De este modo llegó Wang Yuan, hijo de Wang el Tigre, a la casa de tierra de su abuelo Wang Lung.
Wang Yuan tenía diecinueve años cuando fue desde el Sur al hogar de su padre, para reñir con él. Una noche de invierno, mientras la nieve azotaba los enrejados, siguiendo las intermitencias del viento Norte, el Tigre estaba solo, sentado en el vestíbulo, removiendo los tizones del brasero, distracción que le agradaba, y soñando como siempre con que su hijo volvería un día a la casa, hecho un hombre y dispuesto a ponerse a la cabeza de los ejércitos de su padre y conducirlo a las victorias que el Tigre había planeado, pero no había llegado a realizar porque los años le atraparon antes de que pudiera hacerlo. Aquella noche, Wang Yuan, el hijo del Tigre, llegó a la casa cuando nadie lo esperaba.
Se quedó de pie ante su padre, y el Tigre contempló a su hijo, que llevaba un uniforme desconocido para él. Era el uniforme de los revolucionarios, enemigos de todos los señores de la guerra; el Tigre era uno de estos. Cuando se dio cuenta de lo que sucedía, el viejo salió de su ensueño y, levantándose de su sitio, se quedó mirando de hito en hito a su hijo, mientras que tanteaba buscando la fina y aguda espada que siempre llevaba consigo, dispuesto, al parecer, a matar a su hijo como hubiera matado a cualquiera de sus enemigos. Mas, por primera vez en su vida, el hijo del Tigre dejó ver el furor que en él había y que Jamás se había atrevido a demostrar frente a su padre. Se abrió la guerrera azul, mostrando el juvenil pecho, moreno y bruñido, y gritó con voz fuerte:
—Sabía que ibas a querer matarme. ¡Es tu antiguo y único remedio! Está bien: ¡mátame!
Pero aun mientras gritaba, el muchacho sabía que su padre no lo iba a matar. Vio cómo caía lentamente el brazo del padre y con él la espada; mirándole fijamente, el hijo vio que los labios le temblaban como si fuera a romper en llanto y que se llevaba a ellos la mano para mantenerlos quietos.
En aquel momento, cuando padre e hijo se miraban frente a frente, el viejo y fiel hombre del labio leporino, que había servido al Tigre desde que ambos eran jóvenes, entró con el usual vino caliente, destinado a tranquilizar al Tigre antes de que se fuera a dormir. No vio al muchacho. Sólo vio a su viejo amo, y cuando observó su agitado aspecto y aquella mirada débil y vaga, con la expresión de ira que se desvanecía, vertió el vino en la vasija y se apartó un poco, llorando. Entonces, Wang el Tigre se olvidó de su hijo, dejó caer la espada y, tomando con las dos manos temblorosas el tazón, lo llevó a su boca, bebiendo una y otra vez, en tanto que el fiel criado le servía más y más vino del jarro. Una y otra vez, el Tigre repetía:
—Más vino, más vino.
Y se olvidó también de sollozar.
El joven seguía de pie, mirándolos, mirando a los dos viejos, el uno infantilmente reconfortado con el vino después del golpe, y el otro escanciando sin cesar, mientras su repugnante cara se arrugaba de ternura. Eran solamente dos viejos, cuyas mentes, aun en aquel instante, estaban llenas con la idea del vino y de su confortamiento.
El joven se sintió olvidado. Su corazón, que había estado latiendo fuerte y ardientemente, se le tornó frío en el pecho, y un nudo en la garganta se le trocó de súbito en lágrimas, Pero no dejó salir estas lágrimas. No; algo de aquella fortaleza que había aprendido en la escuela de guerra le sirvió en aquel instante. Se estrechó el cinturón que se había desatado, y, sin decir palabra, salió, encaminándose a un cuarto donde antaño, cuando era niño, solía sentarse a estudiar con su joven tutor, quien más tarde fue su capitán en la escuela de guerra. En la oscuridad del cuarto anduvo a tientas buscando la silla junto al escritorio, y allí se sentó, dejando lacio su cuerpo, tratando de hacer descansar su corazón.
Ahora comprendió que no había razones para haber sentido aquel temor apasionado que antaño sintió por su padre. Ni aquel apasionado miedo, ni tampoco aquel apasionado cariño que le había hecho olvidar, por culpa del viejo, a sus compañeros y su causa. Varias veces Wang Yuan pensó en su padre tal como lo acababa de ver, tal como aún permanecía en el vestíbulo, bebiendo vino. Le veía con nuevos ojos, y a duras penas podía pensar que el Tigre era su padre. Yuan había temido siempre a su padre; temido y amado, aunque siempre con una inevitable y secreta rebelión. Tenía miedo de las súbitas rabias y rugidos del Tigre y de la sutil manera con que sacaba su delgada y aguda espada, que llevaba siempre a mano. Cuando era un chiquillo solitario, Yuan despertaba con frecuencia en la noche llorando por haber soñado que algo había irritado a su padre, aunque no hubiera motivo para tales temores, ya que el Tigre no podía estar mucho tiempo enfadado con su hijo. Pero el chico le veía con frecuencia irritado, o aparentando enojo con los otros, pues el Tigre usaba su furia como un arma para regir a sus hombres; en las tinieblas de la noche, el chiquillo temblaba entre sus sábanas al recordar los redondos y brillantes ojos de su padre, y aquel temblor en los hirsutos y negros bigotes cuando se enfurecía. Había sido una broma entre los hombres del Tigre —un chiste no exento de miedo— decir: «Mejor es no tirarle de los bigotes al Tigre».
Pero, con todas sus furias, el Tigre amaba solamente a su hijo, y Yuan lo sabía. Lo sabía y lo temía, pues aquel cariño era como una especie de furia también; un cariño tan denso y petulante, que caía pesadamente sobre el niño. Porque no había mujeres en la corte del Tigre para calmar los ardores de su corazón. Otros capitanes y guerreros, cuando descansan de las batallas y van envejeciendo, toman algunas mujeres para distraerse; pero Wang no. Ni siquiera visitaba a sus propias esposas. Una de ellas, la hija de un médico, que, siendo hija única, heredó gran cantidad de plata de su padre, vivía desde hacía años en una ciudad de la costa, con una sola hija también, la única que había dado al Tigre, y allá la educaba en una escuela extranjera. Para Yuan, su padre había sido desde entonces una mezcla de amor y de miedo, y esta mezcla pesaba como una mano oculta sobre él. Estaba como prisionero en ella, y su espíritu como encadenado por aquel terror y por el conocimiento del único y concentrado amor de su padre en él.
Esto hizo que el padre influyera en su vida, aunque el propio Tigre no lo supiese, en aquella hora dura y decisiva, la más fuerte que Yuan había conocido, cuando en la escuela de guerra del Sur sus camaradas, ante el capitán, se comprometieron a luchar por la gran causa. Apoderarse de cada puesto en el gobierno de su patria y quitar de en medio a los hombres débiles que los ocupaban entonces. Y hacer algo por el buen pueblo, que estaba a merced de los señores de la guerra y de los enemigos de fuera, y construir de nuevo una gran nación. En aquella hora, cuando cada uno de los jóvenes juró por su vida cumplir con este cometido, Yuan permaneció aparte, dominado por el cariño y el temor a su padre, que era uno de aquellos señores guerreros contra los que clamaban. Su corazón estaba junto a sus camaradas. Tenía en su mente los sufrimientos de aquellas buenas gentes a las que había decidido defender. Recordaba sus expresiones cuando veían el grano de sus siembras pisoteado por los caballos de los jinetes de su padre. Recordaba el indefenso gesto de odio y de terror en la cara de un anciano el día que, al pasar por una aldea, el Tigre pidió —no sin cierta cortesía en los modales— una cantidad de alimentos y de plata para repartirlos entre sus hombres. Recordaba los cadáveres tendidos en los campos, y cuán poco preocupaban a su padre y a los soldados de este. Recordaba las inundaciones y las épocas de hambre, y el día en que el agua desbordaba un dique, y la muchedumbre de hombres y mujeres obligados a trabajar en la contención de estas aguas para la seguridad y tranquilidad del Tigre y de su precioso hijo. Sí, Yuan recordaba esta y otras cosas, y se odiaba a sí mismo por ser el hijo de uno de aquellos señores de la guerra. Incluso mientras estaba entre sus camaradas, se odiaba a sí mismo, y más cuando se apartó secretamente, por miedo a su padre, de la causa que le hubiera gustado servir.
Solo, en la oscuridad de su cuarto de niño, recordaba este sacrificio en aras de su padre y lo inútil que hasta ahora había sido el resultado. Hubiera querido no haberlo hecho, puesto que, por añadidura, su padre no lo comprendía ni valoraba. Por aquel viejo había dejado a la gente de su propia generación, a sus camaradas. ¿Y qué le importaba esto al Tigre? Yuan se sintió fracasado e incomprendido en su vida. De pronto, recordó las heridas y daños que había recibido de su padre; cómo el Tigre le había obligado a salir y contemplar los ejercicios guerreros de sus hombres, cuando él, niño, estaba leyendo un libro que le gustaba, y se veía constreñido a dejar aquella lectura; cómo su padre había matado a tiros a unos hombres que habían ido a implorarle que les diera comida. Recordando todas estas cosas que odiaba, Yuan murmuró con los dientes apretados: «Nunca me ha querido. Piensa que me quiere y que tiene en mí lo único grande de su vida, pero jamás me ha preguntado qué quería yo, y si lo ha hecho ha sido para negarse a complacerme en lo que yo le dijera que deseaba, de tal modo que siempre tuve que pensar antes de decirle lo que yo quería, y nunca he tenido verdadera libertad».
Y entonces pensó en sus compañeros, en cuánto debían despreciarle, cómo nunca participaría con ellos en la construcción de una patria grande. Y se dijo con rebeldía: «No querré volver a esa escuela de guerra. O él mismo me obligará a ir, o no iré a ninguna parte». Esta amargura y soledad se adueñaron de Yuan que sollozó fuertemente, apretando sus ojos en la oscuridad y murmurando como un niño enojado: «Por encima de todo lo que mi padre piensa o entiende, de todo lo que le importa, yo debí haber sido un revolucionario. Debí haber seguido a mi capitán. Ahora no tengo capitán… ¡Ahora no tengo ninguno!».
Y así, Yuan permaneció solitario en el cuarto, sintiéndose el más solo y dolorido de los hombres, y nadie fue hacia él. En todas las horas de la noche, ni siquiera un sirviente se le acercó para ver lo que hacía. Ninguno de ellos había dejado de darse cuenta de que Wang el Tigre estaba frenético contra su hijo, pues, mientras discutían, había ojos y oídos pegados a las rejas, y ahora ninguno se atrevía a merecer la rabia de su señor confortando al hijo. Era la primera vez que Yuan no recibía la atención de nadie, y esto le hacía sentirse más solo. Siguió sentado, y no trató de buscar una vela para alumbrarse ni de gritar llamando a ningún criado. Puso sus brazos sobre el escritorio, reclinó en ellos la cabeza y dejó que las olas de su melancolía salieran en llanto, sin descanso, sobre sus brazos, mientras quisieran salir. Pero al fin se quedó dormido. ¡Era tan joven y estaba tan cansado!
* * * *
Cuando despertó, amanecía. Levantó rápidamente la cabeza y miró en torno. Entonces recordó que había peleado con su padre, y toda la amargura volvió a él. Se levantó, dirigiéndose hacia la puerta que daba al patio, y miró al exterior. El patio estaba quieto, vacío y gris a la luz descolorida. Había amainado el viento, y la nieve que cayó durante la noche se iba fundiendo en la tierra. Junto al pórtico dormía un vigilante, acurrucado contra un rincón para guardarse del frío; el palo con que golpeaba a los ladrones yacía sobre las baldosas. Mirando al hombre, Yuan pensó cuán repugnante era su rostro dormido y lacio, con la quijada caída, mostrando los dientes mal acondicionados; empero, aquel hombre era bueno en el fondo, y le había acompañado amablemente en su niñez, cuando iba a comprar dulces, juguetes y otras cosas en las ferias callejeras. Mas, para él, el hombre parecía ahora solamente un ser repugnante y viejo, al que le importaba muy poco el dolor de su joven amo. Sí, Yuan se lo dijo a sí mismo; su vida, allí, había sido vacía, y sentía una súbita rebelión contra todo aquello. No era una nueva rebeldía. Era el estallar de la guerra secreta que —ahora se daba cuenta— había existido siempre entre su padre y él, una guerra que había ido creciendo sin que apenas se percatara de su existencia.
En los primeros días de su niñez, el tutor occidental de Yuan le había enseñado y adiestrado, hablándole de la revolución, de la nueva estructura de una nación, hasta que el corazón del niño era todo fuego con el sentimiento de aquellas grandes y hermosas palabras. Pero siempre sintió que el fuego se tornaba mortecino cuando el tutor bajaba la voz y le decía con tono más seguro:
—Y tú tendrás que emplear el ejército que algún día estará a tus órdenes, tendrás que emplearlo para la salvación de tu patria, pues ya no deben existir más señores de la guerra.
Completamente desconocidas eran para Wang el Tigre estas enseñanzas que su hijo recibía. Y el chico se empequeñecía bajo la mirada brillante de su joven maestro, escuchando su voz ardiente y sentía salir de su propio pecho una voz que no se atrevía a decir las palabras que brotaban claramente en su corazón: «Pero mi padre es uno de esos señores de la guerra». Esta fue la espina secretamente clavada en su infancia, y nadie lo sabía. Espina que le hizo ser un niño grave y silencioso, siempre demasiado melancólico para su edad; porque, aunque amaba a su padre, pensaba que no podía estar orgulloso de él.
En el pálido amanecer que a la sazón contemplaba, Yuan sentía la fuerza de todos aquellos años de guerra consigo mismo. Hubiera querido huir, alejarse de aquella lucha interior, y de otra clase de guerra, de toda causa. Pero ¿adónde ir? Había estado tan guardado, tan ceñido por aquellas murallas y por el cariño de su padre, que no tenía ningún amigo, en ninguna parte, donde volver la mirada.
Entonces recordó el lugar más tranquilo que había visto en su vida, entre aquel polvo de combate y conversaciones guerreras que habían rodeado su infancia: la vieja casa de tierra en que antaño vivió su abuelo, Wang Lung, llamado el Campesino, hasta que se hizo rico, fundó su casa y se fue a la tierra donde le llamaron Wang el Rico. Pero la casa, hecha de adobes, aún permanecía al borde de una aldehuela; los otros tres lados se abrían frente a tranquilas campiñas. Junto a ella, Yuan recordó, estaban las tumbas de sus antepasados, la de Wang Lung y otros miembros de su familia. Yuan lo sabía porque, una o dos veces, cuando niño, había ido allí, en compañía de su padre, que iba a visitar a sus hermanos mayores, Wang el Terrateniente y Wang el Mercader, que vivían en la ciudad más cercana a la casa de tierra.
Ahora —Yuan se lo dijo a sí mismo— podría estar solo y tranquilo en la vieja casa, pues en ella no vivían sino unos colonos que allí había dejado su padre, desde que cierta mujer de rostro adusto se había ido para meterse a monja. La había visto una vez con dos niños de extraño aspecto: una tonta de pelo grisáceo, que murió, y el otro un jorobado, tercer hijo del mayor de sus tíos, que se hizo sacerdote. Recordó que aquella mujer le había parecido una monja incluso cuando la vio, pues volvía la cara para no mirar a los hombres y llevaba vestidos grises cruzados sobre el pecho, aunque aún no se había afeitado la cabeza. Pero su rostro era el de una monja, pálido como una luna que se desvanece en el cielo, la piel delicada y tirante sobre sus huesos; parecía joven hasta que uno se acercaba y veía las arrugas finísimas que tenía en la cara.
Pero esta mujer ya no estaba allí. Solamente quedaban los dos viejos colonos. Allí pensaba irse.
Entonces Yuan volvió a entrar en su cuarto, satisfecho de saber dónde podía ir ahora y dispuesto a marchar en seguida. Mas era necesario quitarse antes aquel uniforme militar que odiaba; abriendo una maleta de piel de cerdo, buscó unas vestiduras que en otros tiempos usó, encontrando un traje de piel de oveja, unos zapatos y ropa blanca interior, y se los puso apresurada y alegremente. Y fue a buscar, en silencio, su caballo, que estaba en el patio. Pasó junto a un guardia, cuya cabeza descansaba sobre el fusil. Salió, dejando atrás los pórticos, y picó espuelas a su caballo.
* * * *
Cabalgó Yuan por las calles, saliendo luego a unas alamedas y por fin al campo abierto; y vio cómo el sol salía soñoliento, entre un resplandor más allá de las distantes colinas, asomando de pronto por encima de los altozanos, con un noble color rojo claro, en el aire frío de la mañana invernal. Era aquello tan hermoso, que, antes de que lo sospechara, Yuan sintió disipados sus dolores, y en un momento se dio cuenta de que tenía hambre. Se detuvo ante una casa, de cuya puerta salió un olorcillo apetitoso; allí se sirvió unas gachas de arroz caliente, pan de trigo rociado con ajonjolí[1], un trozo de mojama[2] y una taza de oscuro té. Cuando se lo hubo comido todo, bebido el té, enjuagado la boca y pagado al soñoliento encargado del albergue —que le lavó la cara y arregló el peinado entretanto—, Yuan volvió a cabalgar. Ahora, el alto y luciente sol brillaba en los cortos y ateridos trigales y en los aún húmedos techos de las casas aldeanas.
Como era todavía joven, aquella mañana sintió repentinamente que en ninguna vida, ni aun en la suya, podía ser todo malo. Saltóle el corazón en el pecho, y recordó largo rato, mientras cabalgaba mirando los campos, que él había dicho siempre que quería vivir donde hubiera campiñas y árboles, donde hubiera agua que ver y oír; y entonces se dijo: «Tal vez sea esto lo que debo hacer ahora. Debo hacer lo que me place, sin que nadie se preocupe de mí». Y cuando sintió que esta nueva y menuda esperanza brotaba en su pensamiento, comenzaron a brotar palabras de su mente, y antes de que se diera cuenta rompieron en versos, y así olvidó sus tribulaciones.
Pues Yuan, en aquellos años de su juventud, encontró en él una facultad para construir versos; breves, delicados versos que escribía en los dorsos de los abanicos y en las blanqueadas paredes de los cuartos donde vivía, por dondequiera que fuese. Su maestro se había reído siempre de estos versos, porque Yuan escribía sobre cosas tenues, como hojas cayendo sobre aguas otoñales, o sauces de limpio verdor junto a un estanque, o acerca de los albérchigos[3] floridos, rosados entre las neblinas blancas de la primavera, o sobre los nutridos surcos de la tierra recién arada, y otros dulces motivos semejantes. Nunca escribió sobre la guerra y la gloria, como era de esperar en el hijo de un caudillo; y cuando sus camaradas pidieron que escribiera un himno de la revolución, pasó grandes apuros al llevarlo a cabo, pues hablaba de muerte más que de victoria; y se sintió decepcionado al ver que su canción no gustó a sus compañeros. Murmuró:
—A pesar de todo, las rimas están bien.
Y no trató de complacerlos de nuevo, pues era obstinado y tozudo en su interior, a pesar de su aparente docilidad. Desde entonces se guardó los versos para él mismo.
Ahora, por vez primera en su vida, Yuan estaba solo y no dependía de nadie. Esto era maravilloso para él, tanto más cuanto que iba a caballo por aquella tierra que tanto quería. Antes de que lo supiera, el caudal de su melancolía se atenuó. Su juventud triunfó en él, sintió su cuerpo fresco y fuerte, frío y limpio el aire que le penetraba por las narices; pronto se olvidó de todo, excepto de la magia de un versillo que le estaba danzando en la mente. No trató de apresurarlo. Miró las desnudas colinas, que ascendían claras, arenosas y agudas contra un cielo límpido y azul, y esperó a que su verso surgiera tan claro como ellas, tan perfecto como el perfil de una colina contra un cielo sin mancha.
Así pasó aquel dulce y solitario día, suavizando al pasar todas las asperezas, y le hizo olvidar el amor y el miedo, a los compañeros y las guerras. Al llegar la noche durmió en una posada campesina, a cargo de un viejo solitario, cuya segunda mujer no era lo bastante joven para encontrar aburrida la existencia junto a su anciano marido.
Yuan era el único huésped aquella noche. La pareja le atendió a pedir de boca, y la mujer le dio unas rebanadas de pan con trozos de apetitosa carne de cerdo, muy bien sazonada. Cuando Yuan comió y tomó el té, se fue a la cama y se tendió, sintiendo un grato descanso. Antes de dormirse tornaron a su memoria unos cuantos momentos de la disputa con su padre, pero también olvidó esto, pues antes de que el sol se pusiera aquel día había surgido claramente un verso, tal como lo soñó, según su deseo: cuatro líneas perfectas, cada palabra un cristal. Y se durmió contento.
Después de tres días libres como aquel, cada uno mejor que la víspera, llenos de luz de sol invernal, como un polvillo cristalino sobre collados y valles, Yuan llegó a caballo, lavado de sus pesares y en cierto modo lleno de esperanzas, al solar de sus abuelos. En la alta mañana corrió por callejuelas aldeanas y vio las casas de adobe techadas con bálago. En la calle estaban los campesinos y sus mujeres e hijos, de pie junto a las puertas, o sentados en cuclillas y comiendo arroz y pan. A Yuan le parecieron todos buenas personas, y se sintió amigo de ellos, bien acogido. Muchas veces había oído a su capitán hablar de la causa del pueblo. Allí estaba el pueblo.
Pero ellos miraban a Yuan dudosamente y con cierta temerosa admiración, pues lo cierto era que, aunque Yuan odiara la guerra y los medios guerreros, todavía, aunque él mismo no lo creyera, tenía aspecto de soldado. Fuera como fuese su corazón, el Tigre había hecho crecer aquel cuerpo alto y fuerte; a caballo, Yuan iba como un general y no como suelen ir los granjeros y los campesinos.
Así, aquella gente miraba a Yuan con recelo, no sabiendo quién era y siempre temerosa al ver a un extraño y observar sus actitudes. Los numerosos chicos de la aldea, con sus pedazos de pan apretados en las manos, corrieron tras él para ver dónde iba. Cuándo llegó a la casa de tierra, formaron un círculo en derredor suyo, mirándole embobados, mordisqueando sus pedazos de pan, empujándose unos a otros de vez en cuando, sorbiendo mientras miraban. Cuando estuvieron hartos de mirar, corrieron uno a uno a contar a sus padres que el joven alto y moreno había desmontado ante la casa de Wang, que había amarrado su caballo a un sauce y entrado en la casa, pero que cuando iba a entrar tuvo que agacharse, porque era tan alto que no cabía por la puerta. Yuan oyó a los chicos contando esto a voces por la calle, pero no le importó. Empero, los mayores se sintieron más recelosos respecto al recién llegado después de oír a los chicuelos, y nadie se acercó a la casa de Wang temiendo que algo malo fuera a ocurrirles con la llegada del mozo alto y cetrino, que era un extraño para ellos.
Yuan entró como un extraño en aquella casa de sus antecesores que vivieron en la tierra. Entró en el zaguán y allí esperó. Los habitantes oyeron el ruido de su entrada, llegaron desde la cocina, y cuando le vieron, no supieron quién era y tuvieron miedo de él. Al notar este miedo, Yuan. sonrió ligeramente y dijo:
—No tenéis por qué sentir temor de mí. Soy hijo de Wang el General, llamado el Tigre, que es el tercer hijo de mi abuelo Wang Lung, que antaño vivió en esta casa.
Dijo esto para tranquilizar a la pareja de viejos y para demostrarles su derecho a estar allí, pero ellos no se sintieron más seguros. Se miraban mutuamente con gran consternación, y los bocados de pan que habían empezado a masticar se colaron enteros y secos por sus gaznates, doliéndoles como si fueran piedras. La vieja puso sobre una mesa el pan que llevaba en la mano y se limpió la boca con los dedos, mientras el viejo dejaba quietas sus mandíbulas, se adelantaba un poco, inclinaba la cabeza saludando y decía, tratando de que bajase el pan que se había tragado:
—Honorable señor, ¿en qué podemos serviros y qué queréis de nosotros?
Entonces, Yuan se sentó en un banco, sonrió de nuevo, movió la cabeza y contestó con tranquilidad, pues había oído cuán necesario era no atemorizar a aquella gente:
—No quiero nada, sino quedarme en esta casa de mis padres, quizás a vivir para siempre. No sé nada, excepto que siempre he sentido una extraña atracción por los árboles, los campos y el agua; no conozco nada de la vida campesina. Pero sucede que ahora quiero apartarme, y voy a ocultarme aquí.
Dijo esto también para tranquilizarles, pero tampoco los tranquilizó. Volvieron a mirarse desazonados; el viejo dejó su trozo de pan y dijo seriamente, con ansiedad en su arrugado rostro y temblor en los escasos y blancos pelos de su barba:
—Señor, este es un mal lugar para ocultarse. Vuestra casa y vuestro nombre son conocidos por doquiera. Perdonadme, señor, que sea un hombre rudo que no sabe siquiera hablaros como es debido, pero vuestro honrado padre no es muy querido porque es un guerrero; y los tíos tampoco son queridos. —El viejo hizo una pausa y luego continuó, hablando casi al oído de Yuan—: Señor, la gente de estos campos odiaba tanto a vuestro tío el mayor, que él y su esposa se atemorizaron y se fueron con sus hijos a una ciudad de la costa, para vivir donde soldados extranjeros mantenían las cosas en paz. Y cuando vuestro segundo tío vino a recoger las rentas, ¡vino con una bandada de soldados que había contratado en la ciudad! Los tiempos son malos y los hombres del campo han sufrido tanto con las tasas y los impuestos de guerra, que están desesperados. Señor, hemos pagado esos impuestos durante diez años seguidos. No es este buen lugar para que os ocultéis, pequeño general.
La vieja se enjugó las manos nudosas y retorcidas en su delantal de algodón azul manchado, y musitó asimismo:
—Realmente, no es buen sitio este para vivir oculto, señor.
La pareja calló, titubeante y recelosa, esperando que Yuan decidiera no quedarse.
Pero Yuan no quería creerlos. Estaba tan contento de hallarse libre, tan complacido con todo lo que había visto, tan animado por el luminoso día, que deseaba quedarse por encima de todo. Sonrió con agrado y gritó decidido:
—Sí, me quedaré. No os molestéis vosotros ni temáis. Solamente dejadme comer de lo que comáis, y así viviré aquí un tiempo por lo menos.
Y se sentó en la sencilla habitación, contemplando la pala y el rastrillo apoyados contra la pared, las ristras de rojos pimientos colgando, la caza reseca y las cebollas, y se sintió complacido. Sintió hambre repentina, y el pan untado de ajo que los viejos habían estado comiendo le pareció apetitoso. Dijo:
—Tengo hambre. Dame algo de comer, buena madre.
La vieja lloriqueó:
—Pero, señor, no tenemos nada que darle a un señor como vos. Tendré que matar un ave… Solamente tengo este pobre pan, que ni siquiera es de trigo.
—Ese pan me gusta. Me gusta. Me gusta todo lo que hay aquí —respondió Yuan animoso.
Por fin, aunque insegura todavía, la mujer le llevó un trozo de pan con ajo; mas no quedó contenta hasta que encontró un poco de pescado que había puesto a salar en el otoño, y se lo llevó como una golosina. Yuan se lo comió todo, y nunca le supo mejor ningún manjar, porque estaba comiendo en libertad.
Cuando hubo comido, se sintió súbitamente cansado, aunque hasta aquel momento no había experimentado la menor fatiga. Y, levantándose, preguntó:
—¿Dónde hay una cama? ¡Quiero dormir un rato! El viejo contestó:
—Hay una pieza que no solemos usar, que fue la habitación de vuestro abuelo; y después de él, de una señora que fue la tercera de las suyas, una señora a la que todos queríamos, tan buena, que terminó metiéndose a monja. En ese cuarto hay una cama, en la que podréis descansar.
Empujó una puerta de madera, y Yuan pudo ver un cuarto oscuro que tenía por ventana solamente un pequeño cuadrado en el que habían pegado papeles; un tranquilo y vacío cuarto en el que entró, cerrando luego la puerta. Y por primera vez en su vida se sintió verdaderamente solo para dormir, sin guarda de nadie; y aquella soledad le gustó.
Mas, cuando estaba en el centro del sombrío cuarto de terrosas paredes, sintió la súbita y extraña sensación de que una vieja y vigorosa vida anduviera por allí todavía. Miró y volvió a mirar, pensativo y soñador. Era el cuarto más sencillo que había visto: un lecho con cortinas de cáñamo, una mesa de madera sin pintar y un banco; por suelo, la tierra apelmazada y fuerte, en la que los pies habían dejado una huella entre la cama y la puerta. Allí no había nadie sino él, y, sin embargo, sentía como la presencia cercana de una energía, un terrenal y robusto espíritu cuya existencia no podía comprender… Luego se desvaneció. Dejó de sentir la ajena vida cercana y quedó completamente solo. Sonrió. Se sentía tan dulcemente cansado que quiso dormir, pues no podía evitar que se le fueran cerrando los ojos. Se dejó caer en la ancha cama campesina, apartando los cortinajes, y se echó sobre el cuerpo un viejo cobertor con flores azuladas que encontró enrollado contra la pared. En aquel mismo momento se durmió, descansando en la honda quietud de la vieja casa.
Cuando despertó, era de noche. Sentóse en medio de la oscuridad, apartó las cortinas y miró la habitación. Hasta el cuadrado de la ventana había perdido su luz y todo en derredor era suave y silenciosa oscuridad. Volvió a tenderse, descansando como nunca en su vida lo hiciera, por haber despertado solo. Era agradable para él no ver ni siquiera al criado que antaño esperaba, junto a él, su despertar. No quiso pensar en nada, sino en aquel silencio dulce que le rodeaba. Ni el menor ruido, ni el gruñir de un hombre del cuerpo de guardia que cambiara de postura en su dormir, ni el sonar de los cascos de un caballo en el pavimento del patio, ni el chirrido de una espada saliendo rápidamente de su vaina. Nada más que un dulcísimo silencio.
Pero de pronto llegó un ruido. En silencio, Yuan oyó un ruido, como de gente que estuviera en el zaguán y hablase en voz muy baja. Yuan se incorporó en la cama y miró hacia el lugar donde estaba la mal colocada puerta de madera. Esta se abrió un poco, lentamente; luego, más. Vio el resplandor de una vela y, en el resplandor, una cabeza. Después, esta cabeza desapareció, retirándose, y asomó otra, y después otras cabezas más. Yuan se movió en la cama, de suerte que esta crujió, y entonces la puerta se cerró, silenciosa y rápidamente; una mano tiró de ella para dejarla cerrada, y el cuarto volvió a quedarse a oscuras.
Ahora no pudo dormir. Se quedó tendido, pensando, y le pasó por la mente que su padre hubiera descubierto su refugio y enviado a alguien para atraparlo. Cuando pensó esto, decidió no levantarse. Pero tampoco podía permanecer tendido, lleno como estaba de impacientes pensamientos. Entonces se acordó de su caballo y de cómo lo había dejado amarrado a un sauce, sin decirle al viejo que lo cuidara y le diera de comer; y allí debía de estar el animal, esperando. Se levantó, pues era más sensible a estas cosas que la mayoría de los hombres. El cuarto estaba frío; se envolvió en su abrigo de piel de oveja, encontró sus zapatos, se los puso, y fue hacia la puerta, tanteando por la pared; abrió y salió.
En el iluminado zaguán encontró a un grupo de campesinos, jóvenes y viejos, que al verle se fueron poniendo en pie, mirándole todos con ojos curiosos y atónitos. No conocía ninguna de aquellas caras, excepto la del viejo de la casa. Se adelantó uno de ellos, decentemente vestido de azul, al parecer el más viejo de todos, de pelo muy blanco y trenzado, y haciendo una reverencia al antiguo estilo campesino, dijo a Yuan:
—Hemos venido a daros la bienvenida, nosotros los mayores de la aldea.
Yuan inclinó la cabeza, les rogó que se sentaran y sentóse a su vez en la silla más alta, junto a la mesa vacía, lugar que había sido dejado libre para él. Esperó, hasta que el viejo dijo:
—¿Cuándo llega vuestro honrado padre?
Yuan respondió sencillamente:
—No vendrá. Yo estoy aquí para vivir solo una temporada.
Al oír esto, los hombres se miraron unos a otros con semblantes pálidos; el anciano volvió a toser y dijo, dejando ver que era quien hablaba por los demás:
—Señor, nosotros somos pobre gente en esta aldea y hemos sido ya muy expoliados. Señor, desde que vuestro tío el mayor vive en esa ciudad costera y extranjera, gasta más dinero que nunca, y las rentas han sido, forzosamente, superiores a lo que podemos pagar. Además, está el impuesto que pagamos al señor de la guerra y lo que pagamos a las bandas de bandoleros para tenerlos alejados, y apenas nos queda para vivir. Decidnos, pues, cuánto queréis; os lo pagaremos de alguna manera, y podréis iros a otra parte, evitándonos más calamidades.
Yuan le miró con extrañeza y dijo, también con cierta mordacidad:
—Es extraño que yo no pueda venir a casa de mi abuelo sin oír hablar de esto. No quiero ningún dinero de vosotros. —Y después de un momento, mirando sus honradas y recelosas expresiones, añadió—: Será mejor que os diga verdad de una vez. Una revolución ha estallado en el Sur, contra los señores de la guerra del Norte, y yo, hijo de mi padre, no puedo tomar las armas contra él, ni aun al lado de mis camaradas. De modo que escapé y llegué a mi casa acompañado de los hombres de mi guardia; mi padre se enfureció al ver mi uniforme, y peleamos. Pensé que debía buscar refugio en esta casa por un tiempo, pues sé que mi capitán debe de estar tan furioso contra mí que tratará de encontrarme para darme muerte, secretamente. Por eso he venido. —Yuan se detuvo, miró de nuevo los rostros graves de los campesinos, y siguió diciendo con energía, pues estaba dispuesto a persuadirlos de lo que decía, a la vez que se sentía un tanto molesto por su recelo—: Sin embargo, no he venido solamente a buscar refugio. He venido porque siento un profundo amor por la tranquilidad del campo. Mi padre me educó para ser caudillo, pero yo detesto la sangre y la matanza, el olor de los fusiles y el ruido de las armas. Una vez, cuando era niño, vine a esta casa con mi padre, y vi a una señora con dos extraños niños y, aun entonces los envidié, de suerte que, mientras he vivido entre mis compañeros en la escuela de guerra, he pensado en este lugar y en el día en que pudiera venir a él. Y os envidio también a vosotros, los que tenéis vuestras casas en esta aldea.
Al oír esto, los hombres volvieron a mirarse unos a otros, sin entender cómo alguien podía envidiarles sus vidas, que tan amargas eran para ellos. Estaban en aquel punto aún más llenos de dudas, ante aquel joven allí sentado, hablando de aquella manera y diciendo que le gustaba vivir en una casa hecha de tierra. Bien sabían ellos cómo había vivido el mozo, entre qué lujos, pues conocían la vida que llevaban sus primos y sus tíos, uno como un príncipe en la ciudad lejana; y Wang el Mercader, ahora señor de aquellas tierras, que tan monstruosamente rico se había hecho con la usura. Odiaban a aquellos dos hombres, aunque a la vez envidiaban sus riquezas, y miraban con creciente odio y desconfianza al joven que estaba entre ellos, diciéndose cada cual en el fondo que Yuan estaba mintiendo, pues no podían creer que hubiese en todo el mundo un hombre que prefiriera vivir en una casa de tierra si podía hacerlo en una magnífica mansión.
Se levantaron, y Yuan también, sin saber si debía hacerlo o no, pues no era costumbre ponerse de pie sino ante los superiores; pero él no sabía cómo considerar a aquellos hombres sencillos, vestidos con trajes remendados de viejas y deshilachadas telas de algodón. Pero todavía deseaba agradarles de alguna manera, de modo que se levantó, y ellos se inclinaron ante él, diciendo un par de cortesías; y con la duda más clara que antes en sus simples caras, fueron saliendo.
Quedaron solamente el viejo y su mujer, que miraban ansiosamente a Yuan. El hombre comenzó a hablar, diciendo:
—Señor, decidnos en verdad por qué estáis aquí, y así sabremos de antemano qué daños van a sobrevenirnos. Decidnos qué guerra está planeando vuestro padre para mandaros como espía. Ayudadnos, que somos pobre gente, a merced de los dioses, de los señores de la guerra, de los ricos, de los gobernadores y de toda esa gente mala que hay en el mundo.
Y Yuan contestó, comprendiendo sus temores:
—Yo no soy espía, ya os lo he dicho. Mi padre no me ha enviado. Ya he dicho lo que tenía que decir, y esa es la verdad.
Pero ni aun ahora logró que le creyeran. El viejo suspiró, y la mujer guardó un lastimoso silencio. Yuan no sabía qué hacer, y estuvo a punto de perder la paciencia, hasta que, acordándose de su caballo, preguntó:
—¿Qué ha sido de mi caballo? Me olvidé…
—Lo llevé a la cocina, señor —respondió el anciano—, y le di paja, habas y agua del pozo.
Y cuando Yuan le dio las gracias, el viejo añadió:
—No hay de qué. ¿Acaso no sois el nieto de mi antiguo amo? —Al decir esto, cayó de rodillas ante Yuan, exclamando—: Señor, vuestro abuelo fue uno de tantos campesinos, como nosotros. Vivió en esta aldea en que ahora vivimos. Pero su destino fue mejor que el nuestro, que hemos vivido pobres todo el tiempo. Por la memoria del que una vez fue un pobre campesino como los que habitamos ahora en este caserío, decidnos la verdadera causa de vuestra venida.
Yuan hizo levantar al viejo, y no precisamente con amabilidad, pues comenzaban a fastidiarle con aquellos recelos; estaba habituado a ser creído, como hijo que era de un gran hombre, y gritó:
—La verdad es lo que he dicho, y no voy a repetirlo de nuevo. ¡Esperad y ya veréis si os ocurre algún daño por causa mía! —Y dirigiéndose a la mujer añadió—: Tráeme algo de comer, buena mujer, que estoy hambriento.
Le sirvieron en silencio. Aquella comida no le pareció a Yuan tan buena como la anterior, y sin poder tomarse todo lo que le dieron, se levantó sin decir palabra y se fue a la cama a dormir. Durante un rato no logró conciliar el sueño, pues sentía irritación contra aquella gente tan simple. «¡Estúpidos! —se dijo—. Si son honrados, no por eso dejan de ser estúpidos; no conocen más que este lugarejo. Y les basta». Y dudó de aquello por lo que estaban luchando, sintiéndose superior, muy superior a ellos; y confortado por esta superioridad, fue durmiéndose en la oscura quietud de su cuarto.
Seis días vivió Yuan en la casa de tierra, antes de que su padre le hallara y fueron los más dulces de su existencia. Nadie fue a turbarle, y el viejo matrimonio le sirvió silenciosamente. Yuan olvidó las dudas que sobre él tenían, y dejó de preocuparse del pasado y del futuro, viviendo solamente para cada día. No visitó ninguna ciudad, ni fue a ver la gran casa de su tío. Al anochecer, se acostaba y se dormía, y despertaba temprano todas las mañanas a la aguda luz del sol invernal; antes de desayunarse se quedaba mirando largo rato las campiñas, donde verdeaba el trigo invernizo. Las tierras se extendían ante sus ojos, llanas y suaves hasta la lejanía, y podía ver sobre ellas manchas azules que eran hombres y mujeres trabajando para hacer productiva la primavera que se acercaba, o alguien que iba y venía por los remotos caminos. Cada mañana se le ocurrían nuevos versos, y recordaba las bellezas de las distantes colinas de arenosa piedra, recortadas contra un cielo azul y sin nubes. Por vez primera vio la belleza de su país, de su tierra.
Durante toda su infancia, Yuan había oído a su capitán aquellas dos palabras: «mi tierra», o bien decía «nuestra tierra», y a veces «vuestra tierra»; pero Yuan no sentía ninguna emoción particular al oírlo. Lo cierto era que Yuan había vivido una estrecha y encerrada vida junto a su padre, en aquellos patios de la mansión del Tigre. Apenas había salido a los campos acompañando a su padre y a los soldados, y cuando el Tigre se alejaba de su casa para guerrear, Yuan vivía en medio de una guardia especial, formada por tranquilos hombres de edad madura, que estaban aleccionados para permanecer callados junto a su pequeño señor, y no tolerar que se contaran ante él cuentos impúdicos o inconvenientes. De suerte que, por doquier que Yuan hubiera ido, siempre se interponían aquellos soldados entre él y lo que estaba frente a sus ojos.
Ahora miraba lo que se le antojaba, sin que nada se interpusiera entre su vista y el mundo. Podía ver directamente hasta donde el cielo y la tierra se juntan, los pueblecillos diseminados por el paisaje, y, a lo lejos, las murallas de la ciudad, negras, contra un cielo de porcelana. Mirando todo esto, día tras día, tan libre y espaciosamente como gustaba, caminando o cabalgando por aquellos campos, se dio cuenta de que ahora conocía «su tierra». Aquellas extensiones, el cielo ancho, aquellas pálidas, deliciosas colinas, eso era su tierra.
Y sucedió algo curioso: que Yuan dejó hasta de ir a caballo, porque se le antojaba que esto le mantenía alejado de la tierra. Al principio, cabalgaba, porque estaba acostumbrado a ello, e ir a caballo era para él tan natural como andar por sus propios pies. Mas ahora, por donde iba, la gente del pueblo se detenía al verle pasar, o le miraba largamente, diciéndose unos a otros:
—Sí, sí. Este es un caballo de soldado, con seguridad, y nunca ha llevado sobre sus lomos a una persona decente.
Al cabo de un par de días, oyó los chismorreos sobre él y la gente que decía:
—Ahí va el hijo de Wang el Tigre, en su caballo, enseñoreándose de todo, tal como hicieron otros de su familia. ¿Qué hace aquí? Debe de estar inspeccionando las tierras, para luego ponernos un nuevo impuesto de guerra, siguiendo los planes de su padre.
Y esto llegó hasta el extremo de que, cuando Yuan pasaba, ellos le miraban amargamente y, volviéndose, escupían en el polvo.
Al principio, estos escupitajos molestaron profundamente a Yuan, que estaba acostumbrado a un trato de respeto, de criados corriendo hacia él para cumplir el menor de sus deseos, y que no había temido a nadie, fuera de su padre. Pero al poco tiempo empezó a pensar en los motivos que tenían, en lo oprimidos que habían estado, recordando lo que había oído en la escuela de guerra; y dejó que escupieran a su antojo y donde les diera la gana.
De suerte que dejó a su caballo amarrado al sauce y paseó a pie. Y aunque al principio le costó un poco de trabajo, pronto sus piernas estuvieron adiestradas. Dejó sus zapatos de cuero y empezó a usar las sandalias de paja que llevaban los campesinos, y se complacía en sentir bajo sus pies la sólida tierra de los senderos y los caminos, apelmazada por los meses de sol invernal. Le agradaba encontrarse con un hombre y ser mirado por él con la curiosidad con que se mira a un extranjero, y no con la mirada del rencor o de miedo con que se mira al hijo de un señor de la guerra.
En aquellos pocos días, Yuan aprendió a querer a su tierra como nunca lo había hecho. Y sintiéndose tan libre y contento, sus versos brotaban de él, hechos, brillantes, aptos para ser escritos inmediatamente. Apenas tenía que buscar una palabra; más bien se dejaba ir, escribiendo lo que se le ocurría. No había ningún libro de papel en la casa de tierra; solamente una vieja pluma que antaño compró su abuelo, tal vez para poner su firma en un contrato sobre tierras, pero la pluma todavía podía ser usada, y con ella, y con un pedazo de tinta reseca que halló a mano, Yuan escribía sus versos en las blanqueadas paredes del zaguán, en tanto que los viejos contemplaban admirados aquella misteriosa serie de palabras mágicamente escritas. Ahora, Yuan escribió nuevos versos, no sólo acerca de los sauces acariciando las quietas lagunas, o las nubes pasajeras, las lluvias de plata y los pétalos que se desprendían de las flores. Los nuevos versos, que salían de algún lugar más hondo de él, no eran vaporosos y tiernos, pues en ellos hablaba de la tierra y de su amor por ella. Donde ayer sus versos tenían delicados y vacíos tonos comparables a burbujas encantadoras que brotaban en la superficie de sus pensamientos, ahora había algo no tan suave, pero lleno de un indefinible significado, con el cual luchaba el mismo Yuan sin entenderlo del todo, algo que brotaba con más fuerza y con áspera musicalidad.
Así pasaron los días, y Yuan los vivió a solas con sus grandes, profundos pensamientos. Qué haría de su futuro, era cosa que no sabía. Ninguna forma clara aparecía en su pensamiento acerca de ese futuro. Estaba contento de aquellos días, en que podía respirar la luciente y sólida belleza de su tierra norteña, brillante bajo el limpio sol, con un cielo tan azul sobre ella que parecía que este color se adueñaba de la propia luz que brotaba de la tierra. Oía las charlas y las risas de la gente en las calles de la aldea. Se mezclaba con los hombres sentados en las posadas al borde de los caminos, oyendo las conversaciones e interviniendo a veces en ellas, escuchando como si oyese un lenguaje que no se entiende del todo, pero que suena dulcemente en los oídos y el corazón; era feliz cuando no oía hablar de guerras, sino de lo usual en diálogos de villorrios: a quién le había nacido un hijo, quién se iba a casar, qué semillas debían ser sembradas, y otras cosas por el estilo.
Su agrado por todo esto crecía diariamente; y cuando se hizo demasiado grande, un verso brotó en su espíritu, un verso que escribió inmediatamente y que salió con facilidad, aunque había en él algo extraño que le hizo pensar en lo que decía, pues, a pesar de hallar un gran placer en la vida de aquellos días, los versos ahora no salían alegres, sino teñidos en una penetrante melancolía, como si surgieran de algún hondo pozo de tristeza; y Yuan ignoraba de dónde le venía este sentir.
* * * *
Empero, ¿cómo podía vivir de este modo el hijo único del Tigre? Por doquiera decía la gente del campo:
—Es un extraño y alto mozo, que anda vagabundeando, como alguien que está desequilibrado. Dicen que es hijo de Wang el Tigre y sobrino de Wang el Mercader. Pero ¿cómo puede el hijo de tan gran hombre vagar solo de esta manera? Vive en la vieja casa de tierra de Wang Lung, y debe de estar mal de la cabeza.
Este rumor llegó a oídos de Wang el Mercader, en la ciudad. Lo escuchó de labios de un viejo empleado de sus oficinas y respondió, tajante:
—Claro está que no es hijo de mi hermano: si fuese él, yo lo habría sabido. ¿Cómo va a ser posible que mi hermano deje libre a su precioso y único hijo de tal manera? Mañana mandaré un criado para que averigüe quién vive en la vieja casa de mi padre. No creo que mi hermano sea capaz de dejar vivir así a nadie.
Y en el fondo temía que el pasajero fuese un espía o un bandido encubierto.
Pero ese mañana no llegó, porque la gente del campamento del Tigre había oído también el rumor. Aquel día, Yuan se levantó temprano, como solía, y estaba en la puerta de la casa, tomando té y pan. Mirando a la lejanía, vio una litera llevada a hombros por unos hombres, y detrás otra, escoltadas por un pelotón de soldados, en cuyos uniformes reconoció a los hombres de su padre. Entró rápidamente en la casa, incapaz de seguir bebiendo o comiendo, y esperó, pensando amargamente: «Supongo que el que se acerca es mi padre. ¿Y qué vamos a decirnos ahora el uno al otro?». Hubiera querido partir corriendo a través de los campos, como un niño; pero se dio cuenta de que este encuentro tendría que realizarse un día u otro, y no podía pasarse la vida corriendo.
Muy turbado, esperó, tratando de dominar el miedo Infantil que brotaba de nuevo en él. No pudo probar un bocado más.
Cuando las literas se acercaron, no descendió de ninguna de ellas Wang el Tigre, ni hombre alguno, sino dos mujeres: una era su madre y la otra su criada.
Yuan quedó verdaderamente sorprendido, pues apenas veía a su madre, y no tenía noticia de que hubiera salido nunca de la casa. Se adelantó, despacio, para darle la bienvenida, pensando en qué pararía todo aquello. Ella avanzó apoyada en el brazo de su sirvienta. Era una mujer de blancos cabellos, vestida de negro; carecía de dientes, y esto le hacía tener sumidas las mejillas; pero aún había vida en aquellas mejillas, y si su mirada era simple y un poco boba, no dejaba por eso de ser amable. Al ver a su hijo, gritó de un modo llano y campesino, pues había sido pueblerina en su juventud:
—Hijo, tu padre me manda para decirte que está enfermo y cercano a la muerte. Dice que tendrás lo que quieras con tal de que vayas a verle inmediatamente, antes de que muera. Dice que no está enojado contigo, y que vayas en seguida.
Dijo esto en voz alta, para que lo oyeran todos. De nuevo los aldeanos andaban por allí curioseando y aguzando los oídos. Pero Yuan ni los vio, tan confuso estaba con lo que acababa de oír. Durante aquellos días había tomado la decisión de no abandonar aquella casa contra su voluntad; mas ¿cómo negarse a ir hacia su padre si era verdad que se estaba muriendo? ¿Y sería verdad? Recordó cómo temblaba la mano de su padre cuando la levantó para confortarse con el vino, y pensó que aquello podía ser verdad, y que un hijo no debía negar nada a su padre.
Ahora, la sirvienta, viendo su titubeo, cumplió su deber hacia el ama, y dijo en voz muy alta, mirando aquí y allá, a los aldeanos, para darse importancia:
—¡Ah, mi pequeño general! Os aseguro que es verdad. Estamos ya medio locas y todos los doctores también. El viejo general yace esperando el fin de su vida, y si queréis verle aún vivo, debéis apresuraros. Os juro que no le queda mucho que vivir. ¡Si no es así, que me muera yo!
Los campesinos escuchaban ansiosamente y cambiaban miradas llenas de significación al oír que el Tigre estaba tan cercano a su fin.
Pero aún dudaba Yuan de aquellas dos mujeres, principalmente porque notaba en ellas cierta secreta insistencia para obligarle a volver a casa. Cuando la criada se dio, cuenta de estas dudas, se arrojó al suelo, golpeándose la cabeza contra él, dijo con una voz entrecortada por fingidos sollozos:
—Mirad a vuestra madre, mi pequeño general. Miradme a mí, su esclava…, cómo las dos os suplicamos…
Y habiendo hecho esto un par de veces, se levantó, sacudiéndose el polvo del vestido de lana gris y mirando altivamente al grupo de boquiabiertos aldeanos. Ya había cumplido con su obligación y se hizo a un lado, arrogante sierva de una ilustre familia, y, por lo tanto, capaz de mirar por encima del hombro a la gente vulgar.
Mas Yuan no le hizo el menor caso. Se volvió hacia su madre y se convenció de que tenía que cumplir con su deber, aunque odiara el hacerlo; invitó a su madre a sentarse dentro de la casa, mientras una parte del grupo se acercaba más, hasta asomarse a la puerta, dispuesta a seguir mirando y escuchando. Ella no se preocupó, siendo costumbre que la gente del pueblo se acercara para contemplar a los de mayor categoría social.
Miró largamente al zaguán, como pensando, y dijo:
—Es la primera vez que vengo a esta casa. En mi niñez oí largas historias sobre ella: cómo Wang Lung se hizo rico, compró una muchacha de una casa de té y fue dominado por ella durante un tiempo. Sí, todos los cuentos acerca de cómo se comportaba ella, cómo se vestía y comía, circularon por todo este territorio, aunque ya pertenecía al pasado, pues Wang Lung era un viejo cuando yo no había salido de la infancia. Se dijo incluso que él vendió un terreno para comprarle un anillo de rubíes. Pero después Wang Lung volvió a comprar aquel terreno. La vi sólo una vez, el día de mi boda. Y, ¡por mi madre!, qué gorda y qué feísima se había puesto, hasta que por fin se murió…
Lució una desdentada risa y miró en torno amigablemente.
Yuan, viendo con qué tranquilidad y honradez había hablado, se decidió a conocer la verdad, y le preguntó con llaneza:
—Madre, ¿es cierto que mi padre está muy enfermo?
Esto la retrajo a su propósito, y entonces dijo, dejando escapar silbidos entre sus vacías encías, como siempre que hablaba:
—Muy enfermo, hijo mío. No sé hasta qué punto, pero se lo pasa sentado, sin querer acostarse, bebe que te bebe, y sin probar bocado; está más amarillo que un melón. Yo nunca vi amarillez semejante. Y nadie se atreve a acercarse a él y decir una sola palabra, porque se pone a rugir y a vociferar, más fuerte que antes, si es posible. Si continúa sin comer, no podrá vivir mucho, eso es seguro.
—¡Ay, ay, es verdad! No podrá vivir si no come —dijo la criada como un eco. Estaba de pie, detrás de la silla de su dueña, y movía la cabeza, poniendo un melancólico placer en sus palabras. Las dos mujeres suspiraron, y quedaron gravemente silenciosas, mientras miraban a Yuan a hurtadillas.
Después de pensar por un momento, presa de honda impaciencia, Yuan, convencido de que era su deber partir si realmente su padre estaba tan enfermo, aunque dudaba todavía y pensaba, como su padre, que todas las mujeres eran insensatas, dijo:
—Iré. Pero quédate aquí uno o dos días, madre, antes de regresar, pues, sin duda, estarás cansada.
Se ocupó de que estuviera cómoda, y le hizo pasar al cuarto que ya le parecía suyo de siempre, tan triste se sentía al abandonarlo. Después que ella hubo comido, Yuan montó de nuevo a caballo y se dirigió hacia el Norte, hacia su padre, no sin dejar de pensar en aquellas dos mujeres, que parecían ahora demasiado complacidas; demasiado, si era verdad que el señor de la casa estaba tan enfermo como decían. Tras él iba un grupo de soldados de su padre. Una vez, al oír sus risotadas ante una grosería, se volvió hacia ellos irritado, no pudiendo soportar el antes familiar vocerío, allí, tras él. Y al preguntarle que por qué le seguían tan de cerca, ellos respondieron:
—Señor, los hombres de confianza de vuestro padre nos ordenaron acompañarte, para que ningún enemigo se aproveche y os lleve, exigiendo después un rescate o quizá dándoos muerte. Hay muchos bandoleros por estas tierras, y vos sois el único precioso hijo.
Yuan no dijo nada. Gruñó y siguió adelante. ¿Qué locura le había hecho pensar en la libertad? Él era el hijo único de su padre, el hijo desesperadamente único de su padre.
De los campesinos y aldeanos que le veían pasar no había uno que no sintiera alegría al ver que se alejaba de allí, pues ellos no le entendían ni creían en lo que les había dicho. Yuan podía advertir el contento que demostraban al ver que partía, y esto era como una sombra en la felicidad de aquellos días libres.
* * * *
De esta suerte, Yuan se encaminaba de nuevo hacia su padre, con una guardia tras él. Los soldados no le dejaron en todo el camino, se apercibió muy pronto de que no le protegían precisamente contra los bandidos, sino contra él mismo: que no se les fuera a escapar de repente. Varias veces tuvo a flor de labios el decirles: «No debéis preocuparos de mí. No voy a escaparme. Voy a ver a mi padre por mi propia voluntad».
Pero no dijo nada. Los miraba con fastidio, silenciosamente, sin querer dirigirles la palabra, mas cabalgaba tan de prisa como podía, sintiendo gran regocijo al notar que su buen caballo se adelantaba con facilidad a los otros, que eran caballos de regular calidad, de suerte que ellos se veían obligados a hacer correr a sus pobres animales cada vez más. Ahora Yuan se sabía un prisionero, aunque aquello fuera su deber. Ya no se le ocurría ningún verso, y apenas si veía la tierra querida.
Al anochecer del segundo día de esta violenta cabalgada, llegó a la casa de su padre. Bajó del caballo y, sintiendo un repentino pesar en el fondo del alma, se encaminó lentamente hacia el cuarto donde el Tigre solía dormir. Pasó sin preocuparse de los secretos de los soldados y los sirvientes y sin responder a ningún saludo. Pero su padre no estaba en la cama, aunque ya era de noche. Al ser preguntado por Yuan, un guardia le dijo:
—El general está en su vestíbulo.
Yuan sintió entonces cierto enojo, y pensó que su padre no estaba tan enfermo, que todo había sido una trampa para atraerlo a su casa. Esta idea aumentó su ira, de tal modo que no sentía miedo de su padre, y cuando recordó los días de soledad y agrado frente a la espaciosa tierra, mantuvo esta ira contra su padre. Pero cuando entró en el vestíbulo y vio al Tigre, Yuan olvidó en gran parte esta irritación, porque en lo que sus ojos venían no había trampa ni engaño. Su padre, sentado en la vieja silla, de cuyo respaldo colgaba la piel de tigre, con el brasero encendido delante, envuelto en un despeinado abrigo de piel de oveja, cubierta la cabeza con un alto gorro de piel, parecía a pesar de todo el calor que le rodeaba, frío como un muerto. Estaba amarillo como cuero viejo; sus ojos brillaban, secos, negros y hundidos, y la cara sin afeitar se cubría de pelos duros y grises. Alzó los ojos cuando su hijo llegó, volvió a bajarlos hacia los tizones del brasero, y no dijo ni una palabra de saludo. Yuan se adelantó, e hizo una reverencia ante su padre, diciendo:
—Me han dicho que estabas enfermo, padre mío, y por eso he venido.
Wang el Tigre murmuró:
—Yo no estoy enfermo. Son chismorreos de mujeres. Y no quiso mirar a su hijo.
Entonces Yuan preguntó:
—¿No has enviado a buscarme porque estás enfermo?
Y Wang el Tigre tornó a murmurar:
—Yo no he enviado a buscarte. Me dijeron donde estabas, y yo les dije: «Dejadle en paz donde sea».
Contempló los ardientes carbones del brasero y puso a calentar sobre ellos sus temblorosas manos.
Sus palabras eran para irritar a cualquiera, y más a un joven en aquellos días en que los padres no eran muy respetados. Yuan pudo haberse puesto frenético y partido en seguida, haciendo su voluntad, como lo había hecho en los días de su ausencia; pero al ver las pálidas, secas manos de viejo que su padre extendía al amor del brasero, temblando y buscando calor en alguna parte, no pudo decir palabra de encono. Se le vino a las mientes, como hubiera sucedido con cualquier otro hijo de buen corazón, que su padre, en la soledad, había tornado a ser un niño, y que, como niño, había de ser tratado con ternura, dijera lo que dijera. La debilidad de su padre conmovió hasta las raíces el enojo de Yuan, de tal suerte que sintió que unas inesperadas lágrimas afluían a sus ojos; y si se hubiera atrevido, habría extendido su mano hasta tocar a su padre, pero no lo hizo, porque una especie de cortedad natural frente a él se lo impidió. Lo único que hizo fue sentarse en una silla cercana y mirar al Tigre, esperando, silenciosa y pacientemente, a que dijera algo.
Pero esto se debía a la libertad ya gustada, que le daba en aquel momento la sensación de que en él había desaparecido para siempre el temor a su padre. Ya nunca sentiría terror ante los rugidos del viejo, ni por sus oscuras miradas, ni por el enarcar de las negras cejas: ante ninguno de los trucos que el Tigre usaba para imponerle miedo. Pues Yuan vio la verdad: que todo aquello no era sino el arma que su padre utilizaba, aunque no sabía si lo había usado como un escudo o como un hombre que levanta su espada sin estar decidido a dejarla caer sobre alguien. Y aquellos trucos habían cubierto el corazón del Tigre, que no había sido lo bastante severo, ni lo suficientemente cruel, ni siquiera lo bastante alegre para ser un verdadero señor de la guerra. En aquel momento de clarividencia, Yuan contempló a su padre, y comenzó a quererlo sin mezcla de temor.
Pero Wang el Tigre, desconociendo este nuevo sentimiento de su hijo, continuaba sentado, atizando el brasero y fingiendo olvidar que el joven estaba allí. Así permaneció largo rato, hasta que Yuan, viendo más intensamente cómo había palidecido el color de su padre y de qué modo se habían hundido sus carnes, hasta el punto de que los huesos de la cara sobresalían con dureza de rocas bajo la piel, dijo amablemente:
—¿No sería mejor que te fueras a la cama, padre mío?
Al oír de nuevo la voz de su hijo, Wang el Tigre alzo la mirada con la lentitud propia de un hombre enfermo, y fijó sus macilentos ojos en su hijo, para decir al cabo de un rato, lentamente y midiendo las palabras:
—Por ti, solamente por ti, dejé una vez de matar a ciento setenta y tres hombres que merecían la muerte. —Levantó la mano derecha para llevársela a los labios, con el ademán que era habitual en él, pero la mano cayó a medio camino, y el brazo de Wang quedó como colgando y sin fuerza. Entonces, tornó a decirle a su hijo, mirándole con nueva fijeza—: Es la verdad. Sólo por ti no maté a aquellos hombres.
—Eso me alegra —dijo Yuan, no tan conmovido porque los hombres se mantuvieran con vida como por saber que había evitado su muerte, y por su infantil anhelo de complacerle que veía en su padre—. Detesto saber que han matado a un hombre —añadió.
—¡Ay, ya lo sé! Siempre fuiste un pusilánime —contestó Wang el Tigre apresuradamente, sumiéndose otra vez en la contemplación del brasero.
De nuevo pensó Yuan en la manera de hacer que su padre se fuera a la cama, pues no podía soportar aquel aire mortecino de su rostro y la seguridad de su boca fláccida. Se levantó, yendo en busca del criado del labio leporino, que estaba sentado en cuclillas junto a la puerta, y le preguntó en voz baja:
—¿No puedes convencer a mi padre para que se meta en la cama?
El hombre se levantó titubeante y medio dormido, y respondió:
—¡He tratado tantas veces de que se acueste, pequeño general, y sin resultado! No puedo persuadirle de que se vaya a la cama, ni siquiera de noche. Si se acuesta, vuelve a levantarse al cabo de una hora, más o menos, y vuelve a este asiento. Y yo tengo que permanecer aquí, también, y estoy ya muerto de sueño. Pero él se pasa el tiempo ahí sentado, siempre despierto.
Entonces Yuan volvió junto a su padre, y con tono cariñoso le dijo:
—Padre, yo también estoy cansado; vámonos a dormir. Yo dormiré al lado de tu cama, y así me podrás llamar y saber que estoy allí.
Al oír esto, el Tigre se movió ligeramente, como si fuera a levantarse. Pero se dejó caer de nuevo en la silla, meneando la cabeza y diciendo:
—No, no he concluido de decirte algo que quiero que sepas. Hay algo más. No puedo pensarlo todo en este momento. Hay dos cosas que conté con los dedos de mi mano derecha, y que tengo que decir. Siéntate donde quieras y espera a que vuelvan mis pensamientos.
El Tigre habló ahora con su antigua vehemencia, y Yuan sintió el hábito de su niñez, la costumbre de sentarse y esperar. Pero aún conservaba anulados sus temores de antaño, de modo que su corazón gritó, sin que pudiera dominarlo, diciéndole: «¿A quién tengo delante, sino a un viejo voluntarioso, que se empeña en que me siente a esperar sus antojos»? Y estuvo a punto de decir esto en voz alta, pero entró el criado, que le dijo:
—Déjelo hacer lo que le dé la gana, pequeño general; está muy enfermo, y cree que debemos hacer cuanto se le ocurre.
Entonces Yuan, dominando sus impulsos y pensando que una discusión podría empeorar a su padre, que nunca había conocido quien se le opusiera, volvió a sentarse y esperó pacientemente a que el Tigre hablara. De súbito este dijo:
—Ahora lo sé. Ya recuerdo. Lo primero que debo hacer es ocultarte de mis enemigos, en alguna parte. Recuerdo lo que dijiste ayer. Debo esconderte.
Yuan no pudo dejar de decir:
—Pero, padre, no fue ayer…
El Tigre lanzó a su hijo una de sus violentas miradas de otros días, y golpeándose una mano con la otra, gritó al mismo tiempo:
—¡Yo sé lo que digo! ¿No fue ayer cuando volviste a casa? ¡Ayer fue cuando volviste!
Y otra vez el viejo criado del labio deforme se interpuso entre el Tigre y Yuan, y suplicó:
—No le llevéis la contraria… Fue ayer…, fue ayer…
Yuan inclinó la cabeza, esforzándose por callar, pues le sucedía una cosa extraña: que la compasión que al principio había sentido por su padre se había desvanecido como un vientecillo que pasara sobre su corazón; aquellas miradas rabiosas que le dirigía el Tigre hicieron nacer en él un sentimiento más hondo que el de la lástima. Rebrotaron sus resentimientos, tornó a decirse que no tenía por qué sentir miedo; pero debía estar alerta para no sentirlo y ejercitar su voluntad.
Siguiendo su voluntariosa manera, el padre esperó largo rato antes de seguir hablando; quería pensar que la razón de aquel silencio era dar mayor importancia ante su hijo a lo que iba a decir; pero en realidad, el Tigre tenía que decirle algo que a él mismo no le agradaba decir, y por eso esperó. En este rato de espera, el rencor de Yuan contra su padre alcanzó un grado que nunca había conocido. Recordó todas las veces en que el Tigre le había obligado a guardar silencio, todas las horas que había gastado en menesteres que detestaba; y el recuerdo de los días de libertad penetró más violentamente en él. Yuan no podía en aquel momento soportar a su padre. No. Hasta su misma carne se rebelaba contra el viejo, y Yuan odió de pronto a su padre porque no se había lavado ni afeitado y porque había derramado el vino y la comida sobre sus vestiduras. No había en su padre nada que Yuan amara, por lo menos en aquel momento.
El Tigre, sin sospechar el rencor que se adueñaba del pecho de su hijo, se decidió por fin a decir aquello, que fue lo siguiente:
—Tú eres mi único y precioso hijo. ¿Qué esperanza puedo yo tener que no esté en ti? Por casualidad, tu madre dijo una vez algo inteligente: «Si no se casa, ¿de dónde saldrán nuestros nietos?». Y yo le dije: «Ve y busca una buena doncella, por donde la haya, no importa de quién se trate con tal que sea vigorosa y fácil de llevar, pues las mujeres son todas iguales y ninguna mejor que otra. Tráela y los casarnos, y entonces él podría irse a donde se le antoje y ocultarse en tierra extranjera hasta que esta guerra termine. Y así mantendremos su progenie».
El Tigre dijo esto muy cuidadosamente, habiendo pensado antes cada palabra, reuniendo toda su voluntad para decir lo que creía su deber, antes de dejar partir a su hijo. Esto no era ni más ni menos que lo que un buen padre debía hacer y lo que todo hijo razonable debía esperar, pues el hijo había de aceptar la esposa que le escogieran sus padres, casarse y tener hijos de ella, y entonces era libre para buscar amor por donde se le antojase. Pero Yuan no era un hijo de esta clase. Estaba impregnado por el veneno de los nuevos, lleno de secretas ideas de libertad que ni él mismo conocía exactamente, y lleno, también, del odio de su padre hacia las mujeres; con este odio y con aquel secreto impulso de libertad se alimentó la rebelión que de nuevo le brotaba por dentro. Sí, su rabia era en este punto como una violenta inundación, y toda su vida se rebelaba por esta crisis.
Al principio no quiso creer que su padre estaba diciendo seriamente aquellas palabras, pues siempre había oído al Tigre hablar de las mujeres, como de unas locas, y si no locas, unas traidoras en las que nunca había que creer. Pero las palabras habían sido pronunciadas, y el Tigre había vuelto a su silencio y a clavar los ojos en el brasero. Ahora Yuan se dio cuenta de por qué su madre y la criada de esta habían insistido tanto para que volviera a la casa; aquellas mujeres no pensaban en otra cosa que en uniones y en casamientos.
¡Bueno! Pues él no estaba dispuesto a hacerles caso. Se puso en pie, olvidando el miedo que había tenido a su padre, y gritó:
—Lo esperaba. Sí, desde que mis camaradas me dijeron que habían sido obligados a casarse, y muchos de ellos abandonaron su hogar por este motivo, esperaba la hora en que me dijeran esto. No iba a ser yo la excepción. Vosotros sois como todos los demás, gente vieja, que quiere tener a los hijos siempre amarrados y a su disposición; obligarnos al matrimonio con la mujer escogida por vosotros, a tener hijos de ella. Pues bien, ¡yo no pienso estar amarrado, no voy a dejar que mi cuerpo sea usado por vosotros de esta manera, ni atar mi vida a las vuestras! ¡Te odio! ¡Siempre te he odiado! ¡Ahora me doy completa cuenta de que siempre te he odiado!
Brotaba de Yuan tal violencia y rencor, que comenzó a sollozar salvajemente, y el fiel criado, lleno de terror, se acercó corriendo y le ciñó la cintura con su brazo, dispuesto a llevarle aparte y tratar de calmarlo; pero no pudo hablar, pues su labio roto se torcía a causa del miedo. Yuan miró fijamente a aquel hombre cuando le sintió a su lado, y alzando la mano le dio tal bofetada en el odioso rostro, que el hombre rodó por tierra.
El Tigre se levantó, vacilante. No se dirigió a su hijo, al que había estado mirando fijamente durante la violenta escena, sin haber comprendido del todo los palabras que Yuan le había dicho. Se acercó al criado y le ayudó a ponerse en pie.
Pero Yuan había salido a toda prisa. Sin esperar a ver lo que sucedería, corrió a través de los patios, pasó entre los atónitos soldados, halló a su caballo junto a un árbol, subió de un salto en el animal y, atravesando la gran puerta exterior, se lanzó al galope por los campos, alejándose de aquella casa y seguro de que esta vez sería para siempre.
Ahora Yuan había partido de la casa paterna dominado por la más salvaje cólera, furor que, si no se enfriaba pronto, acabaría matándolo. Pronto se enfrió. Comenzó a pensar qué haría de sí, pobre muchacho solo, alejado de su padre y de sus camaradas por su propia voluntad. El día contribuyó a aplacar su rabia, pues la luz del sol invernal, que tan interminable le había parecido durante aquellos días que pasó en la casa de tierra, ahora no era interminable. El día se tornó gris, y se levantó el viento del Este, frío y cortante; la tierra por la que Yuan cabalgaba —lentamente, pues el caballo estaba cansado con aquellos días de viaje— también comenzó a tomar un tono gris. En aquel plomizo color encontró Yuan algo que calmaba su violencia. Hasta la gente que pasaba se impregnó del mismo color gris; tan semejantes eran aquellos hombres a la tierra que labraban, que sus miradas fueron palideciendo a la vez que la tierra palidecía, y todos sus movimientos fueron aquietándose. En tanto que, a la luz del sol, sus rostros eran vivaces y con frecuencia alegres, bajo aquel cielo gris sus ojos se oscurecían, sus labios se quedaban rígidos, sus vestidos y hasta sus cuerpos se iban llenando de aquella descolorida quietud. Los tonos vívidos de las colinas y las tierras, el azul de los vestidos, el rojo del abrigo de un chiquillo, el granate de los pantalones de una muchacha, todas aquellas cosas que el sol vivificaba y distinguía, estaban ahora sumidas en la misma opacidad. Y Yuan, cabalgando por aquella pálida tierra, pensaba cómo podía haberla querido tanto. Hubiera vuelto a su capitán y a los compañeros de su causa si no hubiese pensado en los campesinos, en el desamor que todo aquello le inspiraba. A la vez pensaba en la gente que se encontró aquel día y que parecía tan llena de odio contra él, no puedo menos que decirse: «¿Y por esta gente voy a dar mi vida?». Sí, en aquella hora parecía que todo, hasta la tierra, había perdido la sonrisa. Por si esto no fuera bastante, el caballo comenzó a cojear, y cuando Yuan descabalgó en un pueblecillo del camino, vio que el animal, herido en una pata, ya no le serviría.
Mientras miraba el casco del caballo, Yuan oyó un fuerte rugido; alzando la vista, vio pasar un tren, echando una densa humareda y corriendo a toda velocidad. Pero no pasó tan aprisa como para que Yuan no viera la gente que iba en el tren, pues estaba cerca de la vía y arrodillado junto a su caballo. Allí iban sentados, tan seguros, cómodos y a tal velocidad, que Yuan los envidió, sintió que su cabalgadura era tan lenta —y ahora tan inútil—, que se dijo, y le pareció que era un acierto lo que se decía: «Voy a vender este animal en la ciudad, a tomar el tren y alejarme de aquí, a ir lo más lejos que pueda».
Aquella noche la pasó en una posada muy sucia, en un pueblecillo, y no pudo dormir. Toda clase de bichos anduvieron por su cuerpo. Sentado en la cama, se puso a pensar en lo que podía hacer. Tenía algún dinero, pues su padre siempre le hacía llevar cierta cantidad en la carterilla del cinturón; aunque no fuera demasiado, le añadiría el valor de la venta de su caballo. Pero durante largo tiempo no supo dónde ir ni lo que debía hacer.
Yuan no era un muchacho corriente. Había leído viejos libros de su patria y conocía nuevos libros occidentales, que su tutor le había dado. De este mismo maestro había aprendido a hablar correctamente una lengua extranjera; de suerte que no era tan desvalido como la mayoría de los jóvenes de su edad, en aquellas tierras. Y mientras se rascaba todo el cuerpo en la cama del albergue, se preguntaba qué haría con su dinero y con sus conocimientos. Varias veces le pasó por las mientes si no haría bien en volver en busca de su capitán. Podría ir y decirle: «Estoy arrepentido y vuelvo con vosotros». Y con decir que había abandonado a su padre y abofeteado al fiel criado, hubiera sido bastante, pues en las bandas revolucionarias era un inmejorable pasaporte y una prueba de lealtad haber desafiado a un padre, hasta el punto que algunos de aquellos jóvenes, hombres y mujeres, mataban a sus padres para demostrar cuán leales eran a la causa.
Pero a Yuan, aunque algo le decía que iba a ser bien recibido, algo más fuerte le aconsejaba no volver de nuevo al servicio de la causa.
El recuerdo del día gris estaba todavía melancólicamente aferrado a su memoria; recordó la polvorienta gente del pueblo, y pensó que no amaba a aquella gente. Murmuró: «En toda mi vida he tenido el menor placer. Las pequeñas alegrías que otros muchachos tiene, yo no las he tenido. Mi vida ha estado llena de mi deber hacia mi padre y hacia esa causa que no pienso seguir». Y de pronto se le ocurrió que debía seguir otra vida en la que hubiera risas. Le pareció que toda su existencia había estado llena de seriedad, que no había tenido compañeros de alegría, y que esto debía ser agradable, en cualquier parte donde existiera, y donde hubiera, al mismo tiempo, algún trabajo que hacer.
Recordando sus juegos de niño, acudió a su memoria aquella hermana menor, con quien tanto se divertía en los primeros años de su niñez, y cómo reía ella mucho y gustaba de golpearle con sus piececillos; él también reía mucho cuando jugaba con ella. ¿Y por qué no tratar de volverla a ver ahora? Era su hermana, tenían la misma sangre. Había estado tan absorto en la vida, entregado tan totalmente a su padre, que apenas había recordado la existencia de otros, a los que también pertenecía. De pronto, los vio a todos en su mente. Vio claramente también sus decisiones Iría a casa de su tío. Wang el Mercader. Por un rato pensó que sería agradable estar de nuevo en aquella casa; recordó una cara alegre y cordial, la de su tía; recordó a sus primos. Pero luego pensó que no debía vivir tan cerca de su padre. Su tío podía decirle al Tigre que él estaba allí; el Tigre estaba cerca. Decidió tomar el tren y llegar lo más lejos que pudiera. Su hermana estaba lejos, muy lejos, en la ciudad del litoral. Le gustaría vivir algún tiempo en aquella ciudad, volver a ver a su hermana, ver cosas alegres, conocer todas aquellas cosas extranjeras que nunca había visto y de las que tanto había oído hablar.
Su corazón apresuró sus latidos. Antes del alba se levantó, llamó al criado del albergue, pidióle agua caliente para lavarse y sacudió fuertemente sus ropas para que salieran de ella los bichos que pudieran haberse metido durante la noche.
Cuando el hombre llegó, Yuan le riñó por toda aquella suciedad, y se sintió feliz de partir.
El criado, al ver la impaciencia de Yuan, comprendió que era el hijo de un hombre rico, pues los pobres no regañaban tan fácilmente. Obsequioso, se esmeró en atenderle pronto, de suerte que al alborear ya estaba Yuan listo, desayunándose y llevando a vender su caballo. El pobre bruto fue vendido por una miseria, en la tienda de un carnicero. Por un momento, Yuan se sintió apenado al pensar que su caballo iba a servir de alimento a los hombres, pero se endureció contra esta debilidad. Ahora no necesitaba caballo. Ya no era el hijo de un general. Era solamente él mismo, Wang Yuan, un joven libre para ir donde quisiera y hacer lo que le viniera en gana. Aquel mismo día tomó el tren, que le llevó a la gran ciudad de la costa.