Del 20 al 23 de diciembre de 1643
Louis y Gaufredi volvieron al palacio de Castelbajac sin intercambiar palabra, aterrados por lo que acababan de descubrir. Con la mente embotada por una especie de bruma que lo agarrotaba, Louis se repetía machaconamente el número de veces que se había equivocado a lo largo de aquel asunto.
El convento de los Carmelitas no estaba muy lejos del palacio de Castelbajac, pero la caminata y el intenso frío, que calaba hasta los huesos, operaron un cambio en el ánimo de Fronsac, liberándolo poco a poco de la bruma que lo embotaba.
Cuando llegaron al porche del palacio, se había recuperado por completo. Se detuvo y puso una mano en el hombro de Gaufredi, que esperaba la decisión de su amo.
—¿Crees que podremos marchar de aquí esta tarde, una vez que haya recibido los documentos del señor Fermat? —le preguntó.
—Sin duda, señor, pero no iríamos muy lejos. Esa bruja nos hará seguir. Ha tenido todo el día para preparar su trampa, y si cuenta con un número suficiente de espadachines, nos atacarán en el camino, donde nos será difícil defendernos.
—¿Crees que es preferible encerrarnos a cal y canto y esperar el asalto?
Gaufredi se pasó una mano por la cara, como si dudase en proponer otra cosa.
—Podríamos tratar de engañarla.
—¿Qué quieres decir?
—Intentar una estratagema, señor. A veces, un simple ardid de guerra gana una batalla. Por ejemplo, podríais decirle a la señora de Castelbajac que no habéis obtenido lo que queríais, asegurándole que debéis encontraros de nuevo con el señor de Fermat mañana y que habréis de pasar una noche más en su casa.
—De esa forma nos dejaría tranquilos esta noche —sugirió Louis esperanzado.
—Quizá. Entonces compraríamos caballos y dejaríamos aquí el coche y los equipajes. Así como al señor de Bresche…
—Nos arriesgamos a que se venguen en él —objetó Louis.
Luego sacudió la cabeza negando con firmeza:
—¡No! ¡Lo mataría! Y sería contrario al honor. Mejor, preparémonos para un ataque.
—También podéis proponerle al señor de Bresche que se vaya esta tarde —sugirió Gaufredi.
Entraron en el patio. La portera sacaba agua del pozo. Los miró con inquina.
Louis la saludó como si nada hubiese ocurrido y subieron al segundo piso. Bresche estaba en la habitación examinando tres libros en cuarto.
El librero alzó unos ojos inquisitivos cuando entraron. Gaufredi echó el cerrojo a la puerta.
—Señor de Bresche —empezó Louis—, debo informaros de lo que nos sucede. Tenemos enemigos muy poderosos que van a atacarnos aquí mismo. Pero mis adversarios no son los vuestros y no deseo mezclaros en nuestros problemas. Sería prudente que esta tarde nos dejaseis para instalaros en un albergue. Quedarse con nosotros es jugarse la vida.
Bresche dejó el libro que tenía en la mano y dudó un instante, como si buscase las palabras antes de declarar:
—Señor, me ofendéis al pensar que podría abandonaros en vuestras dificultades. No soy gentilhombre, pero sí hombre de honor. He hecho el camino con vos y os estoy obligado. Si vais a batiros, estaré muy honrado de hacerlo a vuestro lado si así lo deseáis.
Conmovido por tal declaración de fidelidad, Louis permaneció un instante indeciso, antes de explicarle:
—Podemos dejar el lugar rápida y discretamente, pero no podemos abandonaros aquí. Nuestros enemigos se vengarían en vos.
—¡Pero en cuanto os vean partir en el coche vuestros enemigos os perseguirán!
—Partiremos discretamente mañana y a pie. Compraremos caballos y dejaremos nuestro equipaje. Yo podría escabullirme para evitar un ataque esta noche, pero no estoy seguro de ello. Por eso prefiero que os vayáis antes.
Bresche bajó lentamente la cabeza antes de declarar:
—Es un buen plan, pero os costará caro: un coche, dos caballos, vuestro equipaje…
—¿Se os ocurre uno mejor, señor? —preguntó con insolencia Gaufredi.
—Tal vez. Ante todo hay que ganar tiempo. Vos, Gaufredi, podríais quedaros aquí mañana con el coche, mientras que el caballero y yo dejaríamos Toulouse a caballo como habíais previsto. Pernoctaríamos en Montauban, en la hospedería de los Pañeros. Vos le explicaríais mañana por la tarde a la señora de Castelbajac —deduzco que es ella vuestra enemiga— que yo ya no estoy aquí y que el caballero está enfermo, que no puede cenar con ella, y que os quedáis un día más. Y pasado mañana, partís con el coche y el equipaje. Hasta entonces, la señora de Castelbajac no se dará cuenta de que ha sido burlada. Vos no corréis mucho riesgo. Os bastará con verificar que no os siguen. El señor Fronsac y yo os esperaremos en Montauban.
El plan de Bresche no era malo, pensó Louis. El único defecto que le veía era que todos los riesgos recaían sobre Gaufredi. Interrogó a su compañero con la mirada.
—Puedo hacerlo, señor —aprobó el reitre tras una breve reflexión—. Si me siguen, tendrán que vérselas conmigo. Por otra parte, en caso de que hubiese enfrentamiento, prefiero estar solo que con vos. No debéis temer por mí, ya he jugado este juego otras veces.
Louis los miró de nuevo a ambos durante un buen rato. Se sentía profundamente emocionado por la devoción y entrega del librero y de su compañero de armas.
—De acuerdo, lo haremos así —decidió por fin.
En ese momento llamaron a la puerta.
Gaufredi cogió una pistola de rueda, mientras que Louis se acercaba prudentemente a la puerta.
—Ha llegado una carta para vos, señor marqués —dijo la voz cantarina de la señora de Lespinasse.
Louis recordó entonces que Fermat le había prometido que le enviaría la demostración y los pormenores de los códigos. Giró la llave en la cerradura y abrió lentamente.
La señora de Lespinasse estaba radiante. Le tendió un paquetito atado con bramante.
—Muchas gracias, señora —se inclinó Louis tomando el paquete de sus manos.
La dama se quedó en el umbral de la puerta, quizá esperando que la invitase a entrar.
Él la saludó de nuevo. Ella inclinó ligeramente la cabeza y se fue visiblemente decepcionada.
Por la noche, durante la cena, Louis explicó a la marquesa y a Françoise de Lespinasse que tenía que volver a verse con Pierre de Fermat al día siguiente, pues el problema matemático que había abordado con él era demasiado arduo para que se pudiese resolver tan rápido y los documentos recibidos le parecían incompletos.
Las dos mujeres no opusieron objeción alguna. Sólo la vida en París y la moda de la corte parecían interesarles.
Charles de Bresche, Louis Fronsac y Gaufredi dejaron el palacio a pie el lunes por la mañana después de tomar una rápida colación en la cocina, bajo las miradas malévolas de Bertrande. Bresche llevaba sus libros con él. Había explicado a Louis que aún debía volver a casa de su librero antes de su partida para recoger una última obra y saldar su deuda. Louis le había propuesto que se reuniese con ellos en la calle Dalbade, en las caballerizas donde pensaban comprar los caballos.
Se encontraron hacia las diez de la mañana a orillas del Garona. Sus monturas eran dos sólidos jumentos. Gaufredi se había quedado atrás y había examinado los alrededores, asegurándose de que nadie los había seguido.
—Llegaremos a Montauban por la tarde. Cuídate mucho, viejo amigo —le dijo Louis dándole un abrazo, mucho más emocionado de lo que habría podido imaginar.
Gaufredi iba a encontrarse solo ante una banda de malhechores y le daba la impresión de que lo abandonaba ante el peligro.
—No os preocupéis, señor —lo tranquilizó el reitre exclamando con bravuconería—: ¡En peores me he visto! Y vos, señor de Bresche, cuidad de mi amo —gruñó, ligeramente amenazador.
Los dos hombres montaron a caballo y, poniéndolos al trote, tomaron el camino del Pont-Neuf para rodear la ciudad.
Gaufredi no volvió inmediatamente al palacio de Castelbajac. Cruzó el puente de Tounis para volver a la isla y se instaló en una taberna de pescadores a orillas del Garona, donde permaneció todo el día.
No volvió hasta la noche. La portera no estaba en el patio y fue Clémence quien acudió a abrirle.
—¿El caballero no viene con vos? —preguntó asombrada.
—Ya ha vuelto —le aseguró—. Estaba muy fatigado y deseaba descansar.
La dama no pareció sorprendida por la respuesta y Gaufredi prosiguió:
—Creo que ha sido algo que comió a mediodía. He ido a ver a un boticario y voy a darle unas hierbas que le he traído. ¿Podríais proporcionarme agua caliente para una tisana?
—Por supuesto. ¿Y vuestro amigo?
—Nos ha dejado.
Gaufredi subió a la habitación del segundo piso y corrió las cortinas del tornalecho. Luego preparó el equipaje.
Un poco más tarde, Clémence llamó a la puerta. Llevaba agua caliente en un pichel.
—¿Qué tal está vuestro amo? —preguntó inquieta.
—Mejor. Ahora duerme, pero está muy fatigado. ¿Podéis avisar a la señora marquesa de que no bajaremos a cenar esta noche?
Clémence dirigió una mirada de curiosidad hacia el lecho.
—¿Estáis seguro de que no necesita nada?
—Nada, señora —aseguró Gaufredi, empujándola con suavidad y cerrando la puerta.
Unos minutos más tarde, fue Françoise de Lespinasse quien se presentó, con el rostro demudado por la inquietud.
—Clémence me ha dicho que vuestro amo estaba enfermo…
—No os preocupéis, que no es nada, señora. Sólo necesita reposo.
—¿Puedo verlo? Conozco muy bien las enfermedades de la región.
—Lo siento, pero prefiero no despertarlo ahora que he logrado que se duerma. Mañana estará mejor.
La dama observó el lecho dudando un instante. Luego bajó la cabeza.
—Mandaré que os suban la cena —dijo, con una sonrisa forzada.
Clémence volvió un poco más tarde con un tazón de caldo, pan blanco, pato en su salsa y dos jarras de vino en una bandeja.
Intentó a su vez ver a Louis Fronsac, y propuso pasar las tumbillas por el lecho para calentarlo. Gaufredi declinó el ofrecimiento, aunque la cámara estaba glacial.
Tras su partida, el reitre preparó las armas. Tal vez lo atacasen de noche. Había previsto atrancar la puerta con el baúl. Todas las pistolas y mosquetes estaban cargados. Y había comprobado ruedas y cazoletas. Dudó un rato si confeccionar una cuerda con las sábanas para poder descender al patio. Pero si no era atacado, difícilmente podría explicarlo al día siguiente. Se limitó a preparar todas las telas disponibles y las colocó en el lecho de dosel. En caso necesario, sólo tendría que anudarlas.
Y en caso de que empujasen la puerta, dispararía con todas las armas a través de ella, decidió. El arca les impediría el paso. A continuación, anudaría las sábanas y bajaría al patio, donde se las arreglaría para hacerse con un caballo y huir.
Jugaría bien sus cartas. Durante la noche tenía posibilidades, pensó. El único riesgo era que la hermana de Fontrailles hubiese llamado a una banda de malhechores muy numerosa y que algunos de ellos se quedasen en el patio. En ese caso, les dispararía desde la ventana con un mosquete: los cazaría como a conejos.
Sin embargo, algo le decía que no sería atacado. Las doncellas y la señora de Lespinasse parecían decididamente amables. O a lo mejor era que los criados de la marquesa y la señora de Lespinasse no sabían que hubiese un proyecto criminal contra ellos.
Efectivamente, la noche transcurrió sin novedad. Incluso pudo dormir en el lecho de su amo.
Mucho antes del alba, estaba listo para partir. La noche había sido glacial. Se arrebujó en su capa y abrió cuidadosamente la puerta. El palacio estaba silencioso. Bajó con varios sacos al hombro y una vela en la mano.
Descorrió el cerrojo de la puerta de entrada, llevó el equipaje a la carroza e hizo un segundo viaje a la habitación.
A la vuelta, se topó con Clémence y Bertrande, la portera, que acababan de levantarse. Quedaron asombradas de encontrárselo tan temprano.
—Mi amo está mejor —les explicó—. Partimos de mañana. Me ha pedido que prepare el coche.
Ellas parecieron aceptar la explicación y el reitre subió a buscar las últimas armas que había dejado en el cuarto.
Cuando volvió al coche, la aurora enrojecía el cielo. Intentó arrastrar el coche al medio del patio para enganchar el tiro. Era demasiado pesado y Gaufredi tenía los dedos entumecidos por el frío. Aquél era trabajo para dos hombres. Finalmente, enganchándose a la flecha central donde iban atados los caballos, logró colocarlo en la posición idónea. Sólo faltaba el tiro.
Fue a buscar el primer caballo y lo cinchó rápidamente tras soplar en sus manos para calentarlas. Para evitar que la bestia se moviese, la ató con una correa al árbol del patio.
Fue entonces cuando llegaron Clémence y Bertrande.
—¿Vais a enganchar los caballos ahora? —se asombró la portera.
—Hago lo que mi amo me ordena —refunfuñó Gaufredi.
—Os traeré un tazón de caldo caliente —propuso Clémence.
Bajo la mirada suspicaz de Bertrande, el reitre fue a buscar el segundo caballo.
Clémence ya estaba de vuelta cuando Gaufredi llegó con el equino. Era mucho más espantadizo que el otro y lo colocó detrás del primero. Tan pronto como lo hubo enjaezado, se bebió de una sentada el tazón humeante de caldo limpio que le tendía la criada. Estaba hirviendo y se quemó un poco.
Alzó los ojos y vio una silueta que sostenía una vela en el primer piso. Tenía que alejarse de aquellas dos mujeres. Sólo llevaba un cuchillo de caza en su talabarte. Si lo atacaban por la espalda, estaba perdido.
Le devolvió el tazón a Clémence y fue a buscar el tercer caballo.
—¿Queréis que os ayude? —preguntó Bertrande con su brusquedad habitual.
Gaufredi dio un respingo sobresaltado. ¡Vaya! ¡Lo había seguido hasta la caballeriza! Aceptó asintiendo con la cabeza. La portera condujo el cuarto caballo por el establo. Al instalar al animal en el pértigo, Gaufredi comprobó que Clémence se había ido, quizá a preparar una comida caliente a su ama, o tal vez a prevenirla. Pensó que si cualquiera de las dos mujeres entraba en la habitación, descubriría que su amo no estaba allí.
Cada vez más nervioso —los dedos se le antojaban huéspedes—, se enredó con las cinchas. Sus manos, heladas, no le obedecían. Bertrande ya había enganchado el tercer caballo y, viendo que el reitre no hacía sino aturrullarse, lo apartó con firmeza, pasó el bocado al animal y apretó con fuerza amarras y bridas.
—Gracias por vuestra ayuda —resopló Gaufredi—. ¿Podríais ir a avisar a mi amo? Quiero verificar todas las cinchas y mi amo desea presentar sus respetos a la señora marquesa cuando se haya levantado.
—Perded cuidado —dijo Bertrande mucho más amable tras haberle demostrado a aquel viejo que ella sabía aparejar un caballo tan bien o mejor que él.
La mujer se alejó sin hacer ruido.
El patio estaba vacío.
Llevando el caballo por el bocado, Gaufredi hizo avanzar el carruaje hasta el portalón de madera. Luego, levantó la barra que lo bloqueaba y lo abrió de par en par.
A continuación, hizo salir el tiro a la calle todavía desierta. La carroza tropezó con el mojón de piedra del portal, pero pasó pese a todo. Acarició a los caballos con la mano, saltó al pescante y espoleó a los animales. El coche partió al trote. Gaufredi sabía que el riesgo mayor venía ahora. Que una u otra de las mujeres saliese con un arcabuz y lo abatiese como a un conejo, con su silueta sobresaliendo del techo de la carroza. Dejó de preocuparse cuando creyó pasado el peligro… se giró un segundo para descubrir a Clémence, Bertrand y la señora de Lespinasse ante el portal con una expresión de incredulidad en el rostro.
Louis Fronsac y Charles de Bresche llevaron sus caballos al trote hasta Montauban. Pudieron cambiar dos veces de montura en las postas y llegaron antes de anochecer a la hostería de los Pañeros.
El albergue se ubicaba en la Plaza Mayor, cuyas grandes arcadas albergaban las más importantes corporaciones de comerciantes. Dichas arcadas, por todos denominadas «soportales», eran de madera y adobe. Estaba el soportal de los pañeros, el de los zapateros e incluso el del trigo.
En las cuatro esquinas de la plaza, una puerta de bóveda daba paso a las otras calles de la ciudad. En el centro se encontraba la picota, bien a la vista de la sede de los capitouls o consulados, que formaban el tribunal que entendía en lo relativo al comercio y los comerciantes.
Los dos hombres compartieron un cuarto después de recuperar fuerzas con una buena cena en el comedor comunal.
Charles de Bresche volvió a hablar con entusiasmo de los libros adquiridos que se llevaba en su saco de viaje. Aquel hombre amaba su oficio, pensó Louis al escucharlo.
Al día siguiente, la villa se disponía a festejar la Navidad. El tiempo era frío y húmedo. Louis estaba inquieto. Si se ponía a nevar, se arriesgaban a no alcanzar París hasta mediados de enero. Estaba ansioso porque Gaufredi se reuniese con ellos, pero sabía que su compañero no llegaría antes de la noche, y eso contando con que todo saliese a pedir de boca.
Mientras Charles de Bresche visitaba la villa, Louis se quedó en el cuarto leyendo la demostración que le había enviado Pierre de Fermat. Sólo llevaba consigo la prueba de la conjetura de Diofanto que le había enviado el magistrado, pues había considerado más prudente dejar a Gaufredi los pliegos que describían el método de cifrado. Casi había comprendido del todo la explicación de Fermat para codificar un repertorio de silabas partiendo de una casilla y se sentía capaz de explicárselo a Rossignol. Contando con Gaufredi, que poseía un ejemplar detallado de la misma, serían dos las posibilidades de hacer llegar el nuevo sistema de codificación al jefe del Servicio de Cifrado. Aunque a él le ocurriese cualquier desgracia, el código no se perdería.
Finalmente, abandonó la lectura de la demostración, de la que no comprendía ni jota, para examinar los libros que había comprado el librero. Se hallaba enfrascado en una obra de botánica llena de láminas coloreadas cuando Charles de Bresche entró con semblante preocupado.
—Deberíais venir, señor —dijo con respeto—. Anoche llegó un grupo de individuos que no me inspiran ninguna confianza.
—¿Dónde están?
—Abajo, en el comedor. Vienen de Toulouse, según me ha dicho el mesonero. ¿Nos habrán seguido?
Parecía muy preocupado. Louis tomó su espada, aunque sólo fuese un mediocre esgrimista, así como la pistola de dos cañones que su padre le había regalado hacía unos años. Bresche se armó también y, disimulando sus armas bajo la capa, bajaron.
La escalera del albergue, de madera, corría por la fachada exterior.
—Podríamos ir primero a las caballerizas —propuso el librero—, a ver el tipo de monturas que traen, e interrogar a los palafreneros.
Louis asintió. Salieron al patio, extrañamente desierto. Desde allí ganaron el establo, cuya enorme puerta permanecía abierta.
Había una veintena de caballos delante de sendos pesebres y dos coches, uno de los cuales era una gran carroza, pero ningún mozo de cuadras.
—¿De quién son esos coches? —preguntó Louis intrigado—. No estaban ayer. ¿Y cómo es posible que no haya nadie?
—No lo sé, señor.
Se acercaron prudentemente al primero. Muy destartalado, parecía vacío. Louis abrió la portezuela.
Gaufredi llegó a la hostería de los Pañeros a media mañana. Había cambiado varias veces de caballos casi sin detenerse en las postas; su amo le había confiado la mitad del dinero previsto para el viaje. El trayecto había sido bastante penoso para el viejo reitre, que no se detenía más que en las postas y que tenía muchas dificultades para dominar él solo el enorme tiro. Se hallaba agotado pero feliz por haber llevado a cabo su misión.
Llegado al patio, saltó del pescante y avisó a un arrapiezo de seis o siete años, que, con los pies descalzos pese al frío, recogía el estiércol.
—Busco al señor Fronsac. Llegó ayer a caballo con un compañero, Charles de Bresche.
—No sé quién es, señor —respondió el niño—. Puedo llevaros donde mi amo.
Gaufredi lo siguió. El mesonero estaba en la bodega, contando sus barricas de vino.
—¿El señor Fronsac? Sí, me acuerdo, llegó ayer y me avisó de vuestra llegada —dijo el hostelero—: un hombre de cejas pobladas, largos cabellos grises y mofletes colgantes.
—¿Dónde está?
—¡Aquí no, señor!
—¿Cómo es posible?
—¡A mí qué me dice, señor! Su compañero se fue esta mañana con su caballo.
Le dio la espalda y se puso a contar de nuevo sus toneles.
—¿Se fue solo? —preguntó a gritos Gaufredi.
—¡No! ¡Con sus amigos!
—¿Qué amigos? —preguntó el reitre todavía más alto.
—No sé, señor. Pagó, aparejó los caballos y se fue —contestó el hombre, volviéndose exasperado.
Gaufredi sintió un escalofrío que le heló la columna al oír que su amo había partido. Avanzó un paso y agarró al mesonero por la garganta.
—¡No se te ocurra jugar conmigo, bribón! ¿Qué ocurrió?
—No sé —respondió el mesonero ahogándose—. Vuestro Fronsac debía de ir en el coche.
—¿Qué coche? Explícate o te cuelgo de ese gancho por el cuello —amenazó Gaufredi señalando una argolla de una de las vigas de la bodega.
Lo soltó empujándolo violentamente. El hombre cayó al suelo y Gaufredi sacó su cuchillo de caza:
—¡Ahora, habla claro si quieres seguir entero!
Temblando como un junco, el mesonero se explicó entre jadeos:
—El amigo de vuestro amigo estaba con una banda de compañeros. Llegaron ayer noche en una gran berlina destartalada. Esta mañana, se fueron todos juntos; llevaban con ellos la montura de vuestro amigo.
—¿El señor Fronsac iba con ellos?
—Seguramente… No sé… no presté atención. Ya os lo he dicho, ya habían pagado —gimió—. Habría que preguntárselo a los mozos de cuadra. ¿Queréis que vaya a preguntarles?
—De acuerdo —dijo Gaufredi, que empezaba a temerse lo peor—. ¿Qué clase de gente había en esa berlina?
El mesonero se levantó, pareció dudar; luego, ante el cuchillo que se acercaba a su garganta, y el aire feroz de su interlocutor, contestó:
—Gente de la garra, cofrades de pala, bandoleros, señor. Lamento decirlo, pero si eran vuestros amigos…
—¿Cuántos?
—Tres.
—¿Y conocían al compañero del señor Fronsac?
—Sí. Hasta parecían obedecerle, cuando les serví el caldo, esta mañana en el comedor.
Volvieron al patio y el mesonero interrogó uno a uno a los palafreneros y a los mozos. Ninguno parecía acordarse del señor Fronsac.
Gaufredi escuchaba sólo a medias, consciente de que Charles de Bresche les había jugado una mala pasada. Estaría también al servicio de la señora de Castelbajac, que nunca debió de tener intención de atacarlos en su casa, cosa que le causaría demasiados problemas, concluyó. Era mucho más fácil capturar a su amo en un albergue, solo frente a una banda de truhanes e incapaz de defenderse. Había sido un pardillo al aceptar las propuestas del diabólico librero.
Se juró a sí mismo que lo encontraría. Pero la única pregunta que contaba en aquel momento era ésta: ¿Su amo estaba todavía vivo? ¿O era su cadáver lo que transportaba aquella berlina?
—¡Sí, señor, yo lo vi! —afirmó un mozo con el rostro cuajado de pecas.
Gaufredi se olvidó de sus lúgubres pensamientos.
—¿Cuándo? —gritó.
—Esta mañana. Yo estaba solo en el patio, debían de ser las diez. El compañero de vuestro amigo estaba con dos hombres, y me dio un sol pidiéndome que me largase. Quería que no hubiese nadie en la caballeriza. Me fui al granero a por heno. Vi a dos hombres entrando en la caballeriza; luego, el que me había dado la moneda subió la escalera. Me oculté en la puerta y esperé. Vi a ese hombre bajar con vuestro amigo; fueron al establo. No los vi salir enseguida. Un poco más tarde, uno de los dos hombres se fue a buscar a sus compañeros. Volvieron con Pierre y con el señor Sérac.
Señaló al mesonero y continuó:
—Entonces, me reuní con ellos. Les ayudé a sacar el coche y a aparejar el tiro. Luego dejaron el mesón.
—¿Y no volviste a ver al señor Fronsac?
—No, señor —negó el chiquillo encogiéndose de hombros—. Yo no hago preguntas, señor. Pensé que estaría en el coche.
—¿Y estaba?
—Las cortinas estaban echadas, señor. Sólo vi un momento al amigo del señor Fronsac en una de las ventanillas.
—Describidme el coche.
Cada uno aportó a la descripción algún detalle de lo que había observado. Era bastante grande para transportar al menos a cuatro personas, pero muy viejo, pintado de verde, muy desconchado. Iba tirado por cuatro caballos y conducido por dos hombres. Llevaba también un caballo del ronzal.
—El del señor Fronsac —precisó el ventero—. Yo lo reconocí.
A lo mejor, su amo estaba sólo prisionero, se dijo Gaufredi. Pero ¿por qué iba a actuar Bresche con compasión? A no ser que la hermana de Fontrailles le hubiese pedido que se lo llevase para interrogarlo…
Se agarró a aquella débil esperanza.
—¿Hablaron de la dirección que iban a seguir?
Nadie supo contestarle.
El reitre tenía que tomar una decisión. Dentro de tres horas se haría de noche. Podría intentar alcanzarlos. Pero ¿adónde ir?
—Llevadme a la caballeriza —ordenó—. Quiero ver dónde estaba el coche.
Lo acompañaron hasta allí. Los mozos de cuadra estaban muy nerviosos, y el ventero, contrariado. Aunque las riñas entre los clientes eran muy frecuentes, era la primera vez que un viajero desaparecía así.
El establo era un inmenso granero. Los caballos estaban atados a lo largo de una pared y un coche ocupaba el centro del recinto. Gaufredi examinó detenidamente el lugar donde se encontraba la otra carroza. No vio restos de sangre, pero eso no quería decir nada. Podían haber matado a su amo golpeándole el cráneo o la nuca.
Finalmente decidió volver a Toulouse. Pediría cuentas a la hermana de Fontrailles y, si no podía hacer otra cosa, vengaría a su amo.
—Os dejaré aquí la carroza que conducía —dijo Gaufredi al mesonero—. Guardádmela al menos una semana; aunque espero haber vuelto antes. En su interior hay equipaje de valor y armas. Ponedlo todo a buen recaudo. Si no pudiese volver, os resarciréis al céntuplo. Pero si vuelvo y falta algo, lo pagaréis caro. Necesito un caballo de refresco, comida en las alforjas y una bota de vino. Parto de inmediato.
Menos de un cuarto de hora más tarde, galopaba camino de Toulouse.
La noche lo alcanzó antes de llegar a la ciudad. En la segunda posta comprendió que no podía seguir. Estaba demasiado oscuro y él medio muerto de frío. Se durmió como un tronco en un cuarto que compartió con otros viajeros. Por la mañana, partió al alba pensando en la táctica que debía aplicar. Tendría que tomar al asalto la casona de Castelbajac, y estaba solo.
Daban las doce en el Carmelo cuando Gaufredi se presentaba ante el palacete de la hermana del marqués de Fontrailles. El portal estaba cerrado. Había dejado su caballo en una cuadra. En un bolsillo interior de su vieja capa escarlata había deslizado su pistola de rueda de dos cañones. Tenía otra en la mano, disimulada bajo un pliegue de la capa.
Llamó a la puerta. Una de las hojas del portal se abrió y apareció Bertrande, la portera. Antes de que tuviese tiempo de esbozar una expresión de sorpresa, el reitre la empujó violentamente, la agarró por el cuello y entró. Bertrande intentó gritar, la amenaza de la pistola no parecía asustarla.
Pero el reitre la apretó tan fuerte que sólo salió un gorgorito de su boca. El patio estaba vacío y la mujer seguía debatiéndose. Le propinó una patada en la entrepierna y el viejo soldado estuvo a punto de soltar su presa, de modo que la golpeó en la sien y la mujer se desplomó.
Luego entró en tromba en la cocina, donde estaba Clémence dando los últimos toques al almuerzo. Abrió la boca al verlo, pero el arma que le puso entre ceja y ceja la paralizó. Gaufredi le arrojó un trapo de la cocina que había sobre la mesa:
—Metéoslo en la boca —gritó.
La mujer pareció dudar y Gaufredi sacó el cuchillo de su talabarte haciendo gestos amenazadores con los ojos.
—¡Rápido u os mato!
La mujer no se lo hizo repetir dos veces.
Gaufredi había colgado varias cuerdas a su cintura, como hacía cuando era soldado y cercaba de noche un vivaque enemigo. Dejó el cuchillo y la pistola en la mesa y la asió por la muñeca:
—Os voy a atar. No os resistáis y seguiréis viva.
Le agarrotó las manos a la espalda y luego le ató un cordel en torno a la cabeza que bloqueó su mordaza. La obligó a sentarse en un banco y le ligó los pies antes de dejar la cocina. La casa se hallaba silenciosa y subió rápidamente al primer piso. Se detuvo un segundo en la cámara de la señora de Castelbajac, antes de abrir la puerta bruscamente.
La marquesa, en ropa interior, estaba sentada en una silla. Jeanne, su doncella, la peinaba. Se quedaron atónitas al verlo entrar.
Gaufredi mantenía la pistola de dos cañones en la mano izquierda. Cerró la puerta y dio algunos pasos:
—¿Qué habéis hecho con el caballero? —gritó.
—¡Estáis loco! —murmuró la marquesa.
—Contestadme o mato a vuestra doncella aquí mismo.
Jeanne abrió la boca para gritar y Gaufredi se arrojó sobre ella. La golpeó con un certero culatazo y la doncella se desplomó. Apoyó el cañón en el cuello de la marquesa.
—¿Dónde está el señor Fronsac? Tenéis tres segundos para responder.
En ese momento se abrió la puerta. Gaufredi giró la cabeza. Vio en el hueco de la puerta a la señora de Lespinasse, que empuñaba un espadón, y detrás de ella a Bertrande, con la mejilla izquierda ensangrentada, un mosquete en la mano y la mecha en la otra.
—No os mováis —ordenó—. O mato a la señora marquesa.
Françoise de Lespinasse hizo caso omiso de la advertencia. Avanzó hacia él con la tizona por delante, la mirada feroz y llena de odio:
—Habéis osado tocar a la señora marquesa, ¡lo pagaréis muy caro!
—¡No os mováis! —la previno por segunda vez—. Esta pistola es de dos cañones. Y llevo otra como ésta conmigo. ¡Avanzad y esto será una carnicería!
—Quédate donde estás, Françoise —ordenó la señora de Castelbajac, que había recobrado su sangre fría—. Y vos, señor, explicaos. ¿Sois vos quien ha herido a Bertrande?
—Yo mismo. Y vos habéis matado a mi amo.
—Yo no he matado a nadie. No entiendo nada de lo que decís. Ni entiendo vuestra actitud desde vuestra vergonzosa partida. El señor Fronsac ni siquiera se despidió de mí, huyendo como un ladrón.
—Escapando de vos, señora. Sabía que queríais deshaceros de él.
—¿Yo? ¿Deshacerme de él? Sin duda estáis loco.
—Sí, vos y vuestro infame hermano. Ahora vais a decirme la verdad. ¿Qué habéis hecho con el señor marqués?
—¿Mi hermano? ¿Qué sabéis vos de mi hermano, señor?
Gaufredi dejó oír una risa sarcástica:
—¡El marqués de Fontrailles! No es la primera vez que trata de matar a mi amo. Y vos por fin lo habéis logrado. ¡Pero pagaréis cara vuestra infamia!
—¡Françoise, envaina esa espada! Bertrande, ¡apaga esa mecha! Señor, no tengo miedo de vos, y sin embargo estamos a vuestra merced. Ahora que estamos sin armas, tened a bien por lo menos oírme.
Hizo un signo a las dos mujeres, luego se levantó y ayudó a Jeanne a incorporarse. Françoise dejó su espada en el alféizar y Bertrande, de mala gana, sopló sobre la mecha.
—Bertrande, Jeanne, idos tranquilas. No os preocupéis. Françoise se queda conmigo.
—He atado a Clémence en la cocina —dijo un Gaufredi avergonzado cuando Jeanne pasó a su lado, la mirada negra y la mejilla tinta de sangre.
—¿Sabéis leer, señor? —preguntó la marquesa.
—Sí, señora.
La dama se desplazó hacia un pequeño bargueño esquinero, de donde extrajo una carta que tendió a Gaufredi.
El viejo reitre la cogió con la mano derecha. Sin dejar de apuntar con su arma a las dos mujeres, echó una ojeada a la carta.
—No puedo leer así, señora, este texto es demasiado pequeño. En casa del señor marqués utilizó una lupa.
La dama disimuló una sonrisa.
—Tengo una aquí. ¿Queréis que os lea la carta? Luego podréis verificarla.
Gaufredi asintió con la cabeza.
La marquesa tomó la carta y precisó:
—Es el correo que el señor de Lionne remitió al señor Fronsac y me entregó al llegar.
Luego procedió a su lectura.
«Del marqués de Lionne a la señora de Fontrailles,
marquesa de Castelbajac,
en París, a 8 de diciembre de 1643.
Querida prima,
Os envío al señor Louis Fronsac y a su guardia de corps, Gaufredi. El señor Fronsac, marqués de Vivonne, es un devoto de Su Eminencia, a quien ha salvado la vida. Es también un hombre que ha arriesgado la suya al servicio del difunto rey, el cual lo ha ennoblecido y hecho caballero de San Miguel.
Va a Toulouse por una importante misión que podría ser contrariada por sus enemigos, entre los que se cuenta vuestro hermano, quien, en el pasado, atentó en varias ocasiones contra el señor Fronsac. Por esa razón, no le he dicho que vos erais una Astarac de Fontrailles.
Vuestro hermano intentó matar el mes pasado al señor Fronsac. Tal vez trate de hacerlo de nuevo. Os ruego que hagáis todo lo posible para protegerlo, vos y vuestras amigas. Aun al precio de vuestra vida.
Hugues».
A medida que la marquesa leía la carta, el viejo soldado se iba sintiendo cada vez peor. Estuvo a punto de desvanecerse. Bresche los había traicionado; ahora descubría que su amo y él se habían equivocado. Ya no sabía qué pensar ni a quién pedir consejo.
—No entiendo, señora —murmuró con voz velada, sacudiendo la cabeza. Su mano colgaba blandamente y el cañón de su arma ahora estaba vuelto hacia el suelo.
—Mi marido, Godefroy de Durfort, estaba al servicio del señor Servien, cuando era intendente de justicia de Gascuña —explicó la marquesa—. El señor Servien estaba encargado de desmantelar las redes de espionaje inglés. Mi esposo dirigía a la policía y a sus agentes. Más tarde, el señor Servien fue nombrado ministro de la Guerra y mi marido siguió los asuntos de espionaje de la región por los intendentes de justicia que eran enviados por el rey. A veces, yo lo ayudaba, pues estaba al corriente de todos sus asuntos. Luego el señor Servien fue apartado por Richelieu y mi esposo abandonó los asuntos públicos. Murió hace tres años.
La señora de Castelbajac marcó una corta pausa en la evocación de sus recuerdos; luego, prosiguió:
—Hace unos meses, justo después de la muerte del rey, recibí la visita de un enviado del señor de Lionne, a quien no conocía. El señor de Lionne es el sobrino del señor Servien, al que aprecio mucho. Me proponía que me reuniese con su tío, de modo que viajé a París. El señor de Lionne estaba ahora encargado por monseñor Mazarino de los servicios secretos del reino. Su tío debía de aconsejarlo. Me proponía organizar en Toulouse una red de información para actuar contra el espionaje español. Yo tenía experiencia y él pensaba que nadie sospecharía de una mujer que vivía sola. Acepté. Mi red es bastante original —sonrió la marquesa—. Integrada sólo por mujeres. Así obtenemos informes con facilidad de hombres que pierden rápido la cabeza ante los encantos de mis agentes.
La señora de Lespinasse sonrió al oír estas palabras.
—Ahora —continuó la marquesa—, contadme lo que le ha sucedido al señor Fronsac.
—Es una larga historia, señora —respondió Gaufredi—. Temo que mi amo haya muerto. Hemos cometido un terrible error de juicio.
Se calló un instante, tratando de ordenar sus ideas.
—Veamos, no sé por dónde empezar… Yo no estoy enterado de todo, y lo que sé, o creo saber, está muy embarullado en mi cabeza. Partimos de París en compañía del señor de Bresche, que deseaba venir a Toulouse para comprar unos libros. Mi amo conocía al señor de Bresche desde hacía algún tiempo y pensaba que podía ser un espía, pero necesitábamos un cochero y el señor de Bresche se ofreció. Mi amo aceptó, convencido de que podría desenmascararlo en el camino…
Se detuvo. ¿Hasta qué punto debía contar lo que sabía? ¿Y si aquella mujer le mentía? ¿Era verdaderamente lo que decía ser? Y Hugues de Lionne ¿estaba de parte de Mazarino o de Fontrailles? Las preguntas se sucedían vertiginosamente en su cabeza hasta marearlo. Por primera vez en su vida era incapaz de dominarse. La fuerza de carácter que le había permitido seguir en la brecha durante todos aquellos años de guerra se había desvanecido de repente.
La marquesa comprendió su indecisión y se volvió hacia la señora de Lespinasse:
—Françoise, pasadle una lupa al señor Gaufredi.
Françoise de Lespinasse se acercó a la mesa y volvió con el cristal de aumento. La señora de Castelbajac tendió de nuevo la carta al viejo soldado.
—Leed vos mismo, señor.
Confuso, casi avergonzado, dejó su arma en una silla, tomó la carta y la leyó. A continuación, examinó detenidamente el sello. Era la misma carta que había llevado su amo.
—¿Sois de verdad la hermana del marqués de Fontrailles? —preguntó.
—Sí. Nuestro padre era senescal de Armagnac. Louis era el mayor. Al contrario que nosotros, no creía en nada, o por lo menos no creía en Dios. Cuando mis padres se convirtieron, se burló de ellos. Yo me negué a abandonar la religión de mi familia, y también se burló. Luego se fue a París. Allí, con sus amigos, conspiró varias veces contra el rey. Mi hermana Hélène y yo estábamos avergonzadas. Me enteré de que el año pasado incluso fue perseguido como cómplice del Caballerizo Mayor, en ese infame tratado que preveía vender el Rosellón a España. Él se refugió en Inglaterra, donde creí que se quedaría con sus amigos revolucionarios, pero sé que ha vuelto a París; su amigo, el príncipe de Marcillac, y monseñor, el hermano del rey, lo protegen. Ignoraba sin embargo que se había metido en una nueva intriga.
—En una intriga temible, señora. Está en el meollo del asunto del robo del código utilizado por el señor de Brienne para nuestros embajadores. Mi amo había desenmascarado a sus cómplices, y también trató de matarlo a él. Os diré lo que sé exactamente…
El reitre contó entonces los acontecimientos de las últimas semanas: las iniciales sospechas de Louis Fronsac contra Charles de Bresche, cómo luego se había ido ganando su confianza y por fin cómo les había informado de que ella era la hermana del marqués de Fontrailles.
—Siguiendo los consejos de ese librero, mi amo partió anteayer para Montauban, donde yo debía reunirme con ellos. Estábamos convencidos de que ibais a asesinarnos y había que proteger los documentos que el señor de Fermat nos había remitido. Me quedé aquí solo, haciéndoos creer que estaba enfermo. Yo estaba preparado para sostener una agresión por vuestra parte —precisó bajando los ojos.
—¿Qué pasó en Montauban? —preguntó Françoise de Lespinasse.
—¡Ni mi amo ni Bresche se hallaban allí! El mesonero de la hospedería donde debíamos encontrarnos me dijo que unos amigos de Charles de Bresche llegaron de Toulouse poco después en un gran coche y que habían partido por la mañana con el librero. Al parecer mi amo iba en el interior de ese carruaje… Quizá muerto. Me aferraba a la esperanza de que los truhanes estuviesen a vuestras órdenes y que lo hubieseis traído aquí para interrogarlo.
Después de una pausa embarazosa, concluyó:
—Pero, puesto que me he equivocado, fueron ellos quienes lo mataron. Esos malvados debieron de arrojarlo al coche para que no lo encontrasen en la hospedería y abandonarlo a continuación a las alimañas del bosque.
Se hizo un profundo silencio. Dos gruesos lagrimones rodaban por las mejillas del viejo soldado.
—También yo he fracasado en mi misión —murmuró la señora de Castelbajac—. Ahora pago muy caro el avergonzarme del apellido que me transmitió mi padre.
—Por cierto, señora —preguntó la señora de Lespinasse—, ¿cómo es que el librero sabía vuestro nombre?
—Habrá oído decirlo aquí —intervino Gaufredi, encogiéndose de hombros como si ese punto no tuviese ninguna importancia—. O eso es lo que nos dijo.
—Deberíamos confirmarlo —decidió la marquesa—. Françoise, interrogad a nuestra gente y volved cuando hayáis terminado.
La señora de Lespinasse salió.
—¿Hubo alguna pelea en la hostería de Montauban? —preguntó entonces la marquesa.
—Nadie vio nada, señora. Y tampoco encontré rastros de sangre.
Contó lo que había podido averiguar y concluyó:
—Es posible que esas gentes se hayan limitado a capturar a mi amo, mas ¿para qué? Para traerlo aquí a Toulouse, tendría sentido, pero si no… ¿Qué pueden hacer con él?
—¿Qué clase de coche tenían esos bandidos?
—Al parecer era una voluminosa berlina, tal vez una antigua diligencia.
—Pudiendo ir a caballo, lo lógico es pensar que compraron el coche para la ocasión. Forzosamente para transportar un prisionero…
La señora de Lespinasse volvió y la marquesa la interrogó con la mirada.
—Nadie lo ha dicho, señora. Me han jurado que ellos no pronunciaron los nombres de Fontrailles o de Astarae.
—Eso significa que el señor de Bresche sabía, al llegar aquí, que yo era una Fontrailles. ¿El señor Fronsac le había dicho antes de vuestra partida que se alojaría en mi casa?
Gaufredi trató de acordarse:
—Sí… eso creo, en efecto. La víspera de nuestra partida.
—Entonces vuestro hombre está al servicio de mi hermano —concluyó ella—. Debió de ir a verlo, comunicarle que os bajaríais aquí y mi hermano le habrá dicho quién era yo. ¡Una suerte con la que no esperaba encontrarse! Podéis estar seguro de que fue mi hermano quien urdió el plan, no el señor de Bresche.
—¿Cómo podéis estar tan segura de ello? —preguntó Gaufredi.
—¡Porque yo habría actuado igual! —exclamó la marquesa—. Pienso de la misma forma que mi hermano.
Meditó un instante, antes de proseguir:
—Si yo estuviese en el lugar de mi hermano, habría pedido a ese librero que capturase al señor Fronsac y me lo trajese. Querría interrogarlo, saber lo que venía a hacer aquí, enterarme de las razones por las que iba a reunirse con el señor de Fermat. En mi opinión, vuestro amo está vivo y de camino a París. De ahí ese gran coche. Está prisionero en su interior.
—Los atraparé, señora —decidió Gaufredi cogiendo de nuevo su pistola—. Os ruego que me excuséis por lo que he hecho aquí. Espero que Jeanne y Bertrande me perdonen.
—Los atraparemos —lo corrigió ella con una sonrisa seca—. De todas formas, he de volver a París y prevenir al señor de Lionne. Tiene que detener a mi hermano y hacerle pagar sus crímenes.
—Vos me retrasaríais, señora —se excusó Gaufredi negando con la cabeza—. Prefiero viajar solo.
—¡En absoluto! Con mi gente, podemos conducir un tiro mucho más rápido de lo que vos cabalgaríais. Y, con la ayuda de Dios, podremos atraparlo.
—Aunque así fuese, señora, ¿creéis que unas cuantas mujeres, aun con mi ayuda, podrían atacar a esos malhechores?
—Por supuesto. Yo disparo bastante bien; la señora de Lespinasse es una excelente esgrimista y Bertrande vale por una docena de hombres. Además, no sólo cuenta la fuerza en esta clase de asuntos; la astucia y la estrategia muchas veces ganan más batallas que la violencia.
Gaufredi permaneció silencioso un instante. Aquella mujer tenía razón y, si era tan hábil como su hermano, tenían muchas posibilidades de triunfo. Pensó entonces en el coche que se había dejado en la hostería de los Pañeros.
—¿Tenéis un coche, señora?
—No, sólo una calesa de mimbre de dos plazas. Pero puedo comprar uno esta misma tarde. Partiremos mañana al alba.
—El coche del señor Fronsac sigue en Montauban. Nos bastaría con ir allí para recuperarlo.
—Entonces, todo será mucho más simple. La señora de Lespinasse y yo cogeremos la calesa mañana. Vos nos acompañaréis a caballo y Bertrande nos conducirá. Sabe conducir un tiro.
Gaufredi gesticuló con desagrado ante la idea de tener a la mujer bigotuda de compañía. Sin embargo, sugirió:
—¿Por qué esperar a mañana? Partamos lo más rápido posible. Dormiremos de camino, hay hosterías a lo largo del camino real. Con un poco de suerte, estaremos mañana al mediodía en Montauban. No tendremos más que un día y pico de retraso sobre ellos.
—Tenéis razón. Françoise, dad las órdenes necesarias y enviadme a Jeanne. Señor, necesito una hora para prepararme. ¿Me la concedéis?