Fue una suerte para Yuan haber leído a su padre algunas de las cartas que la culta mujer del Tigre (madre de la hermana que Yuan había recordado en aquellos días) le enviaba desde la ciudad de la costa, donde se había ido a vivir. El Tigre, cuanto más viejo se hacía, más indolente se tornaba para leer, cualquiera cosa que fuese; de modo que, aun habiendo leído muy bien cuando era joven, la edad le había hecho olvidar algunas letras y no podía leer con facilidad. Dos veces al año llegaban las cartas de esa mujer para su señor: escribía con gran elegancia, y sus cartas no eran fáciles de leer. Yuan las leía a su padre y se las explicaba. Ahora recordaba el nombre de la calle donde ella vivía y en qué parte de la gran ciudad. Así, cuando, al cabo de un día y una noche, Yuan se bajó del tren, después de haber pasado sobre un río, bordeado unos lagos y atravesado montañas y llanuras, en las que apuntaba el trigo primaveral, supo dónde tenía que ir. No era muy cerca, y tomó un rickshaw, para que lo llevara hasta allí, a través de las iluminadas calles de la ciudad, solo hacia su ventura, sintiéndose absolutamente libre donde nadie le conocía.
Nunca había estado en una ciudad como aquella. Las casas se elevaban tanto a ambos lados de la calle, que ni aun con todas aquellas luces podía ver su altura, que terminaba en la oscuridad del cielo. Pero, a los pies de aquellas altas construcciones, la gente iba y venía en una claridad casi diurna. Allí vio gente de todo el mundo, de toda raza y color; hombres negros de la India, con sus mujeres envueltas en velos de pura gasa, adornados de oropel, y con vestidos del mismo modo, todos con narices largas; mirándolos, Yuan pensaba en lo extraño que era que aquellas mujeres distinguieran a sus maridos entre los demás hombres, tanto se parecían unos a otros, excepto que algunos tenían grandes panzas, o carecían de pelos en la cabeza, o tenían alguna otra falta de belleza por el estilo.
La mayoría de la gente era de su misma raza, y Yuan veía toda clase de paisanos suyos en aquellas calles. Allí estaban los ricos, que iban en grandes máquinas hasta las puertas de alguna casa de diversión, conduciendo entre un gran ruido de bocinas; y el hombre que llevaba el rickshaw de Yuan tenía que detenerse y dejarlos pasar, como antaño se hacía con los reyes. Pero donde estaban los ricos también había pobres, mendigos y lisiados que hacían grandes aspavientos mostrando sus males para lograr un poco de dinero. Mas no ganaban gran cosa, pues sólo algunas monedillas caían en sus manos, ya que los ricos solían pasar sin mirarlos, con la cara muy alta y sin ocuparse de su existencia.
En medio de toda su ambición de cosas agradables, Yuan sintió pasar por él un ramalazo de odio contra aquellos ricos altaneros, y pensó que debían dar algo a los pobres mendigos.
Pasando entre aquella inquieta muchedumbre, oscuro en su humilde vehículo, el conductor se detuvo ante una puerta abierta en un largo muro, semejante a otras muchas puertas cercanas. Aquel era el lugar indicado por Yuan. Bajó del carruaje, sacó las monedas que había prometido entregar al hombre y se las dio. Y aunque Yuan había visto con indignación cómo pasaban los hombres y mujeres ricos sin oír las peticiones de los mendigos y apartando violentamente las manos que hacia ellos se tendían, ahora, cuando el hombre del cochecillo le pidió humildemente, temblando y sudoroso por su carrera: «Señor, poned un poco más, según la bondad de vuestro corazón» (porque había notado que los vestidos de Yuan eran de buena seda, y todo su aspecto de hombre bien criado), Yuan no sintió lo mismo que antes; no se sintió lo bastante rico y recordó haber oído que aquellos hombres de los rickshaw nunca estaban contentos. Le gritó duramente:
—¿No habíamos convenido el precio?
Y el hombre contestó, suspirando:
—Señor, sí, el precio está tratado; pero yo he pensado en vuestro corazón…
Mas Yuan había olvidado al hombre, y, vuelto hacia la puerta, llamó a la campanilla. El hombre, viéndose olvidado, suspiró otra vez, secó su cara con un trapo sucio que llevaba al cuello y se alejó calle abajo, tiritando entre la fresca brisa nocturna que convertía en hielo el sudor que le cubría todo el cuerpo.
Cuando el criado abrió la puerta, miró a Yuan como a un extraño, y por un momento no quiso dejarle pasar, pues en aquella ciudad había numerosos desconocidos vestidos correctamente, que llamaban a las puertas, se decían amigos o parientes de los que habitaban en la casa, y cuando estaban dentro, sacaban pistolas extranjeras, robaban, mataban y hacían lo que querían; y a veces sus compañeros iban a ayudarlos y se llevaban un niño o un hombre para pedir un buen rescate por él. De modo que el sirviente cerró la puerta con rapidez, y aunque Yuan le gritó su nombre, tuvo que esperar un rato. La puerta se abrió de nuevo, y esta vez salió una mujer de rostro tranquilo, alta y canosa, con un vestido de raso de color ciruela. Yuan y la mujer se miraron, y él pudo observar que su rostro era dulce, un rostro pálido, no muy arrugado, pero tampoco hermoso, pues la nariz era demasiado larga y la boca grande. Pero sus ojos eran amables, y Yuan se animó, sonriéndole con cierto azoramiento y diciendo:
—Tengo que pediros perdón por venir de esta manera, señora; pero soy Wang Yuan, hijo del Tigre, y he dejado a mi padre. No os pido nada más que, ya que estoy solo aquí me dejéis pasar a veros y a ver a mi hermana.
La señora le había estado mirando de cerca, mientras él hablaba, y le dijo suavemente:
—No pude creer al hombre cuando me dijo que eras tú. Hace tanto tiempo que no te veo, que no te conocería si no te parecieses tanto a tu padre. Nadie negaría que eres el hijo del Tigre y piensa que estás en tu casa.
Y aunque el criado miraba todavía lleno de sospechas, la señora insistió para que Yuan entrara; se mostraba tan plácida y afable, que no parecía sorprendida, si es que algo de este mundo podía sorprender a aquella señora.
Le hizo pasar a un estrecho vestíbulo y mandó al criado que dispusieran un cuarto con una cama. Luego preguntó a Yuan si había comido, abrió la puerta que daba a un salón de visitas, le ofreció asiento y le dijo que esperara allí, cómodamente, mientras ella arreglaba algunos detalles del cuarto que las criadas estaban preparando para él. Todo esto lo hizo con tanta sencillez y tan sincero sentido de la hospitalidad, que Yuan se sintió encantando, acogido como un huésped agradable; y era muy dulce para él, cansado como estaba después de todo lo que había sucedido entre él y su padre.
En aquel salón se sentó cómodamente y esperó, divagando, y hasta maravillado. Pero Yuan no demostraba la menor admiración ni maravilla en su rostro; esta era una de sus características. Tranquilo, envuelto en su vestido de seda oscura, miraba un poco en derredor, pero no tanto como para que alguien que pudiera entrar notase que estaba sorprendido; Yuan odiaba parecer extrañado en ninguna parte que estuviera. Era un cuarto no muy grande y cuadrado, muy limpio, tan limpio que sobre el suelo había una alfombra de lana con floridos dibujos y sin una sola mancha. En el centro de esta alfombra había una mesa, y sobre la mesa un tapete de terciopelo rojo y encima un jarro con flores de papel rosado, tan reales a la vista, que se hubieran tomado por naturales de no haber tenido en sus tallos hojas plateadas en lugar de verdes. Había seis sillas como la que Yuan ocupaba, de blandos asientos y tapizadas de raso de color de rosa. En las ventanas había blancos visillos de fina tela, y en la pared colgaba un cuadro de aspecto extranjero, cubierto por un cristal. La pintura representaban altas montañas azules, un lago igualmente azul, y sobre las montañas unas casas extranjeras como Yuan nunca había visto. Era un cuadro muy luminoso y grato de mirar.
Una campanilla sonó. Yuan volvió los ojos hacia la puerta. Oyó rápidos pasos y una voz de muchacha, de tono alto y entrecortada de risas. Escuchó. Debía estar hablando con alguien aunque no se oía ninguna voz que le contestara. Muchas de las palabras que decía no las entendió Yuan; eran de lengua extranjera, intercaladas entre las que comprendía.
—¡Ah! ¿Eres tú?… No, no tengo nada que hacer… ¡Oh! Estoy muy cansada. Bailé tanto anoche… Me estás fastidiando… Ella es mucho más bonita que yo… No te rías de mí… Baila mucho mejor que yo… Hasta los hombres blancos prefieren bailar con ella… Sí, es verdad que bailé con el muchacho americano… ¡Ah! ¡Y cómo baila!… No te quiero decir lo que me dijo… ¡No, no, no!… Bueno, iré contigo esta noche… A las diez en punto… Primero iré a cenar…
Oyó una deliciosa cascada de risa, y de pronto se abrió la puerta y vio en ella una muchacha. Se levantó para saludar, bajando los ojos en señal de cortesía y evitando mirarla de frente. Pero ella corrió hacia él ágilmente, graciosa y rauda como una golondrina, tendióle las manos.
—¡Tú eres mi hermano Yuan! —gritó alegremente con su vocecilla suave, con una voz alta y dulce que parecía flotar en el aire—. Mi madre dijo que habías llegado de pronto. —Le tomó las manos y rio de nuevo—. ¡Qué anticuado pareces con esas vestiduras tan largas! Chócala… Así… Todo el mundo se da la mano así.
Yuan sintió la suave y pequeña mano tomando la suya, y la retiró, vergonzoso, mirando a la muchacha. Ella tornó a reír, sentándose en el brazo de un sillón y volvió el rostro hacia él, aquel bello rostro algo triangular, como el de un gato chiquitín encuadrado por los negros rizos que a veces le acariciaban las redondas mejillas. Pero eran sus ojos lo que más llamaban la atención de Yuan: ojos negros, brillantes, llenos de luz y de risa; y la boca pequeña, de labios plenos y rojos, pero delicada y menuda.
—Siéntate —dijo la muchacha, imperiosa como una reinecilla.
Yuan se sentó, casi al borde de una silla, no muy cerca. Ella se echó a reír otra vez.
—Yo soy Ai-lan —dijo con su vocecilla melodiosa—. ¿No te acuerdas de mí? Yo te recuerdo perfectamente. Has crecido mucho, claro está. Entonces eras un chiquillo feo, con una cara tan larga… Tienes que proporcionarte otra ropa… Todos mis primos usan ropa extranjera. Vas a parecer muy buen mozo vestido como ellos. ¡Eres tan alto!… ¿Sabes bailar? A mí me encanta bailar. ¿Conoces a nuestros primos? La mujer del mayor de ellos baila como una hada. ¡Ya verás al tío! Le gustaría bailar también, ¡pero es tan viejo y tiene una barriga tan enorme! Y mi tía no le deja. ¡Ya verás a mi tía, regañándole porque mira a las muchachas bonitas!
Y de nuevo sonó su incansable, volátil risa.
Yuan le dirigió una mirada. Era más esbelta que ninguna criatura que hubiese visto hasta entonces, con un cuerpo no más alto que el de un niño; y su vestido de seda verde le sentaba tan bien como el cáliz a una flor. Tenía un collar, alto y ceñido al elegante cuello, y, en las orejas, pequeños zarcillos de oro y perlas. Yuan miró a otra parte y tosió poniéndose los dedos ante la boca.
—He venido a presentar mis respetos a tu madre y a ti —dijo.
Ella sonrió al oír esto, burlándose de su compostura, sonrisa que le dejó el rostro titilando. Se levantó y fue hacia la puerta; sus pasos eran tan etéreos, que parecía una luz que corriera.
—Voy a buscarla, hermano —dijo, dando burlonamente un tono solemne a su voz.
Y riendo de nuevo, le echó una mirada cruel desde el fondo negro de sus gatunas pupilas. El cuarto se quedó tranquilo con su partida, como si hubiera pasado por él un vientecillo raudo, dejando luego de soplar. Yuan siguió sentado, atónito, incapaz de comprender a aquella muchacha. No era parecida a nada que él hubiera visto en su vida de soldado; se esforzó en recordar cómo era cuando, niños los dos, estaban juntos, antes de que su padre le obligara a él a dejar aquel ambiente infantil, junto a su madre. Recordó aquella misma ligereza, aquella agilidad suave, la penetración de sus ojos negros. Recordó también cuán aburridos habían sido sus primeros días al separarse de ella, qué falto de vida era el ambiente de las habitaciones de su padre sin aquella compañía. Recordando esto, hasta el mismo saloncillo donde estaba le pareció demasiado silencioso y deseó que la muchacha volviera pronto sintiendo deseos de oír de nuevo su risa. De súbito pensó en la vida carente de risas que había llevado, llena siempre por el deber en cualquiera de sus aspectos, y cómo nunca había sabido lo que eran el juego y la alegría, ni aun como aquellos niños pobres que jugaban en las calles; o la alegría de un grupo de trabajadores en un rato de ocio y descanso, bajo el sol del mediodía, reunidos para comer. Su corazón latió un poco más aprisa. ¿Qué tenía aquella ciudad para él, qué risa y que alegría que debían amar todos los jóvenes como él, qué nuevo brillo en la vida?
Al sonar la puerta otra vez, Yuan miró ansiosamente, pero no era Ai-lan quien entraba. Era la señora, que entró lentamente con el aire de quien tiene la casa lista para que todos encuentren en ella comodidad y satisfacción. Tras ella, el criado con una bandeja de varias cazoletas llenas de manjares calientes. La señora le dijo:
—Deje eso aquí. —Y dirigiéndose a Yuan—: Ahora debes comer algo, si quieres complacerme, pues bien sé que la comida de los trenes no es como esta. Come, hijo mío, pues tú eres mi hijo, Yuan, ya que no tengo otro, y estoy muy contenta de que hayas venido. Quiero que me lo cuentes todo y me digas cómo has llegado hasta aquí…
Cuando Yuan oyó a la señora hablarle tan dulcemente, y cuando vio su mirar simpático y la expresión honrada de su rostro, al escuchar su voz que confortaba y la mirada de invitación que había en sus pequeños y amables ojos al acercarle una silla a la mesa, sintió que unas lágrimas asomaban a sus ojos. Nunca —pensó— había sido tan bien recibido por nadie en su vida; no, nadie había sido tan amable con él hasta entonces. De pronto, el bienestar de aquella casa, los colores alegres de la pieza, la recordada risa de Ai-lan, la amabilidad de aquella dama, le rodearon con fuerza. Comió con ganas, pues tenía apetito y los platos estaban deliciosamente sazonados, y no empapados en salsas espesas como los que compraba de camino. Yuan, olvidando con cuánto apetito se había comido aquellos platos pueblerinos en los albergues, decidió que aquellos que tenía ante sí eran lo mejor del mundo, y comió saboreando gustosamente. Satisfecho, porque los manjares eran cuantiosos y bien sazonados, no pudo comérselo todo, a pesar de la amable insistencia de la señora.
Cuando hubo terminado, sentóse de nuevo cómodamente confortado y tranquilo, y empezó a hablar de todo, aun de cosas que apenas conocía. Al mirar a la señora, atenta a lo que él decía, Yuan se sintió libre de toda cortedad y habló cuanto quiso; cómo había odiado a la guerra, queriendo vivir en el campo durante un tiempo, vivir junto a la tierra, no ignoradamente como los campesinos, sino tratando de enseñar a estos lo que sabía y llevarles por mejores rutas. Contó que había huido lejos de su capitán, por no ponerse frente a su padre; pero al ver la comprensiva mirada de la señora añadió, un poco turbado:
—Pensé que huía por no ponerme frente a mi padre, pero, a decir verdad, señora, huí también porque odiaba la matanza que algún día mis camaradas llevarían a cabo, aunque fuera defendiendo una causa justa. Yo no puedo matar. No soy valiente, lo reconozco. En realidad, lo que me pasa es que no puedo odiar lo suficiente como para matar a un hombre. Siempre pienso que él siente como siento yo.
Miró humildemente a la señora, avergonzado de mostrar su debilidad. Pero ella le contestó tranquila:
—No todo el mundo es capaz de matar, hijo mío. Si no, todos estaríamos ya muertos. —Y después de un momento añadió, más tiernamente todavía—: Me alegra que tú no seas capaz de matar, Yuan. Es mejor salvar vidas que arrebatarlas; así pienso yo, aunque no sirva a ningún dios budista.
Pero hasta que Yuan contó, un poco azorado, que su padre quería casarlo contra su voluntad con una mujer cualquiera, no se conmovió realmente la señora. Hasta oír esto, le había escuchado cariñosamente y llena de atención, murmurando breves palabras de asentimiento de vez en cuando, hasta que Yuan, moviendo la cabeza, dijo:
—Sé que mi padre tiene derecho a esto…, sé que la costumbre es esa… Pero no puedo soportarlo. No puedo, no puedo. Necesito que mi cuerpo me pertenezca libremente. —Y turbado por sus recuerdos de odio a su padre, necesitando confesar algo que diría más adelante, pues estaba dispuesto a decirlo todo, añadió—: Casi llego a comprender que algunos hijos maten a sus padres en estos días. No es que yo pueda hacerlo, pero comprendo que lo hagan otros con una mano más lista que la mía.
Miró a la señora, temiendo que había dicho demasiado para lo que ella pudiera soportar, pero ella, con más fuerza y certidumbre de la que hasta entonces había usado para hablar, le dijo:
—Tienes razón, Yuan. Siempre se lo he dicho a los padres de la generación joven de hoy día, a los padres y a las madres de los amigos de Ai-lan, y hasta a tu tío y a su esposa, que se pasan el tiempo quejándose de esta generación. Siempre les he dicho que, en resumen, los jóvenes tienen razón de esto. Sé muy bien cuánta razón tienen. Nunca forzaré a Ai-lan para que se case. Y si es necesario te ayudaré a ti contra tu padre en este asunto, porque estoy segura de que estás en lo cierto.
Dijo esto con tristeza, a la vez que con cierta secreta pasión que brotaba de su propia vida. Yuan se maravilló de ver sus pequeños ojos, tan tranquilos hasta entonces, brillar con un chisporroteo rápido, y su plácida cara conmovida. Pero era demasiado joven para pensar mucho tiempo en alguien que no fuera él mismo. La placidez de las palabras de la señora se unió a la serenidad de aquella casa, y Yuan dijo con vehemencia:
—Si me pudiera quedar aquí durante algún tiempo, hasta ver qué debo hacer…
—Claro que te quedarás —respondió afectuosamente la señora—. Te quedarás todo el tiempo que quieras. Siempre quise tener un hijo, y ahora tú estás aquí.
Lo cierto fue que la señora tomó cariño inmediatamente a aquel muchacho alto y moreno. Le gustaba la honradez que reflejaba su rostro, sus lentos movimientos; y aunque no era bello para el canon usual —pues tenía muy salientes pómulos y la boca grande—, era más alto que la mayoría de los jóvenes y mostraba cierto recato y delicadeza al hablar; aunque voluntarioso, no estaba completamente seguro de su propia capacidad. Empero, aquella delicadeza estaba solamente en su modo de hablar, porque su voz era honda como la de un hombre.
Yuan, al ver su aprobación, se sintió más animado y decidió hacer de aquella casa su hogar. Después de charlar un rato más, ella le condujo al cuarto que iba a ser su habitación. Para llegar, había que subir una escalera, luego otra breve escalera de caracol; el cuarto estaba en el piso más alto, limpio y con todo lo que él necesitaba. Cuando la mujer salió y Yuan quedó solo, se asomó a la ventana y vio las luces de varias calles, toda la ciudad resplandeciente, y le pareció que estaba mirando un nuevo y extraño cielo.
Entonces comenzó una nueva vida para Yuan, una vida nueva y plena, como nunca había soñado para él. Por la mañana, después de levantarse, lavarse y vestirse, bajó la escalera. Abajo estaba la señora, esperándole, con el mismo aspecto acogedor y simpático. Condujo a Yuan hasta la mesa donde estaba el desayuno, y en seguida comenzó a decirle cuáles eran sus planes sobre él, pero muy cuidadosamente, empeñada en no decir una palabra que contrariase la voluntad de Yuan. Primeramente, dijo, había que comprarle alguna ropa, ya que había llegado solamente con lo puesto, y luego lo enviaría a un colegio para jóvenes que había en la ciudad. Añadió:
—No hay ninguna prisa en que trabajes, hijo mío. Es mejor que en estos días adquieras nuevos conocimientos, de lo contrario, aprenderás muy poco en lo sucesivo. Déjame tratarte como a un hijo. Déjame darte lo que pensé para Ai-lan, si ella hubiera querido. Irás a esta escuela, hasta que sepamos por dónde has de encaminarte y cuál es tu sitio, según tus libros; cuando hayas terminado allí, entonces podrás dedicarte a trabajar o ir, por un tiempo, a algún país extranjero. Hoy día la gente joven está deseosa de ir al extranjero, y a mí me parece que es bueno que vayan. Sí, aunque tu tío grite que es un gasto y que todos vuelven jactándose y creyéndose notabilidades; yo digo que es bueno que salgan y aprendan, para luego traer a su tierra lo que han aprendido. A mí me hubiera gustado que Ai-lan… —Aquí la señora se calló y miró a otra parte durante unos momentos, con tristeza, como si hubiera olvidado lo que iba diciendo o estuviera turbada por un pensamiento en el fondo de su alma. Luego volvió a recobrar su cara tranquila y continuó con decisión—: No debo tratar de formar la vida de Ai-lan. Si ella no quiere, es inútil. Y tú, si no quieres, no me dejes tampoco. Yo sólo lo haré si tú lo quieres. Sólo entonces pensaré en la manera de hacer algo por ti.
Yuan estaba tan conmovido con todo esto, que apenas supo qué decir, y tartamudeó con alegría:
—Podéis estar segura de que sólo siento gratitud, señora, y haré de muy buen grado cuanto me digáis.
Y entonces, sentándose, lleno el corazón de juvenil alegría por sentirse en un lugar que era ya su casa, comió con apetito. La señora sonreía, satisfecha, diciendo:
—Te juro que estoy contenta de que hayas venido, Yuan, aunque no fuera más que por verte comer, pues Ai-lan pone tanto cuidado en no añadir una pizca de carne a sus huesecillos, que apenas se atreve a probar bocado; no come más que un gatito; no se preocupa más que de su belleza esa hija mía, ¡pero a mí me gusta ver comer a la gente joven!
Entonces tomó su propio plato y apartó los mejores trozos de pescado y de carne para darlos a Yuan, sintiendo más placer de ver el saludable apetito del muchacho que comiendo ella misma.
Así empezó para Yuan una nueva vida. Primero la señora fue a grandes tiendas de sedas y tejidos de lana que llegaban desde el extranjero, e hizo ir a su casa unos sastres que cortaron y midieron las telas para hacer trajes a Yuan, según la moda de la ciudad. Y la señora les hizo apresurarse, pues Yuan todavía llevaba los viejos vestidos, que estaban cortados con demasiada anchura y al estilo campesino; no le gustaba que fuera a ver a sus tíos y primos llevando aquella vieja indumentaria. Cuando estos parientes tuvieron noticia de la llegada de Yuan —pues Ai-lan se lo había dicho, sin duda—, lo invitaron a una fiesta de bienvenida. Pero la señora logró que fuera aplazada hasta que los nuevos trajes estuvieran listos, sobre todo uno de raso azul, con flores del mismo color, y una corta chaqueta con mangas, de raso negro. Yuan se alegró de este aplazamiento, pues cuando vistió los nuevos ropajes y mandó a buscar un barbero para que le cortara el pelo y le afeitara los juveniles y suaves vellos de la cara; cuando se calzó los nuevos zapatos de cuero que la señora compró para él, se puso la chaqueta de raso negro, se caló un sombrero de fieltro al estilo extranjero, como lo llevaban todos los jóvenes de la ciudad, y se miro al espejo que había en la pared de su cuarto, vio un elegante y agradable mozo, y se sintió muy alegre por ello.
Esto le hizo azorarse un poco. Bajó, un tanto avergonzado, al cuarto donde la señora estaba esperándole. Allá estaba también Ai-lan, que palmoteó al verle, gritando:
—¡Ah, ahora eres un hermoso muchacho, Yuan!
Y rio tan importunamente, que Yuan sintió que la sangre se le subía a la cabeza, enrojeciendo, de suerte que Ai-lan volvió a reír. Pero la señora la riñó para que callara y se puso a mirar a Yuan, a ver si todo estaba bien. Así era, y se sintió complacida de nuevo. Su cuerpo era tan esbelto y fuerte, que la señora se consideró pagada de cuanto había hecho para vestir bien a Yuan.
Dos días después se celebró la fiesta. Yuan fue con su hermana y con la señora, a la que llamaba madre —y la palabra acudió a sus labios más fácilmente que cuando la empleaba con su propia madre, al parecer—, a casa de su tío. Iban en un vehículo que no arrastraban caballos, sino que era movido por una máquina que tenía en el interior y conducido por un criado. Yuan nunca había visto esto antes, pero le gustó mucho, porque se deslizaba dulcemente como si fuera sobre hielo.
Por el camino, antes de llegar a casa de su tío, Yuan supo mucho acerca de este, de su mujer y de los primos, porque Ai-lan habló largamente de ellos, contando una cosa tras otra, riendo mientras hablaba, acompañándolo todo con movimientos de ojos muy picarescos y poniendo la roja boquita de tal modo, que parecía colocar un punto detrás de cada palabra. Mientras hablaba, Wang Yuan pudo ver un verdadero retrato de su parentela. Rio varias veces, a pesar de su decorosa seriedad habitual. ¡Ai-lan era tan ocurrente y tan maliciosa! Yuan vio a su tío tal como ella se lo pintaba:
—Una verdadera montaña de carne, Yuan, con una panza tan enorme que merecería que le creciese otra pierna para caminar más fácilmente; unos carrillos que le caen hasta los hombros, y calvo como un sacerdote. Más que un sacerdote, Yuan. Y frenético contra su gordura, porque no puede bailar como sus hijos, pues le encanta agarrar una muchacha y tenerla junto a él…
Al decir esto, Ai-lan se echó a reír, y su madre la riñó, mirándola duramente:
—Ai-lan, niña, ten cuidado con lo que dices. Es tu tío…
—Ya lo sé, y por eso digo lo que me da la gana —contestó la muchacha con insolencia—. Y mi tía, Yuan, su primera dama, odia todo esto y quiere volver al campo. Pero no se atreve a dejarle, no vaya a ser que lo atrape una mujer joven y le saque el dinero; y, según lo moderno, esta joven no sería su concubina, sino su mujer, y quitaría de en medio a la otra. Las dos mujeres de mi tío están de acuerdo por lo menos en una cosa: en no dejarle tomar una tercera; una coalición de mujeres, como si dijéramos. Y mis tres primos…, bueno, el mayor es casado, como sabes, y su mujer es el hombre de la casa, la que manda en ella despóticamente, de manera que el pobre primo tiene que buscarse sus gustos en secreto; pero ella es tan lista, que huele un nuevo perfume que él traiga pegado a la ropa, o encuentra un poco de polvos en su chaqueta, y le registra los bolsillos para ver si tiene cartas; él viene a ser como su propio padre, otra vez. Nuestro segundo primo, Sheng, es poeta, un buen poeta, que escribe versos para las revistas e historias sobre personas que mueren de amor; este es un rebelde en cierto aspecto: un gentil, encantador, sonriente rebelde, siempre con un nuevo amor. Pero el tercer primo, ese sí que es realmente un rebelde, Yuan. Ese es un revolucionario. ¡Bien lo sé yo!
La madre dijo enérgicamente:
—¡Ai-lan, ten cuidado con lo que dices! Recuerda que son nuestros parientes, y que esa palabra es peligrosa ahora en esta ciudad.
—Me lo ha dicho él mismo —respondió Ai-lan, bajando la voz y señalando con un movimiento de cabeza las espaldas del hombre que conducía el vehículo.
Dijo todo esto y mucho más, de modo que cuando Wang Yuan llegó a casa de su tío los conocía a todos, por lo que le había contado su hermana.
Era una casa muy diferente a la gran casa que Wang Lung había comprado para dejar a sus hijos en la vieja ciudad campesina del Norte. Aquella casa era vetusta y grande, con vastas habitaciones oscuras, o bien con pequeñas piezas, también oscuras, que daban a los patios; no había distribución de pisos, sino que estaban los cuartos unos sobre otros, llenando todo el espacio, bajo altos techos sostenidos por vigas viejas. Y las ventanas tenían unas cortinas hechas por unas colchillas procedentes del Sur.
Pero esta nueva casa, en la ciudad nueva y extranjera, estaba en una calle, entre otras semejantes que se amontonaban contra ella. Eran casas extranjeras, altas, estrechas, sin un solo patio, sin jardín, con los cuartos juntos y como en fila, muy pequeños y luminosos por sus ventanas sin cortinajes. La luz del sol penetraba en las habitaciones, haciendo resaltar todos los colores de la paredes o el raso floreado que cubría las sillas y las mesas, las brillantes sedas de los vestidos de las mujeres y el bermellón de sus labios pintados; de suerte que cuando Yuan entró y vio a toda la familia reunida, sintió como si un resplandor de belleza dominara en la casa.
Su tío se levantó, con las manos sobre la panza, de la que sus vestiduras caían como cortinajes, y saludó a los que llegaban.
—Bien, cuñada, y el hijo de mi hermano, y tú, Ai-lan. Bien, bien. Este Yuan es un buen mozo, moreno y alto, como su padre; no, no, exactamente como su padre, eso lo aseguro; más simpático que el Tigre, en cierto modo, quizás…
Barbotó una risa entrecortada y volvió a sentarse. Entonces se levantó su esposa. Yuan vio junto a él una mujer limpia, ligeramente canosa, muy sencilla, con su traje de raso, las manos cruzadas dentro de las anchas mangas, mientras sus piececillos menudos la sostenían con dificultad. Les dio la bienvenida diciendo:
—Espero que estés bien, cuñada, hijo de mi hermano. Ai-lan está muy delgada, demasiado delgada. Estas niñas de ahora se van a matar para llevar esos vestidos tan lisos y estrechos, que parecen vestidos de hombre. Siéntate, por favor, hermana.
Cerca de esta había otra mujer, de la que Yuan no sabía nada; una mujer con una rosada cara brillante, como de haberse lavado con mucho jabón; el pelo le caía en flequillo, a la usanza campesina; sus ojos eran muy brillantes, pero no daban impresión de inteligencia. Nadie dijo el nombre de esta mujer, y Yuan no supo si era una sirvienta, hasta que la otra señora dio a conocer con gentileza que se trataba de la concubina de su tío. Yuan inclinó ligeramente la cabeza, y la mujer se ruborizó, saludando, como saludan las mujeres del campo, con las manos metidas en las mangas y sin decir palabra.
Cuando los saludos terminaron, los primos llamaron a Yuan para que tomara té con ellos en otra habitación; Yuan y Ai-lan salieron muy satisfechos de zafarse de la presencia de los mayores. El joven se sentó sin decir nada, oyendo la charla de los que tan bien se conocían entre sí y para los que él era un extraño, a pesar de ser su primo.
Los fue observando uno por uno. Su primo mayor ya no era joven, ni esbelto, pues la barriga empezaba a crecerle, como a su padre. Parecía medio extranjero, con su traje de lana oscura; su pálida cara era todavía atrayente; sus manos, leves y suaves; miraba largamente a su prima, hasta que la voz aguda de su mujer le llamó la atención sobre algo que había dicho. Allí estaba Sheng, el poeta, el segundo de los primos, con sus cabellos largos y lisos, sus manos largas y delicadas y la cara con un estudiado gesto de sonriente meditación. Solamente el tercero de los primos no era suave en sus modales y presencia. Era un mozo de unos dieciséis años, poco más o menos; estaba embutido en un uniforme escolar, abotonado hasta el cuello; su rostro no tenía nada de hermoso, y las manos le salían demasiado desde el borde de las mangas. No decía nada mientras hablaban los otros; se pasó el rato comiendo avellanas de un plato que había allí cerca, comiendo con apetito, pero con tal expresión de juvenil desencanto en los ojos, que se hubiera dicho que comía contra su voluntad.
Por el suelo, entre los pies de aquella gente, estaban los chiquillos; uno o dos de ellos como de ocho a diez años, dos chicas y un gritoncillo de unos dos años; envuelto en una manta y sostenido por una niñera; también había un chiquitín que mamaba del pecho de una nodriza sudorosa. Estos eran los hijos de la concubina del tío y los hijos de los primos mayores. Yuan se azoraba un tanto con los niños, y no se preocupó mucho de ellos.
Al principio, la conversación se entabló entre los primos, mientras Yuan, silencioso, sentado, miraba los manjares colocados en varios platos que había sobre la mesa; y cuando llegó una criada para servir el té, todos parecieron olvidarse de la presencia de Yuan y no le hicieron la menor cortesía, de aquellas a las que estaba acostumbrado. Yuan partió silenciosamente unas cuantas avellanas y sorbió su té, mientras escuchaba; de vez en cuando, tímidamente, daba una avellana, sin cáscara, a uno de los chicos, que la tomaba ansiosamente y sin decir una palabra de agradecimiento.
Pero pronto se agotó la conversación entre los primos. Verdad es que el primo mayor le dirigió dos o tres veces la palabra, preguntándole que cuándo iría al colegio; y al oír a Yuan decirle que le gustaría ir al extranjero, el primo le dijo con tono de nostalgia:
—Yo debía haber ido al extranjero, pero mi padre nunca quiso gastar dinero por mí.
Y bostezó, poniéndose un dedo en la punta de la nariz y quedándose meditabundo, con gesto de enfado, hasta que tomó en brazos al más pequeño de sus hijos, subiéndole a sus rodillas, dándole dulces y mareándole un rato, riéndose al verle enfurruñado, y riendo más todavía cuando el chiquillo empezó a propinarle puñetazos con sus manecitas furiosamente cerradas. Ai-lan empezó a hablar bajo con la mujer de su primo, y esta respondía en un tono irritado, que trataba de que fuese bajo, pero que Yuan pudo percibir; hablaba de la suegra y de que esta exigía cosas que ahora ninguna mujer podía dar a otra.
—Con esta casa llena de criados, pretende que yo le sirva el té, Ai-lan, y me riñe si descubre que este mes se gastó una medida de arroz más que el mes pasado. Te aseguro que no voy a soportar esto. No hay muchas mujeres hoy día que vivan con los padres de su marido, y yo tampoco lo voy a aguantar.
Y otras cosas por el estilo, muy de mujeres.
De todos ellos, Yuan miraba con más curiosidad al segundo de sus primos, Sheng, que Ai-lan había calificado de poeta; y esto era en parte porque a Yuan le gustaban los versos y en parte porque era un muchacho de agradable presencia, juvenil, esbelto, de una gracia resaltada por el sencillo traje extranjero. Era hermoso, y Yuan amaba la hermosura; apenas podía apartar los ojos de la dorada cara ovalada y de sus ojos en forma de albérchigo, como los de cualquier muchacha, suaves, negros y soñadores; había algún sentimiento en aquel muchacho, una mirada de comprensión profunda que movía a Yuan a desear hablar con él. Pero ni Sheng ni Meng dijeron nada, y pronto Sheng tomó un libro y comenzó a leer. Y cuando se terminaron las avellanas, Meng salió del cuarto.
Por cierto que en aquel cuarto tan lleno no era fácil hablar de nada, y las puertas sonaban constantemente al paso de las criadas que entraban con el té y los bocadillos. ¡Y aquel murmullo de la charla de la mujer de su primo, las risas de Ai-lan y el burlón interés de esta por lo que aquella le contaba!
Así pasó la lenta tarde. Hubo una abundante comida en la que el tío y el primo mayor comieron excesivamente, quejándose a la par si algún plato no estaba según sus esperanzas, comparando la confección de las carnes y los dulces, prodigando estentóreas alabanzas si un guiso llenaba sus gustos y llamando al cocinero para que oyera sus opiniones. El cocinero acudía, con su delantal bastante sucio, escuchaba ansiosamente, con toda la aceitosa cara transformada en sonrisa si era loado, o lleno de promesas y con la cabeza gacha si era censurado.
En cuanto a la señora, esposa del tío, esta se ocupaba minuciosamente de averiguar si algún plato estaba hecho con carne, o aderezado con tocino, o con un huevo, porque ahora que estaba vieja había adoptado el voto budista contra la carne, y tenía su propio cocinero que le servía vegetales dispuestos de toda suerte de cocinados, o presentados de las más diversas maneras; de tal guisa, que un plato que a cualquiera le hubiera parecido una sopa de huevos de paloma, no tenía huevos de paloma ni nada parecido; o le presentaban un pescado con sus ojos y sus escamas tan prodigiosamente imitado, que todo el mundo hubiera creído que era un pescado hasta que, partido, se dejaba ver que allí no había carne ni espinas. La señora tenía a la concubina de su esposo ocupada en estos menesteres y lo hacía con ostentación, diciendo:
—Señora, este debía ser un trabajo que hiciera por mí la esposa de mi hijo, pero en estos días las nueras no son lo que eran antes. Y no tengo nuera, o, si la tengo, es como si no la tuviera.
En tanto, la nuera estaba muy tiesa en su asiento, muy bonita, pero mirando fríamente y fingiendo que no oía nada de lo que estaban hablando de ella. Pero la concubina, de buen carácter y siempre en busca de paz y tranquilidad, contestó amablemente:
—A mí no me molesta hacerlo, señora; me gusta estar ocupada en algo.
Y, en efecto, estaba siempre ocupada en pequeñas el cosas y conservando la paz en su derredor; era una mujer rojiza y sencillota, saludable y cabal, siempre sonriente, cuya mayor felicidad consistía en que la dejaran en paz para dedicarse a bordar sus zapatos o los zapatos de sus hijos. Siempre llevaba con ella pedacitos de raso, modelados de flores, hojas y pájaros cortados en papel; también largas hebras de seda que se colgaba al cuello, y, en el dedo del corazón, su dedal siempre puesto, hasta el punto de que muchas noches se olvidaba y dormía con él, o bien se ponía a buscarlo y a pensar dónde lo habría dejado, para encontrarse con que lo llevaba en el dedo; entonces prorrumpía en infantiles carcajadas, y no paraba hasta que todos los que la oían se echaban a reír también.
En medio de todo aquel ruido familiar, de las charlas, de los lloriqueos de los niños y el bullir de la comida, la otra señora conservaba su tranquila dignidad, contestando si alguien le hablaba, probando con delicadeza, pero sin demasiada atención, lo que comía, y cortés hasta con los chicos. Su mirada apacible y seria podía contener, con su meditativa gravedad, la excesiva soltura de la lengua de Ai-lan o sus ojos demasiado brillantes en busca de algún motivo de risa; y muchas veces, en aquella reunión, su presencia beneficiosa y amable los hacía a todos corteses y benévolos. Yuan notó eso, y aumentó su respeto por ella, sintiéndose orgulloso de llamarla madre.
Por algún tiempo, Yuan vivió tan libremente como nunca había soñado. Creía en todo lo que la señora le decía, y la obedecía como un niño, aunque lo hacía alegre y anhelante, pues nunca le ordenaba nada, sino que le preguntaba si este o el otro proyecto que tenía sobre él sería de su agrado, y lo hacía con tal finura que Yuan pensaba siempre que este plan hubiera sido escogido por él si lo hubiese pensado primero. Un día le dijo mientras estaba tomando la comida de la mañana, a la que Ai-lan nunca asistía:
—Hijo, no es bueno que tengas a tu padre en la ignorancia de dónde estás. Si te parece bien, yo misma voy a escribirle una carta, contándole que estás muy bien conmigo, y que estás a salvo de tus enemigos, desde el punto en que en esta ciudad estamos bajo la tutela de un Gobierno extranjero y las guerras no llegarán hasta aquí. Y le voy a rogar que te deje en libertad respecto a tu matrimonio, para que tú escojas a tu gusto, como hacen los jóvenes ahora; y le diré que vas a ir al colegio y que estás muy bien y que yo te cuidaré, puesto que te considero mi hijo.
Yuan no había estado tranquilo respecto a su padre. Durante el día, cuando deambulaba por las calles para verlo todo, cuando se hundía entre la muchedumbre de los ciudadanos o estaba en aquella limpia y tranquila casa ocupado con los libros que había comprado para ir al colegio, podía recordar que era dueño de su propia voluntad, decirse que tenía derecho a vivir libremente y que su padre no podía obligarle a volver. Pero por las noches, o cuando despertaba temprano, en la madrugada, sin estar aún lleno del ruido que subía desde las calles, entonces la libertad le parecía una cosa imposible, y algo del miedo infantil volvía a él. Entonces se decía: «Dudo si podré mantenerme aquí donde estoy. ¿Qué pasaría si él viniera y me atrapara, llevándome de nuevo con los soldados?».
En estas ocasiones, Yuan olvidaba todas las bondades y el cariño de su padre, olvidaba que estaba viejo y enfermo, y sólo recordaba que frecuentemente estaba de mal humor, que siempre quería imponer su voluntad. Entonces sentía renacer en él los temores de su infancia. Varias veces había pensado en la forma de escribirle a su padre y en cómo hacer de su carta una defensa; o, en caso de que su padre fuera allí, cómo podría esconderse de él otra vez.
De modo que, cuando la señora dijo esto, le pareció que era el mejor y más fácil de los medios, y respondió, agradecido:
—Es la mejor manera de ayudarme, madre.
Después de pensar unos instantes mientras comía, sintió que su corazón se liberaba de un peso y, animándose, dijo:
—Pero cuando le escribas, hazlo muy claramente, porque sus ojos ya no son tan buenos como eran. Y que quede en claro que yo no estoy dispuesto a volver ni a casarme a su gusto. Nunca volveré allí, ni siquiera para verle voy a estar en peligro de caer en semejante esclavitud.
La señora sonrió apaciblemente ante esta apasionada salida, y dijo con indulgencia:
—Sí, se lo diré, pero con más cortesía.
Y pareció tan tranquila y segura, que Yuan dejó volar sus últimos temores y creyó en ella como si hubiera nacido de su propia carne. Ya no temió más, sino que se sintió a salvo y seguro allí donde estaba, y tornó a sus ocupaciones con entusiasmo.
Hasta entonces, la vida de Yuan había sido sencillísima. En los dominios de su padre no hacía sino las pocas cosas que podía hacer; y en la escuela de guerra, lo único que además conocía, había visto la misma sencillez en los libros y en las prácticas guerreras, o las dependencias y amistades de los muchachos que conoció en las escasas horas que tenían para jugar, pues no se les dejaba andar a su voluntad entre la gente, sino que estaban sometidos a una disciplinada enseñanza en pro de la causa y de la lucha por ella.
En esta apresurada y ruidosa ciudad, Yuan encontró su vida semejante a uno de esos libros cuyas páginas nos gustaría leer seguidas, de una vez; había vivido una sucesión de tan distintas existencias, y estaba tan encantado, animoso y contento de no dejar que ninguna de ellas pasara de largo…
Allí, cerca de aquella casa en que ahora vivía, estaba la alegre vida que ansiaba. Yuan, que nunca había reído con otros niños, ni jugado ni podido olvidar sus deberes, ahora encontraba una tardía niñez junto a su hermana Ai-lan. Los dos podían disputar sin pelearse, o jugar a lo que les diera la gana, o sentarse y reír hasta que Yuan se olvidaba de todo menos de su risa. Al principio sintió cierta cortedad frente a ella, y se limitaba a sonreír en vez de reír abiertamente; su corazón estaba tan oprimido, que no se atrevía a mostrarse del todo. Le habían dicho tantas veces que debía ser moderado, que todos sus movimientos debían estar llenos de dignidad y de lentitud, que tenía que conservar el rostro grave y contestar siempre después de haber pensado mucho su respuesta; le habían repetido tanto todo esto, que no sabía qué hacer con aquella muchacha burlona, que imitaba su seriedad en aquella carita resplandeciente de manera que Yuan terminaba por reír también, aunque al principio no estaba muy seguro de que le agradaran aquellas imitaciones y burlas que hasta entonces desconocía. Ai-lan no quería que fuese tan serio. No, no pararía hasta que él respondiera en el mismo tono a sus salidas; y no dejaba de aplaudirle y manifestar su satisfacción cuando él tenía una buena ocurrencia.
Un día dijo Ai-lan:
—Madre, este viejo sabio que nos ha llegado está haciéndose joven otra vez. ¡Yo lo aseguro! Vamos a volverlo a su niñez. Ya sé lo que debemos hacer; debemos comprarle trajes al estilo extranjero. Y yo le voy a enseñar a bailar y lo llevaré algunas veces para que baile conmigo.
Pero esto era demasiado para la nueva alegría de Yuan. Se dio cuenta de que Ai-lan salía con harta frecuencia para esa diversión extranjera que se llama el baile. Había visto esto del baile algunas veces, al pasar ante algunas casas iluminadas y alegres, por la noche, pero lo había mirado sólo de soslayo y fijando luego la vista en otra cosa. Le parecía insolente que un hombre pudiera tener abrazada estrechamente a una mujer que no era la suya; y aunque fuera su mujer, no le parecía necesario hacer aquello en público. Pero cuando Ai-lan notó esto, se empeñó en hacerle aceptar su punto de vista.
Yuan dijo, excusándose:
—Yo no podré nunca hacer eso. Tengo las piernas demasiado largas.
—Las piernas de algunos extranjeros son tan largas como las tuyas y, sin embargo, bailan. La otra noche bailé con un hombre blanco en casa de Luisa Ling; mi frente le llegaba al pecho, al botón más alto de su chaleco, pero bailaba como un árbol alto en el viento. No, busca otra excusa, Yuan.
Y al ver que a Yuan le intimidaba decir el verdadero motivo de su negativa, ella rio, y poniéndole un dedo en la cara, dijo:
—Ya sé lo que es. ¡Te crees que todas las muchachas se van a enamorar de ti y le tienes miedo al amor!
La señora dijo suavemente:
—Ai-lan, Ai-lan, no seas tan insolente.
Yuan sonrió, un poco azorado, y dejó pasar el momento. Pero Ai-lan no quería dejarlo pasar, y diariamente le decía:
—No te escaparás, Yuan. Yo te enseñaré a bailar. La mayor parte de los días pasaban para Ai-lan con tal cúmulo de diversiones, que muchas veces, al llegar apresuradamente del colegio, dejaba los libros en cualquier parte, cambiaba su vestido por otro más alegre y corría para ir al teatro, o para ver una nueva película, tan vívida, que la gente se movía y hablaba como si estuviera viva; pero aun en esos días, cuando sólo veía a Yuan por unos minutos, insistía en decirle:
—Mañana, mañana empezaremos a bailar. ¡Tienes que hacerte fuerte contra esa idea del amor!
Yuan no sabía lo que Ai-lan podría conseguir de él en este aspecto. Aún sentía temor de las lindas y parlanchinas muchachas que iban y venían con Ai-lan; de las que, aunque esta le había dicho cómo se llamaban, diciéndoles a ellas: «Este es mi hermano Yuan», él no sabía nada, pues todas se parecían demasiado para que pudiese distinguirlas, tan iguales y tan bonitas eran. Sentía miedo, también, de algo que estaba más hondo en él, un secreto poder que le hacía experimentar la sensación de aquellas pequeñas manos indiferentes, vivas, entre las suyas.
Un día sucedió algo que ayudó a Ai-lan en su malicia. Fue una tarde en que Yuan salió de su cuarto para ir a comer y encontró a la señora a quien llamaba madre, esperándole sola sentada a la mesa, en la pieza silenciosa, puesto que Ai-lan no estaba allí. No le causó esto ninguna sorpresa, pues ellos dos solían comer solos mientras Ai-lan andaba divirtiéndose en alguna parte con sus amigos. Pero aquella noche, la señora dijo con su habitual tranquilidad, apenas Yuan se hubo sentado:
—Yuan, hace tiempo que quiero preguntarte algo, pero viendo lo ocupado e interesado que estabas en tus libros levantándote temprano por las mañanas y necesitando todo tu sueño, no lo he hecho hasta ahora. La verdad es que yo estoy ya en el límite de mi capacidad en ciertos asuntos. Necesito que me ayuden; y desde el momento en que te considero mi verdadero hijo, voy a pedirte a ti lo que no podría pedirle a nadie más.
Entonces sí se sintió sorprendido, pues la señora era siempre tan tranquila y estaba tan segura de sí, tan certera en su agrado y comprensión, que resultaba extraño pensar que alguna vez necesitase ayuda de alguien. Yuan la miró por encima de la sopera que tenía en la mano, y dijo, pensativo:
—Puedes estar segura, madre, de que estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario, pues has sido para mí más que mi propia madre desde que vine. No puedo dejar de complacerte en nada.
Al oír su voz y ver la bondad de aquellos ojos, algo se quebró en la habitual majestad de la señora. Sus firmes labios temblaron mientras decía:
—Se trata de tu hermana. Yo he dado mi vida por esta hija mía. Al principio sufrí porque no hubiera sido un niño. Tu madre y yo quedamos esperando hijos casi al mismo tiempo. Tu padre partió para la guerra, y cuando volvió, ambas habíamos dado a luz. No quiero decir cuánto deseé, Yuan, que tú hubieras sido mío. Tu padre nunca…, nunca me miraba. Algo extraño sabía yo que había en él, algo en el fondo de su corazón, que nadie, excepto tú y yo conocíamos. No sé por qué odia a las mujeres de ese modo; pero yo sabía cuánto deseaba un hijo y durante los meses que estuvo en la guerra yo me decía: Si tengo un hijo (no me creas tan loca como la generalidad de las mujeres, Yuan) mi padre me dirá cómo hay que enseñarlo. Siempre pensé que si tu padre me hubiera visto tal como soy, si hubiera conocido mi corazón, habría aprovechado de mí cierta pequeña sabiduría que yo entonces tenía. Pero no; para él yo no era más que una mujer que debía producirle un hijo…, y no tuve hijo, tuve a Ai-lan. Cuando tu padre regresó, victorioso, te miró, Yuan, en los brazos de tu madre, la campesina. Yo había vestido a Ai-lan al estilo de un niño en rojo y plata, y era un bebé maravilloso. Pero ni la miró, Muchas veces después, la mandé ante él con algún pretexto, ya que estaba tan adelantada y era tan inteligente para su edad, pero tu padre tenía no sé qué extraña timidez frente a todas las mujeres. Solamente veía que Ai-lan era una mujer. Por fin, en mi soledad, pensé que era mejor que me alejara de sus dominios…, no abiertamente, sino con la excusa de educar a mi hija; y pensé dar a Ai-lan todo lo que pudiera darle a un hijo que hubiera sido mío y hacer todo lo posible contra esa condición desfavorable de la mujer. Y tu padre fue generoso, Yuan. Me mandó dinero, no me faltó nada, excepto que a él le importaba poco que yo estuviera muerta o viva, y otro tanto respecto a mi hija… Yo te ayudo, no por interés hacia tu padre, hijo mío, sino por tu propio interés.
Le lanzó una profunda mirada mientras decía esto, y Yuan se sintió turbado, pues penetraba en la vida y en los pensamientos de la señora. Y se quedó sin saber qué decir, al pensar que ella era mayor que él y no sabía qué responderle. Y ella continuó:
—De modo que he gastado mi vida en Ai-lan. Y ella ha sido una niña alegre, amable. Pensaba yo que un día hubiera sido algo grande: una gran pintora, una gran, poetisa, o, mejor, un doctor, como lo fue mi padre, pues ya hay mujeres que son médicos en estas tierras, por lo menos algunas que han conseguido fama en estos tiempos. Quería que esta única hija mía fuera algo extraordinario, todo lo que yo hubiera querido ser: brillante y enterada de toda materia. Yo nunca tuve enseñanzas extranjeras, como me hubiera gustado tener. Ahora leo los libros de estudio de Ai-lan, cuando ella los deja, y me doy cuenta de cuánto he dejado de aprender… Pero he llegado a la convicción de que Ai-lan no va a ser nada grande. Sus dotes están en su risa, en su linda cara, en su malicia y en todas esas maneras de atraerse a la gente. No trabajará nunca en nada. No ama nada que no sea su propio placer. Es simpática, pero sin ninguna profundidad en su simpatía. Es simpática y amable porque la vida es más grata cuando se es simpático y amable y no por otra razón. ¡Oh, yo conozco lo que ya puede dar de sí mi hija, Yuan! ¡Ahora sé qué es lo que tendría que modelar! Mis sueños se han desvanecido. Ahora lo único que pido es que se case inteligentemente, pues debe casarse, Yuan. Es una de esas mujeres que necesitan estar bajo el cuidado de un hombre. Pero ha sido educada con tal libertad, que no se casará con quien yo le pueda aconsejar; y me atormenta pensar, conociendo lo voluntariosa que es, que caiga en manos de algún mozalbete o de algún loco, demasiado viejo para ella. Hasta tuvo la impertinencia de pretender más de una vez mirarse en los ojos de un hombre blanco y tener como un honor que la vieran con él. Pero ahora no temo eso. Ha seguido otro camino. Más le temo a un hombre que está continuamente con ella. Yo no puedo seguirla, y tampoco quiero creer a los primos ni a la mujer del primo mayor, Yuan; por favor, sal con ella algunas noches y dime si está segura y salva.
En ese momento, mientras su madre hablaba tan largamente, Ai-lan entró en la pieza, vestida para ir a sus diversiones. Llevaba un largo y estrecho traje de color de rosa, con adornos plateados, y calzaba zapatos también plateados, de alto tacón, a la usanza extranjera. El cuello de este vestido estaba cortado según la nueva moda, rodeando la garganta suave, tierna y dorada como la de un niño. Las mangas eran cortas, tan cortas, que dejaban ver, desde los hombros, sus preciosos brazos, terminados en unas manos tiernas, en las que no se notaban los huesos, cubiertas con la piel más delicada. En la muñecas, livianas como las de un chiquillo y redondeadas como las de una mujer, llevaba brazaletes de plata y jade. El pelo, rizado, caía sobre la cara, pintada y bonita, suave y negro como la tinta. Sobre los hombros llevaba, sueltamente, un abriguillo de blancas pieles, que se quitó al entrar en la habitación, mirando sonriente primero a Yuan, luego a su madre, sabiendo muy bien lo preciosa que estaba, ingenuamente orgullosa de su belleza.
Ambos la miraron y no pudieron apartar de ella los ojos. Ai-lan lo notó y dejó escapar una risilla de triunfal satisfacción. Esta interrumpió el éxtasis de su madre, que le dijo:
—¿Con quién vas a salir esta noche, hija?
—Con un amigo de Sheng —contestó Ai-lan alegremente—. Un escritor, madre. Ya es famoso por sus cuentos: Wu-Li-Yang.
Era un hombre que Yuan había oído algunas veces. Un tipo realmente famoso por sus cuentos escritos a la manera occidental, cuentos muy libres e insolentes, llenos de diálogo sobre el amor entre el hombre y la mujer, y que con frecuencia terminaban en muertes. Yuan no dejaba de sentir curiosidad por conocerle; había leído sus cuentos, secretamente, y a veces con vergüenza de leerlos.
—Alguna vez debías llevar a Yuan contigo —dijo la madre dulcemente—. Trabaja demasiado. Ya se lo he dicho a él. Debe salir a distraerse un poco, de vez en cuando, con su hermana y con sus primos.
—Así debía ser, Yuan, y hace tiempo que estoy dispuesta a llevarlo —exclamó Ai-lan, sonriendo abiertamente y clavándole sus negras pupilas—. Pero debes comprar los trajes que necesitas. Madre, hazle comprar trajes y zapatos extranjeros. Bailará mucho mejor con las piernas libres de esos viejos vestidos. A mí me gustan los hombres con trajes extranjeros… ¡Vamos mañana y le compramos de todo! Tú no eres feo, Yuan, ¿sabes? Y estarás tan bien como cualquier otro con tu traje occidental. Y yo te enseñaré a bailar. ¡Mañana empezaremos!
Al oír esto, Yuan se ruborizó y meneó la cabeza, pero no decididamente, pues recordó lo que le había dicho la señora y no pudo dejar de pensar en lo amable que había sido con él y en que esta era la manera de corresponderle. Entonces, Ai-lan dijo:
—¿Qué vas a hacer si no sabes bailes? No te vas a pasar el tiempo solo junto a una mesa. Todos nosotros, los jóvenes, bailamos.
—Es la moda, indudablemente, Yuan —dijo la madre, cortando un suspiro—, una extraña y dudosa costumbre, lo sé, importada de Occidente; y yo la detesto. No sabría decir si es buena o mala, pero sé que detesto esta moda.
—Madre, eres el espíritu más anticuado que conozco; y, sin embargo, te quiero —dijo Ai-lan, riendo.
Antes de que Yuan pudiera hablar, se abrió la puerta y entró Sheng, vestido de blanco y negro, al modo extranjero; y con él, otro hombre, que Yuan supo que era el escritor de cuentos. Con ambos iba una preciosa muchacha vestida exactamente como Ai-lan, aunque en verde y oro. Pero a Yuan todas las muchachas le parecían iguales aquellos días; todas bonitas, ligeras como niños, todas pintadas y todas dando gritos constantes de alegría o de dolor. No había visto antes a aquella muchacha. Se quedó mirando al joven escritor que era un hombre alto y pulido, de cara larga y lisa, pálida, pero hermosa con sus labios estrechos y rojos; sus ojos eran negros y las cejas, negras también, largas y exiguas; pero lo más notable de él eran las manos, que movía todo el tiempo, aunque no estuviese hablando; eran grandes, pero con hechura femenina, con los dedos puntiagudos y delgados desde su arranque; manos de piel olivácea, suave, fragante, manos voluptuosas, que cuando Yuan tomó una de ellas en la suya para saludar pareció desvanecerse, fluir cálidamente entre sus dedos; y Yuan odió, desde el primer momento, el contacto de aquella mano.
Ai-lan y el hombre empezaron a hablar dando muestras de gran intimidad en sus miradas; y los ojos de él le decían lo que pensaba de su belleza. Al notar esta mirada, el rostro de la madre se turbó.
Salieron de pronto los cuatro, como un viento cargado de aromas. En la habitación quedaron solos Yuan y la señora le miró con fijeza.
—¿Comprendes, Yuan, lo que antes te decía? —dijo con calma—. Este hombre es casado. Lo sé. Le pedí a Sheng que me dijera la verdad; al principio negó, pero luego dijo que no era un deshonor para un hombre que se había casado con una mujer anticuada y obligado por sus padres, andar libremente con muchachas. ¡Yo quisiera que esta muchacha no fuera mi hija, Yuan!
—Iré —dijo Yuan.
Y olvidó cuánto le desagradaba aquello, pues lo hacía por favor a la señora.
A Yuan le compraron los trajes al estilo extranjero, y Ai-lan y su madre fueron con él a una tienda de occidentales, donde un sastre tomó las medidas para un traje negro, que llevaría de noche, y otro castaño, para usarlo durante el día. Y también compraron zapatos de cuero, un sombrero, guantes y otras cosas que suelen llevar los hombres extranjeros. Ai-lan estuvo hablando todo el tiempo, riendo y moviendo la cabeza para mirar a Yuan y ver lo que mejor le sentaba, hasta que este, turbado y vergonzoso, empezó a reír también, sintiéndose más feliz que nunca. Hasta el dependiente de la tienda reía oyendo las observaciones de Ai-lan, y le echaba miradas secretas, admirando su belleza y su libertad. Solamente la madre suspiraba mientras la muchacha reía, pues Ai-lan no se preocupaba ni poco ni mucho de lo que decía o hacía, y sólo se interesaba en llamar la atención y hacer que la gente riera de sus ocurrencias; buscaba siempre la impresión que causaba en los ojos ajenos, y si notaba que era una impresión de agrado, entonces se ponía más contenta y parlanchina, que era lo que todo el tiempo sucedía.
En fin, Yuan quedó vestido a la usanza occidental, y aunque al principio experimentó cierta sensación de desnudez en las piernas, habituado como estaba a los trajes de larga hopalanda, le gustó la nueva indumentaria extranjera. Podía andar libremente, y le agradaba tener tantos bolsillos donde guardar una porción de pequeñas cosas que necesitaba constantemente. Cierto es que también le complació mucho, el primer día que usó su nueva vestimenta, ver que Ai-lan palmoteaba, satisfecha, y decía:
—¡Yuan, eres hermoso! ¡Madre, míralo! ¿No es verdad que le sienta maravillosamente? Esa corbata roja… Yo sabía que iba a caer bien junto a su piel oscura, y veo que es verdad. ¡Yuan, voy a estar orgullosa de ti! Mira, aquí estamos… Señorita Ching, este es mi hermano Yuan. Quiero que sean amigos. ¡Sorita Li, mi hermano!
Y la muchacha fingía presentarlo a una fila de preciosas amigas. Yuan no sabía cómo vencer su azoramiento y se quedó sonriendo penosamente, con las mejillas tan rojas como la corbata nueva. Pero aun en aquello había algo muy agradable; y cuando Ai-lan abrió una caja de música que tenía, y las notas llenaron el cuarto; cuando le hizo pasar el brazo por su talle y le obligó suavemente a dar unos pasos a compás, la dejó hacer, muy confuso, pero encontrando que era grato. Halló él mismo un ritmo natural, de suerte que sus pies se empezaron a mover al compás de la música. Ai-lan estaba encantada al ver con qué facilidad aprendía.
De este modo encontró Yuan un nuevo agrado. A veces se avergonzaba de sentir en su sangre una fuerza extraña, y, al notarla, tenía que esforzarse para no estrechar más fuertemente a la muchacha con quien bailaba, cualquiera que fuese, y no arrastrarla a ella y a sí mismo en aquel anhelo. No era fácil para Yuan bailar tranquilamente, puesto que hasta ahora no había tocado ni la mano de una muchacha, ni hablado con otras que no fueran su hermana o su prima. No era fácil para él deslizarse lentamente por salones iluminados y bajo el extraño ritmo de las músicas extranjeras, teniendo en sus brazos una doncella. Al principio, la primera noche, había tenido tanto miedo de que le traicionaran sus pies, que no pudo pensar en otra cosa sino en moverlos cuidadosamente y como debía.
Pero pronto sus pies se movieron rítmicamente, con tanta suavidad como los de cualquiera de los otros muchachos y la música era su guía, de suerte que Yuan no tenía que pensar en ellos. Entre la gente de toda raza y nacionalidad que llenaba los lugares de esparcimiento en aquella ciudad, Yuan era uno más, perdido entre tantos extraños que no le conocían. Estaba solo, y solo se sentía con una joven contra su pecho y con su mano en la de ella. No halló ninguna muchacha mejor que otra en aquellos primeros días; todas eran lindas, todas amigas de Ai-lan, y todas caprichosas. Cualquiera era buena para él. Todo lo que anhelaba entonces era encontrarse cerca de una de aquellas muchachas y sentir su propio corazón quemándose en un dulce fuego, al que no se atrevía a ceder.
Si después se sentía avergonzado de sí mismo, cuando se distraía con la luz diurna y la seriedad de las clases, no por eso dejaba de negarse a comprender que el asunto era peligroso para él; y lo excusaba diciéndose que aquella era su obligación para con la señora y que con esto la complacía en lo que ella le había pedido.
Verdad era que vigilaba a su hermana, y que, al final de cada noche de diversión, esperaba hasta que Ai-lan estuviera lista para volver a casa; nunca pidió a otra muchacha que fuera con él si tenía que dejar por ello a Ai-lan. Era especialmente cuidadoso en esto, para excusar las horas que así perdía, y aumentaba su cuidado al observar que el tal Wu se encontraba con Ai-lan muy asiduamente. Esto era lo único que podía hacer que Yuan olvidara la dulzura que nacía en él, a veces, cuando la música le arrebataba demasiado, junto a la muchacha con quien bailaba, pues si veía que Ai-lan entraba en otra pieza con Wu, o si la veta salir al balcón para refrescarse, no podía seguir bailando tranquilo hasta que se iba junto a ella y allí se quedaba, silencioso.
Por cierto que Ai-lan no lo aguantó mucho tiempo. Con frecuencia se enojaba con él, y algunas veces le dijo, rabiosa:
—Preferiría que no estuvieras siempre tan cerca de mí, Yuan. Es tiempo que salgas solo y te busques muchachas para ti. Ya no me necesitas. Ya bailas tan bien como cualquier otro. ¡Me gustaría que me dejaras en paz!
Yuan no contestaba. No iba a decir lo que la señora le había dicho a él, y tampoco Ai-lan llevaría la cosa a tal punto, ni aun en sus momentos de enojo. Parecía que ella temiese que se le escapara, en ciertos momentos, algo que no quería decir. Pero cuando se le pasaba la rabieta volvía a ser tan franca y alegre compañera como antes.
Por fin, ella comenzó a usar de su astucia, sin enfrentarse a él. Más bien reía y le dejaba seguirla a su gusto, como si quisiera conservarlo amistosamente con ella. Pero dondequiera que Ai-lan fuese, allí iba también el escritor. Parecía darse cuenta de que la madre de la muchacha no gustaba de él, pues ahora nunca iba a la casa. Pero siempre, en otras casas, ya en público o entre amigos, estaba junto a Ai-lan, como si supiera de antemano dónde iba a estar la muchacha. Yuan empezó a espiar a Ai-lan cuando hablaba con Wu, y vio que en estas ocasiones su carita se tornaba grave, gravedad que era tan extraña en ella que Yuan se sintió turbado más de una vez y se lo comunicó a la señora. En realidad, no había nada cierto que contar, puesto que Ai-lan bailaba con muchos hombres. Un día, cuando volvían juntos a casa, Yuan le preguntó por qué bailaba tan seriamente con aquel. Y ella respondió sin titubear, riendo:
—Quizá porque no me gusta bailar con él.
Y sacó la lengua, haciéndole burla.
—¿Y entonces por qué bailas con él? —le preguntó Yuan bruscamente.
Y ella rio al oír esto, con una malicia agazapada en sus ojos, y por fin dijo:
—No puedo ser grosera, Yuan.
Este procuró distraerse y no insistir, aunque se quedó receloso, lo que produjo una sombra en sus alegrías.
Había algo más que turbaba sus placeres, algo pequeño y corriente, pero importante. Cada vez que Yuan salía de Aquellos cálidos y luminosos salones, donde las flores, los manjares y el vino abundaban mucho más de lo que fuera menester, le parecía entrar en otro mundo cuya existencia deseaba olvidar, pues en la oscuridad, o en la incierta luz del alba, los mendigos y los miserables estaban arrebujados en los portales, unos tratando de dormir y otros esperando que la gente saliera de las casas de diversión para lanzarse como perros callejeros y husmear debajo de las mesas en busca de los pedazos de comida que había diseminados por el suelo. Y esto podían hacerlo sólo por un momento, pues los camareros y empleados los echaban a puntapiés y cerraban las puertas. Ai-lan y sus amigos de jolgorio nunca veían a estas pobres criaturas; o, si las veían, no les prestaban la menor atención, las miraban como bestias, y seguían riendo y llamándose unos a otros desde sus carruajes, encaminándose alegremente hacia sus casas y sus lechos.
Pero Yuan los veía. Aun contra su voluntad, los veía; a veces, en medio de la alegría de la noche, entre las músicas y las danzas, pensaba con terror en el momento en que tendría que salir a la calle gris y ver las lamentables figuras, las famélicas caras de los pobres. En ocasiones, uno de estos pobres extendía inútilmente la mano ante la sordera general de la gente rica y alegre, y la mano volvía a caer, no sin haber rozado el vestido de raso de una dama.
Entonces, una voz autoritaria de hombre gritaba:
—¡Quita de ahí esa mano! ¿Cómo te atreves a acercar tu sucia mano al vestido de mi mujer y mancharlo?
Y un policía de los que estaban a la puerta corría y golpeaba la crispada mano, haciéndola retirarse.
Yuan se encogía bajando la cabeza y se alejaba a toda prisa, pues su sensibilidad era tal, que le parecía sentir en su propia carne el golpe del policía, y que era su mano famélica la que bajaba, dolorida. Aquellos días, Yuan amaba los placeres y el esparcimiento, y le hubiera gustado no ver a los pobres. Pero estaban tan dentro de su sentir, que los veía aunque no quisiera.
* * * *
Mas no todas eran noches como aquellas en la vida de Yuan. También estaban los rudos días de estudio entre sus compañeros. Allí llegó a conocer mejor a sus primos Sheng y Meng, a los que Ai-lan llamaba el Poeta y el Rebelde. Allí, en el colegio, estos dos aparecían tales como eran; tanto en las clases como lanzando una pelota en el campo de juego, estos tres jóvenes primos podían olvidarse de ellos mismos. Podían sentarse en las discretas filas de pupitres, saltar, gritar a sus compañeros y rugir alegremente ante cierto juego defectuoso. Yuan conoció a sus primos como nunca los hubiera conocido en su casa.
En efecto, como los jóvenes, en su casa, junto a sus mayores, no suelen ser lo que son realmente, tampoco estos lo eran: Sheng, siempre silencioso y tan impenetrable con sus poemas, y Meng, siempre huraño y dispuesto a chocar contra alguna mesa demasiado llena de fruslerías o porcelanas para té, lo que le hacía decir a su madre:
—Nunca tuve en mi casa un hijo que anduviera por ella como un búfalo joven. ¿Por qué no puedes ser como Sheng, tranquilo y silencioso?
Y cuando Sheng volvía tan tarde de sus diversiones que no se podía levantar a tiempo para ir a la escuela al día siguiente, la madre le gritaba:
—Siempre he dicho que soy la madre más desgraciada del mundo y que mis hijos no sirven para nada. ¿Por qué no puedes volver a casa a una hora normal, como Meng? Nunca lo he visto saliendo por la noche, vistiendo como un diablo extranjero, para ir a quién sabe qué sitios. Es tu hermano mayor el que te da mal ejemplo, como su padre se lo dio a él. La culpa, en resumen, es de tu padre. Siempre lo he dicho.
Lo cierto era que Sheng nunca iba a las mismas diversiones que su hermano mayor, pues gustaba de más delicados entretenimientos, y Yuan lo vio varias veces en los sitios a donde iba Ai-lan. A veces, salía con Yuan y con Ai-lan, pero con mayor frecuencia salía solo con alguna muchacha, a la que amaba durante algún tiempo, y ambos podían pasarse la noche bailando en silencio y perfectamente divertidos.
De suerte que los dos hermanos iban por sus caminos, cada cual absorto en alguna parte secreta de la vida de aquella ciudad multitudinaria. Pero aunque Sheng y Meng eran dos tipos tan distintos que debía esperarse que estuvieran peleándose todo el tiempo (y más aún que con el hermano mayor, que era bastante más viejo que ellos, pues había habido un hermano en medio: uno que se suicidó, ahorcándose, cuando era muy joven, para no ir con su tío, el Tigre) no peleaban entre ellos, sin embargo. Esto era en parte porque Sheng era un muchacho gentil, sonriente, que detestaba las querellas y dejaba a Meng que hiciera lo que se le antojase, y también porque cada uno estaba en el secreto del otro. Si Meng sabía que Sheng iba a determinadas partes, Sheng sabía que Meng era un revolucionario y que él también tenía reuniones a escondidas, aunque, claro estaba, por una causa diferente y más peligrosa. De modo que ambos guardaban silencio, y ninguno se defendía ante su madre para acusar al otro. Pero los dos, con el tiempo, fueron conociendo a Yuan, y cada día le apreciaron más, pues con ninguno de ellos hablaba de las cosas que conocía del otro.
Ahora el colegio empezó a ser un verdadero pasatiempo para Yuan, pues le gustaba mucho aprender. Compró gran cantidad de libros nuevos, que llevaba bajo el brazo; compró lápices, y hasta se decidió a adquirir una pluma al estilo extranjero, que estaba muy orgulloso de poder llevar sujeta al bolsillo de la chaqueta, como los otros alumnos. No usó su viejo pincel sino para escribir a su padre, una vez al mes.
Los libros fueron algo mágico para él. Pasaba sus limpias, desconocidas páginas, ansiosamente; trataba de fijar cada palabra en su memoria, y aprender y aprender por el solo gusto de saber más. Se levantaba al amanecer —si despertaba a tiempo— y leía sus libros, aprendiéndose de memoria las cosas que no entendía, así se metió muchas páginas en la cabeza. Y cuando había desayunado —solitario, pues ni Ai-lan ni la madre se levantaban tan temprano—, caminaba apresurado por las calles medio vacías, y siempre era el primero en llegar a clase. Si algún profesor legaba también temprano, Yuan aprovechaba para aumentar sus conocimientos, para vencer su cortedad y hacer cuantas preguntas se le antojaban. Si algún profesor no iba a clase, entonces no dejaba pasar el tiempo sin hacer nada, como los otros estudiantes, sino que estudiaba durante aquella hora la materia que el profesor no había podido explicar.
Este fue el mejor entretenimiento para Yuan. Nunca le parecía haber aprendido lo bastante la historia de todos los países del mundo, los versos y las leyendas extranjeras, o los estudios sobre los animales. Lo que más le gustaba era el estudio interno de las hojas, semillas y raíces de las plantas, para conocer cómo la lluvia y el sol podían fertilizar el suelo, cuándo plantar cierta semilla, seleccionarla y hacer aumentar su capacidad de producción. Todo esto y mucho más aprendía Yuan. Le molestaba el tiempo que perdía comiendo y durmiendo, aunque, por cierto, aquel mocetón estaba siempre con hambre y necesitaba alimentarse y dormir. Pero de esto se cuidaba la señora, a la que él llamaba su madre, quien, aunque no dijera nada, siempre estaba atenta y, sin que él apenas se percatara, se preocupaba de que le preparasen ciertos guisos que a él le agradaban.
Veía con frecuencia a sus primos, que llegaron a ser una parte de su vida cotidiana, pues Sheng estaba en la misma clase que él, y a veces leía sus versos o escritos, siendo muy alabado por ellos. En aquellos días, Yuan le miraba con cierta envidiosa humildad, y deseaba que sus propios versos pudieran estar tan dulcemente rimados, aunque Sheng bajaba los ojos modestamente y decía que allí no había nada que alabar. Y le hubiera creído a no ser porque en su pequeña boca había, cuando decía esto, una sonrisilla de satisfacción que le traicionaba, aunque él no se diera cuenta. En aquel tiempo, Yuan escribía muy pocos versos, pues estaba muy ocupado para dedicarse a cualquier clase de ensueño; y si escribía, las palabras brotaban duramente y no conseguía agruparlas como antaño. Le parecía que sus ideas eran demasiado grandes para él, sin forma, difíciles de encerrar en palabras. Aun cuando escribía puliendo y repuliendo las palabras varias veces, su viejo maestro decía: