Ahora, en verdad, la cosa era demasiado fuerte para él, pues, según la vieja ley, el Tigre hacía lo que tenía derecho a hacer, ni más ni menos, y muchos padres procedían del mismo modo. Yuan se dio exacta cuenta de ello, y aquel día, cuando, al volver del colegio, un criado le entregó la carta y se quedó en el saloncillo leyéndola, sintió que todo su valor se disipaba. ¿Quién era él, un muchacho solo, para luchar contra aquella fuerza adquirida en el transcurso de muchos siglos? Lentamente se dirigió al vestíbulo. Allí estaba el perrillo de Ai-lan, que se le acercó, oliéndole y dando breves gruñidos; al notar que Yuan no le hacía el menor caso, lanzó un par de ladridos agudos. No logró con esto atraer su atención, y eso que Yuan solía hacerle fiestas, al presumido animalillo. El joven se sentó, con los dos codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, y dejó que el perro ladrara cuanto quisiera.

Los ladridos hicieron acudir a la señora, que llegó para ver si algún extraño había entrado en la casa. Cuando vio a Yuan se dio cuenta de que las cosas no andaban bien. Ella había leído ya su carta. Suavemente, le dijo:

—No creas que te van a dominar, hijo. Ahora la cosa no puede quedar solamente en tus manos; es algo de más importancia. Voy a reunir a tu tío, tu tía y al mayor de tus primos, para que entre todos decidamos lo que se puede hacer. Tu padre no es el único en esta familia, y tampoco es el mayor. Si tu tío quiere ser fuerte, conseguirá persuadir a tu padre.

Pero cuando Yuan pensó en aquel gordinflón de su tío, que sólo vivía para sus placeres, gritó:

—¿Y cuándo ha sido fuerte mi tío? No; los únicos hombres fuertes en esta tierra, lo aseguro, son los que tienen soldados y fusiles; estos obligan a todos los demás a hacer su voluntad por la amenaza o por la muerte cuantas veces quieren. Todos temen a mi padre porque tiene espadas y cañones. Y ahora veo que está en lo cierto. Esa es la fuerza que manda, al fin y al cabo…

Y comenzó a sollozar, sintiéndose muy desamparado. Toda su voluntad se anulaba en aquel momento.

Pero pronto cedió a los consuelos de la señora, quien, aquella misma noche, organizó una especie de fiesta, reuniendo allí a toda la familia. Cuando terminaron de comer, la señora dijo que los había reunido para hablarles, y todos se dispusieron a escuchar.

Sheng, Meng y Ai-lan estaban presentes, aunque les habían dado asientos más bajos, por ser más jóvenes. La señora se había preocupado de situar a cada uno a la vieja usanza, puesto que se trataba de un consejo familiar. Los jóvenes estaban silenciosos y esperaban, como era su deber. Hasta Ai-lan estaba callada, aunque sus ojos brillaban, dejando ver cómo era ella realmente bajo aquella simulada gravedad y anunciando que preparaba sus chistes para más tarde. Sheng estaba también serio, pero se notaba que su pensamiento estaba muy lejos de allí. Meng era el menos serio y silencioso de todos, sus rasgos fijos y su rostro enrojecido y colérico. No pensaba en otra cosa sino en el motivo por el que habían sido reunidos, y estaba nervioso y sufría por no poder hablar.

Era deber de Wang el Mayor hablar el primero, pero se veía que deseaba no hacerlo. Yuan, al mirarle, abandonó toda esperanza de que aquel hombre hiciera nada en su favor, pues Wang el Mayor tenía miedo a dos personas. Temía, en primer lugar, al Tigre, su hermano más joven. Recordaba qué feroz muchacho había sido. Y recordaba también que su propio sobrino llevaba una vida cómoda y grata en una gran ciudad del interior, de la que era gobernador en nombre del Tigre; y este sobrino estaba siempre dispuesto a mandarle plata a Wang el Mayor, cuando este la necesitaba. ¿Y cuándo no la necesitaba en aquella ciudad extranjera dónde había tantas maneras de gastarla? No, Wang el Mayor no tenía ningún deseo de enemistarse con el Tigre. Además, temía a su propia mujer, la madre de sus hijos, y ella le había dicho claramente lo que él tenía que decir. Antes de que saliera de casa, la mujer le había llamado a su cuarto, diciéndole:

—No vayas a ponerte de parte del hijo. En primer lugar, porque nosotros, los mayores, debemos estar de acuerdo, y, después, porque tal vez necesitemos de tu hermano en el futuro, si llega a ser verdad eso de que la revolución va aumentando cada día. Todavía tenemos tierras en el Norte; debemos cuidar de ellas, y no podemos olvidar tampoco lo que debemos. Por lo demás, la ley está de parte del padre, y el joven tendrá que obedecer.

Dijo estas palabras tan decididamente, que ahora el viejo evitaba encontrarse con los ojos de su mujer, que se clavaban en su rostro. El tío se enjugaba la cara con un pañuelo, sorbía un poco de té, tosía, escupía de vez en cuando y hacía todo lo posible para evitar lo que tenía que llegar, pero todos esperaban ansiosamente que hablara. Sabían que andaba malhumorado aquellos días porque su gordura le molestaba en las entrañas. Habló, por fin, y dijo:

—Mi hermano me ha enviado una carta en la que dice que Yuan debe casarse. He oído decir que Yuan no quiere casarse. También he oído decir…, he oído decir…

Paseó su mirada por todos, hasta encontrar los ojos de su mujer; apartó en seguida los suyos de aquella mirada fija, volvió a sudar y a secarse la cara. Yuan, en aquel instante, le odió con toda su alma. ¡De un tipo como aquel —pensó— dependía su vida! En aquel momento sintió que algo atraía su mirad; dirigió sus ojos a los de Meng, que le hacían esta insolente pregunta: «¿No te he dicho ya que no podemos esperar nada de los viejos?».

El viejo fue obligado a hablar por la mirada de su mujer, y dijo apresuradamente:

—Pero yo pienso…, yo creo… que es mejor que los hijos obedezcan… Los Sagrados Edictos lo dicen… y después de todo… —aquí el viejo sonrió inesperadamente, como si se le hubiera ocurrido algo propio que decir, y añadió—: Después de todo, Yuan hijo mío, una mujer se parece mucho a otra mujer. Y cuando esto haya pasado, no creo que te vaya a importar mucho… Será cuestión de un par de días. Escribiré al profesor de tu colegio y le pediré que te excuse de tus exámenes. Si complaces a tu padre, será mejor, pues es un hombre de muy mal genio… Después de todo, puede llegar la ocasión en que necesitemos… —Sus ojos fueron hacia los de su mujer otra vez, y ella le dijo con tal fiereza que se callara, que el tío cortó sus palabras de súbito, y terminó, débilmente—: Esta es mi opinión. —Y volviéndose hacia el mayor de sus hijos, dijo con alivio manifiesto—: Habla tú, hijo; a ti te toca.

Habló el primogénito, más razonablemente, pero tratando de complacer a los dos lados, porque no quería ofender a nadie.

—Comprendo que Yuan desee su libertad. Lo mismo sucedía en mi juventud, y recuerdo que armé un gran alboroto acerca de mi matrimonio, porque deseaba tener por esposa a quien yo quisiera.

Sonrió con cierta frialdad y siguió hablando con más atrevimiento que el que hubiera tenido si su linda esposa hubiese estado allí presente. No estaba, pues se acercaba el nacimiento de un hijo y andaba muy molesta por tener que dar a luz otro niño, después de haber parido cuatro; juraba día y noche qué aprendería los procedimientos extranjeros para no concebir ninguno más. Pues bien, en vista de que no estaba allí su mujer, el hijo mayor sonrió un poco, mirando a su padre, y dijo:

—La verdad es que muchas veces pienso que para qué armé tanto ruido entonces, pues, al final ocurrió lo que mi padre me dijo: que todas las mujeres son iguales y que el matrimonio es siempre lo mismo, y que todos terminan igual. Casi es mejor casarse fríamente desde el principio, pues el frío tiene que llegar siempre, y el amor no es tan duradero como la razón.

Y esto fue todo. Nadie más habló. La señora no habló, porque, ¿para qué hablar ante aquellos dos hombres? Se guardó sus palabras para decirlas a Yuan solamente. Ninguno de los jóvenes habló, porque sus palabras habrían sido inútiles también. Los jóvenes se deslizaron tan pronto como pudieron a otra habitación, y allí hablaron con Yuan, cada uno a su modo y manera. Sheng pensaba que todo aquello era para tomarlo a risa, y así se lo dijo a Yuan. Rio, se alisó los cabellos con su preciosa mano y dijo, sin dejar de reír:

—En tu caso, yo no me preocuparía de contestar a esto, Yuan. Lo siento por ti, pues estoy seguro de que mis padres no me tratarán de esa manera; aunque en el fondo van contra los nuevos rumbos, ya están acostumbrados a vivir en esta ciudad y no querrán forzarme a nada, realmente. Todo su poder se gasta en palabras. No hagas caso. Vive tu propia vida. No digas nada que suene mal, pero haz lo que te plazca. No tienes que volver a tu casa.

Ai-lan gritó con vehemencia:

—Sheng tiene razón, Yuan; no pienses más en esto. Vivirás siempre aquí con nosotros, que pertenecemos al nuevo mundo. Olvídate de todo lo demás. Aquí hay lo suficiente para sentirnos felices y divertirnos por toda nuestra vida. Te juro que yo no necesito nada más.

Meng guardó silencio hasta que los otros terminaron de hablar. Entonces dijo con lenta y terrible seriedad:

—Todos habláis como niños. Por la ley, Yuan se casará el día que su padre decida. Por la ley de esta nación, nunca volverá a ser libre. Yuan no es libre… Poco importa lo que diga o piense o cuánto se divierta. No es libre… Yuan, ahora, ¿quieres unirte a la revolución? ¿Te convences ahora de que debemos luchar?

Yuan miró a Meng; miró a sus ardientes ojos salvajes y comprendió toda la ira de su alma. Esperó un instante, y luego, en su desesperación, dijo con lentitud y tranquilidad:

—Me uniré a vuestra causa.

Y de este modo, el Tigre transformó en enemigo suyo a su propio hijo.

Ahora, Yuan pensaba que debía dedicar todo su corazón a la causa, para salvar a su patria. Antes, cuando se le decía: «Debemos salvar a nuestra patria», aunque siempre se sentía conmovido por estas palabras y le parecía que aquello era algo que debía ser llevado a cabo, se desorientaba por no saber de qué manera podría su patria ser salvada, o, en caso de que pudiera serlo, de qué se la salvaría y qué significaba aquella palabra: Patria. Aun en los días de su infancia, cuando, en la casa de su padre, su maestro le había enseñado a sentir este impulso de trabajar por su país, se sentía extrañado, pues deseaba hacer algo y no sabía cómo. En la escuela militar había oído mucho acerca del daño que los enemigos extranjeros hacían a su país, y que también su propio padre era un enemigo de la patria. No podía comprender con claridad de qué se trataba.

En el colegio donde ahora estaba, había sucedido otro tanto. Oía con frecuencia a Meng que hablaba de lo mismo, pues Meng no tenía otra cosa de qué hablar que no fuera la salvación de la patria o la grandeza de la causa que defendía. Aquellos días Meng apenas daba un vistazo a sus libros, tan ocupado estaba con reuniones secretas. Él y sus camaradas se pasaban el tiempo trazando protestas contra alguna autoridad del colegio o de la ciudad, haciendo desfiles, marchando por las calles, enarbolando banderas y dando gritos contra los enemigos extranjeros y los tratos injustos, contra las leyes de la ciudad o los reglamentos del colegio, contra cualquier cosa que no estuviera de acuerdo con sus deseos. Obligaban a muchos a desfilar junto a ellos, aunque fuera en contra de su voluntad, pues Meng forzaba a sus compañeros con miradas tan negras como las de cualquier señor de la guerra, y rugía y le gritaba a un colegial remolón y negativo:

—¡Tú no eres un patriota! ¡Tú eres un perro esclavo de los extranjeros! ¡Te dedicas a bailar y a jugar mientras nuestra patria está siendo destruida por nuestros enemigos!

Así le gritó a Yuan un día que este se excusó diciendo que tenía mucho que hacer y que carecía de tiempo para ir a tales desfiles. Sheng se reía y se burlaba un poco, a su modo, indiferente y complacido, cuando Meng se le acercaba con sus furiosas palabras, pues Meng, antes que ser jefe de los jóvenes revolucionarios, era su hermano menor; pero Yuan no era sino su primo, de modo que tenía que ingeniárselas para rehuir la juvenil ferocidad de Meng. En dichas ocasiones, el mejor refugio era su pedazo de tierra, pues Meng y sus camaradas no podían perder el tiempo en estúpidas labranzas. Allí se sentía Yuan a buen recaudo.

Pero ahora Yuan sabía lo que significaba salvar a la patria. Ahora veía por qué el Tigre era su enemigo. Ahora, salvar a su patria quería decir salvarse a sí mismo; ahora se daba cuenta de que su padre era su enemigo y de que nadie le salvaría si no se salvaba él mismo.

Así se incorporó a la «causa». No tenía necesidad de probar su sinceridad, ya que era primo de Meng y este juraba por él. Meng pudo hacerlo con verdad, pues conocía el motivo que Yuan tenía para rebelarse, y sabía que la única seguridad para defender celosamente una causa es siempre, alguna honda herida personal, como la que Yuan sentía. Yuan podía odiar lo antiguo, porque lo antiguo era su particular enemigo. Lucharía para libertar a su patria, porque esta era la única manera de liberarse él mismo. Aquella misma noche, Yuan fue con Meng a una reunión secreta, que se celebraba en una habitación de una vieja casa, situada al final de una calle sinuosa.

Esta era conocida por ser una calle de prostitutas baratas. Por allí podía transitar cualquier hombre joven, vestido como un trabajador, sin suscitar la menor sospecha, pues todo el mundo sabía qué clase de lugar era aquel. Por allí llevó Meng a Yuan. Este no hizo caso del ruido callejero, ni de las carreras de las mujeres que iban de una parte a otra, buscando ganancias Si alguna le tiraba de la manga con demasiada insistencia, Yuan apartaba rápidamente su mano, como si le estuviera molestando algún insecto silencioso. A una de ellas que se puso pesada le gritó Meng:

—¡Dejadlo en paz! ¡Ya tenemos sitio adónde ir!

Y continuó su camino, siguiéndole Yuan, contento de verse libre de tal majadería, pues la mujer era tan grosera y de mirada tan bestial, nada joven por añadidura, que Yuan sintió miedo al ver su codiciosa solicitud.

Entraron en una casa, cuya puerta les abrió una mujer, subieron una escalera y entraron en una pieza donde había unos cincuenta muchachos de ambos sexos, esperando. Cuando vieron a Yuan a la zaga de su jefe, cesaron en sus cuchicheos y hubo un rato de desconfiado silencio. Pero Meng dijo:

—No tenéis nada que temer. Este es mi primo. Os dije que esperaba que algún día se uniera a nosotros, porque puede prestarnos gran ayuda. Su padre tiene un ejército que algún día puede sernos necesario. Pero me ha costado trabajo traerle. No quería. No sintió claramente el valor de la causa, hasta ahora, cuando se ha convencido de que yo le decía la verdad; ahora que su propio padre es su enemigo… Todos nuestros padres son nuestros enemigos. Ahora está dispuesto. Odia lo bastante para ello.

Yuan, en silencio, oía estas palabras y miraba en derredor todas aquellas fieras expresiones; no había una sola cara que no tuviese algún rasgo de fiereza, ya fueran pálidas o carentes de belleza; y todos los ojos tenían igual ferocidad. Al oír lo que Meng decía y ver a aquellos, el corazón de Yuan se detuvo un instante… ¿Odiaba realmente a su padre? De pronto sintió que era difícil odiar a su padre. Se turbó, como tartamudeando la palabra «odio» en su mente… Odiaba lo que su padre había hecho; si, odiaba muchas cosas que había hecho su padre. En aquel momento se levantó alguien en un oscuro rincón, se acercó a Yuan y le tendió la mano. Yuan conoció la mano y, alzando la vista, vio que también conocía la cara. Era la muchacha, que le dijo con extraña y deliciosa voz:

—Sabía que algún día estarías con nosotros. Sabía que algún motivo iba a producirse para que llegaras aquí.

Ante aquella mirada, aquel tacto de la mano, aquella voz, Yuan se sintió tan calurosamente acogido, que recordó con claridad todo lo que le había hecho su padre. Sí, si su padre era capaz de hacer algo tan repugnante como obligarlo a casarse con una mujer a la que nunca había visto, él era también capaz de odiar a su padre. Estrechó la mano de la muchacha. Sentía que era dulce y halagador que ella le quisiera. Porque ella estaba allí y le daba la mano. Yuan se sintió inmediatamente uno de ellos. ¡Bah! Allí eran todos jóvenes y libres. Meng seguía hablando. A nadie le extrañó que aquellos dos estuvieran allí en medio, la mano en la mano, hombre y mujer, porque allí todos eran libres. Meng terminó diciendo:

—Yo respondo por él. Si nos traiciona, yo moriré también. Yo juro por él.

Y la muchacha, cuando Meng concluyó de hablar hizo adelantarse a Yuan unos pasos, llevándole de la mano, y dijo:

—Yo también, yo también juro por él.

Sin una palabra en contra, Yuan hizo su promesa. Entre el silencio general, ante todos ellos, su sangre brotó cuando Meng, con un cuchillito, le hizo una herida en un dedo. Meng mojó un pincel en la sangre, y Yuan escribió con él su nombre al pie del texto de la promesa. Entonces todos se levantaron y le recibieron entre ellos, repitiendo juntos la promesa, entregando a Yuan cierta insignia que debía guardar como muestra de la cofradía, pues desde aquel momento era su hermano.

* * * *

Ahora descubrió Yuan muchas cosas que no conocía. Descubrió que aquella hermandad estaba relacionada con otras, por doquiera, en muchas provincias, por todo el territorio y numerosas ciudades, y que, especialmente, progresaba hacia el Sur; el centro de todas estaba en la gran ciudad meridional donde también estaba la escuela de guerra. Desde allí se daban órdenes mediante mensajes secretos. Meng sabía cómo recibir estos mensajes, cómo leerlos. Tenía sus ayudantes, que convocaban a toda la banda, y Meng les decía a todos lo que había que hacer. Y al mismo tiempo que él hacía esto, en numerosas ciudades otros hacían lo mismo, pues había innumerables jóvenes afiliados a la causa, a lo largo del país.

Cada reunión de la hermandad era un paso adelante en un grandioso plan para el futuro; este plan no era completamente nuevo para Yuan, pues había oído mucho sobre el tema durante toda su vida. En su niñez oía decir a su padre:

—Yo tomaré el gobierno y haré una gran nación. Crearé una nueva dinastía.

El Tigre tenía los mismos sueños en su juventud. Pero el tutor de Yuan le había dicho en secreto:

—Algún día tomaremos el poder y haremos una gran nación.

En la escuela de guerra lo había vuelto a oír, y ahora lo oía de nuevo. Empero, para muchos era un grito desconocido. Para los hijos de comerciantes, de profesores, para los hijos de la gente común y tranquila, que estaban impregnados de la vida cotidiana y corriente, era el grito más poderoso que pudieran oír. Hablar de hacer una nación, de levantar la patria a una nueva grandeza, de provocar guerras contra los extranjeros, hacía soñar a cualquier joven corriente con llegar a ser gobernante, jefe o general.

Para Yuan no era tan nueva la frase. A veces no había podido gritarla tan fuertemente como los otros: a veces había preguntado: «¿Y cómo haremos tal cosa?», o bien: «¿Cómo salvaremos a nuestra patria si no vamos a clase y nos pasamos la vida organizando desfiles?».

Al poco tiempo aprendió a guardar silencio, pues los demás no gustaban de estas pláticas, y hubiera sido duro para Meng y la muchacha que Yuan no hiciera lo que hacían los otros. Meng le dijo un día, a solas:

—No tienes derecho a comentar las órdenes. Debemos obedecer, porque sólo así estará todo preparado para cuando llegue el gran día. No puedo permitir que las comentes ni que hagas preguntas sobre las órdenes recibidas, pues, si no lo permito a los otros, dirían que te doy trato de favor porque eres mi primo.

Yuan tuvo que tragarse la pregunta que iba a hacer en aquel momento, y que se refería a saber dónde estaban la libertad si tenía que obedecer a ciegas lo que no entendía. Lo arregló diciéndose a sí mismo, no sin cierta duda, que la libertad llegaría después y que no había otro camino que seguir, ya que estaba seguro de no hallar libertad con su padre y que se había comprometido con aquella gente. En adelante cumplió con su deber tal como se lo decían. Tuvo listas las banderas para los días de desfile y escribió peticiones a los profesores sobre este o el otro asunto, porque su escritura era clara y mejor que la de los otros; no fue a clase los días en que se declaró una huelga porque los profesores se habían negado a lo que se les pedía, aunque estudiaba a escondidas para no perder el tiempo; fue a las casas de algunos trabajadores, y entre ellos repartió pasquines y prospectos, en los que se les decía cuánto abusaban de ellos, cuán poco se les pagaba y cómo los patronos se hacían ricos a su costa; y una porción de cosas de este jaez, que él ya conocía de antemano. Como aquellos hombres y mujeres no sabían leer, Yuan les leía los prospectos. Los trabajadores le observaban con los ojos alegres, y se miraban entre ellos, desconcertados al oír cuánto les oprimían, más de lo que ellos habían pensado. Y se decían unos a otros:

—Sí, es verdad que nuestras barrigas nunca están tan llenas como debieran estarlo.

—Sí, tenemos que trabajar día y noche, y nuestros hijos carecen de alimento.

—No hay esperanzas para nosotros; lo que hoy sucede fue lo que ayer sucedió y lo que sucederá mañana, pues diariamente tenemos que comernos lo que ganamos.

Se miraban fieramente, desesperadamente, cuando se daban cuenta de la cruel forma en que eran esquilmados.

Yuan, al mirarlos y oírlos, no podía menos de entristecerse por ellos, pues era cierto que abusaban de los trabajadores, cruelmente en numerosas ocasiones, y que sus hijos no estaban nutridos, sino que se iban consumiendo, pálidos, en los telares, junto a las máquinas de los extranjeros, y muchas veces morían junto a ellas sin que a nadie le importara. Ni aun a los mismos padres les importaba mucho, pues los niños eran fáciles de hacer y sencillo su nacimiento, y siempre habían más de los que eran de desear en las casas de los pobres.

A pesar de toda la lástima que experimentaba, la verdad era que Yuan se sentía feliz cuando podía salir de aquellos ambientes; ¡eran tan pestilentes aquellas casas pobres, y las narices de Yuan tan sensibles y delicadas! Aun después de volver a su casa, lavarse y limpiar sus ropas, lejos de los obreros, Yuan sentía aquella hediondez en sus narices. Aunque se cambiara de traje, seguía oliendo aquello. Aunque saliera a divertirse y distraerse a uno de los lugares de esparcimiento, allí le seguía el hedor. Sobre el perfume de la mujer que tenía entre sus brazos al bailar, sobre la fragancia de los bien aderezados manjares, podía percibir el terrible olor de los pobres. Por doquiera penetraba este olor, y Yuan lo odiaba. Aún existía en Yuan un antiguo apocamiento atemorizado, que le impedía entregarse totalmente: alguna pequeñez, siempre. Ahora se daba cuenta, avergonzado, de que esta pequeñez que enfriaba su decisión de entregarse enteramente a la causa era, en este punto, el olor insoportable de los pobres.

Había otro motivo de confusión para él en aquella camaradería de que ahora formaba parte, confusión que a veces le oscurecía su compenetración con la causa, poniendo una nube entre sus compañeros y él. Era la muchacha; pues, desde que Yuan se incorporó a la causa, parecía que la doncella estaba segura de que Yuan le pertenecía también a ella. Había otras parejas, entre aquella libre juventud, que vivían juntas descaradamente, pues era cosa que se podía hacer, según ellos, y nadie hablaba de semejantes asuntos. Se llamaban camaradas, y la duración de sus emparejamientos era la que ellos querían. Y esta muchacha esperaba que Yuan viviera con ella.

Pero aquí estaba lo extraño del asunto. Si Yuan no se hubiera incorporado a aquel partido y hubiera seguido viviendo su antigua, cómoda y soñada vida, sin ver mucho a la joven, o viéndola de vez en cuando en clase, o saliendo a dar un paseo en su compañía, entonces tal vez su misma libertad, su voz deliciosa, su franco mirar y el cálido y cordial contacto de su mano habrían terminado por conquistar a Yuan por la originalidad, por la diferencia entre aquella mujer y las otras con quienes él se relacionaba, amigas de Ai-lan en su mayoría. Pues Yuan era muy tímido con las mujeres, y la misma decisión de su compañera de colegio pudo haberle animado.

Ahora que veía a la muchacha todos los días y en todas partes, ella le había señalado como suyo y le esperaba después de cada clase y recorría el camino a su lado, de tal suerte que los otros observaron esto y dijeron a Yuan:

—Ella espera, y si ella espera, no te escaparás.

Tales bromas cínicas perduraban en los oídos de Yuan.

Al principio fingió no escuchar estas cosas, o si las oía, respondía sonriendo con cierta cortedad; esta cortedad le hizo buscar una escapatoria y tratar de salir por algún camino inesperado. No se atrevía, empero, a encararse con ella y decirle: «Ya me estás cargando con eso de esperarme todos los días». Cuando llegaba a las reuniones, ya ella le había guardado un sitio a su lado. Los otros daban por hecho que los dos andaban juntos en todo el sentido de la palabra.

Pero aún no era así, porque Yuan no podía enamorarse de la muchacha. Cuanto más la veía y cuanto más tocaba su mano —y ahora ella le tomaba la mano cuando le placía, sin ningún recato en soltarlo pronto—, tanto menos podía Yuan amarla. No obstante, la apreciaba, pues sabía que era fiel y que estaba verdaderamente enamorada de él. A ratos sentía vergüenza de haberse aprovechado de esta fidelidad, pues muchas veces, cuando a Yuan le ordenaban hacer algo que a él no le gustaba, la muchacha se daba cuenta de ello, y pedía hacerlo ella misma; de modo que Yuan, con frecuencia, hacía sólo aquello que más le gustaba, como escribir algunos documentos, ir a las aldeas y hablar con los labradores, en vez de visitar los barrios pobres de la ciudad, que olían tan espantosamente. Yuan no quería disgustar a la muchacha, pues veía cuánto hacía por él. Y estaba hecho de tal modo, que se avergonzaba de ver los sacrificios que por él hacía la muchacha y que, no obstante, no lograba enamorarse de ella.

Cuanto más la esquivaba, más apasionadamente lo amaba la muchacha, hasta que un día se lo dijo claramente, como siempre ocurre en estos casos. Sucedió que aquel día fue Yuan enviado a cierto pueblecillo. Deseaba ir solo y pasar por su parcela de tierra a ver cómo estaba; había estado tan lleno de ocupaciones con su nuevo trabajo por su cultivo. Le gustaba hablar con los campesinos, y con frecuencia se reunía con ellos, no para persuadirlos a la fuerza, sino para hablar como hablaría con otros. Les oía con atención cuando ellos le contestaban:

—¿Cuándo se han oído cosas como esta? ¿Qué les van a quitar a los ricos la tierra para entregárnosla a nosotros? Mucho lo dudamos, joven señor, y ojalá que no suceda así, porque después se las arreglarían para castigarnos de alguna manera. Estamos mejor como ahora estamos. Por lo menos, sabemos cuáles son nuestras penalidades. Son viejos sufrimientos y los conocemos bien.

La mayoría de las veces, sólo los que no tenían tierras que cultivar eran los que pensaban que los nuevos tiempos habían llegado.

Pues bien, aquel día que Yuan había pensado pasarlo deliciosamente solo, se encontró con la muchacha, que le dijo:

—Iré contigo y les hablaré a las mujeres.

Había muchas razones para que Yuan no quisiese que la joven fuera con él. Delante de ella se sentía obligado a hablar con mayor violencia a favor de la causa, y no le gustaba esa violencia. Temía la influencia de la muchacha si le acompañaba como decía. No podría ir a su pedacito de tierra, pues allí estaría el buen labriego, al que nunca le habían dicho nada de su adhesión a la causa y al que no pensaba decírselo ni dejárselo adivinar. No quería que la muchacha le acompañase. Y, además, no deseaba que ella supiera su entusiasmo y afición por aquellas plantas que él mismo había sembrado; no quería dejarle ver el extraño y antiguo amor que sentía por estas cosas, pues esto la hubiera dejado pasmada. No es que temiera su risa, pues era una mujer que nunca veía nada digno de risa, pero temía su sorpresa y la falta de comprensión con que ella solía mirar cuanto no entendía.

Empero, no podía alejarla de su lado, pues le dijo que Meng le había dado orden de ir en su compañía, y esto era una obligación para ella y para él. De modo que partieron juntos; Yuan, silencioso y guardando su sitio en el camino, pues, si ella se le acercaba, él encontraba siempre una excusa para ir por el otro lado de la carretera. Y se alegró cuando el camino se transformó en sendero, al alejarse de la ciudad, y luego en una vereda por la que tenían que ir uno detrás del otro. Yuan iba delante, de modo que no la veía y llevaba su propio rumbo.

Podemos estar seguros de que la muchacha se dio cuenta, en menos que canta un gallo, de todo lo que sucedía. Comenzó hablando muy tranquilamente, como si no oyera las cortantes respuestas de Yuan; luego guardó silencio y, al final los dos caminaban completamente callados. Todo el tiempo fue Yuan dándose cuenta de los sentimientos de la muchacha, y aunque los temía, siguió fastidiándola con su actitud. Llegaron a una revuelta del camino, donde había unos sauces plantados hacía muchísimo tiempo; viejos sauces cuyas ramas habían sido muchas veces cortadas, tantas, que las nuevas ramas crecían delgadas, tupidas, cayendo sobre el sendero, al que daban una verde sombra. Cuando pasaban por aquel tranquilo y solitario recodo, Yuan sintió que le cogían por los hombros, desde atrás. Volvióse, y la muchacha, deshecha en llanto, se estrechó contra él y le dijo:

—Sé por qué no puedes quererme… Sé adónde vas por las noches… La otra noche te seguí, te vi con tu hermana, vi que entrabais en el gran hotel y vi las mujeres que allí había. Te gustan ellas más que yo… Vi a la que bailaba contigo, aquella con el vestido de color de albérchigo. Vi con qué desvergüenza se apretaba contra ti…

Era cierto que Yuan iba todavía algunas veces acompañando a Ai-lan. No le había dicho a su hermana ni a la señora que se había incorporado a la causa, y aunque a veces se excusaba ante ellas, diciendo que tenía que hacer y no podía ir a divertirse, aún salía con Ai-lan de vez en cuando, pues la señora quería que la acompañara y vigilase. Cuando la muchacha dijo aquellas palabras, entre sollozos, Yuan recordó que hacía unas cuantas noches había ido con Ai-lan a una fiesta para celebrar el cumpleaños de la íntima amiga de su hermana; fueron a un gran hotel extranjero, y él había bailado con aquella amiga. Había en el salón grandes ventanas de cristales que daban a la calle, y era seguro que los inquisitivos e interesados ojos de la muchacha enamorada le habían visto desde fuera.

Yuan la esquivó con cierta terquedad, impaciente, y dijo con tono molesto:

—Fui con mi hermana. Estaba invitado y…

Pero la muchacha había notado, bajo sus cálidas manos, la fría reacción de Yuan, y, retrocediendo, exclamó, colérica:

—Sí, te vi. La estrechabas y no te daba miedo tocarla. Y ahora huyes de mí como de una serpiente. ¿Qué piensas tú que te sucedería si yo les dijera a los otros que pierdes el tiempo con esa gente que nosotros odiamos y contra la que estamos trabajando? ¡Tu vida está en mis manos!

Esto era verdad, y Yuan lo sabía. Pero contestó solamente, con tranquilidad y desdén:

—¿Y crees tú que hablándome de ese modo conseguirás que yo te ame?

Entonces ella se le acercó otra vez, débil, sollozando calladamente contra su pecho; le hizo levantar los brazos y lo mantuvo apretado a ella. Yuan, al cabo de un segundo, no pudo dejar de conmoverse con aquel llanto y complacerla. La muchacha le dijo, después de unos instantes:

—Me has ganado; y me has ganado contra tu voluntad y contra la mía. Yo no quería ser ganada por ningún hombre… Pero ahora sé que sería capaz de dejar la causa antes de dejarte a ti… Ahora soy tan débil…

Yuan sintió que su compasión crecía tan fuertemente, que, casi sin quererlo, apretó los brazos con que ella le había hecho estrecharla.

Un momento después, la muchacha se tranquilizó, apartándose, y enjugándose las lágrimas. Siguieron su camino. Ella iba silenciosa y triste. Realizaron su trabajo en el pueblo y no hablaron más aquel día.

Pero tanto Yuan como ella se dieron cuenta de lo que entre ambos había. Y aquí estaba lo perverso de Yuan: que hasta aquel día no había mirado dos veces seguidas a ninguna de las amigas de Ai-lan; que todas le parecían iguales, aquellas preciosas niñas de los ricos, con sus vocecillas atildadas y alegres, sus risas tintineantes, sus lindos vestidos, sus zarcillos, la piel suave, las uñas pintadas y otras zarandajas por el estilo. Gustaba de los ritmos de la música y de seguirlos acompañado de una de aquellas chicas; ya se había acostumbrado, y no sentía aquellas turbaciones del principio. Mas aquella otra mujer, con sus celos incesantes, le hizo pararse a mirar aquellas que antes le importaban un bledo. Y la alegría de estas muchachas le gustó, porque la otra nunca estaba alegre; encontró cierto halago en el alborozo de las otras y en su carencia de todo propósito, de toda finalidad que no fuera la de divertirse y gozar. Empezó por salir a solas con dos o tres que le habían gustado más que el resto; una de ellas era hija de un antiguo príncipe que vivía como refugiado en la ciudad desde la caída del Imperio. Era la más pequeña y deliciosa de todas, tan perfecta en su menuda belleza, que Yuan se sentía complacido al contemplarla, ahora que había pensado en ello. Otra era una muchacha un poco mayor, que gustaba de la juventud de Yuan y que, aunque juraba que no se casaría nunca y que su ideal era ser independiente y poner una tienda de modas para mujeres, le gustaba retozar y divertirse con Yuan, y este lo sabía, y encontró en su delgada y ágil hermosura y en sus cabellos negros como la tinta, tan suaves que parecían pintados sobre la cabeza, un encanto y un placer que antes no apreciaba.

Aquellas dos, y alguna más, le hicieron sentirse culpable cuando la otra muchacha le reprochaba con frecuencia su comportamiento. Un día se mostraba ardiente y conmovedora en sus palabras; otro, fría y odiosa. Yuan, aunque no la amaba, se sentía como atado a ella.

Un día, poco antes del determinado por su padre para casarlo en aquella remota ciudad, Yuan estaba pensando en este asunto, melancólicamente acodado en la ventana de su cuarto, mirando las calles de la ciudad y molesto ante la idea de tener que ver aquella tarde a la muchacha. Y en esto se le ocurrió pensar: «Grito contra mi padre porque quiere amarrarme, y yo soy tan bruto que me he dejado amarrar por esta muchacha». Se extrañó él mismo de no haber pensado antes en tal cosa, en cómo había dejado escapar su libertad; sentóse para hacer sus planes y ver la manera de huir y ser libre de nuevo, de desembarazarse de aquellas otras ligaduras que, a su modo, eran tan pesadas y difíciles de soportar como las otras, de tan secretas y apretadas como las sentía.

Inesperadamente le llegó la libertad. Durante todo este tiempo, la «causa» había ido creciendo en el Sur, pero ya había sonado la hora, y partiendo de las ciudades del Mediodía, los ejércitos de la revolución avanzaban hacia el corazón del territorio donde la gran ciudad estaba situada. De súbito, como un tifón que partiera desde la costa de los mares del Sur, los ejércitos se lanzaron llenos de energía y decisión, como si tuvieran un poder sobrehumano; avanzaban por todas partes del territorio, tomando una ciudad tras otra y dejando un reguero de historias sobre su poderío y sus incesantes triunfos. Eran ejércitos compuestos de jóvenes, entre los que figuraban algunas muchachas, llenos de una íntima decisión, pues no peleaban como soldados mercenarios. Luchaban por una causa que era su vida y por ello eran invencibles, en tanto que los soldados de los gobernantes, que peleaban por la paga, corrían ante ellos como hojas arrastradas por un viento desatado. A los muchachos de la revolución les precedía la fama de su poderío y bravura, de que la muerte no podía tocarlos, porque ellos no temían a la muerte.

Los que gobernaban la ciudad se amedrentaron y cayeron sobre todo revolucionario que tenían a su alcance, para evitar que conspiraran desde adentro y se unieran con los que llegaban. De estos había muchos en el colegio, muchos como Meng, Yuan y la muchacha amiga de este; en tres días nada más, los gobernantes enviaron soldados a todas partes donde hubiera estudiantes; y cualquier cosa que hallaran, un libro, un pedazo de papel, una bandera o un símbolo de la causa revolucionaria, era motivo de muerte. Al que le encontraban algo de esto, lo fusilaban, fuera hombre o mujer. En aquellos tres días fueron fusilados numerosos jóvenes de ambos sexos en la ciudad, y ninguno despegó los labios para decir nada que pudiera comprometer remotamente a un camarada o ser causa de muerte para otro. Entre los culpables perecieron muchos inocentes, pues algunos individuos malvados se dedicaron, por venganza u otra razón baja, a denunciar a los que no les eran queridos; falsos testimonios y calumnias produjeron muchas muertes, porque el miedo de los gobernantes era tremendo y no podían soportar la sospecha de que los revolucionarios de la ciudad se relacionaran con los que avanzaban para atacarla.

Aquella mañana estaba Yuan en clase, diciéndose que no debía mirar hacia donde la muchacha tenía su sitio, pues se daba cuenta de que ella, en aquel momento, le miraba, aunque sentía grandes deseos de dirigir sus ojos hacia ella, no sabía por qué. En aquel instante penetró en la sala un pelotón de soldados, cuyo capitán gritó:

—De pie. Dejaos registrar.

Todos se pusieron de pie, inquietos y desorientados, mientras los soldados pasaban las manos a lo largo de los cuerpos, rebuscaban entre los libros y uno de ellos tomaba nota de dónde vivían los estudiantes. Esto se hizo en medio de un hondo silencio; el profesor, de pie también, desasosegado, esperaba sin decir palabra. No se oía sino el choque de los sables militares contra las botas de cuero y el ruido de los tacones de los soldados contra el suelo.

De aquel silencioso y amedrentado local fueron sacados tres estudiantes, a los que se les encontró algo comprometedor. Dos eran varones y la tercera, la muchacha, que llevaba consigo un papel que la hacía culpable. Los soldados los hicieron ir delante, y cuando salían, los hostigaron con las bayonetas para que se dieran prisa. Yuan los miraba fijamente, sin poder hacer nada, sin saber qué hacer al ver a la muchacha conducida de aquel modo. Al llegar a la puerta, ella se volvió, dirigiéndole una mirada, una sola mirada larga, implorante, muda. Un soldado la tocó con la punta de su bayoneta, haciéndola salir de la sala. La muchacha había partido. Yuan supo que no la vería más.

Su primer pensamiento fue: «¡Soy libre!». Y al pensarlo, se sintió avergonzado porque no podía sino alegrarse de ello; pero tampoco podía olvidar la trágica mirada de la muchacha en el momento de partir, mirada de la que, en cierto punto, se sentía responsable, pues, aunque ella lo había querido con todo su corazón, él no la había amado. Aun cuando se justificaba diciéndose en el fondo de su alma: «Yo no podía remediarlo. ¿Qué podía yo hacer si no la quería?», otra voz más débil y baja, le decía: «Sí, pero de haber sabido que ella iba a morir tan pronto…, ¿no pudiste haberle dado un poco de consuelo?».

Sus preguntas cesaron muy pronto, pues aquel día no hubo más trabajo y el profesor les dio asueto, saliendo todos apresuradamente. En aquella prisa, Yuan sintió que le tomaban del brazo y, al volverse, vio a Sheng, que le llevó disimuladamente a donde nadie pudiera oírlos y le murmuró al oído, mientras todos sus rasgos se descomponían en una expresión amedrentada:

—¿Dónde está Meng? Él no sabe nada de lo ocurrido hoy, y deben de andar buscándole… Mi padre moriría si matan a Meng.

—No sé dónde está —dijo Yuan, mirando en torno—. No lo veo desde hace dos días.

Sheng se había ido, deslizando su ágil cuerpo con suavidad, entre el silencio de los asustados estudiantes que salían de todas las clases.

Yuan se alejó por tranquilas callejuelas, camino de su casa, y al llegar encontró a la señora, a la que contó lo que había sucedido, añadiendo para tranquilizarla:

—Por supuesto que yo no tengo nada que temer en este asunto.

Pero el pensamiento de la señora iba más allá que el de Yuan, de modo que respondió lentamente:

—Piensa… A ti te han visto junto a Meng…, eres su primo… Meng ha estado aquí… ¿No habrá dejado ningún papel, libro o algo en tu cuarto? Vendrán a registrar aquí. ¡Oh, Yuan, ve a mirar, mientras yo pienso lo que puedo hacer contigo, porque tu padre te quiere, y si algo malo te sucediera, me echaría la culpa por no haberte enviado a tu casa cuando él lo ordenó!

Yuan no la había visto jamás tan atemorizada.

Ella subió con él a su cuarto, para ver lo que allí tenía. Y en tanto que ella miraba en cada libro, cajón o anaquel, Yuan se acordó de aquella carta de la muchacha, carta que no había roto, La había guardado entre las páginas de un libro de versos, no porque la apreciara demasiado, sino porque, al fin y al cabo, era precioso para él aquel documento amoroso, donde le decían la primera palabra de amor que le había llegado en su vida, que fue mágica para él durante un tiempo y que después había olvidado. La sacó del libro, cuando la señora estaba de espaldas, la arrugó en su mano, y, con un pretexto cualquiera, salió del cuarto, entró en otro y aplicó una cerilla al papel. Mientras ardía, en su pulgar y su índice, recordó a la pobre muchacha, la mirada que le había lanzado al salir, la mirada que una liebre hubiera lanzado cuando los lebreles se arrojaran sobre ella para devorarla. Yuan se sintió lleno de tristeza al recordarla, una tristeza extrañamente honda, pues ahora, más que nunca, se convencía de que no la había amado y de que jamás habría podido quererla, y ni siquiera se sentía dolorido por su muerte, aunque sí lamentaba no sentir pena por ello. La carta cayó de sus manos, transformada en ceniza, en polvo.

Aunque el ánimo de Yuan estaba propicio para la aflicción, no tuvo tiempo de condolerse, pues apenas la carta había terminado de arder, empezaron a sonar voces en el vestíbulo, la puerta se abrió y entraron en el cuarto el tío, la tía, su hijo mayor y Sheng, preguntándole todos si había visto a Meng. Luego llegó la señora, y todos se interrogaban unos a otros, asustados. El tío dijo, con la cara temblorosa de terror y cubierta de lágrimas:

—Vine aquí para alejarme de los colonos de mis tierras, que son la gente más cruel y salvaje que se conoce, pensando que aquí estaría a salvo, protegido por soldados extranjeros. No sé para qué sirven esos extranjeros, que permiten que sucedan estas cosas. Y ahora no aparece Meng, y Sheng dice que Meng es un revolucionario… Juro que no sabía una palabra. ¿Por qué no me lo dijeron? ¡Yo debía de haber sabido esto hace mucho tiempo!

—Pero, padre —contestó Sheng en voz baja y turbada—, ¿qué hubieras podido hacer sino hablar de ello y complicar las cosas?

—Sí, eso hubiera hecho, eso —dijo la madre con dureza—. Si hay algo que debe ocultarse, yo soy la única que puede guardar un secreto en esta casa. Pero no hay derecho a que yo tampoco lo supiera, siendo Meng mi hijo predilecto.

El hijo mayor, cuyo color era pálido como ceniza de sándalo, dijo con ansiedad:

—Por culpa de las locuras de ese muchacho estamos todos en peligro, pues vendrán los soldados a interrogarnos por sospechosos.

Entonces la señora, la madre de Yuan, dijo tranquilamente:

—Vamos a pensar qué debemos hacer en este trance. Yo debo preocuparme por Yuan, puesto que está a mi cuidado. Ya he pensado en él. Irá un tiempo al extranjero, a algún colegio; lo voy a mandar inmediatamente, tan pronto como pueda y estén arreglados y firmados los papeles. Lo enviaré al extranjero, donde estará a salvo.

—Entonces nos iremos todos —dijo el tío animosamente—. ¡En el extranjero estaremos todos tranquilos!

—Padre, tú no puedes ir —dijo Sheng, esforzando su paciencia—. Los extranjeros no dejan vivir en sus naciones a hombres de nuestra raza, excepto a los que van a estudiar u otra cosa parecida.

Al oír esto, el viejo abrió los ojos y dijo:

—¿Y por qué están ellos en nuestra tierra?

La señora, para calmarlos, interrumpió:

—Es inútil que hablemos de esto. Los mayores estamos bastante seguros. No van a matarnos por revolucionarios a nosotros, gente ya tranquila; y tú, sobrino, el mayor, apenas eres joven, tú, con tu mujer y con tus hijos. Pero Meng es conocido y con él están en peligro Sheng y Yuan, y debemos hacer algo para mandarlos fuera, a otro país.

Trazaron planes acerca de esto. La señora pensó en un extranjero amigo de Ai-lan, para que escribiera todos los papeles y documentos y hacerlos firmar lo antes posible. Se levantó y abrió la puerta para enviar a un criado en busca de Ai-lan, a casa de unos amigos donde había ido a pasar la mañana en unos juegos. Ai-lan se negaba a ir al colegio en aquellos días de confusión, porque eso la entristecía y ella no podía soportar la tristeza.

Apenas la señora había entreabierto la puerta, cuando un fuerte ruido ascendió desde las habitaciones bajas, el ruido de un potente vozarrón que gritaba:

—¿Es aquí dónde vive Wang Yuan?

En el cuarto, todos se miraron unos a otros; el tío se puso pálido y buscó con los ojos dónde ocultarse. Pero el pensamiento de la señora fue inmediatamente hacia Yuan y luego hacia Sheng.

—Vosotros dos —susurró—, pronto, al sobrado[4] que hay encima de este techo…

Este desván no tenía escalera para subir a él. Su entrada era un cuadrado que se abría en el techo de la habitación donde estaban reunidos. Pero la señora, mientras hablaba, había puesto debajo una mesa, arrastrando luego una silla, a la que Sheng subió primero, un poco más apresurado que Yuan, y tras él subió este.

Pero ninguno fue lo bastante rápido. La puerta se abrió, como empujada por una ráfaga de viento, y ocho o diez soldados entraron en la pieza, mientras el capitán pregunta, mirando a Sheng:

—¿Eres tú Wang Yuan?

Sheng estaba palidísimo. Esperó un instante antes de responder, como si quisiera pensar lo que iba a decir, y luego contestó en voz baja:

—No, no soy yo.

El hombre rugió:

—Entonces es el otro. Sí, este es. Ahora recuerdo que la muchacha dijo que era muy alto y moreno, con cejas muy negras y la boca suave y roja… Este es.

Sin decir una palabra, Yuan se dejó amarrar las manos a la espalda sin que nadie pudiese evitarlo, aunque el tío lloró tembloroso, y la señora, suplicando, dijo con su más segura y grave voz:

—Vosotros estáis equivocados. Este muchacho no es revolucionario… Puedo jurar por él… Es un joven estudioso, tranquilo…, mi hijo. Nunca ha tomado parte en este asunto.

Los hombres rieron brutalmente, y un soldado de cara grande y redonda dijo a gritos:

—Sí, todas las madres desconocen a sus hijos. Para saber de ellos hay que preguntar a las muchachas…, nunca a las madres. Y la muchacha dio su nombre, y el número de esta casa, y nos lo describió exactamente… Sí, conocía muy bien cómo es este joven, ¿verdad? ¡Juro que no dejó detalle! Y dijo que era el más rebelde de todos. ¡Al principio estaba furiosa! Luego se calló un momento, y entonces dijo el nombre porque quiso, sin que la torturaran ni un instante para que lo dijera.

Yuan vio los ojos extrañados de la señora al oír esto, como ante algo que no podía entender. Él no pudo decir nada. Guardó silencio, diciéndose en el fondo de su corazón: «¡Así tomó ella el amor en odio! ¡No pudo atarme por amor, pero ha conseguido amarrarme por el odio!». Y se dejó conducir fuera.

Desde el primer momento, Yuan pensó que iban a darle muerte. En aquellos días supo, aunque nada se hizo público en este aspecto, que bastaba con haber pertenecido a la organización revolucionaria para ser condenado a muerte. Y no había prueba más segura de su culpabilidad que la declaración de la muchacha. Aunque pensaba en esto, la palabra muerte no adquiría un significado real para él. Ni cuando fue encerrado en un calabozo, lleno de otros muchachos como él, ni cuando los guardias le gritaron al verle tropezar en el escalón junto a la puerta, a causa de la oscuridad: «Anda, y guarda tu equilibrio, que mañana no te será tan fácil…», ni aun entonces pudo entender lo que aquella palabra quería decir. Las palabras de los guardias entraron en su corazón como las balas que esperaban el día siguiente cargadas en el fusil; pero aún tuvo Yuan serenidad suficiente para mirar al través de la tiniebla del calabozo y tranquilizarse al ver que todos los que allí había eran hombres. Se dijo: «Así podré soportar mejor la muerte, no encontrando aquí a esa mujer y que supiera que voy a morir y que, a fin de cuentas, ha conseguido atraparme». Esto le reconfortó.

Todo había sucedido tan de prisa, que Yuan no podía dejar de pensar en que, de alguna manera, lograrían salvarlo y sacarlo de allí. Pensó mucho en su madre, confiando en ella. Y cuanto más pensaba en ella, más seguridad tenía de que trataría de salvarlo. Las primeras horas las pasó creyendo en esto, más todavía porque miraba a sus compañeros de prisión y se daba cuenta de que él era mejor que todos ellos; parecían pobres, menos educados que él, de familias menos ricas e influyentes.

Mas, al cabo de un tiempo, la oscuridad se hizo total y, en el negro silencio, todos se sentaron o se tendieron en el suelo de tierra. Ninguno hablaba. Todos temían que de sus labios saliera alguna palabra que confirmara su culpabilidad, y cada cual temía al de al lado; mientras pudieron verse mutuamente las caras, y aun las sombras de las caras, no hubo más sonido que el de un cuerpo que cambia de posición u otro rumor semejante.

Cerró la noche y cuando ninguno podía ver la cara del otro y la oscuridad pareció encerrar a cada uno en su propia celda, una voz exclamó:

—¡Oh, madre mía, madre mía!

Y comenzó a sollozar desgarradoramente. Este llanto era muy difícil de soportar, pues cada cual sentía en él su propio llanto. Una voz más fuerte gritó con aspereza:

—¡Silencio! ¿Qué niño es el que está gritando por su madre?… Yo soy un miembro leal de la causa… Yo maté a mi propia madre, y mi hermano mató a mi padre, y no tenemos más padres que nuestra causa… ¿Eh, hermano?

Y, en la oscuridad, otra voz gemela respondió:

—¡Sí, yo también lo hice!

Y la primera dijo:

—¿Lo lamentamos?

Y la segunda voz dijo, después de un sollozo:

—Si yo hubiera tenido una porción de padres, a todos los habría matado alegremente.

Otra voz añadió:

—Todos esos viejos y viejas nos han alimentado para asegurarse sirvientes que los alimentaran y cuidaran al llegar a la ancianidad.

Pero la primera voz volvió a surgir, más vibrante:

—¡Ay, madre, madre mía!

Era como si el que decía esto no oyera nada de lo que hablaban los otros.

La oscuridad se hizo más densa, y hasta los gritos se acallaron. Yuan no había hablado una sola vez, pero cuando cayó la oscuridad total sobre el calabozo, no pudo soportar aquella quietud silenciosa. Sus esperanzas de un rato antes comenzaban a desvanecerse; había pensado que la puerta se abriría de pronto, y una voz diría: «Dejad salir a Wang Yuan. Está en libertad».

Pero no sonó esta voz.

Después de un rato, Yuan deseó oír algún ruido. No podía soportar aquel silencio. Se dedicó a pensar. Contra lo que deseaba, pensó en toda su vida, en cuán corta era. Y se dijo: «Si hubiera obedecido a mi padre, no estaría ahora aquí». Pero no pudo decir: «¡Ojalá le hubiera obedecido!». Cuando pensó en esto, cierta porfía que había crecido en él le hizo decirse honradamente: «A pesar de todo, creo que me pidió una cosa injusta…». Luego pensó: «Si yo hubiera hecho un esfuerzo, y cedido a lo que aquella muchacha…». Pero de nuevo se hizo un nudo en su garganta: y añadió para sí, honradamente también: «Sin embargo, no me hubiera gustado haberlo hecho». Por fin, no hubo más que pensar del pasado, puesto que ya se había ido borrando. Ahora tenía que pensar en lo que venía, pensar en la muerte.

Deseaba que algún sonido surgiera en medio de aquella oscuridad. Deseó hasta volver a oír el gemido de aquel que llamaba a su madre. Pero el calabozo estaba tan callado como si no hubiera nadie en él; no era una oscuridad que hiciera dormir. No, era una despierta, expectante oscuridad, viva, llena de terror y de silencio. Yuan no había sentido miedo al principio. Pero en la honda noche le invadía el terror. La muerte, que no había sido real hasta aquella hora, era ya algo real. Pensó, cortando su respiración de súbito, en que pudieran decapitarlo o fusilarlo. En aquellos días —lo había leído—, las puertas de las ciudades del interior eran decoradas con las cabezas de los muchachos y muchachas que habían pertenecido a la causa, para los que no habían llegado a tiempo los ejércitos libertadores, pues habían sido atrapados por los gobernantes antes del día de la batalla. Le pareció ver su propia cabeza… Y entonces pensó, no sin cierta tranquilidad: «Pero en esta ciudad, que tiene algo de extranjero, seguramente se limitarán a fusilarnos», y sintió una especie de consuelo en la idea de que su cabeza permaneciera pegada a sus hombros después de su muerte.

Estaba Yuan sumido en esta agonía, que duraba horas, apoyada la espalda en la muralla, en un rincón, sentado y con los pies encogidos junto a su cuerpo, cuando la puerta se abrió de pronto y un rayo gris de luz temprana penetró en la mazmorra, dejando ver a los presos, enroscados unos junto a otros, como un montón de gusanos. La luz les incitó a moverse, pero antes de que ninguno llegara a hacer el menor movimiento, una voz gruñó con violencia:

—¡Todos fuera!

Entraron unos soldados, que, empujándolos y golpeándolos con sus fusiles, los obligaron a levantarse; ya de pie, el joven aquel volvió a sus lamentos:

—¡Oh, madre mía, madre mía!

Se negaba a salir, aunque un soldado le golpeó en la cabeza con la punta del fusil. Decía aquellas palabras como si las respirara y sin poder evitarlo, y así, con ellas, daría también su vida.

Y mientras iban saliendo todos en silencio, excepto el que gemía, sabiendo lo que les esperaba, y, sin embargo, como atontados y ausentes, un soldado levantaba en su mano una linterna y la ponía cerca de cada una de las caras. Yuan era el último de todos, y, al llegar su turno, la luz se proyectó sobre sus ojos, cegándole después de aquella larga oscuridad. Y en aquella ceguera, deslumbrado, sintió que le empujaban fuertemente, tanto, que cayó a tierra. Y en este momento oyó cerrarse la puerta, quedando allí solo y vivo todavía.

Esto sucedió tres veces, pues durante aquel día el calabozo volvió a llenarse de muchachos. Por dos noches, Yuan los oyó, a veces despotricando, a ratos sollozando, otras veces llorando de rabia o de locura. Tres amaneceres pasaron, y por tres veces fue echado al fondo de la mazmorra y dejado a solas, con la puerta cerrada. Nada le llevaron para comer; no le hablaron nada, ni le hicieron o dejaron hacer ninguna pregunta.

El primer día se sintió esperanzado; el segundo día perdió las esperanzas. Mas al tercero estaba tan débil, sin haber comido ni bebido, que pensó que le daba lo mismo vivir que morir. Aquella tercera mañana apenas pudo ponerse en pie; sentía la lengua reseca contra el paladar. El soldado le gritó con ferocidad, diciéndole que se levantara, y cuando Yuan se apoyaba en el marco de la puerta, sin fuerzas, de nuevo la luz fue a ponerse ante sus ojos. Pero esta vez no fue echado al interior del calabozo. Por el contrario, el soldado le agarró, y cuando todos los demás habían partido y ya no se oían ni sus pisadas, el soldado llevó a Yuan por un corredor estrecho, hasta un lugar donde había un postigo, del que levantó la barra que lo cerraba, y sin decir palabra, empujó a Yuan fuera.

El muchacho se halló en una callejuela, tortuosa como las que suelen haber en las partes más secretas de las ciudades. Estaba desierta, sombría a la indecisa luz de la madrugada. A pesar de su turbación, Yuan pudo darse cuenta exacta de algo: estaba en libertad. De alguna manera lo habían dejado en libertad. Cuando volvía la cabeza hacía la puertecilla y pensaba cómo salir corriendo, vio que dos personas se acercaban en el crepúsculo. Yuan se detuvo junto a la puerta. Uno de los que se acercaban era una niña, una niña muy alta, que se acercó corriendo a él, se paró a su lado, le miró con fijeza, clavando en él sus ojos grandes y muy negros, y dijo con voz que no quería ser alta, pero que era cálida, ferviente:

—¡Es él!… ¡Aquí está!… ¡Aquí está él!…

Entonces se acercó la otra figura, y Yuan, al verla, reconoció a su madre. Pero antes de que pudiera decir una palabra, a pesar de sus deseos de hablar y de decir que sí, que era él quien estaba allí, sintió que su cuerpo temblaba, como si fuera a disolverse, y ya no pudo ver nada, sino los ojos de la niña, que crecían, que aumentaban en su negrura. Y cayó desmayado. De lejos, de muy lejos, oyó una voz que murmuraba:

—¡Pobre hijo mío!

Después no oyó, sintió, ni vio más.

Cuando despertó, Yuan se encontró sobre algo que se mecía. Estaba en una cama, pero esta se alzaba y se hundía con él. Al abrir los ojos vio un cuarto pequeño y desconocido para él. Alguien estaba allí, mirándole fijamente, bajo una lámpara adosada a la pared. Cuando Yuan logró reunir fuerzas para dar crédito a sus ojos, vio que quien estaba junto a él era Sheng, su primo. Cuando este vio que Yuan abría los ojos y le miraba, sonrió con su peculiar sonrisa, pero esta vez le pareció a Yuan que era la más amable y dulce sonrisa que podía ver. Sheng acercó una mesilla y tomó de encima un tazón de caldo, que pasó a Yuan, diciéndole:

—Tu madre me encargó que te diera esto en cuanto despertaras; lo he mantenido caliente desde hace dos horas sobre un infiernillo que ella me entregó…

Le dio de beber, con el cuidado que se emplearía con un niño; y como un niño, Yuan no dijo una palabra. ¡Estaba rendido de cansancio y desconcierto! Bebióse el caldo sintiéndose demasiado débil para tratar de saber dónde estaba y por qué había sido llevado allí; como un niño, aceptaba cuanto sucedía. Encontró el caliente líquido muy reconfortante y apetitoso para su lengua reseca y desazonada, y se lo tomó con agrado y no sin cierta dificultad. Sheng hablaba lentamente, mientras él se tomaba el caldo con la cuchara.

—Me imagino que querrás saber dónde estamos y por qué —dijo Sheng—. Estamos en un barco, en un barquito que nuestro tío, el comerciante, ha usado para llevar y traer sus mercancías y comerciar con las islas cercanas. Gracias a la influencia de este mismo tío, estamos a bordo de su barco. Vamos a navegar por la costa, hasta llegar al puerto más cercano y esperar allí a que nos envíen los papeles necesarios para partir al extranjero. Estás en libertad, Yuan, pero ¡a qué precio! Tu madre, mi padre y mi hermano han reunido todo el dinero que podían, han pedido prestado a mi tío. Tu padre estaba fuera de sí; dicen que se ha pasado el tiempo rugiendo y gruñendo que otra mujer le traicionó a él, y que él y su hijo habían terminado con las mujeres de una vez para siempre. Ha deshecho tu matrimonio y ha enviado cuanto dinero ha podido, y con todo este dinero ha sido comprada tu libertad y la huida en este barco. Cara ha costado tu libertad.

Mientras Sheng decía esto, Yuan escuchaba, pero aún estaba tan débil que apenas podía percibir el significado de lo que le decían. Sólo podía darse cuenta de que el barco subía y bajaba con él y que el alimento bajaba por sus reconfortadas entrañas. Entonces dijo Sheng, sonriendo de pronto:

—No creo que me hubiera sentido contento al partir ahora de no haber sabido antes que Meng estaba a salvo. ¡Qué tipo más listo es ese muchacho! Verás: yo andaba preocupado por él, averiguando lo que podía. Mis padres, preocupados por ti y por él, sin saber qué era peor, si saber dónde estabas y que iban a matarte, o no saber qué había sido de Meng, ignorando si estaba vivo o muerto. Pues bien, ayer, cuando yo estaba en la calle, entre tu casa y la mía, alguien puso este papel en mi mano, escrito por Meng. Dice: «No tienes que preocuparte por mí ni tratar de averiguar dónde estoy. Mis padres no necesitan pensar más en mí. Estoy a salvo y donde quería estar». —Sheng se rio, puso el tazón vacío sobre la mesa, encendió un cigarrillo y añadió alegremente—: No he podido saborear un cigarrillo en estos tres días… Bueno, ese granuja de mi hermano está seguro. Se lo he dicho a mi padre, y aunque este parece furioso y dice que no quiere oír hablar más de Meng y que ya no lo considera como hijo, por lo visto se ha aplacado su furia y está dispuesto a ir esta noche a una fiesta. Y mi hermano mayor irá al teatro a ver una obra nueva en la que sale una mujer de verdad, una actriz, y no un hombre vestido de mujer; ya han dejado de pensar que era malo que salieran mujeres a escena. Mi madre ha estado de morros con mi padre unos días. Total, que todos hemos vuelto a ser lo que éramos, que Meng está a salvo y que tú y yo hemos conseguido escapar. —Dio unas chupadas al cigarrillo y añadió—: Yuan, estoy contento de ir a otra parte, aun cuando tengamos que ir de esta manera. Yo hablaba poco de esto y no quería incorporarme a ninguna causa; hacía lo que me gustaba, si me era posible. Pero estoy cansado de mi tierra y de sus guerras constantes. Y a pesar de que todos vosotros me creéis un muchacho alegre y sonriente, que sólo piensa en sus versos, la verdad es que con frecuencia me sentía triste y desesperado. Me alegra poder ver otros países y cómo vive en ellos la gente. ¡Mi corazón se alivia y levanta con la idea de partir!

Yuan no le escuchaba del todo. El calor del caldo, la blandura de su estrecha y mecida cama, el conocimiento de su libertad le llenaban de agrado. Sólo podía sonreír un poco, y sentía que sus ojos se iban cerrando. Sheng vio esto y dijo con amabilidad:

—Duerme… Tu madre me dijo que era necesario que durmieras, que durmieras mucho… Y vas a dormir mejor que nunca, ahora que estás libre…

Yuan abrió una vez más los ojos al oír esta palabra. ¿Libre? Sí, al fin se libertaba de todo lo que le oprimía… Sheng añadió, para terminar con lo que quería decir:

—Y si tú eres como yo, no creo que haya mucho que te importe haber dejado.

No; Yuan lo pensaba, hundiéndose en el sueño. No había nada que lamentar. En aquel momento, en medio de su somnolencia, tornó a ver la prisión llena de muchachos, aquellas sombras, aquellas noches… Luego, la joven que se volvía para mirarle al salir… Apartó de su mente estas cosas y se durmió. Y entonces, en una gran paz, soñó que estaba junto a su pedacito de tierra, aquel que había cultivado él mismo. Lo vio de pronto tan claro como en una película. Los guisantes se iban formando en sus vainas; la cebada crecía; y allí estaba el viejo labrador risueño, trabajando en sus propios terrenos. Mas allí estaba también la muchacha, y su mano ahora estaba fría, muy fría; tan fría, que Yuan se despertó un momento y recordó que era libre. Como Sheng había dicho, no estaba triste. Lo único que sentía era dejar aquel pedazo de tierra.

Antes de que Yuan se durmiera, algo dijo para su consuelo: «Pero esa tierra… es lo único que estará allí cuando yo vuelva… La tierra permanece siempre».