Finales de diciembre-principios de enero de 1644
El coche sólo era una silla rodante remendada. Algunos años antes seguramente fue un vehículo de moda utilizado por algún caballero para transportar a su familia y a sus criados; luego, envejecido y destartalado, lo habrían vendido a algún cochero o carrocero.
Louis lo examinó. Tenía los asientos destripados y la crin se salía por todas partes. No había cristales, sino simples cortinas de piel y cierres de madera con ganchos.
La caja estaba vacía y olía mal. Entre las dos banquetas, el espacio era casi de media toesa. En el piso de madera había una herrumbrosa rejuela de carbón de madera.
Louis iba a empujar la puerta cuando sintió una afilada punta en su espalda.
—Subid al coche, señor Fronsac —le ordenó Charles de Bresche.
Louis no se movió y sintió una dolorosa punzada. Obedeció.
Mientras se encontraba en el interior, doblado en dos, la puerta de enfrente se abrió y un bribón longilíneo, enjuto y desgarbado entró a su vez en el coche. El bandido lucía un espeso mostacho gris y una impresionante colección de cuchillos en su raído jubón de búfalo. Llevaba una pesada capa cuyos hombros estaban cubiertos por una espesa y grasienta cabellera muy enmarañada.
—Bandoler os vigilará, señor Fronsac —anunció Bresche—. Si os movéis o llamáis pidiendo socorro, os mutilará u os desfigurará la cara de una cuchillada. ¿Lo habéis entendido? Sentaos junto a él.
El tal Bandoler se había sentado y sacado un cuchillo mellado de un tamaño descomunal. Hizo señas a Louis para que se aproximase midiéndolo como si fuese un animal del matadero. Louis se instaló a su lado para descubrir con horror que su guardián desprendía un olor pestilente.
—Bandoler, coge su espada y la pistola que lleva en la capa —ordenó Bresche.
El truhán guardó el cuchillo en su funda y luego desarmó a Louis, que le facilitó el trabajo levantando las manos. En cuanto estuvo enteramente a su merced, Fronsac interrogó al librero, que seguía en el exterior del coche.
—¿Para quién trabajáis?
—¡A partir de ahora, ni una palabra, señor Fronsac!, si no queréis ser desfigurado —replicó Charles de Bresche alejándose—. Bacalla, ve tú también a vigilar al caballero.
Otro bandido, éste mucho más corpulento, de vientre prominente, espesos labios carnosos, cejijunto y ojos inexpresivos bajo aquel ceño bestial, saltó al vehículo jadeando. Entre sus dedos amorcillados tenía un cuchillo de caza. Su única vestimenta era una especie de larga túnica de piel de carnero, coronada por un gorro de la misma piel.
—Volveré, señor Fronsac —aseguró el librero—. Por vuestra seguridad, no habléis, no os mováis, no respiréis. Estas gentes son unos salvajes. Son capaces de cortaros cualquier miembro sólo para divertirse… ¡o porque tienen hambre!
Cerró la puerta riéndose. El gigantón levantó los paneles de madera que cerraban las ventanas y pasó los cerrojos. Sólo un pequeño cristal delante y otro en la parte trasera iluminaban el coche. Se sentó frente a Louis mostrando una feroz sonrisa que reveló una colección de dientes picados.
Fronsac temblaba. Un poco por el frío remante, pero sobre todo de miedo. Se arrebujó en su capa. Su corazón latía aceleradamente. Distinguía ecos de voces en el patio. ¿Vendría alguien en su ayuda? Transcurrieron varios minutos. ¿Qué quería de él aquella gente? ¿Torturarlo? ¿Obligarlo a hablar? No podrían ir lejos con un prisionero; tendrían que deshacerse de él rápidamente.
Oyó voces de nuevo, esta vez cerca del coche. Era Bresche, que estaba de vuelta, ordenando preparar el tiro. La puerta se abrió y el librero arrojó el equipaje de Louis al suelo. Dos sacos y una maleta en la que se encontraban los documentos de Fermat. Luego dejó sus propios sacos, unas mantas, y saltó al interior.
—Bandoler, ponte con Pebrina en el tiro. Nos vamos.
El flacucho salió. Bresche instaló los equipajes en el asiento vecino al de Louis. Luego se sentó al lado del matasiete.
El coche arrancó. Las ventanillas de las portezuelas seguían cerradas, de modo que Louis no podía adivinar la dirección que habían tomado.
Bresche unió entonces las puntas de los dedos y se dirigió a su prisionero:
—Tenéis derecho a algunas explicaciones, señor Fronsac. Responderé a vuestras preguntas si lo deseáis. Pero antes dejadme deciros lo que va a pasar y daros instrucciones que seguiréis sin rechistar. Nos vamos a París. El viaje será largo y penoso. No se os ocurra salir del coche. Jamás. De noche, dormiremos aquí todos juntos. No será muy cómodo, pero Bandoler lo ha elegido para que puedan caber cinco. Un hombre en cada asiento y tres en el suelo. Si intentáis escapar, os matarán. Me han pagado para que os lleve vivo, pero incluso muerto mi jefe quedará satisfecho. No intentéis sobornar a mis hombres. Ni siquiera les habléis. Sólo Bandoler entiende algo el francés. Los otros no hablan más que catalán y occitano, lenguas suficientemente parecidas al italiano para que pueda comunicarme con ellos.
—¿Para quién trabajáis?
—¿No os lo imagináis? ¡Para el marqués de Fontrailles, por supuesto!
—¿Ése es el motivo de que nos hayamos alojado en casa de su hermana?
—¡En absoluto! La marquesa es una buena amiga del marqués de Lionne. Está enfadada con su hermano, y cuando éste supo que os alojaríais en su casa, elaboró este pequeño plan digno de Nicolás Maquiavelo.
Louis permaneció un momento silencioso meditando sobre el significado de todo aquello. ¡Se había equivocado de medio a medio! Si hubiese confiado en la marquesa de Castelbajac, no se hallaría en semejante situación. Luego pensó en Gaufredi, que estaría a punto de llegar. ¿Adivinaría su viejo servidor lo que estaba pasando? ¿Intentaría atraparlos?
—Si estáis pensando en vuestro amigo Gaufredi, olvidadlo —sonrió Bresche, que parecía leer sus pensamientos—. No tiene ninguna posibilidad de saber adónde vamos y dudo de su fidelidad hacia vos. Y aunque llegase a alcanzarnos, mis hombres lo harían picadillo.
«¡Que te crees tú eso!», pensó Louis. Desgraciadamente, Gaufredi no sabría qué hacer. ¿Volvería a París? Sin duda. Pero una vez que hubiese prevenido a Gaston, ¿cómo lo encontrarían? Louis temía que no iba a salir vivo del interrogatorio de Fontrailles.
¡Tenía que fugarse! Pero de momento haría hablar a Bresche, que parecía muy satisfecho de sí mismo.
—¿Cómo habéis entrado al servicio del señor de Fontrailles? —preguntó.
—Muy a mi pesar —ironizó el librero—. Pero no he tenido que lamentarlo.
—¿Desde cuándo trabajáis para él?
—Desde hace unas semanas. Para no ocultaros nada, puesto que no tendréis ocasión de hacer uso de ello, yo tenía otro jefe desde hace unos años.
—¿Thaddeus Barberini?
—En efecto. ¿Cómo lo habéis adivinado? Estoy a su servicio desde mi viaje a Roma, donde fui apresado, en circunstancias que no vienen al caso, y uno de sus alguaciles me sacó de prisión a cambio de un trabajo de confidente de la policía. No tenía elección: o eso o las galeras. Estaban contentos conmigo, hablaba varias lenguas, era librero y, por último, conocí a Thaddeus Barberini, que me confió varias misiones. Pagaba bien y, al volver a Francia, me quedé a su servicio.
—¿Pero cómo supo Fontrailles que estabais con Barberini?
—¿Os acordáis del robo de la Nunciatura? Creo que fue obra del marqués. Encontró allí documentos que me comprometían. Me hizo una visita y me pidió que trabajase para él; si rehusaba, me denunciaría a Mazarino. En cambio, si aceptaba, me dejaba libre de seguir informando a Barberini.
Hizo una pausa antes de continuar:
—Fontrailles sabía —ignoro cómo— que vos me habíais visitado varias veces. Me pidió que lo avisase si volvíais. Quería interrogaros, me dijo. Cuando me hablasteis de un viaje a Toulouse, se me ocurrió de inmediato la idea de acompañaros para ganarme vuestra confianza y preparar la trampa. Le hablé de esta idea y le gustó. Tan pronto como supe por vos que os alojaríais en casa de la señora de Castelbajac, lo avisé. Fue entonces cuando elaboré mi plan; ¡a Fontrailles le encantó la idea de engañar a su hermana!
—¿Y en tan poco tiempo habéis logrado encontrar a esos malhechores en Toulouse?
—Reconozco que no fue fácil. Pero con dinero… A propósito, hacedme el favor de darme vuestra bolsa. Vamos a necesitar dinero en la posta.
Louis rebuscó en su capa para sacar una bolsita atada a su cintura que contenía trescientas libras. Le había dejado las otras doscientas a Gaufredi.
El librero la cogió, la abrió y la vació en el asiento. Se puso a contar las monedas. Había unos cuantos luises de oro, tres escudos de sol y dos escudos de cuarto, una docena de doblones, unos cuarenta escudos de plata y calderilla, ochavos y blancas[86].
Louis tenía muchas otras preguntas que hacer, pero no deseaba que Bresche se enterase de lo que sabía. Decidió aplazarlas hasta más tarde y se encerró en su mutismo. El viaje sería largo y Bresche era un charlatán.
Dos horas más tarde, el coche se detuvo en el patio de un cambio de posta. Bresche dijo unas cuantas palabras al coloso y luego se apeó.
Cuando volvió a subir, llevaba consigo un paquete que olía a pato en pepitoria, dos hogazas de pan y dos frascas de vino. Hizo señas al gigantón para que se bajase y otro individuo entró para sustituirlo.
El recién llegado era un alfeñique, tuerto, de nariz aguileña, moreno y curtido como un gitano. Algo cargado de espaldas, iba envuelto en una gran capa de lana sucia.
—Aquí está Pebrina —anunció Bresche en tono satisfecho.
Cogió el paquete envuelto en un trapo viejo, lo abrió y esparció su contenido en el asiento vecino.
—Me temo que vuestros días estén contados, señor Fronsac. Ignoro cómo vais a pasar al otro barrio, pero sabed al menos que no será con el estómago vacío —bromeó—. ¿Qué preferís? Hay dos patos y dos pichones en pepitoria.
Louis cogió un pato, Bresche los pichones y Pebrina el resto. Con un enorme tajadero que colgaba de su cintura, el mequetrefe tuerto cortó varias rebanadas de pan y le tendió una a Louis, que comió con apetito y se bebió una de las frascas de vino.
El viaje continuó en silencio. Louis trataba de ligar las informaciones que le había proporcionado el librero con lo que ya sabía.
Bresche era un agente de la Santa Sede y el polígrafo Chantelou, sin duda, uno de sus hombres; Gaufredi no se había equivocado en su juicio. Pero eso quería decir que había dos agentes enemigos infiltrados en el Servicio de Cifrado: Chantelou, por cuenta de Bresche y la Santa Sede, y Claude Habert, que trabajaba para Fontrailles, sin duda por cuenta de España.
Claude Habert estaba muerto. Fontrailles, al robar en la Nunciatura, habría descubierto la segunda red. Chantelou estaba probablemente a su servicio. Debía advertir a toda costa a Hugues de Lionne de la situación. ¡Cuántos documentos cifrados no estarían saliendo en ese mismo momento del despacho de Rossignol! Tal vez incluso el código completo, todos los repertorios, acababan de pasar al enemigo. ¡Menos mal que tenía la solución propuesta por Fermat!
Pero ahora el problema era cómo hacer llegar el nuevo código a Lionne.
¡Tenía que escapar como fuese! La diligencia rodaba a marcha viva. ¿Sería prudente saltar del coche?
Miró al librero, que se había dormido, y luego echó un vistazo a su vecino. El tuerto no dormía. Si intentaba abrir la puerta, le impediría saltar. Pese a la situación desesperada, Louis pensó con ironía en lo que había oído recientemente sobre la pretendida codicia de Abel Servien: «¡Tendrá sólo un ojo, pero tiene dos manos!».
Su mente derivó entonces hacia Simon Garnier. Su hermana estaba al servicio de Lionne, y él también debía de estarlo. Lionne era sin duda uno de los jefes de los servicios secretos de Mazarino. Eso significaba que el joven Garnier había sido enviado al Servicio de Cifrado para tratar de encontrar la filtración. Sin embargo, ni Brienne ni Le Tellier le habían hablado de ello. ¿Significaba eso que lo ignoraban? Era muy probable. Servien era un hombre muy avezado en el arte del espionaje, y le habría enseñado a su sobrino que de ningún modo debía darse a conocer a los agentes, ni siquiera a aquéllos en los que confiase.
Ahora lo veía claro, aunque lamentaba que la gente de Mazarino le hubiese ocultado tantas cosas. ¡Era ese absurdo gusto por el secretismo lo que lo había abocado al fracaso!
Repasó mentalmente las pruebas de que disponía, verificó sus inferencias, su coherencia… y acabó durmiéndose a su vez.
Pasaron la noche en un claro del bosque, alejados del camino. Bresche había comprado comida en una de las postas. Los tres truhanes habían encendido un fuego y, pese al intenso frío, Louis experimentó un profundo bienestar con aquella cena campestre, ante una hoguera crepitante.
Los hombres de Bresche hablaban entre sí en su jerga incomprensible. Louis permaneció silencioso. El librero también. Apenas se animó a hablar con su prisionero, pues reflexionaba sobre el tiempo que necesitarían para llegar a París. Sólo habían hecho una docena de leguas desde Montauban. ¡A este paso, les llevaría tres semanas!
Tres semanas con un prisionero encerrado en un coche, ¿sería posible?
Una vez finalizada la cena, Pebrina ató los pies de Louis al asiento. A duras penas habría podido desatarse, y de ninguna forma sin que lo viesen.
Bresche ocupó la otra banqueta y los tres truhanes se instalaron en el suelo, envueltos en sus capas.
La noche fue glacial. Partieron con las primeras luces del alba, bajo un cielo plomizo.
—No acabo de entender por qué el marqués de Fontrailles ha visto en vos el talento necesario para tenderme una trampa —dijo bruscamente Louis a Charles de Bresche durante la mañana.
—¿Por qué? —preguntó con acritud el librero.
—Reconozco que habéis alcanzado vuestros fines, sin duda con mucha fortuna, pero el marqués me conoce.
¿Cómo ha podido pensar que me dejaría engañar tan fácilmente?
Bresche pareció dudar un instante, pero estaba claro que la observación de su prisionero había hecho mella en él y trataba de hacer valer sus capacidades.
—¡Pues si lo queréis saber, es algo que he hecho varias veces, señor! El marqués se enteró por las cartas que robó en la Nunciatura, las cartas de Thaddeus dirigidas a monseñor Chigi. Y estaba seguro de que yo triunfaría en esta empresa.
Louis alzó una ceja inquisitiva mientras el librero proseguía:
—Mi golpe maestro fue la captura de Ferrante Pallavicino. Como podéis imaginar, os mentí. ¡Conozco bien a ese hombre! Ferrante era un noble veneciano, un joven canónigo que eligió poner su mente y su talento al servicio de una cruzada anticatólica. Thaddeus me explicó que sus panfletos, ya condenados por la Iglesia, eran una cruz para su hermano, Urbano VIII. El último de esos textos, el Divorcio celeste, de esencia abiertamente protestante, proponía una separación definitiva entre Dios Nuestro Señor y la Iglesia católica.
»Pero ¿cómo impedir que siguiese perjudicándolo? Ferrante vivía en Venecia, bien protegido por las autoridades de la ciudad.
»Y es ahí donde yo entro en juego, porque me instalo en la república, empiezo a relacionarme con él y a inmiscuirme en su vida. Frecuentaba a la vez libreros y cortesanos. Fue en casa de uno de ellos donde lo encontré, bajo el seudónimo que utilizaba yo por entonces: caballero Charles de Morfi, o mejor Carlo Morfi. Lo puse al tanto, con discreción, de mis conocimientos en bibliofilia y, por amistad, me propuso ir a vivir a su palacio.
»El caso es que Ferrante no era rico, mientras que yo tenía subsidios ilimitados del Papa. Así que le permití darse la gran vida. Cada noche era una fiesta, con las rameras más caras de la ciudad. Me cogió cariño y empezó a considerarme como un hermano.
»En una de sus obras, había elogiado al cardenal Richelieu como el más sabio de los políticos de todos los tiempos. Después, pensó en ir a Francia, tras varias propuestas del señor Toussaint Rose, el secretario de monseñor Mazarino, que deseaba utilizar su talento panfletario. Su único temor era que, al dejar Venecia, pudiese caer en manos de los secuaces de Thaddeus Barberini.
»Yo le aseguré que podría hacerlo llegar a Francia, mi país natal, que confiase en mí. Por añadidura, le prometí obtener una pensión e incluso la dirección de una academia de lengua toscana que Mazarino pensaba crear. Aquello acabó por convencerlo. Dejamos Venecia, atravesamos los Alpes hasta Ginebra, donde Ferrante tenía asuntos que arreglar con sus libreros, luego remontamos el valle del Ródano. Durante el trayecto, llegué a escribirle al vicelegado de Aviñón, Federico Sforza, que sabía que yo trabajaba para Thaddeus. Le propuse apostar, un poco antes de Orange, una tropa de guardias pontificios disfrazados de controladores de consumos.
«Ferrante sabía que no arriesgaba nada en Orange, principado protestante, y me otorgó completa confianza. En Sorgues, los hombres de Federico Sforza nos detuvieron para controlar nuestros equipajes, asegurando que era para verificar que no llevábamos contrabando. Nos cogieron y nos llevaron a Aviñón, donde encerraron a Ferrante para incoar su proceso. Yo tenía tantos datos que él mismo me había confiado que pude oficiar de acusador y, tras unas semanas de instrucción, los hechos criminales estaban probados. Por último, se me permitió volver a París para retomar mis actividades de librero.
»Desde entonces, quedé a disposición de Thaddeus.
Charles de Bresche parecía muy satisfecho de sus trapacerías. Louis, disimulando su disgusto, le preguntó indolentemente:
—¿Y qué pasó con Ferrante?
—¡Fue condenado, por supuesto! Creo que el verdugo de Aviñón le arrancó la lengua por blasfemo y luego lo encadenaron en cruz en un calabozo. Será ejecutado un día de éstos.
Louis sintió un escalofrío al oír estas palabras. Según esto, la última persona a la que Bresche había tendido una trampa era un moribundo en el fondo de un calabozo. ¿Era lo que le esperaba a él?
—Comprenderéis mejor ahora por qué el marqués de Fontrailles, cuando supo quién era yo y cómo había entregado a Ferrante Pallavicino a la justicia papal, me otorgó su confianza.
Las tres mujeres y Gaufredi pasaron la noche en la misma hostería en la que se habían detenido la víspera. Las mujeres pudieron tener un cuarto para ellas a condición de compartir el único lecho y Gaufredi durmió con otros tres viajeros. Partieron antes de que saliese el sol y llegaron a Montauban antes del mediodía.
El coche seguía allí. Gaufredi y la señora de Castelbajac pagaron sin discutir lo que el hostelero les pidió por el tiro de refresco. Ordenaron que subiesen sus equipajes y algunas provisiones. El hostelero se empeñó en enviar la calesa al palacio de la señora de Castelbajac y partieron de inmediato.
Gaufredi montaba el caballo delantero del tiro y Bertrande sostenía las riendas en el pescante. Llevaron así una marcha regular durante casi todo el día, salvo en los momentos en que el viejo reitre, demasiado fatigado, se quedaba en el asiento con la conductora, que era a veces sustituida por Françoise de Lespinasse.
Gaufredi se negaba en redondo a viajar en el interior de la carroza. Había pedido que le describiesen el coche de Bresche confiando en que lo atraparían. Era un viejo vehículo destartalado, le habían asegurado los palafreneros. Un simple incidente, como un eje o una rueda rota, les haría perder un día como mínimo.
La marquesa tenía preparados un montón de mosquetes y pistolas en el asiento vecino al suyo. Si los sorprendían, podrían vencerlos fácilmente, había asegurado Gaufredi.
A la cabeza del tiro, el viejo soldado meditaba —mejor sería decir rumiaba— sobre su futuro.
Si no encontraba a su amo, nada más llegar a París avisaría a Gaston de Tilly. Juntos harían una visita a la tienda del librero, en la plaza Maubert. Quizá encontrasen indicios acerca de lo que había sucedido. Mientras tanto, la señora de Castelbajac volvería a casa de Hugues de Lionne. Le había asegurado que Lionne pondría a su disposición todos los servicios de policía del reino para encontrar a Fronsac.
Pero, ¿y si estaba muerto? ¿O si, simplemente, no lo encontraba jamás? Eso sería espantoso.
Sea como fuere, Gaufredi había decidido que iría él mismo a Mercy a anunciar la terrible noticia a Julie de Vivonne. Luego dejaría su servicio en la casa, donde no podría seguir al ser el responsable de la desaparición de su amo. No le quedaría más remedio que volver a los caminos.
Serían unos dos años los que habría permanecido en la casa, al servicio de Fronsac. Nunca tendría un amo mejor. Y, a su edad, sabía que estaba al final del camino. Nadie querría contratarlo.
Se detuvieron al anochecer sin haber obtenido ningún dato sobre el coche que los precedía. Pero ¿seguro que los precedía? Nada había menos seguro. Sólo la marquesa de Castelbajac seguía convencida de que llevaban a Fronsac a París.
Pero aunque así fuere, nada probaba que Bresche hubiese seguido el mismo itinerario que ellos. Podía ser desconfiado y haber elegido un camino más largo y alejado del suyo.
Los días transcurrieron con igual monotonía. En varias ocasiones, sin embargo, informaron a Gaufredi de que un aparatoso coche verde había pasado un día antes que ellos. La descripción correspondía a la que tenía y un mozo de cuadras describió incluso a un joven que se hallaba en su interior. Tenía cabellos rizos y una barbita y bigotes cuadrados de caballero. Una descripción que se parecía punto por punto a Charles de Bresche.
Gaufredi recobró la esperanza.
Empezaba a nevar cuando llegaron a Ussel.
Pernoctaron en la posta, dotada de un gran edificio de pisos, apartado del camino, con un vasto patio y grandes caballerizas, en las cuales pudieron guardar su coche.
Sólo había un comedor comunal, abarrotado de gente. La tormenta había detenido a un gran número de viajeros y Gaufredi tuvo que amenazar al hospedero para obtener un alojamiento para las tres mujeres. Todas las habitaciones estaban ocupadas y el ventero les propuso que compartiesen el lecho que habían reservado dos comerciantes, como era costumbre entonces[87]. Finalmente, y por una suma astronómica, el dueño de la posta les cedió un minúsculo gabinete cerca de su propia habitación, en el que mandó instalar dos jergones piojosos donde se acostarían apretadas las mujeres. Gaufredi dormiría una vez más en un banco del comedor comunal, como todos los que no habían conseguido un lecho.
También tuvieron dificultades para encontrar un rincón en la mesa, que compartieron con jornaleros y pordioseros. Muchos miraban de soslayo a Françoise de Lespinasse, la más bonita de las tres mujeres, hasta el punto de que Gaufredi les propuso pasar la noche con ellas, en su reducto. Las agresiones contra mujeres eran frecuentes en semejante promiscuidad. Nada tranquilas ante el número de hombres que se encontraban en el albergue, aceptaron.
El mesonero, un hombre corpulento que pasaba de los sesenta, les sirvió una excelente comida. Gaufredi le preguntó si creía que iba a seguir nevando.
—¡Por supuesto! —exclamó el hombre.
La noche transcurrió sin problemas. Casi todos habían visto las armas que llevaba el viejo reitre, y su aspecto de matamoros enfrió los ardores de los más audaces.
A la mañana siguiente, el grosor de la capa de nieve era de un cuarto de toesa. Ni siquiera podía salir el coche de la posta. Todos los caminos estaban nevados, no les quedaba más remedio que tornar su mal en paciencia y consolarse pensando que aquéllos a los que perseguían estaban en la misma situación.
Por suerte, en el transcurso de la mañana la nieve dejó de caer y algunos rayos de sol se filtraron entre las nubes.
A una decena de leguas de allí, no lejos de Aubusson, Bresche estaba también inmovilizado por la tormenta. Deseoso de evitar los albergues, se había detenido en un calvero. De madrugada, la nieve ceñía el coche en un molde de algodón impenetrable. El frío era vivo, y les fue imposible hacer fuego. Permanecieron todo el día en el vehículo glacial, arrebujados en las mantas. Bresche no había previsto suficiente comida y se durmieron hambrientos.
La noche fue larga y rigurosa. Por la mañana, Louis se puso a toser, aquejado de un fuerte resfriado.
Toda la mañana y parte del mediodía la emplearon en despejar la nieve en torno al coche y pudieron al fin retomar, con exasperante lentitud, el camino real hasta Montlugon.
Al final del día, y pese al riesgo de ser alcanzado por Gaufredi, Bresche decidió que pasarían la noche en un albergue. No sólo Louis parecía enfermo, sino también Bandoler, que tosía sin cesar y no podía conducir el tiro.
Fue su primera noche a cubierto, en un lecho y después de una verdadera comida. La madre del ventero les preparó abundantes tisanas para cuidar los resfriados de los enfermos.
Por la mañana, temiendo ser atrapado, Bresche decidió tomar el camino de Bourges. El trayecto era más largo, pero los riesgos del camino infinitamente menores.
Ahora la lluvia había sustituido a la nieve y el camino se reducía a unas rodadas pantanosas, lo que los obligó a ir acortando cada vez más las etapas.
—Tenéis un agente en el Servicio de Cifrado del señor Rossignol —dijo Louis a bocajarro, ahora que Bandoler dormitaba a su lado.
—¡En efecto! Fue él quien me alertó sobre vos. Me preguntaba cuándo abordaríais ese asunto.
—¿Cómo lo hizo?
—Una tarde, Chantelou (mi hombre se llama Chantelou, ¿lo sabíais?) se presentó en mi tienda hecho un manojo de nervios, diciendo que lo habían seguido. Estaba siendo seguido por un individuo con pinta sospechosa al que había logrado despistar. Lo tranquilicé y le aconsejé volver a su casa. Cuando se fue, vigilé la plaza Maubert desde mi ventana. Entonces vi a un matasiete con una espada descomunal que iba en persecución de mi agente. Salí y lo perseguí a mi vez. Era vuestro criado Gaufredi, como habréis imaginado. Lo seguí hasta el estudio de vuestro padre. Así que al día siguiente, cuando vinisteis a verme y me dijisteis vuestro nombre, supe que vuestra visita no era fruto del azar.
Aquello no era ninguna novedad para Louis, pero la confesión le ayudaba a entender el comportamiento de Bresche. Cómo había intentado ganarse su amistad, por ejemplo, vendiéndole libros a un precio muy por debajo de su valor.
—¿Cómo logró Chantelou acceder a la caja fuerte del señor de Brienne? ¿Tenía la llave?
—¡Chantelou nunca tuvo acceso a la caja! —exclamó un asombrado Bresche—. Pero, en efecto, me dijo que una vez en que acompañaba a Rossignol, logró desviar su atención y sustraer algunos papeles de la caja, que permanecía abierta.
La explicación era muy tranquilizadora, se dijo Louis. Aunque tal vez Brienne no llegase a conocerla nunca.
—¿Fuisteis vos quien eliminó a Manessier? —preguntó entonces.
—Si os soy sincero, ésa era mi intención. Pero fue Chantelou quien lo hizo todo. Le mandó una nota para encontrarse con él en la Pomme de Pin. Allí me lo presentó como un comerciante que buscaba un socio. Hablamos largo y tendido y lo emborraché. De vuelta a casa, Chantelou le dio un golpe en la cabeza y lo colgó de una viga.
Gaufredi y las mujeres se habían puesto de nuevo en camino. También ellos habían sido retrasados por los caminos inundados y cenagosos. Igual que para Bresche y su banda, las etapas se fueron haciendo más cortas.
A finales de la primera semana de enero, ambos grupos de viajeros se encontraban en el bosque de Orleans, no lejos el uno del otro.
Las señoras de Castelbajac y de Lespinasse, Gaufredi y Bertrande terminaban su comida, un surtido de excelentes quesos del país, en el comedor de la posta cuando un hombre alto y delgado, con un enorme bigote gris, entró en tromba por la puerta.
Gaufredi lo miró con interés. Distinguió bajo la pesada capa de lana gris del recién llegado un raído jubón de piel de búfalo y un largo espadón.
El desconocido se dirigió hacia la cocina, de la que volvió a salir al cabo de un momento llevando un grueso saco de tela que debía de contener unos cuantos patos o gallinas en pepitoria. Echó una ojeada a la sala, deteniéndose un rato en su mesa, y luego dejó el lugar. Gaufredi lo catalogó instintivamente como un salteador de caminos. ¿Sería uno de los hombres de Bresche que había ido en busca de provisiones? Lo comentó con la señora de Castelbajac, que lo consideró poco probable. Acababan de atravesar Francia, y cruzarse aquí, esta noche precisamente, con aquéllos a los que perseguían no le parecía verosímil. Pese a todo, Gaufredi se mantuvo en sus trece, de modo que se levantó y fue a la cocina.
Se acercó a la mujerona que dirigía el gran asador donde estaban espetadas numerosas aves de corral, prueba fehaciente de que aquella noche el comedor estaba lleno.
—Ese hombre que acaba de salir, señora, ¿os ha comprado comida?
—Ya lo creo, señor. Cuatro patos, pan, queso y vino.
—¿Lo conocíais?
—Jamás lo había visto, señor, pero por aquí pasan muchos viajeros para aprovisionarse.
«¡Cuatro patos! —pensó Gaufredi—. Es para un grupo de entre cuatro y seis personas».
—¿Os ha dicho adónde iba?
—No, señor. Pero hablaba poco y mal.
—¿Cómo mal?
—Era de Toulouse. Marie, la que está haciendo el caldo, es de Castres. Menos mal que estaba aquí, porque yo no entiendo ni jota de esa jerigonza.
¡De Toulouse!
Gaufredi volvió corriendo a su mesa del comedor comunal y le dijo a la señora de Castelbajac:
—Es un hombre de Bresche, voy en su busca.
Tomó su espada y su capa y salió como alma que lleva el diablo.
Llovía. Se dirigió a las cuadras y ensilló su caballo. Había un mozo en un rincón, mordisqueando un mendrugo de pan. Le dio una blanca y le preguntó:
—¿El hombre que salió hace un momento con un saco de comida iba a caballo?
—Sí, señor. Se fue por allí.
El mozo señalaba la dirección de Orleans. Gaufredi montó a caballo.
Era noche cerrada. La temperatura era glacial y la lluvia caía con fuerza. Gaufredi avanzó lentamente. El camino no era más que un lodazal con baches y rodadas en los que no era posible seguir las huellas de los cascos de un caballo. Al cabo de una hora, comprendió que no atraparía al hombre de Toulouse.
Lleno de rabia, sobre todo contra sí mismo, por su indecisión, volvió al albergue.
Mientras conducía el coche, Bandoler había visto una vieja casa abandonada en una loma rodeada de un bosquete. Avisó de inmediato a Charles de Bresche, quien decidió que pasarían allí la noche.
El grupo presentaba un estado lamentable. Bandoler y Louis habían superado el catarro, apenas tosían y ya no tenían fiebre. En cambio, los otros tres hombres estaban ahora aquejados en diversos grados. Bresche y el coloso Bacalla eran los más enfermos.
La casa abandonada no tenía puerta ni ventanas, y, en el patio, los hierbajos les llegaban hasta las rodillas. Bandoler y Pebrina se ocuparon del equipaje, luego alimentaron a los caballos con la avena que transportaban en el cofre trasero del coche y que habían tenido la prudencia de ir aprovisionando. Finalmente instalaron un campamento improvisado en el interior de las ruinas.
Después de que una buena hoguera hubiese calentado un poco la sala en la que se encontraban, Bandoler partió en dirección a un albergue que habían dejado atrás. Bresche no había querido detenerse allí, temiendo que sus señas les fuesen proporcionadas a Gaufredi si seguía sus huellas.
Por supuesto, era Bandoler a quien Gaufredi había visto llegar para adquirir provisiones.
Durante la ausencia del bandido, Louis se había quedado cerca del fuego, vigilado por Pebrina, mientras que Bresche y Bacalla, arrebujados en su capa, dormitaban temblando de fiebre y tosiendo a intervalos regulares.
—Tengo que hacer mis necesidades —dijo de repente Louis a su carcelero, habiéndole lentamente para que le entendiese.
—¿Ara?
—Sí. Pero puedo hacerlo en un rincón del cuarto.
El bandido juró en catalán, luego chapurreó en una mezcla de francés y catalán:
—… Pudir!… ¡Nosotros… dormimos aquí esta noche! Ves fora!
Salieron. Era noche cerrada y llovía, pero había pese a todo un poco de luz gracias a un minúsculo creciente de luna que se filtraba entre las nubes. Salieron ambos arrebujados en sus capas. Louis señaló un granero medio hundido y se dirigió allí. Pebrina se quedó a una distancia prudencial, contrariado por haber dejado el calor del fuego.
En el granero, Louis buscó un rincón satisfactorio. En cuanto lo hubo encontrado, se bajó las calzas. Pebrina no lo miraba. Recogió entonces un trozo de viga en el que no había reparado, luego se subió las calzas y deslizó la madera entre los pliegues de su capa.
Pebrina murmuró algo que debía de significar:
—¡Ya era hora!
Louis se acercó a él y, cuando estuvo suficientemente cerca, sacó el leño y propinó un estacazo en la cabeza al truhán, que se desplomó al punto.
Corrió luego hacia los caballos para desatar uno. Al cabo de un minuto, se dio cuenta de que no lo lograría. Los nudos que habían hecho los bandidos con las riendas eran imposibles de deshacer para quien no los conociese y para colmo apenas veía. Renunció a ello y partió corriendo al camino enlodado, tratando de alcanzar el bosque para ocultarse.
Bandoler regresaba de la posta cuando distinguió una sombra deslizándose fuera del camino, justo delante de él. Apenas prestó atención pensando que era un ciervo o un jabalí.
Fue entonces cuando oyó a Pebrina gritar.
Comprendió de repente que el prisionero había huido y lanzó su caballo en persecución de la sombra.
Louis había percibido también la silueta del jinete y se había arrojado fuera del camino, en la espesura.
Pero la maleza no era muy alta. Al cabo de unos segundos, agotado por la carrera, se volvió para ver que el caballo se le echaba encima.
Conservaba el tarugo en la mano y le hizo frente, tratando en vano de alcanzar al animal o al jinete. Bandoler esquivó sin problemas la estaca mientras que de una patada con la bota guarnecida de hierro tiró a Louis al suelo y le pasó por encima con su montura.
Louis se protegía como podía de los cascos del caballo, pero lo alcanzaron en el pecho y en la cabeza. Sintió un violento dolor e intentó protegerse la cara. El caballo se alejó para volver luego al galope. Supo entonces que había llegado su última hora.
—¡Alto! —oyó gritar—. ¡Lo necesito vivo!
Era la voz ahogada de Bresche.
El caballo se detuvo a unos pasos de Louis, justo antes de cocearlo de nuevo. En ese momento se desvaneció de dolor.
Cuando volvió en sí, estaba maniatado en el asiento del coche. Una espesa costra le cubría parte del rostro, sin duda producida por una herida de casco del caballo. Le costaba mucho respirar. Oyó al librero decirle con fingido tono triste:
—No me habéis dejado elección, señor Fronsac.
Louis hizo el resto del viaje amarrado al asiento, en una especie de pesadilla, sufriendo atrozmente y perdiendo con frecuencia el conocimiento. Sus carceleros apenas lo alimentaban y no lo dejaban ni a sol ni a sombra, incluso mientras hacía sus naturales necesidades.
Bresche presionaba a sus hombres. Las etapas se alargaron. Se daba cuenta de que se exponía a que el prisionero muriese en cualquier momento, pero no podía permitirse el lujo de detenerse para que lo curasen. Prometió una prima a los truhanes si llegaban a París el domingo.
Pero se le presentaba una última dificultad que tendría que superar: entrar en París con un prisionero. A las puertas de la ciudad, los agentes jurados del fielato verificarían que no llevaba ninguna mercancía tasable y los corchetes les pedirían sus pasaportes. Bresche y Fronsac tenían los suyos. Bandoler también tenía uno, pero no ocurría lo mismo con sus compinches. Se animó pensando que el domingo los controles de entrada eran menos estrictos. Untándolos con algunos escudos de oro deberían poder pasar sin dificultad, siempre que Fronsac no apareciese como un prisionero.
El sábado por la noche rodearon la ciudad hasta Charenton, donde tomaron la barcaza de Bercy. Pasaron la noche en un huerto abandonado, a alguna distancia de la puerta de Saint-Antoine, y entraron en París el domingo por la mañana tan pronto como se abrió la puerta.
Louis, que seguía maniatado, iba sentado entre dos bandidos y envuelto en su capa.
—Una palabra, un solo gesto —lo había prevenido Charles de Bresche—, y os clavan una daga en las costillas.
Presentó los pasaportes, explicando que dos de sus hombres habían sustituido a los cocheros enfermos y, habiendo deslizado un cuarto de escudo al guardia, entraron en la ciudad.
La circulación era fluida el domingo. Subieron por la calle de Saint-Antoine, luego la calle Vieille-du-Temple y la calle Paradis, antes de llegar a la calle du Chaume. Las cortinas de cuero iban en parte cerradas pero, cuando el coche giró, Louis, pese a sus padecimientos, creyó distinguir graves daños causados por un incendio en las cercanías de la calle des Quatre-Fils. No se equivocaba: la antevíspera, una hoguera gigantesca había arrasado el teatro del Marais y a punto había estado de llevarse por delante todo el barrio.
Antes de dejar París, el marqués de Fontrailles había avisado al librero de que quizá no se alojaría durante mucho más tiempo en el palacio de Liancourt, en casa del duque de La Rochefoucauld. El duque de Guisa le había cedido un apartamento en su palacio de la calle du Chaume. Era donde Bresche debería encontrarse con él para que le pagase. Sin embargo, en el supuesto de que no se hallase allí, Bresche tendría que acudir a la calle del Sena.
Fontrailles había apostado a que Guisa ganaría el duelo contra Coligny, pues el antiguo arzobispo de Reims era un temible espadachín. En ese caso, el duque no podía correr el riesgo de quedarse en París, y dejaría su palacio. Si el librero le llevaba a Fronsac, podría encerrarlo sin problema en los sótanos del palacio de Clisson para interrogarlo.
En cambio, si Guisa perdía o moría en el duelo, el marqués volvería al palacio de Liancourt, y si el librero volvía a París con Fronsac, le ordenaría deshacerse de él.
En efecto, inmediatamente después del duelo, el duque de Guisa dejó París para ir al castillo de Meudon, propiedad de su familia desde que fuera comprado por el cardenal Charles de Lorena. Consciente de la persecución que se decretaría contra él, Enrique de Guisa juzgaba que desde allí podría refugiarse más rápidamente en el extranjero.
El 14 de diciembre, las cámaras asamblearias del Parlamento de París convocaron al duque de Guisa y a Maurice de Coligny a petición del procurador general. Ambos adversarios debían presentarse para dar explicaciones. Días más tarde, el 26 de diciembre, habiéndose enterado de que el estado de Coligny era grave, el procurador consideró que tal vez no hubiese motivos para perseguir a los duelistas. Si el ofensor moría, el asunto quedaría zanjado.
Guisa, prudente, permaneció no obstante en Meudon, mientras que Coligny partía para Dijon, plaza fuerte del duque de Enghien. El estado del herido había empeorado y los médicos hablaban de amputarle el brazo.
De modo que, a principios de enero, Fontrailles campaba a sus anchas por el palacio de Guisa, aunque la duquesa viuda ocupase una parte retirada del edificio. Tenía la absoluta confianza del duque, pues el marqués había estado en todas las conspiraciones contra Richelieu y Mazarino, y jamás lo había traicionado ni faltado a su palabra.
El coche del librero se detuvo ante la puerta fortificada del antiguo palacio de Clisson, convertido en la entrada principal del palacio de Guisa.
Olivier de Clisson, compañero de Du Guesclin, había hecho construir este castillo, comprado el siglo anterior por los príncipes lorenos, que lo habían agrandado mediante la adquisición de las casas y palacetes circundantes. Era un inmenso edificio cuya única puerta fortificada daba fe de su antigua función de fortaleza.
Bresche se dio a conocer al portero, oculto tras una reja de hierro. El hombre se negó de buenas a primeras a despertar al marqués de Fontrailles, pero el librero lo amenazó de tal modo que aceptó avisar al oficial de guardia. Bresche le dio su nombre y le pidió que transmitiese el mensaje siguiente al marqués: «Estoy acompañado del hombre al que deseáis interrogar».
Unos minutos más tarde, le franqueaban la enorme puerta de dos hojas. Había allí unos cuantos aventureros, armados hasta los dientes, comandados por Charles de Barbezière, el hermano de la señora de Chémerault.
Charles de Bresche le explicó a media voz que llevaba al prisionero que el marqués de Fontrailles estaba esperando. Barbezière lo acompañó al coche que aguardaba delante del porche y dio órdenes. Cogieron a Fronsac como un fardo y fue transportado rápidamente al interior del palacio.
El antiguo portal del palacio de Clisson daba a un vestíbulo abovedado que permitía el paso de carrozas y se abría sobre una larga sala de guardia en la que una portezuela permitía acceder a los sótanos. Allí transportaron a Fronsac maniatado.
El sótano, de hecho, era una gran sala constituida por una sucesión de piezas abovedadas en ojiva. Depositaban allí las barricas de vino, fruta, salazones y toda clase de alimentos. Barbezière, acompañado de Charles de Bresche, Bandoler y dos de sus hombres, que transportaban a Louis, abrió la reja.
Louis se hallaba en una especie de bruma. Sufría atrozmente a causa de sus costillas rotas y la herida de la frente le provocaba un martilleo tan doloroso que le impedía pensar.
El caballero de Chémerault señaló los hierros y cadenas empotradas en una de las paredes. Los secuaces pasaron los grilletes a los puños del prisionero y cerraron los trinquetes. No había ni llave ni remache, pero, atado como estaba con los brazos en cruz, Louis no habría podido liberarse de ellos puesto que ninguna de sus manos podía alcanzar la otra.
Así atado, el sufrimiento se volvió tan insoportable que perdió el conocimiento.
La luz y el calor lo hicieron volver en sí. Habían encendido antorchas en la sala, así como un fuego en una chimenea de ángulo situada frente a él. Pudo al fin examinar el lugar y a los que allí se encontraban. La bodega era amplia. Él estaba encadenado en la pared del fondo. No había mobiliario alguno a excepción de una mesa de piedra con anillos de hierro. Supuso que debía de haber sido utilizada durante las guerras de la Liga para torturar a los prisioneros de los Guisa. Delante de la entrada de la sala, Bandoler y dos desconocidos esperaban órdenes. Habían depositado sus equipajes en la mesa y Barbezière revolvía en ellos. Un poco aparte, a la izquierda, se encontraba Charles de Bresche hablando a media voz con un hombre deforme, vestido de seda y cubierto con una elegante capa bordada. Louis reconoció al marqués de Fontrailles. El lisiado se apoyaba en un bastón con puño de plata. A su lado, se hallaba una joven de espléndida belleza. Era la Belle Gueuse.
Fontrailles, que dirigía frecuentes miradas al prisionero, se dio cuenta de que había recobrado el conocimiento.
—¡Señor Fronsac! —exclamó con su característica voz cascada—. ¡Al fin de vuelta entre nosotros! Estaba pensando en arrojaros unos cuantos cubos de agua helada para despertaros.
Se acercó a él con una sonrisa en los labios. La Belle Gueuse lo seguía.
—Esta vez soy yo quien tiene todas las cartas en la mano, señor Fronsac. Pase lo que pase, ya no volveréis a cruzaros en mi camino. El señor de Bresche —un hombre muy hábil, por cierto— me habló de vuestro viaje y de vuestra estancia en Toulouse. Espero que os haya gustado mi querida hermana. También me ha contado lo de vuestra visita al señor de Fermat, pero por lo visto ignora las razones y por supuesto los resultados. Ahora bien, las razones, como podéis suponer, yo las conocía. Tengo algunos amigos en el convento de los Mínimos, que vos tan bien conocéis, y cuando supe que habíais ido allí, quise enterarme de los motivos. Llegué a la conclusión de que se os había metido en la cabeza elaborar un nuevo código para el señor Rossignol. Supongo que fue el padre Mersenne quien os aconsejó dirigiros al señor de Fermat.
Se calló y miró detenidamente a Louis.
El exnotario se hallaba desconcertado. Además del sufrimiento, descubría que Fontrailles sabía mucho más de lo que él había imaginado. Todo estaba perdido para él, y Rossignol jamás tendría el código de Fermat. Al pensar que no volvería a ver a Julie, no pudo contener las lágrimas.
—¿Lloráis? —chirrió la voz del enano—. Decididamente me decepcionáis, señor Fronsac. Pero no esperéis piedad de mí. No es que tenga nada personal contra vos, pero me habéis molestado demasiado para dejaros con vida. Aunque antes necesito conocer el código que supongo os habrá remitido el señor de Fermat. ¿Qué me decís?
Louis permaneció silencioso.
—¡Allá vos! —dijo Fontrailles.
Se giró y, cojeando, volvió hacia la mesa donde el caballero de Chémerault había vaciado el cofre que llevaba Louis.
Cogió el atado de pliegos escritos por Fermat: la demostración de la conjetura de Diofanto.
La señorita de Chémerault, por su parte, miraba a Louis con compasión. Sacó un pañuelito de su vestido y enjugó dulcemente las lágrimas del joven, y luego su frente, perlada del sudor producido por la fiebre.
—Señor Fronsac —murmuró con una triste sonrisa— debisteis aprovechar la ocasión. Me temo que no habrá otra.
—¡Françoise, no quiero que os quedéis cerca de él! —chilló el marqués volviendo hacia ellos.
Recordemos que Louis había llevado la demostración que le había enviado Fermat y que había dejado a Gaufredi las hojas que describían el método de cifrado, al considerarse capaz de repetir de viva voz a Rossignol el sistema de codificación del magistrado de Toulouse. Por tanto, lo que el marqués de Fontrailles tenía en la mano era la demostración de la conjetura de Diofanto.
—Supongo que se trata del código del señor de Fermat —prosiguió Fontrailles tendiendo el legajo a Louis—. He leído de cabo a rabo este documento antes de que recobraseis el sentido. Con sus cuadrados y sus cubos, no he entendido ni jota. ¿Podéis explicármelo?
Louis sacudió la cabeza de derecha a izquierda y murmuró:
—Sólo el señor Rossignol puede entenderlo.
Fontrailles asintió con la cabeza lentamente.
—¡Por supuesto! Pero como comprenderéis, está fuera de toda duda que el señor Rossignol jamás dispondrá de este documento. Y puesto que vos no queréis explicármelo…
Se acercó a la chimenea y arrojó en ella los papeles.
A Louis se le encogió el corazón. Aunque saliese de aquel infierno, nunca podría llevarle la demostración a Blaise Pascal. Miró cómo se consumían las hojas sin decir nada. No podía saber que harían falta más de trescientos cincuenta años para que otro matemático demostrase la famosa conjetura.
Fontrailles se volvió hacia él:
—Ahora, señor Fronsac, necesito saber lo que habéis descubierto de los polígrafos del señor Rossignol.
—No os diré nada —murmuró Louis.
Fontrailles se quedó silencioso un rato antes de sonreír.
—Lo haréis, señor Fronsac, claro que lo haréis. Bajo tortura lo diréis todo.
—Difícilmente podría sufrir más de lo que sufro —balbució Louis.
Pese a todo, a Fontrailles le repugnaba el uso de la violencia. Fronsac estaba agotado. Bastaría con dejarlo todavía unas cuantas horas de esa guisa, sin comida ni bebida, y estaría tan débil que lograría hacerlo hablar a cambio de un simple vaso de agua.
—Como gustéis. Os dejaré meditar algún tiempo. Os visitaré de nuevo esta noche, cuando vuelva de casa del señor de La Rochefoucauld.
—Dadme al menos un poco de agua.
—No recibiréis ni una gota. Señores, dejemos reflexionar al prisionero.
Hizo señas a sus acólitos para que saliesen y abandonó la sala en último lugar. Barbezière echó el cerrojo a la puerta.
De vuelta en la sala de guardia, Fontrailles se acercó a Charles de Bresche.
—Señor de Bresche, estoy muy satisfecho de vos. Acompañadme y os entregaré la suma prometida. ¿Qué vais a hacer ahora?
—Creo que el compañero del señor Fronsac debe de estar camino de París. Seguramente irá a mi librería, y deseo largarme cuanto antes. Llevo tres hombres conmigo; me ayudarán a cargar lo que poseo y dejaré París por una temporada. Tengo una casita cerca de Bercy, donde esperaré a que pase la tormenta.
—Muy bien. Me daréis vuestra dirección y os pondré en contacto con el polígrafo que trabaja para vos.
—¿Y el señor Fronsac?
—Como si estuviese muerto —sonrió Fontrailles cogiendo afectuosamente del brazo a la Belle Gueuse.