Wang Yuan tenía veinte años cuando partió de su tierra; pero era en muchos sentidos un niño, lleno de sueños, confusiones y proyectos inacabados que no sabía cómo iban a concluir ni si deseaba llevarlos a cabo. Toda su vida había transcurrido bajo la vigilancia y cuidado de alguien, y no sabía otra cosa sino de este cuidado; los tres días que estuvo encerrado en la prisión se dio cuenta de lo triste que era esta dependencia.
Yuan estuvo fuera durante seis años. Cuando se dispuso a regresar a su tierra, aquel verano, estaba a punto de cumplir los veintiséis arios y ya era un hombre en muchos aspectos, aunque no había llegado el dolor para darle el último toque necesario para una hombría total. Pero él no creía que este toque fuera imprescindible. Si alguien le hubiera preguntado, Yuan habría respondido tranquilamente: «Soy un hombre. Me doy cuenta de lo que pienso. Sé lo que quiero. Mis sueños de ayer son hoy proyectos. He terminado mis años de colegio. Estoy preparado para vivir en mi tierra». En verdad, aquellos seis años en el extranjero fueron para Yuan como una mitad de su vida hasta entonces. La otra mitad estaba formada por los primeros diecinueve años, y era de menor importancia. Estos seis eran los más importantes, los más considerables, porque le habían encaminado por determinadas rutas. Pero lo cierto era, aunque él mismo no lo supiese, que había emprendido algunas rutas que no conocía exactamente.
Si se le hubiera preguntado: «¿Estás preparado para vivir tu propia vida?», hubiera contestado honradamente: «Tengo un título académico de un gran colegio extranjero, y este título lo obtuve superando a muchos que habían nacido en el país donde lo conseguí». Habría dicho esto con satisfacción, pero callando el recuerdo que tenía de algunos de entre aquellos muchachos, que murmuraban de él, diciendo:
—Claro está que si un hombre no aspira a ser otra cosa que un sabihondo, logrará cuantos títulos y honores quiera; pero nosotros debemos al colegio algo más que eso. Este muchacho, que no hace más que vivir para sus libros, no sabe lo que es realmente vivir… ¿Cómo habría quedado el colegio en el fútbol y en las regatas si todos nos hubiéramos dedicado a nuestros libros?
Sí, Yuan conocía a aquellos alegres, inquietos, adocenados muchachos extranjeros que así hablaban de él sin recatar mucho sus opiniones, pero esto le hacía mantener alta la cabeza. Estaba seguro de la admiración de sus maestros; y en la mención que de él se hacía en los repartos de premios, en los que su nombre solía aparecer el primero, el que daba el premio añadía:
—A pesar de la dificultad que supone para este alumno el hablar un idioma que no es el suyo, ha superado a los demás.
Y Yuan, aunque sabía que esto era causa de que los otros no le quisieran bien, se sentía orgulloso y contento al demostrar de cuánto era capaz su raza y demostrarles también que no se preocupaba de los juegos como si fuera un niño.
Si de nuevo se le hubiese preguntado: «¿De qué modo estás preparado para vivir tu vida de hombre?», Yuan habría respondido: «He leído centenares de libros y he aprendido en ellos cuanto se puede saber en esa nación extranjera». Y esto era verdad, pues durante aquellos seis años vivió tan solo como un pájaro en su jaula. Se levantaba temprano todas las mañanas, leía sus libros, y cuando sonaba una campana en la casa donde vivía, bajaba la escalera para desayunarse, comiendo por lo general en silencio, pues no le interesaba lo más mínimo conversar con ninguno de los que allí vivían, ni aun con la mujer a quien pertenecía la casa. ¿Para qué iba a perder el tiempo hablando con ellos?
Al mediodía almorzaba, entre otros estudiantes, en el espacioso comedor destinado a este fin. Y por las tardes, si no tenía trabajo en el campo o en compañía de sus maestros, hacía lo que más le gustaba. Iba a la gran biblioteca, se sentaba ante los libros y leía o tomaba apuntes de cuanto le interesaba, sobre los más diversos asuntos. En aquellas horas reconocía que los pueblos occidentales no eran, como Meng solía decir amargamente, una raza salvaje, sino, a pesar de la rudeza de la gente vulgar, pueblos muy instruidos y cultos. Muchas veces oyó Yuan decir a sus compatriotas, que estaban allí con él, que en el conocimiento de lo material estaban muy adelantados los forasteros, pero que en lo que se relacionaba con la vida del espíritu eran bastante ignorantes. Pero ahora, viendo aquellos cuartos llenos de libros de filosofía, de poesía, de arte, Yuan se decía si era posible asegurar que su país era superior a aquel, aunque se habría guardado muy bien de confesar esta duda en voz alta. Hasta llegó a encontrar, traducidas, las máximas de los más antiguos y modernos sabios de su tierra, y los libros que trataban de las artes en Oriente. Estaba saturado de todo este saber, envidioso del pueblo que lo poseía y al que odiaba por ello. No quería recordar que en su tierra un hombre corriente no sabía leer, y menos aún las mujeres.
Yuan había experimentado dos diferentes sentimientos o estados de ánimo desde que partió para el extranjero. Cuando empezó a recobrar sus fuerzas y a sentirse bien, a bordo, después de aquellos tres días de muerte, estaba contento de vivir. Y esta alegría se le contagió al ver el agrado con que Sheng hacía el viaje, y su gozo ante los panoramas y paisajes que contemplaba y ante la grandeza de los países extranjeros. Yuan desembarcó en estas nuevas playas con el entusiasmo de un niño que entra a ver un espectáculo y dispuesto a sentirse encantado con todo lo que viera.
Encontró que todo era maravilloso. Cuando llegó a la gran ciudad portuaria del país occidental, le pareció que todo lo que antes había oído era inferior a la realidad. Las casas eran más altas de lo que esperaba o suponía, las calles estaban pavimentadas con igual perfección que los suelos de las habitaciones de las casas, y tan limpias, que uno podría haberse sentado o tendido a dormir en ellas sin ensuciarse. Todo el mundo parecía maravillosamente limpio. La blancura de su piel y la limpieza de sus trajes eran gratas a la vista, y todos parecían ricos y bien nutridos. Yuan se sentía feliz de no ver a los pobres mezclados con los ricos. Allí los ricos iban y venían más libremente por la calle, y no había mendigos que les tirasen de las mangas y clamaran por una limosna. Aquella era una tierra en la que valía la pena vivir, pues todos tenían en ella lo bastante, y cada cual podía comer alegremente, ya que todos comían.
Yuan y Sheng pasaron los primeros días admirando cuanto les rodeaba. Toda aquella gente vivía en palacios; al menos, así les parecía a los dos jóvenes, que antes no, habían visto casas semejantes. En aquella ciudad, las calles que no tenían tiendas estaban sombreadas por árboles, y las familias no necesitaban construir grandes murallas en torno a sus casas, sino que cada jardín se extendía hasta el jardín del vecino. Dejaba maravillados a Yuan y Sheng el observar que, por lo visto, todo el mundo confiaba en el vecino y no era menester que levantase paredones para protegerse contra los robos del prójimo.
Al principio, todo parecía perfecto en aquella ciudad, los altos edificios se alzaban tan definitivamente contra el azul metálico del cielo, que parecían poderosos templos, aunque no tuvieran dioses en el interior. Y entre ellos circulaban miles y miles de vehículos, ocupados por hombres ricos y por sus mujeres, y hasta la gente que iba a pie parecía hacerlo con gusto y no por obligación. Yuan dijo a Sheng, en aquellos días de primera impresión:
—Algo debe de andar mal en esta ciudad cuanto todo el mundo se dirige tan velozmente hacia algún sitio.
Pero cuando observaron, se dieron cuenta de que la gente iba alegre, reía con frecuencia, y su charla, alta y sonora, parecía contenta lejos de toda tristeza. No había nada que anduviera mal, y si la gente iba de prisa era porque le gustaba ir así, porque aquel era su modo de ser.
Indudablemente, había un extraño poder en el aire de aquella ciudad y en la luz del sol. Mientras que en la patria de Yuan el aire solía ser soñoliento y propicio al cansancio, de tal suerte que en verano había que dormir mucho y en invierno no se deseaba más que estar encerrado en un sitio con un poco de calor y de sueño, en esta otra tierra los vientos y la luz estaban llenos de una violenta y confortable energía. Yuan y Sheng andaban más de prisa que antes, y todo el mundo se movía como las partículas que danzan en un rayo de sol.
Empero, en aquellos primeros días, cuando todo parecía placentero y digno de gozo, Yuan encontró algo que turbó por un momento su placer. Aun ahora, que habían pasado seis años, no podía decir que hubiese olvidado por completo aquel asunto, aunque era, a la postre, una pequeñez. Al segundo día de desembarcar, Sheng y él fueron a un restaurante en el que comía mucha gente y donde había personas que no parecían tan ricas como las otras, pero que, al menos, podían comer lo que se les antojaba. Cuando entraron, Yuan sintió que todos aquellos blancos los miraban con fijeza, como si no les gustase su presencia, y se apartaban a su paso, aunque de esto se sintió complacido, pues aquella gente blanca despedía un olorcillo extraño para sus narices, algo parecido al olor de una leche coagulada que los blancos solían tomar; quizás el olor no fuera tan malo, pero era bastante parecido. Cuando entraron, una doncella les tomó los sombreros para dejarlos junto a los de otros hombres, pues así era la costumbre. Y cuando volvieron para reclamarlo, la doncella sacó una porción de sombreros a la vez, y un hombre que había delante de Yuan cogió el sombrero de este y se lo encasquetó, confundiéndolo con el suyo, pues eran del mismo color azul oscuro. Y se iba con el sombrero puesto, cuando Yuan lo detuvo, viendo la equivocación, y le dijo cortésmente:
—Señor, este es su sombrero. El mío, que es de clase inferior, es el que ha tomado usted por distracción. Ha sido culpa mía. Soy muy torpe.
Y se inclinó, mientras le tendía el sombrero que no era suyo.
Pero el otro, un hombre de edad madura y de mirada desagradable, oyó con impaciencia las palabras de Yuan, y, tomando su sombrero, se quitó el otro con gesto de disgusto y no se detuvo sino para decir dos palabras o, mejor dicho, para escupirlas.
Yuan se quedó mirando su sombrero y sin ganas de ponérselo, pues no le había gustado la brillante cabeza del otro, y menos aún su ingrata voz. Sheng se le acercó, preguntándole:
—¿Por qué estás ahí como si te hubiera caído un rayo?
Yuan le contestó:
—Ese hombre me ha herido con dos palabras que no he entendido, pero que sé que son desagradables y malas.
A esto rio Sheng, pero con un asomo de amargura en su risa.
—Te habrá llamado extranjero del diablo —dijo.
—Eran dos palabras malas, eso lo sé —dijo Yuan, turbado. Y disminuyó su alegría.
—Nosotros somos aquí extranjeros —dijo Sheng después de un momento. Y añadió, encogiéndose de hombros—: Todos los países son lo mismo, primo.
Yuan no dijo nada más. Pero ya no se sentía tan feliz con todo lo que veía. En el fondo, brotaba su propia naturaleza, resistente y porfiada. Él, Yuan, hijo de Wang el Tigre, nieto de Wang Lung, seguiría siendo siempre él mismo y nunca se perdería entre millones de hombres extraños.
Aquel día no pudo olvidar el incidente hasta que Sheng le encontró de nuevo y le dijo con sonrisa maliciosa:
—No olvides que, en nuestra tierra, Meng le habría gritado al hombre que era un extranjero del diablo, y la herida se habría producido en el otro.
Y después de un rato empezó a distraer a Yuan, haciéndole ver esto o aquello, hasta que consiguió apartar en su mente el pensamiento que le molestaba.
En días sucesivos y en los años que siguieron, en los que hubo tanto que ver y admirar, Yuan pudo decirse que había olvidado aquella pequeñez. Pero no la había olvidado. Tan claramente como el día que sucedió, seis años atrás, veía ahora los encolerizados ojos de aquel hombre, y aún podía sentir la herida, que le parecía injusta.
Mas, si no lo había olvidado, por lo menos estaba en lo más hondo de su memoria y sólo brotaba en escasas ocasiones. Yuan y Sheng vieron juntos muchas cosas bellas en los primeros días de hallarse en el país extranjero. Fueron en un tren que los llevó, entre altas montañas, por un paisaje en el que, si bien la cálida primavera brotaba en las laderas de las primeras estribaciones, las cumbres estaban cubiertas de nieve, blancas y finas contra el azul del cielo. Y entre aquellas montañas había oscuros desfiladeros, por los que se despeñaban aguas profundas y espumeantes. A Yuan le parecía que aquello no era real, sino más bien un cuadro que un alborotado pintor hubiese puesto junto al tren, un cuadro extraño, de violentos colores y no hecho por las rocas, las aguas y las tierras de que su lejano país estaba formado.
Cuando dejaron atrás las montañas, pasaron por unos valles igualmente extraños y por campos extensos sobre los que se movían máquinas como bestias pesadas, para hacer fértil la tierra y obtener gigantescas cosechas. Yuan lo vio todo claramente, y esto le pareció casi más maravilloso que las montañas.
Miraba las máquinas y recordaba al viejo granjero que le había enseñado a coger bien el azadón y a dejarlo caer en el sitio justo. Así seguiría trabajando su tierra aquel labrador, y como él otros muchos. Recordó cómo estaban labrados los plantíos del viejo campesino, unos apretados contra otros, verdes a costa del sudor del hombre que los cuidaba, abonados con su estiércol, de suerte que cada planta crecía con toda su riqueza y cada pie de terreno rendía todo su valor. Pero allí nadie se preocupaba de cuidar cada una de las plantas ni cada metro de tierra. Allí los campos se medían por millas y las plantas eran incontables.
En aquellos días, todo, excepto las palabras del hombre del sombrero, le pareció admirable a Yuan y mejor de lo que era en su tierra; los pueblos eran limpios y prósperos y aunque podía reconocer la diferencia entre la mirada de un hombre que viviera en el campo y otro que habitase la ciudad, no andaba el campesino envuelto en su abrigo, ni las casas estaban hechas de tierra y paja, ni las aves y los cerdos campaban por sus respetos en las haciendas. Todo esto era admirable para él.
Empero, sentía algo extraño en aquella tierra durante los primeros días, algo que no se parecía en nada a la suya. Y aun cuando hubo pasado el tiempo y conoció mejor aquella tierra, ya en sus paseos a lo largo de los caminos, ya trabajando una parcelita para él junto al colegio, no pudo olvidar la diferencia. Aunque la tierra que alimentaba a los hombres blancos era la misma que nutría a los de la raza de Yuan, este sentía que no era aquella en que sus antepasados habían sido enterrados. Esta tierra estaba fresca, libre de huesos humanos, todavía indomada, pues los de esta raza no contaban aún con suficientes muertos para saturar el suelo con sus esencias. Yuan sabía que el suelo de su patria estaba saturado con la humanidad que la había habitado en todos los tiempos. Esta tierra era todavía más poderosa que el pueblo que la cultivaba y trataba de dominar; por ello, seguramente, se notaba en las caras de los blancos campesinos cierta rudeza salvaje, por encima de sus conocimientos y de sus riquezas.
Aquella tierra no estaba conquistada. Las millas de montañas boscosas; las ramas y las hojas caídas bajo los grandes árboles abandonados; las tierras abandonadas al pasto de los animales; las grandes carreteras descuidadas que se dirigían a todas partes, todo esto demostraba que la tierra no había sido conquistada todavía. Los hombres usaban cuanto les era necesario, sacaban más fruto del que podían vender, echaban abajo los árboles y cultivaban sólo aquellos campos que les parecían mejores, dejando abandonados los otros; pero la tierra era mayor de lo que ellos podían requerir para su uso, más grande que los hombres que la trabajaban.
En la patria de Yuan, la tierra había sido dominada y los hombres eran los dueños. Allí, las montañas habían sido privadas de sus bosques muchos años atrás, y ahora estaban desprovistas hasta de los matojos que podían servir para encender fuego y calentar a los hombres. Estos sacaban espléndidas cosechas de los más menguados campos y forzaban a la tierra para que rindiera. Y a la tierra entregaban sus sudores, sus residuos, sus cadáveres, hasta que ya no quedaba en ella virginidad alguna. Los hombres de su tierra hacían del suelo algo que les pertenecía, lo hacían brotar con sus propias existencias; sin esto, aquellos campos habrían quedado exhaustos desde hacía muchos años, transformados en un vientre seco y vacío.
Así veía Yuan aquella nueva tierra y su secreto. Al ponerse a trabajar en su trozo de tierra, allí, pensó qué tendría que echarle para que produjera, pero pronto se dio cuenta de que se hallaba enriquecida por su propio y no usado poder. Por poco que se le diera, brotaba con generosidad, con una vida demasiado fuerte para los hombres.
¿Cuándo pudo Yuan mezclar el odio a esta admiración? Al cabo de seis años, mirando atrás, vio el segundo paso que había adelantado en este odio.
Yuan y Sheng se separaron muy poco tiempo después de este viaje en tren, porque Sheng se prendó de una gran ciudad donde encontró otros de sus mismos gustos y donde las escuelas eran mejores para lo que él quería aprender: poesía, música y filosofía. A Sheng no le importaba nada la tierra, que tanto interesaba a Yuan. este se dedicó en el país extranjero a lo que siempre había esperado hacer: aprender a cultivar las plantas y trabajar el suelo. Lo hizo con tanta más afición cuando creía que la riqueza de aquellas gentes dependía de la abundancia de productos que daba la tierra. Dejó a Sheng en aquella ciudad y él se fue a otra, donde había un colegio en que podía estudiar lo que le interesaba.
Lo primero que tenía que hacer era encontrar un sitio donde comer y dormir, un cuarto al que llamar su casa en aquel país extranjero. Cuando llegó al colegio fue cortésmente recibido por un hombre de pelo gris, que le dio una lista de algunas casas donde podía encontrar habitación y comida. Yuan se dedicó a buscar la mejor que hubiera. La primera puerta a la que llamó fue abierta por una mujer grande y madura que se enjugaba los anchos brazos desnudos en un delantal atado a su gruesa cintura.
Nunca había visto Yuan una mujer de semejante conformación. No le agradó su mirada desde el primer momento, pero preguntó con amabilidad:
—¿Está en casa el dueño?
La mujer se puso las manos en las caderas y contestó con voz bronca y pesada:
—Esta casa es mía y no pertenece a ningún hombre.
Al oír esto, Yuan dio media vuelta y se fue, prefiriendo cualquier otra casa y pensando que no era posible que hubiese muchas mujeres tan repugnantes como aquella. Desde luego prefería vivir en una casa donde hubiera un hombre. Aquella mujer era algo increíble. Sus pechos y sus caderas eran enormes, y en su cabeza brotaban unos cortos y escasos cabellos, de tal naturaleza, que Yuan no hubiese jamás pensado que pudiesen crecer en una cabeza humana. Eran de un color entre rojizo y amarillo, emporcados con grasa de cocina y con humo. Bajo estos extraños cabellos velase la cara redonda, roja también, pero de un rojo distinto, purpúreo. En aquella cara se movían dos ojos agudos y brillantes como porcelana nueva. Yuan no pudo mirar a la mujer y bajó los ojos. Entonces vio los anchos, enormes pies. Tampoco pudo soportarlos, y se alejó a toda prisa, no sin inclinarse a modo de despedida.
Llamó a otras dos puertas donde se anunciaba que había cuartos para alquilar, y en ambas fue rechazado. Al principio no podía comprender por qué razón. Una mujer le dijo:
—Están ocupados todos los cuartos.
Pero Yuan se daba cuenta de que era mentira, mirando el cartel que anunciaba las piezas desocupadas. Y esto sucedió una vez y otra. Por fin comprendió. Un hombre le dijo brutalmente:
—Nosotros no admitimos huéspedes de color.
Al principio no supo exactamente lo que querían decir, pues no consideraba que su pálida y amarilla piel no fuese la usual sobre cualquier carne humana, ni que sus ojos y su pelo negro no fuesen los que un hombre cualquiera pudiese tener. Pero en un momento comprendió, pues había visto algunos hombres negros, acá y allá, en el país en que estaba, y notado que los hombres blancos no los tenían en muy alta estima.
Una oleada de sangre le subió desde el corazón. El hombre, viendo que la cara de Yuan se encendía a la vez que se hacía más oscura, dijo como excusándose:
—Mi mujer tiene que ayudarme para salir adelante, pues los tiempos están difíciles. Tenemos huéspedes fijos, que no seguirían en esta casa si vieran que dábamos habitaciones a extranjeros. Hay sitios donde los admiten, sin embargo.
Y el hombre citó el número y la calle que correspondían a la casa donde había encontrado a la repugnante mujer.
Este fue el segundo escalón de su odio.
No dejó de dar las gracias al hombre, con orgullosa cortesía. Volvió a la primera casa, y, apartando los ojos de la mujer, le dijo que deseaba ver la habitación que se alquilaba. Le gustó la habitación; era un cuartito situado en el piso alto, inmediatamente bajo el tejado y cortado por una caja de una escalera a uno de los lados. Si lograse olvidar la existencia de la mujer, aquella habitación sería bastante buena. Se veía trabajando allí, silenciosamente, y le gustaba el declive del tejado que se veía desde su mesa, la cama, el sillón y la cómoda que el cuarto tenía. Decidió tomarlo, y aquella fue su habitación durante seis años.
Por cierto que la mujer no resultó tan mala como parecía. Viviendo en esta casa, año tras año, mientras estuvo yendo al colegio, fue viendo que la mujer le tomaba afecto y le trataba con ternura creciente, ternura que él podía descubrir bajo la apariencia desagradable y los modales groseros. En aquel cuarto vivió Yuan tan ordenadamente como un sacerdote, con sus pocos bienes siempre colocados en los lugares que les había señalado. La mujer iba para ver si estaba bien y cómodo, y se complacía al verlo satisfecho, diciéndole:
—Si todos mis hijos fueran como usted, Wang, y tan sencillos en su vida, yo sería ahora una mujer diferente.
Sí. Yuan halló que aquella mujer ruda, al cabo de unos días, le demostraba ser una persona amable, aunque, claro está, a su modo. A pesar de sentirse sobrecogido al oír la voz enorme de la mujer, de temblar al mirar sus grandes brazos desnudos hasta los hombros, le estaba agradecido cuando encontraba unas cuantas manzanas en su cuarto y comprendía que era una amabilidad el que le gritara desde el otro lado de la mesa:
—He guisado un poco de arroz para usted, míster Wang. ¡Me doy cuenta de que le cuesta trabajo acostumbrarse a comerlo sin eso que usan ustedes! —Y añadía, con una risa desbocada y rugiente—: Pero el arroz es lo que yo sé preparar mejor… Porque ratas, serpientes, perros y todas esas cosas que comen ustedes, no puedo yo proporcionárselas.
Parecía no oír las protestas de Yuan, que afirmaba que en su tierra no se comían tales cosas. Después de algún tiempo aprendió a responder con una sonrisa silenciosa a las bromas de la mujer y recordaba en aquellos instantes cómo ella se empeñaba en darle de comer más de lo que él podía insistiendo en atiborrarle, y cómo conservaba su cuarto siempre templado y limpio. Más todavía: si ella notaba que un guiso le gustaba a Yuan, se esmeraba en dárselo lo mejor hecho que podía. Aprendió también a no mirar a la cara de la mujer, que aún le resultaba desagradable, y a pensar solamente en su buena intención. Y la apreció más cuando fue viendo, al conocer a la gente de la ciudad, por una u otra causa, que había otras mujeres mucho peores que ella, dedicadas a alquilar piezas en sus casas; mujeres de lenguas venenosas, que escatimaban la comida de sus huéspedes y odiaban a cualquiera que no fuese de su raza.
Lo que a Yuan le resultaba más extraño, cuando se detenía a pensarlo, era que aquella mujer pudiera haberse casado. En su tierra no habría sido de extrañar, pues allí, antes de que viniesen los nuevos tiempos, cada cual tenía que casarse con quien le señalaban, aunque fuera una mujer fea. Pero en aquella tierra, en que los hombres se casaban con las mujeres por ellos elegidas… ¡Y tal mujer había sido elegida por un hombre libre! ¡Y había tenido de él una hija, que ahora contaba unos diecisiete años y que vivía con ella!
Aquí había otra cosa extraña: la muchacha era bella. Yuan, que nunca pensó que una mujer blanca pudiera ser verdaderamente bella, se daba cuenta de que la joven, a pesar de toda su blancura, era hermosa. Había heredado de su madre el cabello rubio, que en ella era algo juvenilmente mágico, en broncíneos rizos, cortados en melena, enmarcando la linda cara y el blanquísimo cuello. También tenía los ojos de su madre, pero más tiernos y suaves, más oscuros y grandes, y usaba cierto artificio indiscreto para hacer aparecer sus pestañas y sus cejas con un color castaño, en vez del pálido que tenían las de su madre. Sus labios eran suaves y plenos, muy rojos, y su cuerpo, elegante como el de un árbol joven. Las manos de la muchacha eran finas, de agradable línea, pero no delgadas, y llevaba las uñas largas y pintadas de rojo. Vestía —y Yuan lo notó, como los otros jóvenes— con telas de tan poca consistencia, que sus estrechas caderas, sus pechos y todas sus inquietantes líneas de su cuerpo se señalaban a través de sus ropas. Bien sabía ella que los muchachos veían esto, que Yuan lo veía. Y cuando este se percató de que ella notaba que él lo veía, sintió un extraño temor por la muchacha, que pronto se trocó en disgusto y en desagrado, lo que le hizo mantenerse alejado y responder con inclinaciones de cabeza a los saludos que ella le dirigía. Yuan se alegraba de que la voz de la muchacha no le fuera agradable. Gustaba de las voces bajas y dulces y la de la joven no era de ninguna de las dos clases. Cualquier cosa que ella dijera, sonaba demasiado agudamente, de un modo nasal. Así, pues, cuando Yuan se sentía atemorizado al notar la suavidad de su mirada, o si por casualidad ella se sentaba junto a él a la mesa, y sus ojos caían en la blancura del cuello de la mujer, se alegraba de que no le gustara su voz… Al cabo de un tiempo halló otras cosas que tampoco le gustaba de ella. No quería ayudar a su madre en los quehaceres de la casa, y cuando, a las horas de comer, le decía que llevase algo a la mesa, la joven se levantaba refunfuñando y decía:
—Siempre te olvidas de algo, madre, cuando pones la mesa.
Tampoco quería meter las manos en agua que tuviera grasa o suciedad de platos, pues se preocupaba mucho de su belleza. Durante aquellos seis años, Yuan se sintió satisfecho de que no le gustaran los modales de la muchacha, y mantuvo este disgusto con claridad en su mente. Podía mirar sus lindas manos y pensar que eran inútiles, que no servían a nadie para nada. Y aunque a veces no pudiera evitar el sentir la atracción momentánea de aquellas manos cerca de él, no dejaba de recordar las dos primeras palabras que le fueron dirigidas en aquella tierra extraña. Era un extranjero también para la muchacha. Pensando, llegó a deducir que las dos clases de piel que cubrían sus cuerpos, el suyo y el de la joven, eran ajenas la una a la otra; y fue feliz de mantenerse aparte, alejado de ella, siguiendo su camino solitario.
No. Se lo había dicho a sí mismo. Ya bastaba. Ya sabía con exceso lo que podía dar de bueno una muchacha: traicionarle, como hizo la otra. Y si le traicionaban en aquella tierra extraña, no habría en ella nadie que le auxiliara. No; mejor era seguir aparte, lejos de las mujeres. Se habituó a no mirar a la joven, a no mirar sus pechos y a rechazar insistentemente las proposiciones que ella le hacía de ir a alguna parte para bailar, pues tenía el atrevimiento de invitarle.
Empero, hubo noches en las que Yuan no pudo dormir. Tendido en su cama, recordaba a la muchacha muerta, y se preguntaba con tristeza qué sería aquello que ardía entre un joven y una muchacha en cualquier parte del mundo. En las noches de luna, especialmente, no podía dormir. Y si se dormía, era para despertar pronto y mirar las silenciosas y danzantes sombras de las ramas de un árbol en la blanca pared de su cuarto, que brillaba con el reflejo lunar. Por último, cansado, entornaba los ojos y se decía: «¡Ojalá no brillara tanto la luna!… Esta luz me hace echar de menos algo…, algo como una casa que nunca he tenido».
Pues aquellos seis años fueron de gran soledad para Yuan. Cada día se iba hundiendo en una soledad más profunda. Exteriormente, era cortés y hablaba con cualquier persona que le hablase, pero a nadie saludaba el primero. Día a día se fue cerrando a todo lo que no le gustaba en aquella tierra. Su orgullo innato, el orgullo de hombres que eran viejos antes de que el mundo occidental comenzara, empezó a crecer en él. Aprendió a soportar en silencio una furiosa mirada que le dirigieran en la calle; distinguió las tiendas en que podía entrar para comprar lo que necesitaba, dónde podía ir para que le afeitaran o le cortaran el pelo, pues había tenderos que se negaban a atenderlo, unos rehusaban descaradamente, otros pidiendo el doble del valor, otros, en fin, diciendo con fingida cortesía:
—Tenemos que ganarnos la vida aquí, y no nos gusta entablar comercio con extranjeros.
Yuan aprendió a no responder nada, ni a la grosería ni a la falsa finura.
Pasó largos días sin hablar con nadie, y llegó a ser como un extraño perdido en aquella rauda vida ajena. No era frecuente que le preguntaran algo sobre su tierra. Los hombres y las mujeres blancos vivían tan ocupados en sí mismos, que nunca se interesaban en saber lo que otros hacían; o si oían alguna referencia, se limitaban a sonreír con aire tolerante, como si compadecieran la ignorancia ajena. Algunas ideas falsas que Yuan notó que tenían sus compañeros de colegio, el peluquero y la dueña de su casa de huéspedes, como aquella de que sus paisanos comían ratas y serpientes, o fumaban opio, o que todas las mujeres chinas se vendaban desde chicas los pies para no dejarlos crecer, o que los hombres se dejaban el pelo solamente en la coronilla para hacer con él una larga coleta, le hacían, al principio, contradecir enérgicamente tales ignorancias. Juraba que allí nadie comía ratas ni serpientes, y habló de Ai-lan y de sus amigas, que bailaban tan libremente como cualquier doncella pudiera hacerlo. Pero era inútil, pues cuanto decía lo olvidaban a poco y seguían recordando las mismas cosas. El resultado fue que Yuan, cuanto más honda y frecuente era su indignación, más pronto empezó a olvidar que hubiese alguna exactitud o verdad en lo que ellos dijesen, y terminó por creer que toda su tierra era como aquella ciudad costera y que todas las muchachas de su país eran Ai-lan.
Había un muchacho, compañero de Yuan en dos de las clases en que estudiaban agricultura, que era hijo de un granjero. Era un mozo de buen corazón, buen amigo de todos. Yuan no le había hablado cuando se sentó junto a él en los bancos de la clase; pero el muchacho le hablo primero. A veces, salía con él hasta la puerta y daban unos paseos al sol, conversando. Un día le pidió a Yuan que pasearan más tiempo. Este no había hallado todavía tal afabilidad, y fue dulce para él encontrarla, pues había vivido muy solitario.
No tardó en contar su historia al nuevo amigo. Juntos se sentaron a descansar bajo un árbol que se inclinaba al borde del camino, y allí hablaban largamente. Muy pronto, su compañero de clases le dijo:
—Oye, llámame Jim. ¿Cómo te llamas tú?
—Wang. Yuan Wang.
—Yo me llamo Barnes. Jim Barnes.
Yuan le explicó que en su tierra el apellido se usaba primero, y que para él era extraño oír su nombre como el muchacho lo había dicho. Esto divirtió al amigo; ambos dijeron sus nombres invertidos, y rieron de buena gana.
Con estas charlas y frecuentes risas creció la amistad, y pasaron a otros temas de conversación. Jim le contó a Yuan que había pasado toda su vida en una hacienda. Le dijo:
—La granja de mi padre tiene unas doscientas hectáreas.
Yuan comentó:
—Debe de ser muy rico, entonces.
Jim le miró sorprendido, y respondió:
—Eso, aquí, es una granja pequeña. ¿Sería grande en tu tierra?
Yuan no le contestó directamente. Se sintió molesto al recordar lo pequeñas que solían ser las granjas en su tierra, y, temiendo la burla del otro, respondió:
—Mi abuelo era dueño de muchas tierras, y era llamado el Rico. Pero nuestros campos son muy feraces[5], y a un hombre le basta con poco para vivir en ellos.
Luego le habló de la gran casa que Wang el Tigre tenía en la ciudad, y del propio Tigre, al que llamó ahora general y no señor de la guerra. Luego habló de la ciudad de la costa, de la señora, de Ai-lan, de las diversiones modernas que a esta le gustaban. Día tras día, Jim le agobiaba con preguntas. Yuan hablaba, sin notar casi que lo hacía. Pero le era dulce y grato hablar después de haber estado tan solo en aquella tierra extraña, más solo de lo que pensó. Los breves diálogos que interrumpían esta soledad significaban mucho para él, aunque, si le hubieran preguntado sobre ello, les habría negado toda importancia. Una y otra vez habían ofendido su orgullo nativo, pero esto no había disminuido su propia estimación. Ahora era delicioso para él sentarse junto a aquel muchacho blanco y hablarle de las glorias de su raza, de su familia y de su nación. Era un bálsamo para sus heridas ver los ojos de Jim abrirse, llenos de asombro, y oírle decir humildemente:
—Nosotros debemos de parecerte harto pobres… Hijo de un general, con tantos criados y… Me gustaría invitarte a mi casa este verano, pero no me atrevo, después de todo lo que tenías…
Entonces, Yuan le daba las gracias cortésmente y le decía:
—Estoy seguro de que la casa de tu padre es muy hermosa, y será muy agradable para mí.
Y le complacía la admiración que sus palabras causaban en Jim.
Lo curioso era que Yuan experimentaba tal placer con estas conversaciones, que llegó, sin darse cuenta, a convencerse de que su tierra era como él decía. Olvidó que había odiado a Wang el Tigre, sus guerras y su soldadesca, y llegó a pensar que el Tigre era un noble general que ahora descansaba en sus mansiones. Olvidó el villorrio donde Wang Lung vivió, sufrió y luchó con el trabajo y la astucia, y recordó de su niñez solamente aquellos patios de la gran casa de la ciudad, la casa que construyó su abuelo. Llegó a olvidar hasta la casita pobre y los millones de casas como aquella que se diseminaban por todo el país, hechas de tierra y techadas de paja, para guarecer a pobre gente y a los animales junto con los hombres. Recordó solamente la ciudad del litoral, con todos sus ricos y sus diversiones. De suerte que cuando Jim le preguntaba:
—¿Tenéis automóviles allá? ¿Tenéis casas como las nuestras?
Yuan contestaba sencillamente:
—Sí, tenemos de todo eso.
No es que mintiera. En cierto modo, decía la verdad y, en realidad, creía que decía lo cierto, pues, al pasar de los días, su lejana patria se fue tornando perfecta a sus ojos. Olvidó todo lo que no era hermoso, las miserias que en todas partes se encuentran, y le pareció que allí todos los hombres eran honrados y felices, todos los criados eran fieles, todos los amos afables, todos los hijos sumisos, y virtuosas y modestas todas las muchachas.
Tanto llegó a creer en su distante terruño, que un día se vio forzado a defender en público su creencia. Sucedió esto en un templo de la ciudad, al que llegó un hombre blanco que había vivido en la patria de Yuan y anunció que iba a proyectar unas películas de aquel lejano país y hablar sobre sus habitantes y sus costumbres. Yuan, que no tenía ninguna religión, no había estado nunca en aquel templo extranjero, y fue aquella noche para oír lo que el hombre decía y ver lo que iba a proyectar.
Sentóse entre el público, y desde que vio al viajero notó que no le agradaba. Era un sacerdote de una clase de los que había oído hablar, pero que nunca había visto; uno de los que, según le habían enseñado en la escuela de guerra, iban a su tierra a hacer de la religión un comercio y a atraer a la gente sencilla hacia su secta con propósitos secretos, que muchos adivinaban, pero que ninguno conocía, excepto que todos sabían que ningún hombre deja su propio país si no va en busca de alguna ganancia. Era muy alto, de labios apretados y ojos hundidos en la cara curtida. Empezó a hablar.
Habló de los pobres en la tierra de Yuan, de las épocas de hambre, de cómo en algunas partes los niños eran matados al nacer, de que la gente vivía en cabañas, y otras mentiras por el estilo. Yuan las oyó todas. Entonces el hombre empezó a mostrar sus películas, relativas a lo que antes había dicho. Yuan vio mendigos que le hacían muecas desde la pantalla; leprosos con rostros carcomidos; niños hambrientos, con barrigas hinchadas, aunque vacías; estrechas calles abarrotadas de gente y de hombres que acarreaban bultos demasiado grandes incluso para haber sido llevados por bestias. Todos estos males se estaban exponiendo allí, y él no los había visto en su vida. Al final, el hombre dijo solemnemente:
—Ya ven ustedes que nuestro Evangelio necesita ser predicado en esa tierra. Necesitamos vuestras plegarias; necesitamos vuestra limosna.
Y entonces se sentó.
Pero Yuan no pudo soportarlo. Durante aquella hora, su rabia había crecido, mezclada con la vergüenza y la decepción de ver revelados ante aquel ignorante y embobado público extranjero los defectos de su tierra. Y más que tales defectos (pues él nunca había visto semejantes cosas) le parecía que el extraño cura había ido rebuscando los males para exponerlos a la mirada del mundo occidental. Lo que le irritó fue ver que, al terminar, el hombre pedía dinero para aquellos males que tan cruelmente había descubierto.
El corazón de Yuan se deshizo con furor. Se puso en pie de su salto, apretó las manos contra el respaldo de la silla que tenía delante y gritó fuertemente, llameantes los ojos, rojas las mejillas, tembloroso el cuerpo:
—¡Todo lo que ese hombre ha mostrado y ha dicho es mentira! ¡No hay tales cosas en mi tierra! ¡Yo nunca las he visto! ¡Nunca he visto leprosos! ¡No he visto niños coma esos! ¡Ni casas como esas! ¡En la mía hay muchas habitaciones, y hay muchas casas como la mía! ¡Este hombre ha acumulado mentiras para sacarles a ustedes el dinero! ¡Yo…, yo hablo en nombre de mi patria! ¡No queremos a este hombre ni queremos el dinero! ¡No necesitamos nada de ustedes!
Gritó esto y sentóse, apretando los labios para contener el llanto. La gente guardó silencio, extrañada y asombrada por lo que había sucedido.
En cuanto al hombre, escuchó todo esto sonriendo débilmente. Luego se levantó y dijo con suavidad:
—Veo que este joven es un estudiante moderno. Bueno, jovencito, todo lo que yo puedo decir es que he vivido entre los pobres, como los que os he mostrado, más de la mitad de mi vida… Cuando vuelva usted a su tierra, vaya usted a los pueblecillos del interior, donde yo he vivido, y yo mismo le enseñaré todas esas cosas… Vamos a rezar, para concluir.
Yuan no pudo quedarse para aquella oración, que juzgaba una burla. Salió a la calle y se dirigió, no sin tropezar alguna vez, a su casa. Por el camino oyó lo que le faltaba para colmar su enojo. Dos hombres pasaron junto a él, sin saber quién era, y Yuan oyó que uno de ellos decía:
—Fue divertido ese muchacho chino, levantándose para protestar, ¿no? Me gustaría saber cuál de los dos dice la verdad.
Y el otro repuso, bostezando:
—Los dos, a mi juicio. Es más seguro no creer todo lo que se oye decir a una persona. Pero ¿qué nos importa lo que sean esos extranjeros? ¡No tienen nada que ver con nosotros!
—Así me parece —dijo su interlocutor con indiferencia—. Me temo que mañana va a llover.
Y ambos siguieron su camino.
Oír esto hirió a Yuan más que si los hombres se hubieran preocupado por aquel asunto. Le parecía que debían haberse interesado, aunque el cura hubiese tenido razón; pero desde el momento en que mentía, debían haberse preocupado de averiguar la verdad. Se fue a su habitación, iracundo, y se tendió en la cama para llorar un poco de puro furor, decidido a hacer algo para que aquella gente conociera la verdadera grandeza de su tierra.
Después de tales disgustos, el muchacho amigo consolaba a Yuan con su interés. Encontró en aquel mocetón campesino un alivio a su fastidio, le habló de su patria, de los sabios que habían formado el notable espíritu de sus antepasados y forjado los sistemas por los que los hombres vivían en el presente; de tal modo que en aquella hermosa y lejana tierra no había tanta disolución y malicia como en esta. Allí, hombres y mujeres vivían en decencia y ordenada bondad, y la belleza brotaba de esta bondad misma. Allí no necesitaban leyes como las que se habían dado en las tierras extranjeras, por las que hasta los niños necesitaban ser protegidos y las mujeres amparadas legalmente. En su patria, decía Yuan con satisfacción y creyendo en lo que decía, no había necesidad de semejantes leyes para los niños, pues nadie les hacía daño —y olvidaba lo que su misma madre le había hablado sobre este asunto—; en cuanto a las mujeres, vivían seguras y honradas en sus propios hogares.
—¿Entonces no es cierto que las mujeres se vendan los pies? —le preguntó el muchacho blanco.
Yuan contestó con seguridad:
—Esa era una costumbre antiquísima, por el estilo de la vuestra, cuando las mujeres se apretaban la cintura. Hace tiempo que eso pasó a la historia, y ya no se ve en ninguna parte.
Así defendía Yuan a su patria, y de esta defensa hizo una ley. Ello le hacía recordar a Meng algunas veces. Ahora podía apreciar el valor de este, y se decía a sí mismo: «Meng tenía razón. Nuestra patria ha sido difamada, hundida por los otros, y es nuestra obligación ayudar a levantarla. Un día le diré a Meng que él veía más claramente que yo». Y deseó saber dónde estaría Meng para escribirle.
Podía escribir a su padre, y así lo hizo. Yuan notó que podía escribirle más amablemente, con más sinceridad que antes. Este nuevo amor por su tierra le hizo amar también a su familia. Escribió diciendo: «Gran deseo tengo de volver, pues ninguna tierra me parece tan buena como la mía. Tan pronto como regrese, volveré a casa, contento. Me quedo aquí solamente porque necesito aprender lo que después pondré al servicio de mi país».
Y cuando puso tras esto las usuales palabras de cortesía entre hijo y padre, cerró, selló la carta y salió a la calle para echarla a un buzón. Era por la tarde de un día de fiesta. Las tiendas tenían encendidas sus luces, y jóvenes de ambos sexos andaban por las calles entonando canciones. Yuan sonreía levemente, con frialdad, al ver aquel espectáculo salvaje, y dejaba volar sus pensamientos, a la par de su carta, hasta la tranquila dignidad en que su padre vivía, solo en sus mansiones. Al fin y al cabo, su padre vivía rodeado de centenares de hombres, y vivía honradamente, según su código. Le pareció ver de nuevo al Tigre como otras veces lo había visto, sentado majestuosamente en su sillón, con la piel de tigre a la espalda, a sus pies el brasero de bronce con sus ardientes carbones, y su guardia en derredor. Un verdadero rey. Entonces, Yuan, en medio de toda aquella estridente grosería, de las voces y la desagradable música que brotaba desde los salones de baile, tuvo de su clase un claro concepto. Se apartó del bullicio y se fue solo a su cuarto, cayendo entre sus libros con más resolución que antes, sintiéndose superior a aquellos hombres, y seguro de que él tenía un remoto y real origen.
Este fue el tercer paso en su odio.
* * * *
El cuarto paso llegó muy pronto. Procedió de una causa distinta y próxima, y de algo que hizo el nuevo amigo de Yuan. La amistad entre ambos disminuyó en calor, y las conversaciones de Yuan se hicieron más frías y distantes, siempre sobre temas de trabajo, clases y explicaciones de los profesores; esto sucedió porque Yuan se fue dando cuenta de que Jim iba a la casa de huéspedes, no para verle a él, sino a la hija de la patrona.
La cosa comenzó con bastante facilidad. Una tarde, Yuan había llevado a su amigo a su cuarto, pues hacía mucha humedad y no estaba el día propicio para el paseo. Cuando llegaron a la casa, se oía música en un cuarto contiguo a la entrada, cuya puerta estaba entreabierta. Quien tocaba era la hija de la patrona, y por cierto que sabía que la puerta estaba abierta. Al pasar, Jim miró hacia dentro, vio a la muchacha y esta le dirigió una de sus incendiarias miradas. Jim le dijo a Yuan:
—¿Cómo no me habías dicho que tenías esta prenda en casa?
Yuan vio la mirada codiciosa de su amigo, y no pudo soportarla. Contestó gravemente:
—No te entiendo.
Pero aunque no entendía las palabras, comprendió la oculta intención de ellas, y esto le causó una gran desazón. Más tarde disminuyó este fastidio; pensó que un detalle tan insignificante no debía perturbar su amistad, tanto menos en aquella tierra, donde tales cosas no tenían la menor importancia.
Pero la segunda vez que esto sucedió, Yuan se sintió tan impresionado que estuvo a punto de llorar. Fue una noche, ya tarde, cuando, habiendo comido fuera, volvía a su casa, y al entrar oyó la voz de Jim en un cuarto que era el lugar de reunión de los huéspedes. Yuan estaba muy cansado y tenía los ojos llenos de fatiga, de tanto leer libros occidentales, cuyas líneas corren de un lado a otro de la página y cansan la vista, habituada a leer de arriba abajo. Se alegró al oír la voz de su amigo, complaciéndose en la idea de un rato de compañía. Empujó la puerta, que estaba entornada, y gritó alegremente y con involuntaria ligereza:
—Estoy de vuelta, Jim… ¿Vamos a mi cuarto?
En la habitación no había más que dos personas: Jim, que tenía en la mano una caja de dulces, entre cuyas envolturas estaba hurgando, con una estúpida sonrisa en los labios, y frente a él, en una cómoda butaca, sentada en descuidada postura, la muchacha. Cuando ella vio entrar a Yuan, se echó atrás el rizado y broncíneo cabello y dijo con un asomo de burla:
—Esta vez ha venido a verme a mí, míster Wang.
Entonces, al notar la mirada que se cruzó entre los dos muchachos, cómo la oscura sangre ascendió lentamente a las mejillas de Yuan y cómo su rostro, que al entrar tenía una alegre expresión, se tornaba serio, cerrado y silencioso; al ver cómo la cara del otro enrojecía y la hostilidad que crecía en su mirada, como si dijera mudamente que él podía hacer lo que le diera la gana, la muchacha exclamó con petulancia, moviendo su linda mano de rojas uñas:
—Claro está que si él prefiere irse…
El silencio se agigantó entre los dos hombres, y la muchacha rio. Yuan dijo, tranquilo y cortésmente:
—¿Por qué no va a hacer él lo que más le guste?
No quiso mirar de nuevo a Jim. Subió la escalera, cerró cuidadosamente su puerta y se sentó un rato en la cama, sintiendo la punzada de los celos en el corazón. Más que por otra cosa, su corazón se resentía porque no podía olvidar la mirada imbécil de los ojos de Jim cuando él entró en la sala. Le sublevaba aquella mirada en el rostro sencillo de su amigo.
A partir de entonces se tornó más altivo. Se convenció de que todos los hombres y las mujeres blancos eran la raza más soez y rijosa[6] que se podía ver, y que los pensamientos de cada uno iban nada más que en busca de la lascivia del otro. Al pensar en esto, brotaron en su memoria centenares de carteles que había visto anunciando películas en los teatros a los que gustaban ir los blancos, en los cuales se exhibían descaradamente las cosas que podían atraerlos y una mujer a medio vestir. No podía, se dio cuenta de ello, regresar a casa de noche sin volver la vista hacia un rincón donde no hubiera un hombre estrechando a una mujer, las manos unidas en un contacto malicioso. La ciudad estaba llena de esto. Yuan se sentía asqueado ante la grosería que se manifestaba por doquier.
Desde entonces no estuvo tan cerca de Jim. Cuando entraba y oía su voz en cualquier parte de la casa, Yuan subía calladamente la escalera y se sumía en sus libros. Mantuvo con Jim una relación puramente cortés si él iba a verle. Y solía hacerlo porque, con un extraño criterio que Yuan no podía entender, su inclinación hacia la muchacha no era un impedimento para su amistad con Yuan, de cuyo silencio y apartamiento parecía no darse cuenta. A veces, ciertamente, Yuan se olvidaba de la muchacha, se dejaba llevar por la charla y hasta llegaba a bromear con Jim. Pero ahora esperaba, al menos, a que Jim fuera a él. El desembarazo con que antes se dirigía a su amigo ya no era posible. Se había dicho: «Aquí estoy, si quiere algo de mí. Yo no he cambiado para con él. Que me busque cuando quiera verme». Pero, en realidad, había cambiado, aunque no lo quisiera pensar. Estaba otra vez solo.
Para buscar cierto alivio, Yuan comenzó ahora a notar todo lo que no le gustaba en la ciudad y en el colegio; y cada cosa que le desagradaba era como una estocada en su corazón herido. Oía el chirriar del lenguaje extraño en los grupos callejeros y pensaba en lo ásperas que eran las voces y la pronunciación, tan lejos de la suavidad de agua corriente que tenía su propio idioma. Notó el descuido de los estudiantes y su tartajoso hablar ante los maestros, y aumentó su concepto de sí mismo, exigiéndose más cuidado del que hasta entonces había tenido, poniendo gran cuidado al hablar, aunque usaba una lengua extraña para él. Hizo todos sus trabajos con mayor perfección, en pro de su patria. Sin darse cuenta, llegó a despreciar a aquella raza porque se propuso despreciarla. Empero, no podía dejar de sentir cierta admirativa envidia al ver su riqueza, su facilidad, los grandes edificios, las invenciones y todo lo que sabían los extranjeros acerca de la magia del aire, del viento, del agua y de la luz. Pero esta misma sabiduría y admiración hicieron que le gustara menos aquella gente. ¿Cómo habían sido capaces de desperdiciar tal fuente de energía, cómo podían confiar tanto en su propio poder y no darse cuenta nunca de cuánto se les odiaba? Un día, sentado en la biblioteca, ojeando un precioso libro que le enseñaba claramente cómo generaciones de plantas podían ser estudiadas antes de que fuesen sus semillas plantadas en el suelo, porque las leyes del crecimiento eran conocidas, quedó secretamente admirado de tal sabiduría. Y se dijo con amargura: «En mi tierra hemos estado durmiendo, con las cortinas echadas y pensando que todo el mundo dormía como nosotros y que aún era de noche. Pero hacía tiempo que era de día, y estos extranjeros estaban despiertos y trabajando. ¿Encontraremos alguna vez lo que hemos perdido durante todos esos años?».
Esta idea sumió a Yuan en hondas desesperanzas durante aquellos seis años, poniendo dentro de él lo que el Tigre había comenzado. Yuan decidió que se entregaría por completo al servicio de su país, y llegó a olvidarse, en este aspecto, de sí mismo. Anduvo y habló entre los extranjeros, y se vio a sí mismo, no como Wang Yuan, sino como a su país y su gente, como alguien que estaba, al cuidado de su propia raza, en aquella tierra ajena y extraña.
Sólo Sheng podía hacer que Yuan se sintiera joven y no tan preocupado por esta misión. Sheng no abandonó, durante los seis años, la gran ciudad que escogió para vivir en ella. Decía:
—¿Para qué voy a dejar este sitio? Aquí hay más de lo que yo pueda aprender en toda mi vida. Prefiero conocer bien este lugar que conocer mal otros. Si llego a conocer esta ciudad, podré decir que conozco a todo este pueblo, pues esta ciudad viene a ser como la desembocadura de toda una raza.
Como Sheng no quería ir a ver a Yuan, y, sin embargo, deseaba verle, este no pudo negarse a lo que le pedía en sus cartas, llenas de divertida y encantadora insistencia. Y sucedió que ambos pasaron juntos el verano en aquella ciudad. Yuan dormía en el pequeño salón del piso de Sheng. Allí se sentaba a escuchar las conversaciones y, a veces, intervenía en ellas, aunque, por lo general, guardaba silencio. Sheng se dio muy pronto cuenta de lo limitada que era la vida de Yuan, y no se recató en decirle lo que pensaba de ella.
Con una agudeza que Yuan no conocía en su primo, este le dijo lo que debía ver y conocer.
—Nosotros, en nuestra tierra —le dijo Sheng—, hemos venerado los libros. Ya ves dónde hemos llegado con eso. A esa gente le importan los libros menos de lo que pueda importarle a cualquier raza en el mundo. Aquí se preocupan de gozar de la vida. No veneran a los entendidos; al contrario, se ríen de ellos. La mitad de sus chistes son a propósito de los maestros, y a estos les pagan menos que a sus criados. ¿Crees que vas a aprender los secretos de este pueblo al través de esos hombres viejos? ¿Y será bueno aprender del hijo de un granjero?… Eres demasiado estrecho de conceptos, Yuan. Tú te concentras en una cosa, en una persona, en un lugar, y pierdes todo lo demás. A esta gente no la conocerás por los libros; menos que a ningún otro pueblo del mundo, hallarás a estos en sus libros. Esta gente trae a sus bibliotecas libros de todas partes, y ahí los acumula como acumularían oro o cereales… Los libros son solamente materiales para ciertos planes que tienen. Podrás leer centenares de libros, Yuan, y no saber nada del secreto de su prosperidad.
Estas cosas, dichas una y otra vez, hicieron que Yuan, que creía humildemente en la sabiduría y la preparación de Sheng, le preguntara:
—Entonces, ¿qué debo hacer, Sheng, para aprender más?
Y Sheng contestó:
—Verlo todo, ir a todas partes, conocer a toda clase de gente; cuanta más, mejor. Deja que este pedacito de tierra descanse un tiempo. Deja los libros. Yo he estado aquí, sentado, oyendo lo que tú has aprendido. Ahora, déjame que te muestre lo que he aprendido yo.
Y Sheng parecía tan diestro, tan seguro en su manera de sentarse y de hablar; dejaba caer las cenizas de su cigarrillo y se alisaba tan descuidadamente su brillante pelo negro con la marfileña mano, que Yuan se sentía avergonzado delante de él, tan inexperto y paleto como el que más. Le parecía, en verdad, que Sheng sabía de todo mucho más que él. ¡Cuánto había cambiado Sheng! ¡Ya no era el grácil, elegante y soñador adolescente que había sido! En pocos años habían aumentado indeciblemente su vivacidad y su rapidez. Tenía más seguridad, más fe en sí mismo. Alguna ardiente fuerza le había impelido. En el aire electrizado de aquella nueva tierra se había disipado su indolencia. Hablaba, se movía y se reía como lo hacían las otras gentes, aunque en su viveza estaban latentes la gracia y la agilidad de su raza y de su clase. Yuan, viendo todo lo que era Sheng ahora, pensó que no había ningún hombre como su primo, tan especialmente dotado para la belleza y la brillantez. Preguntóle con gran humildad:
—¿Escribes todavía versos y cuentos?
Y Sheng contestó prontamente:
—Sí, escribo, y más que antes. Tengo una colección de poesías con la que pienso hacer un libro. Y tengo esperanzas de obtener un premio, y quizá dos, por algunos cuentos que he escrito.
Dijo esto sin demasiado orgullo, pero con la confianza de quien se conoce bien a sí mismo. Yuan guardaba silencio. Le parecía que él había hecho muy poca cosa. Estaba azorado como al llegar. No tenía amigos; todo lo que podía mostrar de su vida en aquellos meses era un montón de cuadernos con notas y unas plantas que nacían en un plantío.
Una vez le preguntó a Sheng:
—¿Qué harás cuando vuelvas de nuevo a nuestra tierra? ¿Vas a vivir siempre en la misma ciudad dónde vivías?
Preguntó esto para ver si Sheng estaba tan preocupado como él con el atraso de su pueblo. Pero aquel contestó con igual aplomo y confianza:
—¡Oh, sí, siempre! No podría vivir en otra parte. La verdad es, Yuan, y debemos confesarlo ahora que no tenemos delante a ningún extranjero, que el único sitio donde un hombre puede vivir en nuestra patria es en una ciudad como aquella. ¿Dónde, que no sea allí, puede uno encontrar diversiones aptas para distraer una inteligencia y la limpieza necesaria para vivir? Lo poco que recuerdo de nuestra aldea es suficiente para sentir asco: gente sucia, niños desnudos durante el verano, perros salvajes y lodo lleno de moscas. Después de todo, estos occidentales tienen algo que enseñarnos en materia de comodidad. Meng los odia, pero yo no puedo olvidar que, solos durante centurias, nosotros no hemos pensado en tener agua corriente y limpia, ni en la electricidad, ni en el cine, ni en nada de eso. Por mi parte, pienso pasarlo lo mejor que pueda, vivir mi vida donde esté lo mejor y lo más fácil, y dedicarme a escribir poemas sin preocuparme de otra cosa.
—Es decir, vivir tu vida egoísticamente —dijo Yuan con rudeza.
—Llámalo como quieras —respondió Sheng fríamente—. Pero ¿quién no es egoísta? Todos somos egoístas. Meng es egoísta a su manera, al defender su causa. ¡Su causa! Mira a sus jefes, Yuan; dime si no son egoístas. Uno de ellos fue bandido en sus tiempos; otro se ha pasado de un bando a otro, sin pensar más que en las ganancias… ¿Cómo viviría el tercero si no fuera porque se gasta parte de las colectas que se hacen para el partido? No. Para mí es más honrado decir sencillamente que soy un egoísta. Yo tomo la vida para mí, para mi comodidad. Por lo tanto, soy un egoísta. Pero no por ello soy codicioso. Amo la belleza. Necesito delicadeza en lo que me rodea, en mi casa y en todo. No voy a vivir pobremente. Sólo necesito lo bastante para rodearme de tranquilidad, de belleza y de un poco de placer.
—¿Y aquellos de tus compatriotas, que no tienen paz ni placeres? —dijo Yuan, con voz débil, y con el corazón lleno de angustia.
—¿Qué puedo hacer por ellos? —replicó Sheng—. El nacer pobre, las épocas de hambre, las guerras, ¿no suceden desde hace siglos? ¿Seré tan tonto como para creer que yo voy a arreglarlo todo? Lo único que conseguiría sería perderme en la lucha, perderme a mí mismo, y al perder mi noble yo, este yo que soy, ¿para qué voy_ a luchar contra la fatal idea de un pueblo? Sería lo mismo que echarse al mar con la intención de transformarlo en tierra productiva.
Yuan no supo qué contestar a tanta blandura. Aquella noche no pudo sino acostarse (después que Sheng se fue a dormir) y escuchar el tronador ruido de la vasta y cambiante ciudad chocando contra las paredes junto a las que estaba tratando de dormir.
Oyéndolo, tuvo miedo. Imaginando ver a través de la estrecha pared que había entre él y el rugiente mundo de fuera, vio mucho y no pudo resistir la idea de su propia pequeñez. Y no se resistió a entender el buen sentido de las palabras de Sheng, y el claro del cuarto, al que llegaban las luces de la calle, y la comodidad de las sillas, y la mesa, y las cosas corrientes de la vida. Allí estaba en aquella seguridad entre los millares de leguas de cambios, de muerte y de vida ignorada. Era extraño cómo la decidida elección de Sheng por la vida confortable y segura podía hacer que Yuan sintiera sus sueños tan grandes como locuras. Desde que llegaba junto a Sheng, no era el mismo valiente muchacho, ni el que estaba lleno de odio, sino un niño que buscaba la verdad.
Pero no podía dejar de estar solo, aun cuando vivía con Sheng. Este conocía a mucha gente en la ciudad, y salía muchas noches a bailar con alguna muchacha amiga suya; pero Yuan estaba solo, aun cuando saliera con Sheng. Al principio se sentía como al borde de todas las diversiones, pensativo y un poco envidioso de la hermosura de Sheng, de sus modales simpáticos y de su desparpajo con las mujeres. A veces se preguntaba si él podría llegar a ser lo mismo, pero, al cabo de un tiempo, algo le hacía retirarse y jurar que no hablaría más con ninguna mujer.
La razón estaba en que las mujeres con quienes Sheng hacía amistad a su manera, no pertenecían siempre a su raza. Eran, por lo general, mujeres blancas o mestizas, entre negras y blancas. Yuan no había tocado jamás a ninguna de estas mujeres. No podía, por ciertas extrañas razones de su misma carne. Las había visto muchas veces, por las noches, cuando salía con Ai-lan, pues en la ciudad costera se mezclaban libremente gentes de todas las razas y condiciones. Pero nunca había sacado a bailar a ninguna mujer blanca. Para empezar, se vestían de una manera que a Yuan le parecía desvergonzada, con las espaldas tan desnudas que un hombre, al bailar con ellas, tenía que poner su mano en la carne blanca; y esto no lo podía soportar, porque sentía nacer en su sangre algo que le asqueaba.
Pero había otra razón para que no quisiera; al mirar a Sheng y a todas las mujeres que hacían mohines cuando él se acercaba, le parecía a Yuan que solamente algunas mujeres sonreían, y que las mujeres, las menos desvergonzadas, apartaban la vista de Sheng, y se iban sólo con hombres de su misma sangre. Cuanto más observaba Yuan, más se convencía de ello y se limitaba a escoger aquellas cuyas sonrisas eran seguras y fáciles. Yuan se sintió profundamente desazonado a causa de su primo y en parte por sí mismo, por su patria, aunque no llegaba a entender del todo por qué las mujeres se comportaban así, y tenía demasiado temor de herir a Sheng hablándole de tal cosa. Se contentó con decirse a sí mismo: «Preferiría que Sheng fuera más orgulloso y que no bailase con ninguna de ellas. Si no es bastante para cualquiera de ellas, más le valdría despreciarlas a todas».
Y sentía el corazón oprimido por el enojo al ver que Sheng no tenía la suficiente arrogancia y concepto de sí mismo, que tomaba sus placeres dondequiera que se le presentasen. Era curioso que todo el odio de Meng contra los extranjeros no hubiera bastado para hacer que Yuan los odiase; pero ahora, al ver a aquellas mujeres soberbias que apartaban la vista cuando se acercaba Sheng, Yuan creyó que podía odiar tan fuertemente como Meng, y que en aquellos pocos extranjeros era capaz de odiar a todos los de su especie. Eso movió a Yuan a apartarse con frecuencia de Sheng; se pasaba las noches a solas con los libros, o contemplando el cielo, entre las calles de la ciudad y las preguntas y confusiones de su corazón.
* * * *
Pacientemente, durante aquellos veranos, Yuan siguió de un lado a otro a Sheng en aquella ciudad. Sheng tenía muchos amigos. No entraba una sola vez en el restaurante donde solían comer sin que algún hombre o mujer le gritara afectuosamente:
—¡Hola, Johnnie!
Así solían llamarle. La primera vez que Yuan oyó estos saludos se quedó sorprendido ante semejante libertad. Dijo a Sheng, en voz baja:
—¿Cómo se atreven a darte ese nombre tan vulgar?
Pero Sheng se limitó a sonreír, y contestó:
—¡Si oyeras lo que se llaman entre ellos! Yo me contento con que me den un nombre tan indiferente como ese. Por añadidura, Yuan, ellos lo hacen por pura amistad. A los que prefieren les hablan con más libertad.
A la vista estaba que Sheng tenía muchos amigos. Iban a su cuarto, por las noches, en grupos de dos o de tres, y a veces de más. Se echaban juntos en la cama de Sheng, o por el suelo, fumando y charlando, y competían en decir las más atrevidas e ingeniosas ideas, a ver quién podía confundir lo antes posible al que acababa de afirmar algo. Yuan no había oído en su vida conversaciones tan vacías y confusas. Una vez los creyó rebeldes contra el Gobierno, y temió por la suerte de Sheng; pero bastaba que soplara el viento de otra parte para que la conversación de varias horas se desviara hacia el lado contrario y terminase con la aceptación completa de lo que existía y la oposición a toda novedad. Aquellos jóvenes, entre el humo de los cigarrillos y el olor de los mejunjes que bebían, se despedían a gritos, gesticulando, llenos de alegría y satisfechos de sí mismos y de todo el mundo. A veces hablaban de mujeres, con singular descaro y libertad. Yuan, al iniciarse un tema sobre el que tenía escasos conocimiento —pues, ¿qué sabía él de eso, si no era el contacto de una mano de muchacha?—. Se sentaba a escuchar, molesto. Cuando los otros se iban, le decía seriamente a Sheng:
—¿Es cierto lo que hemos oído, y es posible que las mujeres sean tan malas como dicen? ¿Son así todas las mujeres de este país? ¿No hay ninguna muchacha casta, ninguna esposa fiel, ninguna mujer inalcanzable?
Sheng se reía con cierta compasión, y contestaba:
—Estos muchachos son muy jóvenes. Son nada más que estudiantes como tú y como yo. ¿Y qué sabes tú de las mujeres, Yuan?
Este añadía humildemente:
—Cierto es que no sé nada de ellas…
Pero a partir de aquellas reuniones, Yuan miraba con mayor frecuencia a las mujeres que tan libremente se encontraba en la calle; ellas también formaban parte de aquella gente. Pero él no podía sacar nada de ellas. Caminaban de prisa, muy ligeras de ropa y muy pintadas. Y cuando sus agradables y atrevidos ojos miraban a Yuan, su mirada era algo vacío. Lo miraban un momento y seguían su camino. Para ellas, Yuan no era un hombre: solamente un extranjero transeúnte, que no merecía mayor detenimiento; así decían los ojos de las mujeres. Y Yuan, sin entender aquello del todo, veía la frialdad, la variedad de aquellas miradas, y se sentía tímido y avergonzado. Se movían aquellas mujeres tan arrogantemente, con tal seguridad de su poder, que Yuan les tenía miedo. Aun al pasar, se cuidaba mucho de tocar a ninguna, pues, en caso contrario, brotaba el enojo al margen de tal casualidad. Llevaban los labios pintados de tal modo, un descaro tal en la manera de alzar la cabeza deslumbradora, un movimiento tal en el cuerpo, que Yuan sentía la necesidad de apartarse de ellas. No veía en ellas la atracción de la mujer, aunque se daba cuenta de que daban un colorido alegre y mágico a la ciudad. Al cabo de días y noches, Yuan pudo ver la razón que tenía Sheng al decirle que no encontraría nada de aquella gente en los libros de aquel mismo país en donde vivían. No se podían —pensaba mirando la lejana altura de un gran edificio dorado—, no se podían poner tales cosas en los libros.
Al principio no consiguió ver ninguna belleza en aquellos edificios, pues sus ojos estaban acostumbrados a las tranquilas superficies de bajos tejados y a elegantes y livianas casas. Pero ahora veía cierta belleza, una belleza extranjera, por cierto, pero belleza al fin. Y por primera vez desde que llegó a aquella tierra sintió la necesidad de escribir unos versos. Una noche, en su cama, mientras Sheng dormía, Yuan luchó por dar forma a su pensamiento. Las rimas no podían ser las tranquilas y usuales que utilizó para hablar de los campos y las nubes. Necesitaba palabras más aceradas y duras. No podía usar las palabras de su propio idioma. ¡Eran tan redondas y pulidas por un largo y delicado uso! No; debía buscar otras palabras en aquella lengua nueva y extranjera; pero estas eran como herramientas demasiado pesadas en manos inexpertas, y Yuan no estaba acostumbrado a su sonido ni a su forma. No pudo escribir aquellos versos, que permanecieron informes en su mente. Esto le produjo cierta inquietud durante unos días, y aun después, porque llegó a convencerse de que si llegaba a dar forma a lo que tenía en su interior, con ella asiría todo el sentido de aquel pueblo en el que vivía. No lo consiguió. Aquella gente siguió con el alma lejos de él, y Yuan se movía de aquí para allá, entre los huidizos cuerpos.
* * * *
Sheng y Yuan eran dos almas muy diferentes. El alma de Sheng era como los versos que tan fácilmente fluían de él. Enseñó estos versos a Yuan, un día, preciosamente escritos en un bello papel orlado de oro, y dijo con fingida indiferencia:
—No son nada, naturalmente…, no es lo mejor que puedo hacer. Esto lo haré más tarde, algún día. Estos son solamente fragmentos de esta tierra, tal como acudieron a mi mente. Pero mis maestros los han alabado mucho.
Yuan los leyó atentamente, uno por uno, con silenciosa reverencia. A él le parecieron muy bellos, cada palabra estaba escogida, colocada en su lugar como una piedra preciosa engarzada en un anillo de oro. Sheng le dijo que a algunos de aquellos versos les había puesto música una mujer que él conocía. Un día, después de haber hablado un par de veces de ella, Sheng llevó a Yuan a su casa, para que oyera la música compuesta sobre sus versos. Y Yuan vio a otra clase de mujer, y vio también otro aspecto de la vida de Sheng.
Ella era cantante; no una cantante corriente, pero tampoco lo grande que ella misma se creía. Habitaba sola en un edificio donde vivían otras muchas personas, cada cual en su pequeña casa dentro de la casa grande. El cuarto donde esta mujer vivía era oscuro y tranquilo. Aunque afuera lucía un sol esplendoroso, su luz no entraba en aquellas habitaciones. Ardían unas velas en altos candelabros de bronce. Un aroma de incienso impregnaba el aire. No había asiento que no estuviera lleno de cojines, y en un extremo se hallaba un ancho diván. Allí, sobre el diván, estaba reclinada la mujer alta, rubia, de edad indefinida para Yuan. Cuando vio a Sheng, la mujer dijo, moviendo airosamente una larga boquilla en la que fumaba un cigarrillo.
—Sheng, querido, hace siglos que no te veo.
Cuando Sheng se sentó tranquilamente al lado de ella, como quien lo hubiera hecho muchas veces antes, la mujer exclamó de nuevo, con una voz más honda y extraña, no precisamente una voz de mujer:
—¡Qué preciosa es esa poesía tuya!… Las campanas del templo… ¡Hace un rato la he terminado! ¡Justamente iba a llamarte!
Sheng dijo:
—Este es mi primo Yuan.
Ella apenas miró al recién llegado. Se incorporaba, mientras Sheng hablaba, con sus largas piernas como si fueran las de un niño, y la boquilla entre los dientes.
—¡Hola, Yuan! —dijo.
Parecía no mirarle. Y acercándose al instrumento que había en la habitación, quitóse la boquilla de los dientes e hizo resbalar sus dedos lentamente de unas notas a otras; hondas, lentas notas, como Yuan no las había oído nunca. Pronto la mujer empezó a cantar, con voz grave, como la música que sus manos producían, moviéndose un poco, apasionadamente.
Cantó algo muy corto, un poemilla que Sheng había escrito en su patria. La música cambiaba en cierto modo el sentido de la poesía. Sheng había usado las palabras delicadamente, con la ágil delicadeza de unos bambúes cuyas sombras proyectara la luna en las paredes de un templo. Pero aquella mujer extranjera, al cantar tan bellas palabras, las hacía apasionadas, y las sombras se tornaban negras y duras, y la luz de la luna, calurosa. Yuan se sentía turbado, notaba que el marco de la música era demasiado pesado para lo que las palabras describían. Pero así era aquella mujer. Cada movimiento suyo estaba lleno de un sentido turbador. Cada palabra, cada mirada, contenían un doble significado.
De súbito dejó de gustarle a Yuan. Tampoco le gustaba el cuarto donde vivía. No le gustaban sus ojos, demasiado oscuros para lo rubio del pelo. No le gustaron las miradas que lanzaba a Sheng, ni que le llamara «querido» tantas veces, ni que, cuando hubo terminado de cantar, se pusiera a andar de un lado a otro y tocara a Sheng cada vez que pasaba junto a él. Tampoco le gustó ver cómo se inclinaba a darle la música que acababa de escribir; llegó a ponerle la mejilla junto al pelo, diciéndole:
—Tu pelo no es teñido, ¿verdad, querido? Brilla siempre tan deliciosamente…
Yuan, en silencio, sintió que algo se revelaba en él contra aquella mujer. Algo saludable que su abuelo y su padre habían puesto en su sangre: un directo y simple conocimiento de que cuanto esta mujer decía o hacía no era sincero. Miró a Sheng, esperando que este la rechazara, aunque fuese gentilmente; pero Sheng no lo hizo. Cierto que no la tocó y se limitó a contestarle; tampoco buscó con su mano la de ella. Pero aceptó cuanto la mujer dijo e hizo. Cuando su mano tomaba la de Sheng por un instante, él no apartaba la mano, como Yuan esperaba o deseaba. Cuando ella se le acercaba hasta echarle el aliento en los ojos, Sheng miraba a otra parte, medio risueño, pero aceptando aquel descaro y los elogios de la mujer, hasta el punto de que Yuan sintió gran repulsión por todo lo que veía. Allí estuvo sentado, impávido como una estatua, simulando no oír ni ver nada, hasta que Sheng se levantó. Aun entonces, la mujer le cogió un brazo con las dos manos, insistiendo para que fuese a una comida que iba a dar, diciendo. «Querido, quiero lucirte ante la gente, ¿sabes? Tus versos son algo nuevo. Tú mismo eres algo nuevo… Yo adoro Oriente… La música es bastante simpática también, ¿no es verdad?… Quiero reunir gente para que la oiga… No demasiada gente, ¿sabes?… Solamente unos cuantos poetas y ese bailarín ruso… Querido, tengo una idea. Él podría bailar con esta música… algo oriental, o así… Tus versos resultarían divinos, bailados… Vamos a tratar de hacerlo…».
Y así continuó engatusándolo, hasta que Sheng le tomó las manos entre las suyas y prometió hacer lo que ella quería; pero parecía hacerlo como obligado. Así se le antojó a Yuan. Parecía…
Cuando los dos jóvenes salieron, Yuan aspiró un par de bocanadas de aire y miró regocijado la luz del sol. Caminaron en silencio durante un rato. Temía hablar y molestar a Sheng si decía lo que pensaba, y este iba absorto en algún pensamiento, con una leve sonrisa. Por fin, Yuan dijo, como probando a Sheng:
—Nunca oí tales palabras salir de boca de una mujer. Apenas conozco esas palabras. ¿Te ama tanto, acaso?
Sheng sonrió y dijo:
—Esas palabras no quieren decir nada. Ella las usa con cualquier hombre… Es la manera de ser de estas mujeres. A pesar de todo, la música no está mal. Ha conseguido expresar mi emoción.
Y Yuan, al mirarle, vio en sus ojos una mirada que el propio Sheng ignoraba. Era una mirada que decía claramente que a Sheng le gustaban aquellas palabras dulces e insignificantes que la mujer decía, y que le agradaban los elogios que le tributaba y aquel sentido que la música daba a sus versos. Yuan no habló más. Pero se dijo que el camino que Sheng seguía no era el que él debía seguir, que era otra ruta; que la vida de Sheng no era la suya, y que prefería su propio camino al que su primo seguía. Y aunque en realidad Yuan no sabía cuál era su propio camino, por lo menos estaba seguro de que no era el de Sheng.
Empero, siguió algún tiempo en aquella ciudad, yendo a los sitios donde su compañía agradaba a su primo. Vio los trenes subterráneos y las calles donde estaban los mejores espectáculos; supo, contra lo que Sheng le decía, que no toda la vida estaba en aquello. No; su propia vida no estaba allí. Él estaba solo. No había allí nada que él entendiera o conociese; por lo menos, así lo pensaba.
Un día muy caluroso, cuando Sheng, lleno de indolencia por la temperatura, reposaba durmiendo, Yuan se dedicó a vagabundear a solas. Y después de tomar uno o dos vehículos, llegó a un lugar que nunca pensó pudiera existir en la ciudad. Yuan estaba como saturado por la riqueza de la metrópoli, y para él los edificios eran palacios, y cada hombre estaba persuadido de que tenía cuanto necesitaba para beber, comer y vestirse. Sus anhelos no iban hacia estas cosas, que eran necesarias y a las que no había sino que esperar a que llegaran. Superior a esto eran las necesidades, o, mejor, las aspiraciones de diversión y placer; y de mejores vestimentas, hechas no para vivir, sino para lucirlas lujosamente. Así le parecía a Yuan que eran todos los habitantes de esta ciudad.