañas. Allí vivían los pobres, que ahora, por la mañana, salían de sus casuchas; las mujeres encendían pequeñas fogatas bajo los calderos, sostenidos por cuatro ladrillos, y picaban sobre ellos berzas que habían recogido en las sobras de los puestos, para hacer la comida. Los chicos corrían desnudos y sin lavar, y los hombres iban saliendo, borrachos aún, para tirar de sus rickshaws o cargar grandes fardos.

Cuando Meng vio adónde se dirigía la mirada de Yuan, dijo, irritado:

—El año que viene no se permitirá la existencia de ninguna de estas cabañas. Es una vergüenza para todos nosotros que haya gente como esa. Es necesario que los grandes de cualquier parte del mundo vengan a nuestra capital. Hasta príncipes van a venir. Y estos espectáculos son vergonzosos.

Yuan veía aquello, y se daba cuenta de que Meng tenía razón, que aquellas cabañas no debían estar allí, y que aquellos hombres y mujeres eran un espectáculo desolador; que era menester hacer algo para quitarlos de la vista de la gente que fuese a la ciudad. Después de pensar un rato dijo:

—Supongo que se le podrá dar trabajo a esa gente.

Meng contestó:

—Claro que sí. Pueden ser enviados a sus campos; y así se hará. —La expresión de Meng cambió, como dominada por un súbito recuerdo desagradable y añadió—: Esta gente es la que mantiene retrasada a nuestra patria. Ojalá pudiéramos limpiar nuestra tierra de todos ellos y construirla sólo con los jóvenes. Quiero echar abajo toda esta ciudad, con esa estúpida y vieja muralla que no sirve para nada cuando se usa el cañón en vez de las flechas. ¿Qué muralla puede resistir las bombas arrojadas por un aeroplano? ¡La echaremos abajo, y usaremos sus ladrillos para construir fábricas, escuelas, sitios dónde los jóvenes aprendan y trabajen! Pero estas gentes… no entienden de nada… No querrán que se eche abajo la muralla… Ya han amenazado…

Yuan, al oír esto, dijo:

—Yo creí que tú defendías a los pobres, Meng. Me parece recordar que te enfurecías cuando los pobres eran oprimidos y cuando un hombre era golpeado por un extranjero o por un oficial de policía.

—Y sigo pensando lo mismo —dijo Meng, rápido, mirando a Yuan, de modo que este pudo ver cuán decididos y negros eran sus ojos—. Si yo veo a un extranjero que pone la mano sobre el más pobre de nuestros mendigos, me enfureceré como siempre, y aun más, porque no temo a ningún extranjero, y usaría mis armas contra él. Pero ahora sé más que antes. Sé que la peor rémora son estos pobres por quienes luchamos. Son demasiados. ¿Quién puede hacerles aprender algo? No hay esperanza para ellos. Por eso digo que dejemos que el hambre, las inundaciones y la guerra se encarguen de ellos. Conservemos solamente a sus hijos y forjémoslos según la revolución.

Dijo esto en su fuerte e imperativo tono, y a Yuan, que lo escuchaba desde una posición menos decidida, todo aquello parecióle cierto. Recordó, de pronto, a aquel clérigo extranjero que mostró a los espectadores unas vistas tan malas como las que él acababa de ver. Sí; hasta en aquella gran ciudad, en aquella espaciosa calle, entre los arrogantes edificios y tiendas, Yuan vio algunas escenas como las que mostró el clérigo; un mendigo con los ojos carcomidos por la enfermedad, las cabañas, los montones de basura, todo lo cual despedía un hedor que llenaba hasta el fresco aire matinal. La irritada vergüenza que sintió ante el clérigo surgió de nuevo en Yuan, rabia mezclada con dolor, y se dijo apasionadamente lo que Meng había dicho en voz alta: «Es verdad, debemos barrer toda esta suciedad». Y pensó, resueltamente, que Meng tenía razón. ¿De qué servían en aquella nueva hora, los pobres ignorantes y sin esperanza? Había sido demasiado blando toda su vida. Quería aprender a ser tan fuerte y duro como Meng y no perder el tiempo compadeciendo a aquellos pobres inútiles.

* * * *

Llegaron al cuartel de Meng. Yuan, que no pertenecía a la compañía de soldados, no podía vivir en él. Meng le había hecho preparar un cuarto allí cerca, y se excusó ante él, al ver su desilusión al entrar en una pieza oscura y no muy limpia. Le dijo:

—Esta ciudad está superpoblada estos días, y es difícil encontrar cuarto, aun pagando cualquier precio. Las casas no se construyen tan aprisa como desearíamos. La ciudad crece sin que haya fuerza para contener este crecimiento. —Dijo esto con orgullo, añadiendo—: Es por la causa, primo… Podemos aguantar lo que sea menester, con tal de construir la nueva capital.

Yuan se resignó y dijo que el cuarto le parecía muy bien.

Aquella misma noche, solo, se sentó ante la mesa, bajo una ventana, en aquel cuarto donde iba a vivir, y comenzó su primera carta para Mei-ling. Pensó mucho en la forma de empezarla, si debía comenzar con las usuales y antiguas frases de cortesía. Estaba algo atolondrado al final de aquel día. Aquellas viejas casas en ruinas, los nuevos almacenes, las anchas calles sin terminar, llevaban su pensamiento a la vieja ciudad, a Meng y a su ardiente, temeraria y dura manera de expresarse, y todo esto influía en él. Pensó un momento más y empezó al modo extranjero: Querida Mei-ling… Y cuando las palabras estaban escritas, negras y claras, volvió a reflexionar en lo que pondría a continuación, miró las letras y las fue llenando de ternura. Querida… ¿Qué significaba eso sino «amada»…? Y Mei-ling…, era ella misma…, estaba allí… Tomó la pluma, y en cortos y rápidos párrafos le contó lo que había visto aquel día… Una nueva ciudad surgiendo de las ruinas. La ciudad de la juventud.

* * * *

La nueva ciudad atrapó a Yuan. Nunca había estado tan ocupado ni tan feliz. O, por lo menos, así lo creía él. Por doquiera había algo que hacer, y allí estaba el placer del trabajo, pues cada hora estaba llena con la voluntad de futuro de mucha gente. Entre aquellos a quienes Meng le presentó, Yuan vio siempre la misma urgencia de trabajo y de vida. Por todas partes, en aquella ciudad, que era el corazón palpitante de la patria, había hombres, no mucho más viejos que él, dibujando planos, abriendo caminos de vida, no para ellos mismos, sino para su pueblo. Allí estaban los que trazaban el plano de la ciudad. El jefe de estos era un pequeño y decidido; arquitecto del Sur, impaciente en el hablar y raudo en cualquier cosa que hiciera, moviendo siempre sus pequeñas, infantiles y bellas manos. Él también era amigo de Meng, y cuando este le presentó a Yuan, diciéndole: «Es mi primo», bastó esto para que le mostrara todos los planos y proyectos de la ciudad, cómo iba a hacer derribar la vieja muralla inútil y usar sus antiguos ladrillos, que al cabo de miles de años eran mejores y más fuertes que los que podían hacerse ahora; con aquellos ladrillos, decía entornando sus ojillos vivaces, se harían los nuevos edificios de la sede del Gobierno, grandes edificios hechos a la nueva manera. Un día llevó a Yuan a sus oficinas, que estaban en una vieja casa, llena de polvo y de telarañas y le dijo:

—No es agradable hacer nada en estas viejas habitaciones. Estaremos aquí hasta que las nuevas estén listas. Entonces, echaremos abajo estas, y aquí se construirán otras casas.

Los polvorientos cuartos estaban llenos de mesas, y, ante ellas, muchos jóvenes dibujaban planos, midiendo líneas en el papel, coloreando brillantemente los tejados y las cornisas que dibujaban, y aunque el local era viejo y ruinoso, estaba lleno de vida con aquellos muchachos y sus trabajos.

El jefe llamó con voz fuerte, y uno de ellos se acercó corriendo.

—Trae los planos para el nuevo edificio del Gobierno —dijo el jefe con tono perentorio.

Cuando el otro se los dio, el jefe los desenrolló ante Yuan. En ellos había pintados unos nobles y altos edificios, construidos con ladrillos antiguos, puestos en largas hileras, y sobre ellos lucía la nueva bandera de la revolución. Allí estaban pintadas las calles, con verdes árboles a cada lado, y también la gente, ricamente vestida, que transitaba por ellas. No se veían recuas de asnos, ni cubas, ni rickshaws, ni uno de aquellos humildes vehículos que usaban todavía, sino grandes automóviles de brillantes colores azules y rojos, llenos de gente rica. No habían pintado ningún mendigo.

Yuan, mirando a los planos, los encontró hermosísimos, y preguntó entusiasmado:

—¿Cuándo estará terminado esto?

El otro contestó con seguridad:

—¡Dentro de cinco años! Todo anda de prisa ahora.

¡Cinco años! No era nada. Yuan, al hallarse otra vez en su desmantelado cuarto, meditando, miraba las calles como eran en realidad sin aquellos edificios proyectados. Allí no había ni árboles, ni gente rica, y por ellas andaban los pobres pidiendo y luchando por la limosna. Pero pensó que cinco años no eran nada; todo se podía dar como hecho. Aquella noche escribió a Mei-ling sobre esos proyectos, y cuando le hubo explicado con todo detalle lo que representaban y los planos de la nueva ciudad, le pareció más que nunca que ya estaba todo hecho, puesto que los planos estaban claramente dibujados, hasta los colores de los tejados, frondosos; y recordó que había hasta una fuente que brotaba delante de cierta estatua de un héroe de la revolución. Sin darse cuenta, escribió a Mei-ling como si todo estuviera terminado:

Es un elegante edificio, de nobles líneas y una gran puerta… Hay árboles a ambos lados de las calles…

Y así sucesivamente. Jóvenes que habían aprendido medicina en el extranjero, para combatir las enfermedades, asustando con sus métodos a los viejos doctores de sus padres, proyectaban grandes hospitales; otros, grandes escuelas, donde todos los niños, hasta los campesinos, serían educados, de suerte que en todo el país no habría nadie que no supiera leer ni escribir. Otros estudiaban leyes para gobernar a la gente, y estas leyes estaban escritas hasta en sus menores detalles; habían sido proyectadas prisiones parar los que desobedecían esas leyes. Otros ideaban libros que habían de ser escritos al nuevo modo, hablando del nuevo amor libre entre hombre y mujer.

Entre todos aquellos proyectistas había una especie de señor de la guerra que planeaba nuevos ejércitos, nuevos barcos de guerra, nuevos métodos de estrategia y combate, y que algún día planearía una nueva guerra, para mostrar al mundo que su nación era ya tan poderosa como cualquier otra; este era el antiguo maestro y tutor de Yuan, que luego fue capitán y ahora era general, a cuyas órdenes estaba Meng, que había escapado para incorporarse a su ejército cuando Yuan fue detenido.

Yuan se sintió molesto cuando supo que el general de Meng era ese hombre; hubiera preferido que otro ocupara este cargo, pues no sabía lo que el general podría tener en contra suya si recordaba. Pero no se atrevió a negarse cuando Meng le dijo que el general le había ordenado que le llevara a su primo.

Fueron juntos, y aunque el rostro de Yuan parecía tranquilo y seguro, en el fondo no las tenía todas consigo.

Pasaron por una gran puerta, en la que hacían guardia unos soldados muy limpios y marcialmente vestidos, con los fusiles relucientes en las manos; luego, por unos limpios patios, hasta llegar al cuarto donde el general estaba sentado junto a una mesa. Al verle, Yuan se dio cuenta de que no tenía que temer. Vio al momento que su antiguo profesor no le echaría nada en cara. Estaba más viejo y era un famoso jefe; y aunque su expresión no era sonriente ni afable, no era esta de enojo ni de fiereza. Cuando Yuan se acercó, no se puso en pie, pero señaló con la cabeza un asiento, en el que Yuan se sentó un tanto incómodamente ante aquel que había sido su maestro. Yuan recordó en seguida los ojos agudos y penetrantes detrás de los anteojos de forma extranjera. Y con voz áspera, que no dejaba de ser afectuosa, le preguntó:

—De modo que por fin te has unido a nosotros, ¿eh?

Yuan dijo que sí con la cabeza, tan sencillamente como lo hacía cuando era niño.

—Mi padre me empujó a ello —dijo, y contó su historia.

El general le preguntó de nuevo, mirándole interesado:

—¿Pero aún no te gusta el ejército? ¿Con todo lo que te enseñé, no eres un soldado?

Yuan, un tanto confuso, dudó; luego decidió que tenía que ser franco y atrevido, y no temer a aquel hombre, Dijo:

—Aún odio la guerra, pero puedo cumplir con mi deber por otros caminos.

—¿Cuáles? —preguntó el general.

Y Yuan respondió:

—Enseñaré en la nueva gran escuela de aquí, por ahora. Necesito conocer más, y después veré por dónde se abren los caminos.

El general se tornó de pronto inquieto, y miró un reloj extranjero que tenía sobre la mesa, como si ya no sintiera interés por Yuan, que no era un soldado. Yuan se levantó y esperó, mientras el general le decía a Meng:

—¿Tienes los planos para el nuevo campamento? Las nuevas leyes militares piden un aumento de la leva de hombres en cada una de las provincias, y los nuevos contingentes vendrán dentro de un mes, a partir de hoy.

Meng hizo chocar sus tacones, pues no se había sentado en presencia del general, saludó enérgicamente y dijo con clara y segura voz:

—Los planos están hechos, mi general, y esperan vuestro sello; en seguida serán enviados.

Así terminó la breve entrevista, y Yuan sintió renacer su antiguo desagrado al pasar por entre los grupos de soldados que acababan de terminar sus ejercicios y prácticas de guerra; no dejó de notar que eran diferentes a los soldados de su padre. Los de aquella ciudad eran todos jóvenes; la mayoría no llegaban a los veinte años. Eran serios; no reían como lo hacían los secuaces de su padre. Los hombres del Tigre estaban siempre gritando y riendo, y cuando terminaban los ejercicios de campaña, armaban gran bullicio, se empujaban unos a otros y hacían chistes y bromas, de modo que los cuarteles y patios estaban siempre llenos de voces y risotadas. Todos los días, allá en su adolescencia, Yuan sabía cuándo eran las horas de comer de los soldados, pues oía el jolgorio y las carcajadas desde el patio interior, junto al que vivía su padre. Estos otros, más jóvenes, volvían en silencio, y tan acompasadamente que se oía un solo paso. No reían. Yuan los vio, al pasar, soldado tras soldado, y miró sus caras, todas jóvenes, sencillas y serias. Aquel era el nuevo ejército.

Aquella noche escribió a Mei-ling:

Parecían muy jóvenes para ser soldados; tenían caras de muchachos campesinos…

Pensó un poco, recordando aquellos rostros, y siguió escribiendo:

Empero, tienen aspecto de soldados. Tú no sabes realmente cómo es esto que te digo, puesto que no has vivido entre ellos como yo. Quiero decir que sus expresiones son sencillas, tan simples, que me doy cuenta, al verlos, de que serían capaces de matar tan sencillamente como se comen su rancho… Una sencillez temible como la muerte…

En la nueva ciudad halló ahora Yuan su nueva vida y quehacer. Abrió, por fin, su cajón de libros, y los fue colocando en un estante que compró. Allí estaban también las semillas que había llevado consigo desde el extranjero. Las fue mirando indeciso, cada grupo en su paquete, y se preguntaba si brotarían en aquella tierra más apelmazada y oscura. Sacó unas cuantas y las echó en la palma de la mano: eran grandes, doradas, futuros gérmenes de trigo. Tenía que encontrar un pedazo de tierra donde cultivarlas.

Ahora Yuan se vio uncido a una rueda de días, semanas y meses que se sucedían con gran rapidez. Pasaba los días en la escuela. Por la mañana iba a los edificios, nuevos unos, viejos otros, donde estaba situada. Los nuevos eran espaciosos, grises construcciones al estilo extranjero, construidas con demasiada prisa, hechas de cemento y de delgadas barras de hierro, que ya tenían algunos desconchados y grietas. Pero Yuan tenía su clase en un viejo edificio que, por ser viejo, no preocupaba mucho a los directores, quienes no se cuidaban de reemplazar los cristales rotos de las ventanas. Pasó el otoño, seco, templado y dorado, y al principio Yuan no decía nada cuando veía que una puerta no cerraba bien y crujía de tan vieja. Pero al otoño sucedió el invierno, y al undécimo mes se levantaron grandes vientos que llegaban desde los desiertos del Noroeste. Por todas las roturas y grietas penetraba una arenilla amarillenta. Yuan, envuelto en su abrigo, permanecía ante los alumnos que tiritaban, y corregía los escritos deficientes; despeinado por las arenosas rachas de viento, escribió en la pizarra las reglas para hacer versos. Pero era inútil, pues los pensamientos de los alumnos estaban dedicados a encontrar un poco de calor, arrebujándose en sus ropas, que para la mayoría de ellos eran insuficientes.

Al principio, Yuan dirigió unas cartas al jefe, un oficial que pasaba tres semanas al mes en la gran ciudad de la costa; pero el jefe no hizo caso de estas cartas, porque tenía muchas ocupaciones, y la principal era la de recoger y reunir los salarios. Yuan, fastidiado, fue a ver al director, la más alta autoridad de la escuela, y le habló de cómo estaban los estudiantes, de los cristales rotos en las ventanas, de las puertas que no se podían cerrar y de cómo entraba el viento frío incluso por las grietas de las maderas del suelo, helando los pies de sus alumnos.

Pero el director, que tenía muchas cosas que hacer, dijo impaciente:

—¡Aguantad un poco, aguantad un poco! ¡El dinero que tenemos es para hacer lo nuevo, no para remendar lo viejo e inútil!

Aquellas eran las palabras que por doquiera se oían en la ciudad.

Yuan las encontraba razonables, a pesar de todo. Y soñaba con las nuevas aulas, espaciosos salones aislados contra el frío. Pero los días se iban haciendo cada vez más fríos al paso que avanzaba el invierno. Si Yuan hubiera podido hacerlo, habría tomado su propio sueldo, y llamando a un carpintero, le habría ordenado que arreglara aquel cuarto y lo protegiera contra el frío invernal. Al cabo de poco tiempo, sintió verdadera afición por el trabajo que hacía, y llegó a tomar afecto a los alumnos. Por lo general estos no eran ricos, pues los ricos enviaban a sus hijos a los colegios particulares, donde había maestros extranjeros, buena calefacción y comida. Pero a aquella escuela, que era pública y abierta por el nuevo Estado, iban solamente los hijos de los pequeños comerciantes, hijos de los maestros mal pagados de antiguos establecimientos, y unos cuantos despiertos chicos campesinos, que esperaban y deseaban hacer de la tierra algo más de lo que hicieron sus padres. Todos eran muy jóvenes, defectuosamente vestidos, no bien alimentados, y Yuan los quería, porque eran listos y dispuestos, y se interesaban por lo que él les explicaba, aunque a veces no lo entendieran del todo; pues, aunque unos sabían más y otros menos, en resumen, ninguno tenía muchos conocimientos. Mirando sus pálidas caras y sus ojos interesados y atentos, Yuan deseó haber tenido dinero para arreglar la clase.

Pero no tenía dinero para eso. Aún no se le pagaba regularmente el sueldo, pues los que estaban por encima de él recibían primero sus honorarios, y si no había bastante plata aquel mes, o si no había llegado toda por algún motivo (porque se la destinara al ejército o a la casa de algún alto empleado, o porque algo se quedara en algún bolsillo particular), entonces Yuan y los maestros más nuevos tenían que esperar pacientemente. Y Yuan no tenía paciencia, pues estaba ansioso por pagar la deuda a su tío. Por fin consiguió liberarse de una parte de esta deuda. Escribió a Wang el Mercader, diciéndole:

Respecto a tus hijos, nada puedo hacer por ellos. No tengo poder alguno fuera de lo que pueda hacer en mi propio puesto. Pero te remitiré la mitad de lo que gano, hasta que esté pagado cuanto mi padre te debe. Sin embargo, no me hago responsable de tus hijos…

De este modo eliminó, en los nuevos tiempos, una parte de aquella atadura de sangre, al uso de los tiempos pasados.

Sin embargo, no pudo utilizar su plata para favorecer a sus alumnos. Escribió a Mei-ling sobre esto, diciéndole cómo hubiera querido ver arreglada la clase; le hablaba del frío que estaba haciendo, pero él no podía hacer nada para remediarlo. Ella contestó prontamente esta vez:

¿Por qué no te llevas tus alumnos a otra clase más abrigada y nueva? Y si no llueve o nieva, sácalos al sol…

Yuan, con la carta en las manos, se dijo que no se le había ocurrido tal cosa, pues los inviernos eran secos y había muchos días de sol. Desde entonces llevó muchas veces a sus alumnos a un soleado lugar que encontró donde dos muros formaban un ángulo entre dos edificios. Si alguien, al pasar, reía, Yuan le dejaba, porque allí hacía sol y el sitio era agradable. Amaba más a Mei-ling por haber pensado tan rápidamente en una solución tan sencilla, hasta que el nuevo edificio estuviera construido. Y aquella ingeniosa solución le enseñó algo a Yuan, y era que Mei-ling siempre contestaba más pronto cuando él le preguntaba por algún asunto que no sabía resolver, y de este modo se veía aliviado de todas sus perplejidades. Ella no contestaría si le hablara de amor, pero contestaba en seguida si le hablaba de alguna preocupación o problema. Pronto las cartas entre ambos fueron y vinieron como delgadas hojas llevadas por el viento del otoño.

Hubo otro medio que Yuan encontró para entrar en calor aquellos días invernales, y era cultivar la tierra y plantar sus semillas. En aquella escuela tenía que dar clase de muchas cosas, pues los profesores no eran bastantes para tanto chico que quería aprender. Por todas partes se abrían grandes escuelas, para enseñar cosas extranjeras que no hubieran sido estudiadas antes, y los jóvenes se dirigían en grandes masas a estudiar y aprender. De suerte que no había bastantes maestros para enseñar cuanto aspiraban a saber los más jóvenes. Ya que Yuan había estado en el extranjero, recibía más honores por esto, y le pedían que enseñara cuantas cosas sabía; entre ellas estaba la nueva manera de plantar y cultivar las semillas. Se le dio un terreno fuera de las murallas de la ciudad, cerca de un caserío, y allí enseñaba a sus alumnos, de cuatro en cuatro, como un pequeño ejército que marchaba por las calles de la ciudad, dirigidos por él. Pero en vez de escopetas les compró azadas, que llevaban sobre los hombros. La gente se detenía al verlos pasar, y algunos decían: «¿Qué novedad es esta?». Un día, oyó a un hombre, un honrado conductor de rickshaw, que gritaba:

—Bueno, ahora veo cada día una cosa nueva en esta ciudad, pero esta es la más nueva que he visto: ir a la guerra con azadones.

Yuan sonrió y le dijo:

—Este es el más nuevo de los ejércitos de la revolución.

Y siguió adelante bajo el sol de invierno. Era aquello, en verdad, una especie de ejército, el único ejército que él podía mandar, un ejército de muchachos que salían al campo para plantar semillas. Cuando marchaban, movían los pies rítmicamente, llevando el paso, y recordaba su niñez, junto a su padre; y marchaba tan acompasado, que los chicos comenzaron a seguirle el paso. Pronto el ritmo de su marcha fue como el ritmo de su sangre, y cuando pasaban bajo la vieja puerta de la ciudad, donde los antiguos ladrillos hacían eco a sus pisadas, y salían al campo, este ritmo empezó a producir en la mente de Yuan breves y acompasadas palabras. Hacía mucho tiempo que esto no le sucedía. Le parecía como si hubiera estado sumido en la confusión, y ahora el trabajo daba claridad a su espíritu y este le destilaba las palabras en versos. Esperaba las palabras conteniendo la respiración, y cuando le llegaban sentía la antigua delicia de aquellos días en la casa de tierra. Y llegaron claramente, en tres vivaces versos, pero le faltaba el cuarto. Apresurado, incómodo, porque ya faltaba poco para llegar, trató de forzar la salida de las palabras que le faltaban. Pero las palabras no llegaron.

Tuvo que apartarlo todo de su mente, pues sus alumnos empezaron a murmurar, quejándose de que los llevaba demasiado de prisa, que los azadones eran muy pesados y que no estaban acostumbrados a aquel trabajo.

Tuvo que olvidar sus versos, y dijo para consolar a los chicos:

—Ya hemos llegado ¡Esta es la tierra! ¡Descansad un poco antes de que comencemos a cavar!

Los muchachos se sentaron en un bancal, y era verdad que brotaba el sudor de sus caras y que sus cuerpos estaban acalorados. Solamente dos o tres campesinos estaban como si tal cosa.

Mientras descansaban, Yuan abrió los paquetes de sus semillas extranjeras. Cada uno de los muchachos juntó sus manos, y en ellas fue echando Yuan los dorados granos. Estas semillas le parecían ahora preciosas. Recordaba cómo las había cultivado a miles de millas de distancia, en suelo extranjero; recordó al viejo de pelo blanco y a la muchacha extranjera que le había ofrecido sus labios; mientras repartía las semillas, estos recuerdos acudieron a su mente. ¡Cuánto mejor habría sido que aquella mujer no…! Pero desde el momento en que huyó estuvo solo, hasta que encontró a Mei-ling. Levantó su azadón y comenzó a remover la tierra.

—Mirad —les decía a los alumnos, que le contemplaban—. Así debe ser manejado el azadón. Al principio es posible que os cueste gran trabajo, porque no sabéis manejarlo bien…

Subía y bajaba su azadón como el viejo granjero le había enseñado, y la punta brillaba a la luz del sol. Uno a uno, los muchachos trataron de imitarle. Pero los más lentos fueron los dos campesinos, quienes, aunque sabían muy bien manejar sus azadas, las movían con lentitud y desgana. Al notarlo, Yuan dijo, enfadado:

—¿Cómo es que vosotros no trabajáis?

Los dos muchachos no quisieron contestar, pero uno de ellos murmuró después de unos momentos:

—Yo no he venido a la escuela para aprender lo que he hecho toda mi vida en mi casa. He venido a aprender una manera mejor de ganarme la vida.

Yuan se enfureció al oír esto y contestó:

—Sí, pero si hubierais sabido cómo hacerlo mejor, no habríais necesitado venir aquí para aprender otra manera de vivir. ¡Con mejores semillas, mejores medios de cultivarlas y más abundantes cosechas hubierais hecho mejores vuestras vidas!

A Yuan y a sus alumnos se habían acercado unos cuantos campesinos y granjeros del caserío, y miraban, boquiabiertos, a aquellos jóvenes estudiantes que llevaban azadones y semillas. Al principio parecían asustados y quedaban en silencio, mas pronto comenzaron a reír al ver a los jóvenes que no podían hincar sus azadones en la tierra. Cuando Yuan dijo aquellas palabras, se sintieron más en su ambiente, y uno de ellos gritó:

—¡Estás equivocado, maestro! ¡Trabaje lo que trabaje el hombre y siembre las semillas que siembre, las cosechas están a merced del cielo!

Yuan no podía soportar que le contradijeran ante sus alumnos, y no quiso contestar a aquel hombre ignorante. Fingiendo no haber oído, enseñó a los chicos cómo distribuir la semillas en filas, cómo allanar la tierra encima y cómo poner una señal al final de cada fila, que dijera el nombre de cada especie, cuándo había sido plantada y por quién.

Los campesinos escuchaban y miraban extrañados, riéndose y divirtiéndose al ver tanto cuidado, y decían entre risotadas:

—¿Cuentas también cada semilla, hermano?

Y otro:

—¿Le has puesto a cada granito su nombre, y marcado el color del hollejo?

Otro gritó:

—¡Por mi madre! ¡Si tenemos que tener tanto cuidado con cada semillita, sólo tendremos tiempo de recoger una cosecha cada diez años!

Los jóvenes que acompañaban a Yuan desdeñaban estos comentarios, y los más enojados eran los dos campesinos, que decían:

—¡Estas son semillas extranjeras y no de las corrientes que vosotros plantáis en vuestros campos!

Las burlas de los granjeros les hicieron trabajar con más ardor del que hubiera conseguido su maestro.

Al cabo de un rato cesaron las burlas de los que miraban, las miradas se hicieron más sombrías y quedaron en silencio. Uno a uno fueron escupiendo, como por casualidad, y retirándose hacia la aldehuela.

Yuan estaba contentísimo. Era bueno sembrar de nuevo y sentir la tierra entre sus manos. Tierra delgada, rica y feraz, negra contra la amarillez del grano extranjero… Y así fue hecho el trabajo del día. Yuan se sentía reconfortado, con su nueva energía, y cuando miró a los jóvenes, vio que hasta el más pálido de ellos parecía ahora saludable; en todos había un calor de sangre aireada, aunque soplaba un cortante vientecillo del Oeste.

—Esta es una buena manera de calentarse —dijo Yuan, riendo—. Mejor que ningún fuego.

Los mozos rieron para complacer a Yuan, pues le querían. Pero los dos muchachos campesinos seguían con los semblantes hoscos, a pesar de sus mejillas enrojecidas por el ejercicio.

Aquella noche, en su cuarto, Yuan escribió a Mei-ling sobre todo esto, pues se había convertido en algo tan necesario como beber y comer el escribirle lo que había hecho durante el día. Cuando terminó de escribir, se acodó en la ventana y se puso a mirar la ciudad. Los oscuros tejados de las viejas casas se destacaban aquí y allá, negros a la luz de la luna. Pero sobre ellos surgían las siluetas de los nuevos y altos edificios de techos rojos, angulares y de aspecto extranjero, con muchas ventanas a través de las cuales veíanse sus luces. Y de las escasas grandes calles brotaban, como líneas, senderos de luz lunar.

Mirando aquella ciudad cambiante, viéndola y no viéndola del todo, porque más claramente que nada veía Yuan el rostro de Mei-ling, muy claro y joven en su recuerdo, como si la ciudad fuera sólo un telón de fondo para su imagen, de pronto, la cuarta línea de su estrofa surgió en su mente, tan perfecta como si la viera escrita. Corrió a la mesa, tomó la carta que acababa de cerrar, y, abriéndola, añadió estas palabras:

Estos cuatro versos acudieron hoy a mi mente, los tres primeros en el campo; pero no pude encontrar el cuarto, que perfeccionaba la estrofa, hasta que volví a la ciudad y pensé en ti. Entonces, el verso llegó tan sencillamente como si tú me lo hubieras dicho.

Así vivía Yuan en aquella ciudad: los días ocupados con su trabajo, y las noches ocupadas con sus cartas a Mei-ling. Ella no le escribía con tanta frecuencia; sus cartas eran justas en sus conceptos, de pocas palabras y exactas. Pero estas mismas palabras estaban llenas de significación. Así, le contaba que Ai-lan había vuelo de su temporada de viaje, que se había prolongado más de lo que pensaban.

Ai-lan —decía Mei-ling— está más bella que nunca, pero de ella ha huido no sé qué vitalidad y calor. Tal vez cuando nazca el hijo recupere ese calor. Nacerá antes de un mes. Viene a casa con frecuencia, porque dice que duerme mejor en su antigua cama… Hoy hice mi primera operación. Se trataba de cortar la pierna de una mujer cuyos pies habían sido tan ceñidos por las vendas en su niñez que llegaron a gangrenarse. No sentí ningún miedo. —Luego decía—: Me sigue gustando ir a jugar con las chicas asiladas, de las que yo soy una. Ellas son mis hermanas.

Y le contaba alguna cosa divertida que las chicuelas hubieran dicho.

Una vez le escribió:

Tu tío y su hijo, el mayor, han enviado a Sheng, una orden para que regrese. Gasta mucho dinero, según dicen, y ahora ellos no pueden recoger las rentas de las tierras. La mujer del hijo mayor no quiere que los ingresos de su marido disminuyan y no hay otro sitio donde encontrar las sumas necesarias. Por lo tanto, Sheng tendrá que volver, pues ya no le mandarán más plata…

Yuan leyó esto, pensativo, recordando cómo había visto a Sheng la última vez, elegantemente vestido con sus trajes modernos, luciendo un bastoncillo brillante, mientras deambulaba por la soleada calle de la gran ciudad extranjera. Era cierto que gastaba mucho dinero, pues se preocupaba demasiado de su belleza. Sin duda, habría de regresar. La única manera de hacerle volver era no enviarle dinero. Yuan recordó a aquella mujer, y se dijo: «Mejor es que Sheng vuelva. Me alegro de que por fin logre separarse de ella».

Mei-ling contestaba cuidadosamente a cada pregunta que le hiciera Yuan. Cuando el invierno se hizo más crudo, le aconsejó que se comprara un abrigo más grueso, que comiera más y que durmiera, no trabajando demasiado. Le dijo muchas veces que se previniera del viento que entraba por las grietas de la clase. Pero había una cosa a la que ella nunca contestaba. Yuan ponía en todas sus cartas:

No he cambiado. Te amo… y espero.

A esto no respondía Mei-ling.

Empero, Yuan encontraba perfectas las cartas de la muchacha. Cuatro veces al mes, tan cierto como el nuevo día que llegaba, Yuan esperaba encontrar sobre su mesa, al entrar en su cuarto por la noche, una carta de alargada forma, con la letra de Mei-ling claramente escrita en el sobre: una letra clara y más bien pequeña. Estas cuatro veces al mes se tornaban para él en cuatro días de fiesta, y para mayor placer en su certidumbre, se compró un pequeño calendario y marcó de antemano los días en que habían de llegarle las cartas. Los señaló con lápiz rojo, y había doce señales antes de que llegara el día de Año Nuevo, cuando, en vacaciones, volviese a la otra ciudad y la viera de nuevo. No quiso señalar más allá de esta fecha, porque alimentaba unas secretas esperanzas. Y, así, Yuan vivió esperando cada siete días, apenas preocupado de nada que no fuera su trabajo, y sin necesidad de amigos, porque su corazón estaba colmado.

* * * *

No obstante, Meng iba de vez en cuando y lo llevaba a una casa de té, donde se reunía con otros amigos, a los que Yuan oía manifestar sus impaciencias. Meng no parecía tan triunfante como al principio. Yuan oía y veía que Meng estaba como irritado, que gritaba contra los tiempos, incluso contra los mismos tiempos nuevos. Una de aquellas noches, en una casa de té recién abierta al público, en una calle nueva, Yuan se quedó a comer con Meng y con cuatro jóvenes capitanes, compañeros de aquel. Los cinco se mostraban descontentos de todo. Las luces sobre la mesa eran al principio demasiado intensas; luego, apenas alumbraban; la comida no llegó con la prontitud que ellos exigían; deseaban cierto vino blanco extranjero, y no lo tenían allí. Entre Meng y los otros cuatro, el camarero andaba sudoroso, desorientado, moviendo la cabeza y corriendo de un lado para otro, temeroso de no complacer a aquellos jóvenes capitanes que tan bien armados iban. Ni siquiera cuando las muchachas que cantaban salieron a escena, bailando al modo extranjero y mostrando las piernas, los jóvenes parecieron satisfechos, y decían a gritos que los ojos de una de ellas eran demasiado chicos, semejantes a ojos de cerdo; que la otra tenía una nariz como un puerco; que aquella era demasiado gorda, y la de más allá demasiado vieja, hasta que los ojos de las muchachas se llenaron de lágrimas y de rabia. Y Yuan, aunque no las encontraba bellas, no pudo menos de sentir compasión por ellas, llegando a decir:

—Dejadlas en paz. Tienen que ganarse el arroz de alguna manera.

A esto, un joven capitán dijo con voz tonante:

—Mejor sería que se murieran de hambre.

Y, entre grandes carcajadas, se levantaron, haciendo al salir gran ruido con sus espadas.

Aquella noche, Meng acompañó a Yuan, a pie, hasta su casa, y mientras caminaban por las calles habló de su descontento y dijo:

—La verdad es que todos estamos fastidiados y de mal humor, porque nuestros jefes no son justos con nosotros. En la revolución hay un principio que dice que todos debemos ser iguales y que a todos deben dársenos las mismas oportunidades. Pero ya nuestros jefes nos están oprimiendo. Tú conoces a mi general, Yuan; ya lo has visto… Bueno. Se pasa el tiempo sentado como cualquier viejo señor de la guerra, cobrando un gran sueldo cada mes como jefe de los ejércitos de esta región, y nosotros los jóvenes estamos siempre en el mismo sitio. Yo ascendí bastante de prisa a capitán, tan de prisa, que estaba lleno de esperanzas y dispuesto a hacer cualquier cosa en favor de nuestra causa, esperando a ascender más aún. Pues bien, aunque me paso el tiempo trabajando, aquí sigo plantado, de capitán. Ninguno de nosotros parece que pueda ascender. ¿Y sabes por qué? Porque el general tiene miedo de nosotros. Teme que lleguemos a ser un día más grandes que él. Somos más jóvenes y más capaces, y por eso nos mantiene abajo. ¿Es este el espíritu de la revolución?

Meng se detuvo bajo una luz y empezó a hacer a Yuan acaloradas preguntas. Y este vio que la expresión de Meng era tan colérica como la que solía tener en los días de su áspera adolescencia. Pero unos cuantos transeúntes se detuvieron, miraron curiosamente a Meng, que bajó la voz, continuando su camino al lado de Yuan, hasta que dijo hoscamente:

—Yuan, esta no es la verdadera revolución. Es necesario hacer otra. Estos no son nuestros verdaderos jefes. Son tan egoístas como los antiguos señores de la guerra. Yuan, nosotros, los jóvenes, tenemos que comenzar de nuevo… El pueblo está tan oprimido como antes. Debemos luchar por el pueblo… Nuestros jefes se han olvidado por completo de la gente humilde.

Iba diciendo esto, cuando se detuvo; de la puerta de una famosa casa de diversión salía un gran bullicio. Las luces de esta casa brillaban tan rojas como la sangre, y a esta luz vieron un espectáculo desagradable. Un marinero de algún barco extranjero, de aquellos que Yuan había visto en el ancho río que corría más allá de la ciudad, un marinero borracho, estaba golpeando al hombre que le había conducido hasta aquella casa en su vehículo. En su borrachera, gritaba y se apoyaba estúpidamente en sus vacilantes piernas. Meng, al ver cómo el hombre blanco golpeaba al otro, empezó a correr hacia ellos a toda prisa y Yuan le siguió, corriendo también. Cuando se acercaron, oyeron que el hombre blanco le gritaba al conductor del rickshaw, porque este se había atrevido a pedirle más de lo que el blanco se dignaba darle; y bajo los golpes y los gritos, el pobre hombre se cubría con sus desmedrados brazos, pues el extranjero era más fuerte y rudo, y sus golpes de borracho eran violentos y crueles.

Meng le gritó al extranjero

—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves?

Y se arrojó sobre él, le cogió los brazos y se los mantuvo inmóviles a la espalda. Mas el marinero no se sometía tan fácilmente, y le importaba poco que Meng fuera capitán o no. Para él, todos los hombres que no fueran de su raza eran lo mismo, todos despreciables. Volvió su furia contra Meng, y se hubieran arrojado el uno contra el otro, en su mutuo rencor, de no ser por Yuan y el conductor del rickshaw que intervinieron para separarlos. Yuan, atribulado, decía:

—Está borracho… Es un tipo vulgar… No te olvides de ti mismo…

Y, entretanto, tiraba del marinero borracho hacia la puerta de la casa, donde olvidó la pelea y siguió su camino.

Entonces, Yuan se llevó la mano al bolsillo, sacó unas monedas y se las entregó al conductor, y así se apaciguó la reyerta. El hombre, un pequeño y desnutrido individuo, estaba satisfecho de que todo hubiera terminado de aquel modo, y, en su gratitud, logró esbozar una sonrisa y decir:

—¡Vos entendéis las doctrinas, señor! ¡Cierto es que uno no debe abominar de una mujer, de un niño ni de un hombre borracho!

Meng, que había estado tratando de contener su cólera sin lograrlo, cuando vio cuán fácilmente se calmaba el hombre del rickshaw con unas cuantas monedas de cobre, cuando oyó la risa del pobre y el viejo refrán que brotó de sus labios no pudo soportarlo. La furia que sentía contra el extranjero se desbordó contra el conductor del rickshaw, y alzando la mano le abofeteó.

Yuan, al verlo, gritó:

—¡Meng! ¿Qué estás haciendo? —Y buscó presuroso otra moneda para dársela al hombre que había recibido el cruel golpe.

Pero el hombre no tomó el dinero. Se quedó allí, perplejo, mirando. El golpe había sido tan rápido y tan inesperado, que el pobre hombre, con la quijada un poco caída, se quedó boquiabierto, mientras un hilillo de sangre brotaba de una de las comisuras de la boca. De pronto, se dirigió a su vehículo, y mientras se disponía a partir, dijo a Yuan:

—Ha sido un golpe más fuerte que el que me haya dado ningún extranjero.

Y se alejó.

Meng había continuado andando después de lo ocurrido. Yuan corrió para alcanzarlo, y al llegar a su lado se dispuso a preguntarle por qué había golpeado así a aquel hombre. Pero al mirarle la cara se quedó callado, pues, con gran asombro, vio que los ojos de Meng estaban llenos de lágrimas, que corrían por sus mejillas. A través de aquellas lágrimas, Meng miraba hacia delante, hasta que murmuró furioso:

—¿De qué sirve luchar, en ninguna causa, por un pueblo como este, que no quiere odiar ni a los que le oprimen? Un poco de dinero arregla siempre las cosas para tipos como estos…

Y dejó a Yuan en aquel momento, sin añadir una palabra, perdiéndose en las sombras de una callejuela.

Yuan quedó indeciso por un instante, pensando si debería seguir a Meng y evitar que este cometiera otra tontería mayor. Pero estaba deseoso de llegar a su cuarto, porque era la noche del día séptimo y podría ver sobre su mesa una carta que le esperaba. Dejó que Meng se fuera solo con su rabia.

* * * *

Pasaron los días. Se acercaba el Año Nuevo, y, por tanto, la época en que Yuan volvería a ver a Mei-ling. Pasaba aquellos días esperando que llegaran sus vacaciones. Hacía su trabajo todo lo bien que podía, pero hasta sus alumnos se hicieron un tanto remotos para él, como si no tuvieran ninguna vida o significación y no pudiera preocuparse de lo que hiciesen o quisieran. Se acostaba temprano, para apresurar la noche, y se levantaba temprano para comenzar el día y que este pasara pronto; pero, a pesar de todo lo que hacía, el tiempo transcurría tan despacio como si el reloj se hubiera parado.

Un día fue a ver a Meng, para hacer planes y volver juntos a sus casas, pues en aquellos días Meng estaba con permiso. Y aunque decía que él era un revolucionario y que le importaba poco volver a su casa, estaba, en realidad, muy intranquilo aquella temporada, deseoso de algún cambio que no podía llevar a cabo; de suerte que, no teniendo nada mejor que hacer, en el fondo quería ir a su casa. No había vuelto a hablar con Yuan desde aquella noche en que golpeó al hombre del pueblo. Parecía haber olvidado este asunto, pues ahora estaba lleno de nuevo furor, a causa de que el pueblo se resistía a celebrar la fiesta de Año Nuevo en la fecha que el nuevo Gobierno había establecido. La verdad era que el pueblo estaba acostumbrado a celebrar la fiesta siguiendo las fases de la luna, y ahora aquellos jóvenes querían guiarse por el sol, al estilo de las tierras extranjeras. El pueblo estaba caviloso. En las calles había carteles ordenando que todo el mundo se divirtiera el día de Año Nuevo extranjero, y la gente miraba estos carteles, y si no sabía leer preguntaba a algún estudiante que le dijera lo que allí decía. Por todas partes, el pueblo murmuraba: «¿Cómo se atreven a meterse en semejante cosa? Si preparamos las cocinas un mes antes, ¿qué pensará el cielo? El cielo no se guía por ningún sol extranjero, estamos seguros». Y se quedaban quietos. Las mujeres no querían hacer sus tortas y comidas, y los hombres se negaban a comprar las insignias de papel colorado para pegarlas en las puertas y atraer la buena suerte.

Los jóvenes gobernantes se enfurecieron con esto, mandaron hacer aquellas decoraciones por su cuenta —no con las antiguas tonterías que hablaban de los dioses, sino con frases de la revolución—, y ordenaron que fueran pegadas en las puertas, a la fuerza.

Esto preocupaba a Meng, el día que Yuan fue a verle, y terminó de contarle este asunto diciendo con aire de triunfo:

—¡De modo que, quieran o no, estas gentes van a ser enseñadas a la fuerza y apartadas de los viejos procedimientos!

Yuan no contestó, pues no sabía qué decir, ya que veía los dos aspectos de la cuestión.

Durante dos días, Yuan miró las puertas y vio que, efectivamente, las nuevas sentencias habían sido colocadas en ellas. Nadie había dicho una palabra contra ello, Por todas partes, hombres y mujeres miraban los nuevos papeles pegados a las puertas, y guardaban silencio. Un hombre, aquí o allá, se permitía sonreír un poco, o escupir a la tierra, y seguía su camino como si pensase algo que no quería decir; pero hombres y mujeres trabajaban como siempre, como si no hubieran de tener un día de fiesta en todo el año.

Aunque todas las puertas estaban alegremente decoradas de rojo, la gente parecía no darse cuenta de ello, y con ostentosa indiferencia iba a su trabajo cotidiano. Yuan no podía dejar de sonreír un poco, en el fondo, aun conociendo los motivos de la irritación de Meng; aunque, si le hubiera preguntado, habría estado conforme en que el pueblo debía obedecer.

Pero sonreía con más facilidad aquellos días, porque pensaba que Mei-ling debía de estar cambiada y más acogedora. Aunque no había contestado a ninguna de las palabras de amor que él le escribió, al menos las leía y no podría olvidarse de ellas. Para Yuan, este era el más alegre y feliz de los comienzos del año que había tenido en su vida, pues esperaba mucho de él.

* * * *

Con estas esperanzas empezó Yuan sus vacaciones; ni la desazón enojada de Meng podía nublar su alegría. Estuvieron a punto de no hablarse más, desde aquel día de la reyerta callejera. Lo cierto era que Meng estaba descontento de todo, y que, yendo en el tren, empezó a impacientarse contra un rico señor que había extendido sus abrigos de pieles, ocupando doble espacio del que le correspondía por asiento, en tanto que otros hombres iban de pie; y se irritaba también contra estos hombres porque soportaban aquello. Yuan no pudo contener una sonrisa y decirle a su primo:

—Nada te agrada, Meng. Los ricos, porque son ricos, y los pobres, porque son pobres.

Meng estaba tan amargado para oír ningún comentario sobre su actitud, que se volvió furioso hacia Yuan y le dijo en voz baja, pero colérica:

—Sí. Y tú eres peor… Tú lo aguantas todo… Eres el alma más insípida que he conocido… Nunca serás un verdadero revolucionario.

Al oír esto, Yuan se puso serio. No contestó nada, porque toda la gente estaba mirando a Meng, que no por hablar en voz baja dejaba de mostrar sus ojos enardecidos bajo el fruncido entrecejo, y todos sentían miedo de un tipo como aquel, que llevaba unas pistolas al cinto… Yuan guardó silencio. Pero en su silencio no podía dejar de reconocer que este había dicho la verdad, y se sentía un poco herido, aunque sabía que Meng estaba rabioso por alguna razón más honda y no precisamente contra él. Se quedó, pues, callado, mientras el tren pasaba por valles, campos y colinas, y se preguntaba qué era él mismo y qué era lo que más deseaba. En efecto, no era un gran revolucionario, y no lo sería nunca, pues no podía mantener vivos sus odios largo tiempo, como Meng. No; él podría irritarse un momento, odiar unos instantes, pero no perseverar en ello. Lo que más deseaba era trabajar en paz. Y el trabajo que más le gustaba era el que había estado haciendo. Sus mejores horas eran aquellas que había pasado enseñando a sus alumnos…, excepto las que había dedicado a escribir a su amor.

Entre sus sueños penetró la voz de Meng:

—¿En qué estás pensando, Yuan? Estás sonriendo como un niño tonto que tuviera en la boca un caramelo.

Yuan se limitó a sonreír un poco más, un tanto avergonzado, y sintió que enrojecía. Pero a Meng no podía decirle qué secretos pensamientos eran aquellos que le hacían sonreír.

* * * *

Pero ¿qué encuentro puede ser tan dulce como ha sido soñado de antemano? Cuando Yuan llegó a su casa aquella tarde, subió aprisa los escalones de la entrada. Mas allí todo era silencio, otra vez. Al cabo de un momento llegó un criado, que le dijo:

—Mi dueña dice que vayáis inmediatamente a casa de vuestro primo el mayor, donde se celebra una fiesta para dar la bienvenida al joven señor que ha vuelto del extranjero. Allí os espera.

Por encima del interés que en él despertaba esta noticia del regreso de Sheng, lo que le importaba a Yuan era saber si Mei-ling había ido con la señora. No quiso preguntárselo al criado, porque sabía que no hay mente más rápida que la de un sirviente para poner juntos a un hombre y una mujer. Tenía que esperar hasta llegar a casa de su tío y ver por sí mismo si Mei-ling estaba allí.

Durante todos aquellos días, Yuan estuvo pensando en cómo se encontraría con Mei-ling, y siempre imaginó que la hallaría sola. Se encontrarían, mágicamente solos, apenas él franqueara la puerta de la casa. Allí tendría que estar sola. Pero no estaba sola, y aunque se encontrase en casa de su primo, no podría esperar verla a solas, y no se atrevería a mostrarse con ella sino normalmente cortés y frío ante los ojos de la familia.

Y así fue. Llegó a casa de su primo, y en un espacioso salón con muebles y decoraciones a la extranjera estaban todos reunidos. Meng había llegado antes que Yuan, de suerte que tuvieron que hacerle los cumplidos y ceremonias de bienvenida apenas habían terminado los dedicados a Meng. Yuan se inclinó ante su tío, que estaba muy despierto y feliz entre todos sus hijos, exceptuando aquel que dio al Tigre y el otro, jorobado, que se hizo sacerdote; pero estos dos apenas eran considerados como hijos por él y por su esposa. Ambos ancianos lucían sus mejores galas, y la mujer estaba llena de dignidad, fumando seriamente una pipa de agua, que una doncella se cuidaba de cargar cada dos o tres chupadas. En la mano tenía un rosario, cuyas pardas cuentas pasaba sin descanso, y lo alzaba cada vez que decía una sentencia moral para contrarrestar los chistes que decía el viejo, quien, después de haber saludado a Yuan, gritó, mientras en el rostro se le hacían millares de arrugas:

—Bueno, Yuan, aquí está otra vez este hijo mío, lindo como una doncella, y todos nuestros temores sobre su casamiento con una extranjera se han disipado… Ahí está, soltero todavía.

La vieja dijo, persuasiva:

—Mi señor, Sheng ha sido lo bastante cuerdo para no pensar en semejante disparate. Os ruego que, a vuestra edad, no habléis de tonterías.

Por una vez, el viejo no quiso temer a su señora. Se sabía cabeza de aquella familia y casa, de todos aquellos muchachos y muchachas, y se sintió atrevido y contento entre toda aquella gente. Gritó:

—No creo que sea nada malo hablar del casamiento de un hijo, me parece. Supongo que Sheng se casará.

A lo que la señora contestó, majestuosa:

—Yo sé qué es lo que hay que hacer en estos días y mi hijo no tendrá que quejarse de que su madre le forzó a casarse contra su voluntad.

Yuan, que había escuchado todo este diálogo sonriendo ligeramente, vio algo extraño; vio que Sheng sonreía con frialdad y cierta tristeza, y le oyó decir:

—No, madre. No soy tan modernista, después de todo. Casadme como queráis. No me importa… Las mujeres son todas lo mismo para mí… Eso creo…

Ai-lan rio y dijo:

—Eso lo dices porque eres demasiado joven, Sheng.

Rieron también los otros, y la cosa pasó, excepto para Yuan, que no olvidó la mirada de Sheng, mientras todos los demás reían. Era la mirada de alguien a quien ya no le importaba nada, ni aun la mujer con quien se va a casar.

Pero no era posible que Yuan pensara hondamente en Sheng aquella noche. Antes de inclinarse ante el viejo matrimonio, sus ojos buscaron y encontraron a Mei-ling. La vio antes que a los otros, de pie, muy quieta junto a su madre adoptiva, y por un fugaz momento sus miradas se encontraron, aunque ninguno sonrió. Mas allí estaba ella, y no se sintió completamente decepcionado, aunque no la halló tal como la había soñado. Por ahora bastaba con que estuviera en aquella habitación, aunque no pudiese dirigirle la palabra en medio de tanta gente. El verdadero encuentro había de dejarlo para otro lugar. Después. Y aunque la miró muchas veces, ya no volvió a encontrarse con la mirada de ella. La señora, su madre, le dio una calurosa bienvenida, y cuando se acercó a ella y le dio la mano, la retuvo y le dio unos golpecitos. Yuan se quedó junto a la señora por un momento, aunque, mientras lo hizo, Mei-ling pidió permiso para retirarse a buscar algo que necesitaba. Y aunque él se dedicó a los demás, estuvo todo el tiempo sintiendo el calor de su presencia; y cada vez que podía mirarla lo hacía, cuando servía té en una taza o daba algún dulce a los chiquillos.

Casi toda la conversación giró en torno de Sheng aquella noche. Meng y Yuan fueron, muy pronto, parte de los demás. Sheng estaba más hermoso que nunca, tan hermoso, tan seguro de sí mismo en cuanto decía o hacía, que Yuan estaba azorado y se sentía ante él como un jovenzuelo ante un hombre formado. Pero Sheng no quería esto, y tomándole la mano la retuvo en la suya. Yuan sentía los largos, finos dedos, un poco femeninos, de la mano de Sheng, y este contacto era a la vez agradable y desagradable. Y así era también ahora la mirada de Sheng, pues toda la dulce y aparente franqueza de antes se había tornado en algo muy cercano al mal, algo así como esas flores demasiado plenas, cuyo perfume excesivo sobrepasa lo fragante. Yuan no sabía por qué sentía esto. A veces le parecía que iba a acertar con la causa, pero luego se desorientaba, porque Sheng, aunque hablaba y reía, y su risa era siempre amable y correcta, y su voz grata como una campana, ni baja ni alta, sino bien templada; aunque parecía tomar parte gustosamente en la charla familiar, parecía, empero, distante, remoto. Eso creía notar Yuan, que no podía precisar si Sheng estaba triste por haber regresado. Aprovechó un momento en que estaba junto a él, y le dijo en voz baja:

—Sheng, ¿has sentido dejar aquella ciudad extranjera?

Miró a los ojos de Sheng, esperando una respuesta, pero la cara del muchacho permaneció imperturbable, los ojos como jade oscuro. Hasta que sonrió con su peculiar y amable sonrisa, y dijo:

—¡Oh, no! Estaba dispuesto a volver. Me es igual estar en un lado o en otro.

Yuan siguió preguntando:

—¿Has escrito más versos?

Y Sheng, descuidadamente, contestó:

—Sí. Tengo un librillo impreso con mis versos; algunos de ellos los conoces, pero casi todos están hechos después de tu partida. Si quieres, te daré un ejemplar antes de que te vayas esta noche…

Y sonrió cuando Yuan le dijo que quería tener el libro. Otra pregunta más le hizo Yuan:

—¿Te vas a quedar a vivir aquí, o irás a la nueva capital?

Sólo entonces respondió Sheng prontamente, como si se tratara de algo que le importase, y dijo:

—¡Oh! Me voy a quedar aquí, naturalmente. He estado tanto tiempo fuera, que me he acostumbrado a la vida moderna. No podría vivir en una ciudad como esa. Meng me ha contado algo, y aunque está muy orgulloso de las nuevas calles y casas, ha tenido que confesarme, cuando le he preguntado, que allí no hay medios modernos para tomar un baño, ni sitios para divertirse que merezcan tal nombre, ni buenos teatros…; nada, en resumen, de lo que un hombre culto puede pedir para distraerse. Le he dicho: «Mi querido Meng, ¿qué es lo que hay en esa ciudad que te tiene tan satisfecho?». Y entonces ha caído en uno de sus brillantes silencios. ¡Qué poco ha cambiado Meng!

Dijo Sheng todo esto en la lengua extranjera que ahora hablaba con tanta facilidad, pues le brotaban en ella las palabras más fluidamente que en su propio idioma.

La mujer del hermano mayor encontró a Sheng perfecto, y lo mismo Ai-lan, aunque ya estaba grávida, rio a su antiguo modo alegre, más de lo que últimamente solía. Y se divirtió mucho con Sheng. Sheng contestaba a todas sus preguntas, y Ai-lan se dedicó mucho a él. Era verdad que estaba tan bonita como en sus mejores tiempos, a pesar de su carga.

Sí. Mientras otras mujeres se tornan más escuálidas de rostro, más pobres de sangre, Ai-lan estaba como una preciosa flor en su apogeo, como una rosa abierta al sol. A Yuan lo recibió con vivas muestras de afecto, como a un hermano, pero a Sheng le dedicó sus sonrisas, sus gracias, mientras su marido la miraba indiferente, sin celos, pues, por muy bello que fuera Sheng, él se creía más bello aún, más capaz de ser preferido por cualquier mujer, y sobre todo por la que había escogido. Se amaba demasiado a sí mismo para ser celoso.

Entre charlas y risas comenzó la fiesta, y todos se sentaron, no a la manera antigua, que dividía a viejos y jóvenes. Ahora no se usaba tal separación. Ciertamente que el viejo señor y su esposa se sentaron en los más elevados sitiales, pero sus voces no se oían entre las risas de Ai-lan y Sheng, en las que participaban los otros. Fue un rato verdaderamente feliz y alegre, y Yuan estaba orgulloso de aquella gente de su sangre, de aquella gente rica y bien plantada, cuyas mujeres vestían finos trajes de raso a la última moda, y los hombres, excepto el tío, trajes a la usanza extranjera. Meng se mostraba altanero con su uniforme de capitán, y hasta los chicos se sentían alegres con los trajes de seda y sus cintas extranjeras. La mesa estaba cubierta con manjares al estilo occidental, dulces y vinos extranjeros.

Yuan pensó entonces que aquella no era toda su familia. No. Muchas millas adentro, lejos del litoral, vivía el Tigre, su padre, como siempre había vivido. Y lo mismo su tío el Mercader, y los hijos e hijas de este. Estos no hablaban una lengua extranjera ni comían cosas extranjeras. Vivían como habían vivido sus antepasados. «Si ellos hubieran sido conducidos hasta esta pieza —pensó Yuan, un tanto turbado— se habrían sentido inmediatamente incómodos y llenos de malestar». El viejo Tigre se habría molestado por no poder escupir a su antojo, ya que el suelo estaba cubierto por una alfombra de floreada seda, y aunque no era pobre, estaba acostumbrado a los ladrillos y a las losas. Y el Mercader se hubiera sentido enfermo al ver todo aquel dinero gastado en cuadros, en asientos de raso, en figurillas extranjeras, y en aquellas joyas y sortijas que las mujeres llevaban. Esta mitad de la sangre de Wang Lung no podría vivir la vida que el Tigre llevaba, ni aun la que llevaba Wang el Mercader, en aquellas casas que Wang Lung había dejado a sus hijos en la vieja ciudad. Los de allí, nietos y bisnietos de Wang Lung, no podrían vivir en aquella otra casa, fría en el invierno, excepto cuando le daba de frente el sol, sin nada moderno en ella, destechada e incómoda. En cuanto a la casa de tierra, aquello era un tugurio y nada más, olvidado, por supuesto, de toda esta gente.

Menos de Yuan. Como una extraña luz en su memoria, sentado a aquella mesa y entre la alegría de la fiesta, recordó de súbito la casa de tierra; y, al recordarla, le gustó, en cierto modo, todavía… Él no era totalmente uno de aquellos que le rodeaban, pensó. No era como Ai-lan ni como Sheng… Su apariencia y sus modales extranjeros le hacían sentirse a él menos extranjero de lo que en realidad era. Empero, no podía vivir tampoco en la casa de tierra. No; aunque algo en esta casa le gustaba profundamente, veía que él no podría vivir allí como su abuelo, que fue feliz allí, teniendo en ella su hogar. Él estaba en medio, solitario, entre aquella casa de tierra y esta casa extranjera… No tenía hogar, en verdad. Y su corazón era un corazón solitario, que no podía estar del todo ni aquí ni allá.

Sus ojos observaron a Sheng un momento. Excepto por su piel dorada y por sus oscuros y alargados ojos, Sheng era completamente extranjero. Hasta los movimientos de su cuerpo eran ahora extranjeros, y hablaba como habla un hombre occidental. Sí; Ai-lan parecía muy complacida, y le gustaba eso, lo mismo que a la mujer de su primo. Y hasta el propio primo mayor estaba muy satisfecho, al parecer de Sheng, al verle moderno, y por ello estaba como avergonzado y envidioso, y se dedicaba a comer en silencio para aliviar en parte aquella sensación.

Rápida y disimuladamente, Yuan miró a Mei-ling, celoso, porque se le había ocurrido algo al ver el éxito que Sheng tenía con Ai-lan. ¿Miraría Mei-ling también a Sheng, como las otras jóvenes? ¿Reiría a todo lo que él dijera para hacerlas reír, y lo admiraría con sus ojos? La vio mirar a Sheng tranquilamente, y apartar de él la vista con igual tranquilidad. El corazón de Yuan se sintió aliviado. ¡Pero si ella era lo mismo que él! Ella también estaba en medio, no era totalmente moderna, pero sí distinta en todo de los viejos. La miró una vez más, larga y tiernamente, y dejó pasar sobre él las olas de risas y palabras, y por un momento concentró su alma en sus ojos. Allí estaba ella, sentada junto a la señora. En aquel momento tomaba con los palillos un manjar del plato del centro y lo ponía en el plato de la señora, sonriéndole. Ella estaba, se dijo Yuan apasionadamente, tan lejos de Ai-lan y de los de su modo de ser, como un lirio que crece libre bajo los bambúes es diferente de una camelia criada en invernadero. Sí; ella estaba también «entre»… ¡Bueno, quería decir que él no estaba solo!

De pronto, Yuan notó su corazón tan ardoroso, que no pudo creer que Mei-ling no sintiera lo mismo que él. Su corazón se llenó de amor, y los demás sentimientos se fundieron en este.

Aquella noche se acostó, y estuvo largo tiempo sin dormirse, pensando cómo hablaría con Mei-ling, a solas, el próximo día, y sintiendo cómo el corazón de la muchacha era ya para él, de seguro. De lo contrario, las muchas cartas que le había escrito no tendrían razón de existir. Pensaba, soñaba en cómo se sentarían ambos a hablar; o tal vez la convencería de que paseara con él, puesto que muchas jóvenes salían ya a pasear con los muchachos que conocían y en los que tenían confianza. Y si ella titubeaba, él le diría que, en cierto modo, él era un hermano para ella. Apartó esta idea de la cabeza. «No, no soy su hermano; soy otra cosa». Por fin se durmió, soñando, sin fijeza ni determinación en ninguno de los sueños.

* * * *

¿Quién pudo haber predicho que aquella noche daría Ai-lan a luz a su hijo? Pues así sucedió. Cuando Yuan despertó por la mañana, oyó gran confusión por toda la casa, ruido de criados que corrían de un lado a otro, y cuando se hubo levantado, lavado y vestido, y bajó al comedor, la mesa estaba a medio poner y una criada soñolienta iba lentamente de un lado a otro. La única persona que había en el comedor era el marido de Ai-lan, vestido como la noche anterior. Cuando entró Yuan le dijo alegremente:

—No seas nunca padre, Yuan, si tu mujer pertenece a esta época. He pasado un rato tan malo como si yo mismo hubiera tenido el hijo. Estoy sin dormir, y con Ai-lan gritando y haciendo tales aspavientos que se podría creer que su fin estaba cercano. Si no hubiera sido por Mei-ling y el doctor, que me tranquilizaron… Estas mujeres de ahora tienen sus hijos con mucho trabajo. Por suerte, es un niño, pues Ai-lan me llamó esta mañana hasta su lecho para decirme que no tendremos ningún hijo más.

Rio, pasándose la bella y suave mano sobre la riente cara, un poco cansado, y se sentó a comer con gran apetito lo que la criada le había servido. Había sido padre varias veces antes, y aquello no era ninguna novedad para él.