Pero aquel día se encontró en una ciudad diferente, en una ciudad de pobres. Llegó a ella sin darse cuenta, pero muy pronto estuvo rodeado de pobreza. Allí estaban los pobres. Yuan los conocía. Aunque sus caras eran blancas y pálidas, aunque algunos eran negros como los salvajes, los conocía bien. Por sus ojos, por la suciedad de sus cuerpos, por sus callosas manos, por los chillidos de las mujeres y el gritar de los numerosos niños, los conoció. Acudieron a su memoria otros pobres que había conocido allá, muy lejos, en otra ciudad. ¡Y qué parecidos eran a estos! Yuan se dijo, reconociéndolos: «¡De modo que esta gran ciudad también está edificada sobre una ciudad de pobres!». Ai-lan y sus amigos salían a medianoche a pasear por entre hombres y mujeres como aquellos.
Yuan pensó con cierto triunfo: «¡Esta gente también oculta a sus pobres! ¡En esta rica ciudad, agrupados secretamente en unas cuantas calles, están los pobres, tan sucios y deplorables como los de cualquier parte del mundo!».
Allí encontró Yuan verdaderamente algo que no estaba en los libros. Caminó entre aquella gente, atónito, viendo estrechas y oscuras habitaciones, procurando esquivar con los pies las basuras de las aceras, por las que corrían chiquillos famélicos y semidesnudos bajo el calor. Levantando la cabeza para ver miseria sobre miseria, pensó: «Da lo mismo que vivan en altas casas de varios pisos. En resumen, viven en las mismas pocilgas… En las mismas…».
Volvió sobre sus pasos cuando la oscuridad caía, y entró en la ciega frialdad de otras calles. Al llegar al cuarto de Sheng, este estaba de nuevo alegre, despierto y listo para salir con un par de amigos a la calle de los teatros, a divertirse.
Cuando vio a Yuan, exclamó:
—¿Dónde has estado, primo? Tenía miedo de que te hubieses perdido…
Yuan contestó lentamente:
—He visto algo de esa vida que tú me decías que no está en los libros… Por lo visto, toda la riqueza y el poderío de este pueblo no pueden evitar que haya pobres.
Y contó dónde había estado y algo de lo que había visto. Uno de los amigos de Sheng dijo, como un juez:
—Algún día, por supuesto, resolveremos el problema de la pobreza.
—Por cierto que si esa gente fuera capaz de más, más tendría. Algo hay en ellos que es un defecto natural. Siempre hay sitio en la guardilla —dijo otro.
Entonces Yuan dijo rápidamente:
—Lo cierto es que ustedes ocultan a sus pobres, se sienten avergonzados de ellos, como un hombre se avergüenza de alguna enfermedad secreta y maligna…
Pero Sheng le interrumpió inmediatamente con alegre despreocupación:
—Vamos a llegar tarde si dejamos a mi primo que hable de lo que se le antoje. ¡La comedia empieza dentro de media hora!
En aquellos seis años, los afectos de Yuan estuvieron más cerca de tres personas que hicieron amistad con él, entre todos los extranjeros en medio de los cuales vivía. Una era un viejo profesor que le dio clase, un hombre de cabellos blancos, al que Yuan gustaba ver porque era de buen corazón, sanas ideas y llevaba una vida intachable. Este hombre se le mostró tal como era, y, con el tiempo, de un modo no corriente entre profesor y discípulo. Hablaba largamente con él, a solas; leía las notas que el joven escribía con destino a un libro que pensaba llevar a cabo, y con gran prudencia y corrección le señalaba los puntos en que estaba equivocado. Cuando Yuan hablaba, el profesor lo escuchaba atentamente, y en sus azules ojos había tanta comprensión, que Yuan llegó a creer en él, y cada día tuvo para con él mayor sinceridad al exponerle sus sentimientos.
Le dijo, entre otras muchas cosas, cómo había visto a los pobres de la ciudad y cuánto le hacía meditar el hecho de que, en medio de tanta riqueza, aquellos pobres vivieran tan desamparadamente. Esto le llevó a hablar del clérigo extranjero, y de cómo este había engañado a la gente por medio de películas acerca de los habitantes de su país. El viejo oyó todo esto con un profundo silencio, y luego dijo:
—Me parece que no todo el mundo puede ver la totalidad del cuadro. Durante mucho tiempo se ha dicho que nosotros no vemos sino aquello que buscamos con la mirada. Tú y yo miramos la tierra y pensamos en siembras y cosechas. Un arquitecto, mirando la misma tierra, piensa en casas, y un pintor, en colores. El sacerdote ve a los hombres solamente como a seres que es necesario salvar, y, naturalmente, ve con más claridad a aquellos que necesitan ser salvados.
Después que Yuan hubo pensado en esto, aun cuando no estaba muy dispuesto a creer que fuese verdad, ya no pudo odiar tan fuertemente al cura extranjero; no tanto como él hubiera querido, pues aún pensaba que no tenía razón. De suerte que dijo:
—Ese hombre no ha visto, en resumidas cuentas, más que una pequeña parte de mi país.
A lo que el viejo profesor respondió:
—Puede ser, y esto sucede naturalmente si se trata de un hombre de visión estrecha.
Con charlas como esta, en el campo y en el colegio, después que los otros se habían ido, Yuan aprendió a querer a aquel anciano hombre blanco, quien a su vez le tomó cariño y fue cuidándolo cada día con más afectuosa ternura.
Un día, titubeando, le dijo a Yuan:
—Me gustaría que vinieras esta noche a casa, hijo mío. Nosotros somos gente sencilla, mi mujer, mi hija María y yo, los tres, pero si quieres venir a cenar, todos estaremos contentos de tenerte entre nosotros. Les he hablado mucho de ti, y quieren conocerte.
Era la primera vez que alguien le hablaba a Yuan de este modo, y el muchacho se conmovió. Le pareció algo extraordinariamente acogedor el que un maestro invitara a comer a un discípulo. Ruborizado, repuso con la cortesía usual de su lenguaje:
—No soy digno.
A lo que el viejo, abriendo los ojos con admiración y sonriendo, dijo:
—Espera hasta que veas lo simples que somos… Mi mujer me dijo, cuando por primera vez le indiqué cuán agradable sería para mí que fueras a casa: «Mucho me temo que esté acostumbrado a mejores cosas de las que tenemos».
Yuan respondió con nueva y sincera cortesía, y aceptó. Así, encontróse andando por una sombría calle, que daba a una plazoleta, en la que había una antigua casa de madera, entre árboles, y precedida de un pórtico. La señora que le recibió a la puerta le hizo recordar a la que él llamaba madre, pues en aquellas dos mujeres, apartadas por tanta distancia, que hablaban idiomas diferentes y cuyos huesos, piel y sangre se parecían en tan poco, había, empero, cierta semejanza. El cabello suave y blanco, la mirada maternal y honrada, los modales sencillos, lo tranquilo de su voz, la cordura y paciencia que había en sus labios y en sus ojos, todo esto las hacía parecidas. Claro está que había entre ambas una diferencia que Yuan notó solamente cuando llevaba un rato sentado en el ancho vestíbulo: de esta mujer irradiaba cierta alegría y sencilla satisfacción que su madre no tenía. Se diría que esta había llenado en su vida las aspiraciones de su corazón, y la otra no. Por dos caminos distintos, ambas habían llegado a la edad buena y tranquila; pero una había llegado por un camino de felicidad y compañía, y la otra por una ruta más oscura, por la que había caminado solitaria.
Pero al ver a la hija de esta señora, comprendió que esta no se parecía en nada a Ai-lan. No; María era otra clase de doncella. Era, quizás, un poco mayor que Ai-lan; más alta y no tan bonita, muy tranquila y como dominando con su voz y su mirada. Mas, cuando uno la oía hablar, notaba el hondo sentido de todo lo que decía, y sus ojos negros —o, mejor dicho, de un gris oscuro, sombríos cuando estaba callada— adquirían un brillo alegre que acompañaba el encanto de sus palabras. Se mantenía como reservada, recatada, ante sus padres, pero en ello no había ni una sombra de temor. Se dirigía a ellos como a iguales; Yuan lo notó muy pronto.
También muy pronto se dio cuenta de que no era una muchacha vulgar, pues, cuando el viejo habló de lo que Yuan escribía, la muchacha demostró entender también de aquello, e hizo algunas preguntas rápidas y tan certeras, que Yuan, al oírlas, se quedó impresionado y le preguntó a su vez:
—¿Cómo conoce usted la historia de mi patria, y tan bien como para preguntarme sobre alguien tan remoto como Ch’ao Tso?
La muchacha contestó modestamente, pero con una sombra de sonrisa en los ojos:
—¡Oh! Me parece que siempre he sentido cierta debilidad por su tierra. He leído libros sobre ella. ¿Quiere que le diga lo que sé de su país? Entonces se daría cuenta de lo poco que sé… Pero ese Ch’ao Tso escribió un ensayo sobre agricultura, ¿no es así? Recuerdo que me aprendí algunos fragmentos que leí en una traducción. Decía, poco más o menos: «El crimen comienza en la pobreza; la pobreza, en la insuficiencia de alimentos; la insuficiencia, en el abandono del cultivo de la tierra. Sin ese cuidado, el hombre no tiene nada que le ate a la tierra. Sin él, fácilmente deja el hombre su pueblo y su casa. Entonces se hace como los pájaros del aire o las bestias del campo. Ni las ciudades fortificadas, ni los profundos fosos, ni las duras leyes, ni los crueles castigos pueden dominar ese espíritu errante que vive tan fuertemente dentro de él».
Estas palabras, que Yuan conocía muy bien, las dijo la muchacha con una voz clara y segura, llena de matices. Era evidente que estas palabras le gustaban. Su rostro se puso serio, y el misterio veló sus ojos, como cuando se descubre una belleza conocida de antaño. Sus padres la oyeron respetuosamente y con satisfacción, mientras ella hablaba, y el profesor dirigió a Yuan una mirada en la que decía, aunque por modestia y cortesía guardara las palabras en su corazón: «¿Ves qué inteligente es mi hija? ¿Has visto a alguna como ella?».
Yuan habló, complacido de todo aquello, pero se dedicó más a escuchar lo que decía la muchacha. Se sentía de acuerdo con ella en cuanto decía, pues todo, aunque fuera una pequeñez, lo decía muy bien, con aquel tono sereno de su voz, y sentía la impresión de que lo hubiera querido decir él.
Aunque se sentía tan en confianza en esta casa en la que había entrado por vez primera aquella noche, tan a gusto entre aquella gente, que olvidó que no eran de su raza; de vez en cuando, sin embargo, sentía cierta extrañeza, algo extranjero que no llegaba a entender. Cuando entraron en un cuarto un poco más pequeño y se sentaron en torno a una mesa ovalada, pero dispuesta para la comida, Yuan tomó su cuchara para comer, pero vio en los otros cierto titubeo. El viejo inclinó la cabeza, y lo mismo hicieron ellas, excepto Yuan, que no comprendió qué ocurría. Y mientras miraba a uno y otro, sucesivamente, tratando de averiguarlo, el maestro dijo en voz alta algunas palabras como dirigidas a un dios invisible, unas pocas palabras, pero llenas de sentido y emoción, como si diera las gracias por algún regalo recibido. Tras esto, sin otro ritual, comenzaron a comer. Yuan no preguntó nada sobre aquello, y se inició el diálogo sobre otros asuntos.
Más tarde, viva aún su curiosidad por aquel rito, que nunca había visto, habló de ella a su maestro, cuando estaban solos y sentados a media luz en la terraza, preguntándole si tenía derecho a saber qué significaba aquella práctica de cortesía que precedió a la comida. Entonces, el viejo guardó silencio unos instantes, dando chupadas a su pipa y mirando tranquilamente hacia la calle en sombras. Por fin, se quitó la pipa de la boca y dijo:
—Yuan, muchas veces he pensado hablarte de nuestra religión. Lo que has visto es una costumbre religiosa, que es sencillamente la de dar gracias a Dios por los manjares que diariamente pone ante nosotros. En sí, no tiene una extraordinaria importancia, pero es el símbolo de lo más grande que hay en nuestras vidas: nuestra creencia en Dios. ¿Recuerdas que me hablaste alguna vez de nuestra prosperidad y poder? Creo que es el fruto de nuestra religión. Yo no sé cuál es tu religión, Yuan, pero creo que no sería sincero contigo ni conmigo mismo si, después de encontrarte a diario en mi clase y de venir frecuentemente, como espero, a mi casa, no te dijese cuál es mi propia creencia.
Mientras el viejo hablaba, las dos mujeres salieron a la terraza, y se sentaron cerca, la madre en una butaca en la que se mecía suavemente, como si un vientecillo la moviera. Escuchaba, con una sonrisa de aprobación, lo que su marido decía acerca de los dioses y de los misterios de los dioses que tomaban naturaleza humana, y en un momento en que el profesor hacía una pausa, la esposa dijo con suave entusiasmo:
—Mire usted, Wang: desde el primer día en que el doctor Wilson me habló de lo sobresaliente que es usted en las clases y de lo bien que escribe, pensé que algún día abrazaría usted la religión de Cristo. ¡Qué hermoso sería para su patria que volviera usted allá, después de ganado a la causa de Cristo, a comunicar la buena nueva!
Esto produjo gran extrañeza en Yuan, pues no sabía lo que tales palabras querían decir; pero, como hombre cortés, sonrió confusamente e inclinó la cabeza. Estaba a punto de decir algo, cuando la voz de María sonó, tan clara como el metal, con un tono que Yuan no había percibido antes. María no se había sentado en una silla, sino en el más alto de los escalones de la entrada, y allí había estado en silencio mientras su padre hablaba, con la cara apoyada en las manos, escuchando, al parecer. Ahora su voz salía de la penumbra, inquieta, impaciente, extraña, cortando como un cuchillo la voz del anciano, y decía:
—¿Entramos, padre? Las sillas son más cómodas…, y me gusta la luz…
Y el viejo respondió, con una vaga sorpresa:
—Bueno, si quieres. Pero creía que te gustaría sentarte aquí un rato; todas las noches nos sentamos aquí fuera…
La joven contestó con mayor impaciencia y cierto tono voluntarioso:
—Esta noche quiero luz, padre.
—Está bien, hija —dijo su padre, y, levantándose, entraron todos.
Allí, en el iluminado cuarto, el profesor no habló más de misterios. Por su parte, la muchacha tomó la palabra, haciendo a Yuan infinidad de preguntas acerca de su tierra, algunas tan rápidas y profundas que a veces Yuan tuvo que confesar honradamente su ignorancia. Mientras ella hablaba, Yuan sentía gran placer en oírla y verla, pues, aunque no era bella, su cara era vivaz e interesante; la piel, delicada y muy blanca; sus labios, delgados y rojos, y su cabello bruñido, suave y casi tan negro como el de él, pero mucho más fino. Los ojos eran lo más bello del rostro de la muchacha, y Yuan lo vio así. Casi negros ahora, llenos de interés, y de pronto trocando su color en un brillante gris oscuro cuando sonreía. Y lo hacía con frecuencia, aunque no reía en alto. Sus manos hablaban también. Eran unas manos inquietas, suaves, delgadas, no muy pequeñas, y quizás un tanto delgadas para ser bellas del todo; pero tenían cierto poder en su movimiento y expresión.
Yuan no se complacía en estas cosas por ellas mismas, pues el cuerpo que veía parecía no ser algo existente para sí mismo, sino como la capa de una inteligencia y un alma. Y esto era nuevo para Yuan, que no había visto hasta entonces una mujer semejante. Al pensar en ello vio una súbita y extraña belleza en aquella muchacha, belleza que de pronto olvidaba al escuchar sus palabras, en las que resplandecía una vivaz inteligencia. Allí el cuerpo estaba como dominado por la inteligencia, y esta no se gastaba en ideas relacionadas con el cuerpo, de manera que Yuan apenas la veía como a una mujer, sino como a un ser cambiante, resplandeciente, activo, a ratos un tanto frío y de repente silencioso. Pero no era un silencio Vacío, sino una preparación del pensamiento para decir algo en respuesta a lo que Yuan exponía, y para responderlo debidamente. En este silencio, a veces se olvidaba de sí misma y de que sus ojos estaban fijos en los de él, aunque este había terminado de hablar, y en estos espacios Yuan se vio, cada vez más hondamente, en lo negro de los ojos de la muchacha.
No habló ella una sola vez sobre los misterios, ni el viejo reanudó este tema, hasta que Yuan se levantó para irse. El profesor, estrechándole la mano, dijo:
—Si quieres, hijo, ir a la iglesia con nosotros el domingo próximo, verás cómo te gusta.
Yuan, tomando esto como una amabilidad más, dijo que iría, y al decirlo respondía a su voluntad, pues pensaba que sería muy agradable volver a encontrarse con aquellos tres seres que le habían tratado como a un hijo, aunque no pertenecían ni a su raza ni a su clase.
* * * *
Cuando Yuan llegó a su casa, y, en la cama, esperaba que acudiera el sueño, pensó en aquellas tres personas, y pensó más en la hija que en los otros dos. Aquella era una mujer como él no había visto. Era de una materia distinta a cualquiera que él hubiese conocido, de una materia más brillante que la de Ai-lan, a pesar de toda la seducción de esta, de sus lindos ojos de gata y de sus risitas. Aquella mujer blanca, aunque seria con frecuencia, tenía cierta extraña luz interior, a veces muy densa, si se la comparaba con la vaga y suave dulzura de la madre, pero siempre clara. Todos sus movimientos parecían regidos por algo superior a su cuerpo. No había en ella ninguno de esos constantes movimientos innecesarios que hacía la hija de la patrona para lucir las líneas de sus muslos, de su cintura o de sus piernas más ostensiblemente; ninguno de esos movimientos ciegos de la carne. Ni sus palabras ni su voz eran como las de aquella otra que había puesto a las delicadas palabras de Sheng una música densa y apasionada. No; las palabras de María no estaban cargadas de turbios significados o propósitos. No; las decía con precisión, con aguda claridad, y cada una tenía su propio peso y significado, y nada más; buenas herramientas al servicio de sus ideas, pero no mensajeras de vagas sugestiones.
Al pensar en ella, Yuan comprendió más su espíritu, envuelto en el color y la substancia de la carne, pero no escondido en ella. Y comenzó a pensar en lo que había dicho y en cómo decía en ocasiones cosas en las que Yuan no había pensado nunca. Una vez le dijo, cuando hablaba del amor a la patria:
—Idealismo y entusiasmo no son lo mismo. El entusiasmo puede ser solamente físico: la fuerza y la juventud del cuerpo alegrando el espíritu. Pero el idealismo debe seguir viviendo aunque el cuerpo esté alejado o sin fuerzas, porque es la cualidad esencial del alma que el cuerpo contiene. —De pronto, su cara cambió de aquel modo peculiar, raudo como un relámpago, y mirando con ternura a su padre, añadió—: Mi padre es un verdadero idealista, a mi juicio.
Y el viejo contestó lentamente:
—Yo llamo a eso fe, hija mía.
Yuan recordó que, a esto, María no había respondido.
Pensando en aquella gente, se fue quedando dormido, más contento que nunca desde su llegada a aquel país, que ahora le parecía posible comprender.
Cuando llegó el día de ir a los ritos religiosos de que le había hablado el profesor, Yuan vistió sus mejores ropas y se dirigió a la casa. Al principio sintió alguna timidez, pues al abrirse la puerta vio a María. Claramente notó que ella estaba sorprendida de verle allí, pues sus ojos se oscurecieron y no sonrió. Llevaba un largo abrigo azul y un sombrerillo del mismo color, y a Yuan le pareció más alta de lo que la imaginaba, como si en ella hubiera cierta austeridad. El joven murmuró:
—Su padre me invitó a ir con él a ese lugar religioso.
Ella contestó con seriedad, mostrando en los ojos algo que interiormente le desconcertaba:
—Ya sé que le invitó. ¿Quiere pasar? Estaremos listos en seguida.
Yuan pasó al cuarto que había recordado con tanto calor. Mas aquella mañana no le pareció tan cordial. No estaba el hogar encendido, como aquella noche; la densa luz de la mañana otoñal entraba por las ventanas y dejaba ver con dureza las alfombras y las cubiertas de las sillas, de tal suerte que lo que aquella noche, a los reflejos del fuego de la chimenea y la luz artificial, había parecido oscuro, hogareño, a la violenta luz del sol se tornaba demasiado viejo, usado, pidiendo a voces la renovación.
El viejo señor y su esposa fueron muy atentos; salieron muy cuidadosamente vestidos para ir a sus devociones, y fueron tan amables como la otra vez. El profesor dijo:
—Estoy muy contento de que hayas venido. No te hablé de ello más que aquella vez, porque no me gusta influir indebidamente en otros.
Pero la señora dijo de un modo tierno y efusivo:
—¡Yo he rezado! He rezado para que usted viniera. Rezo todas las noches por usted, señor Wang. Si Dios oye mi plegaria… Me sentiré contenta y satisfecha si por medio de nosotros…
En este momento, cortante como el rayo del sol que penetraba en el viejo cuarto, se oyó la voz de la hija, una voz agradable, no seca, clara y perfecta, aunque un tanto más fría de lo que Yuan la había escuchado, que dijo:
—¿Nos vamos? Tenemos el tiempo justo para llegar.
Echó a andar la primera, sentándose al volante del coche que había de conducirlos. Los dos viejos se acomodaron detrás, y ella le indicó a Yuan que se sentara a su lado. No dijo una palabra mientras fue conduciendo, y Yuan, cortés como siempre, no habló tampoco, ni la miró siquiera, excepto cuando volvía la cara para ver algo que pasaba y atraía su curiosidad. Empero, sin mirarla abiertamente, veía su perfil. Ahora no había sonrisa ni luz en su cara. Tenía una seriedad en la que había una sombra de tristeza que cubría su recta nariz no pequeña, sus labios delicadamente modelados, su redondo y seguro mentón que salía de las oscuras pieles del cuello del abrigo, y sus oscuros ojos grises que miraban adelante, fijos en la ruta. Al verla conducir erguida, silenciosa, Yuan sentía un poco de miedo. No parecía la misma que una vez había hablado tan fácil y seguramente.
* * * *
Llegaron a una gran casa, en la que iban entrando muchos hombres, mujeres y hasta niños. Pasaron ellos también y se sentaron, él entre el viejo y la muchacha. Yuan miraba con curiosidad, pues era la segunda vez que había entrado en un templo como aquel. Había visto con frecuencia los templos de su tierra, pero estos eran para la gente vulgar y sin cultura, o para las mujeres. Alguna vez había entrado por curiosidad, mirando las enormes imágenes, y había oído la quejumbrosa y solitaria nota que daba la gran campana cuando la golpeaban. Había visto con desprecio a los sacerdotes vestidos de gris, pues su tutor le había enseñado muy pronto que aquellos sacerdotes eran malos e ignorante y que despojaban al pueblo. De modo que Yuan no había adorado nunca a ningún dios.
Ahora, sentado en aquel templo extranjero, lo observaba todo con curiosidad. Era un lugar agradable. A través de las largas ventanas penetraba la luz del otoño, dividida en grandes barras que caían sobre las flores de un altar, sobre los animados vestidos de las mujeres y sobre caras de diferentes expresiones, aunque no muchas de gente joven. De pronto brotó una música que se deslizó por el aire, partiendo de alguna fuente desconocida, muy suave al principio y luego creciendo gradualmente, hasta que el ambiente se llenó de ella. Yuan, volviendo la cabeza para ver cuál era la fuente de aquella música, vio a su lado la figura del viejo profesor, con la cabeza inclinada, cerrados los ojos, con una sonrisa en el rostro, una sonrisa dulce y extática. Luego, mirando a otras partes, vio a otras personas en parecido silencio, y su cortesía le dictó lo que debía hacer. Mas, cuando miró a María la vio sentada como había estado junto al volante: erguida y altanera, la barbilla levantada y los ojos abiertos y fijos en la lejanía. Cuando la vio así, Yuan no inclinó la cabeza en esa adoración desconocida para él.
Luego, recordando que el viejo profesor había dicho, que en el poder de su religión había encontrado aquel pueblo su fortaleza, observó a ver qué poder era ese, pero no pudo descubrirlo fácilmente, pues, cuando la grave música cesó, habiendo disminuido como para volver a guarecerse en su propio manantial, salió un clérigo que leyó unas palabras que todos parecían escuchar decorosamente, aunque, mirando a algunos de los circunstantes, pudo notar que prestaban más atención a sus vestidos, a las caras de los otros o a cualquier cosa; no así el profesor y su señora, que escuchaban con gran atención. Mientras tanto, María, con su mirada perdida en la distancia, no cambiaba de expresión con nada de lo que oía, de modo que Yuan no pudo determinar si la muchacha estaba realmente oyendo. De nuevo sonó la música; luego, cantos que Yuan no podía entender, y el clérigo se dirigió a los que estaban en el templo con palabras relacionadas con el gran libro que antes había leído.
Yuan escuchó, y le pareció una buena e inocente exhortación del agradable y santo varón, que pedía a sus paisanos fueran más cariñosos con los pobres, que pensaran menos en sí y obedecieran a su Dios, y cosas como las que suelen decir los clérigos por doquiera.
Cuando terminó, los hizo inclinarse, mientras él le gritaba una plegaria a aquel Dios. De nuevo miró Yuan para ver lo que debía hacer, y vio al viejo matrimonio inclinarse devotamente, mientras la mujer que estaba a su lado mantuvo la cara alta, por lo que él tampoco inclinó la cabeza. Trató de ver si el sacerdote alzaba alguna imagen, ya que la gente adoraba algo, pero no lo hizo, y no se vio a ningún dios por parte alguna; y cuando hubo terminado de hablar, la gente no esperó al dios que iba a aparecer, sino que se levantó y se fue cada cual hacia su casa. Yuan también volvió a la suya, sin entender nada de lo que había visto u oído, y recordando más que otra cosa la línea de aquella cabeza orgullosa de la mujer, que no se había inclinado.
A partir de aquel día, algo nuevo nació en la vida de Yuan. Cada vez, al volver del campo en que estaba plantando nuevas semillas de trigo invernal, para ver cuál brotaba mejor entre las de varias filas, halló una carta encima de su mesa. Raras eran las cartas en la solitaria vida de Yuan en aquel país. Una sola vez en tres meses vio la letra de su padre sobre aquella mesa. Eran cartas en las que el Tigre le decía siempre más o menos lo mismo: que estaba bien de salud, pero que se disponía a descansar hasta la primavera próxima, en que partiría de nuevo a la guerra; le aconsejaba que estudiara mucho lo que más le gustara saber, añadía que debía volver a su casa en cuanto hubiera completado sus estudios, ya que él era su único hijo. También llegaba alguna carta de la señora, la madre de Ai-lan, una carta afable y buena, contándole pequeñas cosas: que pensaba casar a Ai-lan, o que se había comprometido tres veces, por su propia voluntad, pero que las tres había rehusado casarse con aquel con quien se había comprometido. Yuan sonreía al pensar en lo caprichosa que era Ai-lan; y cuando la madre le hablaba de ella, añadía, como buscando un consuelo:
Pero Mei-ling sigue siendo mi apoyo; la he traído a casa con nosotros, y aprende tanto y lo hace todo tan bien, tiene tan buen sentido, que casi me parece que es la hija que debía haber tenido, y, a veces, más hija que la propia Ai-lan.
Estas eran las cartas que Yuan podía esperar. Ai-lan también le había escrito un par de cartas, en las que se mezclaban dos idiomas, llenas de caprichos, pamplinas y amenazas si Yuan no le llevaba a su regreso algunas chucherías occidentales, y diciéndole en broma que esperaba tener una cuñada occidental.
Alguna vez, muy de tarde en tarde, le escribía Sheng acerca de las cosas oscuras, que a Yuan le entristecían, porque notaba en ellas que la vida de su primo estaba llena de todo lo que podía tener en derredor un mozo de agradable presencia, de fácil palabra, a quien el mismo hecho de ser extranjero podía añadirle cierta gracia a los ojos de aquellos buscadores de rarezas y novedades que tanto abundaban en las ciudades y que andan siempre a la caza de algo nuevo que explotar y poder comentar.
La carta que ahora estaba sobre su mesa no era de ninguno de aquellos de quien solía recibirlas. Yacía, blanca y cuadrada, en el tablero, y la dirección estaba claramente escrita en tinta negra. Yuan la abrió, y vio que era de María Wilson. Allí estaba su nombre, claro y espaciado, al final, escrito con energía y viveza, muy distinta de la firma que la patrona solía poner al final de las cuentas mensuales. Le pedía a Yuan que fuera cuando pudiese, pues había estado inquieta desde el día en que fueron juntos al templo, y tenía que decirle algo, para quedar tranquila.
Yuan, pensando en lo que pudiera ser, se puso su mejor traje oscuro, no sin haberse lavado las manchas que la tierra le había dejado, y después de comer salió. Al irse, la patrona le gritó que había puesto la carta de una señora sobre su mesa, y que suponía que iba en busca de dicha mujer. Con esto, todos los huéspedes rieron a carcajadas, sobre todo la muchacha, que rio más fuerte que ninguno. Yuan no dijo nada; pero le molestaba que aquella risa tan ruda se refiriera a María Wilson, cuyo nombre estaba para él tan por encima de cualquier motivo de burla. Irritado contra ellos, juróse que nunca saldría de sus labios el nombre de aquella muchacha para que lo supiera aquella gente. Hubiera deseado que aquellas miradas y risas no se hubiesen alzado en el momento en que salía para verla a ella.
Al llegar a la casa no había logrado desvanecer esta impresión; y cuando le abrió la puerta, se sintió azorado y no se decidió a darle la mano cuando ella se la tendió afectuosamente; fingió no verla, tan fastidiado se sentía con las groserías de sus compañeros de hospedaje. Ella sintió esa frialdad; la luz huyó de su cara, y se borró la sonrisa con que lo había saludado. Le dijo que pasara, con voz fría y tranquila.
Cuando Yuan entró en el cuarto, lo halló como la primera noche, cálido y acogedor, con las llamas bailando en el hogar. Las viejas butacas le invitaban a sentarse, y la tranquilidad y el vacío le dieron la bienvenida.
Esperó a que ella se sentara, pues no quería estar más cerca de lo que era menester; la muchacha, sin mirarle, se dejó caer descuidadamente en un taburete, junto al fuego, y le señaló una butaca cercana.
Al sentarse, Yuan no pudo menos de empujar casi voluntariamente la butaca hacia atrás, de suerte que, aun estando cerca de la muchacha y pudiendo ver perfectamente su cara, si hubiera extendido el brazo, o ella el suyo, no habrían podido tocarse las manos. Se alegró de esto, y con ello se hizo más firme su idea de que las risotadas de aquella gente vulgar no eran sino una manifestación de grosería.
Allí estaban los dos solos, pues los padres no se dejaron ver. La mujer empezó, a hablar brusca y directamente, como si le costara trabajo decir lo que consideraba necesario.
—Señor Wang, le parecerá raro que le haya dicho que venga esta noche. Apenas nos conocemos, en realidad, a pesar de que he leído bastante sobre su patria (usted sabe que trabajo en la biblioteca) y conozco algo de su pueblo, al que admiro mucho. Le he dicho que venga a casa, no solamente por su interés personal y particular, sino también para hablarle como una mujer norteamericana moderna puede hablarle a un chino moderno.
Hizo una pausa, miró el fuego del hogar, tomó una varilla de entre unos leños y con ella removió al descuido los rojos carbones que ardían bajo las maderas. Yuan esperó, preguntándose en qué pararía todo aquello, y no muy cómodo por cierto, pues no estaba habituado a encontrarse a solas con una mujer.
Por fin, la joven continuó diciendo:
—La verdad es que me he sentido muy confusa con los esfuerzos de mis padres para atraerle a usted a su religión. De ellos no diré nada, sino que son la gente mejor que he conocido en mi vida. Usted conoce a mi padre y puede ver, como todo el mundo, lo que es. La gente habla de santos: él es uno. Nunca lo he visto irritado o molesto. Ninguna muchacha, ninguna mujer ha tenido mejores padres que yo. Lo único malo es que mi padre, si no me dio su bondad, me transmitió su cerebro. A mi vez, usé de este cerebro, y lo he usado contra la religión, esa energía que nutre la vida de mi padre, de tal manera que no tengo fe alguna. No puedo comprender que gente como mi padre, con una inteligencia clara y poderosa, no la use respecto a la religión. Su vida intelectual está fuera de la religión y… no hay comunicación entre las dos. Mi madre, naturalmente, no es una intelectual. Es más sencilla, más fácil de entender. Si mi padre fuera como ella, yo no vería sino el aspecto divertido de la cuestión cuando tratan de hacerle a usted cristiano. Me parece que no lo conseguirán…
Volvió sus francos ojos hacia Yuan, dejó caer sus manos, con la varilla colgando entre los dedos, y, al mirarle, se sintió más enérgica:
—Pero me temo que mi padre pueda influir en usted. Sé que usted lo admira. Es usted su alumno, estudia los libros escritos por él, y él ha sentido por usted más afecto que por ningún otro discípulo. Me parece que se complace en la visión de verle regresar a su tierra hecho un jefe cristiano. ¿Le ha dicho alguna vez que en un tiempo pensó en ser misionero? Pertenece a la generación en que todo buen muchacho o buena muchacha inteligente sintieron la… la llamada misionera, como decían. Pero era novio de mi madre, y ella no era lo bastante fuerte para eso. Pienso que, desde entonces, ambos han sentido que había en su vida algo frustrado. ¡Es extraño la diferencia que hay de una generación a otra! Ellos y yo sentimos lo mismo hacia usted —y sus hondos ojos le miraban fijos, sin rubor y sin coquetería—, y, a pesar de eso, ¡cuánto nos diferenciamos! Ellos creen que, siendo usted como es, sería glorioso ganarle para su causa. Para mí, es presuntuoso pensar que pueda usted llegar a ser más de lo que es… por una religión. Usted pertenece a su raza y a su tiempo. ¿Cómo se atreve nadie a imponerle algo que le es extraño?
Dijo estas palabras con una especie de ardor íntimo, y él se sintió atraído por ella, sin el menor asomo de rencor, pues le parecía que la joven no veía en él solamente a Yuan, sino a toda su raza. Le parecía que, al hablarle a él, se dirigía a millones de personas. Entre ambos había un muro de delicadeza y de inteligencia, natural en ellos. Yuan dijo con gratitud:
—Entiendo perfectamente lo que quiere usted decir. Le aseguro que no debilita mi admiración por su padre el hecho de que él crea en algo que mi inteligencia no puede aceptar.
Los ojos de la mujer volvieron a dirigirse a las llamas del hogar. El fuego se había reducido a carbón y cenizas, y su resplandor iluminaba con más suavidad el rostro, el cabello, las manos, el rojo oscuro de su vestido. Dijo, pensativa:
—¿Quién podría no admirarlo? Fue difícil para mí, se lo aseguro, apartarme de la fe de mi niñez que él me enserió. Pero fui honrada con él (tenía que serlo), y hablamos largamente. Con mi madre no podía hablar; se echaba a llorar en seguida, y esto me impacientaba. Mas mi padre me respondía a todo, y podíamos hablar. Siempre respetó mi incredulidad, y yo siempre he respetado, cada vez más, su creencia. Hemos razonado mucho, hasta llegar a ese punto en que la razón tiene que detenerse y uno ha de creer sin llegar a entenderlo. Ahí nos separamos: él podía pasar por alto, creyendo sinceramente, con fe y esperanza. Yo no. Mi generación no puede.
De pronto, se levantó con energía y tomando un leño, lo echó al hogar. Se produjo un chisporroteo en la ancha y oscura chimenea, brotó una nueva llama, y de nuevo Yuan vio el rostro de la muchacha iluminado por el resplandor. La joven se volvió hacia él, quedándose de pie a su lado, apoyada en la repisa, y dijo seriamente, con una leve sonrisa que le fruncía las comisuras de los labios:
—Creo que esto es lo que quería decirle. No olvide que yo no tengo fe. Cuando mis padres traten de influir en usted, acuérdese de que pertenecen a una generación que no es la mía. Ni la de usted.
Él se puso también de pie, agradecido, y mientras estaba junto a ella, pensando en algo que decir, las palabras le brotaron inesperadamente, pues dijo algo que no había pensado de antemano:
—Quisiera poderle hablar en mi propia lengua, pues su idioma nunca es completamente natural en mí. Me ha hecho usted olvidar que no somos de la misma raza. Por primera vez, desde que llegué a esta tierra, he encontrado un pensamiento que le hablaba al mío directamente, sin ninguna barrera.
Dijo esto con sencillez y franqueza, y ella le miró tan directamente como se mira a un niño; los ojos de Yuan y los de la muchacha estaban a la misma altura. Ella contestó con afabilidad:
—Espero que seamos amigos, ¿verdad, Yuan?
Este respondió con alguna timidez, pues sentía como si pusiera pie en una costa desconocida, ignorando adónde llegaba, pero a puerto seguro:
—Si usted lo desea así… —Y, mirándola de frente, añadió, en voz baja, a causa de su timidez—, María.
Ella sonrió. Fue una sonrisa rápida, brillante, alegre, aceptando lo que le decía y deteniendo toda posible palabra que Yuan pudiera añadir.
—Hemos hablado bastante por hoy —repuso. Sin embargo, hablaron de libros un corto rato, hasta que se oyeron pasos en la entrada, y la muchacha dijo—: Ahí llegan mis dos encantos. Fueron a la iglesia. Van todos los miércoles por la noche.
Se dirigió a la puerta y recibió a sus padres, que tenían el rostro colorado por el frío del otoño. Pronto estuvieron todos junto al fuego, y de nuevo tuvieron a Yuan por uno de la familia, obligándole a sentarse en su compañía, mientras María iba en busca de frutas y de leche caliente, que los viejos gustaban tomar antes de dormir. Yuan, aunque odiaba la leche, cogió su vaso y sorbió un poco, para sentirse bien entre ellos, hasta que María se dio cuenta y dijo riendo:
—¡Qué memoria la mía!
Entonces fue en busca de una tetera para él, y todos rieron.
Pero el momento que más recordó Yuan, después, fue este: en una pausa de la conversación, la madre suspiró y dijo:
—María, ¡cuánto me hubiera gustado que fueses esta noche con nosotros! Fue una buena reunión. El doctor Jones habló muy bien…, ¿no te parece, Henry?, a propósito de la fe, que puede llevarnos adelante a través de los mayores conflictos. —Y dirigiéndose a Yuan, añadió—: Usted debe sentirse muy solo a ratos, señor Wang. Pienso a veces en lo duro que debe ser vivir sintiéndose tan lejos de sus padres… Y para ellos, también, qué doloroso debe de ser tenerle a usted tan lejos. Si a usted le agrada, nos gustaría mucho que viniera a cenar con nosotros los miércoles, e iríamos juntos a la iglesia.
Yuan, al ver su amabilidad, dijo solamente:
—Muchas gracias.
Al decir esto, su mirada buscó la de María, que estaba sentada junto a la chimenea, de suerte que sus ojos se hallaban un poco más bajos que los de él, y vio en ellos una mezcla de ternura y de risa: de ternura hacia su madre, y de compasión hacia Yuan. Era una mirada que envolvía a los dos en un común entendimiento, a pesar de que ambos estaban tan distantes.
* * * *
Yuan vivió, a partir de aquel día, en una especie de secreta y oculta riqueza. Ya no era la gente ajena para él, ni extraña, y a veces se olvidaba de odiarla; pensaba que no le despreciaban tanto como antes.
Ahora tenía abiertas las dos puertas. Una de ellas, la más exterior, era la de aquella casa a la que podía ir libremente y ser siempre bien recibido. El cuarto de la chimenea fue para él un hogar en aquel sitio extraño. Había encontrado muy dulce su soledad, y pensaba que cada vez la deseaba más. Pero ahora tuvo una nueva idea: que la soledad es dulce solamente para un hombre que evita a las personas no amadas y fastidiosas, pero deja de ser grata cuando se encuentra uno en presencia de seres queridos. En aquella habitación descubrió Yuan estos seres. Amaba los libros usados, que parecían tan chicos y silenciosos, pero que cuando llegaba él y se sentaba a solas, por no haber nadie en la casa en aquel momento, le acompañaban y le daban la sensación de hablarle poderosamente, pues allí los libros le hablaban con mayor fuerza y compañía que en ninguna otra parte, porque la habitación los envolvía en una sabia tranquilidad y camaradería.
Allí estaba también, con frecuencia, la amada compañía de su maestro. Allí, más que en ninguna clase y que en el mismo campo. Yuan llegó a conocer la hermosura espiritual de aquel hombre. El profesor había llevado una vida sencilla e infantil. Hijo de un campesino, luego estudiante, maestro por muchos años, conocía tan poca cosa del mundo, que se diría que no había vivido en él. Pero vivía en los dos mundos de la inteligencia y del espíritu, y Yuan, explorando en ellos con numerosas preguntas y largos silencios atentos, al oír al viejo exponer sus conocimientos y creencias, no veía en estos la menor estrechez, sino la gran anchura de un vasto pensar ilimitado en el tiempo y en el espacio, en el que todas las cosas eran posibles para el hombre o para el dios. Era la anchura de una sabia inteligencia infantil, para la que no hay barreras entre lo real y lo mágico. Mas esta sencillez estaba tan impregnada de sabiduría, que Yuan no podía menos que amarla y sentirse turbado al ver su propia estrechez de entendimiento. Un día dijo a María, que al llegar le halló solo y preocupado:
—Faltó poco para que tu padre me convenciera de que me hiciera cristiano.
Y ella contestó:
—¿No es capaz de persuadirte de casi todo? Encontrarías, como yo, que la barrera está en el casi. Nuestros entendimientos son otra cosa, Yuan…, menos sencillos, menos seguros, más investigadores…
Esto dijo la muchacha, decidida y tranquilamente, y con ello hizo retroceder a Yuan hacia una zona de la que le habían sacado contra su voluntad; o tal vez un tanto voluntariamente, puesto que adoraba al viejo profesor. Pero la muchacha le hacía retroceder cada vez que esto sucedía.
En aquella casa estaba la puerta del exterior, y la muchacha era la puerta que se hallaba más adentro, en su corazón. Por ella aprendió muchas cosas. Ella le contó la historia de su gente, cómo llegó antaño a las costas de aquel país donde vivían, eliminadas de casi todas las naciones y tribus de la tierra, y cómo, por la fuerza, la astucia y hasta la guerra, arrebataron la tierra a los que la poseían. Yuan escuchaba esto con la misma afición que sentía en su infancia al escuchar los cuentos de los «Tres Reinos». Le contó también cómo sus antepasados se habían abierto camino, día tras día, hacia costas más lejanas, atrevida y desesperadamente. Y mientras ella hablaba, unas veces en el cuarto, junto al hogar encendido, otras en los bosques cuyas hojas caían ahora que iba a comenzar el invierno, a Yuan le parecía sentir en aquella mujer, por toda su exterior gentileza, la fuerza interna que había en su sangre. Sus ojos se tornaban brillantes unas veces; otras, fríos y decididos, y la barbilla, bajo los estrechos labios, se alzaba cuando hablaba con orgullo de su raza, de tal suerte que Yuan tenía cierto miedo de ella en algunos instantes.
Y esto era lo curioso: que en aquellos momentos sentía Yuan que ella tenía un poder de hombre, y en él, una sensación de inferioridad que no llegaba a ser viril, como si ambos juntos formaran un hombre y una mujer, pero mezclados, sin ser claramente hombre él ni mujer ella, pues a veces había en la mirada de la joven algo tan posesivo, como si se sintiera la más fuerte, que la carne de Yuan experimentaba la sensación de retirarse hasta que aquella mirada desaparecía. Así, pues, aunque a veces la encontraba bella, con el cuerpo ágil y ligero en su energía, y se sentía emocionado ante su decisión y seguridad, nunca pudo experimentar una atracción carnal por ella, ni la veía como una mujer a la que le gustara tocar o querer, porque había en ella aquel extraño poder que le causaba temor y que hacía retroceder su naciente inclinación amorosa.
Yuan se alegraba de esto. Aún no quería pensar en el amor ni en la mujer, y aunque no podía alejarse de esta, porque le atraía, se sentía contento de no desear tocarla. Si alguien, ahora, le hubiese preguntado, él habría dicho: «No es prudente ni bueno que se casen dos personas de carne diferente. Existe la dificultad externa de las dos razas, ninguna de las cuales quiere esta unión. Pero existe, además, la lucha interna de uno contra otro, y esta fuerza que separa llega tan hondo como la sangre… No hay término para una guerra entre sangres distintas».
Sin embargo, en ocasiones sentía vacilar su seguridad frente a la joven, pues no le parecía tan extraña a él y a su sangre, porque ella no solamente le mostraba su propia gente, sino a la misma gente de él, de un modo que él nunca había visto. Cosas que Yuan ignoraba de su misma sangre y raza. Había vivido en su tierra una parte al margen de la vida de su padre; otra, en la escuela de guerra como un joven lleno de ardor por la defensa de su causa; por otra parte, en la casa de tierra, y otra, en fin, en la gran ciudad de la costa; pero entre estas partes no había unidad bastante como para hacerle pertenecer a un solo mundo. Cuando alguien le preguntaba por su tierra o por su pueblo, respondía de manera tan carente de seguridad, que, mientras hablaba, recordaba algo que iba contra lo que había dicho un momento antes, y llegó incluso a no hablar de ello, excepto para negar cosas como aquellas que el cura había mostrado; y esto lo hacía por orgullo.
Mas a través de los ojos de aquella mujer occidental, que nunca había visto la tierra donde la gente de Yuan había vivido, llegó a ver su propia patria tal como hubiera deseado. Ahora, a causa de él (bien lo sabía), la muchacha estudiaba cuanto llegaba a sus manos sobre el pueblo a que Yuan pertenecía; libros y narraciones de viajeros, historias y cuentos que habían sido traducidos, poemas y pinturas. De todo esto, la joven hizo un sueño, algo así como un conocimiento más hondo de lo que era la patria de Yuan; y le parecía un lugar bellísimo, donde hombres y mujeres vivían en paz y justicia, en una sociedad enmarcada por la cordura de los grandes sabios.
Yuan, oyéndola, veía esto también. Cuando ella le decía: «Me parece, Yuan, que en tu tierra han resuelto todos nuestros problemas humanos. La bella relación de padres con hijos, de amigos con amigos, de hombres con hombres, todo está pensado y expresado sencilla y bellamente… Y el odio que vuestro pueblo tiene a la violencia y a la guerra, ¡cuánto lo admiro!», él olvidaba su niñez. Recordó solamente que odiaba la violencia y la guerra; y desde el instante en que recordó esto, creyó que todo su pueblo las odiaba igualmente; recordó a los aldeanos que se quejaban de la guerra, y las palabras de la muchacha le parecieron verdadera, completa y sencillamente ciertas.
A veces, le llamaba para contemplar algún grabado o dibujo que había encontrado, dibujo, que representaba tal vez una alta y elegante pagoda[7], alzada al cielo desde alguna escarpada cima, o quizás un estanque campesino, cuyas aguas eran acariciadas por caedizas ramas de sauce y blancas ocas flotando en la sombra, y la muchacha exclamaba, con el aliento entrecortado de entusiasmo:
—¡Oh, Yuan, qué hermoso, qué hermoso! ¿Por qué cuando miro estas estampas me parece que son de un lugar en el que yo he vivido y que conozco perfectamente? Hay alguna extraña relación entre ellos y yo. Creo que tu tierra debe ser la más bella del mundo.
Yuan, al mirar las estampas y a través de los ojos de ella, al recordar la belleza que había visto en los escasos días que vivió en los campos, donde había lagunas y estanques parecidos, aceptaba con la mayor sencillez cuanto ella decía, y contestaba con sinceridad:
—Sí, es una hermosa tierra.
Ella, mirándole inquieta, decía:
—¡Qué rudos debemos de parecerles a ustedes! ¡Qué cruda debe de parecerles nuestra vida! ¡Somos tan nuevos y tan rudos!
Y él sentía de súbito que esto también era verdad. Recordaba la casa en que vivía, la mujer gruñona, casi siempre enojada con su hija, de tal modo que llenaba la casa con su enojo y su irritación, y recordaba también los pobres que había visto en la ciudad; pero se limitaba a decir amablemente:
—En esta casa, al menos, he encontrado la paz y la cortesía a que yo estaba acostumbrado.
Cuando María estaba de este ánimo, Yuan casi la amaba. Pensaba con satisfacción: «Mi tierra tiene tal poder sobre esta muchacha, que, cuando piensa o sueña en ella, se torna suave y tranquila, su dura firmeza desaparece y toda ella es mujer». Y se le ocurrió pensar si llegaría un día en que la quisiera aun contra su misma voluntad. Pensó en esto más de una vez, y para responder a sus pensamientos se decía: «Si ella viviera en mi tierra, a la que ama tanto como si fuese suya, siempre sería de este modo, dulce, femenina y entusiasta, y recurriría a mí para cuanto necesitara».
Y pensaba que sería dulce que fuera así, que sería grato enseñarle su idioma y vivir en una casa puesta a gusto de ella, una casa como aquella en que vivía y que él había llegado a querer tan entrañablemente, con su comodidad hogareña.
Mas, después de pensar largamente en esto, volvía un día en que la hallaba de nuevo cambiada, mostrando su aspecto rígido, dominante, de tal suerte que podía argumentar, juzgar y condenar cualquier asunto con una sola palabra; incluso a su padre. Se mostraba con Yuan más considerada y suave que con nadie. Pero él volvía a sentirse atemorizado al notar aquella rudeza que nada podía doblegar. De este modo, María lo apartaba o atraía en diversos momentos.
Así, durante su quinto y sexto año, Yuan continuó experimentando los mismos sentimientos hacia la joven. Y siempre era una de dos: o más que una mujer para él, y entonces la temía, o menos que una mujer, y entonces no podía quererla. Nunca logró olvidar completamente que era una mujer la que tenía junto a él. Sin embargo, para él, con su honda, con su rígida manera de ser, la muchacha llegó a ser su única amiga.
No dejaba, por esa sensación predominante, de notar que alguna vez podía sentirse más cerca de ella, o bien, al contrario, que podía llegar un día en que se sintiera más frío y apartado. Y hubo de apartarse, pero esto ocurrió por algo que no tenía, en sí, gran importancia.
Yuan era incapaz de tomar parte en todas las locuras de sus amigos. Habían llegado a la escuela, aquel año, dos hermanos de la misma raza de Yuan, pero que procedían desde los países meridionales de su tierra, donde los hombres son ágiles en la expresión, más animados y ligeros de cascos, variables en el pensar e inclinados a la risa. Buenos muchachos los dos, pronto se prestaron a hacer cualquier cosa que distrajera a los otros, se conquistaron afectos, aprendieron a cantar como cualquier payaso pudiera hacerlo, e inventaron trucos y juegos, con voces caprichosas que gustaban a los estudiantes; de manera que cuando llegaban ante cualquier público, danzaban y hacían pantomimas, encantados de los aplausos que provocaban.
Entre ellos y Yuan había un abismo mayor que el existente entre este y un hombre de raza blanca, no sólo porque el lenguaje de ellos era distinto, ya que en el Sur y en el Norte no se habla el mismo idioma, sino porque Yuan estaba íntimamente avergonzado de ellos. «Bueno estaba —se decía Yuan— que los hombres blancos hicieran todas las tonterías que se les antojaran, pero no sus compatriotas y delante de aquellos extranjeros». Y cuando oía las carcajadas y los gritos de aprobación, su rostro se tornaba más serio y frío, pues temía o, mejor, se convencía de que había una secreta burla bajo aquella diversión.
Un día, en especial, no pudo soportarlo. Habían anunciado un divertido espectáculo en cierto local, y Yuan asistió, invitando a María Wilson, pues a ella le gustaba ir en su compañía a sitios públicos; y allí se sentaron entre los otros. Los dos cantoneses aparecieron aquella noche disfrazados como un granjero y su mujer. El campesino llevaba una larga trenza a la espalda, y la mujer era ruda y zafia como cualquier paleto. Y Yuan debió permanecer allí viendo a aquel par de locos haciendo como que se disputaban un gallo hecho de tela y plumas, que despedazaban poco a poco, y hablando de cosas que todo el mundo podía entender, sin que dejara de parecer, al mismo tiempo, que estaban hablando en su propia lengua. Sin duda, la escena era divertida, y los actores tan listos y graciosos, que nadie podía contener la risa; incluso Yuan hubo de sonreír más de una vez, aunque no de muy buen grado. María rio bastante. Cuando ambos salieron del local, ella se volvió hacia él, con el rostro aún risueño, y le dijo:
—Esto ha debido de ser como una escena sacada de su misma tierra, Yuan. Estoy muy contenta de haberlo visto.
Estas palabras borraron toda risa del rostro del joven, que dijo, molesto:
—Nada tiene que ver esto con mi tierra. Allí ningún campesino lleva trenza en estos días. Ha sido una farsa como la que pudiera haber representado cualquier actor norteamericano en Nueva York.
Viéndole dolido, María dijo en seguida:
—Naturalmente. He comprobado que era una comedia, pero tenía cierto aroma de verdad, a pesar de todo, ¿no, Yuan?
Yuan no contestó. Estuvo serio todo el tiempo, y al llegar a la puerta, se inclinó para irse. Cuando la muchacha le invitó a que pasara, se negó, aunque le hubiera gustado estar un rato en su compañía, en la acogedora habitación. Cuando rehusó entrar, ella le miró fijamente, con una interrogación en los ojos, ignorando qué sucedía; aunque convencida de que algo pasaba. De pronto, se impacientó un poco con él, lo sintió extranjero, distinto, difícil, y le dejó ir, diciendo solamente:
—Otra vez será.
Yuan se fue más irritado porque ella no había insistido y pensó, sombrío: «Esa payasada me ha hecho desmerecer ante ella; ha pensado que los de mi raza son así de locos».
Fue a su casa, tan fastidiado al pensar en la frialdad de María, que salió y se dirigió a la casa donde los dos payasos vivían; llamó a la puerta, entró en la habitación y los sorprendió a medio vestir, dispuestos a irse a dormir. Sobre la mesa estaban la falsa coleta, los largos bigotes postizos y otras cosas que habían usado para disfrazarse. Al ver aquello, Yuan sintió aumentar su energía. Dijo con frialdad:
—Sólo he venido a decir que me parece mal lo que habéis hecho esta noche. No es verdadero amor a la patria hacerla que sirva de risa a una gente que de por sí está dispuesta a reírse de nosotros.
Los dos hermanos se quedaron estupefactos. Se miraron el uno al otro, y luego a Yuan. Entonces, uno estalló en carcajadas, después el otro, y el mayor dijo en su idioma extranjero, ya que Yuan y ellos no hablaban la misma lengua:
—Te dejamos a ti cuidar el honor de nuestra patria, hermano mayor. ¡Tú tienes dignidad bastante para reemplazar a un millón!
Y tornaron a reír, más fuertemente. Yuan no pudo soportar aquellos labios anchos, los ojillos alegres ni los cuerpos enclenques. Los miró mientras reían, y luego, sin decir una palabra, salió, cerrando la puerta.
«Estos hombres del Sur —murmuró—, para nosotros los verdaderos chinos, no son absolutamente nada. ¡Gente insignificante!».
Tendido en su lecho, aquella noche, y mirando las desnudas ramas de los árboles que proyectaban sus sombras en la pared blanca de luna, Yuan pensaba con satisfacción que no había tenido nunca nada que ver con ellos, ni aun en los tiempos de la escuela de guerra. En aquella tierra extraña se sentía muy lejos de los que, para los extranjeros, pertenecían a la misma raza y la misma nación que él. Sólo él —pensó con altanería— podía mostrar lo que en realidad era su pueblo.
Y cimentó en esta idea todo su orgullo, pues aquella noche su sensibilidad estaba herida. No podía soportar que el aprecio que María sentía por él se turbara con la estupidez de dos individuos de su raza.
Para él fue como si se viese a sí mismo en ridículo. En su cama, tendido, solitario y satisfecho de sí mismo, más solitario porque aun de sus propios compatriotas se sentía ajeno, y más todavía porque ella no había insistido para que entrara en su casa, pensó amargamente: «Me vio de un modo distinto. Me vio como si yo hubiera sido uno de aquellos dos estúpidos».
Decidió que no debía importarle, y comenzó a borrar de su memoria cualquier recuerdo de ella que no fuera amable: cómo podía ser dura a ratos, su voz incisiva y cortante como el acero, y cómo a veces era de un positivismo impropio de una mujer ante un hombre. La recordó al volante del automóvil, conduciéndolo como si fuese una bestia que le perteneciese, forzándolo a adquirir mayor velocidad y con la cara fija y pétrea. Ninguno de estos recuerdos era grato, y los apartó, diciéndose con altivez: «Tengo un trabajo que hacer, y he de hacerlo bien. El día que acabe lo que tengo que hacer, juro que no habrá ningún nombre ante el mío en las listas. Esto será honrar a mi pueblo».
Y se durmió al fin.
* * * *
Pero aun en aquella soledad íntima no pudo llegar a esta solo, porque María no lo dejó. Le escribió de nuevo, al cabo de tres días, y él no pudo evitar que el corazón acelerara sus latidos al ver sobre la mesa la cuadrada letra de la muchacha. Sintió que su soledad le pesaba más que nunca, y tomó rápidamente la carta, deseoso de saber lo que le decía. Cuando la abrió, se sintió un tanto desilusionado. Las palabras que decía eran muy corrientes y no las que se esperan cuando se ha dejado de ver a un amigo durante tres días, un amigo a quien se acostumbra a ver diariamente. Eran cuatro líneas, y le decía que unas plantas cuidadas por su madre habían dado flores tempranas y que deseaba que él las viera. ¿Podría ir a la mañana siguiente? Entonces estarían totalmente en flor. Y eso era todo.
En este punto, Yuan estaba cerca de sentir más amor por aquella mujer del que nunca había experimentado por ella. Pero su frialdad le enojó, y se dijo, con su caprichosa infantilidad: «Bien, si dice que vaya a ver a su madre, iré a ver a su madre», y decidió, picado, que al día siguiente se dedicaría por completo a la madre.
Así lo hizo. Cuando, junto a la señora, miraba la blancura diáfana de la flor, y llegó María, poniéndose los guantes, Yuan se limitó a inclinar la cabeza, sin despegar los labios. Pero ella no quiso demostrar la misma frialdad. Aunque apenas se detuvo para decir a su madre algo relativo a la casa, le miró de una forma tan tranquila y tan exenta de otro sentido que no fuera el de amistad, que Yuan olvidó su fastidio. Y pronto, aunque ella se había ido ya, encontró la flor más hermosa, y mostró un gran interés por la anciana y por cuanto esta le decía, aunque hasta entonces había pensado que era demasiado habladora, muy inclinada a la alabanza y el afecto, algo muy fácil para contentar a cualquiera. Ahora, en el jardín, la encontraba llena de personalidad, una mujer sencilla, cariñosa, con una gran ternura para todo lo que fuera joven, de suerte que podía tocar un retoño con la misma delicadeza con que tocaba a un niño, y que casi llegaba a llorar si veía que un capullo era inadvertidamente arrancado del rosal, o si alguien, por distracción, pisaba una planta. Le gustaba sentir sus manos en la tierra, entre las raíces y las semillas.
Aquel día, Yuan pudo comprender los sentimientos de la señora, y después de un rato en el jardín, la ayudó a colocar las semillas y le enseñó cómo trasplantar un brote, solamente con extender sus raíces cuidadosamente en la tierra. Le prometió proporcionarle algunas semillas de plantas de su país y tratar de hallar una especie de col, verde y blanca, de exquisito aroma, que estaba seguro le gustaría mucho. Todo esto le hizo sentirse más unido a la familia y a la casa. Se preguntaba cómo había llegado a pensar un día que aquella señora era parlanchina u otra cosa que no fuera afable y maternal.
Pero aun aquel mismo día apenas tenía de qué charlar con la señora, como no fuese algo relativo a las plantas y flores. Pronto se dio cuenta de que su inteligencia era tan sencilla como la de su madre, la campesina, una inteligencia reducida que se concentraba en la manera de cocinar un plato, en cualquier chismorreo de vecindad, en el jardín y su cuidado, en un jarro con flores para adornar el centro de la mesa… Amaba a Dios, a su marido y a su hija, tan fiel y sencillamente, que Yuan se sintió varias veces confundido con aquella simplicidad, pues aquella señora, que sabía leer lo bastante como para coger cualquier libro y comprender bien lo que decía, estaba llena de tan curiosas ideas como las de cualquier aldeana de su tierra. Lo notó al oírla hablar de una fiesta de primavera.
—Esa fiesta la llamamos Pascua, Yuan, y ese fue el día en que Nuestro Señor salió de su tumba para subir a los cielos.
Yuan no quería sonreír, pues sabía que existían cosas como aquellas entre las gentes de todas las naciones; sobre ellas había leído algo en los días de su infancia, aunque apenas podía comprender que aquella señora las creyese. Pero veía tal sinceridad y bondad en sus plácidos ojos infantiles, bajo el cabello gris, que se percató de que ella creía sinceramente.
Las horas en el jardín terminaron lo que el tranquilo mirar de María había comenzado, y cuando ella volvió ya había desaparecido todo su enojo. No dijo nada de ello, y la trató como si no hubieran pasado tres días sin verse. María dijo, sonriente, cuando estuvieron solos:
—¿Has pasado las dos horas enteras en el jardín, con mi madre? ¡Es implacable cuando llegas a esta casa!
Yuan sintió que la risa de la muchacha era sincera, y sonrió a su vez, diciendo:
—¿Cree ella las historias que me ha contado sobre resurrección de muertos? Nosotros tenemos también esas historias, pero generalmente no son creídas, ni aun por las mujeres, si son algo instruidas.
Y María contestó:
—Ella lo cree así, Yuan. ¿Me comprendes cuando te digo que quiero preservarte de esas ideas, porque para ti serían falsas, al mismo tiempo que lucharé porque las conserve mi madre, porque para ella son verdaderas y necesarias? Ella se perdería sin sus creencias, porque en ellas ha vivido y en ellas ha de morir. Pero nosotros…, ¡nosotros debemos tener nuestras propias creencias!
En cuanto a la señora, tomó tanto cariño a Yuan a partir de aquel día, que llegó a olvidarse de su raza y condición, y decía llena de angustia, si Yuan le hablaba de su lejano país:
—Yuan, le aseguro que la mayoría de las veces me olvido de que no es usted norteamericano. Armoniza usted tan bien con esta casa…
Entonces María intervenía prontamente:
—Yuan nunca llegará a ser lo bastante norteamericano, madre.
Y una vez añadió, en voz baja:
—Y me alegro de que así ocurra. Lo prefiero como es.
Él recordaba esto, pues cuando María hablaba con cierta disimulada energía, la madre no contestaba, pero sus ojos se clavaban con turbación en su hija. En aquel momento, Yuan se daba cuenta de que no sentía hacia él un cariño tan grande. Pero esto se borraba cuando él estuvo en compañía de la señora un par de veces en el jardín, pues aquella primavera ciertos insectillos cayeron sobre los rosales, y Yuan le ayudó a cuidar las plantas y, con ello, a olvidar el leve enfriamiento que hacia él había sentido. Empero, hasta en un menester tan insignificante como exterminar insectos, Yuan se sentía confuso. Él odiaba furiosamente a aquellos animalillos crueles que destruían la belleza de los capullos y las hojas en cada hora que vivían, y deseaba matarlos a todos. Mas sus dedos odiaban tener que arrancarlos de las plantas, y mucho después sentía asco y desasosiego y no cesaba de lavarse las manos largo tiempo. La señora no sentía lo mismo. Ella se mostraba contenta con cada insecto que sacaba, y los mataba alegremente, viendo en ellos una plaga destructora.
Así, Yuan fue haciéndose amigo de la señora, y también se fue acercando más a su viejo maestro. Se fue acercando a él cuanto pudo, pues, en realidad, nadie llegaba a estar verdaderamente cerca de aquel anciano, extraña mezcla de profundidad y de sencillez, de inteligencia y de fe. Podía hablar frecuentemente con él de sus libros y de lo que estos contenían, pero muchas veces, en medio de una conversación literaria o sobre leyes científicas, los pensamientos del maestro se alejaban hacia un mundo nebuloso, al que Yuan, por lo visto, no podía seguirle. En estas ocasiones, el profesor decía:
—Tal vez, Yuan, esas leyes, esos ideales a los que tratan de llevarnos nuestras pobres leyes humanas, no sean sino llaves para abrir la puerta de un jardín cerrado, pero debemos arrojar lejos esas llaves y penetrar en él con la imaginación (o llámela fe mejor), y ese jardín es el jardín de Dios, de Dios infinito, en el que está la sabiduría, la justicia, la bondad y la verdad…
Yuan, que no comprendía, decía:
—Señor, déjeme a mí en la puerta. Yo no puedo arrojar lejos la llave.
A lo que el viejo, sonriendo con un poco de tristeza, respondía:
—Tú eres como María. Vosotros, los jóvenes, sois como pájaros recién nacidos. Tenéis miedo de probar vuestras alas, miedo de volar fuera del mundillo que conocéis. ¡Ah! Hasta que dejéis de cifrarlo todo en la razón y empecéis a creer en esos sueños e imaginaciones, no se producían grandes científicos entre vosotros. Ni grandes poetas, ni grandes hombres de ciencia… La misma edad produce las los cosas.
Y Yuan, de todas estas palabras, sólo recordaba aquellas: «Tú eres como María…».
Sí, era como María. Entre ambos, nacidos a miles de millas de distancia, de dos sangres nunca mezcladas, había una semejanza, un lazo, el parecido de la juventud en cualquier edad, iguales en sus rebeliones y en otras cosas que son las que hay entre un mozo y una doncella por encima del tiempo y de la sangre.
Ahora que llegaba la primavera y que los árboles verdeaban de nuevo; ahora que en los bosques cercanos a la casa brotaban las florecillas entre las hojas muertas del invierno, Yuan sentía en su sangre una nueva libertad. En aquella casa, ciertamente, no había nada que apagase su alegría. Allí olvidaba que era un extraño. Podía mirar a aquellos tres seres y olvidar su diferencia, de suerte que los ojos azules de los viejos eran naturales para él, y los ojos de María eran amables por sus cambios y ya no le parecían remotos.
Ella se tornó más amable con él. Cierta dulzura brotaba de ella en este tiempo. Nunca estaba hosca, y su voz no era incisiva, como antes. Su cara se hizo un poco más llena, sus mejillas menos pálidas y sus labios parecían más suaves y no tan apretados. Andaba más lánguidamente y con cierta fácil displicencia que antes no tenía.
A veces, cuando Yuan llegaba, parecía estar muy ocupada, yendo y viniendo, de modo que él apenas la veía. Pero cuando llegó la primavera, también cambió en esto, y, no sabiendo en realidad lo que hacían, ambos se citaban para pasear por el jardín en las mañanas. Y ella llegaba, fresca como el día, con el oscuro cabello un poco húmedo, sobre las orejas. Para Yuan era más agradable cuando la veía vestida de azul. Un día le dijo, sonriendo:
—El color azul es el que usan en mi tierra las gentes del campo. A ti te sienta bien ese color.
Y ella, sonriendo también, le contestó:
—Me alegro.
Yuan recordaba un día en que, habiendo ido temprano a desayunarse con ellos, se quedó esperando un momento en el jardín, y se puso a arrancar cuidadosamente algunas hierbecillas de entre unos pensamientos. Ella llegó de pronto y se quedó mirándolo, iluminado y cálido el rostro, y al levantar él los ojos, María alargó la mano para quitarle una brizna que se le había quedado en el pelo. Yuan sintió que la mano de la muchacha, al bajar, le rozaba suavemente la mejilla. Sabía que no lo había hecho intencionadamente, porque ella siempre evitaba con cuidado todo contacto, de suerte que Yuan ni se atrevía a ayudarla al pasar alguna aspereza del camino. No; ella no era como otras muchachas que aprovechan el menor motivo para tocar de algún modo al hombre. Fue la primera vez que Yuan sintió su mano, fuera de los fríos y usuales contactos del saludo.
Pero ella no le rogó que la dispensara o excusara. Por su franco mirar y por el súbito rubor de sus mejillas, Yuan supo que ella había sentido el roce y que se había dado cuenta de que él también lo había notado. Se miraron rápidamente, empezaron a andar, y ella dijo al momento:
—¿Vamos a desayunarnos?
Él contestó tranquilamente:
—Debo lavarme las manos.
Y el momento pasó.
Después recordó esto algunas veces, y su pensamiento volvió hasta aquel otro contacto, hacía mucho tiempo, de la mano de la muchacha que ahora estaba muerta. Era extraño, pero junto a aquel ardiente y decidido roce, este nuevo y ligero contacto parecía una nadería y el otro aún ardía con mayor realidad. Yuan se dijo: «Sin duda, no se dio cuenta de lo que hizo. Soy un loco». Y decidió olvidarlo y dominar su pensamiento contra tales ocurrencias, que en verdad no deseaba.
Así, durante los meses de la última primavera, Yuan vivió en un extraño y doble mundo. Dentro de él guardaba un reducto propio, contrario a aquella mujer. La suavidad de la estación, la dulzura del claro de luna cuando paseaban juntos, por las calles solitarias que daban al campo, bajo los árboles cubiertos de hojas nuevas, o la quietud del cuarto donde a veces se quedaban solos, mientras la tierna y musical lluvia de primavera golpeaba los cristales de la ventana, nada podía romper la fuerza de aquel reducto. Y se desazonaba pensando cómo podía estar a veces tan agitado, y cómo, a pesar de ello, no quería ceder.
Además, de cierta manera, aquella joven podía atraerle, y, sin embargo, apartarle de ella. La amaba y no la amaba, por los mismos motivos. Porque amaba la belleza y no podía menos de resistir a la belleza, a veces la encontraba hermosa: aquel cuello y aquella frente tan blancos junto al oscuro cabello… Sin embargo, Yuan no amaba aquella blancura. A ratos veía sus ojos luminosos, claros y grises bajo las oscuras cejas, y admiraba el resplandor y el matiz que en ellos había; pero no amaba sus ojos grises. Y lo mismo ocurría con sus manos: vivaces, rápidas, expresivas, bellas y alargadas… Pero tampoco amaba sus manos.
Esto no impedía que se sintiese atraído una y otra vez por la muchacha, por algún extraño poder que habría en ella. Así, pues, muchas veces, en aquella primavera, Yuan tenía que hacer una pausa en su trabajo en los campos o en sus horas de estudio, en el cuarto o en la biblioteca, porque su pensamiento se llenaba con la imagen de aquella mujer. En tales momentos se preguntaba: «¿La echaré de menos cuando me vaya? ¿Estoy atado de algún modo a esta tierra, a causa de esta mujer?». Hallaba una escapatoria en la idea de que debía permanecer y estudiar aún más, pero aun entonces podía preguntarse: «En realidad, ¿para qué he de quedarme aquí? Si es a causa de esta mujer, ¿con qué fin, si he decidido no casarme con una de su raza?». Y se decía acto seguido: «No. Volveré a mi tierra». Entonces pensaba que, al partir, ya quizá no la volvería a ver más, porque ¿cómo iba él a regresar? Y cuando pensaba en aquello, apartaba de su mente la idea de partir.
Y así hubiera seguido preguntándose y lleno de indecisión, cuando de su país le llegaron noticias que eran como una voz de su tierra pidiéndole que regresase.
Durante los años que había estado ausente, Yuan apenas había sabido lo que en su tierra acontecía. Sabía, sí, que habían estallado pequeñas guerras, pero no le dio importancia, pues siempre habían habido allí pequeñas guerras.
En aquellos años, Wang el Tigre le escribió sobre una o dos guerras que había emprendido: una de ellas contra un nuevo jefe de bandoleros, y otra contra cierto señor de la guerra que había entrado sin permiso en sus feudos. Mas Yuan pasó de prisa sobre tales noticias, en parte porque nunca le habían gustado las guerras, y en parte porque tales cosas no le parecían reales del todo viviendo en aquella distante y pacífica tierra. Algún compañero de pensión le preguntaba:
—Dígame, Wang, ¿a qué se debe esa nueva guerra que ha estallado en China? He visto en los periódicos… Un tal Chang, o Tang, o Wang…
Yuan, avergonzado, contestaba rápidamente:
—No es nada… Nada más que un asalto de bandidos como cualquier parte del mundo.
A veces, su madre, que le escribía indefectiblemente una vez cada estación, le decía en sus cartas:
La revolución crece por días; pero no sé cómo. Ahora Meng está fuera, no tenemos revolucionarios en la familia. He oído, por lo menos, que en el Sur ha estallado una nueva revolución. Meng no ha vuelto aún a casa. Está allá, entre ellos. Ha escrito, pero no se decide a volver, aunque le gustaría, porque los que mandan aquí tienen miedo y aún persiguen activamente a los que son como Meng.
Pero Yuan no llegaba a comprender del todo lo que acontecía en su país, sino que seguía como podía las noticias sueltas que le llegaban, en particular de algunas publicaciones en las que se hablaba de algún cambio, como, por ejemplo: «El antiguo calendario lunar ha sido reemplazado por el calendario occidental», o bien: «Se ha prohibido que en adelante les sean vendados los pies a las mujeres», o: «Las nuevas leyes no permitirán al hombre tener más de una mujer», y cosas por el estilo. A cada cambio sentía Yuan alegría y confianza, y a través de ellos veía cambiar toda su tierra. Así lo pensaba, y sobre ello escribió a Sheng:
Cuando volvamos el verano que viene, no vamos a conocer a nuestra tierra. Parece imposible que en tan poco tiempo, en seis breves años, se hayan llevado a cabo cambios tan grandes.
A lo que Sheng contestó, después de largos días:
¿Vas a volver el próximo verano? Yo no estoy dispuesto a hacerlo. Quiero vivir aquí un par de años más, si mi padre me manda dinero para ello.
Al leer esto, Yuan no pudo dejar de recordar, con gran desazón, a aquella mujer que había puesto música a los poemillas de Sheng; no le gustaba acordarse de ella. Pero deseaba que Sheng se apresurara a volver a su país. Cierto era que aún no había obtenido su licenciatura, aunque había invertido en ello más tiempo del que era menester. Turbado, Yuan pensó en lo poco que Sheng hablaba de las nuevas cosas que sucedían en su tierra. Mas lo excusó prontamente, pues no era fácil pensar en revoluciones estando en aquella rica y tranquila nación, ni pensar en campos de batalla ni en luchar por alguna causa. Y hasta él mismo llegaba a olvidarse de tales cosas en sus días de paz.
Pero, como supo después, la revolución estaba llegando a su apogeo. Seguramente a la manera de siempre, subiendo desde el Sur. Mientras Yuan se pasaba los días sobre los libros; mientras se preguntaba qué sentía por aquella mujercita a la que amaba y no amaba, el ejército gris de la revolución, en el que formaba Meng, cruzaba el corazón de su tierra hacia el gran río. Allí combatían ellos, pero Yuan, en aquel país extraño, a miles de millas de distancia, vivía pacíficamente.
En aquella paz habría vivido siempre. Mas, de súbito, un día, la atracción que existía entre él y la muchacha se hizo más fuerte. Habían pasado así mucho tiempo, siendo un poco más que amigos, un poco menos que enamorados, de modo que Yuan llegó a aceptar como cosa corriente salir y charlar todas las tardes con ella, después que los viejos se iban a dormir. Delante de estos no demostraban nada. María hubiera respondido honradamente a cualquier pregunta: «Pero si entre nosotros dos no hay más que amistad», pues jamás habían hablado de nada que otros no pudieran oír.
Mas para ellos era como si el día no hubiera terminado si antes no estaban un rato junto y a solas, aunque hablaran indiferentemente de cosas corrientes. En aquellos breves ratos aprendían a conocer mutuamente sus pensamientos y sus corazones más que en todas las horas que pudieran estar juntos durante el día.
Una noche de aquella primavera estaban paseándose entre los rosales. Al final de la vereda que recorrían había un grupo de árboles, seis olmos plantados en un círculo, que habían crecido, altos, anchos y viejos, llenos de sombras. Allí, el viejo profesor había colocado un banco de madera, pues le gustaba aquel lugar para meditar. Aquella noche, las sombras eran muy negras, porque había una luna muy clara y todo el jardín estaba lleno de luz, excepto el lugar donde los olmos tendían sus ramas. Llegaron junto a ellos, y la joven dijo descuidadamente:
—¡Mira qué oscuras son estas sombras! Parece que nos perdemos cuando damos un paso en ellas.
Guardaron silencio. Yuan vio con extraño e inquieto agrado la claridad luminosa de la luna, y dijo:
—Brilla tanto la luna, que uno puede ver el color de las hojas nuevas.
—Y casi sentir el frío de la sombra y el calor de la claridad —agregó María, volviendo a la luz.
Se detuvieron de nuevo, Yuan el primero, y preguntó:
—¿Tienes frío, María?
Ahora la llamaba por su nombre sin dificultad.
Ella respondió entrecortadamente:
—No…
Entonces, sin saber cómo, quedaron indecisos en la sombra. Ella se le acercó y tomó sus manos. Yuan sintió a la joven entre sus brazos, su mejilla junto al cabello de ella. La sintió temblar y se dio cuenta de que él también temblaba. Ambos se sentaron en el banco, y ella levantó la cabeza y le miró fijamente, tomó entre sus manos la cara de Yuan y le murmuró:
—Bésame.
Entonces, Yuan, que había visto estas cosas en los cines y en otros lugares de distracción, pero que nunca había hecho nada semejante, sintió que su cabeza se inclinaba, que los labios de la muchacha se unían a los suyos y que quedaban junto a ellos.
En aquel momento se apartó. No hubiera sabido decir por qué. Algo en él le impulsó a apartarse, aunque otra fuerza le impelía a acercarse y a estrecharla más largamente. Pero más fuerte que este deseo fue su desagrado ante una carne que no era de su misma clase. Retrocedió y se levantó a toda prisa, ardiente y frío, avergonzado y confuso a la vez. En la espesa sombra, pudo ver el rostro de la joven vuelto hacia él, con una expresión de extrañeza y como preguntando la causa de aquella huida. Mas Yuan no pudo decir nada. Solamente supo que se había apartado. Por fin dijo, con la respiración entrecortada y una voz distinta:
—Hace frío… Debes volver a la casa… He de irme…
Ella no se movía. Al cabo de un instante, musitó:
—Vete tú, si tienes que irte. Quiero quedarme aquí…
Y él como si hubiera perdido algo que hasta entonces poseyera, y sintiendo a la vez que no podía haber hecho otra cosa, dijo con rebuscada cortesía:
—Debes volver. Vas a enfriarte.
María contestó deliberadamente, sin moverse lo más mínimo:
—Ya estoy helada. ¿Qué importa eso?
Yuan, al oír cuán fría y muerta era su voz, se volvió y se alejó de allí, dejándola sola.
Aquella noche no pudo conciliar el sueño. Pensaba en ella, y en si aún estaría allí, sentada en la oscuridad, sola. Se preocupaba por ella, aunque se daba cuenta de que había hecho lo que era su deber. Como un niño, musitó, para consolarse: «No me gustó. La verdad es que no me gustó».
Lo que habría pasado entre ellos después de esto, Yuan no lo supo. Porque apenas sucedió aquello, le llamó su tierra para que regresara.
A la mañana siguiente despertó sabiendo que debía ir a ver a María, pero fue retrasándolo al notar cierto temor, pues aún por la mañana estaba claro en su mente que él había faltado en algo, aunque tenía el convencimiento de que no podía haber hecho otra cosa.
Pero cuando, por fin, se dirigió a la casa, encontró a sus tres habitantes muy serios y consternados, a propósito de algo que habían visto en el periódico. El viejo le preguntó ansiosamente a Yuan, llevándolo aparte:
—¿Es posible que esto sea verdad, Yuan?
Yuan miró el periódico, donde con grandes letras se decía que nuevos revolucionarios habían caído sobre los hombres y las mujeres blancos de cierta ciudad de la China, y los habían sacado de sus casas, matando a alguno, entre ellos a varios sacerdotes, a un viejo profesor y a un médico. El corazón de Yuan se detuvo, y exclamó:
—Aquí hay una equivocación…
El profesor murmuró, pues había esperado estas palabras:
—Yo creo, Yuan, que debe de ser un error.
Pero María no dijo nada. Yuan no la había mirado al llegar ni ahora tampoco; mas la veía sentada, en silencio, con la barbilla apoyada en las manos cruzadas, mirándole. Él no quería mirarla decididamente. Leyó con rapidez la página, exclamando.
—¡No es verdad!… ¡No puede ser!… Esto no puede pasar en mi tierra… ¡Y si lo hicieron, habrá sido por alguna causa terrible!
Buscó esta causa. Y entonces habló María. Dijo —y Yuan la conocía lo bastante para darse cuenta de que hablaba con el corazón a flor de labios— con palabras que parecían pronunciadas al descuido y una voz en apariencia displicente:
—Yo también he buscado el motivo, Yuan, pero no hay ninguno. Parece que todos eran gentes buenas e inocentes, sorprendidas en sus hogares, junto a sus hijos…
Al oír esto, Yuan la miró, y ella le devolvió la mirada, con sus grandes ojos claros, grises, fríos como el hielo, unos ojos que le acusaron y le obligaron a decirle con los suyos: «No pude remediar lo que hice». Pero los ojos de la muchacha seguían acusándole.
Entonces Yuan, tratando de recobrar la serenidad, se sentó y habló más de lo que hubiera querido.
—Voy a llamar a mi primo Sheng. Él debe de saber lo cierto, pues vive en esa gran ciudad. Yo conozco a la gente de mi país. No puede hacer una cosa como esta… Nosotros somos una raza civilizada, no somos salvajes… Nosotros amamos la paz y detestamos que se derrame la sangre… En eso hay un error. Estoy convencido.
La señora repitió, ferviente:
—Debe de ser un error, Yuan; yo lo creo así. Dios no permitiría que les ocurriese tal cosa a nuestros buenos misioneros.
Al oír esto, Yuan sintió de pronto que su respiración se cortaba y estuvo a punto de gritar: «Si fueran esos curas…». Sus ojos se encontraron de nuevo con los de María, y se calló. Ella lo miraba fijamente, con una muda tristeza, y él no pudo decir una palabra. En su corazón sentía la necesidad de que María le perdonara. Pero sintió también que al pedir perdón tendría que decidirse por algo que no deseaba.
Ninguno habló más. Solamente el viejo maestro, que dijo, levantándose:
—Dime si sabes alguna nueva noticia, Yuan.
Pero este se levantó también a toda prisa, no queriendo quedarse a solas con María, temiendo que la señora se retirara también, y salió de la casa, apesadumbrado y deseando que las noticias no fueran verdaderas. No podía soportar que le avergonzaran de tal forma, y lo sentía con más fuerza aún porque sabía que la mujer le juzgaba por su huida y la tomaba como una debilidad. Ahora, por añadidura, veía a sus compatriotas como autores de aquellas tropelías.
Nunca más estuvieron juntos. Pasaban los días, y Yuan se sentía dominado por el apasionado interés de ver claramente lo que sucedía en su tierra, pensando que, si llegara a verlo, podría justificarse él mismo. Punto por punto, debía llegar a probar que aquello no había sucedido por culpa de los suyos. Era verdad —le había dicho Sheng, cuya voz llegaba tranquila y exacta a través de los largos hilos, el primer día—, era verdad que aquello había ocurrido. Entonces preguntó, impaciente:
—Pero ¿por qué, por qué?
Y la voz de Sheng llegaba tan indiferente y descuidada, que Yuan tuvo un estremecimiento al oírla:
—¿Quién sabe?… Una horda comunista…, algún fanatismo… ¿Quién puede saber la verdad?
Yuan sufría.
—¡Estoy seguro de que no puede ser verdad!… Ha debido de haber alguna causa, alguna agresión…, ¡algo!
Y Sheng respondió tranquilamente:
—Nunca sabremos la verdad. —Luego, cambiando de tono, preguntóle—: ¿Cuándo piensas volver a tu casa?
Yuan sólo pudo responder:
—¡Pronto!
Sabía que era necesario volver a su patria. Si no lograba restituir la fama a su patria, debía volver a ella tan pronto como terminara lo que le quedaba por hacer.
Ya no volvió más al jardín, ni pasó aquellos ratos a solas con María. Se mostraban exteriormente amistosos, pero no tenían nada que decirse. Yuan se propuso no encontrarla. Mientras no pudo comprobar la inculpabilidad de su país, se volvió en cierto modo contra aquella amiga de su tierra.
Los padres se dieron cuenta de esto, y aunque siempre se mostraban atentos y afables con él, se mantuvieron algo aparte, no juzgándole mal, sino compadeciendo su desazón, aunque no lograban entenderla.
Pero Yuan creyó notar que le echaban en cara lo que había pasado. Cargaba sobre sus hombros el peso de cuanto se hacía en su tierra. Ahora, al leer diariamente los periódicos y ver lo que cualquier ejército victorioso suele hacer al ir avanzando y conquistando tierras, sentía su alma presa de agonía. A veces, pensaba en su padre, pues aquel ejército avanzaba hacia las llanuras del Norte y avanzaba triunfalmente.
Su padre parecía estar muy lejos. Cerca, muy cerca estaban aquellos amables y silenciosos extranjeros, a cuya casa todavía iba de vez en cuando, porque ellos lo deseaban; ellos, que no hablaban nunca de lo que decían los diarios, ahorrándole hasta la mención de algo que pudiera torturarle o avergonzarle. Pero, a pesar de su silencio, le acusaban. Su mismo silencio era acusador, y la seriedad y la frialdad de la joven y las oraciones de los dos viejos, ya que a veces, antes de una comida a la que le habían invitado con insistencia, el profesor decía en voz baja y emocionada unas palabras añadidas a su acción de tracias:
—Sálvalos, Señor, a ellos que son tus siervos en una tierra lejana y que viven en medio de tantos peligros.
Y la señora respondía, con suavidad no exenta de firmeza:
—Amén.
Yuan no podía soportar ni la oración ni el amén, y esto se debía en gran parte a que María, que le había animado contra la fe de sus padres, inclinaba la cabeza en señal de respeto, no porque creyera más que antes, sino porque sentía aquellos peligros contra los que ellos rezaban. Así, estaba unida a sus padres en contra de Yuan. Por lo menos, eso pensaba este.
De nuevo Yuan estaba solo. Y solo trabajó hasta final de año. Llegó la hora en que, junto a los otros, consiguió graduarse. Sólo entre todos, el único de su raza, recibió el símbolo del final de sus estudios. Solo escuchó su nombre, con mención de los más altos honores. Unos pocos se le acercaron a felicitarle, pero Yuan no se preocupó mucho de que fueran a él o no.
Solo empaquetó sus libros y sus cosas. Se le ocurrió, en fin de cuentas, que el viejo matrimonio se alegraría de verle partir, aunque su amabilidad no disminuyera; y esto le hizo pensar, altanero: «A lo mejor miraban con malos ojos la posibilidad de que yo me casara con su hija, y ahora están contentos de que me vaya».
Sonrió amargamente, persuadido de esto. Luego, pensando en ella, se dijo: «Algo hay que debo agradecerle, al fin: no haberme dejado que cambiara de religión… Sí, una vez me salvó ella. Pero otra vez fui yo mismo el que me salvé».