Domingo, 17 de enero de 1644
El coche que transportaba a las señoras de Castelbajac y de Lespinasse, junto con Gaufredi y Bertrande, hacía su entrada en París el domingo 17 de enero, casi en el mismo momento en que lo hacía el de Charles de Bresche. La diferencia es que el librero había elegido entrar por la puerta de Saint-Antoine y ellos por la puerta de Saint-Jacques.
Aunque hubiese perdido al de Toulouse en el bosque de Orleans, Gaufredi concibió nuevas esperanzas. Compartía además la convicción de la señora de Castelbajac: su amo estaba prisionero y probablemente era conducido a presencia del marqués de Fontrailles.
Mientras subían por la calle Saint-Jacques, Gaufredi y la marquesa mantuvieron una agria discusión. El viejo reitre quería ir directamente a la plaza Maubert. Antes o después, el librero iría allí, y él sabría hacerle hablar, le aseguró.
—No es el librero el que importa en este momento, amigo mío, sino el lugar adonde han llevado al señor Fronsac. Una vez en manos de mi hermano, no seguirá vivo mucho tiempo. Importa más saber dónde se encuentra el marqués de Fontrailles. Es allí adonde tenemos que ir.
—Antes de nuestra partida, vivía en casa del señor de La Rochefoucauld…
—No es allí precisamente adonde habrá llevado a vuestro amo —ironizó ella.
—Por supuesto, señora. Aparte de que el duque ha salvado la vida de mi amo y no toleraría semejante ignominia.
—Ya me lo contaréis. Atended a lo que os propongo: bajaréis hasta el Grand-Châtelet tan pronto como hayamos atravesado la Cité. Buscad a su amigo, el comisario de policía del que me habéis hablado, y reuníos conmigo en casa del señor de Lionne. Tiene un apartamento detrás del Palacio Real, en la calle Neuve-des-Petits-Champs.
—Hoy es domingo, señora, no creo que haya ido al Grand-Châtelet… Pero haré lo que me pedís, y, si no lo encuentro, iré a la calle de la Verrerie, que es donde vive. Si está allí, llegaremos a casa del señor de Lionne dentro de una hora.
La carroza, siempre conducida por Bertrande, se detuvo ante el Châtelet, y luego siguió su camino una vez que Gaufredi hubo descendido. El reitre corrió hacia el porche de la entrada, lo atravesó, penetró en el patio y, subiendo los escalones de cuatro en cuatro, llegó a la gran sala donde se hallaba la guardia y los corchetes. Tuvo suerte y vio allí a La Goutte.
—¡Señor Gaufredi! —exclamó el arquero—, el señor de Tilly está muy inquieto, ¿dónde está el señor Fronsac?
—¡No hay tiempo! ¿Dónde está el señor comisario?
—No vendrá hasta el mediodía, después de la misa en Saint-Germain-l’Auxerrois. Debe de estar en su casa en este momento.
—Muy bien. Me voy allí corriendo. Venid conmigo. ¡El asunto es grave!
La Goutte cogió su espada, que estaba posada en un banco, y lo siguió. Al llegar al patio, propuso a Gaufredi:
—Iremos más rápido si cogemos los caballos destinados a los corchetes.
Gaufredi asintió. Había dos yeguas grises ensilladas y, ante los ojos asombrados de un palafrenero, saltaron a la silla y partieron al galope hacia la calle de la Verrerie. De camino, Gaufredi le explicó en pocas palabras que su amo estaba prisionero, tal vez muerto.
Gaston ocupaba el segundo piso de un vasto alojamiento en la calle de la Verrerie. Cuando no era más que un investigador sin fortuna, sólo disponía de una habitación abuhardillada. Luego, Richelieu, a fin de alejarlo de París y de su amigo Louis, le había ofrecido una lugartenencia de regimiento que Gaston había revendido más tarde por treinta mil libras antes de recibir, justo un año después, el cargo de comisario de Saint-Germain-l’Auxerrois.
Gaston había colocado su dinero, así como una parte del botín que había traído de la batalla de Rocroy, en casa de un banquero y alquilaba aquella confortable vivienda de cuatro piezas.
Gaufredi tiró del cordón del porche de entrada y un portero acudió a abrir. El viejo reitre lo apartó, y, siempre seguido por La Goutte de uniforme, subieron de cuatro en cuatro los escalones para llamar con grandes golpes a la puerta de la vivienda.
Un asombrado lacayo acudió a abrir. Gaufredi lo empujó:
—¿Está el señor Tilly?
—Sí, señor, pero…
—¡Id a buscarlo, rápido! Decidle que es urgente, que es por su amigo Louis.
Gaston apareció inmediatamente en ropa interior, con su roja cabellera enmarañada.
—¿Gaufredi, qué ocurre?
El viejo soldado resumió la situación en pocas palabras.
—… Tenemos que ir a casa del señor de Lionne. Allí decidiremos cómo tratar con Fontrailles y el librero.
Gaston no necesitaba más explicaciones para decidirse.
—La Goutte, bajad a ensillar mi caballo. Gaufredi, mientras me visto, venid conmigo, tengo algunas preguntas que haceros. La primera es la siguiente: ¿Por qué a casa del señor de Lionne?, que es, si no me equivoco, el secretario de Mazarino.
Mientras Gaston se ponía sus calzas y luego la camisa, Gaufredi le explicó que Hugues de Lionne era en realidad el responsable de los servicios secretos del señor de Brienne y que había tomado el relevo de su tío Abel Servien.
Gaston hizo alguna otra pregunta, en particular sobre los lazos que había entre la señora de Castelbajac —de la que se enteraba ahora de que era la hermana del marqués de Fontrailles— y Hugues de Lionne. Poco a poco, en su mente se fue haciendo la luz sobre las relaciones entre todos aquellos personajes.
Unos instantes más tarde, galopaban los tres por las calles embarradas de la capital, Gaston a la cabeza, pues conocía el domicilio de Lionne, situado no lejos del convento de los Agustinos reformados, llamado también el convento de los Padrecitos.
Entraron en el patio del palacio donde el secretario de Mazarino tenía su vivienda mientras sonaba la hora tercia llamando a la oración en los Viejos Agustinos. Un mayordomo los esperaba y condujo a Gaston y Gaufredi al segundo piso, en una gran antecámara donde se encontraban ya las señoras de Castelbajac y Lespinasse, junto con Hugues de Lionne y dos desconocidos. La Goutte esperaba en el patio.
Gaufredi se fijó en que las mujeres habían cambiado sus atuendos de viaje por elegantes vestidos de damasco con cuello de encaje y la parte delantera realzada con cintas multicolores. Bajo los pliegues de los trajes, se veían las enaguas, la picaruela y la secreta, una de color oro y la otra escarlata.
Gaston no conocía a nadie, de modo que Gaufredi se ocupó de presentarle a las damas. Le gustó mucho la señora de Lespinasse, a la que no quitó ojo, mientras Hugues de Lionne se levantaba para saludarlo.
—Sentaos, señor de Tilly —le pidió el secretario de Mazarino—. Supongo que vuestro compañero os habrá hecho un pormenorizado relato de los terribles sucesos que acaban de producirse. Esperamos todavía a algunas personas, pero dejadme que os presente a los señores Zongo Ondedei y Tomaso Ganducci. El señor Ondedei es el camarlengo de monseñor, y el señor Ganducci es su guantero y perfumista —precisó con una sonrisa ambigua.
Gaston ya había oído hablar de Zongo Ondedei, del que se murmuraba que dirigía los servicios secretos para los asuntos del primer ministro. Era un hombre fino y discreto, vestido de negro, con el cuello blanco y cuadrado de los clérigos. En cuanto a Ganducci, no llamaba a engaño: con su perilla cuadrada y su aire socarrón, tenía más pinta de esgrimidor que de perfumista. Era, sin duda, uno de los agentes de Mazarino.
Gaston y Gaufredi se sentaron en sendos escabeles.
—Según lo que me ha contado la señora de Castelbajac, el señor Fronsac logró que Pierre de Fermat elaborase un nuevo sistema de cifrado que podría ser inviolable. ¿Es así? —preguntó Lionne a Gaufredi.
—En efecto, señor. Asistí a su discusión, aunque no haya entendido gran cosa. Sea como fuere, aquí está el sistema de cifrado. Mi amo me lo confió para que os lo trajese.
Bajo las miradas estupefactas de las dos mujeres, que ignoraban tal cosa, el viejo reitre sacó de su capa escarlata un portafolio de cuero viejo que tendió a Lionne.
La expresión del rostro del secretario pasó sucesivamente del asombro a la satisfacción. Lo abrió y sacó las hojas escritas por Fermat.
—¡Extraordinario! —murmuró—. ¿Por qué os confió el señor Fronsac este documento?
—Mi amo es un lógico excepcional, señor. Siguió perfectamente la demostración del señor de Fermat y se sentía capaz de repetírsela al señor Rossignol. Como el señor de Fermat también la había puesto por escrito, prefirió confiarme a mí estos papeles considerando que así había más posibilidades de que el código llegase a su destino.
Miró desconsolado a la señora de Castelbajac.
—En ese momento —añadió—, pensaba que vos estabais en el bando de sus enemigos. Él, en cambio, se quedó con otro documento del señor de Fermat, pero sin relación con el código.
—¿Qué clase de documento? —preguntó Lionne intrigado.
—No lo entendí muy bien, señor. Un galimatías, una demostración matemática sobre la suma de potencias…
Hugues de Lionne enarcó las cejas, para interrogar luego con la mirada a la señora de Castelbajac, quien le correspondió con la misma mirada de desconcierto. De modo que prosiguió:
—Supongamos que el raptor del señor Fronsac lo ha llevado o está a punto de llevarlo junto al marqués de Fontrailles; si es así, necesitamos saber dónde se encuentra el marqués.
—En noviembre, se alojaba en la calle del Sena, en el palacio de Liancourt —afirmó Gaston.
—Exacto —intervino Ganducci con un marcado acento italiano—. Pero ya no está allí —añadió apartando teatralmente las manos—. Desde mediados de diciembre, el duque de Guisa le presta su palacio.
—¿Estáis seguro? —se inquietó Lionne.
—Uno de mis hombres vigila la puerta del palacio de Clisson, señor. El marqués entró ayer en el palacio para pasar allí la noche. Iba en compañía de la señorita de Chémerault, sin duda su amante, y del hermano de ésta.
—Si el señor Fronsac está retenido como prisionero en el palacio de Guisa, no podemos intervenir —murmuró un cariacontecido Lionne—. Sólo la reina podría darnos la autorización y dudo mucho de que quisiese hacerlo, cuando está tratando de calmar la situación acaecida tras el terrible duelo.
—¡No podemos abandonarlo, señor! —intervino Gaston abruptamente.
—Desde luego —asintió lentamente con la cabeza Lionne—, pero, si está allí, todo será mucho más difícil.
—Mi hermano suele pensar en esa clase de cosas —apostilló con ironía la señora de Castelbajac—. Imaginad que pedís la autorización a la reina para registrar el palacio de Guisa, él se enteraría por sus amigos y haría desaparecer de inmediato al señor Fronsac. Pero si no tenemos garantía de que esté allí, en cambio nos queda el librero. Habría que cogerlo y hacerle hablar.
En ese momento, el intendente se deslizó en la estancia y murmuró algunas palabras al oído de Hugues de Lionne.
—Hacedlos entrar —ordenó el secretario de Mazarino.
Una mujer ataviada con una falda y un corpiño de tafetán, cubierta con una capa turquesa, junto con dos jóvenes armados con sendas espadas, entraron en el salón. Gaston reconoció a Louise Moillon y a su hermano Simon Garnier. Al otro hombre ya lo había visto con ellos; debía de ser Isaac Moillon, extremo que confirmó Hugues de Lionne.
Isaac dirigió un gesto amistoso a Ganducci.
—Algunos ya conocéis a la señora Moillon y a sus hermanos —dijo Lionne—. Están tanto a mi servicio como al de mi tío. Los tres son protestantes y tienen estrechas relaciones con los servicios de Guillaume de Orange y los partidarios de la alianza entre Francia y las Provincias Unidas. Le había encargado a Simon que desenmascarase al espía de la oficina del Servicio de Cifrado haciéndole trabajar para el señor Rossignol, cosa que, por desgracia, no logró.
Luego, dirigiéndose a los recién llegados, continuó:
—Un librero llamado Charles de Bresche abusó de la confianza del señor Fronsac, tendiéndole una trampa. En este momento, el caballero se halla en manos del señor Fontrailles. Buscamos el medio de liberarlo.
Se volvió hacia los demás:
—¿Qué sabemos de ese librero?
—Louis desconfiaba de él —explicó Gaston—. Gaufredi se había encargado de seguir al señor Chantelou, que había ido a su librería, visita que en su opinión era inexplicable. Sin embargo, más tarde nos enteramos de que el espía de Rossignol era Habert, y que trabajaba para el marqués de Fontrailles. La pista del librero fue entonces abandonada. Pese a ello, Louis no estaba convencido y me lo había dicho. Su intendente, Margot Belleville, que había sido librera como su padre, le sugirió preguntar a Sébastien Cramoisy acerca de Bresche, pero se fue de viaje antes de hablarme de su entrevista.
Gaufredi intervino:
—Mi amo me contó que el señor Cramoisy le habló de una estancia de Bresche en Roma, donde habría tenido problemas con la justicia. Así que fue a verlo para tratar de saber más y le habló de nuestro viaje a Toulouse. Nos faltaba un cochero y Bresche se ofreció a hacer el trabajo porque necesitaba ir allí para comprar libros. El señor Fronsac aceptó, convencido de que durante un viaje tan largo podría sonsacarlo y descubrir la verdad sobre el individuo. Le dijo también que nos alojaríamos en el palacio de la marquesa de Castelbajac.
—Y por supuesto, esa misma noche, el muy traidor avisó a mi hermano —ironizó la marquesa.
—Sin duda —continuó Gaufredi—. De todas formas, durante el viaje, Bresche se mostró como un valiente y un buen compañero. Habló largo y tendido de su viaje a Roma, donde, por lo visto, estuvo al servicio de Antoine Barberini como bibliotecario. Al final del viaje, mi amo le había concedido toda su confianza.
—Y luego, como pago, en Toulouse, se dedicó a organizar su captura —concluyó acerbamente la marquesa de Castelbajac.
—¡Es terrible! —reconoció Gaufredi—. ¡Cómo nos ha engañado!
—¿Pero quién es ese individuo tan diabólico del que nada sabemos? —preguntó Lionne.
—Sospecho que debe de ser un agente de Urbano VIII —explicó el guantero—. Recibió la visita de Fabio Chigi en su librería.
—¿Fabio Chigi? —preguntó Gaston nerviosísimo—. ¡Entonces tengo que hablaros del robo en la Nunciatura! Sabéis que tuvo lugar en noviembre. Y que se habían llevado importantes documentos de monseñor Chigi. Redacté un informe sobre este asunto al señor Dreux de Aubray, que debió de transmitirlo al señor Le Tellier. Encontré a un muchacho que había escalado la fachada de la Nunciatura y entrado por una chimenea para robar los documentos. Según la descripción que me hizo, el que le había hecho el encargo del trabajo era con toda probabilidad el marqués de Fontrailles.
—¡Otra vez él! —exclamó Lionne.
—El chico se había guardado una carta, que le pareció muy bonita, cuyo sello ostenta las armas de Barberini. Dicha carta, de la autoría de Thaddeus Barberini, no la adjunté a mi informe pues no estaba clara. Hacía alusión a un espía en el Servicio de Cifrado del señor Rossignol —pensé en Charles Manessier—, y en el hecho de que dicho espía estaba a las órdenes de un agente llamado Carlo Morfi, en quien monseñor Fabio Chigi podía tener toda su confianza, pues había dado prueba de una gran eficacia en la captura de un tal Pallavicino, pero no pude identificar ni a Carlo Morfi ni al tal Pallavicino.
—¡Pallavicino! —exclamaron al unísono Lionne y Ganducci.
—¿Es posible que haya sido Bresche? —preguntó Lionne a Ganducci—. ¿Que Charles de Bresche y Carlo Morfi sean la misma persona?
—¿De qué habláis? —preguntó Isabeau de Castelbajac.
—Es verdad —dijo Lionne—, vos no conocéis la historia. Os la contaré en pocas palabras: Ferrante Pallavicino es un noble veneciano que, aunque miembro de una congregación, se ha rebelado contra los abusos de la Iglesia. Ha escrito algunos textos considerados sediciosos, mayormente de esencia protestante. Los libros han sido condenados, pero Pallavicino estaba protegido de la cólera del Papa, pues vivía en Venecia. Deseaba, sin embargo, trasladarse a Francia, donde monseñor Mazarino pensaba utilizar sus talentos de polemista. Entonces desapareció. El señor Ganducci buscó sus huellas y descubrió que un tal Carlo Morfi le había propuesto ayudarlo a entrar en Francia. Ambos hombres fueron detenidos en diciembre del año pasado, en Orange, por la tropa del vicelegado de Aviñón. Después, Ferrante fue preso en Aviñón y nos enteramos de que su compañero Carlo Morfi fue quien organizó la trampa, pues era en realidad un espía del Papa.
—Visto el método que Bresche utilizó con mi amigo Louis —concluyó Gaston—. Carlo Morfi y él muy bien podrían ser la misma persona. Tenemos que ir inmediatamente a su librería, verificar si se encuentra allí o tenderle una trampa.
—Es poco probable que esté allí —señaló Lionne encogiéndose de hombros—. ¿Por qué iba a volver allí?
—Hemos venido pisándole los talones —observó la marquesa de Castelbajac—. Quizá esté recién llegado, si no está todavía en el camino real. Se imaginará que ya hemos vuelto a París y, si pretende huir, querrá recuperar las cosas de valor que tenga en su casa. Deberíamos vigilar su librería hasta que aparezca.
Gaufredi se levantó, visiblemente alterado.
—Señor —dijo dirigiéndose a Hugues de Lionne—, disculpadme, pero yo me voy a la librería. Es la última esperanza que tengo de salvar a mi amo.
—Iremos todos allí —decidió la señora de Castelbajac, levantándose a su vez.
—¡Ni pensarlo, señora! —protestó Gaston—. Ellos son cuatro, y tal vez haya que presentar batalla.
—Creo haberos demostrado —intervino Louise Moillon con una sonrisa— que una mujer podía a veces ser muy útil para librar a un pobre hombre prisionero.
Gaston enrojeció.
—Os agradezco la preocupación que habéis mostrado por nuestra seguridad, señor de Tilly —sonrió a su vez la señora de Castelbajac—, pero soy bastante diestra con la pistola y la señora de Lespinasse es tan buena tiradora como el mejor espadachín.
—Entonces vamos juntos —decidió Lionne levantándose—. Llevaré conmigo a dos lacayos que nos serán de gran utilidad. Nos encontraremos en la plaza Maubert. Señora Moillon, ¿habéis traído coche?
—Sí, señor marqués, mi marido me ha prestado el suyo.
—Gaufredi y yo, junto con mi arquero, que aguarda abajo, vamos a caballo —dijo Gaston—. Como llegaremos antes, os esperaremos. ¿Vais todos armados?
Isaac y Simon asintieron, así como las damas.
—Yo no iré con vos —intervino suavemente el guantero—, voy a ver a mi agente, que está vigilando el palacio de Guisa. Si vais más tarde, nos encontraremos allí.
—Yo, por mi parte, iré a comunicar lo acordado aquí a Su Eminencia —declaró a su vez respetuosamente Ondedei.
Como estaba previsto, Gaston, Gaufredi y La Goutte llegaron los primeros a la plaza Maubert. Se fijaron enseguida en la aparatosa carroza detenida delante de la librería Aux Armes de Rome.
—¡Un coche verde! —exclamó Gaufredi—. ¡Son ellos! Además, creo que reconozco al cochero que espera. Es el hombre que vi cerca de Orleans. Los otros deben de estar en el interior de la tienda. ¡Vamos!
En efecto, Charles de Bresche acababa de llegar del palacio de Guisa y Bandoler se había quedado en el pescante.
—No nos apresuremos —sugirió prudentemente Gaston—. Pueden escapársenos. Esperemos mejor a Isaac y a Simon. Tenemos que cogerlos a todos juntos, y aun con ellos no seremos más que cinco.
Gaufredi estuvo de acuerdo y los tres jinetes se mantuvieron a prudente distancia de la librería, en el extremo de la calle Galande, cerca de la intersección con la calle des Rats. Desde allí tenían una vista completa de la plaza Maubert, casi desierta en aquella mañana de domingo. Por suerte, Bandoler no los había visto.
Instantes más tarde, llegaba el coche de la señora de Moillon conducido por Isaac, seguido de cerca por el de la señora de Castelbajac. Gaston tomó entonces el mando de las operaciones. Pidió a Isaac que llevase su coche hasta la librería para impedir que la carroza verde partiese precipitadamente. El hermano de Louise Moillon procedió a la maniobra, mientras que Gaston, Gaufredi y La Goutte lo seguían a caballo.
En el momento en que el coche de los Moillon se detenía ante el de Bandoler, Gaston hizo avanzar su caballo del otro lado y sacó una pistola.
—¡Bajad de ahí! —le ordenó al cochero.
Bandoler se quedó paralizado, sin obedecer. Pero quizá, simplemente, no entendía lo que le decía. Gaufredi pasó entonces de su caballo al pescante del vehículo, con un largo cuchillo en la mano. El truhán ni siquiera intentó defenderse. Gaufredi lo agarró de la capa y lo arrojó al suelo, a los pies del caballo de Gaston.
Los dos hermanos Moillon ya estaban en tierra, junto con Gaston y el arquero La Goutte.
Con la violencia del golpe, Bandoler perdió el conocimiento. La Goutte se ocupó de maniatarlo sólidamente, mientras que los cuatro hombres, pistola y espada en mano, entraban en la librería.
Bresche se quedó estupefacto al verlos traspasar la puerta, armados hasta los dientes. El terror se reflejaba en su rostro. Los dos secuaces que lo acompañaban estaban atando las pilas de libros con cuerdas y se quedaron asimismo petrificados.
—¡Soy el comisario de policía de Saint-Germain-l’Auxerrois! —declaró Gaston con voz estentórea—. ¡Quedáis detenido en nombre del rey! Intentad rebelaros y os matamos. Desabrochad vuestros cinturones.
Los dos truhanes miraron a Bresche en busca de ayuda, pero ante la absoluta pasividad de éste, obedecieron.
En ese momento, Hugues de Lionne penetró a su vez en la librería, seguido de dos lacayos armados de pistolas y de La Goutte.
—Señor, el cochero de la carroza está maniatado. No ha recobrado el conocimiento y lo he metido en el vehículo. La señora Moillon está con él y lo vigila —dijo el arquero.
—¡Perfecto! Ahora, atad inmediatamente a estos tres hombres. ¡Vosotros, mucho ojo con lo que hacéis! ¡Ni se os ocurra moveros!
Los dos hermanos Moillon, los dos lacayos, La Goutte y Gaufredi cogieron las cuerdas que los truhanes utilizaban para amarrar las pilas de libros. En dos minutos tuvieron los puños sólidamente atados a la espalda.
—Señor marqués —pidió Gaston a Hugues de Lionne, que vigilaba la operación—, ¿me prestáis a vuestros hombres? Me gustaría que acompañasen a La Goutte al Grand-Châtelet, adonde llevará a nuestros tres bribones para meterlos en un calabozo. Bastará con dejar a Bresche aquí para interrogarlo.
—Sois vos quien dirige esta operación —opinó complaciente Lionne.
Los lacayos y La Goutte se llevaron sin contemplaciones a los dos bandidos, que se reunieron con su cómplice en la carroza. Gaston ordenó a su arquero que lo esperase en el Grand-Châtelet.
Cuando todos hubieron salido, las señoras Moillon, Castelbajac y Lespinasse entraron a su vez en la librería.
Gaston se había acercado a Charles de Bresche. El librero estaba blanco como la cal, pues sabía muy bien lo que iba a sucederle. Conocía las espantosas torturas que practicaba maese Guillaume y que Fronsac le había detallado cuando le habló de su amigo el comisario. «¿Y si éste fuese el mismo comisario amigo de Fronsac?», se preguntó horrorizado. En ese caso, estaba perdido.
—Señor de Bresche, a no ser que prefiráis que os llame Carlo Morfi, no me gustaría nada estar en vuestro pellejo —dijo Gaston—, os haré juzgar dentro de ocho días por el rapto del señor Fronsac. Puedo aseguraros que me ocuparé personalmente de que paséis por la rueda de Santa Catalina y el verdugo os corte antes los pies y las manos. Esta misma noche os aplicaré la cuestión previa. No será con la «cura de agua» sino con la de los borceguíes[88].
Bresche tenía ahora el color del mármol de Carrara y temblaba como una hoja al viento.
—Sin embargo, podéis esperar algo de indulgencia si nos decís dónde habéis llevado al señor Fronsac, y lo encontramos vivo.
—Está en el palacio de Guisa —balbució el librero—. Pero no podréis liberarlo.
Gaston miró a Lionne, que hizo una mueca.
—Aunque puedo proponeros un trato, señor.
—¿Cu… ál? —murmuró Bresche tragando saliva con dificultad.
—La libertad, si nos ayudáis y si encontramos al señor Fronsac vivo.
—¿Cómo… creeros? —tartamudeó Bresche con un rictus que desfiguraba su rostro, tal era el miedo que lo dominaba—. Después de lo que he… hecho, no puedo… esperar nada de vos…
—Deseamos encontrar al señor Fronsac vivo. Es lo único que nos importa —intervino Hugues de Lionne—. Vais a contarnos lo que ha pasado, cómo entregasteis al señor Fronsac al marqués de Fontrailles. No omitáis ni una coma. Luego veremos lo que podemos hacer. Si logramos rescatar vivo al señor Fronsac, os doy mi palabra de que os devolveremos la libertad si hacéis una confesión completa de vuestros crímenes.
Gaufredi dio un paso adelante, rojo de cólera. Gaston lo detuvo con la mano:
—Gaufredi, es a Louis a quien hay que salvar. La venganza es inútil.
—¿Cómo… creeros? —repitió Bresche un poco más tranquilo.
—Yo soy Hugues de Lionne, primer secretario de Su Eminencia el cardenal Mazarino. Si os doy mi palabra, será respetada. Señor de Tilly, ¿estáis de acuerdo?
—También tendréis mi palabra —confirmó Tilly—. ¡Pero os lo advierto, una sola mentira e iréis a la rueda!
Bresche dudó apenas unos segundos. Le ofrecían una vía de salida y lo contó todo. Su llegada a París unas horas antes, su visita al palacio de Guisa y la entrega de Louis Fronsac, maltrecho pero vivo, en los sótanos del palacio, el interrogatorio de Fontrailles, sus amenazas y por último su partida.
—El señor Fronsac sufre mucho, está herido y medio muerto de hambre y de sed. Si queréis liberarlo, tenéis que hacerlo de inmediato. Esta noche será demasiado tarde para él.
—¿Pero cómo entrar en el palacio de Guisa? —preguntó Gaston.
—No sé… Es una fortaleza…
—¿Cuántos hombres de guardia hay?
—Lo ignoro, pero son muchos más que vos. Vi a un oficial del duque de Guisa con una docena de hombres. Además, el señor de Fontrailles estaba con el caballero de Chémerault. Y con ellos cuatro o cinco buscavidas armados hasta los dientes.
«¡Y nosotros sólo somos cuatro!», pensó Gaston.
Se volvió hacia Lionne:
—¿Estáis seguro de que no podemos contar con una compañía de mosqueteros?
—¡Cuánto lo siento! No puedo asumir esa responsabilidad. Iré a ver a Su Eminencia ahora mismo para hablarle de ello, pero estoy seguro de que querrá pedir la autorización de la reina, que, por desgracia, está en Rueil.
—Intentadlo, de todas formas —propuso Gaston, que ahora prefería ver lejos a Hugues de Lionne—. ¿Podéis ocuparos de inmediato?
—Haré lo imposible —prometió éste.
Y partió.
Gaston se volvió entonces hacia la señora de Castelbajac.
—Señora, ¿estáis dispuesta a correr riesgos?
—Sí, señor. Estoy dispuesta a afrontarlo todo por el señor Fronsac.
—Y yo también —replicaron al unísono Louise Moillon y Françoise de Lespinasse.
Gaston se dirigió luego hacia Bresche:
—¿Fontrailles sigue allí?
—No lo sé. Tenía que ir con la señorita de Chémerault a casa del señor de La Rochefoucauld.
—Nos vendría de perlas que no estuviese allí —dijo Gaston entre dientes—. Señor de Bresche, vamos a ataros a esa mesa. Rogad para que volvamos a desataros.
Hizo señas a Gaufredi para que atase a aquel miserable.
—¿Y si no volvéis? —imploró el librero.
—Moriréis aquí de hambre y de sed. A no ser que os devoren las ratas, si les gustan los libreros tanto como los libros. Gaufredi, asegúrate de que no pueda desatarse.
Se giró hacia las mujeres y los dos hermanos Moillon:
—Necesitamos refuerzos. Iremos a la calle des Quatre-Fils, que está a dos pasos del palacio de Guisa, donde se encuentra el despacho del padre del señor Fronsac. Hay dos exsoldados veteranos que pueden ayudarnos. Mi plan es el siguiente…
Una media hora más tarde, los dos coches subían la calle du Chaume. Gaston y Gaufredi los precedían a caballo. La nieve empezaba a caer.
Delante del convento de la Merced, frente a la puerta del palacio de Clisson, dos mendigos se habían refugiado bajo el pórtico de la capilla de Braque. Aun envueltos en viejas capas, Gaston reconoció en uno de ellos a Ganducci. Acercó su caballo y le dijo a media voz:
—Reuníos conmigo en la calle des Quatre-Fils, en el despacho de maese Fronsac. ¿Sabéis dónde está?
El espía asintió y los jinetes prosiguieron su camino hasta el despacho.
Rodearon la fachada del palacio de Guisa —que continuaba por la calle de la Roche—, hoy desaparecido en el seno del actual palacio de Soubise, y que se prolongaba por la calle de Braque y la calle des Quatre-Fils.
El portal del despacho estaba abierto. Guillaume Bouvier, que bebía vino caliente en la cocina, se precipitó hacia Gaston tan pronto como lo vio, sorprendidísimo por tan inusual cortejo.
—Guillaume —ordenó Gaston—, ve a buscar a tu hermano y armaos con todo lo que encontréis. Va a haber pelea.
Gaufredi te lo explicará. Señoras —añadió dirigiéndose a la marquesa, que descendía del coche con Françoise de Lespinasse—, id dentro y tomad algo para entrar en calor. Guillaume os acompañará.
Se acercó luego al segundo coche, que conducía Isaac, e hizo parecidas recomendaciones a Simon y a su hermana. Luego se precipitó al despacho.
Encontró al padre de Louis en su gabinete de trabajo.
—Señor Fronsac, atravesamos momentos difíciles. Vuestro hijo está prisionero en el palacio de Guisa, justo enfrente, y voy a tratar de liberarlo. Vos no podéis hacer nada por ayudarme, salvo dejarme a Guillaume y a Jacques.
—¿Mi hijo? ¿Qué le ocurre? —imploró el anciano con los ojos anegados en lágrimas.
—Sería demasiado largo explicároslo, señor. Dentro de una hora estará libre o habremos muerto. Sabed que el cardenal Mazarino ha sido avisado, pero no podrá enviar una tropa más que con el consentimiento de la regente. Lo siento, pero debo partir ahora mismo.
Bajó las escaleras de cuatro en cuatro, con el señor Fronsac tras él asaeteándolo a preguntas. Gaston respondía lo mejor que podía.
En la cocina, Guillaume y Jacques estaban listos y armados como para una batalla; sus espadas y pistolas estaban siempre dispuestas en el granero cercano. Ganducci llegó, asimismo equipado.
—Señor de Tilly, el señor Ganducci acaba de decirme que mi hermano no está en el palacio —dijo la marquesa—. Partió hace una hora más o menos, acompañado de una mujer, seguramente la señorita de Chémerault.
—Entonces tenemos que actuar de inmediato. Iremos a pie —explicó Gaston— Guillaume y Jacques, pasaréis los primeros y os detendréis en la esquina de la calle de la Roche. Os conocen, no llamaréis la atención. Luego, será vuestro turno, señoras… representad bien vuestro papel.