III

Así como Yuan había querido y odiado a su padre durante su infancia, así ahora dejó aquella tierra extranjera, amándola y odiándola a la vez. No podía menos de amarla, aun en contra de su voluntad, como cualquiera ama a una cosa joven, hermosa y fuerte. Él amaba la belleza, y por tanto, tenía que amar la hermosura de los árboles en las montañas, los prados sin tumbas, los animales libres y satisfechos por el campo abierto y las ciudades limpias de todo desperdicio humano. Empero, no amaba estas cosas, porque, a pesar de ser bellas, él no estaba seguro de que no fueran bellas también las desnudas colinas de su país. Cuando miraba el feroz paisaje, desde la ventanilla del tren, pensaba: «Si esta tierra fuera la mía, la querría mucho; pero no es la mía». En cierto modo, no podía amar una belleza que no fuera suya. No podía gustarle del todo ni aún la gente que poseía estos bienes que no eran de él.

Cuando de nuevo embarcó y navegaba rumbo a su tierra, empleó mucho tiempo en preguntarse de qué le habían servido aquellos seis años pasados. Había ganado, sin duda, en conocimientos. Llevaba la cabeza llena de cosas útiles y una maleta repleta de cuadernos y libros de varias clases, más una disertación que había preparado sobre la herencia de ciertas especies de trigo, que había escogido cuidadosamente entre otras semillas plantadas por él mismo para experimentar. Proyectaba sembrar estos granos en su propia tierra, incluso dar de ellos a los demás, y así obtener, a la larga, verdaderas cosechas. Todo esto lo llevaba consigo, de ganancia y provecho.

Y algo más. Llevaba algunas certezas. Sabía que, cuando decidiera casarse, la mujer debía ser de su misma raza. Él no era como Sheng. Para él no había ninguna magia en la carne blanca, en los ojos pálidos y el cabello rizado. Quienquiera que llegase a ser su mujer, habría de tener su mismo matiz de piel. Exactamente el mismo.

Porque, después de aquella noche bajo los olmos, la mujer blanca, que en muchos aspectos él había conocido muy bien, se convirtió en una extraña. Ella no había cambiado; continuaba siendo lo mismo que había sido, siempre cortés, rápida para comprender cuanto él dijera o sintiese. Pero era una extraña, a la postre. Sus dos inteligencias se conocían la una a la otra, pero era como si viviesen en habitaciones distintas. Sólo por un momento, María se le acercó de nuevo. Fue cuando, al partir el tren, ella, que había ido con sus padres, al tomar la mano que él le tendía, la estrechó fuertemente por un instante, y sus ojos grises ardieron, oscureciéndose, mientras le decía:

—¿No nos escribiremos nunca, tampoco?

Entonces, Yuan, incapaz de causar dolor por ningún motivo, y confuso ante los oscuros ojos doloridos de la muchacha, dijo, tartamudeando:

—Sí. Naturalmente… ¿Por qué no?

Pero ella, mirándole fijamente, bajó la mano. Su mirada cambió, y ya no habló más. Ni aun cuando su madre, rápidamente, intervino:

—Claro está que Yuan nos escribirá.

Yuan se prometió escribirles y contarles todo. Pero se dio cuenta al alejarse el tren y mirar la cara de María, de que ella estaba segura de que él no iba a escribirle nunca ni a contarle nada. Él volvía a su tierra; eran ya dos extraños, y nada podría decirle. Así como se arroja una ropa que no se va a usar más, así Yuan apartó de sí aquellos seis años de su vida, excepto los conocimientos que en ellos había adquirido y su caja de libros… Empero, a bordo, cuando pensaba en aquellos años, surgía el involuntario amor en su corazón, pues aquella tierra extraña que dejaba tenía mucho que él hubiera deseado tener, y porque no podía odiar a aquellos tres seres que tan buenos eran. Mas este amor era involuntario, porque ahora Yuan iba camino de su tierra y comenzaba a recordar algunas cosas que había olvidado. Recordaba a su padre, recordaba callejuelas llenas de gente, ni limpias ni hermosas, y recordaba los tres días que antaño pasó en una cárcel.

A estas cosas oponía el argumento de que, durante los seis años, la revolución había progresado y todo estaba indudablemente cambiado. ¿No estaba todo cambiado?

Cuando se alejó de Meng, este era un fugitivo, y ahora Sheng le había dicho que era capitán en el ejército de la revolución, libre para ir por donde se le antojara. Algo más había cambiado, pues en aquel barco Yuan no era el único de su raza. Iba también un grupo de muchachos y muchachas que, como él, regresaban a su patria. Hablaban mucho y estaban juntos en el comedor. Hablaban de lo que estaba sucediendo, de lo que se avecinaba, y Yuan supo que antiguas callejuelas habían sido transformadas en grandes calles, tan anchas como las de cualquier país del mundo; que estas calles atravesaban el corazón de las grandes ciudades; y oyó hablar de nuevos vehículos motorizados, que corrían por los campos lejanos, por las remotas carreteras, y los usaban los campesinos, que siempre habían ido a pie, junto a los arados, o, todo lo más, a lomos de un burro; oyó hablar de cuántos cañones, bombarderos y soldados bien pertrechados tenían los ejércitos de la revolución, y dijeron que los hombres y las mujeres eran ya iguales ante la ley, que vender o fumar opio iba contra las nuevas leyes, y que otros antiguos males habían desaparecido.

Dijeron tantas cosas que Yuan no había nunca oído, que le hicieron pensar con desagrado en sus antiguos recuerdos y desear una pronta llegada a su patria. Estaba contento con su juventud aquellos días. Entre los muchachos de su raza, una vez dijo, al sentarse juntos a una mesa (y su corazón le latía fuertemente mientras hablaba):

—¡Qué gran cosa es la de haber nacido ahora, cuando vamos a ser libres y hacer lo que queramos de nuestras vidas!

Se miraron unos a otros, y los decididos muchachos sonrieron llenos de satisfacción. Una joven mostró su precioso piececillo, diciendo:

—Mirad, si yo hubiera nacido en los tiempos de mi madre, ¿creéis que habría tenido unos pies como estos? . Y todos rieron, como niños que se alaban de sus propios chistes. Pero la risa de las mujeres tenía una alegría más profunda. Una de ellas añadió:

—Es la primera vez, en la historia de nuestro pueblo, que somos realmente libres… ¡La primera vez desde Confucio!

Otro alegre joven gritó:

—¡Abajo Confucio!

Los otros dijeron:

—Sí, ¡abajo Confucio! —añadiendo—: ¡Echémosle abajo y mantengámoslo abajo, con todas sus antiguallas que detestamos…, a él y a su piedad filial!

Otras veces hablaban con más seriedad, y en estos ratos pensaban ansiosamente en lo que podrían hacer en pro de su tierra. No había ninguno, entre estos compañeros de Yuan, que no estuviese lleno de ansias de favorecer a su país. En cada frase salían las palabras «patria» y «amor a la patria». Seriamente, estudiaban y trataban de sus habilidades y de sus defectos, comparándolos con los de los hombres de otras razas. Decían:

—Los occidentales nos ganan en inventiva, en la energía de sus cuerpos y en su decisión yendo adelante en lo que emprenden.

Otro comentaba:

—Y nosotros, ¿en qué los superamos?

Se miraban unos a otros, pensando y decían:

—Les ganamos en paciencia, en comprensión y en resistir las dificultades.

A esto, la muchacha que había lucido su lindo pie gritó, con impaciencia:

—¡Nuestra debilidad está en resistir tanto tiempo las dificultades! Por mi parte, estoy decidida a no soportar nada que no me guste, y trataré de enseñar a mis paisanas que no se resignen a lo que no les agrade. En ningún país extranjero he visto a mujer alguna que soporte algo que no le guste, y a eso debemos llegar nosotras.

Y uno, muy chancero, exclamó:

—Sí, son los hombres los que aguantan y perseveran allí, y parece que ahora estamos a tiempo de aprender, hermanos.

Todos rieron a una, con la facilidad que tiene la juventud, pero el chistoso miró con admiración a la preciosa muchacha que había decidido seguir su propio camino.

* * * *

Así pasaron los días de Yuan y de aquellos jóvenes, a bordo, en el mejor de los mundos, llenos de buen humor y ansiosos de llegar a su tierra. No se preocupaban sino de ellos mismos, pues todos estaban llenos de la fuerza juvenil de su seguridad, les bastaban sus conocimientos y estaban deseosos de llegar a la patria, seguro cada uno de que era un valor y que tenía un destino que cumplir a su llegada, al servicio de sus tiempos. Sin embargo, fuera de toda aquella complacencia de sí mismos, Yuan no dejó de notar que usaban palabras extranjeras, aun cuando hablaran sus propias lenguas, como si añadieran un complemento extranjero a ciertas ideas que no podían expresar en sus idiomas nativos. Las muchachas llevaban vestidos extranjeros en parte, y los hombres, completamente extranjeros todos, de suerte que si se les veía de espaldas no se podría decir a qué raza pertenecían. Y cada noche bailaban, al modo extranjero, y a veces descaradamente, mejilla con mejilla, mano con mano. Yuan era el único que no bailaba. En estas oportunidades, también se apartaba de su propia gente cuando esta hacía cosas que le parecían extrañas a él. Y se decía, olvidando que a veces había bailado también: «Es una cosa extranjera esta de bailar». Mas, hasta cierto punto, se apartaba porque temía estrechar en sus brazos a una de aquellas mujeres nuevas. Tenía miedo de ellas, porque no tenían ningún recato en tocar a los hombres; y él siempre temió estos contactos mantenidos y prolongados.

Pasaron los días, y Yuan pensaba más y más en cómo encontraría su tierra después de aquellos años. El día que iban a llegar, se dirigió solo a la proa del barco y allí esperó que se acercaran a tierra. Esta puso una sombra en el océano mucho antes de que pudiera ser vista. Entre el claro y frío verdor del agua, Yuan miraba, viendo la línea de tiza de la tierra arrojada por el río después de pasar por leguas y leguas de territorio, acarreándola turbulento hacia el mar. Allí la línea era tan clara como si la hubiera dibujado una mano, de manera que las olas se notaban al pasar por ella. Por un momento, él se vio a sí mismo en el océano, y al siguiente, como si el barco hubiera superado una barrera, se vio sobre olas amarillas y se reconoció en su propia tierra.

Cuando, después, fue a bañarse, pues estaban en pleno verano y hacía mucho calor, el agua salió amarilla. Yuan pensó primero: «¿Voy a bañarme en esto?», porque, al principio, no parecía agua limpia. Luego se dijo: «¿Por qué no voy a bañarme en esta agua, si está llena con la buena tierra de mis padres?». Y se bañó, sintiéndose muy limpio y reconfortado.

Entró el barco en la desembocadura del río; allí estaba la tierra a ambos lados, parda, amarilla, baja y nada hermosa. Y sobre ella, bajas casuchas del mismo color. Nada había sido hecho bellamente, pues aquella tierra parecía no preocuparse de que los hombres la hallaran bella o no.

Estaba la tierra como siempre había estado, hecha de bajos y amarillos altozanos que el río había ido formando para empujar las aguas marinas y hacerse su propio camino.

Hasta Yuan veía que no era hermosa. En cubierta, entre los de su raza, miraba con ansiedad aquella tierra. Yuan oyó decir: «Es hermosa, ¿verdad?», y también: «No es tan bonita como los montes de otros países». Pero él no quería contestar a nadie. Estaba ensimismado pensando: «Mi tierra oculta su belleza. Es como una mujer virtuosa que se pone discretas vestiduras ante los extranjeros, en las puertas de su casa, y sólo dentro de su hogar usa colores, se pone los anillos en las manos y los zarcillos en las orejas».

Por primera vez, desde hacía muchos años, esta idea cuajó en él como un pequeño poema, y sintió el impulso de escribir unas cuantas líneas. Sacó un cuaderno que llevaba en el bolsillo, y al momento trasladó los versos a él; este fugaz momento le ayudó en la exaltación y brillo de aquel día.

De pronto, de la plana tierra surgieron unas torres, que Yuan no había visto antes, al partir, cuando pasó, metido en su camarote, en compañía de Sheng, una noche. Ahora las miró, tan sorprendido como los otros pasajeros, y al verlas resplandecer a la luz del sol, altas sobre la planicie, alguien dijo:

—Nunca soñé que esta fuera una ciudad tan grande y moderna.

Y Yuan notó la oculta satisfacción que había en la voz de aquel hombre; y aunque él no decía nada ni movía su rostro, miraba complacido a su tierra.

Aún estaba saboreando este orgullo, cuando el barco atracó al muelle, y, al momento, una horda de hombres del pueblo subió a bordo, gente de los puertos, que se apresuraba a buscar algún trabajo, alguna maleta que llevar a las espaldas o algún menester semejante. En el puerto, botecillos y chinchorros se deslizaban bajo el ardiente sol, y, en ellos, unos mendigos se lamentaban y pedían, alargando unas cestas colgadas de pértigas; casi todos ellos eran enfermos o menesterosos. Algunos de los hombres que habían subido iban semidesnudos, a causa del calor, y en su prisa, por alcanzar un quehacer, rozaban contra los delicados vestidos de las mujeres blancas sus cuerpos sudorosos y tiznados.

Yuan vio cómo estas mujeres blancas se apartaban, en parte por temor a los hombres, en parte por miedo a la suciedad. Y esto le amargó el corazón, pues aquellos mendigos y aquellos trabajadores eran gente de su misma raza. Y lo más extraño era que, aun cuando odiaba a aquellas mujeres blancas, tan remilgadas, también odió de pronto a los mendigos y a los hombres del muelle, y se dijo apasionadamente: «Los que mandan aquí no deberían dejar que esta gente viniera a mostrarse delante de todo el mundo. No hay derecho a que los vean al principio, cuando a lo mejor no van a ver más que a estos».

Decidió que él mismo trataría de que se evitara tal espectáculo, que juzgaba insoportable. Aunque a cualquier otro le parecería cosa sin importancia, a él no le era indiferente.

De pronto, se quedó perplejo. Iba a bajar del barco, cuando vio que su madre estaba allí, esperándole, y junto a ella, Ai-lan. Había mucha gente aguardando a los que llegaban, pero Yuan observó, con gran alegría, que entre todos ninguno era comparable a Ai-lan. Mientras saludaba a su madre; mientras sentía el gozo de ir a estrechar de nuevo su mano y recibía la bienvenida que le daban sus ojos y su sonrisa, no pudo dejar de ver que las miradas de todos los que iban en el barco se clavaban en Ai-lan, y se sintió feliz de que la admiraran, pues ella era de la misma raza y de su misma sangre. Ai-lan se destacaba entre todos los pobres y los trabajadores del puerto.

Ai-lan era bella. Cuando Yuan la vio por última vez, antes de partir, siendo aún muy joven, no pudo apreciar cuán preciosa era. Ahora, cuando bajaba a los muelles, se dio cuenta de que Ai-lan podía competir en belleza con cualquier mujer en cualquier parte del mundo.

Le sentaba bien el haber perdido aquella coquetería gatuna de su primera adolescencia. Ahora, aunque sus ojos eran brillantes y vivos y su voz tan clara y flexible como siempre, había adquirido, en cierto modo, una suave y distinguida dignidad, que sólo rompía de vez en cuando su risa cantarina. Su pelo, negro y agradablemente recortado, no lo llevaba rizado, como algunas muchachas lo usaban, sino liso, brillante como el ébano y formando un flequillo sobre la frente. Aquel día llevaba un recto vestido, plateado, muy a la moda, con alto cuello y mangas cortas hasta los lindos codos; vestido acomodado a su cuerpo, de tal manera que, sin romperse una sola línea, mostraba con grata perfección los hombros, el pecho, los muslos y las rodillas.

Yuan la miró orgulloso, confortado de aquella perfección. ¡Había en su tierra una mujer como aquella!

Un poco detrás de su madre estaba una alta muchacha que no era ya una niña, pero tampoco una doncella formada. No era bella como Ai-lan, pero tenía una noble y clara mirada, y si Ai-lan no hubiese estado allí habría parecido bastante hermosa, pues, aunque era alta, sus movimientos eran graciosos y elegantes; su rostro, pálido y oval, y sus negros ojos, grandes y armoniosamente colocados bajo las rectas cejas. Entre todas las risueñas palabras de bienvenida, nadie se había preocupado de decirle a Yuan quién era aquella muchacha. Y cuando se disponía a preguntarlo, reconoció en ella a Mei-ling, la niña que había gritado al verle primero al salir de la prisión. Yuan saludó en silencio, inclinando la cabeza, y ella le respondió del mismo modo. En este breve espacio, Yuan se percató de que aquel rostro no era de los que se olvidan fácilmente.

Allí había otra persona: el escritor de cuentos, al que Yuan recordaba muy bien, el llamado Wu, contra el cual le había pedido la madre que guardara a su hermana. Allí estaba, confianzudo, cortés y vestido a la usanza occidental, con un bigotillo recortado, los cabellos tan pegados y negros como si se les hubiera sacado lustre y en todo su aspecto una especie de seguridad de estar donde le correspondía.

Pronto comprendió esto Yuan, pues, cuando hubieron pasado los primeros gritos y saludos, la señora tomó delicadamente la mano del joven, y luego la mano de Yuan, y le dijo:

—Yuan, este es el hombre que se va a casar con Ai-lan. Hemos retrasado la boda para esperar a que tú vinieras, porque Ai-lan lo pidió.

Yuan, que recordaba muy bien lo que antaño sentía la madre por aquel hombre, pensó en que ella nunca le había escrito nada sobre esto; y como era la hora de las amabilidades, tomando la suave mano del otro, a la manera moderna, dijo:

—Me alegro mucho de poder asistir a la boda de mi hermana… Soy un hombre afortunado.

El otro sonrió con facilidad y un poco de indolencia, dejó caer sus pestañas de un modo que le era peculiar, miró a Yuan y dijo en un inglés amanerado:

—Yo soy el afortunado, sin duda. —Y se pasó por los cabellos la otra mano, cuya extraña belleza recordó Yuan, ahora que las veía.

Yuan, no habituado a estos diálogos, bajó la mano y se volvió, indeciso. Recordó que aquel hombre había estado casado, y, dándole vueltas en su cabeza, decidió preguntar a su madre, a solas, cómo había sucedido todo aquello, de lo que ahora no se podía hablar. Cuando, unos minutos después, todos se dirigían a la calle donde los coches los esperaban, Yuan no pudo dejar de ver qué buena pareja hacían los dos, ambos de una misma raza, y a la vez con algo que los diferenciaba. Era casi como si un viejo árbol de fuertes raíces hubiese hecho brotar exquisitas flores de su nudoso y áspero tronco.

Entonces, la señora tomó la mano de Yuan otra vez, y dijo:

—Tenemos que ir a casa, porque el sol quema demasiado aquí, junto a las aguas.

Llegaron a la calle donde los coches esperaban. La señora tenía su propio coche, en el que hizo subir a Yuan, teniéndole todavía cogida la mano. Al otro lado de ella iba Mei-ling.

Ai-lan subió a un rojo automóvil de dos asientos y, junto a ella, su novio. En aquel brillante vehículo, la pareja podía haber sido tomada por una diosa y un dios, mostrando su belleza. Iba el coche descubierto, y el sol brillaba en los cabellos negros y relucientes y en la suavidad impecable de su piel; y el brillo escarlata de la carrocería no hacía sino mostrar más claramente la hermosura y gracia que emanaban de aquellos dos cuerpos.

Yuan admiró de nuevo la belleza y sintió el orgullo de su raza. ¡Nunca, en aquella tierra extranjera, había visto tan claramente la belleza como ahora! No tenía que temer por haber vuelto a su casa.

Aún contemplaba Yuan aquel espectáculo, cuando un mendigo, saliendo de la multitud que se detenía para ver a la gente rica que pasaba, se acercó al coche rojo y, tendiendo la mano por encima de la portezuela, lanzó el antiguo grito de su clase:

—¡Un poco de plata, señor, un poco de plata!

A esto, el joven señor que estaba en el coche respondió, gritando con rudeza:

—¡Quita de ahí tu sucia mano!

Pero el mendigo siguió implorando con más empeño, y el joven del coche, quitándose su zapato de forma occidental, duro y curtido, golpeó con el tacón los dedos del pordiosero contra la portezuela, tan fuertemente que el pordiosero murmuró, llevándose la mano dolorida a la boca: «¡Oh, madre mía!», y volvió a mezclarse con la multitud.

Wu, haciendo a Yuan un saludo con su pálida y elegante mano, puso en marcha su automóvil, con un ruidoso arranque, y el vehículo escarlata avanzó bajo la luz del sol.

Los primeros días que pasó en su patria, Yuan dejó su ánimo en expectación, esperando ver justamente lo que en sí mismo sucedía. Al comienzo pensó, con alivio: «No son tan distintas aquí las cosas. Después de todo, mi patria es como cualquiera de las naciones modernas. ¿Por qué iba yo a tener miedo?».

Sin duda, así le parecía. Yuan, que había temido, en el fondo, encontrar calles, casas y gente que le iban a parecer pobres, estaba contento de hallar que no eran así. Mas notaba esto porque la señora se había trasladado de la pequeña casa en que vivía a otra mayor, construida al modo extranjero. El primer día, al llegar, la señora le dijo:

—Me mudé de casa por Ai-lan; le parecía que la otra casa era pobre y demasiado chica para recibir a sus amistades. He hecho, por cierto, lo que dije que iba a hacer. Me he traído a Mei-ling a vivir conmigo… Yuan, esta será mi hija, mi propia hija. ¿Te conté que va a ser médico, como mi padre? Yo le he enseñado y ella, a su vez, me ha enseñado a mí, y ahora va a estudiar a una Facultad extranjera. Le quedan dos años de estudios, y luego tendrá que trabajar, por algún tiempo más, en el hospital de esa Facultad. Ya le hice ver que el mejor medio de conocer nuestras apariencias externas es juzgando según nuestros humores internos. Aunque no dejo de reconocer que, para cortar y coser, son más hábiles los médicos extranjeros. Mei-ling sabe las dos cosas. Y me ayuda con las chiquillas que yo recojo, esas que encuentro en las calles, abandonadas… Ahora hay muchas más, Yuan, en estos días de revolución, ahora que hombres y mujeres han aprendido a ser tan libres.

Yuan dijo:

—Yo pensaba encontrar en Mei-ling solamente una niña. Recuerdo que no era sino una niña.

—Ahora tiene veinte años —contestó la señora—. Y hace mucho que pasó su niñez. Por su inteligencia y manera de ser, es mucho mayor de lo que su edad dice, y mayor que Ai-lan, que tiene veintiséis años. Mei-ling es una muchacha excelente. Un día fui a verla, cuando ayudaba al doctor a cortar no sé qué cosa del cuello de una mujer, y las manos de Mei-ling eran tan seguras como las de un hombre; el doctor la felicitó, porque no había temblado ni se había turbado con la vista de la sangre. Nada la asusta; es una muchacha valiente. Ella y Ai-lan se quieren. Pero Mei-ling no sigue a Ai-lan cuando esta va a sus diversiones; por su parte, Ai-lan no quiere ir a ver los trabajos de Mei-ling.

Estaban sentados en el saloncito de la señora. Mei-ling había salido inmediatamente después de llegar, y sólo estaba en la casa la criada que había servido el té. Yuan dijo entonces, curioso:

—Lo creía que Wu ya estaba casado con otra mujer, madre…

La señora respondió, suspirando:

—Ya me imaginaba que lo recordarías… ¡He cavilado tanto a causa de Ai-lan! Mira, Yuan, ellos estaban dispuestos a casarse, y no había nada que decir. No hay manera de persuadirla de nada. Por esa razón tomé esta casa más grande. Porque si habían de encontrarse, yo prefería que fuera aquí; y, además, he conseguido ir aplazando las cosas hasta que él obtuviera el divorcio y quedara libre de su otra mujer… Es verdad que esta otra mujer era una anticuada. Él se casó con ella obligado por sus padres, que la escogieron cuando Wu tenía dieciséis años. ¡No sé a quién compadecer más, si al hombre o a esa pobre mujer! A mí también me casaron así, sin amor, y en parte me siento como ella. Y prometí dejar que mi hija se casara con quien ella quisiera, porque sé muy bien lo que es casarse sin amor. Por eso siento las preocupaciones de los dos. Pero ahora todo está arreglado en nuestros días. Él es libre, y ella, la esposa, pobre mujer, se vuelve a su ciudad, en el interior del país. Llegué a ir a verla, pues vivían juntos aquí; bueno, es decir, no precisamente juntos, según decía ella. Allí estaba con dos criadas, metiendo sus cosas en dos maletas de cuero que había comprado con su dote matrimonial. Y todo lo que dijo fue: «Yo sabía que esto tenía que terminar así… Lo sabía». Es una mujer sin belleza, cinco años mayor que él, que no habla ningún idioma extranjero, como es necesario hoy día, y que en su tiempo tuvo los pies vendados, aunque ahora los disimula con zapatos extranjeros. Para ella esto es, sin duda, el fin. ¿Qué puede esperar ahora? No le pregunté, ni me lo dijo. Ahora sólo tengo que preocuparme de Ai-lan. Nosotras, las mayores, no podemos hacer nada en estos días, excepto dejar a los jóvenes que hagan lo que se les antoje. El país está revuelto, y aquí no hay nada que nos sirva de guía. Ni ley ni castigo…

Yuan se limitó a sonreír ligeramente cuando ella hubo dicho esto. La veía vieja y tranquila, siempre un poco triste, con los cabellos blancos, y decía las cosas que siempre dicen los viejos.

Mas Yuan no sentía sino esperanza y valor. En las horas que llevaba en su tierra, aquella ciudad le había dado ese valor. Era una ciudad rica y llena de movimiento. Por doquiera, al pasar, había visto nuevas tiendas, almacenes que vendían máquinas y productos de todo el mundo. Ya no se veían las callejas humildes, con tiendecillas de techo de paja que vendían baratijas. La ciudad era un centro del mundo, y nuevos edificios se alzaban por todas partes, altos, muy altos; en los seis años habían surgido muchos edificios altos y fuertes, que resaltaban contra el cielo.

Aquella noche, antes de acostarse, Yuan se asomó a la ventana, y, mirando la ciudad, pensó: «Se parece a la ciudad donde ahora vive Sheng». Llegaban hasta él las luces y los ruidos de los motores, el murmullo de millones de seres humanos. Aquella era su tierra; las letras que se iluminaban, contra el cielo oscuro y sin luna, eran letras de su propio alfabeto, y anunciaban cosas hechas por sus propios compatriotas. Aquella ciudad era la suya, tan grande como cualquiera del mundo. Por un momento pensó en aquella mujer a quien se había apartado para dar gusto a Ai-lan. Pero se quitó esta idea de la cabeza, diciéndose: «Hay que apartar todo lo que no pueda mantenerse en esta nueva hora. Es la razón. Ai-lan y ese hombre tienen razón. Lo nuevo no puede ser negado».

Y, lleno de una nueva alegría, se acostó.

Yuan anduvo por todas partes aquellos primeros días entre la alegría de la gran ciudad. Le parecía que su fortuna superaba a sus sueños, pues dejó aquella tierra al salir de una prisión, y ahora estaba de verdad en su casa, y le parecía que todas las puertas de las cárceles habían sido abiertas, no solamente las de su propia prisión, sino todos los límites y encierros. Era un olvidado y antiguo malestar el de que su padre le obligaría a casarse contra su voluntad, y era un recuerdo malo y pasado el que, una vez, muchos jóvenes y muchachas habían sido presos y fusilados por defender la libertad. Aquella libertad por la que ellos luchaban; ¡ahora había llegado para todos! Por las calles de la ciudad veía ir y venir a los jóvenes, sus miradas libres y atrevidas, dispuestos a hacer lo que quisieran; y allí no había esclavitud por ninguna parte.

Al cabo de un par de días, llegó una carta de Meng, diciendo:

Quisiera haber ido a veros, pero estoy aquí sin poder salir de la nueva capital. Estamos renovando la vieja ciudad, primo; echamos abajo las casas antiguas y hemos abierto una gran calle que atraviesa la ciudad como un viento de limpieza; y abriremos otras más por doquiera. Hemos decidido derribar los viejos templos y reemplazarlos por escuelas, pues el pueblo ya no tiene necesidad de los templos. Ahora le enseñaremos, le haremos conocer la ciencia. Por mi parte, soy capitán del ejército, y estoy cerca de mi general, que te conoció antaño, en la escuela de guerra. Me ruega: «Dile a Yuan que aquí hay un lugar para él. Que venga a hacer su labor». Y así es, pues él le ha hablado a un hombre que es su superior, este ha hablado con alguien de influencia, y en este colegio hay una plaza para ti, para que enseñes lo que prefieras. Aquí podrás vivir y ayudarnos a levantar la ciudad.

Yuan, al leer estas decididas y enérgicas palabras, pensó, exaltado: «Y esto viene de Meng, que antes estaba oculto; ¡hay que ver adónde ha llegado!». Yuan tenía la idea de que siempre, en su tierra, había un lugar para él. Esto acudía ahora a su mente con insistencia. ¿Le gustaría, en verdad, ser maestro de muchachos y muchachas muy jóvenes? Sería la forma más inmediata de servir a su pueblo. Abandonó pronto esta idea, para esperar un día o dos, hasta que terminara sus inmediatos deberes.

Como primera providencia, debía ir a ver a su tío y a la familia de este; luego, asistir a la boda de Ai-lan, tres días después, y, más tarde, ir a ver a su padre. Encontró dos cartas de este, esperándole en la ciudad de la costa. Y cuando vio las cuadradas y temblonas letras sobre un par de hojas, grandes e inseguras letras de viejo, se conmovió con antigua ternura y olvidó que alguna vez había temido u odiado a su padre; pues ahora, en los nuevos días, el Tigre venía a ser algo tan fútil como un viejo actor en un escenario olvidado. Sí, tenía que ir a ver a su padre.

Aquellos seis años que habían hecho más bella a Ai-lan y que habían transformado en mujer a Mei-ling, habían caído con toda la fuerza de la vejez sobre Wang el Terrateniente y su esposa, pues, mientras la «madre» de Yuan se había conservado bastante bien durante aquellos años, y solamente tenía el pelo un poco más blanco y el inteligente rostro un tanto sereno, paciente y menos redondo, a los otros los encontró Yuan verdaderamente viejos. Ya no vivían en su antigua casa, sino en la del hijo mayor; allí, en aquella casa construida por el hijo al estilo occidental y junto a un precioso jardín. En este jardín, y bajo un plátano, estaba sentado el anciano, y Yuan lo halló tan plácido y feliz como un viejo santo. Había apartado ya de sí todas aquellas maneras y procedimientos odiosos, y lo peor que hacía era comprar de vez en cuando una estampa donde hubiera pintada una linda doncella; había llegado a tener varios centenares de pinturas, y cuando le placía, llamaba a un sirviente para que se las fuese a buscar, y las iba mirando lentamente. Cuando Yuan llegó, el tío estaba en su sillón, y una criada joven, tras él, le abanicaba para espantar las moscas y le iba pasando las pinturas, como si se las mostrase a un niño.

Yuan apenas pudo reconocer a su tío en aquel viejo que, por su afición a los placeres, llevada hasta la vejez sin descanso, cayó de súbito bajo los efectos de la edad. A veces, todavía fumaba un poco de opio, como los viejos acostumbran hacer. La edad había caído sobre él de repente, como un rayo, eliminando su gordura, y ahora sus ropas le colgaban, demasiado grandes para él. Donde antes había habido grasa, ahora pendía el pellejo fláccido. No había cambiado sus vestidos de raso, capaces para su antiguo grosor y ahora con las mangas largas y caídas, hasta cubrirle las manos, y el cuello tan holgado que dejaba ver el arrugado cogote y la piel colgante del pescuezo y la garganta.

Al detenerse Yuan frente a él, el viejo le saludó vagamente, diciéndole:

—Aquí estoy sentado solo, viendo estas pinturas, que tu tía dice que son malas.

Rio un poco con su antigua manera codiciosa, risa que tenía algo de mueca en su desmedrado rostro, y al hacerlo miró de soslayo a la doncella, que le respondió con falsa risa animadora, mirando a su vez a Yuan. A este, la voz y la risa del viejo le parecieron más débiles de lo que antaño eran.

Después de unos momentos, el anciano le preguntó, sin dejar de mirar las pinturas:

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te fuiste? —Y cuando Yuan se lo dijo, el viejo añadió—: ¿Cómo está mi hijo segundo?

Habiéndoselo dicho Yuan, murmuró, como diciendo algo que siempre se le venía a las mientes al acordarse de Sheng: «Gasta demasiado dinero en ese país… Mi hijo el mayor dice que Sheng gasta mucho dinero». Y se puso serio, hasta que Yuan le dijo para animarle:

—Él dice que volverá el próximo verano.

Y el viejo murmuró, mirando una estampa con una mozuela debajo de un bambú:

—¡Ah, sí! Él dice eso. —Luego pensó en algo, y dijo con satisfacción—. ¿Sabes que mi hijo Meng es capitán? —Cuando Yuan, sonriendo, le dijo que lo sabía, el tío añadió orgulloso—: Sí, Meng es ahora un estupendo capitán. Tiene un buen sueldo, y es agradable tener un guerrero en la familia, en estos tiempos de inquietud. Mi hijo ha llegado muy alto en estos días. Vino a verme; vestía un uniforme igual a los que se usan en el extranjero, llevaba una pistola en el cinturón y calzaba espuelas. Todo esto lo vi.

Yuan estaba aburrido, pero no podía dejar de sonreír al pensar que en aquellos pocos años Meng se había trocado de fugitivo y perseguido, contra el que su padre clamaba, en un capitán del que su padre estaba orgulloso.

Mientras hablaban, el viejo parecía no estar muy a gusto. Empezó a decir leves cortesías, de las que se suelen usar con un huésped que no sea un sobrino. Hizo ademán de servir té a Yuan, de una tetera que tenía a su lado, hasta que Yuan le indicó que no lo deseaba; luego le ofreció su propia pipa. Yuan se dio cuenta de que le estaba tratando como a un invitado de cumplido, mirándole con ojos inquietos. Por fin el viejo dijo:

—Tú eres un extranjero. Tus trajes y tu manera de andar te hacen parecer extranjero a mis ojos.

Y aunque Yuan rio no se sintió muy complacido con esto y algo le impidió contestar.

Muy pronto se percató de que, aunque no había pasado fuera sino seis años, no tenía nada que decirle a aquel anciano, ni el viejo a él, de suerte que se despidió. Miró una vez atrás, pero el tío le había olvidado ya. Se había quedado dormido, con la quijada temblorosa y caída, y los párpados entornados. Cuando Yuan volvió la cabeza, ya dormía, pues una mosca se le había posado en la mejilla, y la muchacha, mirando a Yuan, no se había ocupado de espantarla; el viejo no la sentía.

Al salir de allí, Yuan fue a ver a su tía, a la que también debía presentar sus respetos; mientras esperaba, se sentó en el recibidor y se dedicó a observar. Desde que había regresado, lo miraba todo según sus nuevos puntos de vista, y siempre, aunque no las conociera de antes, hallaba que las cosas estaban a la altura de lo extranjero. Le complacía aquella habitación, que le pareció más elegante que las que había visto en otras partes. Había una ancha alfombra, decorada con animales y flores, azul, amarillo y roja; en las paredes había pinturas extranjeras, de luminosas montañas y aguas azules, todas en brillantes marcos dorados; en las ventanas, cortinas de rojo terciopelo, y las sillas estaban tapizadas con la misma tela roja, y eran muy agradables y blandas. Mesillas de labrada madera negra, se veían aquí y allá. Hasta las escupideras eran elegantes, decoradas con brillantes pájaros azules y doradas flores. Al fondo de la pieza, entre las ventanas, colgaban cuatro decoraciones que representaban las cuatro estaciones del año; rojas flores de ciruelo para la primavera, blancos lirios para el verano, dorados crisantemos para el otoño, y bayas granates de bambúes, sobre la nieve, para el invierno.

A Yuan le pareció aquel el cuarto más alegre y elegante que había visto en su vida, con todo lo necesario para distraer al huésped durante horas, pues sobre cada una de las mesas había estatuillas, tallas y muñecos de plata y marfil. Era bien distinto del lejano y cálido cuarto que había hallado amigable y acogedor durante un tiempo. Dio unos paseos por la pieza, esperando a la criada que había ido a anunciar su llegada; y mientras esperaba, el ruido de un automóvil se oyó a la puerta, y llegaron su primo y la mujer de este.

Los dos parecían más prósperos de lo que Yuan recordaba. Él andaba por sus años de madurez, adquiriendo la carne que a su padre le faltaba ahora, y parecía más gordo de lo que en realidad era, pues llevaba un traje extranjero, que no ocultaba nada de su complexión; su rostro era redondo como un melón, y tan amarillo como este, pues para librarse del calor se había afeitado hasta la cabeza. Entró, enjugándose el sudor, y cuando se volvió para dar su sombrero de paja a una criada, Yuan vio que la carne le formaba tres apretados pliegues en el cogote, bajo la cabeza rasurada.

Mas su mujer era espléndida. Ya no era joven, y tenía cinco hijos, pero nadie lo hubiera conocido, puesto que después de cada parto, según la costumbre de las señoras de la ciudad, entregaba su hijo para que otra mujer lo criara, en tanto que ella se vendaba el cuerpo y los pechos hasta recuperar su gallardía. Yuan la veía tan bien plantada como una virgen, y, aunque tenía cuarenta años, su rostro era rosado y marfileño, sus cabellos suaves y negros, y su mirada no había sufrido los embates de la edad. Ni siquiera el calor la alteraba. Se adelantó lentamente, dando la bienvenida a Yuan con gracia y cierta seriedad, y solamente en el gesto de disgusto que tuvo para con su pesado marido pudo apreciar Yuan la petulancia que tan propia le era. Pero era cortés con Yuan, puesto que ya no lo veía como el adocenado de la vieja ciudad y un hijo cualquiera de la familia. Ahora era un hombre que había estado en el extranjero, que había obtenido un título académico en el exterior. Yuan se dio cuenta de que a ella le importaba su opinión.

Tras los saludos de rigor, y después de sentarse, el primo gritó pidiendo que les sirvieran el té. Yuan le preguntó:

—¿Y qué es de tu vida, primo? Sé que has hecho fortuna.

El primo rio, complacido, jugando con una gruesa cadena que le colgaba sobre la barriga, y contestó:

—Soy vicepresidente de un Banco que se acaba de abrir. Mira, Yuan, es un buen negocio el de los Bancos, en este sitio extranjero donde las guerras no pueden llegarnos, tal como sucede por doquiera. La gente solía invertir su dinero en tierras y más tierras. Pero la tierra ya no es tan segura como lo fue antaño. Hay sitios donde los colonos se han rebelado y se han aprovechado de la tierra de los señores.

—¿Y no lo han podido evitar? —dijo Yuan, extrañado.

La señora les interrumpió, acerada:

—¡Debían de haberlos matado!

Pero el primo se encogió de hombros, en la rigidez de su vestidura extranjera, y sacando las manos, dijo:

—¿Quién puede evitarlo ni detenerlos? ¿Quién sabe cómo pasa nada en estos días?

Y cuando Yuan murmuró: «El Gobierno», el primo repitió:

—¡El Gobierno! ¡Esta nueva confusión de generales y estudiantes que llamarnos Gobierno! ¿Qué pueden hacer ellos? No; cada hombre debe valerse por sí mismo en estos días. Que la plata entre en nuestros Bancos y que los soldados extranjeros nos guarden, bajo leyes extranjeras… Sí, es una buena situación la que tengo, y la he conseguido gracias a mis amigos.

Mis amigos —cortó la mujer, rápidamente—. Si no hubiera sido por mí, que hice gran amistad con la señora de un gran banquero, y por medio de ella llegué a conocer al marido y abogué por ti…

—Sí, sí —dijo su esposo apresuradamente—. Ya lo sé.

Y, fastidiado, guardó silencio, como si allí hubiera algo que no quisiera discutir claramente y como si hubiera pagado cierto precio secreto por lo que tenía. Entonces, la señora le preguntó a Yuan, con la fría coquetería que ponía en todo cuanto hacía, como si lo hubiera ensayado ante un espejo.

—¿De modo, Yuan, que ya estás de nuevo en tu patria, hecho un hombre y sabiendo de todo?

Cuando Yuan sonrió, silencioso, para denegar, ella rio, picaresca, y tocándose los labios con el pañuelo, dijo:

—¡Oh, bien sé que sabes mucho, porque seguramente no han pasado estos años para que tú sepas lo poco que sabías al partir!

Yuan no supo qué contestar. Se sintió incómodo, como si la mujer de su primo fuera falsa y extraña. Pero en aquel momento entró una criada, precediendo a su vieja señora y ama, y Yuan se puso de pie para saludar a su tía.

La vieja señora entró en aquel elegante cuarto, siguiendo a su sirvienta. Era una mujer delgada, alta, con el pelo aún negro, pero con la cara cruzada por muchas arrugas, aunque los ojos seguían siendo muy agudos y críticos para cuanto miraban.

No les prestó la menor atención a su hijo ni a su nuera, pero dejó que Yuan se inclinara ante ella, le dio la bienvenida y, dirigiéndose a la criada, le dijo:

—Tráeme la escupidera.

Cuando la criada se la llevó ella tosió y escupió muy decentemente, y le dijo a Yuan:

—Estoy tan sana como siempre, gracias a los dioses, excepto esta tos que tengo y estas flemas, que me vienen sobre todo por la mañana.

Al oír esto, la nuera la miró con disgusto, pero el hijo contestó suavemente:

—Esto sucede siempre con la gente de edad, madre.

Ella no le hizo caso. Miró a Yuan de arriba abajo, y dijo:

—¿Cómo está mi segundo hijo en esta tierra extranjera? —Y, cuando oyó que Yuan le decía que Sheng estaba muy bien, añadió—: Lo casaré cuando vuelva.

Entonces la nuera rio fuertemente, y dijo con descaro:

—No creo que Sheng se case contra su voluntad, madre… Como ninguno de los jóvenes de hoy en día.

La vieja señora dirigió una mirada a su nuera, una mirada que decía lo que ya le debió de haber dicho de palabra muchas veces, y dirigiéndose a Yuan, dijo:

—Mi tercer hijo es oficial. Supongo que ya lo habrás oído. Sí, Meng es ahora capitán, y manda a muchos hombres del nuevo ejército.

Yuan lo oyó en silencio, y otra vez sonrió al recordar cómo gritaba aquella señora contra Meng. El primo vio la sonrisa y dejó su taza de té, que había estado sorbiendo sonoramente, y dijo:

—Así es. Mi hermano se acerca con los triunfantes ejércitos desde el Sur. Ahora tiene un puesto muy importante en la nueva capital y muchos soldados a sus órdenes. Hemos oído contar cosas sobre su valentía y su denuedo. Puede venir cualquier día a vernos, cuando quiera, pues los viejos gobernantes se han marchado, refugiándose en el extranjero. Pero está muy ocupado y no tiene tiempo.

La vieja no podía soportar otra conversación que la suya. Tosió y escupió de nuevo, ruidosamente, y preguntó:

—¿Qué camino vas a seguir, Yuan, ahora que has vuelto del extranjero? ¡Tú podrás obtener una buena paga!

Yuan contestó, confuso:

—En primer lugar, como sabéis, Ai-lan se casará dentro de tres días; luego tengo que ir a ver a mi padre, y después pensaré el camino que he de seguir.

—¡Esa Ai-lan! —dijo la vieja súbitamente, recalcando el nombre—. ¡Yo no habría dejado a mi hija casarse con un hombre como este! ¡La hubiera metido en un convento!

—¡Ai-lan en un convento! —gritó la nuera. Y rio con su risa falsa y amarga.

—¡Si hubiera sido mi hija, eso habría hecho! —dijo la señora con firmeza.

Miró fijamente a su nuera. Y hubiera dicho más, pero calló de repente, a causa de un golpe de tos, que obligó a la criada a golpearle las espaldas para que recobrara el aliento.

Yuan pudo, por fin, despedirse, y cuando volvía a su casa, por las soleadas calles, gozoso de caminar en tan hermoso día, pensaba en aquellos viejos tíos que acababa de dejar. «Sí, todo lo que es viejo va a morir», se dijo gozosamente. Pero él era joven, los tiempos eran jóvenes también, y en aquella brillante mañana estival le pareció que no encontraba en las calles sino a gente joven: muchachas vestidas de brillantes colores, los brazos desnudos al nuevo modo extranjero, y, con ellas, muchachos libres y risueños. En aquella ciudad, aquel día, todo era rico y juvenil, y la vida era buena para Yuan.

* * * *

Pronto no hubo otra cosa en qué pensar sino en la boda de Ai-lan. Ella y su prometido eran muy conocidos entre los jóvenes ricos de la ciudad, no sólo entre los de su raza, sino entre los extranjeros, y habían sido invitados a la boda más de mil amigos y conocidos, y otros tantos para la fiesta que seguiría. Yuan no había tenido tiempo de hablar con Ai-lan a solas, excepto el día en que llegó. Mas aquello no había sido, en realidad, hablar con ella. Su risa burlona había desaparecido, y Yuan no podía penetrar en la aureola amable y segura que ahora emanaba de aquella muchacha. Le preguntó, con la misma mirada franca que antes: «¿Estás contento de haber vuelto, Yuan?». Pero cuando él le contestó, vio que sus ojos, que le miraban fijamente, no le veían, sino que estaban mirando hacia adentro, hacia algún pensamiento profundo, y que para él no eran más que dos preciosas, líquidas y oscuras luminarias. Yuan se sintió desazonado, y preguntó desconcertado, buscando las palabras:

—Tú eres otra… No pareces feliz… ¿Quieres casarte, en verdad?

Mas ella seguía estando lejana. Abrió sus lindos ojos, rio de un modo claro y metálico, y dijo con voz fría:

—No soy ya tan bonita, Yuan. Me he vuelto pálida, vieja y fea.

Él dijo apresuradamente:

—No. Estás más bonita que antes, pero…

Y ella, burlona, repuso:

—¡Bah! ¿Sería capaz de decirte que me iba a casar, que quería desposarme con este hombre, si no…? ¿He hecho alguna vez algo contra mi voluntad, hermano? ¿No he sido siempre mala y caprichosa? Así lo dice siempre mi tía, y mi madre es demasiado buena para decirlo, pero lo piensa…

Pero Yuan, aunque ella jugaba con sus ojos, haciéndolos indiferentes y pícaros, y enarcaba las cejas, vio que ellos estaban vacíos, y no quiso decir nada más. Después no habló a solas con ella, pues noche tras noche Ai-lan salió, vistiendo diferentes trajes, con sedas de distintos matices; y aunque Yuan iba con ella, apenas la veía más que a distancia: una figura primorosa, brillante, extraña para él en aquellos días, ensimismada y como viendo a los demás en sueños. Se mostraba reservada, lo que no había sido nunca. Su reír se había tornado sonrisa; sus ojos, oscuros, en lugar de brillantes, y su cuerpo suave y elegante, se movía lentamente, con fría gracia, en vez de aquella saltarina, alegre inquietud de antes. Había ocultado el encanto de su alegre juventud y aprendido aquel nuevo encanto compuesto de silencio y de gracia.

Pasaba el día durmiendo, rendida. Yuan, la madre y Mei-ling comían juntos, sin Ai-lan; andaban silenciosamente por la casa, y todo ruido cesaba hasta que caía la noche, en que Ai-lan salía de nuevo, en compañía de su galán, para ir a alguna casa donde la festejaban. Si se levantaba más temprano, era solamente para probarse vestidos, hechos por muchas modistas que iban a la casa; vestidos de seda y raso, y entre ellos, el traje nupcial, de raso, de color de melocotón, con un largo velo plateado, a la usanza extranjera.

Yuan notó también cuán silenciosa y grave andaba la madre en los días que precedieron a la boda. Hablaba muy poco, excepto con Mei-ling, y parecía descansar en esta de muchas preocupaciones. Le decía: «¿Has llevado el caldo a Ai-lan?», o: «Ai-lan debe tomar su sopa, o esa leche seca que le gusta tomar cuando llega por la noche. La encuentro pálida», o bien: «Ai-lan quiere dos perlas para prender el velo, ya sabes. Pide a un joyero que traiga algunas para que escoja».

Tenía la cabeza llena de estas pequeñas preocupaciones en torno a Ai-lan, y Yuan veía que eran naturales en una madre y se alegraba de que allí estuviera la otra muchacha para ayudarla. Una vez que la madre no estaba, y él y Mei-ling esperaban que les sirvieran la comida, Yuan, sin saber exactamente qué decir, pero sabiendo que tenía que decir algo, exclamó:

—Eres muy útil y buena para mi madre.

La muchacha alzó sus honrados ojos, y, mirándole, dijo:

—Ella me salvó en mi niñez.

Yuan respondió:

—Sí, ya lo sé. —Y se quedó sorprendido, pues en los ojos de la muchacha no había la menor muestra de que se sintiera avergonzada, con una vergüenza que pudo haber sentido al decir que era una expósita, cuyos padres desconocía. Y Yuan, sintiéndola como una de su familia, ya que tanto quería a su madre, le dijo:

—Me gustaría verla más contenta con la boda de mi hermana. Creo que la mayoría de las madres están contentas cuando se van a casar sus hijas.

A esto no respondió Mei-ling. Volvió la cara a otro lado. En aquel momento entró la criada con la comida, y ella se levantó para ayudarla. Yuan la miró y se fijó en que lo hacía con gran sencillez, sin despreciar lo que era menester de sirvientes. La examinó con atención, y vio cuán elegante y fuerte era su cuerpo, no muy alto, cuán firmes y ágiles sus manos, que no hacían un movimiento inútil; y recordó cómo cada vez que su madre preguntaba si algo había sido hecho o no, nunca había dejado de hacerse.

Las horas pasaron de prisa hasta el día de la boda de Ai-lan. Iba a ser una gran boda, en el mayor y más elegante de los hoteles de la ciudad. Los invitados habían sido citados para una hora antes del mediodía. Como el padre de Ai-lan no estaba, y como el viejo tío no podía mantenerse en pie mucho tiempo, el primo mayor fue en representación de su padre. Junto a él estaba la madre de Ai-lan que no se separaba de ella.

El matrimonio se celebraba según una nueva costumbre, muy distinta a la sencilla manera en que su abuelo Wang Lung había tomado sus mujeres, y muy diferente también de las viejas bodas que celebraron los hijos, siguiendo la tradición. En aquellos días, las gentes de la ciudad casaban a sus hijos e hijas de muy diversas maneras, unas más nuevas y otras más anticuadas, pero era seguro que Ai-lan y su prometido elegirían la más nueva de todas. Por lo pronto, habría mucha música de instrumentos extranjeros, que estaban ya preparados; se veían muchas flores por doquier, y esto costaba ya muchos centenares de piezas de plata. Los huéspedes llegaron vestidos según sus razas y costumbres, pues Ai-lan y su novio contaban con amigos muy diversos. Todos se reunieron en el gran vestíbulo del hotel. Afuera, las calles estaban interceptadas con los vehículos de los convidados, con los transeúntes y los pobres que se apretujaban para ver lo que sucedía y obtener alguna ganancia del acontecimiento, para pedir o deslizar las manos en los bolsillos ajenos, aprovechando las apreturas, aunque se hallaban allí unos guardias para mantenerlos apartados.

Entre aquellos grupos pasaron Yuan, la madre y Ai-lan, mientras el conductor tocaba incesantemente la bocina, tratando de no atropellar a nadie; y cuando los guardias vieron el vehículo y la novia dentro, empujaron a la gente, gritando:

—¡Abrid camino! ¡Abrid camino!

Entre toda aquella gente, Ai-lan pasó altanera, silenciosa, con la cabeza un poco echada hacia atrás, el velo prendido con dos perlas y una corona de azahares fragantes. Llevaba en las manos un gran ramo de azucenas y pequeñas rosas blancas, muy olorosas también.

Nunca se había visto una criatura tan bella. Yuan estaba maravillado. Tenía una leve sonrisa fría en los labios, y sus ojos brillaban, blancos y negros bajo las pestañas un poco bajas. Bien conocía ella su propia belleza, y no había duda de que trataba de llevarla a su más alto grado. La multitud guardó silencio al verla y, cuando bajó del automóvil, miles de ojos se clavaron en ella, ansiosos de belleza, primero en silencio, luego acompañados de leves murmullos: «¡Ah, miradla!». «¡Ah, qué bonita, qué bonita!». «¡Oh, nunca se ha visto una novia como esta!». Ai-lan lo oía todo, pero hacía como si no lo oyera.

Así también, cuando llegó al gran vestíbulo y la música señaló su entrada, todos los invitados se volvieron a verla, y el mismo silencio maravillado se adueñó de la gente. Yuan, que había entrado primero y estaba junto al novio, la vio avanzar lentamente entre los invitados, precedida de dos chiquillos blancos que arrojaban rosas a su paso y seguida de muchachas vestidas de muchos colores. Y no pudo sino admirar aquella hermosura. En aquel momento, aunque él no se diera cuenta hasta después, vio muy claramente a Mei-ling, que iba junto a Ai-lan, como acompañante.

Cuando la boda hubo terminado; cuando fue leído el contrato ante la pareja; cuando ambos hubieron saludado, inclinando sus cabezas, a los que representaban a las dos familias, a los invitados y a todos los que debían esta cortesía; cuando la gran fiesta y la diversión concluyeron, y los recién casados partieron para su luna de miel, entonces, pensando en todo aquello, mientras volvía a su casa, Yuan recordó, y se sorprendió de este recuerdo, a Mei-ling.

Había marchado delante de Ai-lan, y, a pesar de su belleza, la novia no había logrado oscurecer a Mei-ling. Yuan recordaba perfectamente que llevaba un precioso vestido de color verde manzana, las mangas muy cortas, el cuello alto, de suerte que sobre el color de su vestido su rostro se veía claro, pálido, resuelto. Su misma diferencia con Ai-lan la hacía destacarse junto a la belleza de la otra. Pues el rostro de Mei-ling no tenía el color, ni el brillo de los ojos o la sonrisa que tenía el de Ai-lan. Su atractivo estaba en la perfecta línea de sus huesos, bajo la firme claridad de la carne; una línea que, según pensó Yuan, guardaría su fuerza y nobleza más allá de su juventud. Ahora parecía mayor de lo que en realidad era. Pero algún día, aquella nariz recta, aquellas mejillas perfectas, el rostro ovalado, los agudos labios; el suave cabello negro, prolongarían su juventud. La vida no podía cambiarla mucho. Aun ahora, cierta gravedad lucía en ella, de manera que en su madurez seguiría siendo joven.

Yuan recordaba aquella seriedad. En toda la fiesta, solamente dos personas habían estado serias: la madre y Mei-ling. Sí; aun en la plenitud de la fiesta, cuando se escanciaban vinos extranjeros de todas clases y todas las mesas estaban llenas de invitados, contando chistes y diciendo ingeniosidades; cuando chocaban las copas y los novios participaban del general jolgorio, aun entonces pudo ver Yuan que la madre estaba seria, y también Mei-ling. Hablaban bajo entre ellas, dirigían a los sirvientes por aquí o allá, pedían consejo al dueño del hotel o le indicaban algo. Yuan pensó que estaban serias a causa de este cuidado, y, sin darle mayor importancia en aquel momento, paseó su vista por el deslumbrante vestíbulo.

Mas, aquella noche, cuando estaban solos, después que todo hubo concluido y la casa estaba en silencio, exceptuando el rumor de algunos criados que iban de un lado a otro para poner las cosas en orden, la señora siguió tan silenciosa y abatida que Yuan sintió que debía decirle algo, a ver si le levantaba el ánimo. Y le dijo amablemente:

—Ai-lan estaba preciosa. Nunca la he visto tan bonita… La mujer más bonita que he visto…

La señora contestó:

—Sí, estaba bellísima. Durante estos tres años ha figurado entre las mujeres más bellas entre las ricas de esta ciudad; ha sido famosa por su belleza. —Se calló un momento, y añadió con extraña amargura—: Yo habría deseado que no fuera tan bella. Ha sido la preocupación de mi vida, y de la vida de mi pobre niña, que Ai-lan haya sido tan linda. Necesitaba no hacer nada. Necesitaba no usar la cabeza ni las manos para nada. Sólo dejar que la gente la mirara, que la elogiara, y las alabanzas crecieron en torno a ella, y los deseos. ¡Una belleza así no la puede llevar y soportar bien sino un gran espíritu, y Ai-lan no podía llevarla con facilidad!

Al oír esto, Mei-ling miró una labor que tenía entre las manos, y exclamó:

—¡Madre!

La señora no le hizo caso, y, como si su amargura fuera mayor de la que pudiera sobrellevar, añadió:

—No digo más que la verdad, hija mía. Contra esa belleza he luchado durante toda mi vida, pero he perdido. Yuan, tú eres mi hijo y puedo decírtelo. Tú piensas que cómo he podido dejar que se casara con ese hombre. Y no me extraña que te desconciertes, porque ni creo en él ni me gusta. Pero tenía que ser así… Ai-lan está esperando un niño de él.

Tan simplemente dijo la señora estas horribles palabras, que Yuan, al oírlas, sintió que el corazón se le detenía. Aún era lo bastante joven para sentir el horror de estas palabras. ¡Su hermana!… Miró, avergonzado, a Mei-ling. La muchacha había inclinado la cabeza sobre la costura y no dijo nada. Su expresión no había cambiado: quizá tuviese una mayor seriedad y quietud…

Pero la señora sorprendió la mirada de Yuan, y entendió su significado. Dijo:

—No te preocupes, pues Mei-ling lo sabe todo. Yo no habría podido soportar mi vida de no haberla tenido a ella conmigo. Ella me ha ayudado a trazar mis planes y a saber lo que debíamos hacer. Yo no sabía qué hacer, Yuan. Y ella ha sido una hermana para mi pobre hijita alocada y preciosa, que también ha dependido de Mei-ling. Mei-ling fue quien me impidió que te llamara para que apresurases tu regreso. Un día pensé que debía tener junto a mí a un hijo que me ayudara, pues no estoy al tanto de cuestiones de divorcio y esas novedades, y no podía hablar de esto ni aun con tu primo el mayor, pues me daba vergüenza. Pero Mei-ling no me dejó que echara a perder tus años en el extranjero.

Aún no podía Yuan decir una palabra. La sangre se agolpó en sus mejillas, y estaba confuso, avergonzado, y también colérico. La señora, comprendiendo su confusión, sonrió tristemente y dijo:

—No me atreví a contárselo a tu padre, Yuan, porque su único y sencillo remedio es matar. Y aunque no hubiera hecho esto, yo no podría habérselo dicho. ¡Es la triste consecuencia, a pesar de todo mi cuidado por Ai-lan, de haber criado y enseñado a mi hija en tal libertad! ¿Y este es el «nuevo día»? En los días antiguos, ellos habrían sufrido la muerte por tal pecado. Pero ahora no sufrirán nada. Volverán y vivirán alegremente; el niño de Ai-lan vendrá demasiado pronto, mas nadie murmurará de ello, porque hoy día muchos niños llegan demasiado pronto. Es el nuevo día.

Sonrió la señora con amarga sonrisa. En sus ojos había lágrimas. Entonces, Mei-ling dobló el trozo de seda que cosía, clavó en él la aguja y dijo sordamente:

—Estás tan cansada, madre, que no sabes lo que dices. Has hecho todo lo posible por Ai-lan, y bien lo sabe ella, como lo sabemos todos. Ve a dormir. Yo te llevaré una taza de caldo a tu cuarto.

La señora obedeció a la joven, como algo que estuviera habituada a hacer, y salió, apoyada en el hombro de la muchacha, agradecida, mientras Yuan las miraba, aun sin tener nada que decir, tan confuso estaba con lo que había oído.

¡De modo que Ai-lan, su hermana, había hecho semejante disparate! Para eso le había servido su libertad. Se fue despacio a su cuarto, doblemente turbado, pues nada podía llegar clara y simplemente a su ánimo, ni el amor ni la pena. Estaba en parte avergonzado por la desfachatez de Ai-lan, porque tales cosas no debían haberle sucedido a su hermana, en la que hubiera querido cifrar su mismo orgullo, y en parte porque había oculta cierta dulzura en aquel mal, y él no se atrevía a rechazarla. Esta fue la primera duda que le asaltó al regresar.

Cuando hubo pasado el día de la boda, Yuan pensó que no había motivos para retrasar la visita a su padre; tenía ganas de ir, además, porque se hallaba triste en aquella casa. La madre estaba más tranquila que nunca, Mei-ling dedicaba todo su tiempo a su escuela. En los dos días que tardó Yuan en preparar su partida, apenas vio a la muchacha. Una vez llegó a pensar que ella le esquivaba, y se dijo: «Es a causa de lo que mi madre ha dicho de Ai-lan. Es natural, para una muchacha tan modesta, tener eso presente». Y le complació su modestia. Pero cuando llegó el día en que debía tomar el tren para el Norte, notó que deseaba decir adiós a Mei-ling, y no ausentarse un mes o dos sin haberse despedido de ella. Llegó incluso a aplazar su partida hasta el último tren de la noche, para verla cuando volviera de la escuela, para cenar con ella y con la señora y hablar tranquilamente antes de irse.

Y mientras hablaban se dio cuenta de que escuchaba con atención lo que Mei-ling decía, todo muy agradable, claro y dulce, y sin demasiada timidez ni las risitas habituales en las muchachas. Siempre parecía ocupada en una costura; y cuando alguna criada entraba para preguntar algo acerca de la comida del día siguiente u otros cosa por el estilo, Yuan oía que le preguntaba a Mei-ling, en vez de preguntar a la señora, y que Mei-ling daba instrucciones como si estuviera habituada a ello. No era tímida ni corta en el hablar. Aquella noche, como la señora estuviera más tranquila que de costumbre, y Yuan más silencioso, Mei-ling habló de lo que había hecho en la escuela y cómo había acariciado la idea de ser doctora en medicina.

—Mi madre adoptiva fue la primera que me hizo pensar en eso —dijo, mirando suavemente a la señora—. Y ahora me gusta haberlo hecho. Solamente que exige largo tiempo de estudio y grandes gastos, y esto lo ha hecho mi madre por mí; siempre procuraré pagarle esta bondad. Lo que yo sea, lo será ella también. Quisiera un hospital para dirigirlo yo misma, en cualquier ciudad, algún día; un hospital para niños y mujeres, con un jardín en el centro, y alrededor construcciones llenas de camas para los enfermos… No muy grande, no más de lo que yo pueda hacer, pero todo muy limpio, muy agradable y debidamente ordenado.

Así expresaba la joven sus deseos; y en su entusiasmo dejó la costura sobre el regazo, sus ojos comenzaron a brillar y una sonrisa brotó en sus labios. Yuan, al verla, pensó, sorprendido, mientras tenía su cigarrillo entre los dedos: «Esta muchacha es bastante guapa», y se olvidó de escucharla mientras la miraba. De pronto se dio cuenta de que no le agradaba oírla hablar de sus planes, de llevar una vida para ella sola y tan suficiente que no necesitaría sino de sí misma. Quiso creer que no era razonable en una mujer hacer caso omiso de toda idea de matrimonio. Pero mientras meditaba en estas cosas, miró a la señora. Por primera vez, desde el día de la boda, sus ojos estaban iluminados por el interés y escuchaba cuanto la muchacha decía. Y comentó afablemente:

—Si yo no fuera demasiado: vieja para hacer algo en ese hospital… Sí; son mejores días que los míos. Son mejores días los que no obligan a una mujer a casarse contra su voluntad.

Al oír esto, Yuan lo aprobó en su fuero interno, o al menos creía aprobarlo, pero a pesar de ello sentía algo extraño en él. No le pareció oportuno hablar sobre si todas las mujeres debían casarse. Por lo menos, no era el momento de discutirlo, estando en compañía de dos mujeres. Pero la ambición de libertad que ambas tenían dejó cierta frialdad en él, de suerte que, cuando se despidió, lo hizo menos calurosamente de lo que él mismo esperaba. Estaba conmovido; algo se revolvía en su pensamiento, pero no podía precisar dónde estaba el golpe que reconocía haber recibido.

Mucho después de recostarse en la estrecha litera del tren, pensó en estas cosas, en las nuevas mujeres de su tierra y en su manera de ser. Ai-lan, tan libre como para hacer sufrir a su madre, y esta misma madre complacida al ver los sueños de libertad de Mei-ling. Pensó con una gota de amargura: «Dudo que esta muchacha pueda ser tan absolutamente libre. Encontrará dificultad en realizar todos sus planes. Y algún día querrá tener marido, hijos, como toda mujer desea, indiscutiblemente».

Y recordó a las mujeres que había conocido, que en todas partes se inclinaban, tarde o temprano, hacia el hombre, por mucha libertad que antes predicaran. Pero cuando su memoria llegó a Mei-ling, a su cara y a sus palabras, no pudo en verdad precisar nada que en su tono ni en ella misma denotara esa búsqueda de libertad. Pensó si no habría algún muchacho de quien estuviera enamorada, pues sabía que en la escuela trabajaba con varios compañeros… Súbitamente, como una ráfaga de viento que soplara en una quieta noche veraniega, se sintió celoso de aquellos muchachos que no conocía, tan celoso, que ni pudo sonreír de la disparatada ocurrencia ni pensar en que nada podía importarle lo que le gustara a Mei-ling. Decidió que debía advertir a su madre, para que guiara bien a Mei-ling y la aconsejara, guardándola mejor, y tomó por ella un interés que nunca había sentido por ser viviente alguno; sin embargo, no se preguntó a qué venía todo aquello.

Haciendo proyectos, mientras el tren se quejaba y crujía bajo él, cayó, al fin, en un inquieto sueño.

* * * *

Pero iban a suceder algunas cosas que alejarían estos pensamientos de la mente de Yuan. Desde que había vuelto a su tierra, había vivido solamente en la gran ciudad costera. No había visto otra cosa que sus anchas calles, llenas día y noche con carruajes de todas clases, automóviles, tranvías y gente bien vestida, cada cual ocupado en sus trabajos. Si allí también había pobres, como los sudorosos conductores de rickshaws y los vendedores callejeros, aquel verano parecían menos lastimosos; no eran los mendigos del invierno, que habían huido de las inundaciones y las hambres para buscar algo que comer en la ciudad. La ciudad le había parecido a Yuan bastante alegre. Era un lugar comparable a los que había visto en otras latitudes, y allí estaban la comodidad y riqueza de la nueva casa de su primo, los lujos del matrimonio recién celebrado y los regalos costosos. En el momento de partir, la señora había apretado contra su mano un papel doblado, que él supo desde el primer momento era dinero, y lo tomó sin titubear, pensando que su padre lo habría enviado para que se lo entregaran. Había llegado casi a olvidar que en este mundo había gente pobre, tan rica y confortable era la casa en que vivía.

Mas cuando al día siguiente se despertó en el tren y miró por la ventanilla, se dijo que aquella no era la tierra que él había imaginado. El tren se detuvo junto a un caudaloso río, y todos debieron bajar, tomar unas barcas, atravesar la corriente y reanudar el viaje en la otra orilla. Así lo hizo Yuan, mezclado con los demás, sobre una barcaza ancha y panzuda, que no parecía bastante capaz para tantas personas. Yuan, que había llegado en el último instante, tuvo que ir casi al borde, cerca del agua. Recordó haber cruzado aquel mismo río cuando fue al Sur por vez primera, pero entonces no parecía haber visto lo que ahora veía, pues a sus ojos habituados a otras visiones, todo aquello le parecía algo desconocido. Vio sobre el río una verdadera ciudad de botecillos, de los que salía un hedor que le dio náuseas. Era el octavo mes del año, y aunque apenas estaba amaneciendo, ya reinaba el calor. El sol no daba mucha luz. El cielo estaba pardo y nublado, y pesaba como una manta sobre el agua y los campos. No soplaba el más leve viento. A la turbia luz, la gente conducía sus botes y los apartaba para abrir camino a la barcaza. Aparecían en las bordas hombres semidesnudos, de caras brillantes y legañosas, después de la noche calurosa y sin sueño, y mujeres que gritaban a niños llorosos, a los que rascaban las sucias cabezas, entre otros niños desnudos, famélicos y sucios. Estos botes aparecían rebosantes de mujeres, hombres y niños, y de las mismas aguas sobre las que habitaban, de las cuales bebían, parecía emanar el repugnante olor que salía de las basuras flotantes.

Ante esto abrió Yuan sus ojos estupefactos aquella mañana. Este espectáculo pasó al cabo de pocos momentos, pues la barcaza cruzó aprisa la zona donde se juntaban los botes, llegó a las espaciosas aguas del centro del cauce, y pronto no vio Yuan más caras repugnantes, sino la amarilla corriente del río. Y antes de que pudiera percatarse del cambio, la barcaza pasó junto a un buque pintado de blanco, que resaltaba tan limpio como una cumbre nevada contra el cielo gris. Al alzar los ojos, Yuan y los demás pasajeros vieron la proa de un buque extranjero, y una bandera azul y roja que ondeaba en ella. Y cuando pasó la barcaza al otro lado, vieron las negras bocas de cañones, extranjeros también.

Entonces Yuan olvidó el hedor de los pobres y sus rebosantes botecillos. Miró a un lado y a otro del río, y contó siete de estos grandes buques de guerra extranjeros, allí, en el corazón de su patria. En aquel momento se olvidó de todo y se dedicó a contarlos. Una ira intensa contra aquellos barcos se adueñó de él. Después que hubo llegado a la orilla, siguió mirándolos con odio y preguntándose por qué estarían allí. Allí estaban, blancos, inmaculados, invencibles. De aquellos cañones, que apuntaban a las dos orillas, había salido más de una vez la muerte para extenderse por su propia tierra. Yuan lo recordó. Al mirar a los buques, se olvidó de todo, excepto de que aquellos cañones vomitaban la muerte sobre su pueblo, y murmuró: «No tienen derecho a estar aquí. Debemos echarlos de nuestras aguas». Y lleno de amargura subió al otro tren y siguió el camino hacia la casa de su padre.

Hubo algo extraño en Yuan, y él se dio cuenta de ello: mientras pudo mantener vivo su odio contra aquellos barcos de guerra y recordar que habían disparado contra su pueblo; mientras pudo recordar todos los males que habían causado a su patria y las veces que su pueblo se había visto vejado y oprimido por otros pueblos —y eran muchos los opresores, según había aprendido en la escuela—; mientras pensó en los infames tratados impuestos a los emperadores de antaño por ejércitos enviados para saquear y despojar, lo cual había sucedido incluso durante su propia vida; mientras pensó cómo en la gran ciudad, estando él en el extranjero, guardias de raza blanca habían fusilado a muchos jóvenes compatriotas por haber gritado en favor de la libertad de su tierra; mientras pudo recordar estas cosas, se sintió contento y como lleno de fuego, y este fuego lo sintió constantemente cuando comía; cuando, sentado, veía pasar los campos y villorrios. «Debo hacer algo por mi patria, Meng tiene razón; es mejor que yo. Es más sincero, más auténtico que yo, por ser tan solo, tan singular. Yo soy demasiado débil… Debo ser como Meng. Debo odiarlos con todo mi corazón y ayudar a mi pueblo con este odio violento, pues sólo el odio es capaz de ayudarnos ahora…». En esto pensó, mientras recordó los barcos extranjeros.