—Me interesa, esto es bastante hermoso, pero no sé exactamente lo que quieres decir.
Así, sucedió un día que Yuan había escrito un poema acerca de una semilla; Yuan tampoco sabía decir exactamente lo que había querido decir, y balbuceó entrecortadamente:
—Quiero decir… Me parece que lo que quiero decir aquí es que en la semilla, en el último átomo de la semilla, cuando está encerrada en la tierra, hay un instante, quizás un sitio, en que la semilla deja de ser materia, y viene a ser como una especie de espíritu, como una energía, una especie de vida, un momento entre lo material y lo espiritual, y que, si pudiéramos expresar este momento de transmutación, cuando la semilla empieza a brotar, entender el cambio…
—¡Ah, ya! —dijo el maestro ambiguamente.
Era un simpático viejo que llevaba los anteojos en la punta de la nariz y miraba en aquel momento a Yuan por encima de ellos. Había enseñado durante tantos años, que conocía exactamente lo que quería y lo que estaba bien, dejó a un lado los versos de Yuan, se enderezó los anteojos y, tomando la cuartilla siguiente, dijo:
—Me temo que no esté demasiado claro en su propia pensamiento… Aquí, aquí parece que hay algo mejor… Un paseo en día de verano… Esto es simpático… Lo voy a leer.
Era la poesía que Sheng había compuesto aquella mañana.
Yuan se quedó silencioso y se guardó sus pensamientos mientras escuchaba. Envidiaba en Sheng aquellas hermosas ideas, tan suavemente brotadas en unas rimas tan puras; no era una envidia amarga, sino una envidia admirativa y humilde, pues Yuan admiraba también la bella apariencia de su primo, de ademanes y de exterior mucho más hermosos que los suyos.
Empero, Yuan no llegó a conocer bien a Sheng, pues, a pesar de toda su sonriente y franca apariencia, nadie llegó nunca a conocer bien a Sheng. Podía repartir por doquiera sus amables palabras de elogio y de simpatía, pero, aunque hablaba con abundancia y facilidad, nunca lo que decía revelaba sus íntimos pensamientos. Algunas veces se acercaba a Yuan y le decía:
—Vamos a ver una película esta tarde, después de las clases. Es una cinta muy buena sobre el Gran Teatro del Mundo.
Pero, después de haber ido juntos y haber pasado tres horas viendo la película, cuando Yuan pensaba que le había agradado ver aquello con su primo, si se detenía a recordar, no podía precisar nada que hubiera dicho Sheng. Sólo podía recordar en el oscuro teatro la cara sonriente y los brillantes y extrañamente ovalados ojos de su primo. Algo dijo Sheng sobre Meng y su causa.
—Yo no estoy con ellos… Nunca seré un revolucionario. A mí me gusta la vida y sólo amo la belleza. Solamente me mueve la belleza. No deseo morir por ninguna causa. Algún día navegaré, atravesaré el mar; y si aquello es más hermoso que esto, tal vez no regresaré nunca. ¿Qué sé yo? No tengo deseos de sufrir por la gente vulgar. Son sucios y huelen a ajo. Hay que dejarlos morir. ¿Qué perderán con ello?
Dijo esto en el tono más tranquilo, mientras estaban sentados en el dorado teatro, mirando a los elegantes hombres y mujeres que allí había, todos comiendo bizcochos y nueces, y fumando cigarrillos importados; se hubiera dicho que la voz de Sheng hablaba por todos ellos. Y aunque Yuan quería a su primo, no dejó de sentir un escalofrío cuando oyó aquellas palabras: «Hay que dejarlos morir», pues Yuan todavía detestaba la muerte, y aunque ahora los pobres no estaban cerca de él, no deseaba por eso que los dejaran morir.
Estas palabras de Sheng dispusieron a Yuan para preguntarle, en otra ocasión, algo acerca de Meng. Este y Yuan no hablaban a solas con mucha frecuencia, pero ambos jugaban en el mismo lado en los partidos de pelota, y Yuan admiraba la fiereza de los golpes de Meng. Este tenía el cuerpo más ágil y fuerte de todos ellos. La mayoría de los muchachos eran pálidos, flojos, y llevaban demasiada ropa para poder quitársela pronto y fácilmente, de suerte que corrían en cierto modo como niños, o se embrollaban con la pelota, o la echaban fuera, como hacen las muchachas, o la golpeaban tan débilmente, que la pelota rodaba un poco y se detenía en seguida; pero Meng golpeaba la pelota como si fuera su enemigo, y le daba fuertes puntapiés con su bota de cuero duro, haciéndola subir mucho y bajar, dando un gran bote, para volver a subir; y todo su cuerpo intervenía en el juego. Yuan admiraba esto como admiraba la hermosura de Sheng.
Un día, Yuan le preguntó a Sheng;
—¿Cómo sabes tú que Meng es un revolucionario?
Sheng contestó:
—Porque él me lo ha dicho. Siempre dice lo que hace, y creo que soy el único a quien se lo dice. A veces, temo por él. No me atrevería a decirle a mi padre o a mi madre, y menos a mi hermano mayor, lo que hace, pues estoy seguro de que le reñirían; y es tan fiero y decidido, que no me cabe duda de que partiría para no volver más. Él tiene confianza en mí, y me lo cuenta casi todo, de modo que sé muy bien lo que hace, aunque me doy cuenta de que tiene algunos secretos que no ha de comunicar a nadie. Ha prestado una especie de salvaje juramento de patriotismo; para ello se hizo una herida en el brazo y escribió el juramento con su propia sangre.
—¿Y hay muchos revolucionarios entre nuestros compañeros de colegio? —preguntó Yuan, algo turbado, pues había pensado que aquí estaría a salvo de esta clase de compañía. Temía convencerse de que también en su nueva vida tendría que relacionarse con tipos semejantes a sus camaradas de la escuela de guerra, y estaba decidido a no reunirse con ellos.
—Muchos —respondió Sheng—. Y hay muchachas entre ellos, también.
Yuan se quedó un tanto perplejo. Había unas cuantas muchachas en su colegio, siendo esta una costumbre en la nueva y avanzada ciudad de la costa; allí permitían la entrada de mujeres en las escuelas de los hombres, y aunque no hubiera muchas que quisieran aprender, o a las que dejaran ir sus padres, al colegio de Yuan asistían unas cuantas. Yuan las había visto algunas veces en las clases, sin preocuparse apenas de ellas, pues, por lo general, carecían de belleza y estaban siempre dedicadas a sus libros.
Pero a partir de aquel día, interesado y turbado por lo que Sheng le había dicho, empezó a mirarlas con curiosidad; y cada vez que pasaba una de estas muchachas, con los libros bajo el brazo y sin levantar la vista, Yuan se preguntaba si una criatura tan recatada podría formar parte de una conspiración de tal magnitud. Especialmente se fijó en una de ellas, que era la única de su categoría en la clase que frecuentaban él y Sheng. Era una criatura delgada, huesuda, como podría serlo un pajarillo recién nacido y famélico, de rostro delicado y puntiagudo, de salientes pómulos y labios delgados, pálidos y finos bajo la recta nariz. Nunca hablaba en clase, y nadie conocía sus ideas pues no escribía sobre nada ni hacía comentarios a las explicaciones del maestro. Pero iba siempre a clase y escuchaba cada palabra que el profesor decía. Solamente en sus estrechos y sombríos ojos aparecía de vez en cuando un resplandor de interés.
Yuan la miraba con curiosidad, hasta que un día la doncella sintió que la miraba y clavó la vista en él. Desde entonces, cuando Yuan la miraba, notaba que ella se daba cuenta y le vigilaba con sus secretos y fijos ojos, por lo que el joven decidió no mirarla más. Pero le preguntó a Sheng acerca de ella, ya que apenas se reunía con ninguno. Sheng sonrió y dijo:
—¿Esa? Es una de ellas. Es amiga de Meng. Siempre están hablando en secreto, planeando algo. ¡Mira qué expresión tan fría tiene! Las personas frías son los mejores revolucionarios. Meng es demasiado ardiente. Es ardiente hoy, y mañana está decepcionado. Pero esta muchacha siempre está fría, como el hielo, y es dura como el hielo también. Detesto a las muchachas que son tan frías y tan invariables. Por cierto que es capaz de enfriar a Meng cuando este está demasiado ardiente, y le demuestra que puede ser temprano para realizar los planes; y cuando él se desespera, ella con su inmutabilidad, vuelve a enardecerlo. Ha venido desde una provincia del interior, donde ya ha estallado la revolución.
—¿Y cuáles son sus planes? —preguntó Yuan con curiosidad, bajando la voz.
—¡Oh, cuando llegue el ejército saldrán a recibirlo en triunfo! —dijo Sheng encogiéndose de hombros. Y comenzó a caminar con fingida indolencia, alejándose de quien pudiera oírlos—. La mayoría de ellos hacen su labor entre los trabajadores de los molinos, que ganan solamente unos centavos al día; y también les hablan a los conductores de rickshaw haciéndoles ver cuán explotados están, cómo la policía extranjera los oprime cruelmente, y otras cosas por el estilo; todo de manera que esa gente baja, si llega el día del triunfo, esté lista para alzarse y adueñarse de cuanto desease. Ten cuidado, Yuan; tratarán de ganarte para ellos. Meng te hablará un día cualquiera. El otro día, sin ir más lejos, me preguntó qué clase de tipo eras tú, y si tenías ideas revolucionarias.
Efectivamente, un día Yuan sintió que Meng se le acercaba y, cogiéndole de una manga, le decía con su habitual aridez:
—Tú y yo somos primos, pero aún permanecemos como si fuéramos extraños, y apenas nos encontramos para conversar. Ven conmigo al salón de té que hay al lado de la puerta del colegio y comamos juntos.
Yuan no pudo rehusar fácilmente, pues habían terminado las clases de aquel día y ambos estaban libres de modo que acompañó a Meng. Estuvieron sentados un rato, sin hablarse, y parecía que Meng no tenía nada especial que decir, pues se limitaba a mirar por la ventana y ver a los transeúntes; y si algo decía, era un amargo chiste a costa de alguien que pasara. Por ejemplo:
—¡Mira a ese señor gordo en el coche! ¡Mira cómo traga, repantigado en su asiento! Es un abusador, un usurero o un banquero, o tal vez dueño de una fábrica. ¡Yo los conozco con una mirada! ¡No parece darse cuenta de que está sentado sobre un volcán!
Yuan, conociendo el sentido de lo que su primo decía, no contestaba nada, aunque honradamente pensaba para sus adentros que su tío, el padre de Meng, era bastante más gordo que aquel individuo.
Meng continuó:
—Mira aquel hombre que empuja el rickshaw… Está muerto de hambre… Mira, ha debido de violar algún reglamento. Acaba de llegar de los campos e ignora que no debe cruzar la calle cuando el policía pone la mano así. ¿No te lo decía yo? Ahí tienes. Mira cómo lo golpea el policía; mira cómo le hace dejar el rickshaw y le quita los almohadones. Ahora, ese pobre hombre ha perdido su vehículo y lo que ganaba diariamente. ¡Y, además, deberá pagar esta noche el mismo alquiler en el sitio dónde guarda su carruaje!
Mientras decía esto y miraba al hombre del rickshaw hundido en la desesperación, la voz de Meng se quebró y Yuan vio, maravillado, que aquel muchacho extraño estaba llorando de rabia y luchando inútilmente contra sus lágrimas.
Cuando Meng notó que Yuan lo miraba con simpatía, dijo, medio sofocado:
—Vámonos a algún sitio donde podamos hablar. Estoy convencido de que no soportaré esto si no hablo. Te aseguro que sería capaz de matar a ese tipo estúpido por soportar la opresión con esa paciencia.
Y Yuan, para calmarle, lo llevó a su propio cuarto y cerró con llave, dejándole hablar.
La conversación de Meng despertó en el fondo de Yuan la conciencia de algo que deseaba no recordar. ¡Estaba tan contento con la felicidad de aquellos días, con su alegría y distracción, con el descanso de los viejos deberes y con hacer lo que le venía en gana! Las dos mujeres de la casa, la señora y la hermana, le regalaban pródigamente su ternura y su agrado, y Yuan vivía en calor de cordialidad. Hubiera deseado olvidar que había otros que no tenían calor ni alimento. Era tan feliz, que no quería pensar en ninguna cosa triste; y si algunas veces, en los oscuros amaneceres, recordaba que su padre aún tenía poder sobre él, desechaba el pensamiento, pues creía en los recursos de la señora y en la devoción que este le tenía. Ahora, los pobres de quienes Meng le hablaba ponían una sombra en su vida, y Yuan huía de las sombras. Empero, de aquella charla aprendió a ver a su patria como no la había conocido. En aquellos otros días, en la casa de adobes, la vio como un conjunto de entrañables y productivas tierras. Vio el más hermoso aspecto de su país, pero no llegó a sentir hondamente a su pueblo. Ahora, en estas calles, Meng le enseñaba a ver el alma de su patria. En la más leve observación hecha por su primo acerca de los trabajadores o los hombres humildes, Yuan comenzó a saber apreciar la realidad. Como siempre sucede que donde están los muy ricos están asimismo los muy pobres, al caminar por las calles vio muchos más de estos, pues pobres eran en su mayor parte los niños famélicos, ciegos, cubiertos de enfermedades, nunca lavados; y en las más hermosas y brillantes calles, allí donde a ambos lados se abrían las magníficas tiendas con toda clase de mercancías, con balcones adornados de destellantes banderas, en los que había ocultos, unos músicos que tocaban para atraer a los clientes, allí en esas mismas calles, estaban los más sucios mendigos, con sus gemidos y sus lágrimas, y la mayoría de las caras eran pálidas y hambrientas; y había grupos de prostitutas que salían aún antes de que anocheciera, para ejercitar su deplorable comercio, movidas por el hambre.
Vio todo esto, y el fruto de tales observaciones entró en él mucho más hondo que en Meng, pues este era uno de esos que están dedicados a servir una causa determinada y que lo supeditan todo a esta causa. Dondequiera que este viese a un hombre hambriento o a los pobres apelotonados junto a las puertas, donde eran arrojados los huevos podridos; en las factorías que embarcaban grandes cantidades con destino al extranjero (aquellos desdichados compraban tazones llenos, por un penique, y se tomaban la bazofia ansiosamente); ya viese hombres cuyas espaldas se cargaban con bultos que hubieran sido demasiado pesados a lomos de una bestia, o que contemplase a los ricos ociosos y sus pintarrajeadas mujeres, riendo y divirtiéndose, mientras los pobres pedían sus limosnas, brotaba en él una sorda indignación, que tenía como remedio siempre la misma frase:
—Estas cosas no sucederán más el día que ganemos nuestra causa. ¡Tenemos que provocar la revolución! Debemos echar abajo a los ricos y arrojar de aquí a los extranjeros que nos oprimen. Entonces los pobres serán levantados. Esto no lo puede hacer sino la revolución… Yuan ¿cuándo vas a ver esta luz y unirte a nuestra causa? Te necesitamos. El país nos necesita a todos.
Y Meng clavaba sus llameantes ojos en los de Yuan, como si no fuera a apartarlos hasta que obtuviera su promesa. Pero este no podía prometer nada, puesto que tenía recelos y temor a la causa. Era, al fin y al cabo, la misma causa que él había abandonado.
Yuan no creía, en resumen, que ninguna causa pudiera remediar aquellos males, así como tampoco podía odiar a un hombre rico tan violentamente como Meng. La gordura de un hombre rico, su anillo reluciente en el dedo, las pieles que bordeaban su abrigo, las joyas en las orejas de su esposa, la cara pintada y empolvada de esta, podían hundir más profundamente a Meng en la idea de defender su causa. Pero Yuan, aun en contra de su voluntad, podía notar una mirada amable en los ojos de un hombre rico, una mirada de compasión en los pintados ojos de la señora que diera una monedilla de plata a un mendigo, aunque dicha mujer llevara un abrigo de raso. Amaba la risa, estuviera en los ricos o en los pobres. Le gustaba cualquiera que riese, aunque supiera que era malo. Lo cierto era que Meng podía amar u odiar a los hombres porque fueran blancos o negros, al paso que Yuan no podría decir en su vida: «Este hombre es rico y malo y este otro es pobre y bueno»; de esta suerte, era inútil para servir en cualquier causa o partido, por grandes que fueran.
No podía odiar tampoco, como los odiaba Meng, a los extranjeros que se mezclaban con las muchedumbres ciudadanas, pues siendo la ciudad un gran centro comercial que se relacionaba con todas las regiones del mundo, estaba llena de extranjeros de todas las razas e idiomas, a los que Yuan veía por doquier; unos eran simpáticos, otros torvos y malos, borrachos con frecuencia; y entre ellos, pobres y ricos. Si Meng odiaba a un rico más que a otro, el más detestado era el extranjero; podía soportar cualquier crueldad antes de ver a un marinero extranjero y borracho golpear a un conductor de rickshaw, o a un hombre blanco regateando alguna mercancía o pagando menos de lo que el vendedor le había pedido, sucesos tan corrientes en una ciudad costera donde varias naciones se encuentran y se entremezclan.
Meng detestaba hasta el aire que respiraban los extranjeros para vivir. Si se cruzaba con alguno, jamás le dejaba paso. Su larga y juvenil cara se tornaba más oscura, y hubiera querido ensanchar sus hombros para, si podía, empujarle, tanto mejor si era una mujer la que pasaba y la podía apartar de su camino, murmurando lleno de odio:
—No tienen negocios en nuestra tierra. Vienen para explotarnos y robarnos. Con su religión nos roban nuestras almas y nuestros pensamientos, y con su comercio nos roban nuestro dinero y nuestros bienes.
Un día, Yuan y Meng, que volvían juntos de la escuela, camino de su casa, se cruzaron en la calle con un hombre esbelto y ágil, cuya piel era blanca, y que tenía largas narices, pero su pelo era negro, así como los ojos, que no eran como los de los hombres blancos. Meng echó al hombre una furiosa mirada y le dijo a Yuan:
—Si hay algo que yo detesto en esta ciudad más que todas las cosas, es esta clase de hombres que no son nada del todo, sino una mezcla de sangre y mentiras que les dividen el corazón. No puedo explicarme cómo alguien de nuestra raza, hombre o mujer, puede olvidarse de tal manera de sí mismo y mezclar su sangre con sangre de extranjeros. Los mataría a todos por traidores, y mataría a los tipos como ese que acaba de pasar.
Pero Yuan recordaba la dulce mirada de aquel hombre y lo tranquilo de su cara por encima de su palidez, y dijo:
—A mí me pareció bastante simpático. Yo no puedo pensar que alguien es malo por el hecho de que tenga la piel descolorida y la sangre mezclada. Él no tiene la culpa de lo que sus padres hicieron.
Meng gritó:
—¡Debías odiarlos, Yuan! ¿No has oído hablar de lo que han hecho los hombres blancos en nuestra patria, y de que nos tratan como si fuéramos prisioneros de sus crueles e injustos tratados? No podemos tener nuestras leyes… ¿Por qué si un hombre blanco mata a uno de nuestros compatriotas apenas lo castigan? ¿Por qué no es llevado ante nuestros tribunales?
Y según hablaba se enfurecía más y más.
En tanto que Meng decía todo esto, Yuan escuchaba sonriendo con aire que parecía de excusa, pues se sentía tan indulgente frente al acaloramiento del otro, que aunque no dejaba de reconocer que tenía razón en odiar al extranjero para salvar a su patria, empero, no podía odiarlo, porque no era capaz.
Yuan no pudo seguir la causa que Meng le ensalzaba, invitándole a servirla. No decía nada cuando Meng insistía, limitándose a sonreír discretamente; no podía decir que no quería, pero daba la excusa de que estaba muy ocupado, que no tenía tiempo. Por último, Meng dejó de hablarle y se limitó a saludarle secamente cuando se lo encontraba. En las fiestas patrióticas, cuando todos salían cantando y llevando banderas, Yuan también iba con los otros, para que no le llamaran traidor, pero nunca iba a reuniones secretas ni intervenía en conspiraciones. A veces, tenía noticias de los que conspiraban: que a tal muchacho le habían encontrado en su habitación una bomba que pensaba arrojarle a algún hombre importante; que una banda de conspiradores había golpeado a un profesor, al que odiaban porque tenía amistad con los extranjeros… Cuando oía estas cosas, Yuan se embebía más intensamente en sus libros y concentraba en ellos todo su interés.
* * * *
La verdad es que, en este tiempo, la vida de Yuan estaba tan llena, que él apenas podía darse cuenta de lo que podía haber en el fondo. Antes de que pudiera pensar claramente en las finalidades de ricos y pobres, antes de que comprendiera el sentido de la causa defendida por Meng o captara su propio sentido de la alegría, otras ideas acudían a su mente; todo lo que iba aprendiendo en el colegio, las extrañas lecciones que recibía, lo mágico de la ciencia que se abría ante sus ojos en el laboratorio. Aun en la química, que detestaba porque los malos olores ofendían su delicada nariz, se encantaba de los matices de las combinaciones que hacía, maravillándose al contemplar cómo dos blandos y pasivos fluidos, combinados, brotaban súbitamente en una nueva vida, con nuevos colores y olores, formando un tercero. En aquellos días pululaban en su pensamiento las más diversas ideas sobre la gran ciudad, donde todo el mundo se encontraba y no tenía tiempo, ni de día ni de noche, para ver lo que cada una de esas ideas significaba. Yuan no podía entregarse a una sola clase de conocimientos, pues tantos y tan diversos se presentaban a su interés. En el fondo, envidiaba algunas veces a sus primos y a su hermana. Sheng vivía para sus sueños y amores; Meng, para su causa, y Ai-lan, para su belleza y sus diversiones. A Yuan le parecían fáciles estos modos de vivir, ya que él vivía en tamaña diversidad.
Hasta aquellos pobres de la ciudad eran tan «completos» en su pobreza, que a Yuan se le antojaba que no debían de ser todos infelices y dignos de compasión. Se compadecía de ellos, y hubiera querido verlos vestidos y bien alimentados; casi siempre que llevaba un penique suelto en el bolsillo y veía a un mendigo que le tendía le descarnada mano, le daba la moneda. Mas en este caso temía que no lo daba solamente por compasión, sino para librarse él mismo de aquella sucia garra y de la implorante voz que le decía: «Tenga buen corazón, joven caballero; tenga buen corazón, o moriremos de hambre…, yo y mis hijos». Solamente había en aquella ciudad una visión más terrible que los mendigos: los niños de los mendigos. Yuan no podía resistir la vista de aquellos chiquillos misérrimos, con sus caritas que habían adquirido ya la expresión implorante de la pobreza; y lo peor eran los chiquitines de pocos meses, famélicos, medio desnudos, apretados contra los fláccidos pechos de las mujeres. Sí, Yuan apartaba la vista de su lado a toda prisa, pensando: «Me uniría a la causa de Meng si estos pobres no fueran tan repugnantes».
Algo vino a salvarle de un completo extrañamiento de su propio pueblo. Fue su antiguo amor por las tierras, los campos y los árboles. En la ciudad, durante el invierno, este amor se enfrió, y Yuan llegó a olvidarlo en muchas ocasiones. Pero ahora que la primavera nacía sintió una íntima inquietud. Los días se tornaban más cálidos, y en los jardincillos los árboles comenzaban a dar flores y hojas; por las calles iban vendedores acarreando cestas con ramas de cerezos en flor o grandes ramos de violetas y lilas. Los vientecillos primaverales despertaron una extraña inquietud en Yuan; le hicieron recordar la aldehuela donde estaba la casa de adobes, y sintió en los pies un deseo de pisar tierra en alguna parte que no fueran aquellos suelos pavimentados de la ciudad. Apuntó su nombre en la lista para una nueva clase en que los profesores enseñaban agricultura. Y a Yuan, entre otros, le fue adjudicada una pequeña porción de tierra fuera de la ciudad, para practicar en ella y demostrar realmente lo que había aprendido en los libros; en este terreno debía plantar semillas, quitar las cizañas y laborar todo lo necesario.
Sucedió que el pedazo de tierra de Yuan estaba al final de los otros, junto al campo de un granjero. La primera vez que Yuan fue a su trabajo, vio al campesino que le miraba fijamente, con la cara iluminada por una sonrisa burlona, y que le dijo:
—¿Qué hacéis aquí los estudiantes? Yo creía que los estudiantes lo aprendíais todo en los libros.
Yuan contestó:
—Ahora aprendemos en los libros cómo se siembra y cómo se cosecha; y aprendemos cómo hay que preparar la tierra para la siembra; eso es lo que estoy haciendo hoy.
Al oír esto el campesino rio fuertemente y dijo con expresivo desdén:
—¡Nunca oí hablar de esa manera de aprender! ¡Bah! Los campesinos se lo enseñan a sus hijos, y estos a los suyos. ¡Uno mira a su vecino y hace lo que ve hacer a este!
—¿,Y si el vecino lo hace mal?
—Entonces hay que mirar al vecino de más allá, o buscar uno mejor —dijo el labrador, volviendo a reír. Y se dedicó un rato a cavar en su campo, murmurando. Interrumpió su labor para rascarse la cabeza, rio de nuevo y dijo—: ¡No, nunca oí semejante cosa en toda mi vida! Bueno, me alegro de no haber mandado a ninguno de mis hijos a la escuela y de no haber gastado mi dinero para enseñarles a cultivar los campos. ¡Yo les enseñaré más de lo que puedan aprender en la escuela, estoy seguro!
Yuan nunca había tenido un azadón entre las manos y cuando cogió aquella cosa de alargado mango la sintió tan pesada que no pudo manejarla. Por alto que lo levantara, no conseguía dejarlo caer de manera que cortara el endurecido suelo: siempre caía de lado. Sudó copiosamente sin lograr manejarlo bien; aunque el día era fresco, oreado por una brisa primaveral, el sudor le brotaba como si estuviera en verano.
Por fin, desesperado, miró disimuladamente al labriego para ver cómo lo hacía; en efecto, cada vez que levantaba el azadón, el labriego le hacía caer justamente donde quería, cortando la tierra cabalmente. Yuan trató de que el campesino no notara que le miraba, pues era un poco orgulloso. Mas pronto se convenció de que el labriego le había estado mirando de reojo todo el tiempo, y riéndose al ver el modo que Yuan tenía para coger el azadón. Ahora al ver que Yuan le espiaba, prorrumpió en carcajadas y se acercó a él diciéndole:
—¡No me digas que estás mirando lo que hace un labriego vecino, cuando ya has aprendido todo eso en los libros! —Y rio largamente, añadiendo—: ¿No te ha enseñado tu libro cómo hay que coger el azadón?
Yuan se sintió molesto. No le era fácil oír con tranquilidad las risotadas del labrador. Se daba cuenta, por añadidura, de que no era capaz de remover un pedazo de tierra. ¿Cómo pretendería sembrarlo y cultivarlo? Pero la razón se sobrepuso a la vergüenza que sentía, y Yuan dejó su azadón. Se echó a reír, acompañando la risa del campesino, enjugóse la sudorosa cara y luego dijo humildemente:
—Tienes razón, vecino. Esto no está en los libros. Te tomaré como profesor; si quieres enseñarme.
Al oír esto, el granjero se sintió muy complacido, y dejó de reír, mostrando simpatía por Yuan. En el fondo, estaba muy satisfecho de comprender que él, un simple labriego, podía enseñar algo a aquel muchacho, a un colegial instruido, según se dejaba ver por sus palabras y modales. Y el labriego, dándose importancia y con cierta pomposidad en su expresión, miró fijamente al joven y dijo con serenidad:
—En primer lugar, mírame a mí; luego mírate tú mismo, y dime quién puede manejar el azadón sin sudar de esa manera.
Miró al campesino, un hombre fuerte y moreno, desnudo hasta la cintura, con los pantalones arremangados hasta las rodillas, calzado con unas sandalias, el rostro tostado y curtido por los vientos y el sol, todo él inspirando campechanía y libertad. Yuan no dijo nada. Sonrió y, sin abrir los labios, se quitó la pesada chaqueta, luego el chaleco y se subió las mangas de la camisa hasta los codos. El labriego le vio hacer todo esto y, cuando Yuan hubo terminado, le dijo:
—¡Qué piel de mujer tienes! ¡Mira, mira mi brazo! —y puso su brazo junto al de Yuan, tomándole la mano—. A ver esa mano. Mira tu palma, llena de ampollas. Pero es que coges el azadón tan mal, que a mí mismo me levantaría ampollas si lo cogiera así.
Tomó el azadón y mostró a Yuan cómo había que cogerlo con ambas manos, una de ellas firme y cerrada para mantener el mango seguro, y la otra apartada de aquella y suavemente, para dejarlo deslizarse como convenía y guiar la caída. Yuan no sintió el menor reparo en aprender, y repitió varias veces, hasta que la punta de hierro cayó justamente y apartó un pedazo de tierra; así lo hizo varias veces, y el campesino le felicitó, sintiéndose Yuan tan contento como si un profesor le hubiera elogiado por unos versos, aunque pensando si debía complacerse tanto, siendo el campesino tan sólo un hombre corriente y sin instrucción.
Día tras día fue a trabajar en su pedazo de terreno. Prefería ir cuando sus compañeros no estaban, pues al llegar ellos el granjero se alejaba y se ponía a trabajar a bastante distancia. Pero si Yuan llegaba solo, entonces el campesino se acercaba, hablaba con él, le mostraba cómo plantar las semillas, cómo cuidarlas al brotar, cómo evitar los gusanos y los insectos que estaban siempre listos para devorar cualquier retoño.
También a Yuan le tocaba enseñar a ratos, pues, cuando estos animales llegaban, leía en sus tratados lo referente a ciertos venenos extranjeros que los mataban, y usaba estos venenos.
La primera vez que lo hizo, el labriego rio de buena gana, diciendo:
—Acuérdate de cómo me mirabas al principio y de que tus libros no te sirvieron, a la postre, ni siquiera para saber a qué profundidad hay que colocar los granos y cuándo hay que remover la tierra para apartar los hierbajos.
Mas, cuando vio que los gusanos se morían junto a las plantas, bajo el efecto del veneno, se tornó más serio y pensativo y dijo en voz más baja:
—Te juro que no lo hubiera creído. ¡De modo que estas pestes no son algo que los dioses quieren! Son algo que los hombres pueden evitar… Bueno, algo hay en los libros, después de todo. Sí, algo que vale la pena, pues plantar y sembrar no es cosa útil si vienen los gusanos a comérselo todo.
Pidió un poco de aquel veneno, para llevárselo a sus tierras, y Yuan se lo dio alegremente; a partir de este regalo, los dos hombres fueron amigos. El cultivo de Yuan era el mejor de todos; agradeció esto al labrador, y este dio las gracias a Yuan por haber hecho crecer sus plantas sin daño, cuando las de los vecinos habían sido devoradas por los gusanos.
Era bueno para Yuan tener aquel trocito de tierra y ser amigo del labriego. Muchas veces, en la primavera, cuando se acercaba a su terreno, sentía un contento que nunca había conocido. Aprendió a quitarse el traje y a ponerse una ruda vestimenta, como la que usaba el labriego, y a cambiar sus zapatos por unas sandalias. El campesino lo dejaba entrar libremente en su casa, pues no tenía ninguna hija soltera, y su mujer ya era vieja y fea. Guardaba su traje en casa del labriego, y a ella iba diariamente para convertirse en un labrador. Amaba la tierra más de lo que había pensado. Era dulce esperar, vigilando, a que brotaran las semillas; había en aquello, también, cierta poesía, algo que Yuan apenas podía expresar, aunque trató de hacerlo y compuso unos versos sobre ello. Amaba el trabajo del campo; y cuando el suyo había terminado, se iba a las tierras del labriego para trabajar en ellas. A veces, este le invitaba a comer algo al aire libre, ante la puerta de la casa, cuando los días se hicieron más calurosos, y allí la mujer preparaba la mesa. Yuan estaba cada día más robusto y moreno. Un día Ai-lan le dijo:
—Yuan, ¿cómo te estás poniendo tan negro? ¡Estás tostado como un campesino!
Yuan sonrió, contestando:
—Es que soy un campesino, Ai-lan, aunque no lo quieras creer.
Con frecuencia, cuando estaba estudiando en sus libros, o en una tarde de diversión, pensaba de pronto en su trocito de tierra, en alguna nueva semilla que plantar; se preocupaba si una legumbre crecería antes de llegar el verano ante el recuerdo de una mancha amarilla que había visto en el tallo de una planta.
Otras veces se decía: «Si todos los pobres fueran como este hombre, entonces me sentiría dispuesto a hacer mía la causa de Meng».
Bueno era que Yuan sintiese esta complacencia sólida y secreta por su pequeño cultivo. Era secreta, porque no se atrevía a decir a nadie que le gustaba trabajar en el campo, y hasta sentía un poco de vergüenza ante la idea de que lo supieran, pues era moda en los jóvenes de la ciudad reírse de los hombres del campo y llamarlos «pepinos» y otros apodos por el estilo. A Yuan le importaba lo que decían sus compañeros. Ni aun a Sheng le habló de esto, a pesar de que con Sheng podía hablar de muchas cosas, como de la belleza que ambos veían en un previsto color o matiz, dondequiera que fuese. Menos todavía le habló a Ai-lan del extraño, sólido y profundo placer que le daba aquel trozo de tierra. Hubiera hablado de esto, en caso de necesidad, a la que llamaba su madre, aunque no solían conversar sobre cosas íntimas; a las horas de comer, cuando ambos estaban solos en la casa, la señora le hablaba de asuntos que a él le agradaba escuchar.
La vida de la señora estaba llena de trabajos buenos y tranquilos. No se dedicaba por completo a ir a fiestas, a jugar, asistir a las carreras de caballos y perros, como muchas señoras de la ciudad. Estos no eran placeres para ella, aunque, si Ai-lan se lo pedía, iba con ella y lo veía todo con cierto elegante apartamiento, como si fuera un deber y no algo hecho para distraerse y de su gusto. Su verdadero placer estaba en el trabajo que hacía para las niñas recién nacidas, abandonadas por los pobres que no las querían conservar. Cuando encontraba a alguna, la llevaba a una casa donde la guardaba y cuidaba, dejándola a cargo de dos mujeres que eran como madres para las chiquillas. La señora iba diariamente, las instruía y cuidaba de hacer curar a las que estaban enfermas. Tenía cerca de veinte expósitas de estas. De este trabajo le hablaba algunas veces a Yuan; de cómo pensaba enseñar a estas niñas alguna honrada manera de vivir y casarlas con hombres decentes, como los había entre los campesinos, tejedores y artesanos, que buscaban casarse con muchachas buenas y trabajadoras.
Una vez fue Yuan con la señora a esta casa y quedó maravillado de ver el cambio que se producía en aquella tranquila y grave mujer. Era un lugar sencillo, más bien pobre, pues ella no tenía mucho dinero para invertir en aquello, ya que gastaba bastante en las diversiones de Ai-lan. Una vez que entró, las niñas la rodearon gritando, llamándola madre, tirándole de las mangas y el vestido y demostrando cuánto la querían, hasta que ella rio y miró tímidamente a Yuan, que se quedó perplejo, pues hasta entonces no la había visto reír.
—¿Ai-lan sabe esto? —preguntó Yuan.
Al oírle, la señora volvió a ponerse seria y dijo:
—Ella está demasiado ocupada con su propia vida.
La señora llevó a Yuan de un lado a otro de la casa; desde el patio a la cocina, todo estaba limpio, aunque todo era sencillo. La señora dijo:
—No quiero gastar demasiado dinero en ellas, puesto que serán esposas de trabajadores —y añadió—: Si entre ellas encontrara yo una, una sola, que fuera lo que yo soñé que fuese Ai-lan…, la llevaría conmigo a mi casa y me dedicaría de lleno a ella. Pienso que debe de estar aquí… No sé todavía.
Llamó, y acudió una niña desde un cuarto contiguo, una niña algo mayor que las otras, con cierta majestad en la mirada, aunque no tenía más de trece a catorce años. Se acercó confiadamente y puso su mano en la de la señora, mirándola con fijeza y diciendo:
—Aquí estoy, madre mía.
—Esta niña —dijo la señora con cierta vehemencia, bajando sus ojos hacia los de la chica, que la miraban-tiene algo interesante en su espíritu, pero aún no sé exactamente lo que es. La encontré yo misma, en la puerta de esta casa, recién nacida, y la traje en mis brazos. Es la mayor de todas y la primera que encontré. Es tan lista para leer, tan dispuesta para toda enseñanza, tan digna de confiar en ella, que, si continúa así, me la llevaré a casa dentro de un año o dos… Ahora, Mei-ling, puedes retirarte.
La niña sonrió a la señora con una ligera, luminosa sonrisa. Luego miró a Yuan. Y aunque era solamente una niña, Yuan no olvidó aquella profunda mirada, tan clara e interrogante era; una mirada directa, que se hubiera dicho no iba especialmente dirigida a él mismo. La niña se alejó.
A una señora como aquella, a la que Yuan llamaba madre, podía él haberle hablado de su campo, pero no había necesidad de mencionarlo. Yuan vio que las horas que pasaba trabajando la tierra le llenaban. Estas horas llegaron a la raíz de la vida de Yuan, pues no era él, como tantos otros, uno de esos desarraigados que flotaban en la superficie de la vida de aquella ciudad, sin tener una ocupación que los ligara a ella.
Una vez y otra, cuando sufría de inquietud o de duda, Yuan iba en busca de su tierra, y allí, sudando bajo el sol o empapado por la lluvia fría, trabajaba en silencio o charlaba de cosas corrientes con el labriego vecino. Aunque aquel trabajo y aquel diálogo parecían no tener, mientras se desarrollaban, la menor importancia en ningún aspecto, después, al volver de noche a su casa, Yuan se sentía liberado, limpio de toda impaciencia interior. Podía leer en sus libros y meditar sobre ellos felizmente, o ir con Ai-lan y los amigos de esta a gastar unas horas entre ruidos, luces y bailes, sin turbarse, porque llevaba en el fondo la quietud que había aprendido junto a la tierra.
Y bien necesitaba esta tranquilidad que la tierra le daba, esta quietud que penetró en su raíz. Porque en aquella primavera, su vida experimentó una conmoción que él nunca pensó que llegara.
En una, cosa estaba Yuan muy lejos de Sheng, muy lejos de Ai-lan y aun de Meng. Estos tres vivían en un ambiente más cómodo, fácil y caluroso que el que Yuan había vivido. Habían gastado su juventud en aquella gran ciudad, cuyos aires pululaban dentro de su sangré. Allí había muchísimos motivos de afición para los jóvenes, las escenas de amor y de belleza pintadas en las paredes, los lugares de esparcimiento donde se exhibían cintas con escenas de amor entre extraños hombres y mujeres de otros países, las salas de baile donde una mujer podía ser comprada por una noche por un poco de plata; estos eran los más crudos motivos de aquellos calores que conocía la juventud de sus primos.
Además, estaban los cuentos, las historias y los versos impresos, que podían ser comprados en cualquier tiendecilla. En años anteriores, todo esto era considerado malo, algo que encendía las antorchas de fuego en los hombres y las mujeres, y nadie se atrevía a leerlos abiertamente. Pero ahora, lo sutilmente pernicioso de las naciones extrañas había penetrado bajo los disfraces o motes de arte, genio u otros nombres seductores, y la juventud leía estos escritos cuando quería, los estudiaba y comentaba. Pero, a pesar de lo seductor y atractivo de los nombres, la antorcha estaba ardiendo y los antiguos fuegos encendidos.
Jóvenes y muchachas crecían en atrevimiento y audacia, y toda la antigua modestia se alejó. Las manos se tocaban y esto ya no se consideraba malo como antaño. Un joven podía pedir a una muchacha que se casara con él sin que el padre de esta persiguiera judicialmente al padre del muchacho, como antes sucedía o como aún se acostumbraba en ciertas ciudades del interior, a las que el mal extranjero no había llegado. Y cuando ambos se habían casado, y esto se sabía claramente, los dos podían seguir con la misma libertad que si fueran salvajes; y si alguna vez, como solía suceder, la sangre ardía más de la cuenta y la carne encontraba a la carne demasiado pronto, ninguno de ellos moría para salvar el honor, como hubiera sucedido en la juventud de sus padres. No. Solamente se apresuraba y adelantaban el día de la boda, de suerte que el niño naciera dentro del matrimonio, y la joven pareja se quedaba tan despreocupada como si ambos fueran honrados, en tanto que a los padres, si lamentaban todo esto, no les quedaba otro recurso que mirarse mutuamente, entristecidos, en la soledad de sus hogares, y soportarlo como pudieran, pues habían llegado otros tiempos. Pero muchos padres aceptaban los nuevos tiempos en provecho de sus hijos, y muchas madres los toleraban para no ceñir con escándalo las vidas de sus hijas. Lo cierto era que habían llegado nuevos tiempos y que nadie podía volverlos atrás.
En este ambiente habían vivido Sheng, su hermano Meng y también Ai-lan; eran parte de él, y no conocían otro. Pero Yuan, no. A él, el Tigre lo había educado en las viejas tradiciones, y, por su parte, le había enseñado a odiar a las mujeres. Cuando Yuan soñaba con algo, despertaba furioso y avergonzado, saltaba de la cama, se embebía en sus libros o salía a dar paseos por las calles para apartar el mal de su mente. Sabía que algún día tendría que casarse, como todos los demás muchachos, y tener decentemente sus hijos; pero esto no era cosa en la que pensara mucho cuando tenía tanto que aprender. Ahora ansiaba sólo aprender. Se lo había dicho claramente a su padre y todavía no había cambiado.
Pero en la primavera de aquel año, Yuan estaba atormentado por sus sueños nocturnos. Era extraño, pues durante el día jamás iban sus pensamientos hacia el amor o las mujeres. Empero, sus ideas, mientras dormía, estaban llenas de tal lascivia, que despertaba sudoroso, avergonzado de sí mismo, y sólo se sentía limpio cuando se iba a su pedazo de terreno y trabajaba en él desesperadamente. Y los días en que podía trabajar más tiempo su tierra era cuando mejor dormía y cuando menos soñaba. De suerte que cada vez volvió con más ardor a su trabajo campesino.
Aunque no lo sabía, estaba en el mismo estado de ardor que cualquiera de aquellos jóvenes que le rodeaban. Más aún que Sheng, que calmaba y difundía su corazón en cien lánguidos amoríos; más que Meng, que tenía su causa, para arder por ella. Yuan había pasado de los fríos patios de su niñez a aquella ciudad ardiente. Él, que nunca había tocado la mano de una doncella, aún no podía ceñir con su brazo el cuerpo grácil de una muchacha, tomar su mano tranquilamente y sentir junto a la mejilla su aliento, moviéndose al compás de una música, sin experimentar aquel dulce malestar que a la vez le atraía y le atemorizaba. Era siempre decente —hasta el punto de tener que resistir las burlas despiadadas de Ai-lan—, y apenas tocaba la mano que tenía en la suya ni estrechaba a la muchacha contra él, como muchos hombres se atrevían a hacer. Todo esto lo hacía sin reprobación, aunque Ai-lan le mortificaba con sus ocurrencias, pues los pensamientos de la muchacha seguían un camino que no debían haber seguido y que Yuan hubiera deseado que no siguieran.
Ai-lan le decía algunas veces, haciendo un mohín:
—Yuan, ¡eres tan antiguo! ¿Cómo puedes bailar tan apartado de la muchacha? Mira, esta es la manera de llevar a una mujer bailando.
Y allí, en el cuarto donde solían sentarse todos, las raras tardes en que ella estaba en casa con su madre, hacía funcionar la caja musical y apretaba su cuerpo contra el del muchacho, hasta hacerle seguir todas las líneas del suyo, moviendo sus piernas y pies juntos con los de Yuan. No dejaba de fastidiarlo delante de otras muchachas, y gritaba, si había alguna presente:
—Si quieres bailar con mi hermano Yuan, tendrás que obligarlo a que te enlace como se debe. ¡Lo que a él le gustaría más sería dejarte apoyada contra la pared y continuar él solo su baile!
O bien decía:
—Yuan, tú eres hermoso, todos lo sabemos, pero no tan hermoso como para atemorizar a las muchachas. No dudes de que hay muchas de nosotras que ya tienen sus amores elegidos.
Y con estas burlas ante sus amigas, Ai-lan las empujaba a mayor regocijo, de modo que las muchachas atrevidas se hacían más audaces y se apretaban desvergonzadamente contra Yuan; y aunque este hubiera podido detener aquellas osadías, lo evitaba pensando en la crueldad de la próxima burla que Ai-lan le gastaría, y aguantaba como podía. Aun las muchachas tímidas se atrevían a sonreírle, mientras bailaban con él, con más descaro que frente a hombres más desvergonzados; y añadían a las sonrisas miradas llenas de descoco y apretones de manos, contactos de muslos y otros artificios que las mujeres conocen por naturaleza.
Tan turbado llegó a estar Yuan a causa de sus sueños y de la libertad de las muchachas que había conocido por medio de Ai-lan, que no habría salido más con ella si la madre no le hubiera dicho:
—Yuan, me conforta saber que tú vas con Ai-lan. Aunque se encuentre con otro hombre en el lugar a donde vaya, estoy más tranquila si sé que tú también estás allí.
Ai-lan se alegraba de que la acompañara, pues le gustaba lucirlo junto a ella, ya que era un buen mozo, alto, de agradable presencia. Para alguna de sus amigas era un favor que le llevara Ai-lan en su compañía. Así estaban los fuegos dispuestos en Yuan, contra su propia voluntad, pero hasta entonces no habían encendido la antorcha. Empero, la antorcha existía, y, sin que él pudiera preverlo, sucedió lo siguiente:
Un día, Yuan se retrasó en la clase, trabajando en un poema extranjero que el profesor había hecho colgar en la pared para que hicieran un comentario; allí se quedó cuando todos los demás se hubieron ido. Era la clase donde estaban juntos él, Sheng y también la pálida muchacha revolucionaria. Yuan terminó su escrito, cerró el libro, se colocó la pluma en el bolsillo y se disponía a levantarse cuando oyó su nombre y que alguien le decía:
—Señor Wang, ya que está aquí, ¿quiere explicarme el significado de esas líneas? Es usted más inteligente que yo. Le agradeceré que me lo explique.
Yuan oyó esto, dicho con una voz agradable, una voz de mujer, pero sin ese temblor de afectación que tenía la voz de Ai-lan y las de sus amigas. Era una voz algo profunda para ser de una mujer, una voz plena y penetrante, en la que cada palabra parecía adquirir un significado sobre el que ya tenía. Yuan levantó los ojos con sorpresa y vio junto a él a la muchacha, la revolucionaria, con su cara más pálida que nunca; pero ahora que la tenía cerca, vio sus alargados ojos oscuros, que no eran tan fríos como pensaba, sino llenos de intenso calor y sensibilidad, de tal modo que contrastaban con la frialdad de su rostro y ardían en su palidez. Miraba a Yuan decididamente. Con calma, sentóse junto a él y esperó su respuesta, tan fríamente como si hablara con un alumno un día cualquiera. Yuan contestó tartamudeando:
—¡Ah! Sí, claro…, aunque no estoy muy seguro. Me parece que significa que… Una poesía extranjera es siempre difícil… Es una oda…, una especie de…
Y siguió tartamudeando otras frases, consciente todo el tiempo de la mirada decidida y honda de la muchacha. Esta se levantó, le dio las gracias y dijo algo más, con tal tono de gratitud, que Yuan pensó que bien valía la pena servirla. Salieron juntos de la clase y pasaron por los grandes vestíbulos silenciosos, pues ya era tarde y todos los estudiantes se habían ido; llegaron a la puerta, y la muchacha parecía satisfecha de ir callada, hasta que Yuan dijo un par de frases por pura cortesía.
—¿Cuál es tu honrado nombre? —le preguntó con el viejo y cortés procedimiento que había aprendido.
Pero ella contestó brevemente, sin devolver la cortesía, aunque su voz le daba un sentido a todo lo que decía.
Al pasar el portal, Yuan se inclinó profundamente. La muchacha hizo un ligero saludo y se alejó. Viéndola ir, Yuan se fijó en que era un poco más alta que la generalidad de las mujeres. La vio avanzar segura y ágil entre la gente, hasta que la perdió de vista. Entonces, pensativo, subió a un rickshaw que lo condujo a su casa. Iba por el camino pensando quién sería en realidad aquella muchacha, y cómo sus ojos y su voz decían cosas muy diferentes a las que expresaban su cara y sus palabras.
Así principió una amistad. Yuan nunca había tenido amistad con una muchacha; en verdad, tampoco tenía muchos amigos, pues no formaba parte, como suele suceder, de algún grupo. Sus primos tenían amigos; Sheng, entre muchachos de su edad, parecidos a él en gustos, que se imaginaban ser los poetas, los escritores y los pintores de la nueva generación y que seguían con admiración a ciertos jefes, como a un tal Wu, al que Yuan espiaba de reojo cuando lo veía bailar con Ai-lan. Meng tenía su grupo secreto de revolucionarios. Pero Yuan no pertenecía a ningún grupo, y aunque hablaba de vez en cuando con algunos muchachos y conocía a aquella doncella y a las amigas de Ai-lan, no tenía ninguna amistad verdaderamente profunda. Antes de que se diera cuenta de ello, aquella muchacha fue su amiga.
Sucedió de esta manera: al principio fue ella la que encaminó la amistad, acercándose como lo podría haber hecho cualquier muchacha de más astucia, pidiendo que le explicara o aconsejase en un asunto cualquiera. Yuan cayó en la trampa, como hubiera caído otro hombre, pues le agradó ver que una muchacha solicitaba su consejo. La ayudó, por tanto, a escribir algún ensayo, y lo cierto fue que, al cabo de poco tiempo, se encontraban diariamente, aunque sin que él se diera cuenta de nada especial, pues si alguien le hubiese preguntado qué sentía por aquella muchacha, él habría respondido que amistad y nada más. Era, ciertamente, una mujer que distaba mucho de lo que Yuan pudiese haber imaginado como algo perfecto, pues nunca se había detenido a pensar en algún tipo particular de muchacha, y si por casualidad había meditado alguna vez sobre esto, se le presentaba la imagen anodina de alguna linda joven del tipo de Ai-lan, con manos bonitas, miradas agradables y modales estudiados, cualidades que encontraba en todas las amigas de aquella. Pero no había sentido amor por ninguna. Solamente se había dicho a sí mismo que si algún día se enamorase, la muchacha habría de ser preciosa, con la belleza de una flor de ciruelo, de una rosa o de alguna otra cosa delicada e inútil. Hasta había escrito algunos versos en honor de estas doncellas, un par de líneas que nunca terminaba porque el sentimiento era tan frágil, tan inconsistente, que no había ninguna mujer que mereciera escribir para ella algo que la distinguiera de las otras. Su amor era algo tan difuso como la luz vaga que precede a la salida del sol.
Ciertamente, nunca pensó en amar a una muchacha como aquella, seria, formal, siempre vestida con oscuros trajes, azules o grises, calzada con zapatos de cuero y constantemente dedicada a sus libros y a su casa. Todavía no la amaba.
Pero ella sí lo amaba. En qué momento se dio cuenta de esto, Yuan no lo sabía, pero lo cierto fue que se dio cuenta. Un día se encontraron para pasear, en las afueras, por una calle tranquila que estaba al borde de un canal. Era por la tarde, a la hora del crepúsculo. Se disponían a regresar, cuando de pronto Yuan sintió que la mirada de la muchacha se fijaba en él; una mirada distinta, honda, adherida y ardiente. Entonces, su voz, su preciosa voz, que nunca parecía formar parte de ella, dijo:
—Yuan, hay algo que quisiera ver más que nada en el mundo.
Y cuando él le preguntó lo que era, con el corazón latiéndole fuertemente ante aquellas palabras, aunque no la amaba, la muchacha dijo:
—Quisiera ver que formabas parte de los que siguen nuestra causa. Yuan, tú eres mi hermano. Quiero llamarte también mi camarada. Te necesitamos; necesitamos tu limpieza de pensamiento, tu resolución. Tú eres dos veces lo que Meng podría llegar a ser algún día.
Súbitamente, Yuan creyó darse cuenta de por qué se había acercado a él y se había hecho su amiga. Pensó, fastidiado, que Meng y ella habían trazado el plan, y se sintió desazonado y molesto.
Pero la voz de la muchacha surgió de nuevo, muy suave y honda en el crepúsculo, diciendo:
—Yuan, hay otro motivo.
Yuan no se atrevió a preguntar cuál era. Pero algo le turbó, sintió que todo su cuerpo temblaba y, volviéndose a ella, le dijo, casi en un susurro:
—Debo volver a casa. Se lo prometí a Ai-lan.
Y sin otra palabra más, ambos volvieron hacia sus casas. Pero cuando se separaron, hicieron algo que nunca habían hecho, casi sin pensarlo y sin haberlo decidido de antemano. Se cogieron las manos, y en este contacto Yuan sintió que ya no eran amigos, aunque no sabía exactamente lo que eran a partir de aquel momento.
Toda la tarde, mientras estuvo con Ai-lan, mientras hablaba con una muchacha o bailaba con otra, las miró como nunca las había mirado, y pensaba en cómo las muchachas podían ser tan contradictorias. Cuando volvió a casa y se acostó, se quedó un rato pensando en esto; era la primera vez que pensaba en una muchacha tanto tiempo. Se pasó el rato pensando en «aquella» muchacha, en sus ojos y en cómo había creído una vez que debían de ser tan fríos como el ónice, a juzgar por la palidez de su cara. Mas ahora los había visto brillar con su fuego propio de ardiente belleza mientras ella le hablaba. Recordó cuán dulce era su voz y la riqueza de aquel tono, que parecía hundido en su aparente quietud y frialdad. Y aquella era su verdadera voz. Pensó si habría tenido valor para preguntarle cuál era aquel otro motivo de que ella le hablaba. Le habría gustado oír su voz diciendo la razón que él adivinaba.
Pero aún no estaba enamorado de ella. Sabía perfectamente que no la amaba.
Por último, acudió a su memoria el contacto de su mano con la de la muchacha, el corazón de su mano apretado contra el corazón de la mano de ella. Así habían permanecido un instante, en la oscuridad de la calle apagada, tan ausentes, que un rickshaw estuvo a punto de atropellarlos, y no se dieron cuenta hasta que el conductor les gritó, y ni aun esto les importó nada. Estaba demasiado oscuro para que él hubiera visto sus ojos, y ni ella ni él dijeron nada. Quedaba solamente aquel contacto en su memoria. Y cuando pensó en esto, la antorcha estaba ya encendida. Algo llameaba en su interior, y esto le desorientaba, pues aún estaba seguro de que no la quería.
Si hubiera sido Sheng el que tocara la mano de la muchacha, habría sonreído y olvidado luego, pues había tocado demasiadas manos de mujeres. O bien habría vuelto a tocar aquella mano una y otra vez, y después escrito uno de sus cuentos, o unos versos para olvidarla más fácilmente. Meng no habría pensado mucho tiempo en ella, pues entre sus compañeros de causa había numerosas muchachas que tenían como gala ser libres, resueltas y llamar camaradas a los jóvenes.
Meng había oído hablar mucho, y aun él mismo había hablado con frecuencia, de que mujeres y hombres son igualmente libres y que podían amarse cuando quisieran. Empero, a pesar de esta libertad, no eran realmente libres todas aquellas muchachas y muchachos compañeros de Meng, pues ardían en ansias de otra cosa, distinta al placer. Meng era el más puro de todos, pues había crecido con tal odio a la lujuria, de ver las inclinaciones de su padre y las miradas vagas de su hermano mayor, que condenaba el tiempo gastado con las mujeres, tiempo que, según él, debía aprovecharse en motivos más elevados y útiles para la causa. Meng no había tocado aún a ninguna mujer. Podía hablar como cualquier otro hombre del amor libre y de la igualdad de derechos del hombre y de la mujer, pero no lo practicaba.
Yuan no ardía por ninguna causa que pudiera limpiarle de sus deseos. Tampoco tenía la escapatoria de ser un imaginativo e inconsistente como Sheng; de modo que no podía olvidar aquel toque de la mano de la muchacha. Recordaba que aquella mano era cálida y un poco húmeda en la palma. No había pensado que pudiera tener tal calor. Pensando en la palidez de su cara, en la palidez de sus labios, que apenas se movían cuando ella hablaba, Yuan hubiera dicho que las manos de la muchacha iban a ser frías, secas, con dedos escurridizos. Mas no era así. Era una mano cálida y viva. Mano, ojos y voz decían del corazón ardiente de la mujer. Y cuando Yuan empezó a pensar en cómo sería su corazón, el corazón de aquella muchacha tan decidida y tímida, de una timidez que él mismo podía conocer a través de su propia cortedad, se sentó en el lecho y hubiera deseado tocar de nuevo aquella mano.
En fin, cuando se quedó dormido, para despertar en la fría mañana primaveral, se dio cuenta de que no la amaba. Al llegar la mañana volvió a pensar en el calor de la mano, pero, a pesar de todo, se percataba de que no la quería. Aquel día, en el colegio, avergonzado, evitó mirarla. No se retrasó al salir, sino que a toda prisa se encaminó a su pequeño lote de tierra, y allí trabajó febrilmente, pensando: «Esta sensación de la tierra en mis manos es mejor que el contacto de cualquier mano de mujer». Recordó cuánto había pensado en la cama la noche anterior, y se sintió avergonzado y feliz de que su padre no supiera esto.
Poco tardó en llegar el labrador, alabando la forma en que Yuan cultivaba su plantación. Dijo:
—¿Te acuerdas del primer día que trabajaste con la azada? Si lo hubieras hecho hoy, habrías destrozado todos los pepinos que están creciendo —sonrió, añadiendo para confortar a Yuan—: Ya se puede decir que eres un campesino. Se ve en los músculos de tus brazos y en la anchura de tus espaldas. Esos otros estudiantes… En mi vida he visto un lote semejante de alfeñiques, con sus lentes y sus brazos blanduchos, con sus dientes de oro y esas piernas de palillos metidas en pantalones extranjeros… Si yo tuviera un cuerpo como el de ellos, me cuidaría mucho de ocultarlo, vistiéndome con ropajes que lo disimularan al menos… Ven a fumar y a descansar un rato junto a mi puerta —terminó el campesino, después de reír otra vez.
Yuan aceptó. Pasó un rato escuchando, sonriente, la voz constantemente elevada del labrador, que se dedicó a burlarse de los hombres de la ciudad. Odiaba especialmente a los jóvenes y a los revolucionarios. Cada vez que Yuan decía algo en defensa de ellos, el campesino le interrumpía, gritando:
—¿Y qué bien pueden hacerme a mí, entonces? Yo tengo mi buen pedazo de tierra, mi casa y mi vaca. No quiero más tierra de la que tengo, y me da lo suficiente para comer. Si los gobernantes no me pusiesen tantos impuestos, estaría más contento, pero los hombres como yo son siempre víctimas de los impuestos. ¿Qué vienen a hablarme de hacerme algún bien a mí o a los míos? ¿Quién ha oído nunca hablar de que algún bien pueda venir de los extraños? ¿Quién puede hacer algo por un hombre que no sea de su misma sangre? No, yo sé muy bien que hay algo que ellos quieren para ellos mismos… Mi vaca, tal vez, o a lo mejor mi tierra. Sí, eso será lo que quieren esos que hablan de hacer un bien.
Y siguió maldiciendo, execrando a las madres que educaban a sus hijos de aquel modo, para que se divirtieran a costa de los otros. Alabó a Yuan por el buen trabajo que hacía en su tierra. Ambos rieron y quedaron muy amigos.
Llevando consigo la robustez y la limpieza de la tierra, Yuan volvió a su casa para acostarse, pues no quiso asistir aquella noche a ninguna distracción. No quería nada con ninguna muchacha, ni deseaba tocar a ninguna, sino hacer su trabajo, estudiar en sus libros. Y aquella noche durmió tranquilamente. De esta suerte, la tierra le liberó por algún tiempo.
Pero las llamas estaban prendidas en él, a pesar de todo. Al cabo de unos cuantos días volvió a lo de antes. Se sintió intranquilo, y miró disimuladamente para ver si la muchacha estaba en clase; y estaba. Y entre las cabezas de los otros, sus miradas se encontraron; a pesar de que él la apartó pronto, los ojos de la mujer le dijeron algo. No pudo olvidarla. Pasó un par de días, y al salir de clase, junto a la puerta, Yuan le dijo, sin habérselo propuesto de antemano:
—¿Vamos a salir juntos?
Y ella hizo un ademán afirmativo, con los ojos bajos.
Este día ella no le tocó la mano. A Yuan le pareció que caminaba más separada de él que las otras veces y que estaba más silenciosa; las palabras salieron con mayor dificultad que antes. Yuan sintió una contradicción que le dejó sorprendido: por una parte, le pareció que se alegraba de que ella no le tocara la mano y de que anduviera apartada de él; por otra parte, cuando llevaban un rato paseando, se le antojó que le gustaría tenerla más cerca. No se atrevía a alargar su mano en busca de la de ella, pero miraba a hurtadillas la mano de la muchacha para ver si estaba cerca de la de él. No se decidió a tomarle la mano y volvió a su casa defraudado en cierto modo, molesto por sentir esta desazón, avergonzado. Decidió no volver a hablar a ninguna muchacha, y se dijo que él era un hombre que tenía que dedicarse a su trabajo. Aquel día dejó sorprendido a cierto viejo profesor con un amargo ensayo que escribió acerca de que el hombre debía vivir solo, dedicarse a estudiar, trabajar y apartarse de las mujeres. Por la noche se repitió cien veces que estaba contentísimo de no sentir amor por aquella muchacha. Por tres días sucesivos tornó, lleno de tenacidad, a su pedazo de tierra, y se propuso olvidar todo deseo de contacto.
Pero, al cabo de aquellos tres días, recibió una carta escrita con menuda letra cuadrada, que no conocía. Yuan no recibía muchas cartas; solamente, de vez en cuando, de algún camarada de la escuela de guerra, que fue su amigo y que todavía le recordaba. Esta letra no era la de su amigo. Abrió la carta y dentro halló una hoja escrita por la muchacha que él no amaba. Una sola página, muy corta, en la que estaban escritas, claramente, estas palabras:
¿He hecho yo algo para que estés enojado conmigo? Soy una revolucionaria, una mujer moderna. No necesito ocultarme ni disimular, como otras mujeres. Te amo. ¿Puedes amarme tú? No te pregunto ni me intereso por el matrimonio. El matrimonio es una vieja trampa. Pero si necesitas mi amor, lo tendrás cuando quieras.
Y después, con letra muy pequeña, y junta, había escrito su nombre.
Así le ofrecían amor, por vez primera, a Yuan. Ahora pasó el tiempo sentado en su habitación, con la carta en la mano y pensado en todo lo que pudiera significar «amor». Había una muchacha dispuesta a entregársele en el momento en que él quisiera. Muchas veces la sangre le gritó que debía tomarla. Empezó a perder su infantil juventud en aquellas escasas horas, y la virilidad comenzó a brotar en él con fuertes palpitaciones del corazón y apresuramiento de su sangre. Ya no era un mozalbete.
Durante varios días continuó así, pero no contestó a la carta de la muchacha, y en la escuela evitó que su mirada se cruzase con la de ella. Dos veces, por la noche, se sentó en la cama a escribir, y por dos veces la pluma empezó esta frase: «Yo no te amo». Pero no se decidía a escribir estas palabras, porque una curiosidad física le empujaba a conocer lo que deseaba. En esta oscura confusión íntima, dejó de contestar a la muchacha y esperó que pasaran los días. Pero tenía insomnio y andaba de mal humor e impaciente, tanto que la señora, su madre, le miraba pensativa, y Yuan sentía que le preguntaba con los ojos. Mas no dijo nada. ¿Cómo iba a decirle que estaba fastidiado y de mal talante porque no podía aceptar adueñarse de una muchacha a la que no amaba, y que precisamente no la podía amar porque deseaba lo que ella le había ofrecido?… Dejó que la lucha persistiera en él, y anduvo por un tiempo tan mohíno y malhumorado como su padre cuando iba a comenzar alguna de sus guerras.
* * * *
En este punto de la vida de Yuan, cuando estaba un poco abstraído en una porción de cosas, pero no dedicado de lleno a ninguna, súbitamente el viejo Tigre proyectó luz sobre él, sin saber siquiera lo que hacía. Durante aquellos meses, desde que la señora le escribió al Tigre, este no había respondido. El Tigre se mantenía solitario, sentado en apartados salones, silencioso y descontento de su hijo, y de su boca no salía una sola palabra. La señora escribió una vez más, y otra, sin decir a Yuan que lo hacía, y si este le preguntaba alguna vez que por qué no llegaba respuesta de su padre, la señora contestaba, apaciguándole:
—Deja. Mientras no conteste, es señal de que no hay malas noticias.
Yuan terminó por habituarse a esta falta de contestación, y cada día que pasó, su pensamiento se sumergió más en los azares de su vida actual, concluyendo por olvidar casi por completo el temor a su padre y que una vez se había zafado de su poder, alejándose de su lado; tan embebido estaba en su vida de la ciudad.
Pero un día, cuando declinaba la primavera, el Tigre volvió a mostrar su poder sobre su hijo. Salió de su silencio y escribió una carta, no a la señora, sino al propio Yuan. Para escribir esta carta no recurrió a un pendolista, como solía hacer; no, la escribió con su propia mano, con el pincel que durante tanto tiempo no había usado. Unas pocas palabras, cuyas letras, aunque toscas y rudamente hechas, decían muy claro lo que querían decir. Y decían:
No he cambiado de idea. Vuelve a casa y cásate. El día de la boda será el trigésimo de esta luna.
Yuan halló esta carta esperándole en su cuarto, una noche que volvía de divertirse. Se sentía lánguido y despabilado, de tal suerte que, entre la música y todo lo demás, había decidido tomar el amor que la muchacha le había ofrecido. Tornaba lleno de excitación, y había determinado que, al día siguiente, o al cabo de un par de días lo más, iría con la muchacha a donde ella quisiera, y haría lo que ella quisiese…, o al menos jugaba con la idea de que había decidido tal cosa. Entonces su mirada se dirigió a la mesa, y allí estaba la carta, en la que conoció muy bien el sobre y de quién era la letra. La tomó, desgarrando el anticuado papel, sacó la hoja del interior, y leyó las palabras del Tigre, tan claras como si él mismo las hubiese gritado. Sí, las palabras cayeron en Yuan como un grito. Cuando las leyó, el cuarto le pareció lleno de un súbito silencio, como si hubiera cesado en aquel instante el tronar de un rugido. Dobló de nuevo el papel, lo metió en el sobre y se sentó, jadeando silenciosamente.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Cómo contestar a esta orden que su padre le daba? ¿El día treinta de aquella luna? Más de veinte días habían pasado ya. El miedo infantil de antaño renació en él. La. desesperanza brotó en su corazón. Al fin y al cabo, ¿cómo podría él oponerse a su padre y desobedecerle sus órdenes? Siempre, de alguna manera, su padre ganaba la última partida, por miedo o por amor, o por una fuerza parecida, pero lo cierto era que el joven nunca podía escapar del dominio del viejo. Débilmente, Yuan pensó que lo mejor sería volver a su padre y someterse a lo que le ordenaba. Podía regresar, casarse, quedarse allí un par de noches, cumplir con su deber y partir de nuevo para no volver más a su casa. Entonces no habría ley que le impidiera hacer lo que le diese la gana, y pensaba que con ello no se intranquilizaría su conciencia. Podría casarse con quien él quisiera después de haber complacido de este modo a su padre. Pensando y pensando, se acostó para dormir, pero no logró conciliar el sueño. Todo el acaloramiento que le invitaba al placer unos momentos antes, había volado lejos de él. Cuando pensó que su cuerpo estaba a merced de su padre, de la mujer escogida por este, que ya estaba esperándole, quedóse tan frío como si le fuera a ceder al Tigre una bestia cualquiera para que la alimentara y la cuidase.
En esta situación de débil inquietud se levantó muy temprano, sin haber pegado los ojos. Fue en busca de la señora, llamó a su puerta, y cuando ella se levantó para abrirle, le entregó la carta, silencioso, esperando hasta que la hubo leído. La cara de la señora cambiaba mientras leía. Dijo solamente:
—Tú estás rendido, Yuan. Ve a desayunarte y come cuanto puedas, hijo, que eso te reconfortará, aunque bien me doy cuenta de que no tendrás ganas de probar bocado. Pero come. Yo voy allá en seguida.
Yuan obedeció. Cuando la criada le sirvió el plato de arroz caliente, los condimentos y el pan al uso extranjero que a la señora le gustaba, se esforzó en comer. Pronto el calor del alimento comenzó a animarle y se sintió reconfortado, menos desesperado que durante la noche, hasta el punto que, cuando llegó la señora, Yuan le dijo:
—Casi estoy decidido a escribir a mi padre y decirle que no iré.
La señora se sentó, tomó un pedazo de pan, que se comió lentamente, pensando mientras masticaba, y luego dijo:
—Si tú decides eso por ti mismo, Yuan, estaré contigo. No quiero influirte ni forzar tu decisión, porque se trata de tu propia vida, y él es tu padre. Pero si sientes que tu antiguo deber para con él es más fuerte que tu deber para contigo mismo, entonces vuelve a tu casa. No te culparé por eso. Si prefieres no volver, quédate, y yo te ayudaré como pueda en cada paso que des. No tengo miedo.
Al oír esto, Yuan sintió que el valor se reanimaba en él. Un valor que ascendía, confortante, capaz de atreverle a rechazar lo que su padre le ordenaba; pero aún necesitaba de la temeridad de Ai-lan para decidirse. Cuando volvió a la casa, al mediodía, estaba Ai-lan, jugando en el salón con un perrillo que le había regalado el individuo llamado Wu; un perrillo peludo y pequeñín, de hocico muy negro, al que la muchacha quería mucho. Cuando entró, Ai-lan le dijo:
—Yuan, mi madre me ha contado algo esta mañana, y me ha dicho que hable contigo, puesto que yo también soy joven, y lo que puedo decirte será solamente lo que cualquier muchacha opinaría en nuestros días. Yuan, ¿cómo es posible que vayas a hacer caso de ese viejo? ¿Qué importa que sea tu padre? ¿Cómo podemos evitar eso? No, Yuan, no. ¡Ni yo ni ninguno de mis amigos o amigas seríamos capaces de una locura semejante! ¡Casarnos con una persona que nunca hemos visto! Dile que no. ¿Qué puede hacer él en contra tuya? No puede llegar aquí con sus ejércitos para llevarte. En esta ciudad estás a salvo. Tú no eres ya niño. Tu vida te pertenece, y algún día querrás casarte a tu gusto y con quien te parezca bien. Tú no sirves para tener una mujer ignorante que no sepa ni escribir su nombre…, ¡y que a lo mejor tiene también los pies empequeñecidos por los vendajes! No olvides que en estos días, nosotras, las jóvenes, no admitimos ser concubinas. No, no lo aceptamos. Si te casas con una mujer como la que tu padre te ha escogido, casado estarás, y se acabó. Y ella será tu mujer. Yo no aceptaría compartir con otra mujer un solo hombre, ser la «segunda». Si yo escojo a un hombre que ya esté casado, ese hombre deberá dejar a su mujer, no vivir más con ella y ser yo la única. Así lo tengo decidido, Yuan. Nosotras, las muchachas, tenemos formada una especie de cofradía, de unión, y hemos decidido que es mejor no casarse que ser concubinas. Mejor es que decidas no obedecer a tu padre desde este momento, porque después no será tan fácil.
Estas palabras de Ai-lan produjeron en Yuan un efecto que él mismo no había sabido alcanzar. Oyéndolas, creció su voluntad, y pensando en que había muchas como ella en la ciudad, se dijo, impresionado por aquella decidida, brillante belleza: «Es verdad que yo no pertenezco a los tiempos de mi padre. Es verdad que él no tiene ahora derechos sobre mí… Es verdad. Es verdad…».
Bajo esta impresión, corrió a su cuarto y escribió apresuradamente, aprovechando el valor que sentía:
No volveré a casa para eso que pretendes, padre. Tengo derecho a vivir con mi tiempo. Son tiempos nuevos.
Yuan se detuvo, pensando que estas palabras eran tal vez demasiado violentas y que no estaría mal disminuir su claro sentido con otras más suaves, de suerte que agregó:
Por añadidura, estamos al final del curso y es mal momento para mí, pues si me alejo ahora de aquí, perderé mis exámenes y con ello el trabajo que he realizado durante muchas lunas. Dispénsame, padre mío, pues estoy seguro de que no quiero casarme.
Hecho esto, puso al principio y al fin de la carta las consabidas frases de cortesía, y aun con este añadido y las otras palabras más suaves que escribió, en ella estaba expresado claramente su pensamiento. No quiso encargar de la carta a ningún criado. Él mismo le puso el sello y salió a echarla en el buzón del correo.
Cuando la hubo echado, se sintió más fuerte y cómodo. No quería recordar lo que había escrito, y, de regreso a su casa, iba contento, entre todos aquellos hombres y mujeres modernos que vagaban por las calles, sintiéndose a su lado más feliz y seguro. Era indudable que, en aquellos tiempos, lo que su padre le pedía era algo absurdo. Si se lo dijera a la gente que andaba por la calle, todos habrían reído ante aquellos viejos procedimientos y le hubieran llamado loco por atemorizarse frente a ellos. Mezclado con la muchedumbre, Yuan se sentía a salvo. Aquel era su mundo, el nuevo mundo, el mundo de los hombres y las mujeres libres para vivir según sus propias voluntades. Experimentó una oscuridad en sí mismo, y decidió que era mejor no volver a casa para estudiar. Deseaba divertirse. Allí, junto a él estaba el resplandor de un salón cinematográfico, con grandes carteles que decían en diversos lenguajes y signos: «Hoy, la película más grande del año: El camino del amor». Yuan se puso en la fila de los que entraban en el luminoso local.
* * * *
Pero el Tigre no era tan fácil de convencer. En menos de siete días escribió una nueva carta, respondiendo a la de Yuan. Mejor dicho, escribió tres cartas: una para Yuan, otra para la señora y la tercera para su hermano mayor. Todas decían lo mismo de distinta manera, aunque no las había escrito él, de suerte que el lenguaje era más suave. Mas esta suavidad externa parecía dar a las palabras mayor feracidad y determinación. Decía en sus cartas que su hijo Yuan debía casarse él día treinta de aquella misma luna, porque el mago había dicho que ese era el día afortunado para casarlo. Ya que su joven hijo no podía volver para ese día, puesto que los exámenes habían sido fijados para tal fecha, los padres habían decidido que se casara por poder, así, que un primo le sustituiría, habiéndose determinado que este reemplazante fuera el hijo de Wang el Mercader, quien representaría a Yuan. Pero que este quedaría casado aquel mismo día, tan casado como si asistiera él mismo a la ceremonia. Esto leyó Yuan en la carta. El Tigre se salía con la suya. Nunca —pensó Yuan— había procedido tan cruelmente. Sólo se explicaba esto si lo hacía dominado por la rabia. Yuan, al sentir los efectos de esta ira, volvió a tener miedo de su padre.