18

Domingo, 17 de enero de 1644, por la noche

La puerta principal del palacio de Guisa, la antigua entrada fortificada de la casa solariega de Olivier de Clisson construida en 1372, se abría en chaflán a la calle du Chaume y a la de la Roche.

Era una puerta ojival coronada por dos torretas. Otra puerta interior permitía el acceso a la siniestra sala de guardia, situada a lo largo de la calle de la Roche, donde se había preparado la noche de San Bartolomé.

Dicho porche comunicaba también, a la izquierda, con un patio interior reservado a coches y caballos. Desde allí, o por una galería perpendicular a la sala de guardia, se pasaba al nuevo palacio de Guisa, que hacía esquina con la calle du Chaume y la des Quatre-Fils.

La nieve caía ahora copiosamente y la calle du Chaume estaba casi desierta. Guillaume y Jacques se habían apostado allí y las tres mujeres encapuchadas se acercaban a pie al porche del palacio.

Estaban casi congeladas cuando la señora de Castelbajac llamó con el pesado martillo de bronce exterior.

Calle arriba esperaban Gaston y Gaufredi. Ganducci pedía limosna en la esquina de la calle Braque, esperando a un hipotético viandante. Los hermanos Moillon estaban apostados más arriba, en la esquina de la calle des Haudriettes.

En la puerta se entreabrió una rejilla de hierro.

—¿Qué deseáis? —preguntó una voz ronca.

—Hemos roto una rueda de la carroza en un mojón. Necesitamos ponernos al abrigo de la nieve y el frío. Nuestro lacayo y nuestro cochero han ido en busca de ayuda.

El portero las miró un momento tras la rejilla y decidió que no había peligro, al ver que sólo se trataba de unas mujeres.

—Tengo órdenes, señora, nadie puede entrar. Monseñor de Guisa no está.

—¡Lo sé! Soy Isabeau de Astarac, marquesa de Castelbajac. Mi hermano, el marqués de Fontrailles, se aloja aquí y me ha asegurado que tendría su ayuda si me hallaba en apuros en París. ¡Id a buscarlo!

El portero se quedó un momento desconcertado. Dudó antes de preguntar:

—¿Podéis probar lo que decís, señora?

La dama tendió la mano enseñándole su anillo:

—Mi hermano lleva uno igual. Es el sello de los Astarac, tenéis que habérselo visto a la fuerza.

—Es cierto, señora —dijo humildemente el portero, convencido al fin—. Os dejaré entrar, pero luego esperaréis un instante. Tengo que ir a por el oficial de guardia, pues vuestro hermano no está aquí.

Chirriaron unos cerrojos herrumbrosos y una de las hojas se entreabrió. La señora de Castelbajac entró, seguida de las otras dos mujeres, que permanecieron discreta y obstinadamente en el vano.

—Señoras, por favor, avanzad un poco —pidió el portero—, para que pueda cerrar la puerta.

En ese instante, Gaston entró atropelladamente y Gaufredi tras él, forzando la entrada de la puerta fortificada, una especie de oscura casamata abovedada.

Encañonaron al portero contra la pared. Un segundo guardián, sentado en un banco de piedra, no daba crédito a lo que veían sus ojos, ante tamaña intrusión. Fue entonces cuando vio con estupefacción a las tres mujeres sacar espadas y pistolas de sílex de debajo de sus capas.

Otros intrusos penetraron en el vestíbulo: los hermanos Bouvier y Moillon, armados hasta los dientes, y, por fin, Ganducci.

Los hermanos Moillon se precipitaron hacia el gran portal que se abría al patio interior. Lo entreabrieron para asegurarse de que estaba desierto. Los palafreneros debían de haberse puesto al abrigo en las caballerizas. Volvieron a cerrar la puerta y colocaron la barra que la aseguraba.

Mientras Gaufredi y Ganducci maniataban y amordazaban al portero y al guarda, Gaston y los hermanos Bouvier se acercaban a la sala de guardia. Se oían del otro lado de la puerta retazos de conversaciones. Por lo menos había una docena de hombres. Gaston dudaba. Si presentaban batalla, seguramente llegarían refuerzos, y ellos no contaban con la ventaja del número.

Guillaume Bouvier ya había ido en una ocasión al palacio de Guisa a llevar un acta de la notaría.

—La sala de guardia da a la calle de la Roche —explicó en voz baja, con profusión de ademanes—. A medio camino, a la izquierda, se abre una galería que se une a la parte nueva del palacio. Hay que alcanzar esa galería para impedir a los guardias huir por allí y dar la alarma.

—De acuerdo —dijo Gaston—. Entraremos los cuatro con mucha naturalidad, como si conociésemos el lugar y estuviesen esperándonos. Nos dirigiremos hacia ese paso. Los guardias quedarán sorprendidos, pero no intentarán detenernos enseguida. Una vez en la galería, sacaremos nuestras armas y ya nadie pasará. Vosotros os quedáis aquí —ordenó a Isaac y a Simón—. Os encargaréis de impedirles la huida por el porche. Evitad disparar con la pistola, y, si lo precisan, ayudad a las damas. Si hay que matar a alguien, hacedlo sin dudar —concluyó.

Abrió la puerta y, escoltado por Gaufredi y los dos hermanos Bouvier, entró en la sala con inusitada arrogancia. Habían envainado sus espadas y disimulado sus pistolas. Gaston se fijó rápidamente en la abertura en la galería, a unas diez toesas a su izquierda. Se dirigió allí a grandes zancadas.

Una docena de hombres, sentados en sendas banquetas de madera que corrían a todo lo largo de la pieza, jugaban a las cartas o a los dados.

Los guardias tardaron en reaccionar. Gaston saludó amablemente a varios de los hombres, así como al que parecía ser su oficial.

Éste le devolvió el saludo y luego frunció el ceño perplejo. Miró un instante la puerta de entrada, esperando ver llegar al marqués de Fontrailles, o a alguna otra persona conocida. Pero la puerta permaneció obstinadamente cerrada. Entonces se levantó y corrió tras Gaston para cerrarle el paso.

—¿Quién sois, señor? —lo interpeló.

Los otros guardias, comprendiendo que pasaba algo raro, se levantaron a su vez. Gaston se detuvo y se giró hacia el oficial, mientras Gaufredi proseguía su camino.

—¿Y vos, señor?

—Yo soy el señor de Sainte-Croix, oficial de guardia de este palacio. ¿Quién os ha permitido entrar?

—¡El portero! ¡Quién si no!

—¿En calidad de qué?

Gaston vio que Gaufredi y los dos hermanos cerraban al fin el paso de la galería. Sacó una pistola de su capa y dijo al oficial:

—¡En calidad de comisario de policía! ¡Ni se os ocurra intentar nada, señor! Dentro de un momento, una cuadrilla de mosqueteros se presentará y detendrá a todos los hombres de este palacio.

—¡Pero con qué derecho! —exclamó el oficial intentando desenvainar su espada.

Gaston le propinó un culatazo en la cara con su pistola y el hombre se desplomó ensangrentado. Los demás guardias desenvainaron las espadas.

Gaufredi y los hermanos Bouvier sacaron a su vez sus pistolas y los apuntaron con ellas. En ese momento, desde el otro extremo de la pieza, la puerta de entrada se abrió y los hermanos Moillon, acompañados del guantero, avanzaron empuñando sus armas.

—¡No intentéis nada! —repitió Gaston a los guardias—. En vuestros sótanos hay un prisionero. Es caballero de San Miguel y protegido de la reina. A los que hayan sido cómplices de su rapto los pasarán por la rueda.

Miró al oficial, que recobraba el conocimiento.

—Vos el primero, señor.

Los guardias se quedaron paralizados, sin saber qué hacer.

El oficial, sangrando en abundancia por la boca, se levantó lentamente.

—No sabemos de qué estáis hablando, señor, pero os haremos pagar cara esta intrusión en la residencia del señor duque.

—Sois vos quien lo pagaréis caro. Y podéis estar seguro de que vigilaré personalmente para que se os aplique la rueda.

El guardia palideció y, aunque indeciso, no se atrevió a moverse.

—Hemos venido a buscar al señor Fronsac, os lo repito. El tiempo que a monseñor Mazarino le lleve informar a la reina, y este palacio será cercado por los mosqueteros del señor du Vallon. Todos vosotros seréis arrestados. Si hallamos al señor Fronsac muerto o moribundo en vuestros sótanos, seréis colgados en ese porche en donde el duque ya fue ejecutado en efigie hace unos meses. El señor du Vallon —supongo que lo conocéis— es amigo personal del señor Fronsac.

El oficial tragó saliva antes de afirmar con la cabeza. Más de una vez se había cruzado con el temible Porthos, y sabía qué suerte reservaba a sus enemigos.

—O si lo preferís, podéis dejarnos llevar al señor Fronsac sin que se derrame una gota de sangre. Informaré de ello a monseñor Mazarino y tal vez escapéis a una muerte ignominiosa.

El silencio podía cortarse con el filo de la espada.

—De vos depende elegir vuestro destino, señor de Sainte-Croix, pero sabed que no habría ningún honor para vos en batiros por una infamia.

El oficial miró a sus hombres y asintió con la cabeza. Gaston comprendió que había ganado la partida.

—Dejad vuestras armas y reagrupaos en la entrada —dijo—. Señor de Sainte-Croix, llevadnos a los sótanos.

Una a una, las espadas fueron cayendo con estrépito contra las losas de piedra.

—Poneos allí —ordenó Gaston indicando el lugar donde se hallaban los hermanos Moillon.

Las mujeres todavía no se habían dejado ver.

—¡Guillaume, Jacques, Gaufredi, acompañadnos! El señor oficial nos indicará el camino. Isaac, pedid a la señora de Fontrailles y a sus amigas que vigilen el paso hacia la galería.

Una vez confiados los guardias a la vigilancia de los dos hermanos, las mujeres entraron para ocupar su puesto. Abrumado por la situación, el oficial no sabía qué hacer. ¿Quién era esa señora de Fontrailles armada como un espadachín? Se parecía muchísimo al marqués. ¿Sería de su familia? Todos estos interrogantes y la sorpresa del ataque aumentaban su indecisión.

Gaston lo distrajo de sus pensamientos dándole un manotazo en el hombro para que le indicase la puerta de los sótanos.

—Po… or a… quí —tartamudeó el hombre, abrumado por lo que le estaba pasando.

El oficial abrió una puerta de roble cerca de la entrada; no estaba cerrada con llave. Al otro lado, descendía una empinada escalera, en lo alto de la cual, en una especie de nicho, había tres fanales de aceite y un eslabón. Los encendió torpemente y bajó el primero.

Al llegar abajo descubrieron una siniestra sucesión de salas abovedadas, húmedas y glaciales. El suelo arenoso crujía bajo sus pies.

—El prisionero debe de estar en el sótano del fondo —le explicó a Gaston—. Yo no estaba aquí cuando lo trajeron.

—¡Pero sabíais que había un prisionero! —exclamó Gaston en tono amenazador.

—Lo reconozco. Me lo dijo el señor de Fontrailles, pero asegurándome que era un ladrón pillado in fraganti. Por lo visto, pensaba dejarlo ahí algunos días sin beber ni comer antes de liberarlo. Sólo para darle una lección.

Caminaron hasta las últimas salas y se hallaron ante la reja. El oficial corrió el cerrojo y entraron todos.

Louis Fronsac no se movía. Sus pies reposaban en el suelo y sus brazos se mantenían estirados, con las cadenas atadas a las muñecas, como un crucificado. El dolor le había hecho perder el conocimiento. Tenía el rostro cerúleo y cubierto de costras sangrantes.

Gaufredi se precipitó hacia él. Abrió los cerrojos de los grilletes y, ayudado por Jacques Bouvier, transportó a Louis sobre la mesa de piedra donde se encontraba todavía su equipaje. Se inclinó sobre él, escuchando su respiración y los latidos del corazón.

—Vive —dijo con voz ronca.

Guillaume había visto un pozo en una de las salas por las que habían pasado. Fue hasta allí y volvió con un cubo de agua fresca, que vació en un recipiente de barro posado en el brocal. Alzaron un poco la cabeza de Louis, que abrió unos ojos vidriosos. Lograron hacerle beber.

—Démonos prisa en salir —los apuró Gaston—. Jacques, Guillaume, envolved a Louis en vuestras capas y lleváoslo. Señor de Sainte-Croix, recoged el equipaje que está en esa mesa.

Gaston temía el regreso de Fontrailles. Hasta ahora, todo se había desarrollado sin contratiempos, sin derramamiento de sangre, pero había que dejar aquel lugar lo antes posible.

Subieron la escalera.

Una vez arriba, Gaston tomó el equipaje de Louis de las manos del oficial.

—Señor de Sainte-Croix, ni se os ocurra dar la alerta. Hasta ahora, las cosas os han salido bastante bien. No tentéis al diablo.

Hizo señas a Guillaume y a Jacques para que partiesen los primeros. Ambos hombres llevaban a Louis, que había perdido el conocimiento de nuevo. Por suerte, el despacho de su padre sólo estaba a unos pasos.

Salieron todos detrás.

Los guardias de Guisa no se habían movido.

Fuera, la tormenta de nieve se intensificaba. El viento soplaba racheado, acumulándola en gruesos montículos a lo largo de los muros. Aunque el trayecto fuese breve, les pareció agotador.

Llegados a la calle des Quatre-Fils, los últimos en salir cerraron cuidadosamente las dos hojas del portal de entrada. Louis había sido ya conducido a la habitación de sus padres.

El señor Fronsac, desesperado al comprobar el penoso estado de su hijo, mandó llamar de inmediato al médico Guy Renaudot, en la calle de la Verrerie, un facultativo al que ya había consultado en otra ocasión. Fue Guillaume el encargado de ir a buscarlo y llevarlo al despacho de los Fronsac, previa amenaza, pues el médico se resistía a salir de casa con tan mal tiempo.

Entretanto, Gaston había organizado la defensa de la casa. No se podía, en efecto, excluir la posibilidad de que Fontrailles, con su diabólica audacia, se lanzase al asalto del edificio para recuperar a su prisionero.

Sólo el guantero Ganducci los había dejado, para informar a Hugues de Lionne del éxito de la operación y encargarse de llevar unos cuantos guardias de corps del rey, los famosos mosqueteros negros, para proteger el despacho.

En el cuarto en que reposaba Louis sólo había mujeres a su alrededor. Instalado en el gran lecho con dosel de sus padres, recobraba por momentos la conciencia. Su madre y la señora de Castelbajac lo lavaban y lo cambiaban prodigándole sus cuidados. Louise Moillon intentaba hacerle beber un consomé, cuando entró Guy Renaudot. El médico, un panzudo que frisaba la cincuentena, se acercó al lecho. Una sombra de inquietud pasó por su rostro, habitualmente jovial, cuando observó la palidez de Louis.

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó.

—Una misión para Su Eminencia que acabó mal —explicó la hermana de Fontrailles—. El señor Fronsac fue raptado, herido y golpeado. Ha perdido el conocimiento varias veces.

El médico se sentó en un taburete y sacó un astringente de su talego. Hizo beber algunas gotas a su paciente.

El efecto fue inmediato. Louis abrió los ojos.

—¿Dónde estoy? —murmuró.

—En casa —contestó su madre con una sonrisa anegada en lágrimas.

—¡Bebed! —le ordenó Françoise de Lespinasse, tendiéndole la taza de consomé que Louise Moillon le había llevado.

Louis intentó incorporarse, reprimiendo un grito de dolor. Al fin pudo coger la taza y beber su contenido.

—Tengo frío —murmuró.

—Voy a examinaros —decidió Renaudot. Echó una rápida ojeada hacia la chimenea, donde crepitaba un buen fuego. Su enfermo probablemente tenía fiebre. Le pasó la mano por la frente, que, en efecto, estaba ardiendo. A continuación, le palpó detenidamente la cabeza, los brazos, las piernas, luego las costillas, lo que provocó un grito de dolor del maltrecho Louis.

—No tenéis nada roto, salvo quizá una o dos costillas y un feo corte en la cabeza —declaró el médico—. Os vendaré el pecho con unas tiras de tela. ¿Cómo fue lo de la cabeza?

—Un caballo me pasó por encima —sonrió Louis.

—Traedme agua caliente —ordenó Renaudot.

La señora Fronsac vació una parte del barreño de cobre que se hallaba delante del fuego en un recipiente más pequeño de estaño y lo colocó sobre una mesa, al lado del médico. Éste, tras comprobar que el agua no estaba demasiado caliente, tomó un jirón de tela y limpió cuidadosamente la herida que se extendía desde lo alto de la frente hasta la mitad del cráneo. Aparentemente, no era grave, pero estaba muy hinchada y mal cerrada.

—Voy a coseros la frente —decidió después de haberlo examinado—. Será doloroso, pero es el único medio de que no os quede una cicatriz demasiado aparatosa.

Pidió una navaja de afeitar, rasuró una parte de los cabellos y luego sacó aguja e hilo. Louis apretó los dientes mientras el médico unía las partes del corte provocado por los cascos del caballo y los suturaba. Cuando hubo terminado, con la ayuda de las mujeres, Renaudot desvistió al herido para ceñirle el pecho con una faja de tela.

Pese a los terribles dolores que sufría, Louis no perdió el conocimiento. El médico le aplicó luego un ungüento en las muñecas y en todos los lugares doloridos.

—Os dejaré unas plantas para que os preparen un cocimiento de hierbas para la fiebre y la tos —explicó—. Así como adormidera, por si tenéis mucho dolor. Volveré a veros mañana.

Cuando Gaston entró en el cuarto, Renaudot recogía sus cosas para irse. El comisario enarcó una ceja de envidia al descubrir a las tres mujeres a la cabecera de su amigo. ¡Es que Louise Moillon y Françoise de Lespinasse eran muy bellas!

Cedió el paso al médico, que salió satisfecho.

—¿Cómo te encuentras, Louis? ¡Vaya suerte que tienes! Si yo estuviese tan bien acompañado como tú, me creería en el paraíso.

—Poco me faltó para ir allí contra mi voluntad —murmuró Louis con una triste sonrisa—. Cuando estaba colgado de las cadenas, me acordé de lo que me había dicho el señor de La Rochefoucauld la última vez que estuve con él: «¡Habitualmente, no se sufre la muerte por resolución, sino por estupidez!». ¿Cómo habéis conseguido liberarme?

—Estas damas te lo contarán. Son ellas las que lo han hecho todo. Acabo de apostar a todos los hombres disponibles en los balcones del despacho. Las ventanas están cerradas, y, si Fontrailles intenta un ataque, nos veremos las caras.

—No intentará nada —murmuró Louis—. Está convencido de que ha ganado. Encontró entre mis cosas un largo texto de Pierre de Fermat que luego quemó, creyendo que se trataba del nuevo código.

—Gaufredi ha entregado el código a Hugues de Lionne —intervino la señora de Castelbajac.

—¡Perfecto! —suspiró Louis—. ¿Pero cómo estáis aquí, señora?

—¿El texto que Fontrailles destruyó era importante? —preguntó Gaston.

—Sí, sobre todo para un amigo que lo esperaba ansioso. Se trata de Blaise Pascal. Y el texto era una demostración.

—¿Qué clase de demostración? —preguntó a su vez Louise Moillon.

—Es imposible dividir un cubo en suma de otros dos, o un bicuadrado en otros dos bicuadrados en general, una potencia cualquiera superior a dos potencias del mismo grado —balbució Louis.

Se miraron todos de hito en hito, cada cual más asombrado.

—Es una vieja conjetura —prosiguió el enfermo—. Fue propuesta hace dos mil años por Diofanto de Alejandría y nadie ha sido capaz de demostrarla. Salvo Pierre de Fermat. ¡Pobre Pascal! ¡Qué decepción le aguarda cuando sepa que Fontrailles ha destruido su demostración!

—¿Te has enterado de alguna otra cosa, algo importante sobre los espías del Servicio de Cifrado, Louis? —preguntó Gaston, quien, desde que sabía que Carlo Morfi y el librero eran la misma persona, se preguntaba si Charles Manessier era el agente de la Santa Sede.

—Creo que ya lo sé todo. Convencido de que Fontrailles iba a matarme, Bresche me lo confesó todo. De hecho, este librero tiene un seudónimo: se hace llamar también Carlo Morfi y atrajo a otro desdichado a sus filas para entregarlo a la Inquisición de Aviñón.

—Ferrante Pallavicino —declaró orgullosamente Gaston.

—¿Lo sabes? —preguntó Louis sin salir de su asombro.

—He descubierto muchas cosas —afirmó Gaston con un punto de suficiencia—. Ya te contaré.

—Hay dos traidores en el Servicio de Cifrado, y no uno solo —prosiguió Louis—: Habert, que trabajaba para Fontrailles, y Chantelou, que sigue allí y que está a las órdenes de Bresche y del Santo Oficio.

—¡Chantelou! —exclamó Gaston, esta vez contrariado.

De modo que se había equivocado.

—Sí, por eso trataba de huir de Gaufredi. Hay que ponerlo fuera de circulación, neutralizarlo, para que no siga perjudicándonos. Fue él quien mató a Manessier. Por cierto, ¿qué ha sido de Bresche?

—Maniatado en su librería. Hemos llegado a un acuerdo con él.

—¿Qué clase de acuerdo? —se inquietó Louis con voz vacilante.

Gaston suspiró:

—Lo importante era saber dónde estabas y liberarte. El señor de Lionne le prometió que no sería molestado si nos proporcionaba los datos necesarios para encontrarte.

—¿Quieres decir que escapará a su castigo? ¿Después de lo que ha hecho? —se enfadó Louis.

—Sí, pero tienes que comprenderlo, Louis. Sólo nos preocupabas tú. ¡Era su vida contra la tuya!

Louis cerró los ojos y cuantos lo rodeaban creyeron que se había desvanecido de nuevo.

Luego, movió levemente la cabeza.

—Tenéis razón. Pero queda Chantelou. Hay que detenerlo inmediatamente. Gaufredi sabe dónde vive, llévalo contigo.

—Espero a que Lionne nos envíe algunos hombres para proteger el despacho y me ocupo inmediatamente de ello. La Goutte está en el Grand-Châtelet, donde ha encerrado a los tres cómplices de Bresche. Por lo menos ésos darán trabajo a Jehan Guillaume.

—Contadme cómo me habéis liberado —pidió Louis—. Y vos, señora de Castelbajac, ¿cómo se explica que estuvieseis allí?

Apenas había terminado su relato Isabeau de Astarac, cuando resonó en el patio un gran estrépito de cascos. Gaston fue a la ventana: acababan de entrar una docena de mosqueteros negros escoltando una carroza.

—Tenemos visita, Louis.

La señora de Fronsac hizo desaparecer rápidamente las vendas ensangrentadas y arregló el cuarto someramente. No había terminado cuando su esposo entró, acompañado de Hugues de Lionne, seguido a su vez por el señor du Vallon, sombrero en mano.

Lionne se acercó al lecho de dosel mientras que Fronsac y Vallon se quedaban cabe la puerta.

—¡Fronsac! ¡En mi vida me había alegrado tanto de volver a veros! —exclamó Lionne—. He estado con Su Eminencia y él también envió un correo a Rueil para ordenar un registro en el palacio de Guisa. Afortunadamente, con vuestra liberación, será inútil. Vuestros amigos han logrado una magnífica victoria. También tengo noticias del marqués de Fontrailles…

La señora Fronsac acercó entonces un sillón a la calleja y Hugues de Lionne se sentó en él. Luego, la madre de Louis se alejó, uniéndose a su esposo en el otro extremo del cuarto. Ambos sabían que no debían enterarse de lo que su visitante confiase a su hijo. En torno al lecho sólo se quedaron Gaston y las señoras de Lespinasse y Moillon. La mirada de Hugues de Lionne fue de la una a la otra; comprobando luego que nadie más podría oír lo que iba a decir, comenzó con una pequeña mueca de satisfacción:

—El espía del señor Ganducci le ha comunicado que el marqués volvió al palacio de Guisa poco después de vuestra partida. Se fue enseguida con su equipaje. Creo que el señor de Fontrailles ha tomado las de Villadiego por una buena temporada, de modo que Guisa no será molestado y este asunto no tendrá repercusiones en la corte. En fin, vuestro criado Gaufredi me ha entregado el código propuesto por el señor de Fermat. Debo deciros que habéis sido especialmente hábil.

—¡Mucho menos de lo que pensáis, señor! —suspiró Louis—. Traía otro escrito del señor de Fermat, una demostración matemática para uno de mis amigos. Hice creer a Fontrailles que era el nuevo código destinado al despacho del señor Rossignol y el marqués lo quemó.

—Es una pérdida insignificante —decidió Lionne—. Pero me doy cuenta de que no he tenido la cortesía de preguntaros acerca de vuestra salud, caballero…

—Creo que sobreviviré, señor —dijo Louis haciendo esfuerzos para sonreír—. No podría ser de otro modo, teniendo tantas personas preocupadas por mi salud.

Hugues de Lionne asintió y pareció un tanto confuso.

—Temo ser el responsable de una buena parte de vuestros sinsabores, caballero. No fui muy franco con vos…

—Desde luego, si hubiese sabido que la señora de Castelbajac era la hermana del marqués de Fontrailles, Bresche no habría podido tenderme la trampa —reconoció tristemente Louis—, sobre todo porque sospechaba de él desde hacía tiempo.

Lionne asintió de nuevo con la cabeza y luego dijo:

—Debo reconocer, señor, que en mi actividad no confío en nadie. Es la primera regla que me enseñó mi tío. Cuando el señor Le Tellier me comunicó que acudirían a vos para identificar al espía del Servicio de Cifrado, ni mi tío ni yo creímos que fuese una buena idea. ¿Qué sabíais vos del mundo del espionaje, de la traición, del engaño y de la crueldad que subyacen a la diplomacia? Yo lo he mamado desde pequeño y pensaba que vos teníais todos los números para dejar allí vuestra vida. Por añadidura, el señor Servien había hecho entrar en el Servicio de Cifrado al hermano de la señora Moillon para tratar de descubrir a nuestro traidor. Por lo tanto, me inquieté sobremanera cuando os vi en casa del señor de Avaux con la Belle Gueuse. Sabía que ella estaba en relación con la señora de Chevreuse y el señor de Fontrailles y yo sólo había ido para observar a los que se le acercaban. En cuanto descubrí que os alejabais con ella, consideré que había llegado el momento de intervenir. Pedí a la señora de Moillon que os siguiese. No sé lo que habría pasado si ella no hubiese ido, pero, sin su intervención, estoy seguro de que no habríais salido de allí con vida.

Louis cerró brevemente los ojos aprobando con la cabeza.

—Paradójicamente, ese incidente provocó un error de nuestros adversarios. Intentaron mataros y vuestro compañero acabó con Habert. Fue así cómo el espía de Fontrailles fue finalmente identificado, mientras Simon Garnier todavía no había llegado.

Suspiró.

—Igual que con la señora marquesa de Castelbajac, debía haberos dicho que la señora de Moillon y sus hermanos trabajaban para mí desde hace años. Están en relación con un grupo de protestantes holandeses que desean la alianza con Francia.

Separó las manos para recalcar su impotencia o su pesadumbre.

—Estoy demasiado acostumbrado a los secretos —concluyó.

—Sigue habiendo un espía en el Servicio de Cifrado, señor —soltó Louis.

Lionne enarcó las cejas y abrió los ojos con incredulidad.

—¡Pero si Manessier ha muerto!

—Es Guillaume Chantelou, que es el agente de Charles de Bresche. Chantelou es el espía de la Santa Sede.

—¿El pariente del señor de Noyers? ¡Imposible!

—Y sin embargo es verdad. Sólo lo suponía, pero me lo confirmó el propio Bresche. Aunque también trabaja para Fontrailles. Fue él quien asesinó a Charles Manessier, tratando de hacerlo pasar por un suicidio para que yo detuviese mi investigación.

Hugues de Lionne callaba anonadado y fue Gaston quien rompió el silencio:

—Esperaba la llegada de vuestros mosqueteros antes de partir para el Grand-Châtelet, señor conde. No quería correr ningún riesgo y deseaba estar seguro de que Louis no arriesgaba ya nada. Me iré a comprobar que los hombres de Bresche están a buen recaudo en su calabozo y luego iré tras Guillaume de Chantelou.

—¡Idos, señor! Pero este asunto es terrible. ¿Cómo evitar el escándalo?

—Con vuestro permiso, podría proponer un trato al señor Chantelou —sugirió Gaston—. Él no hablaría al procurador ni del librero ni de su actividad como espía. En mi calidad de magistrado togado, como representante del rey, podría pedir que no sea juzgado más que por el asesinato de Manessier y que no sea condenado a la horca sino a galeras. Creo que no se negará a un trato tan ventajoso para él.

—Habría que avisar al señor Meliand[89] para que elija a un procurador que acepte vuestra propuesta —subrayó Hugues de Lionne frotándose la barbilla.

—En efecto. ¿Podéis ocuparos vos de ello?

—Lo haré. Iré a ver al procurador general con el canciller Séguier mañana mismo. En cuanto a vos, actuad del mejor modo posible, señor —aceptó Lionne, aliviado ante la idea de que el asunto no se divulgaría ni estaría en boca de todos.

Se volvió hacia la marquesa de Castelbajac:

—Isabeau, ¿puedo ofreceros hospitalidad en mi palacio durante vuestra estancia en París?

—Gracias, señor conde, pero preferiría quedarme aquí para vigilar al señor Fronsac.

—¡Padre! —llamó Louis.

El notario se acercó.

—¿Qué os parecería subir a la biblioteca el lecho que Julie y yo solemos utilizar? Así podríamos alojar a la señora de Castelbajac y a la señora de Lespinasse.

—Daré órdenes a Richepin —accedió el señor Fronsac—. Ya he mandado preparar un lecho para nosotros en mi gabinete de trabajo y nos queda otro en el guardamuebles.

Hugues de Lionne se levantó.

—Informaré a monseñor Mazarino. Seguramente tendréis otras visitas mañana, señor Fronsac. Os dejo a mis mosqueteros y al señor du Vallon durante unos días.

—Podrán acomodarse en la sala común, al lado de la cocina —propuso el señor Fronsac—. Daré órdenes para que instalen jergones.

Gaston y Gaufredi dejaron el estudio al mismo tiempo que Hugues de Lionne, a la vez tranquilizados sobre la salud de Louis y sobre la seguridad de la casa. Los mosqueteros se quedaron varios días —al señor Fronsac le costaban un ojo de la cara, pues aquellos tragaldabas hicieron ver que su legendaria reputación de glotonería e intemperancia no era falsa sino ganada a pulso—, pero no hubo que temer ningún asalto, fuese de Guisa o de Fontrailles. Y muy pronto Louis podría volver a Mercy.

Justo antes de la llegada del médico, Gaston tomó una rápida colación en la cocina del despacho del señor Fronsac, en compañía de los otros miembros de la tropa. A cada uno de ellos se le había destinado vigilar y defender una porción del edificio. Les recordó —sobre todo a los hermanos Bouvier— que su expedición debía permanecer en secreto.

Las calles estaban desiertas en este comienzo de una tarde del domingo y la nieve, que sin embargo caía con menos vigor que por la mañana, no invitaba a salir. De modo que Gaston y Gaufredi llegaron rápidamente al Grand-Châtelet.

Encontraron a La Goutte dormitando en un poyete de piedra, en el vano de una ventana, al final de la galería del primer piso que comunicaba la torre de ángulo donde se hallaba el gabinete de trabajo de Gaston.

—¿Habéis liberado al señor Fronsac, señor comisario? —preguntó el arquero levantándose tan pronto como reconoció a Gaston de Tilly.

—Sí, La Goutte. Justo a tiempo y sin derramamiento de sangre. Está en el despacho de su padre, bien cuidado por todo un batallón de bonitas mujeres. Daría lo que fuese por estar en su lugar, pero el deber nos llama. ¿Dónde están nuestros amigos?

—Los he encerrado en la «Berbería».

—Muy bien.

—Si por mí fuese, los habría arrojado a la «Bartolina» —intervino Gaufredi con una mueca de odio.

La «Berbería», las «Cadenas», el «Matadero» y la «Manga de Hipócrates» eran los calabozos más sórdidos de la prisión. La mayor parte de ellos se inundaban y el prisionero vivía —poco tiempo— en el frío y el lodo. Pero el peor de todos era la «Bartolina», un agujero lleno de inmundicias y miasmas hormigueantes que ahuyentaban incluso a las ratas más repugnantes.

—Tenemos que mantenerlos en buen estado, amigo. Pero no escaparán a su castigo. Los interrogaré mañana y serán juzgados esta semana, sin duda en la audiencia del viernes, presidida por el teniente criminal.

»Nos queda un arresto que efectuar. Voy a preparar una orden de prisión incondicional para nuestros tres truhanes y otra para el que vamos a detener. Mañana los firmará Dreux de Aubray. Prepara un coche y llévate a cuatro o cinco arqueros a caballo.

Partieron sin dilación. Gaston y Gaufredi habían dejado sus caballos en el Châtelet y subieron al coche. Los arqueros los seguían a caballo.

Dejaron el vehículo a la entrada de la calle des Rats. Gaufredi guió a la tropa hasta el porche situado al lado de la escuela de medicina.

Gaston dejó a dos arqueros en el patio, luego comprobó que no había otra salida, enviando a dos hombres al primer piso. Él, Gaufredi, La Goutte y otro arquero subieron entonces al segundo piso por la escalera de madera que corría por la fachada.

Llamaron perentoriamente en el primer domicilio. Un hombre bien metido en carnes, de unos cincuenta años, en ropa de casa, les abrió, asombrado al ver a los arqueros del Grand-Châtelet de uniforme.

Gaufredi no había visto nunca a Guillaume Chantelou. Se acordaba solamente de la descripción que había hecho de él su amo: muy alto, delgado, el rostro picado de viruela. Y desde luego no era el caso del que acababa de abrirles la puerta de su vivienda.

Gaston, Gaufredi y La Goutte entraron con autoridad. El arquero se quedó fuera vigilando el pasillo.

—¿Sois Guillaume Chantelou? —preguntó muy serio Gaston.

—No, señor, es mi vecino.

—Llevadnos a él. Yo soy el comisario de Saint-Germain-l’Auxerrois.

El hombre tragó saliva con dificultad y obedeció, esbozando una sonrisa de circunstancias.

Salieron y su guía se detuvo dos puertas más adelante:

—Es ahí, señor comisario.

Gaston llamó a la puerta.

—¿Qué queréis? —preguntó una voz al otro lado de la puerta.

—Traigo un mensaje del señor Rossignol —respondió Gaston.

Corrieron el cerrojo y la puerta se abrió ante un hombre delgado con el rostro picado de viruela.

—Es él —dijo Gaufredi.

—¡Daos preso en nombre del rey! —exclamó Gaston tendiendo hacia él la vara blanca que utilizaban los policías para legitimar un arresto.

La Goutte y el arquero aherrojaron con una cadena las muñecas del espía, tan asombrado que ni siquiera osó protestar.

Lo llevaron sin miramientos al coche, donde lo dejaron a buen recaudo con los otros arqueros.

Gaston se llevó a La Goutte y a Gaufredi con él. Le quedaba una última cosa por hacer, una promesa que cumplir, por mucho que le repugnase.

Fueron a la plaza Maubert, al lugar cuya enseña era un cartel de madera en forma de libro en el que estaba pintada una loba amamantando a dos niños.

Tras dejar al librero maniatado, Gaston había cerrado la puerta y los postigos de la ventana.

Sacó la llave que le había cogido a Bresche, abrió y entró. Gaufredi abrió una contraventana dejando entrar algo de luz. El frío era espantoso en la tienda.

El librero seguía atado, con el rostro y sus manos tan blancas como la cal.

Gaston cortó las ligaduras. Bresche-Morfi se quedó tendido en el suelo, entumecido y tembloroso.

—Señor de Bresche, he cumplido mi palabra —declaró Gaston—. El señor de Fronsac está libre. Os daré un consejo gratis. Dejad París, idos de Francia. La justicia no os perseguirá, pero otros podrían tratar de desembarazarse de vos.

Gaston volvió por la noche al despacho de los Fronsac para contarle a Louis el arresto de Chantelou. Louise Moillon y sus hermanos se habían ido. Encontró solo a Louis con Françoise de Lespinasse, a quien acababa de dictar una larga carta para Julie, ante la imposibilidad de hacerlo él con sus maltrechas manos.

—Os dejo —decidió Françoise de Lespinasse con una sonrisa. Se acercó a Louis y depositó un beso en su frente, antes de murmurar:

—Señor Fronsac, si fueseis una mujer, estoy segura de que me enamoraría de vos.