Mas, aunque quiso grabar este sentimiento en él, no pudo evitar que se fuera enfriando, y este enfriamiento avanzó por pequeños y sutiles caminos. Un hombre grande y gordo estaba sentado frente a él, tan cerca que Yuan no lograba apartar sus ojos, con la frecuencia que hubiera deseado, de la voluminosa humanidad de su vecino. El día fue haciéndose más caluroso, y el sol quemaba entre las quietas nubes, calentando el techo metálico del tren. El aire, dentro, se hacía más ardiente Y el gordo se fue despojando de todas sus vestiduras, excepto de sus calzoncillos. Allí iba, sentado, luciendo su fofa desnudez, sus pechos, su panza que caía en pliegues de carne grasienta, amarilla, y aceitosa, las papadas colgantes… y por si esto no fuera bastante, tosía, con una tos inoportuna en verano, armando gran estrépito, escupiendo flemas incesantemente. Yuan no podía soportar aquello, y entre la rabia que sentía contra los extranjeros se abrió paso la antipatía hacia aquel hombre que era su compatriota. El desaliento se apoderó de él. Hacía demasiado calor en aquel tren; no se podía vivir. Y empezó a ver lo que no hubiera querido haber visto. En el calor y la fatiga, los trabajadores que iban en el tren no pensaron sino en pasarlo lo mejor posible. Los niños gritaban y hurgaban en los pechos de sus madres. En cada estación entraban moscas por las ventanas que se posaban en las carnes sudorosas, en los gargajos del suelo, en las comidas y en las caras de los niños.

Yuan, que en su niñez jamás se había preocupado de las moscas, porque las veía por doquiera y ni le importaban un bledo, ahora que había estado fuera y sabía las enfermedades que acarreaban, sufría hasta la desesperación a causa de ellas y no podía ver que una se posara en su taza de té, o en un pedazo de pan que había comprado a un vendedor, o en el plato de arroz y huevos que le sirvió al mediodía un criado del tren. Pero se preguntó de qué le servía aquel odio contra las moscas, al ver la negrura de las manos del sirviente, las manchas y la suciedad del paño con que este limpió el plato antes de servirle. Y, en su amargura, Yuan le gritó:

—¡Deje ese plato como está, antes de tocarlo con ese trapo asqueroso!

El hombre, al oír esto, se detuvo y le miró fijamente, con amabilidad, y sintiendo que el calor aumentaba se enjugó el sudor con el paño y se lo puso al cogote, donde lo había llevado. Yuan apenas se decidía a tocar aquella comida. Dejó de pronto la cuchara y maldijo al hombre, a las moscas y a las basuras del suelo. El hombre se sintió vejado, ante tamaña injusticia, y, como si clamara al cielo, dijo:

—Soy un hombre, y tengo que hacer el trabajo de un hombre; por lo tanto, no tengo nada que ver con las moscas ni con el suelo. Nada de eso me incumbe. ¿Quién sería el guapo que se pasara el verano matando moscas? Juro que si toda la gente de este país se pasara la vida matando moscas, no conseguiría exterminarlas, porque las moscas son algo natural.

Entonces, olvidando su enojo, el hombre prorrumpió en sonoras carcajadas; era un tipo de buen carácter, aun en los momentos de enojo, y se alejó riendo.

Pero todos los viajeros, que estaban cansados y dispuestos a escuchar y a mirar todo lo que les llamara un poco la atención, oyeron aquello, y, como si se hubieran puesto de acuerdo, se pusieron de parte del criado. Alguien gritó:

—Es cierto que no se puede terminar con las moscas. Vienen de nadie sabe dónde, pero tienen derecho a vivir.

Y una señora de edad, dijo:

—¡Vaya si tienen derecho! ¡Por mi parte, yo no sería capaz de quitarle la vida ni a una mosca!

Y más allá, otro dijo con desdén:

—¡Es uno de esos estudiantes que vuelven del extranjero a enseñarnos la cartilla!

El hombre gordo que estaba junto a Yuan, que había comido mucho arroz y otros guisos y estaba sorbiendo gravemente su té, acompañándose de sonoros regüeldos, dijo de pronto:

—¡Ajá! Conque esas tenemos, ¿eh? ¡Y yo que me he pasado todo el viaje mirándole, sin lograr averiguar lo que era!

Y miró a Yuan con amable admiración, complacido de saber quién era, no sin sorber su té y eructar. Hasta que Yuan no pudo mantener la mirada fija en él, y contempló la tierra verde y llana.

Era demasiado orgulloso para contestar. No podía comer. Se pasó el tiempo mirando por la ventana, hora tras hora. Bajo el cielo gris, la tierra iba haciéndose cada vez más pobre, más estéril. En cada estación, la gente que veía Yuan era más miserable, más llena de granos y con los ojos más purulentos. Aunque había agua por doquiera, no se lavaban, al parecer, y muchas mujeres llevaban los pies empequeñecidos a la maldita usanza antigua, aunque le habían dicho con frecuencia que ya no se veía por ninguna parte. Los miraba, y no podía mantener la vista en ellos. «¡Y este es mi pueblo!», se dijo amargamente. Y olvidó los barcos de guerra blancos y extranjeros.

Pero Yuan, debía soportar aún una amargura más. En un extremo del coche iba sentado un hombre blanco que Yuan no había visto. Ahora pasó junto a él para bajar del tren, en cierta aldehuela de casas de barro, donde vivía. Al pasar notó la expresión de tristeza del joven rostro de Yuan, y recordó que había gritado contra las moscas. Le dijo, en su propio idioma, tratando de ser compasivo y dándose cuenta de lo que Yuan era:

—¡No te desanimes, amigo! ¡Yo también he luchado contra las moscas, y seguiré luchando contra ellas!

Yuan levantó los ojos al oír la voz y las palabras extranjeras. Vio a un hombre blanco, a un hombrecillo común y corriente, vestido de lana gris y con un salacot en la cabeza. Tenía una cara vulgar, no muy recientemente afeitada, y en sus pálidos ojos azules había cierta dulzura. Yuan vio que se trataba de un clérigo extranjero. Y esto era lo más duro que podía soportar: que hubiera allí un hombre blanco para ver aquellas cosas y conocer lo que él había conocido aquel día. Se volvió y no repuso, pero vio al hombre bajar del tren, pasar entre los grupos y perderse camino de la ciudad de murallas de barro. Entonces recordó a aquel otro hombre blanco que le dijo una vez: «Si usted hubiera vivido como yo he vivido…».

Entonces, acusadoramente, se preguntó: «¿Cómo pude no haber visto antes estas cosas? ¡Hasta hoy no he visto nada!».

Y esto era sólo el comienzo de lo que había de ver, pues cuando, al fin, llegó ante Wang el Tigre, su padre, lo vio como nunca podía imaginárselo. Allí estaba el Tigre, a la puerta del vestíbulo, esperando a su hijo. Toda su antigua Fortaleza había desaparecido, lo mismo que su vieja petulancia. Allí sólo había un hombre viejo y gris, cuyos largos bigotes caían en desorden, con los ojos enrojecidos y turbulentos por la edad y por el mucho alcohol que ingería. No vio a Yuan hasta que estuvo junto a él, y al llegar sólo lo reconoció por su voz.

Yuan había visto, extrañado, lo solitario de aquellos patios por los que había pasado, los escasos soldados que encontró por el camino, solamente unos cuantos ociosos individuos mal vestidos; la guardia de las puertas no tenía fusiles, y le dejó pasar sin preguntarle nada ni darle una cortés bienvenida, como era debida al hijo del general. Fuera de esto, no esperaba encontrar a su padre tan delgado y maltrecho. El viejo Tigre llevaba una antigua vestidura gris, con remiendos en los codos, desgastados por el roce con los brazos del sillón. Calzaba unas zapatillas de paño, de gastado tacón, y no tenía la espada en la mano.

Yuan gritó:

—¡Padre!

Y el anciano respondió tembloroso:

—¿Eres tú, hijo mío?

Se estrecharon las manos, y Yuan sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas al ver a su padre tan viejo, con la boca, la nariz y los hundidos ojos más grandes de lo que él recordaba, demasiado grandes en la macilenta cara descarnada. Le parecía que aquel no era su padre, que no era aquel Tigre al que tanto temía, cuyas negras cejas y feroz ceño fueron en otro tiempo terribles, cuya espada nunca estaba lejos de su mano, ni siquiera mientras dormía. Empero, aquel era el Tigre, el cual, al saber que era Yuan el que estaba allí, gritó:

—¡Que traigan el vino!

Se oyó el rumor, y el hombre del labio leporino, mucho más viejo también, pero que seguía siendo el hombre de confianza del general, se acercó, dio la bienvenida al hijo y sirvió el vino, mientras el Tigre tomaba a Yuan de la mano y le conducía dentro.

Entonces encontró Yuan a dos personas a las que no había visto antes, o, por lo menos, así lo creía: dos hombrecillos serios y de aspecto feliz, viejo el uno, joven el otro. El mayor era bajo, muy bien vestido con un largo traje de antigua hechura, de seda gris con pequeñas motas, y con una chaquetilla de seda negra; llevaba un gorro redondo, también de seda, en el que se veía un botón blanco, en señal de reciente luto por algún deudo. Tenía las rodillas, por encima de los zapatos de terciopelo negro, enfundadas en unas bandas de lana blanca. En este sombrío atavío, destacaba su redonda cara, suave, barbilampiña, arrugada, y los ojos brillantes y agudos como los de una comadreja.

El joven se parecía mucho a él. Llevaba un traje de color azul y el luto que un hijo debe ponerse por su madre difunta. Sus ojos no eran agudos, pero sí ávidos como los de un mono cuando miran a los hombres y ven que se les parecen, mas sin entender del todo de lo que se trata. Este era hijo del otro.

Como Yuan los mirara vacilando, el más viejo le dijo con seca y aguda voz:

—Yo soy tu segundo tío. No te veo desde que eras muy joven. Este es mi hijo mayor, tu primo.

Yuan saludó, sorprendido, a los dos hombres, sin mucha alegría, pues le resultaban extraños aquellos dos tipos tan anticuados en su aspecto y modales. Pero fue cortés con ellos, más cortés que el Tigre, que no les prestó la menor atención y que se limitó a sentarse y mirar con alegría a Yuan.

Este se sintió conmovido con aquel júbilo infantil que demostraba su padre por su regreso. El viejo Tigre no podía apartar los ojos de Yuan, y, después de mirarle largo rato, empezó a reír silenciosamente, se levantó de, su sillón, y, acercándose a Yuan, palpó, satisfecho, sus hombros y sus fuertes brazos. Volvió a reír y después dijo:

—Fuerte, como yo lo era a su edad. Sí, señor. Recuerdo que yo tenía estos brazos, que podía lanzar un dardo de hierro de ocho pies de largo y sostener el peso de una gran piedra. En el Sur, a las órdenes del viejo general, lo hacía de vez en cuando para distraer a mis compañeros. ¡Ponte de pie y déjame ver tus muslos!

Yuan se levantó, obediente, divertido y paciente, y el Tigre se volvió hacia su hermano, rio fuertemente y gritó, con algo de su antiguo vigor:

—¿Ves a este hijo mío? ¡Juraría que no hay uno que pueda competir con él entre tus cuatro hijos!

Wang el Mercader no contestó. Se limitó a sonreír de un modo tolerante. Pero el joven dijo con tranquilidad, entornando sus ojillos:

—Creo que mis dos hermanos más jóvenes son tan altos como este, y que el hermano que me sigue a mí es más alto que yo; yo soy el más bajo, aunque el mayor de todos en edad.

Yuan preguntó:

—¿Cómo están esos otros primos míos, y qué hacen?

El hijo de Wang el Mercader miró a su padre, y viéndole callado, con su inmutable sonrisilla, se decidió a responder a Yuan:

—Yo soy el que trabajo con mi padre en sus alquileres y su almacén de granos. Un tiempo hubo en que todos le ayudábamos, pero es una mala época. Los colonos se han vuelto tan señorones que no quieren pagar las rentas que deben. Los granos también son cosechados en menor cantidad. Mi hermano segundo pertenece a tu padre, puesto que el mío se lo cedió. Mi otro hermano quiso salir a ver mundo; así lo hizo, y ahora está en el Sur de tenedor de libros en una tienda, porque sus manos son muy diestras en manejar el ábaco. Es hombre próspero, pues por sus manos pasa mucha plata. Mi tercer hermano está en casa con su familia, y el menor va a la escuela, porque ahora tenemos una escuela nueva en nuestra ciudad; esperamos casarlo en cuanto sea tiempo, ya que mi madre murió hace pocos meses.

Yuan recordó a una gruesa y vivaz campesina que había visto en casa de su tío cierta vez que su padre le llevó allá, una mujer siempre alegre, y le pareció extraño que estuviese muerta, en tanto que su tío, un hombrecillo tan desmedrado, vivía y apenas había cambiado de aspecto. Preguntó:

—¿Cómo sucedió eso?

El hijo volvió a mirar a su padre y ambos callaron, hasta que el Tigre, que había oído la pregunta, y como si aquello le concerniese, dijo:

—¿Que cómo sucedió? Pues, verás: nosotros, nuestra familia, tenemos un enemigo que ahora es un jefecillo de bandoleros en las colinas cercanas a nuestra vieja ciudad. Una vez le tomé una ciudad de la manera más limpia, por medio de la astucia y del asedio, y él no me lo perdonó. Juró que pasaría el tiempo acechando en nuestras tierras y tratando de hacer algún daño. Este hermano mío es un hombre cauto, y sabiendo que aquel bandolero nos odiaba, no quiso ir en persona a cobrar las rentas de los colonos y envió a su mujer, puesto que era sólo una mujer. Los bandidos la atraparon cuando volvía, le robaron, le cortaron la cabeza y la arrojaron al borde de la carretera. Yo le dije a mi hermano: «Espera unos meses, hasta que yo reúna y adiestre a mis hombres de nuevo. Te aseguro que atraparé a ese ladrón. Te lo juro… Te juro que…».

La voz del Tigre se hizo más débil, mientras alargaba la mano, a tientas, y el viejo criado de confianza echaba vino en el vaso, diciéndole humildemente, como tenía por costumbre:

—Tranquilizaos, mi general. No os agitéis. Si no, os sentiréis mal.

Y se apartó, mirando a Yuan con admiración.

Aunque Wang el Mercader había guardado silencio, Yuan le miró, dispuesto a decirle alguna palabra de aliento, y vio, sorprendido, que en los menudos ojos de su tío brillaban las lágrimas, y que, sin preguntar una palabra, el viejo se enjugó los ojos con la punta de una manga primero, después con la punta de la otra, y luego, a la vieja usanza, levantó su descarnada mano para secarse la nariz. Yuan estaba mudo de extrañeza al ver a aquel hombre viejo y frío verter lágrimas.

El hijo vio esto, y sin apartar sus tristes ojos del padre, dijo a Yuan:

—El criado que iba con ella dijo que si hubiera sido más callada y obediente con los bandidos, estos no habrían decidido matarla tan pronto. Pero era mujer de lengua muy suelta. Toda su vida fue así, de un carácter demasiado impulsivo, y le gritó al primero: «¿Voy a tener que daros mi buena plata a vosotros, hijos de mala madre?». El criado corrió tanto como pudo al oír aquellas palabras tan fuertes, pero cuando volvió para mirar, ya le habían cortado la cabeza; y nosotros perdimos todas aquellas rentas con ella, pues se quedaron con cuanto llevaba.

Así habló el hijo, con voz chillona y monótona, como si tuviera la parlanchina lengua de su madre en el cuerpo de su padre. Pero era un buen hijo, que había querido mucho a su madre, y ahora su voz se quebró; salió al patio para toser, carraspear, y secarse los ojos.

Yuan, no sabiendo qué hacer, se levantó y sirvió un tazón de té a su tío. Se sentía como en sueños en aquella habitación, un extraño entre aquellos individuos que eran de su misma sangre. Él tenía que vivir una vida que ellos no podían concebir, y la de ellos era tan pequeña como la muerte para él. De repente, sin saber por qué, se acordó de María, en la que no pensaba hacía mucho tiempo… ¿Por qué acudía ella a su memoria en aquel momento, tan claramente como si una puerta se hubiera abierto para mostrarla, como él solía verla en aquellos días ventosos de primavera, al otro lado del mar, con los finos cabellos oscuros revoloteando sobre la cara blanca y roja y los ojos de aquel suave color gris? Allí no había lugar para ella. Era un sitio que ella no debía conocer. Los dibujos y grabados de aquella tierra que ella había visto y de los que hablaba, aquellas pinturas que ella había hecho en su propia imaginación, eran nada más que eso: pinturas, cuadros. Él había hecho bien (pensaba Yuan, mirando a su padre y a los otros dos, ahora que la primera parte del encuentro había terminado), en no amarla. Paseó su mirada por el viejo vestíbulo. Había polvo por doquiera, polvo acumulado allí por la negligencia de unos descuidados sirvientes. Entre las losas del pavimento crecía el musgo, y sobre ellas había manchas de vino, viejas manchas de cenizas y de comidas grasientas. Las rotas persianas de concha habían sido remendadas con papel, que ahora colgaba a tiras y aun en pleno día las ratas iban de aquí para allá, por encima de las vigas del techo. El viejo Tigre, sentado, meneaba la cabeza, paladeando el vino, con la mandíbula caída y todo él macilento y abandonado. Sobre él, colgada de una alcayata, estaba su espada, en la vaina. Ahora la veía Yuan por vez primera en esta ocasión, después de notar su falta al mirar a su padre. Allí estaba la espada, elegante y bella aún, aunque descuidada. La vaina era bella también a pesar del polvo que la cubría y que llenaba los trabajados intersticios, y el tahalí caía desgarrado y roído por las ratas.

¡Ah! ¡Cuán contento estaba ahora de no haber amado a aquella mujer extranjera! ¡De haber permitido que siguiera soñando en lo que era esta tierra! ¡Que no conociera jamás la realidad!

Un sollozo subió a la garganta de Yuan… ¿Había pasado por él lo antiguo para siempre? Pensó en el viejo Tigre, en el hombrecillo de la cara apergaminada y en el hijo de este. Estos, estos, eran todavía los suyos, y a ellos estaba atado por la sangre de sus venas, que, aunque quisiera, no podía evitar; por muy libre que llegara a ser entre los de su especie, la sangre de ellos correría siempre por sus venas.

* * * *

Estaba bien que Yuan se diera cuenta de que su juventud había pasado, de que ahora tenía que ser un hombre, de que debía mirarse a sí mismo. Aquella noche, mientras descansaba en el viejo cuarto en que había dormido cuando niño y adolescente, con guardias a la puerta, y donde había estado a solas, llorando, cuando volvió a casa desde la escuela de guerra, el viejo hombre de confianza fue hacia él. Yuan acababa de acostarse, pues el padre había organizado una fiesta en su honor aquella noche, invitando a sus dos capitanes, y todos habían comido y bebido para festejar la llegada, de Yuan. Después había dejado a su padre y se había ido a dormir.

Por un tiempo, echado en la cama, oyó lo que nunca se había acostumbrado a oír: los leves ruidos de la ciudad en que su padre había vivido tan largo tiempo como en un campamento. Pensó: «Si me hubieran preguntado, yo habría dicho que en esta pequeña ciudad no había ruidos de noche». Pero se oía el ladrar de los perros en la calle, llorar a algún chico, rumor de voces aún no aquietadas por el sueño, la nota solitaria de la campana de un templo; y más claro, dominando los demás sonidos, la angustiada voz de una mujer llamando al alma vagabunda de un hijo que se le moría. Ningún ruido era fuerte, pues los anchos patios se extendían ante las portadas que daban al pueblo, pero Yuan, hasta cierto punto desconocedor de todo aquello, oía distintamente cada ruido.

De pronto, oyó crujir la puerta sobre sus goznes de madera, la luz de una vela apareció al abrirse aquella y Yuan vio al viejo criado de confianza, que se inclinó para poner con cuidado la vela en el suelo. Después de haber cerrado la puerta y echado el cerrojo, se acercó a la cama de Yuan, que se preguntaba extrañado qué haría el hombre, el cual, al ver que las cortinas no estaban echadas, dijo:

—¿No estáis durmiendo, mi joven señor? Tenía algo que deciros.

Yuan, viendo cómo el viejo cuerpo se inclinaba sobre las rodillas, le dijo:

—Siéntate mientras hablas.

Pero el hombre sabía su lugar y se resistió durante un rato, hasta que por fin cedió a la amabilidad de Yuan, se sentó en un escabel al pie de la cama y comenzó a sisear y a musitar por su boca de liebre. Y aunque su mirada era honrada y afable, su aspecto era tan repugnante que Yuan no pudo mirarle, a pesar de lo bueno que era.

Pronto se olvidó del aspecto del viejo al oír lo que le decía. Porque a través de una larga, confusa y entrecortada historia, Yuan comenzó a discernir algo más claro. El viejo, al fin, puso sus manos en sus robustas rodillas y dijo susurrando con cierta fuerza:

—De modo que año tras año, mi pequeño general, vuestro padre le ha ido pidiendo más plata, a vuestro tío. Primero le pidió que le prestara una fuerte suma para sacaros de la prisión, mi pequeño general. Luego, cada año, para manteneros tranquilo en el extranjero, ha ido pidiéndole más plata, y cada vez más. Bueno, ha dejado ir a sus soldados; tanto, que juraría que ahora no tiene ni cien hombres para luchar. Él no puede ir a la guerra. Sus hombres le han dejado para unirse a otros caudillos y jefes. No eran más que mercenarios, y si no recibían la paga, ¿cómo iban a quedarse, siendo mercenarios? El puñado que tiene ahora no son soldados. Son bandidos andrajosos, desechos de su ejército, que viven aquí porque les da de comer. La gente del pueblo los detesta, porque van de puerta en puerta pidiendo dinero, y, como tienen fusiles, los temen. Pero no son sino mendigos armados. Una vez le conté al general lo que hacían. Él ha sido siempre muy caballeroso y nunca ha dejado que sus hombres tomen más de lo que les corresponde en el botín. Jamás les dejó quitar nada al pueblo en tiempos de paz. Bueno, pues, vuestro padre salió, rugiendo, frunciendo las cejas y tirándose de los bigotes. ¿Y esto para qué, mi joven señor? Le vieron tembloroso y viejo, aún mientras rugía, y aunque fingieron tenerle miedo, en cuanta él se alejó se echaron a reír y fueron a reanudar sus saqueos. Todavía hacen lo que les da la gana. ¿De qué serviría que se lo dijera otra vez al general? Mejor es dejarlo en paz. Sé que pide dinero prestado mes tras mes, porque vuestro tío viene aquí con frecuencia, y no vendría si no fuera por cuestión de dinero. Y vuestro padre saca el dinero de alguna parte, porque él no lo tiene, y la gente ahora no le paga muchos impuestos; sus soldados se llevan la mayor parte, y no tendría bastante si vuestro tío no se lo diera.

Yuan no podía creer aquello. Dijo, desalentado:

—Pero si mi padre ha licenciado a su ejército, tal como tú dices, y solamente les da la comida a sus hombres, no puede necesitar tanto dinero como antes. Su padre le dejó unas tierras, según creo.

El viejo se acercó más y murmuró:

—Os aseguro que esa tierra es ahora de vuestro tío, o es como si lo fuera, pues, de lo contrario, ¿cómo le pagaría vuestro padre lo que le debe? Y escuchad, mi pequeño general: ¿acaso no os ha costado nada teneros fuera, en tierras extranjeras? Sí; el general redujo la paga de vuestra madre, y vuestras dos hermanas se han casado con comerciantes en esta pequeña ciudad, pero no ha dejado de enviar el dinero para vos a la otra señora.

En aquel momento, Yuan se dio cuenta de lo niño que había sido durante todos aquellos años. Día tras día había tomado el dinero como algo que indiscutiblemente debía dar su padre para cuanto él quisiera. No había sido derrochador, ni había jugado, ni comprado trajes caros, ni hecho esas cosas que los jóvenes suelen hacer para gastar el dinero de sus padres. Pero año tras año sus necesidades más corrientes habían costado a su padre centenares de piezas de plata. Ahora pensó en los vestidos plateados de Ai-lan para su boda, y en los gastos de la casa de la señora. Y aun cuando Yuan sabía que esta tenía alguna plata, no mucha, que le había dejado su padre, de quien había sido hija única, ahora se preguntó cómo podría pagar todo aquello.

Yuan sintió que su corazón se alzaba hacia su padre, que en aquellos años no había proferido la menor queja, sino que, pidiendo prestado y ahorrando, le había evitado el menor sufrimiento por falta de dinero. Y dijo, con la seriedad de su nueva hombría:

—Te agradezco que me hayas dicho eso. Mañana veré a mi tío y a mi primo, y sabré lo que en realidad ha sucedido y lo que les debe mi padre. —Y añadió, como si se le ocurriera de pronto—: Y lo que les debo yo.

* * * *

Aquella noche Yuan no pudo apartar este pensamiento de su mente. Despertó una vez y otra, y aun cuando se consolaba pensando que, a la postre, todos ellos eran de la misma sangre, y que en este caso una deuda no era realmente una deuda, sentía, empero, un peso sobre él cuando pensaba en aquellos dos. Sí, eran de su carne y de su sangre, aunque se sentía tan ajeno a ellos como si fuera de otra raza. Durante un momento, dándole vueltas a este asunto en la oscura soledad de la noche, pensó que allí, en su propia cama de niño, en la casa de su padre se había sentido tan extranjero como al otro lado del mar. Sintió una súbita desazón. «¿Cómo es posible que yo no tenga hogar en ninguna parte?». Recordó los días pasados en el tren y cuanto había visto, y sintió náuseas. Este recuerdo le hizo temblar, y murmuró con un suspiro: «¡Soy un hombre sin hogar!».

Y enardeció su corazón contra este grito, pues no podía soportarlo ni entenderlo, y era algo terrible para él.

* * * *

Al día siguiente recordó muchas veces que aquellos dos eran de su misma sangre, después de todo; que él no era en realidad un extraño, y que su propia sangre no podría atemorizarle. No quería enojarse contra su padre. Se dijo que su padre se había visto obligado a endeudarse por la edad y por el amor a su hijo, y, en este caso, ¿a quién le hubiera podido pedir mejor que a su propio hermano? Por la mañana, Yuan se tranquilizó. Estaba contento porque era un hermoso día, hermoso y frío con los vientecillos del otoño cercano; le era grato sentirse reconfortado con el sol que daba en los patios. Y el calor se iba de las habitaciones, llevado por las brisas.

Después que hubieron comido, el Tigre fue a pasar revista de sus hombres, y aquel día representó una comedia, fingiendo ante Yuan que estaba muy ocupado con sus hombres, y descolgando su espada gritó al hombre de confianza que la limpiara, quejándose al verla tan polvorienta. Yuan no pudo reprimir una dolorida sonrisa al adivinar qué era lo cierto de todo aquello.

Pero cuando vio salir a su padre, Yuan creyó que era el momento propicio para hablar a solas con su tío y con su primo, y les dijo con franqueza, después de las habituales cortesías:

—Tío, sé que mi padre os debe cierta cantidad de dinero. Como está mucho más viejo, quiero saber qué es lo que debe y hacer lo que yo pueda.

Él estaba dispuesto a todo, pero no para obligaciones como las que encontró. Los dos negociantes se miraron entre sí, y luego el más joven sacó un libro de cuentas, de esos que se usan para sumar el dinero en las tiendas, un libro ancho cubierto de blanco papel, y lo pasó con las dos manos a su padre, quien lo tomó y comenzó a leer, con voz cascada, los días, meses y años en que el Tigre les había pedido dinero. Yuan, al oírlos, se dio cuenta de que las deudas comenzaban el año en que él había ido al Sur, a la escuela, y continuaban hasta ahora, siendo cada vez mayores las cantidades, y con tales intereses que, al final, Wang el Mercader leyó esta suma: «Once mil quinientas diecisiete piezas de plata, en total».

Yuan oyó estas palabras y se sentó como herido por un rayo. El Mercader cerró el libro, lo pasó a su hijo, que lo puso sobre una mesa, y ambos esperaron. Yuan dijo con voz que no era la suya, un poco más débil, aunque trató de hacerla igual que siempre:

—¿Qué seguridades dio mi padre?

Entonces, Wang el Mercader respondió cuidadosamente, secamente, moviendo apenas los labios, como solía hacer:

—He recordado, naturalmente, que se trataba del hermano, y no le pedí las garantías que hubiera exigido a un extraño. Por otra parte, durante algún tiempo, la categoría y el ejército de tu padre fueron una garantía para mí; pero eso ya no existe, pues, desde que la madre de mi hijo murió de aquel modo, siento que toda mi seguridad se ha desvanecido cada vez que salgo al campo. Siento que nadie me teme, y que todos saben que el poderío de tu padre no es el mismo que fue. Realmente, ningún señor de la guerra tiene ahora el poder que tuvo antaño, desde que la revolución del Sur está tratando de abrirse paso hacia el Norte. Los tiempos son muy malos. Hay rebelión por doquiera, y los colonos están más engreídos que nunca. Recordé, empero, que tu padre es mi hermano, y ni siquiera he pedido esta tierra como garantía, aunque en verdad no basta para pagar la plata que yo le he dado para ti.

Al oír estas palabras, «para ti», Yuan miró a su tío, pero no dijo nada. Esperó a que él siguiera. Y el viejo añadió:

—He preferido poner mi dinero en ti y dejar que tú seas la prenda o garantía en lo que puedas serlo. Hay muchas cosas que puedes hacer por mí y mis hijos, Yuan, pues todos somos de tu misma sangre.

Así habló el tío, no sin cierta condescendencia, pero muy razonablemente, como cualquier primogénito de una gran familia hablaría a uno de sus menores. Pero cuando Yuan oyó aquellas palabras dichas con tan seca voz y vio la cara impertérrita de su tío, se sintió desalentado y preguntó:

—¿Y qué puedo hacer yo, tío, si aún no tengo ningún trabajo determinado?

—Encontrar ese trabajo —replicó el tío—. Es sabido que en estos días cualquier joven que ha estado en el extranjero puede pedir una gran paga, tanto como antiguamente podía exigir un gobernador. He trabajado mucho antes de prestar tanta plata para ti, antes de saber esto por mi segundo hijo, que es tenedor de libros en el Sur, y el cual me ha dicho que este aprendizaje en el extranjero es el mejor negocio que hoy día puede hallarse. Y lo mejor de todo será que encuentres un puesto por el que pase mucho dinero, pues mi hijo dice que hoy día se cobran elevados sueldos por todas las novedades, más de lo que nunca cobró nadie. Los nuevos gobernantes tienen grandes planes sobre caminos, grandes tumbas para sus héroes, casas al estilo extranjero y una porción de cosas más. Si puedes conseguir un alto puesto, por el que pase abundante plata, será fácil para ti ayudarnos a todos.

Yuan no pudo contestar a estas palabras del viejo. Vio, ante sí, en aquel preciso momento, la vida que su tío le destinaba. Pero no dijo nada. Sólo miraba fijamente a su tío, aunque sin verle; pensaba únicamente en el estrecho y viejo entendimiento que fraguaba estos planes. Se dijo que, de acuerdo con las viejas leyes, podía encadenarle durante muchos años, y sintió que su corazón se enardecía más que nunca contra los miserables derechos de los viejos tiempos, que habían sido como cadenas ceñidas a los pies de los jóvenes para que jamás pudieran correr libremente. No quiso protestar contra esto, pues recordó a su anciano padre y cómo el Tigre había encadenado así a su hijo sin querer hacerle ningún daño, sino por no haber hallado otro medio de ayudarle en sus deseos. En esta incertidumbre, Yuan permaneció callado y odió secretamente a su tío.

El viejo no se percató del odio de su sobrino. Siguió diciendo, con su vocecilla monótona:

—Hay otras cosas que puedes hacer. Tengo mis dos hijos menores, que no tienen manera de vivir. Los tiempos son tan malos, que mis negocios no dan lo que daban, y cada vez que pienso lo bien que le va al hijo mayor de mi hermano en un banco, pienso también en por qué mis hijos no podrían hacer lo mismo. De modo que, cuando hayas encontrado un buen puesto para ti, si quieres llevarte contigo a mis dos hijos menores y encontrarles trabajo a tus órdenes, esto será parte del pago de la deuda, y así lo consideraré, teniendo en cuenta a lo que asciendan las sumas que ellos reciban mensualmente.

Al oír esto, Yuan exclamó, sin poder contener más su amargura:

—De modo que he sido vendido como prenda… ¡Mi vida es vuestra…!

El tío abrió los ojos y respondió tranquilo:

—No entiendo lo que quieres decir. ¿No es un deber ayudar a la familia cuando se puede? Yo he gastado lo mío en mis dos hermanos, uno de ellos tu padre. He conservado su plata y he sido su agente en las tierras durante muchos años; he guardado la gran casa que nuestro padre nos dejó; he pagado todos los impuestos y hecho todo lo necesario para conservar la tierra que heredamos de nuestro padre. Pero eso ha sido mi deber y no lo he rehuido, y después de mí, mi hijo mayor deberá seguir haciéndolo. Pero la tierra no es lo que era. Nuestro padre nos dejó lo bastante, en tierras y rentas, para que nos consideráramos ricos. Mas nuestros hijos no son ricos. Los tiempos son duros. Las tasas son elevadas, los arrendatarios pagan poco y no temen a nadie. Mis dos hijos menores deberán buscarse puestos como el que tiene mi otro hijo, y es tu deber, al llegar tu hora, ayudar a tus primos hermanos. Desde la antigüedad, el más capaz de la familia ha ayudado a los otros.

Así, la antigua esclavitud caía sobre Yuan. No tuvo nada que responder. Bien sabía que otro joven, en su lugar, habría rechazado tal esclavitud, y hubiera huido, viviendo donde le pluguiera, apartando de él toda idea de familia, pues estos eran los nuevos tiempos. Yuan deseó apasionadamente poder ser libre de ese modo. Se dijo, mientras estaba en el oscuro y polvoriento cuarto, mirando a los otro dos, y hubiera querido gritarlo. «¡La deuda no es mía! ¡Yo no tengo más deuda que yo mismo!».

Pero supo que no debía gritar eso. Meng lo hubiera podido decir, porque estaba en consonancia con su programa revolucionario. Sheng se hubiera reído, fingiendo aceptarlo todo, y luego lo hubiera olvidado, viviendo como le viniera en gana. Mas Yuan era de otro modo. No podía rechazar aquella traba que su padre, en su ignorante amor, había puesto sobre él. No podía sentir enojo contra el Tigre ni pensar en que se le podría haber ocurrido otro procedimiento. Se quedó mirando un cuadro de luz que se abría en la abierta ventana, y en el silencio oyó el trinar de unos pajarillos que jugaban en los bambúes del patio. Por fin, dijo sombríamente:

—En realidad, soy tu garantía. Has usado de mí para asegurar a tus hijos y asegurar tu vejez.

El tío escuchó esto, lo meditó un momento, echó un poco de té a una taza, lo sorbió lentamente, se secó los labios con la mano y dijo:

—Esto es lo que cada generación hace y debe hacer. Así lo harás tú cuando tengas hijos.

—No, no lo haré —dijo, rápido, Yuan.

Nunca había pensado en un hijo suyo. Pero estas palabras del viejo parecieron mostrarle el futuro. Sí, un día él también tendría hijos. Tendría una mujer para él, y de ella tendría hijos. Pero estos hijos… habrían de ser libres…, libres de cualquier traba que procediera de él, que sería su padre. No serían educados para ser militares ni para destino alguno, ni amarrarlos a ninguna causa familiar.

De súbito, detestó a toda su familia, a sus tíos y a sus primos; sí, detestó hasta a su propio padre, que entraba en aquel momento, después de haber inspeccionado a sus hombres, y dispuesto a sentarse ante su taza y escuchar a Yuan. Pero Yuan no supo soportarlo, y, sin decir palabra, salió para estar solo.

* * * *

Ahora, en su viejo cuarto, echado en la cama, Yuan estaba llorando y temblando como cuando era niño. Mas no por mucho rato, pues el viejo Tigre se quedó atrás sólo para averiguar de los otros lo que había sucedido, y fue en busca de Yuan, empujó la puerta y entró con toda la prisa que sus viejos pies le permitían, acercándose a la cama de su hijo. Yuan no quiso volverse hacia él. Siguió con el rostro hundido en los brazos, mientras el Tigre, sentado a su lado, le acariciaba el hombro, le daba palmadas y le hablaba de promesas rotas y de alegatos inciertos, y le decía:

—Mira, hijo mío, tú no harás sino lo que quieras. Yo soy un viejo todavía. He sido un tanto holgazán. Voy u reunir a mis hombres de nuevo y a salir al campo a presentar batalla, a hacer mía esta región otra vez y a obtener los impuestos que ese ladrón me ha arrebatado. Una vez lo vencí, y lo haré otra vez. Y tú tendrás lo que quieras. Sí; y te casarás con quien quieras. Yo estaba equivocado, Yuan. Ya no soy anticuado… Ahora sé lo que hacen los jóvenes de hoy en día.

El Tigre había dicho lo más adecuado para sacar a Yuan de su dolor y para animarlo. Se volvió y gritó violentamente:

—No te dejaré batallar más, padre. Yo…

Estuvo a punto de gritar: «No me casaré». Se lo había dicho tantas veces a su padre, que las palabras le brotaron de la lengua. Pero en medio de toda su miseria, se dominó. Una súbita pregunta se le presentaba. ¿No deseaba casarse, realmente? ¡Pero si hacía menos de una hora había dicho que sus hijos serían libres! Claro que un día se casaría. Contuvo las palabras, y con más lentitud dijo a su padre:

—Sí, algún día me casaré con quien yo quiera.

El viejo Tigre se sintió tan complacido al ver a Yuan volverse y cesar en su llanto, que le dijo alegremente:

—Así lo harás, así lo harás… Solamente dime quién es ella, y déjame que mande emisarios, que me ocupe de eso y se lo diga a tu madre… Después de todo, ¿qué campesina doncella es bastante para mi hijo?

Yuan, mirando a su padre fijamente mientras hablaba, empezó a ver algo que no había percibido hasta entonces.

—No necesito intermediarios ni mensajeros —dijo lentamente. Pero su pensamiento no estaba en estas palabras. Empezó a ver una cara que se dibujaba en su mente; una cara de mujer joven—. Yo puedo hablar por mí mismo. Nosotros, los jóvenes, hablamos ahora por nosotros mismos…

El Tigre le miró desorientado. Dijo, severo:

—Hijo, ¿qué mujer es lo bastante decente para dirigirse a ella sin intermediarios y hablarle de eso? ¿Has olvidado mis prevenciones contra esas mujeres, hijo mío? ¿Has escogido una mujer buena, hijo?

Yuan sonrió. Olvidó deudas, guerras y todas las preocupaciones de aquellas horas pasadas. De pronto, su pensamiento halló un claro camino que no había visto. Había una a la que podía decírselo todo y saber lo que debía hacer. Los viejos nunca podrían entenderse ni comprender sus aspiraciones. No podrían entender que él ya no figuraba entre ellos. No podían ver nada que les fuera ajeno. Pero él conocía a una mujer de sus tiempos, no arraigada en lo viejo, como él, que estaba para siempre dividido, porque no tenía fuerzas bastantes para arrancar las raíces y plantarlas en nuevo terreno, en los nuevos tiempos que pertenecían a su vida. Vio su rostro más claramente que ningún otro, con una claridad que hacía palidecer los demás rostros, hasta el de su padre que estaba allí, junto a él. Sólo ella, sólo Mei-ling podía libertarle y decirle lo que debía hacer. ¡Ella, que ponía en orden cualquier cosa que tocara, podía decirle lo que tenía que hacer! El corazón de Yuan comenzó a iluminarse con luces que no conocía. Tenía que volver a ella. Se sentó rápidamente y puso el pie en el suelo. Entonces recordó que su padre le había preguntado algo, y le contestó lleno de nueva alegría:

—¿Una mujer buena? ¡Sí, he escogido a una mujer buena, padre mío!

Y sintió una impaciencia que nunca había conocido. Ahí no había dudas ni recovecos. Quería ir inmediatamente a buscarla.

En medio de esta impaciencia, Yuan se dio cuenta de que debía permanecer un mes junto a su padre, pues, cuando pensó en una excusa para partir, el Tigre se puso tan enojado, que no tuvo otro remedio que retrasar el «negocio» que le había llamado a la ciudad de la costa. Debía quedarse, principalmente, para ver a su madre, que durante aquellos días había ido al campo, donde estuvo antaño su antigua casa. Porque aquella mujer, desde el día que fue a la casa de tierra en busca de Yuan, había vuelto a su amor infantil por la tierra y por la vida del campo, y ahora que sus dos hijas estaban casadas, iba con frecuencia a la aldea donde vivió siendo doncella; allí encontró un hogar junto al mayor de sus hermanos, que la soportaban porque pagaba su pensión y hacía su papel de esposa de un señor de la guerra, y porque la mujer de este hermano gustaba de tal comedia, que la ponía por encima de las otras mujeres del pueblo.

El hombre de confianza envió un mensajero para decirle a la madre que Yuan había llegado, a pesar de lo cual ella se retrasó un par de días.

El joven estaba deseoso de ver a su madre y decirle claramente que había decidido elegir a su futura mujer, y que la tenía ya escogida. Así, esperó y se quedó allí un mes, y esto le fue menos duro, porque el tío se volvió pronto a su gran casa y él quedó solo con su padre.

Este alegre recuerdo de Mei-ling hizo más fácil para Yuan al ser cortés con su tío, y pensaba con alivio: «Ella me ayudará a encontrar un camino para terminar con esta deuda. No voy a decir ahora nada desagradable… No hasta que haya hablado con ella». Y pensando así pudo mostrarse amable con su tío y decirle:

—Puedes estar seguro de que no olvidaré la deuda. Pero no nos prestes más dinero, tío, porque ahora mi primer cuidado, cuando haya pasado este mes, será encontrar un buen puesto para mí. En cuanto a tus hijos, haré cuanto pueda por ellos.

El Tigre, al oír esto, dijo con dureza:

—Ten la seguridad, hermano, de que todo te será devuelto, porque lo que yo no pueda hacer por la guerra lo hará mi hijo por medio del Gobierno; es seguro que encontrará una buena situación, teniendo en cuenta sus conocimientos.

—Sin duda, si trata de hacerlo —replicó el Mercader. Pero al partir, se dirigió a su hijo, diciéndole—: Pon en manos de Yuan el papel que has escrito.

El hijo sacó de su manga un papel doblado y se lo dio a Yuan, diciéndole:

—Es solamente la suma total, primo. Mi padre y yo hemos pensado que tú querrás saber las cosas claras.

Ni aun entonces pudo irritarse Yuan contra aquellos dos hombrecillos. Tomó el papel, seriamente, sonriendo para sí, y con todas las cortesías del caso los acompañó y se despidió de ellos.

En verdad, nada estaba ahora tan confuso para Yuan como lo había estado un poco antes. Pudo ser cortés con aquellos dos tipos, y cuando estos se fueron, pudo ser muy paciente con su padre, por las tardes, cuando el viejo contaba interminables cuentos sobre sus guerras y sus victorias. Para su hijo, el viejo Tigre revivía su historia entera, hablando mucho de sus batallas; y cuando contaba sus andanzas guerreras, fruncía el entrecejo, se tiraba de los bigotes, le brillaban los ojos y se convencía, mientras contaba tales cosas a Yuan, de que había llevado una gloriosa existencia. Pero Yuan, sentado, tranquilo, escuchaba paciente, medio sonriendo, los gritos del Tigre, y le veía mover las cejas. Sonreía cuando le escuchaba narrar cómo había apuñalado al Leopardo, y mientras tanto se preguntaba cómo había sido posible que en un tiempo hubiese tenido miedo de su padre.

Al fin, los días no pasaban tan lentamente. La mente de Yuan estaba tan absorta por Mei-ling, que para vivir le bastaba con este pensamiento, y a veces se sentía contento de haber retrasado su regreso, aun en aquellas horas en que se sentaba a escuchar la historia de su padre. En el fondo, pensaba que había sido tan oscuro en su propio corazón, que no se había dado cuenta de aquello desde el principio, desde el día de la boda de Ai-lan, cuando veía acercarse el cortejo y había mirado la belleza de Ai-lan, pero aún más la hermosura de Mei-ling. Debió de haberlo sabido desde aquel instante, y una porción de veces después, cuando la había visto en la casa, ordenándolo todo con sus manos, dirigiendo con su voz y ayudando a los sirvientes. Pero no se había dado cuenta, hasta que se echó en la cama a llorar en su soledad.

Entre este ensueño penetraba una y otra vez la voz alegre del Tigre, y Yuan podía resistir el estar sentado y escuchar, cosa que nunca había podido hacer, si no hubiera tenido este naciente amor dentro de él. Oía como en sueños cuanto su padre le contaba, sin comprender lo que eran las guerras pasadas o las guerras que el Tigre organizaba para el futuro. Y el padre decía:

—Aún tengo un pequeño ingreso de lo que el hijo mayor de mi hermano me da. Pero él no es un señor de la guerra, no lo es. No me fío mucho de él. Le gusta mucho holgazanear y reírse; nació payaso, y payaso morirá, te lo aseguro. Él dice que es mi lugarteniente, pero me envía muy poco, y yo no he ido por allí en los últimos seis años. Iré en la primavera. Sí; tengo que empezar a organizar mis batallas en la primavera. Ese otro sobrino mío, bien sé yo que se volverá contra cualquier enemigo, hasta contra mí…

A Yuan, que oía a medias, le importaba muy poco este primo, al que apenas recordaba, excepto que su tía gustaba de repetir:

—Mi hijo, que es general en el Norte…

Sí, era grato estar allí, contestar a su padre un poco de vez en cuando, y pensar en la muchacha que amaba. Experimentaba un gran consuelo con este pensamiento. Se decía a sí mismo que no le daría vergüenza que ella viera aquellos patios y cuarteles, pues comprendería. Ambos eran de la misma clase, y aquella era su tierra, le diera vergüenza o no de mostrarla. Hasta podría decirle: «Mi padre es un viejo y alocado señor de la guerra, tan lleno de cuentos, que no sabe en realidad lo que es falso y lo que es cierto. Él mismo se ve como un hombre poderoso, aunque nunca ha llegado a ser tal cosa». Sí, a ella le podría decir cosas como estas, y ella comprendería. Y cuando pensaba en la sencillez de la muchacha, sus falsas vergüenzas se disipaban. ¡Oh, que le dejaran ir hacia ella y volver a ser de nuevo él mismo, no un ser dividido, sino como era en aquellos días que vivió en el campo, en la casa de tierra de su abuelo, cuando había sido solo y libre! Con ella podría volver a ser libre y solo, y de una manera sencilla.

Al cabo, no pudo pensar en nada más sino en la necesidad que de ella tenía. Tan claramente sabía que la muchacha había de ayudarle, que, cuando llegó su madre, pudo recibirla con cumplidos, como se debía, y no sufrir con su presencia, pensando que allí estaba su madre y que no tenía nada que decirle. La madre era ahora una campesina vieja, aunque de aspecto saludable. Lo miró y dijo:

—¿Qué es lo que tengo yo que ver con mi hijo?

Yuan, alto, distinto, con la vestimenta occidental que llevaba, miró a la mujer, sus anticuadas ropas de lana negra y se preguntó: «¿Será posible que yo haya sido formado en el cuerpo de esta mujer? No siento la menor relación entre ella y yo».

Mas ni sufría ni se sentía avergonzado. A aquella otra mujer, la mujer blanca, si él la hubiera llegado a amar, habría tenido que decirle, avergonzado: «Esta es mi madre». Pero a Mei-ling podía decirle: «Esta es mi madre», y ella sabiendo que miles de hombres como él habían salido de madres como esta, no vería nada extraño en ello, pues nada le extrañaba a Mei-ling. Para ella era bastante con que fuera así… Hasta con Ai-lan podría él sentir vergüenza respecto a su madre, pero no con Mei-ling. Podría descubrirle a ella todo su corazón, sin avergonzarse de nada. Esto le tranquilizó, dentro de su impaciencia, y un día le dijo sencillamente a la madre:

—Estoy comprometido, o tanto como eso. He elegido ya la doncella.

La vieja contestó:

—Tu padre me lo dijo. Le hablé de una o dos muchachas que yo conozco, pero tu padre siempre te dejará hacer lo que quieras. Siempre has sido el hijo de él, y apenas hijo mío, y con ese carácter que tiene no podía yo hacer nada contra él. Sí, aquella otra, la instruida, pudo escapar e irse a otra parte, pero yo he tenido que aguantar la ira. Pero supongo que esa doncella de que me hablas será una muchacha decente, que sepa cortar un vestido y asar un pescado como se debe. Espero que la veré alguna vez, aunque bien sé que estas nuevas ideas andan por todas partes, que los jóvenes hacen lo que les da la gana y que las nueras ni siquiera van a ver a sus suegras, como deben hacerlo.

Yuan se alegró de que no llegara más allá. Poco después, la madre movió sus ojos y su quijada unos momentos y luego se olvidó de su hijo, quedándose dormida o fingiendo dormir. No eran los dos del mismo mundo y que aquella fuera su madre le era a Yuan difícil de creer. En realidad, todo le era difícil de creer en este tiempo, excepto que había de volver a la presencia de Mei-ling.

Cuando se despidió de sus padres diciendo por obligación cuánto sentía separarse de ellos, Yuan se metió en el tren, rumbo al Sur. Y era curioso lo poco que ahora se fijaba en los viajeros. Que se portasen con decencia o sin ella le daba exactamente lo mismo. No podía pensar en nada que no fuera Mei-ling. Pensó en todo lo que sabía de ella. Recordó que tenía una mano larga, muy fuerte, pero estrecha, de dedos muy delicados, y se maravillaba de pensar cómo aquellas manos eran capaces de cortar un pedazo de carne humana. Todo su cuerpo tenía la elegante fortaleza de una armazón perfecta, bien distribuida bajo la fina carne y la pálida piel. Recordó una y otra vez cuán hábil era en todo, cómo la miraban los criados, cómo Ai-lan había dicho que Mei-ling era la que debía decir si un vestido estaba bien cortado, y cómo Mei-ling hacía por la señora cuanto esta necesitaba. Y Yuan pensaba: «A los veinte años es tan hábil como otra cualquiera con diez años más».

Porque la doncella tenía para él este doble encanto cuando la recordaba. Tenía la serenidad y la seriedad de mujeres mayores que ella: la que tenía la señora, su madre, y su tía, y otras damas chapadas a la antigua. También tenía la novedad de no ser vergonzosa, tímida y callada ante los hombres. Podía hablar libre y claramente dondequiera, y ser tan fácil, en otros términos, como lo era Ai-lan. En el tren, mientras pasaban campos y ciudades, Yuan no veía nada. Solamente trazaba sus ensueños en torno a Mei-ling, y guardaba en su mente hasta la menor palabra, el menor gesto que recordara de ella haciendo mentalmente un total y preciso retrato. Cuando la recordaba claramente, entonces pensaba en su encuentro con ella, en lo que le diría y en cómo le hablaría de su amor. Veía la mirada grave y buena de Mei-ling, que se clavaba en sus ojos mientras él le hablaba. Y después… ¡Oh! Era preciso recordar cuán joven era ella, que no era atrevida, que no era una muchacha impertinente, sino muy dulce y reservada. Pero, a pesar de esto, él le cogería la elegante y larga mano, aquella tibia, deliciosa mano…

* * * *

¿Quién puede dar forma a sus deseos? ¿Qué amante sabe cómo le ha de sorprender la hora que creyó oportuna? La lengua de Yuan, que tan fácilmente había trazado sus palabras mientras iba en el tren, no pudo decir nada cuando la hora llegó. La casa estaba tranquila al llegar él, y en el vestíbulo había solamente una criada. La quietud le chocó como una racha de frío.

—¿Dónde está ella? —le preguntó a la criada, y luego, recordando, preguntó más tranquilamente—: ¿Dónde está la señora, mi madre?

La criada contestó:

—Han ido a la casa de expósitos, a ver a una chiquilla recién llegada, que está enferma. Dijeron que volverían tarde.

Yuan no pudo sino templar su corazón y esperar.

Esperó y trató de organizar sus ideas, pero su pensamiento no le pertenecía en aquellos momentos. Debió volver al punto de partida de su esperanza. Llegó la noche sin que ellas hubiesen vuelto, y cuando el criado llamó para la comida, tuvo que sentarse y comer solo, y la comida le pareció seca e insípida. Casi llegó a odiar a la niña que había retrasado la hora que él esperó durante semanas.

Cuando estaba a punto de levantarse, porque no podía comer, se abrió la puerta y entró la señora, muy cansada al parecer, y con ella Mei-ling, triste y silenciosa como él nunca la había visto. Miró a Yuan como si no lo viera, y dijo en voz baja, Como si este no hubiera estado fuera todo aquel tiempo:

—La niña murió. Hicimos cuanto estaba en nuestro poder, pero ha muerto.

La señora suspiró, y, sentándose, dijo:

—¿Has regresado, hijo mío? Nunca habías visto a un recién nacido tan bonito, Yuan; tres días llevaba abandonado junto a una puerta. Y no era pobre, porque su abriguito era de seda. Al principio creímos que lo salvaríamos, pero esta mañana empezaron las convulsiones, y allí estaba ese antiguo enemigo que mata a los recién nacidos y se los lleva antes del décimo día. He visto a los más hermosos, a los más sanos niños, llevados por ese mal, como un viento dañino, y nada vale contra él.

Yuan, mirando la cara conmovida de la señora, notó que tenía lágrimas en los ojos. Esto fue como hielo para su ardiente corazón. Vio que aquella tristeza y aquel llanto cerraban el pensamiento de la muchacha frente a él. Pensó en ella y solamente en ella, pero en este momento ella no soñaba con él. Aunque había estado fuera durante semanas, ella no pensaba en él. Allí se quedó Yuan, escuchando, respondiendo a preguntas, que la señora le hacía sobre la casa de su padre. Pero se dio cuenta de que Mei-ling ni oía las preguntas ni prestaba la menor atención a sus respuestas. Sentada frente a él, ociosa por primera vez, las manos sobre la falda, no decía nada. Más de una vez se llenaron sus ojos de lágrimas. Y cuando vio que el pensamiento de la mujer estaba muy lejos de él, no pudo seguir hablando aquella noche.

¿Y cómo descansar hasta después de haber hablado? Pasó toda la noche inquieto, con extraños sueños de amor; pero no vio el amor claramente. Al despertar, exhausto de aquellos sueños, vio que era un día gris, de esos en que el verano da paso al otoño. Al asomarse a la ventana no vio sino gris por doquier; un cielo gris curvado sobre la gris ciudad, y por las calles grises la gente que se movía, menuda desgana y pensó si alguna vez había soñado con Mei-ling.

Desanimado, bajó a desayunarse, y, mientras comía apresuradamente, pues los manjares le parecían desabridos, entró la señora. No había empezado a comer ella, ni necesitó hablar mucho con Yuan, para darse cuenta de que algo le ocurría a este. Le preguntó, suavemente, y él, viendo que era imposible hablarle sobre su nuevo amor, le contó que su padre le había pedido mucho dinero prestado al tío, y ella se conmovió, preguntándole:

—¿Por qué no me dijo que estaba tan apurado de dinero? Yo habría podido ahorrar algo, gastar menos. Me alegro de haber empleado mi propia plata con Mei-ling. Tengo cierto orgullo en hacer esto: mi padre me dejó bastante, ya que no tenía otro hijo, y puso su dinero en un famoso Banco extranjero, donde lo han guardado durante todos estos años. Mi padre me quería mucho, y llegó a vender algunas de las tierras que heredó para cambiarlas por piezas de plata para mí. Si yo lo hubiera sabido…

Yuan dijo:

—¿Por qué tendríais que hacerlo? No. Yo buscaré un puesto donde me sirva lo que he aprendido, y guardaré cuanto pueda de mi ganancia, para pagarle a mi tío.

Entonces pensó que, si hacía esto, apenas tendría dinero para casarse, poner una casa y todo lo que un joven espera. En los viejos días, los hijos vivían con sus padres, y los hijos de los hijos y la mujer comían del puchero común. Pero Yuan no podía hacer esto. Cuando pensó en la casa donde el Tigre vivía, y en la vieja mujer que habría de ser la suegra de Mei-ling, juró que no viviría allí con ella. Tendrían que tener su propia casa, en alguna parte, una casa como la que Yuan había aprendido a querer, con cuadros en las paredes, butacas cómodas para descansar, limpieza por todas partes…, y solamente ellos dos en la casa, para hacer lo que les gustara. Al pensar en esto se sintió tan abatido, que la señora le dijo:

—No me lo has dicho todo.

De pronto, Yuan no pudo contenerse, y gritó, con los ojos ardientes y el rostro enardecido:

—Sí, tengo algo más que decir… Tengo algo más que decir… ¡He llegado a amarla, y si no la consigo me moriré!

—¿A quién? —preguntó la señora—. ¿A quién amas?

Y empezó a darle vueltas a la cabeza. Pero Yuan dijo:

—¿A quién va a ser sino a Mei-ling?

La señora se quedó estupefacta, pues no había soñado en tal cosa, ya que Mei-ling era para ella una niña, nada más que una niña que había recogido en la calle un día de frío, llevándola a su casa. Miró a Yuan, guardó silencio durante un rato y al fin dijo pensativa:

—Es aún muy joven, y está llena de planes para el futuro. —Y añadió—: Sus padres son desconocidos. No sé cómo reaccionará tu padre al saber de quién se trata.

—Mi padre no puede decir nada sobre esto. En los tiempos que corren no voy a estar amarrado por las viejas normas. Escogeré a quien me plazca —dijo él, con impaciencia.

La señora le oyó calladamente, acostumbrada a escuchar cosas semejantes, que Ai-lan había dicho con frecuencia, porque sabía, después de haber hablado con otros padres, que los jóvenes de ahora repetían lo mismo a sus mayores. Se limitó a preguntarle:

—¿Le has hablado a ella de esto?

Yuan olvidó su coraje, y dijo tímido como cualquier enamorado a la antigua:

—No. Y no sé cómo empezar. —Y después de pensarlo un poco, añadió—: Parece que siempre sus pensamientos estuvieran en algo que la contentara. Otras muchachas empiezan con miradas, o hasta tocando las manos; al menos, así lo he oído decir. Pero ella no hace nada de esto.

—No —respondió, satisfecha, la señora—. Mei-ling no hace eso.

A Yuan, abatido como estaba, no se le ocurrió otra cosa sino que la señora hablara por él. «Después de todo —pensó—, será el mejor camino. Mei-ling escuchará a la señora, a la que tanto quiere y respeta, y de algo servirá que ella le hable».

De pronto le pareció que era mejor que él no dijera nada, a pesar de todo el adelanto de los tiempos nuevos. Esto sería como una especie de combinación de lo viejo y lo nuevo. Y la muchacha, siendo tan joven, preferiría este camino. Tan pronto como pensó en eso, Yuan dijo, decidido:

—¿Quieres hablarle por mí, madre mía? En verdad que ella es muy joven. Puede que, si yo mismo le hablo, la asuste…

Al oír esto, la señora sonrió un poco, miró con ternura a Yuan y respondió:

—Si ella quiere casarse contigo, hijo, así será, si tu padre lo permite. Pero yo no voy a influir sobre ella. Jamás he impulsado ni influido en ninguna muchacha respecto a ningún hombre. Esta es la única cosa grande que los nuevos tiempos le han deparado a la mujer: que no puede ser obligada al matrimonio contra su deseo.

—No, no… —dijo Yuan.

Pero no pensaba que se tratara de obligar a ninguna mujer al matrimonio, puesto que era natural en ella casarse.

Mientras hablaban y terminaban la comida, entró Mei-ling, muy descansada, de agradable aspecto, con el vestido de oscura seda azul que solía llevar a la escuela, y los cortos y suaves cabellos peinados sobre las orejas, sin pendientes ni sortijas, al contrario de Ai-lan, que siempre los llevaba puestos. Su mirada era tranquila: los ojos, frescos y serenos; la boca, no muy roja, al revés de Ai-lan, que siempre la llevaba de un subido color, y sus mejillas, pálidas y suaves, pues, aunque Mei-ling no era sonrosada, tenía en la piel algo dorado y saludable, fino y suavísimo. Saludó amablemente, y Yuan vio que el sueño había alejado de ella la inquietud de la víspera, y que ahora estaba tranquila y animosa y dispuesta a vivir el nuevo día.

La miraba mientras ella se sentaba y tomaba su tazón para comer. La señora comenzó a hablar, con una ligera sonrisa en los labios y los ojos. Si Yuan, súbitamente, le hubiera dicho que se callase o hubiera escogido otro momento, ella le habría hecho caso; mas, como él no había resuelto nada, la señora empezó a hablar. Yuan hubiera querido retrasar aquel momento, y bajó los ojos, ruborizado y cariacontecido. Pero la señora dijo, sin perder la sonrisa de los ojos ni de la boca al ver a Yuan:

—Niña, tengo que hacerte una pregunta. Este joven, Yuan, aunque es muy moderno y ha decidido escoger a su esposa, se torna débil en cuanto llega la hora y vuelve a los viejos procedimientos del intermediario o mensajero. Yo soy ese mensajero; tú eres la muchacha… ¿Lo quieres para ti?

Con esta claridad y esta calma habló la señora, y Yuan estuvo a punto de odiarla, porque le pareció que no lo podía haber hecho peor, y que de aquel modo sólo se podía asustar a una doncella.

Mei-ling, realmente, estaba asustada. Dejó su tazón cuidadosamente sobre la mesa, puso en el plato los palillos y miró a la señora, presa del pánico. Luego, con voz muy débil, murmuró:

—¿Es mi deber?

—No, niña —dijo la señora, y ahora estaba seria—. No tienes que hacerlo si no quieres.

—Entonces, no —contestó la muchacha alegremente, con el rostro iluminado por el alivio. Y añadió—: Algunas de mis compañeras de escuela tienen que casarse, madre. Y lloran y lloran porque tienen que dejar la escuela para casarse. Por eso tuve miedo. ¡Ah…! Gracias, madre.

Y la joven, que siempre era tan tranquila, se levantó rápidamente de su sitio, corrió hacia la señora y se postró ante ella en señal de obediencia y gratitud. Pero esta la levantó en seguida y, tomándola del brazo, la atrajo hacia ella.

Los ojos de la señora se dirigieron hacia Yuan. Allí estaba, sentado; toda la caliente sangre que se agolpaba en su rostro, huía de él dejándole palidísimo hasta los mismos labios, que se mordía un poco para mantenerlos quietos, tratando de no llorar. Complacida, la señora dijo, mirando a la muchacha:

—A pesar de todo, a ti te gusta nuestro Yuan, ¿verdad, Mei-ling?

La muchacha contestó con prontitud:

—¡Oh, sí! Es mi hermano. Me gusta, pero no para casarme con él. Yo no quiero casarme, madre. Quiero terminar en la escuela y ser médico. Quiero aprender, aprender. Todas las mujeres se casan. A mí no me basta con casarme, tener hijos y un hogar. ¡Yo he decidido lograr el doctorado y ser médico!

Cuando Mei-ling dijo esto, la señora miró a Yuan con un indefinible aire de triunfo. Y este, mirando a las dos mujeres, sintió que ambas se coligaban contra él. Mujeres aliadas contra un hombre; era algo insoportable. Había algo bueno en los viejos procedimientos, después de todo, pues era natural que las mujeres se casaran y tuviesen hijos. Mei-ling debía hacer lo mismo; había cierta perversión en que no quisiera seguir ese camino. Se dijo, irritado contra las dos mujeres: «Es curioso que las mujeres sean así en estos tiempos. ¿Quién ha oído hablar de una muchacha que no se case cuando le llega la hora? Es extraño que las mujeres no quieran casarse. ¡Es triste para la nación, en la generación que se espera!». Y se convenció de lo locas que eran las mujeres, hasta las más cuerdas. Alzó los ojos, miró los de Mei-ling, y al verlos tranquilos y seguros, los juzgó fríos y duros. La miró con fastidio. Pero la señora contestó por ella, con seguridad:

—Mei-ling no se casará hasta que ella quiera. Hará de su vida lo que le parezca mejor, y debes comprenderlo, Yuan.

Las dos mujeres le miraron, hostiles en su nueva libertad, la más joven ceñida por el brazo de la mayor. ¡Sí, él tenía que comprenderlo!

* * * *

Más tarde, aquel desagradable día, Yuan salió de su cuarto, donde había estado echado en la cama, y se fue a deambular por las calles de nuevo con la mente llena de confusión. Había llegado a llorar en su desamparo; sentía en el corazón un dolor real, como si hubiera estado demasiado caliente y ahora, demasiado frío, no pudiera latir como era justo.

«¿Qué voy a hacer ahora?», se preguntaba en su desconcierto. Anduvo por las calles, dando empujones y recibiéndolos, sin ver a nadie… Bueno, si su alegría se había ido, su deber permanecía. La deuda estaba en pie. Había dejado a su anciano padre para preocuparse de esto; tenía que buscar un sitio donde trabajar y vivir, y ahorrar para pagar la deuda. Tenía que cumplir con su deber, y se sentía completamente desamparado. Pasó el día caminando de un lado a otro de la gran ciudad, que se le hizo detestable. Odiaba el aspecto extranjero de las calles, los trajes extranjeros, aunque él llevaba puesto uno de ellos; y lo odiaba también. Llegó un momento en que le pareció que los viejos sistemas eran mejores. Se decía, furioso, en su frío corazón: «Son estas costumbres extranjeras las que hacen a nuestras mujeres tan voluntariosas, de suerte que se apartan de la naturaleza y viven como monjas o como cortesanas». Y recordó con especial odio a la hija de aquella dueña de la pensión y su descaro; a María, cuyos labios habían sido demasiado fáciles, y llegó a detestarlas a las dos. Terminó mirando a cada mujer extranjera que pasaba con tal odio que apenas podía dominarlo. Murmuró: «Me iré de esta ciudad, donde no vea nada extranjero ni nuevo, para vivir y encontrar mi vida en mi propia tierra. ¡Ojalá no hubiera ido al extranjero! ¡Ojalá no hubiera dejado nunca la casa de tierra!».

Y de pronto se acordó de aquel viejo granjero que le había enseñado a manejar el azadón. Decidió ir allá, verle y sentirse cerca de él, en su propia raza, no tocada aún por aquel extranjerismo que todo lo infestaba.

Tomó en seguida un vehículo de alquiler, para ganar tiempo, y tan pronto como el carruaje terminó su ruta, siguió andando en busca de aquella tierra que una vez había cultivado él, y en busca del granjero y de su casa. Tardó mucho en encontrar el sitio, porque las calles habían cambiado y estaban llenas de gente. Cuando por fin llegó al lugar que conocía y que reconoció, no vio tierra que cultivar. Allí, sobre la tierra que pocos años antes había producido tan ferozmente, donde el granjero estaba orgulloso de decir que su familia había vivido durante cien años, ahora había una fábrica de tejidos de seda. Un gran edificio nuevo, grande como una aldea, de ladrillos nuevos rojos, con muchas ventanas y unas chimeneas de las que salía un humo negro. Mientras Yuan estaba mirando aquello, sonó un agudo pito, se abrieron las grandes puertas, y de aquel coloso salió una lenta corriente de hombres, mujeres y niños, que habían pasado el día trabajando, con la certeza de que habían de volver al día siguiente, y al otro, y al otro, y gastar allí sus vidas. Sus trajes estaban manchados de sudor, y de ellos emanaba el desagradable olor de los gusanos muertos en los capullos de que se extrae la seda.

Yuan contempló aquellas caras, pensando que una de ellas debía de ser la del granjero, que tal vez había sido tragado por aquel nuevo monstruo. Pero no estaba allí. Aquellos eran pálidos habitantes de la ciudad, que salían de sus huecos por la mañana y volvían a ellos por la noche. El campesino se habría ido a otra parte. Él con su vieja esposa y su viejo búfalo, se había ido a otras tierras. Eso es lo que había hecho. Así lo veía Yuan. En otra parte vivía su propia vida, fieramente, como siempre. Pensando en él, sonrió ligeramente, y olvidando su dolor, volvió pensativo, a su casa. Él también encontraría en alguna parte su propia vida.