Diciembre de 1643
La diligencia —es decir, el transporte público— tardaba treinta días en hacer el viaje de París a Toulouse. En carroza, y rodando entre diez y catorce horas al día, sólo les llevaría diez, pero con la incomodidad de conducir ellos mismos. Mal protegidos de la intemperie, con frío, bajo lluvia, nieve o granizo, también deberían ir atentos tanto a las trampas del camino como a los humores de los caballos. Sólo Louis, en el interior, se beneficiaría de un cierto bienestar, aunque fuese bamboleándose sin cesar como si se tratase de un bulto del equipaje.
Todavía era noche cerrada cuando salieron. Helaba. Gerauld había montado en el animal de cabeza. En la cruz del caballo había colgado un farol. En el exterior, en la silla delantera de la carroza, Gaufredi había dispuesto también un fanal protegido por un cristal de aumento. Aun así, los dos faroles apenas aclaraban el camino.
En el coche, arrebujado en una gruesa capa de lana, Louis, mal que bien, se calentaba gracias a un pequeño brasero de carbón de leña, fijado por medio de unas cinchas al suelo del vehículo.
Llegaron sin contratiempos a la plaza Maubert. Las innumerables mulas que trasladaban a los magistrados que iban a palacio dejaban paso franco a la carroza al oír los incomprensibles juramentos del cochero. Para los que no se apartaban con diligencia, Gaufredi hacía restallar su látigo.
Charles de Bresche esperaba delante de su tienda con un modesto equipaje, un simple saco de cuero raído. Louis lo hizo subir frente a él. Hacía demasiado frío para hablar y los dos hombres se fueron adormeciendo con los crujidos y traqueteos del vehículo. Hasta el amanecer, la marcha del vehículo apenas sobrepasó el paso de un hombre. Pero a la salida de la ciudad, con las primeras luces del día, Gerauld se instaló en el segundo caballo y puso el tiro, primero al trote, y luego al galope.
Los dos pasajeros se vieron pronto sacudidos de un lado a otro. El cochero hacía correr a los equinos en las pendientes a una velocidad tal que Louis tenía a veces la horrible sensación de que el coche iba a adelantar al tiro y proseguir su carrera solo. Había momentos en que era lanzado contra las portezuelas y debía agarrarse a su asiento para no ser proyectado contra Charles de Bresche. Tuvo el tiempo justo de cerrar la tapa del brasero para apagarlo.
El camino era recto y estaba poco frecuentado todavía. El espantoso traqueteo prosiguió durante cerca de una hora. «Nunca Nicolás había conducido a semejante velocidad», pensaba Louis con inquietud. ¿Resistiría el carruaje esa marcha endiablada?
Por fin, el tiro aminoró la marcha. Se acercaban a un pueblo y el coche entró por un gran portalón en el vasto patio de una casa al borde del camino real.
Había bastantes caballerías y también otros coches. Varios caballos desenganchados abrevaban en dos grandes pesebres de piedra. Habían llegado a la primera posta.
Gerauld ya se había apeado y daba órdenes a los palafreneros. Louis y Bresche descendieron también, titubeantes y aturdidos por el vapuleo que acababan de sufrir.
Gaufredi metía prisa a los mozos de cuadras para que cambiasen los caballos.
—¿Mucho traqueteo, señor? —preguntó a su amo bajando del pescante.
—¡Menuda paliza! ¡En mi vida lo he pasado peor! —murmuró Louis.
—Gerauld conoce su oficio, señor. Con él, ¡estaremos en Pithiviers esta noche! Agarraos como podáis para no salir herido. Si el camino se mantiene así, irá todavía más rápido; dentro de dos días, ya no será posible. Id al comedor del albergue y tomad una sopa caliente. Os iré a buscar en cuanto haya terminado.
—¿Dónde está Gerauld?
—O en la cocina o en el comedor comunitario, señor. Para mantener esa velocidad con este frío, le hace falta alcohol.
Louis le deslizó una docena de escudos para pagar al dueño de la posta.
—No pierdas de vista el coche —le recordó.
Los asientos interiores de la carroza no eran, en realidad, más que dos cofres que se cerraban con llave. Estaban herrados y habría sido difícil forzarlos, pero Louis no quería correr ningún riesgo. En uno de ellos se encontraban las armas y en el otro los equipajes, así como un cofrecillo que contenía un millar de libras, todo el dinero del viaje.
En la sala donde recobraban sus fuerzas una docena de viajeros, descubrieron a Gerauld vaciando una frasca de vino. Louis y el librero se sentaron a su lado. Louis hizo señas a una criada indicándole que quería dos tazones de sopa. La joven se los llevó al punto, con un pan de borona para mojar.
—¿Resistirá esa marcha el coche, Gerauld?
—No os preocupéis, señor, es sólido. Y si no tuviese tanto ringorrango, habría podido ir más rápido —añadió el cochero con voz aguardentosa.
—¿Llegaremos esta noche a Pithiviers?
—Con tal de que haya bastantes caballos de refresco en el camino, desde luego que sí. Hay una posta cada cuatro leguas. En principio, si hay suficientes animales de refresco, podré mantener esta marcha bastante tiempo. La próxima parada será dentro de una hora y media.
Terminó su vino y se levantó. Louis observó en ese momento que su rostro y su nariz estaban escarlatas y se preguntó si sería por el frío o por el alcohol.
—Llevadle pan y un tazón de sopa a Gaufredi —propuso al cochero—. Enseguida nos reuniremos con vosotros.
Y, volviéndose hacia el librero:
—¿Estáis listo para conducir? Gaufredi subirá conmigo hasta la próxima posta.
—¡Dios sea loado! —bromeó Charles de Bresche—. Prefiero mil veces el pescante que esa caja removida como un corcho en la tempestad.
Terminaron su sopa y se dirigieron a las cuadras. Las bestias acababan de ser atadas al vehículo. Gerauld verificaba cuidadosamente sus cinchas. Louis observó por primera vez sus enormes botas de grueso cuero negro de doble espesor.
Bresche, que también calzaba botas, subió al pescante mientras Gaufredi se instalaba en el interior, frente a su amo.
Reanudaron la marcha. El cochero puso el tiro a galope tendido y los dos pasajeros tuvieron que agarrarse para no salir despedidos.
Entre dos tumbos, Louis interrogó a Gaufredi acerca de las botas de su postillón.
—Están reforzadas con hierro por dentro, señor. Donde él va, el timón puede golpearlo con violencia. Esas botas le evitan tener las piernas rotas.
A continuación, hablaron de su estancia en Toulouse. Fronsac recordó a su compañero que se alojarían en casa de una amiga de Hugues de Lionne, y que debería vigilar discretamente a Charles de Bresche.
La víspera, antes de partir, Louis le había comunicado sus sospechas respecto al librero.
—No entiendo por qué lo lleváis con vos —había protestado el viejo soldado—. ¡No sabéis nada de ese hombre! Si atenta contra vuestra vida en el coche, ni siquiera yo me daría cuenta.
—Me haré el tonto y le daré confianza —lo tranquilizó Louis—. No estoy seguro de nada pero es una ocasión magnífica para tratar de entender los misterios que rodean el robo de los despachos. Lo acribillaré a preguntas y tengo fundadas esperanzas de que antes o después se traicionará.
Gaufredi había sacudido la cabeza visiblemente escéptico.
—A la mínima sospecha de que os amenaza, lo mato.
—Preferiría que tú también hicieses el paripé, querido Gaufredi. Olvídate de matarlo; mejor trata de ganarte su amistad, por ejemplo, hablándole mal de mí. Tal vez entonces te desvele sus planes e intente hacerte su cómplice.
—Ese papel no me va nada, señor —protestó el soldado.
—Ya lo hiciste cuando estabas en la guerra —le sonrió Louis—. Estoy seguro de que podrás hacerlo de nuevo.
Los dos hombres acabaron durmiéndose con el violento traqueteo del coche y no despertaron hasta la posta siguiente.
Era una hostería mucho mejor que la primera. Louis salió a estirar las piernas. El sol brillaba y la temperatura era más suave. Gerauld ya estaba en el comedor comunal vaciando un pichel de vino, mientras Gaufredi vigilaba a los palafreneros. El librero se reunió con Louis para caminar algunos pasos con él.
—Creo que le he cogido el tranquillo —le explicó con una risita—. Ya había conducido tiros semejantes en Italia, hace dos años.
—¡Vaya! Me encantaría oírlo. ¡Cómo me gustaría ir a Roma algún día!
—Conozco algo de mundo, podría ayudaros —sugirió Charles de Bresche—. ¿Sabéis dónde pernoctaremos?
—En Pithiviers, por supuesto, si encontramos las postas esperadas.
—Las encontraremos. Hasta Orleans no faltan. Los dueños de postas compran muy cara la concesión pero tienen el monopolio de los caballos y vehículos para los viajeros. De modo que les va la vida en ello y se preocupan de que siempre haya animales para alquilar. ¿Sabéis que este oficio tiene un montón de ventajas?
—Confieso mi ignorancia —mintió Louis.
—Reciben una magra paga —unas doscientas libras al año—, pero son alojados gratuitamente en la posta. Están exentos del pago del pecho, exonerados de impuestos por las tierras que posean, francos del servicio militar y, sobre todo, libres para negarse a alojar a soldados en campaña. Sé todo esto porque amo los caballos y, si tuviese dinero, habría comprado un cargo como ése.
El dueño de la posta llegó en ese momento para cobrar. Pedía veinticinco soles por caballo. Una suma más elevada de lo normal pero que Louis pagó sin rechistar con un luis de oro. El hombre le devolvió veinte soles. En principio, los caballos frescos estaban reservados para los estafetas del servicio de correos, pero aquellos apaños eran para el dueño una fuente suplementaria de ingresos.
Había en efecto numerosas postas en aquella parte de Orleans y el camino era suficientemente llano y recto como para que Gerauld mantuviese su endiablada marcha. Comieron rápidamente en torno a las dos de la tarde. El rostro del cochero estaba cada vez más escarlata y se metió entre pecho y espalda otros dos jarros de vino.
La tarde transcurrió con los mismos traqueteos. A veces, Bresche hacía compañía a Louis; otras, era Gaufredi. Sólo el cochero rehusaba entrar en la carroza. Cuando no dormitaba, Louis observaba el paisaje. Vastas llanuras uniformes, campos perdiéndose en la lejanía y, aquí y allá, grandes granjas fortificadas.
Luego cayó la noche. Justo antes de encender los fanales, Louis entrevió Pithiviers, colgado de un picacho sobre el río. El tiro se puso al paso para hacer las dos últimas leguas y entró por una puerta cochera en el patio pavimentado de una amplia casa. Louis descendió del carruaje. Hacía frío y se dirigió sin perder un minuto hacia el comedor; Gaufredi se encargaría del equipaje. Las escaleras y galerías de madera que corrían por la fachada permitían acceder a los alojamientos de los viajeros. Consiguieron dos cuartos, Louis se instaló con Gaufredi y el cochero con el librero. En ambos cuartos había un gran lecho para dos. Un inesperado confort.
Cenaron con buen apetito en el comedor comunal y Gerauld bebió más de la cuenta. Louis manifestó su preocupación a Gaufredi, que le explicó que era lo normal entre los cocheros. No podían mantenerse en pie más que bebiendo, y aquél era incluso mejor que otros, pues sólo bebía vino y no aguardiente, como acostumbraba aquella gente.
Mientras devoraba su guiso, Gerauld los previno acerca del macabro espectáculo que los esperaba al día siguiente al atravesar el bosque de Orleans.
—Los ladrones y asesinos son tan frecuentes por estos pagos que a los bandidos que capturan los cuelgan de los árboles que orillan el camino, para que los viajeros puedan constatar que los prebostes y los sargentos hacen bien su trabajo.
La policía estaba asegurada por los prebostes en los pueblos y por los tenientes criminales en las bailías. En el campo, el mantenimiento del orden dependía de los prebostes y los mariscales, una organización militar creada por Felipe Augusto para reprimir los crímenes de los soldados desertores.
Los prebostes podían juzgar sin apelación a los individuos pillados en flagrante delito, lo que no era el caso para los criminales juzgados ante los tribunales de primera instancia y los parlamentos. Podían proceder ellos mismos a los interrogatorios y pronunciar la sentencia inmediatamente, sentencia que también ellos se encargaban de ejecutar, en general colgando a los reos.
La jurisdicción de un mariscal de Francia estaba constituida por brigadas de jinetes llamados arqueros de la gendarmería, si bien arcabuces y fusiles habían sustituido desde hacía tiempo a sus arcos.
—Una vez juzgados y condenados —prosiguió Gerauld con una risa macabra—, el preboste los cuelga de los árboles del camino, en el mismo lugar en el que han cometido su crimen. Los pájaros se ocupan de él. Mañana veréis a todos esos ahorcados arracimados a cada lado del camino. Durante una legua no hay más que cadáveres colgados de las ramas que el viento balancea. En la época en que yo solía hacer esta ruta, los conocía y los saludaba. Pero no respondían jamás. Un invierno, me acuerdo de haber visto allí a una mujerona que permaneció entera durante mucho tiempo, totalmente despojada de sus ropas. Sus largos cabellos negros flotaban al viento mientras los cuervos volaban en torno a ella para disputarse su carne todavía firme. Era un bonito espectáculo, pero el hedor infecto nos seguía hasta las puertas de las ciudades[78].
Pese a tan tétrico relato, Louis durmió como un tronco. Partieron al alba, sin asearse ni afeitarse, bebiendo sólo un tazón de caldo con borona.
En el camino, Louis examinó los cuerpos apergaminados, efectivamente muy numerosos. Los cuervos se balanceaban en las cabezas de los cadáveres que miraban pasar a los viajeros desde los cuévanos vacíos de sus ojos. Vio a varias mujeres e incluso a algunos niños.
Gaufredi y él mantuvieron sus armas al alcance de la mano durante todo el tiempo que tardaron en atravesar el bosque. Gerauld se había pasado una pistola al cinto. Pero o bien los bandidos habían sido todos colgados, o no tenían ganas de enfrentarse a ellos, pues el trayecto se desarrolló sin tropiezos. La única dificultad se presentó al vadear un río cuya corriente estuvo a punto de arrastrar a un caballo. Gerauld, sin embargo, a fuerza de brazos, fue capaz de hacer nadar a los animales. Fue el único incidente reseñable antes del trayecto de La Ferté Saint-Aubin. Una etapa de veinte leguas.
Al día siguiente, emprendieron el camino a Bourges. Una distancia de veinticinco leguas por el Berry. Como en el colegio de Clermont Louis había estudiado los Comentarios de César sobre el país de los biturigios, miraba con atención el paisaje tratando de localizar los sitios.
Gerauld seguía conduciendo igual de rápido y bebiendo a igual velocidad. Estuvo a punto de llevarse por delante a un grupo de monjes en un pueblo y mandó a la cuneta a dos viajeros montados en una mula que no se apartaron lo bastante rápido.
Pernoctaron en un sórdido albergue en el centro de Bourges, la antigua Avaricum. Louis lamentó no haber tenido más tiempo antes de su partida; habría ido a ver al duque de Enghien, que le habría dado una carta de presentación para alojarse en su palacio, siendo como era su padre, el príncipe Condé, gobernador del Berry.
Todavía era de noche cuando dejaron el lugar y no distinguía más que fortificaciones abruptas. Veinticinco leguas les aguardaban hasta Chateaumeillant, trayecto que discurría entre viñedos. El camino se mantenía seco y recto, por lo que la marcha del tiro siguió siendo endiabladamente rápida.
Sin embargo, entre los violentos tumbos, Louis observaba que el paisaje cambiaba a lo lejos. Las primeras estribaciones del Macizo central aparecían al sur, a medida que se iba alejando de las marismas de las regiones de Brenne y Sologne.
En cada posta, Gerauld probaba todos los vinos de la región. En la cena, degustaron los fiambres y patés del país. «El viaje no es tan desagradable», pensó Louis mientras saboreaba todas aquellas especialidades.
Chateaumeillant era una ciudad fortificada y muy mal pavimentada. Llegaron varias horas después del anochecer, con algún contratiempo que otro, y hasta hubo un momento en que se vieron perdidos. Gaufredi tuvo que preguntar el camino a un granjero que, a cambio de algunos soles, les envió a su hijo para que los guiase hasta el final de la etapa.
Varias veces durante la jornada, Louis se había entretenido hablando con Charles de Bresche. Aquél le había contado, con profusión de anécdotas, sus aventuras juveniles en Italia, y desde luego parecían muy diferentes de la versión de Sébastien Cramoisy. Louis no sabía a qué carta quedarse. Pese a sus muchas preguntas, no halló contradicciones en las respuestas del librero, y, si confesaba conocer a los hermanos Barberini, sobrinos de Urbano VIII, era sobre todo porque se había ocupado de las compras de la biblioteca del cardenal François Barberini, exvicelegado de Aviñón y bibliotecario del Vaticano. Su Biblioteca Barberina[79], reunida e inventariada por Gabriel Naudé, el bibliotecario de Mazarino, poseía raros manuscritos latinos, así como gran cantidad de pinturas antiguas. François Barberini era un fino erudito que incluso había traducido a Marco Aurelio, le había explicado el librero.
Bresche también había sido invitado varias veces a casa de su hermano Thaddeus Barberini, que residía en un palacio construido por Gian Lorenzo Bernini. Thaddeus, prefecto de Roma, tenía a su cargo la policía y el ejército pontificio. La parte sur de su residencia la habitaban sus dos hermanos, los cardenales François y Antoine. Es allí donde estaba, en el último piso, la famosa biblioteca que Charles de Bresche conocía tan bien.
En cuanto a Antoine, el legado de Aviñón, Charles de Bresche lo conocía menos, pero se había encontrado con el vicelegado, Federico Sforza, un año antes, cuando volvía a Francia, para llevarle las cartas de los hermanos Barberini. Por curiosidad, Louis le interrogó sobre el tal Ferrante Pallavicino que tanto preocupaba a Hugues de Lionne, y que estaba, según él, encarcelado en Aviñón.
Bresche ignoraba la historia, cosa que sorprendió a Louis. Sea como fuere, nunca había oído hablar de Carlo Morfi.
Louis le explicó que el tal Pallavicino era perseguido por la Iglesia por sus escritos sediciosos. El librero bajó la cabeza haciendo visajes para mostrar su desaprobación con los métodos de Roma. Conocía bien la historia de Galileo, atacado también por sus escritos. Según él, el sabio había sido advertido por Urbano VIII de que sus trabajos sobre astronomía molestaban a la Iglesia, y de que sus Diálogos sobre los dos grandes sistemas del mundo serían censurados por los dominicos. El sabio había hecho caso omiso y hubo de enfrentarse a un tribunal de teólogos, que lo condenó a prisión. Para evitar la tortura, Galileo tuvo que abjurar de sus teorías sobre la rotación de la tierra murmurando, después de haber oído la sentencia: Eppur, si muove!
Aunque la pena de prisión del sabio había sido conmutada, Bresche censuraba el papel de la Iglesia en este asunto, lo que le granjeó las simpatías de Louis.
Luego le contó también cómo había vuelto a Francia al enterarse de la muerte de su padre, del cual habló con mucho respeto y afecto, pues le había enseñado todo en la ciencia de la librería.
Gaufredi, por su parte, charló varias veces con él, no dudando en denigrar sistemáticamente a su amo, como Louis le había pedido, pero Charles de Bresche se había mostrado sorprendido y guardaba las distancias con un criado infiel.
Así pues, nada daba pie a afirmar que era un espía y mucho menos su enemigo.
A partir de Chateaumeillant, había que cubrir veinticinco leguas antes de llegar a Aubusson a través de bosques de robles y castaños. El terreno era muy ondulado, y las postas, cada vez más escasas. El tiro iba, pues, al trote, y regularmente había que hacer descansar a los caballos. En el estrecho camino, la carroza pareció partirse en dos al esquivar una enorme carreta de seis caballos, y llegaron muy tarde a la posta.
Luego fue el Lemosín. La naturaleza se volvió salvaje y hostil hasta Ussel. Gerauld los previno de la presencia de feroces salteadores, la mayoría de las veces señores tan miserables que no podían sobrevivir más que asaltando a los viajeros. Gaufredi viajaba armado en el pescante, acompañado de Bresche, que dirigía el tiro.
De Ussel a Tulle cubrieron un nuevo trayecto de quince leguas. Atravesaban por tierras de protestantes. Llegaron tarde a Tulle, pero allí encontraron un albergue suficientemente confortable para que Louis pudiese afeitarse, pues tenía una barba hirsuta después de varios días sin lavarse.
La travesía desde Corrèze hasta Souillac fue particularmente penosa. Las cañadas y veredas montañosas eran escarpadas y quebradas por profundas rodadas. Por fin, enfilaron el camino de Cahors, que fue mucho mejor y todo recto.
Louis estaba agotado; tenía el cuerpo magullado y dolorido por las sacudidas sufridas desde el comienzo del viaje. Bresche también estaba cansado. Apenas hablaba. Sólo Gerauld parecía tan impetuoso como siempre. Y seguía bebiendo como un cosaco.
En Cahors, Gaufredi contó a su amo la leyenda que corría sobre el puente medieval de tres torres fortificadas, y que los lugareños llamaban el «puente del diablo». El cantero era tan lento, explicó, que el arquitecto había dado su alma al diablo a condición de que Satanás realizase todo lo que él le pidiese.
El puente se terminó gracias a la ayuda del diablo; el arquitecto le dio un cedazo y le pidió que lo llenase de agua y se la llevase a los canteros.
El diablo lo intentó veinte veces, pero el agua siempre se colaba por los agujeros. Entonces el arquitecto recordó a Satán que si no hacía lo que le pedía, ¡perdía todos sus derechos sobre su alma! El pobre diablo comprendió entonces que había sido burlado.
Al escuchar a su compañero, Louis pensaba que si Blaise Pascal hubiese sido arquitecto, habría pedido al diablo que le encontrase un número de una potencia superior a dos que pudiese estar escrito como la suma de dos potencias semejantes. Un enigma que el diablo no habría podido resolver.
Por fin llegaron a Montauban. La antepenúltima etapa constaba sólo de quince leguas. En la hospedería de los Pañeros, donde pernoctaron, pudieron reposar al fin en lechos confortables, y Bresche y Louis tomar un baño caliente. Gerauld no utilizaba jamás el agua, ni siquiera para beber, y Gaufredi no se lavaba más que cuando se encontraba sucio, es decir, casi nunca.
No lejos de Toulouse, Gerauld señaló los patíbulos; un recinto cerrado por muros de ladrillo rosa sostenido por unos pilares. Fijadas a ellos, unas barras de hierro con abrazaderas —había veintiséis, precisó el cochero— de las que pendían cuerpos apergaminados bamboleándose a merced del viento y devorados por los pájaros. Era allí donde colgaban a los hombres y mujeres ajusticiados en la plaza des Salins.
Entraron en Toulouse por la puerta Matabiau el sábado 19 de diciembre, y la carroza rodeó la ciudad hasta la catedral de Saint-Étienne por la escoussiére, el camino interior que bordeaba la vieja muralla derruida. El coche prosiguió todo recto hasta la calle Saint-Étienne, luego por la calle de la Trinité antes de girar a la izquierda, en la calle Mayor, especialmente transitada aquella tarde.
Cerca de la encrucijada, la fachada del palacete de Castelbajac, con sus ventanas góticas y su torre de voladizo, de donde sobresalían horribles gárgolas, mostraba su opulencia y su rancio abolengo. El portal de entrada en arco carpanel, de ladrillo rosa, estaba coronado por un mascarón con las armas de los Castelbajac: una cruz bajo tres flores de lis.
Gerauld descabalgó y fue a llamar a la puerta. Louis descendió a su vez del coche, cansado de permanecer tanto tiempo inmóvil. El portal se abrió y apareció una mujer corpulenta, de unos cincuenta años. Morena, con gesto cetrino, el labio superior bigotudo, les dirigió una mirada desafiante. Louis avanzó mientras Gerauld se dirigía a la mujer en la lengua de oc. Ella pareció sorprendida y miró a Louis con respeto. El exnotario, dirigiéndose a ella en francés, se presentó:
—Mi nombre es Louis Fronsac y soy caballero de San Miguel. Vengo de París, enviado por el señor Hugues de Lionne, y deseo ver a la marquesa de Castelbajac.
La mujer llevaba un largo vestido de tela basta de color oscuro protegido por un mandil más claro. Haciendo rodar las erres, les sugirió meter el coche en el patio mientras ella iba a avisar a su ama.
Gerauld agarró el bocado del caballo delantero para hacerlo avanzar mientras Gaufredi lo ayudaba en la maniobra. Bresche mantenía también el caballo por el ronzal. Louis se quedó solo explorando el reducido patio. La mujer había desaparecido por una torre octogonal de ladrillo rosa situada en un ángulo y que sin duda ocultaba una escalera.
Una acacia crecía en un rincón del corralillo y su tronco ocultaba las letrinas. Contra ellas había almacenada una gran provisión de madera. Louis distinguió un pequeño coche de mimbre y dos caballos en una caballeriza. Al lado, había unos graneros cerrados y una cocina. Por uno de los cristales esmerilados entrevió a dos mujeres afanadas en el enorme hogar.
La bigotuda volvió enseguida, acompañada de otra mujer que sobrepasaba la cuarentena.
—Mi nombre es Jeanne —dijo la mujer, deshaciéndose en sonrisas y dedicando una bonita reverencia a Louis—. Os conduciré hasta mi ama.
Louis se acompasó a su caminar mientras ella tomaba la escalera de la torre octogonal.
El primer piso se abría a una galería cuyas ventanas ojivales daban a un jardín de la parte trasera de la casa. El sol poniente iluminaba el amplio pasillo. La criada llamó a la antepuerta. Entraron y Louis se encontró en una amplia cámara de recepción.
En el lecho de gala estaba tendida una mujer de baja estatura, de unos cuarenta años, expresión grave, frente amplia, labios espesos y nariz redonda y achatada. Sus ojos negros estaban profundamente hundidos en sus órbitas. Pese a los afeites, su piel clara se veía apagada, sin brillo. No era bella y, con una extraña desazón, a Louis le dio la impresión de que no le era desconocida. Llevaba una pesada bata de casa de rombos escarlata. En la gran calleja, arrellanada en un sillón, se hallaba otra mujer poco más o menos de la misma edad, pero mucho más fina y bonita, que llevaba un vestido de satén y una camisa de seda cerrada en el cuello.
—El visitante de la señora —anunció la criada, mientras Louis, inclinándose, recorría discretamente el lugar con la mirada.
Una chimenea de mármol de los Pirineos expandía un agradable calor, despidiendo una intensa humareda.
En el revellín de la chimenea reinaba un busto de tierra cocida que representaba a una mujer coronada de flores.
El resto de la cámara estaba amueblada con numerosas sillas de enea de color verde, o recubiertas de cuero verde, así como dos sillones rellenos de crin. Un gran armario, dos arcas, una cómoda y un bargueño completaban el mobiliario. El suelo era de baldosas pulidas. Un tapiz de Bérgamo decoraba una de las paredes. Dos grandes canceles aceitunados tenían por función enmascarar las puertas. Un espejo enmarcado en negro reflejaba la débil luz de las dos ventanas ojivales de la fachada. Ningún fasto, pero el lugar era confortable y cálido. La señora de Castelbajac no sería muy afortunada, pero no se podía negar que vivía con desahogo y a su gusto.
Louis se acercó, con el sombrero en la mano izquierda y la carta de Hugues de Lionne en la derecha.
—Señora —dijo inclinándose de nuevo—, lamento aparecer así de improviso. Llego de París. El señor Hugues de Lionne insistió para que viniese a visitaros con ocasión de mi viaje a Toulouse. Me ha remitido esta misiva para vos.
Tendió la carta a la señora de Castelbajac, que la recibió con una expresión impenetrable.
La mujer que la acompañaba le dio una daga que había sobre un anaquel. Louis observó asombrado la pistola de rueda que también estaba posada allí.
En primer lugar, la señora de Castelbajac examinó detenidamente el sello, comprobando que la carta no había sido abierta, y luego cortó el lacre de un tajo certero. Leyó el pliego en silencio, lo releyó varias veces y luego se lo tendió a su compañera:
—Leedlo, Françoise.
A continuación, alzó los ojos hacia Louis.
—Sed bienvenido, caballero. ¿Así que llegáis de París?
Su tono era amable pero no caluroso.
—Sí, señora. Me quedaré poco tiempo en Toulouse.
—Mi primo Hugues se hace lenguas de vos, caballero, y me pide que os conceda hospitalidad, a vos y a vuestra gente, lo que haré con sumo gusto. Pero mi palacio no es muy grande. Sólo tiene dos pisos. En éste se encuentran mi cámara y mi antecámara, así como mi biblioteca y un gabinete de aseo. No hay más que cinco habitaciones en el segundo piso. La de la señora de Lespinasse —hizo un signo para presentar a su compañera, que saludó a Louis con una afectuosa sonrisa—. La segunda para mis doncellas, la tercera es para Bertrande, la portera del palacio. Con ella duermen la cocinera y su pinche. La cuarta es para mis amigos de paso, de modo que deberéis compartirla. ¿Cuántos sois?
—Somos tres, señora, pero sólo nos alojaremos dos noches en vuestra casa.
—Bertrand instalará dos jergones en vuestra habitación, que no tiene más que un lecho. Espero que no os moleste.
—En absoluto, señora.
—¿Necesitáis alguna otra cosa, señor?
Louis comprendió que al menos debía explicar las razones de su viaje.
—He venido a Toulouse para ver a un magistrado, el señor Pierre de Fermat, que es consejero del Parlamento. Se trata de un problema matemático que quiero someter a su arbitrio.
—¿Un problema matemático? —preguntó asombrada—. ¿Habéis hecho tan largo camino en pleno invierno por un problema matemático? Conozco al señor de Fermat, no vive lejos de aquí. En efecto, es muy reputado por su ciencia, y un magistrado muy escrupuloso.
—¿Creéis que podría enviarle una carta esta noche?
—Por supuesto, Clémence se encargará de ello. Es una de mis doncellas.
Luego, volviéndose hacia su compañera, añadió:
—Françoise, ¿podéis enseñar el palacio al caballero y presentarle a nuestro servicio?
La señora de Lespinasse se levantó sonriendo de oreja a oreja.
—Una cosa más, señor Fronsac, en el palacio sólo hay mujeres. Que vuestra gente se conduzca correctamente con ellas. No les gustan los hombres y no desean ser importunadas.
Louis asintió, desconcertado por la advertencia, hecha en un tono ligeramente amenazador. Saludó de nuevo a la marquesa y siguió a su guía.
Françoise de Lespinasse lo llevó a la galería. Le enseñó las otras piezas desde la puerta, le mostró el jardín desde las ventanas y le propuso bajar al patio para recoger y subir el equipaje.
¿Cuál era exactamente el cometido de la señora de Lespinasse en aquella casa? ¿En calidad de qué estaba allí? ¿Amiga, dama de compañía, pariente? Louis no podía determinarlo y ella no se lo dijo.
De camino, se cruzaron con otra criada, que le fue presentada como Clémence. Era la que se encargaría de llevar la carta a Pierre de Fermat cuando estuviese escrita.
En el patio, Gaufredi, Gerauld y el librero esperaban bajo la atenta mirada de la portera. Françoise de Lespinasse se acercó a ella.
—El caballero y sus amigos se alojarán aquí, en el cuarto del segundo piso. Le llevaréis dos jergones y los dompedros. Necesitarán lavarse también. Señor Fronsac, si tenéis ropa sucia, dádsela a una de las doncellas… ¿Pero no habías dicho a la señora marquesa que erais tres?
—Gerauld, que es nuestro cochero, nos deja aquí. Gaufredi es mi compañero y guarda de corps, y el señor de Bresche es un librero que nos acompaña.
Louis pagó el sueldo acordado al cochero, que partió muy contento con su salario, y más aún con los gajes que recibió de propina.
Siempre escoltados por Françoise de Lespinasse, y por la portera, que había cogido el equipaje de Louis, subieron al segundo piso. Gaufredi transportaba su bolsa y algunas armas suplementarias de las que llevaba consigo. Louis no había cogido más que dos pistolas del coche y había decidido dejar en él el cofre del dinero. El arca de la carroza era sólida y estaba cerrada con llave. Louis no estaba seguro de poder mantener su dinero a buen recaudo en aquel palacio.
Su habitación era grande, dotada de un lecho con dosel, algunas sillas, un baúl y una mesa, pero no había chimenea y el frío era glacial.
—Clémence os traerá tumbillas para calentar el lecho —aseguró la señora de Lespinasse temblando de frío—. Bertrande, subid agua para el aseo y los dompedros. Instalaréis también dos yacijas que tenemos en el desván con la ropa de cama. No os olvidéis de las tellizas de pluma de oca. También os traerán recado de escribir, señor Fronsac. Cuando hayáis terminado vuestra carta, Clémence la llevará a su destino.
—Supongo que hay baños turcos en vuestra ciudad, señora —preguntó Louis.
—En efecto, a orillas del Garona. ¿Queréis ir?
—Necesito un baño después de un viaje tan largo.
—Yo voy allí regularmente —sonrió la dama—. Podría llevaros, no es muy lejos. ¿Necesitáis alguna otra cosa?
—Gracias, no creo. Vamos a instalarnos. ¿Nuestro coche puede quedar en el patio del palacio?
—Por supuesto. Bertrande acomodará los caballos en el establo. Estarán apretados pero a cubierto. Cenaremos a las seis. Vendré a buscaros.
Dispusieron rápidamente sus cosas. Gaufredi metió espadas, pistolas y mosquetes en el baúl, al alcance de la mano. En cuanto a Charles de Bresche, se fue rápidamente. Era sábado y tenía que ir a ver a su librero. Les explicó también que volvería bastante tarde y que no podría aceptar la invitación a cenar con ellos y la señora de Castelbajac.
Louis se puso a escribir la carta a Fermat tan pronto como le llevaron papel, pluma y tinta. Una misiva muy breve en la que le informaba de que acababa de llegar, que se alojaba en el palacio de Castelbajac y solicitaba una cita para hablar con él.
Entregó la carta a Clémence y la señora de Lespinasse lo acompañó a los baños. Louis la encontró encantadora, aunque extrañamente distante. La dama no le hizo ninguna pregunta.
A la vuelta de los baños, la respuesta del matemático lo estaba esperando. Pierre de Fermat le comunicaba que lo recibiría con sumo gusto al día siguiente, domingo, a partir de las cuatro.
Durante la ausencia de su amo, Gaufredi se había ocupado de los caballos. Los había cepillado, alimentado, había reparado bocados y riendas y limpiado el coche, que ahora estaba estacionado cerca de la acacia.
La cena fue servida en la antecámara del primer piso, transformada en comedor. Louis y Gaufredi fueron colocados frente a la señora de Castelbajac y la señora de Lespinasse. La cena, servida por Jeanne y Clémence, fue extremadamente formal. La marquesa explicó que los pichones en salsa venían de sus tierras, así como el vino y las peras, que llegaban de su dominio de Guilhemery.
No habló de su vida ni de la de la señora de Lespinasse, que, aunque siempre muy sonriente, no intervino apenas. Gaufredi, como de costumbre, permanecía silencioso, aunque pendiente de todo lo que pasaba a su alrededor. Louis sabía que el viejo reitre, pese a sus modales de militarote, sabía utilizar perfectamente los cubiertos, igual que sabía leer y escribir. El joven Louis se había enterado recientemente de que su guardaespaldas ¡sabía latín!, lo que le hacía preguntarse cada vez con más frecuencia acerca del pasado del soldado de fortuna.
Así pues, fue Louis quien llevó la voz cantante. Contó a las dos mujeres la conspiración de los Importantes, omitiendo el papel que él mismo había desempeñado. Dijo algunas palabras sobre su participación en Rocroy, lo que animó el rostro de la señora de Castelbajac con una fugitiva expresión de interés y el de François de Lespinasse con un mohín de admiración.
La cena terminó en un silencio embarazoso, con un Louis que había agotado todos los temas de conversación y la señora de Castelbajac sin hacer ningún esfuerzo para responderle.
Cuando se retiraron a su habitación, Charles de Bresche acababa de llegar con uno de los libros que le interesaban. Se lo mostró a Louis a la luz de una vela, precisando que su librero tenía que ir a buscar los otros a su casa de campo y que iría a recogerlos al día siguiente. A Louis el libro le pareció mediocre.
Habían llevado jergones y camas plegables para Gaufredi y Bresche, así como ropa blanca y los dompedros de barro barnizado. Clémence llegó con las tumbillas para calentar las camas. Louis se instaló en la cama de dosel, cerró el tornalecho e intentó conciliar el sueño haciéndose preguntas acerca de la señora de Castelbajac y su amiga.
¿Por qué razón Hugues de Lionne lo había enviado a aquella morada en la que no había más que mujeres?
Por la mañana, tomaron una sólida colación de sopa, pan y confitura en la gran cocina situada en la planta baja. Acto seguido, pensaban oír misa en la iglesia de los Carmelitas, situada en la calle Mayor.
Permanecieron largo rato en la cocina, cabe la chimenea, de donde colgaban, de sendas cremalleras, enormes y olorosos calderos. Estaban helados tras pasar la noche en aquella habitación glacial.
Bertrande, la portera, les explicó cómo ir a casa de Pierre de Fermat: debían bajar por la calle des Filatiers, donde se encontraba el palacio de Castelbajac, hasta la plaza des Salins.
—Es donde está el patíbulo —les dijo con una risa sarcástica—. En este momento hay una mujer colgada de la horca: una criada que le robó madera a su amo. ¡Lo tiene bien empleado! Antes de llegar a Salins, pasaréis delante de los Carmelitas y su iglesia, que es donde queréis oír misa.
No era difícil adivinar su confesión de protestante, la misma de su ama, y que desaprobaba que sus invitados fuesen papistas.
—Saliendo de la iglesia, tomáis un callejón que os llevará a la calle Saint-Rémésy. Es una pequeña vía que va en el mismo sentido que la calle des Filatiers. La callejuela recibe su nombre de la taberna del Vieux Raisin, que encontraréis fácilmente por su rótulo en forma de racimo de uvas. La casa del señor de Fermat está al lado, cualquiera os la indicará. La conoce todo el mundo.
Después del oficio, Louis y Gaufredi fueron a la plaza des Salins. En efecto, varios cuerpos se balanceaban en las horcas, uno de ellos el de una mujer, sin duda la ladrona de madera. ¡Pobre criada! Pasearon un rato por las calles vecinas antes de ir a la taberna del Vieux Raisin para almorzar. Sonaban nonas en los Carmelitas. En el figón les sirvieron varias clases de pescado del Garona: trucha, salmón e incluso perca, bien regados con vinos añejos.
Cuando se levantaron de la mesa, eran casi las cuatro de la tarde. El tabernero les había indicado la casa de Pierre de Fermat, y allí se encaminaron. Era una casa de ladrillo cuya construcción databa del siglo anterior, con medallones en las ventanas y un vano de cariátides en la fachada.
Un criado acudió a abrir la puerta de doble hoja. Estaba claro que los esperaba y, una vez que Louis se hubo presentado, los precedió por una gran escalera hasta el primer piso. El lugar olía agradablemente a cera. El criado llamó a una puerta antes de hacerles entrar en una gran sala de recepción, una de cuyas paredes estaba totalmente ocupada por la biblioteca.
Louis echó un vistazo al lugar. Delante de la ventana se alzaba una mesa descomunal, atestada de papeles, a la que se sentaba un hombre vestido de negro que alzó la vista cuando entraron. Sobre otras mesas y trincheros se hallaban todo tipo de aparatos de medida o de óptica.
Pierre de Fermat tenía cuarenta y dos años, era de estatura media y rostro grave, más bien inexpresivo. Sus fuertes cabellos le caían sobre los hombros.
—¿Señor Fronsac? —preguntó con voz vacilante rodeando la mesa tras haberse levantado—. Tengo entendido que os envía mi amigo Blaise Pascal. ¿Cómo se encuentra?
—El señor Pascal tiene mucho valor —aseguró Louis—. Vino hasta mi casa —vivo cerca de Chantilly—, con todas las dificultades que entraña un viaje en esta época del año, sólo para llevarme vuestra respuesta. Os agradezco que me hayáis recibido tan rápido. Me acompaña Gaufredi, que es mi hombre de confianza.
—Tomad una silla, por favor. Lamento no haberos invitado a almorzar, pero debía asistir a una comida fijada con antelación con el presidente de la sala de casación de la que soy relator. Me han encargado un penoso proceso que muy bien podría llevar a un padre a la hoguera si pido su condena[80].
Les señaló sendos sillones, y él se sentó en una sencilla silla ante ellos.
—Blaise me ha expuesto vuestro problema muy por encima —dijo Fermat—. Confieso no haber entendido bien lo que buscáis ni por qué os dirigís a mí. Sabéis que me intereso ante todo por la geometría, las similitudes y las distancias, sobre las que escribí un libro hace algunos años.
Se levantó para coger una obra en la biblioteca y se la tendió a Louis, quien la abrió por la primera página. El título estaba en latín: Ad locos planos et solidos isagoge.
—Más recientemente, me he interesado por la búsqueda de máximos y mínimos; incluso he disputado con el señor Pascal sobre las tocantes de las curvas. Así que no estoy seguro de que pueda seros útil, como le escribí a Blaise.
—Se trata de un problema relacionado con las probabilidades y más exactamente con la codificación de mensajes —respondió Louis—. ¿Me permitís que os lo explique?
—¡Por supuesto!
—Antes de empezar, debo deciros que se trata de una petición estrictamente confidencial. Concierne al cifrado de despachos del reino. Y lo que voy a deciros ha de ser mantenido en el secreto más absoluto.
—Lo había adivinado por el correo de mi amigo. Sabéis que también soy escribano y estoy al servicio del rey. Nada de lo que me digáis saldrá de aquí.
Louis empezó por su investigación al Servicio de Cifrado, el robo de los despachos, así como la agresión de la que él y su amigo habían sido víctimas.
—Todo esto es para deciros, señor, que existe una facción de enemigos muy poderosos, quizá al servicio de España, que no dudarían en matar para apoderarse de ciertos informes. Es la razón por la cual el señor Gaufredi no me deja ni a sol ni a sombra. La situación del Servicio de Cifrado del señor Rossignol es la siguiente: sólo hay dos polígrafos, gentes de las que no estoy seguro, e ignoro qué parte de los repertorios ha podido ser transmitida a España. Una parte mínima, seguramente, pero que en manos de lógicos de talento les permitiría descifrar los mensajes. Sería una catástrofe en el momento en que se abren en Münster negociaciones de paz en Europa y el reparto de territorios entre los países beligerantes. La solución, a mi entender, sería hallar un nuevo código que no pueda ser descifrado con las reglas de probabilidades. He hablado de ello con el padre Mersenne, quien me envió al señor Pascal, el cual me aconsejó dirigirme a vos.
—Comprendo —aseguró Fermat—. Creo que podría ayudaros. Conozco algo los métodos del señor Rossignol. Tienen el defecto de utilizar repertorios de palabras enteras. Debería renunciar a ese enfoque e interesarse por un repertorio silábico, conservando unas cuantas letras indispensables. La codificación sería más rápida y los repertorios mucho menos voluminosos. Bastaría limitarse a vocales rodeadas de consonantes. ¿Os gustaría ver un ejemplo?
—Con mucho gusto.
Fermat se levantó para sentarse de nuevo a su mesa de trabajo. Cogió un pliego de papel y, tras mojar una pluma en uno de los tinteros, escribió unas líneas rápidamente. A continuación tendió la hoja a Louis, que la cogió acercándose al escritorio.
—He imaginado un repertorio muy sencillo, asociando un número a una sílaba…
En el papel estaban trazadas las líneas siguientes:
22 e 46 mi 124 los 125 ne 345 gos 25 el 65 rey 17 ha 80 muerto 300 vi 290 va 123 el |
—Ahora, dadme la hoja un momento.
Louis se la tendió y Pierre de Fermat añadió rápidamente una línea.
Devolvió el papel a su interlocutor.
—Acabo de escribir una secuencia de números, ¿entendéis su significado?
Louis examinó cada cifra comparándola con el repertorio.
—Habéis anotado: 124 22 125 46 345. Dejádmelo verificar… Eso quiere decir: los enemigos.
—¡Exactamente!
—Pero este código podría ser descifrado si nuestros adversarios conociesen una parte. No es distinto de los repertorios de Rossignol.
—¡Exacto! Por tanto, ahora hay que darle seguridad. ¿Conocéis el scytalo?
—El señor Rossignol me explicó su funcionamiento —dijo Louis, que no entendía adonde quería llegar Fermat—. Se necesita un bastón o un rollo, no es muy práctico…
—En efecto, en realidad, el scytalo no es más que un aparato que facilita la transposición; hay otros. El más simple consiste en una tabla, una parrilla de columnas y de líneas en las que colocar una serie de sílabas. Luego se desorganiza esta combinación para provocar una incomprensión total. Es lo que se llama una permutación o una transposición[81]. Os lo mostraré.
Volvió a coger la hoja y prosiguió:
—Después de haber cifrado con el repertorio y elegido un encasillado con un número predeterminado de líneas y columnas, escribimos el texto obtenido línea a línea de modo que cada cifra correspondiente a una sílaba coincida en una casilla. Hecho esto, se vuelve a llevar el texto leyendo en columna. El destinatario sólo tendrá que obrar a la inversa para descifrarlo. Veamos un ejemplo; tomemos el mensaje «el rey ha muerto viva el rey» y utilicemos mi repertorio. Nuestro encasillado será un cuadrado de tres por tres, pero sería posible cualquier tamaño. De modo que tenemos…
Pierre de Fermat garabateó unas cuantas palabras y a continuación dibujó un encasillado y llenó las casillas. Acto seguido, tendió el resultado a Louis. La hoja aparecía así:
el (25) | rey (65) | ha (17) |
muerto (80) | vi (300) | va (290) |
el (123) | rey (65) | 0 |
Mensaje final: 25 80 123 65 300 65 17 290 0
Pierre de Fermat siguió con su explicación, encantado al constatar que Louis había entendido:
—El tamaño del encasillado puede ser variable de un despacho a otro y definido según convenciones preestablecidas. Por ejemplo, a partir de la fecha. También se puede complicar la codificación con la ayuda de una palabra clave, pero el señor Rossignol es capaz de hacerlo sin mi ayuda. Pese a todo, podría prepararos algunos métodos de transposición que se valen de una clave para construir un nuevo alfabeto en el interior mismo de la tabla. Se pueden utilizar así las posiciones en líneas y columnas de las letras del texto que se desea cifrar. Con ese procedimiento, cada letra del texto no codificado está representada por dos cifras escritas verticalmente. Esas dos coordenadas son luego transpuestas volviendo a combinarlas por dos en la línea así obtenida. Reconozco que es algo complicado, pero harto eficaz. ¿Queréis que os escriba todo esto?
—Os quedaría muy agradecido. He seguido hasta aquí vuestra explicación y creo poder repetírsela al señor Rossignol, pero si la desarrolláis más ampliamente, preferiría remitirle vuestro texto.
—Si os parece bien, puedo hacer que os la lleven esta noche al palacio de Castelbajac.
—Sería magnífico. Pensábamos partir mañana…
Louis hizo una pausa antes de proseguir:
—El señor Pascal deseaba otra cosa de vos…
—¡Lo sé! Mi demostración de la conjetura de Diofanto.
—Es imposible dividir un cubo en suma de dos cubos o un bicuadrado en suma de dos bicuadrados, o, en general, cualquier potencia superior a dos en dos potencias del mismo grado —recitó Louis con una sonrisa.
—Por lo que veo, también sois aficionado a los pequeños misterios en torno a los números —bromeó Fermat.
—No creáis, soy un simple aprendiz, pero el señor Pascal me explicó muchas cosas y reconozco que el tema me dejó intrigado. Aunque debo confesaros que lo que me intriga sobre todo es saber cómo habéis logrado demostrar esa imposibilidad.
—Hay varias maneras de demostrar la solución de un problema, sea en matemáticas… o en un asunto criminal. El método más sencillo es el de proporcionar una prueba evidente, o un encadenamiento, una deducción, de hechos incontestables. Sólo que no siempre es posible. Euclides fue el primero en probar que existían infinidad de números primos sabiendo de antemano que era absurdo. Esta aproximación se llama reductio ad absurdum, la prueba por el absurdo. Consiste en probar que una situación es verdadera afirmando primero que es falsa. Por mi parte, he desarrollado otro método, como mínimo tan elegante. Tal vez sepáis que me apasionan lo que yo llamo los porcentajes de cambio de una cantidad con relación a otra, lo que forma la tangente a una curva[82]. He tratado de aplicarlo a la proposición de Diofanto y lo he logrado. De modo que he probado que no podía existir ningún triplete al cubo, luego ningún triplete a la potencia cuatro, y a continuación he generalizado, por recurrencia, mi demostración. Pese a todo, es bastante larga. Había empezado a escribirla al margen de mi ejemplar de La aritmética de Diofanto, pero renuncié[83] a ello por falta de sitio. Está todo anotado en esos pliegos.
Señaló un voluminoso legajo en una estantería de su biblioteca.
—Podéis llevároslos, si lo deseáis; debo de tener una copia en alguna parte.
La entrevista había terminado. Louis dio las gracias repetidas veces a Pierre de Fermat, quien le entregó su demostración para Pascal, alrededor de unas doscientas hojas manuscritas. El consejero del Parlamento le prometió también que por la noche le haría llegar algunos ejemplos de cifrado al palacete de Castelbajac.
Louis, seguido de un silencioso Gaufredi, volvió con el corazón alborozado. Le llevaría a Brienne un método de codificación que reforzaría la seguridad de los despachos confidenciales. Antoine Rossignol lo perfeccionaría y, con el servicio de estafetas de Maurice de Coligny, la correspondencia entre Mazarino y los plenipotenciarios de Münster se haría con toda tranquilidad.
Y por si no fuera bastante, resulta que podría darle a Pascal la demostración de la conjetura de Fermat. Decididamente, aquel viaje había sido un éxito. Louis pensaba ya en el regreso y el placer del reencuentro con Julie.
En cuanto a Fontrailles, todos sus tejemanejes habrían fracasado una vez más.
En el patio del palacio de Castelbajac constataron que la carroza había sido guardada en la caballeriza, al lado del cochecillo de mimbre. Louis anunció a Gaufredi que partirían al día siguiente, lunes, de manera que tendría que sacar el coche tan pronto como se levantase.
Por la escalera de la torre de ángulo vieron llegar a Charles de Bresche, con una amable sonrisa en los labios.
—¿Vuestras citas han sido fructíferas, señor?
—Totalmente, amigo mío. Podremos partir mañana, si vos también habéis concluido vuestros asuntos.
—Por fin tengo todos mis libros, os los mostraré enseguida. He logrado un precio muy bueno del librero, cuando supo que me alojaba en el palacio de la señora de Astarac. ¡Y todo gracias a vos!
Louis gimió, y un escalofrío recorrió su cuerpo.
—¿Qué habéis dicho? —murmuró con voz velada.
Bresche pareció desconcertado por la pregunta:
—Que los he comprado a muy buen precio…
—No, habéis hablado de la señora de Astarac —lo interrumpió Louis bruscamente.
—En efecto, es el nombre de soltera de la señora de Castelbajac. Las doncellas la llaman así. Su padre era el barón de Fontrailles. Era senescal de Armagnac y su madre una Montesquieu, según me han dicho. La señora de Astarac es muy querida y respetada aquí, igual que su hermano, el marqués de Fontrailles, que vive en París.
Louis se quedó paralizado durante esta explicación. Cuando Bresche hubo terminado, era presa de vértigo y tenía la mente confundida. Por fin, logró balbucir:
—¿Estáis seguro de lo que decís?
—Completamente —respondió el librero, asombrado, al ver la palidez de su interlocutor—. Podéis preguntárselo a Clémence si no me creéis.
—Aguardad un momento —farfulló Louis—. Necesito… dar unos… pasos…
Salió de la caballeriza con Gaufredi. Quería comprobar lo que Bresche le había dicho, pero, en su fuero interno, sabía que era verdad.
Ahora entendía por qué el rostro de la señora de Castelbajac le había parecido tan familiar: era el del marqués de Fontrailles, al que había visto en dos ocasiones, cuando aquel monstruo había intentado matarlo. Por supuesto que el rostro de la marquesa era algo más fino, menos tosco que la repelente cara de Fontrailles, pero tenían los mismos rasgos, la misma expresión y, sobre todo, el mismo color de piel.
—Tenemos que huir, señor —dijo Gaufredi—. Si nos quedamos aquí, sois hombre muerto. La carta que os ha dado el señor de Lionne debía de contener instrucciones contra nosotros. La marquesa habrá reunido algunos matones y esta noche estaremos a su merced en este edificio. Nadie vendrá en nuestra ayuda.
—Quizá Bresche esté equivocado, debemos asegurarnos —replicó Louis—. Vayamos a la iglesia de los Carmelitas, pronto serán completas.
El convento estaba a unos pasos. La iglesia tenía un pórtico de cinco toesas de ancho que se abría sobre la calle Mayor. Entraron. La nave era transversal, es decir, colocada en ángulo recto con relación al coro. Atravesaron la nave hasta llegar al gran belén instalado con ocasión de la Navidad; luego se dirigieron al claustro, compuesto de dos pisos con columnas de mármol geminadas que sostenían las arcadas de la planta baja.
Llegados allí, Louis entrevió a dos monjes que hablaban en voz baja. Se acercó a ellos.
—Padre —se dirigió al de más edad, que lo interrogaba con la mirada—, estoy de paso en la ciudad, pero querría hacer una donación a vuestra iglesia para los pobres.
—Os doy las gracias en nombre de nuestros feligreses, hijo mío.
Louis le entregó cuatro escudos de oro, precisando:
—Soy católico y devoto de la Virgen María, padre. Me alojo cerca de aquí, en casa de la señora de Astarac, que, aunque de mi familia, por desgracia profesa la religión reformada. A cambio de esta limosna, rogad por su salvación.
—Isabeau de Castelbajac podría ser una santa mujer si reconociese sus errores —observó severamente el padre—. Pero rogaré para que Dios Nuestro Señor la ilumine.
—Tuve ocasión de encontrarme con su hermano en París —precisó Louis.
El segundo monje exclamó, gesticulando irritado:
—¡Louis de Astarac, vizconde de Fontrailles y marqués de Marestang! Apenas lo vemos por aquí. Ese hombre no cree en nada. La religión, sea cual fuere, es para él una enemiga y no un consuelo. Desde luego, no es culpa de su padre, el barón de Fontrailles, que era senescal de Armagnac. Él, como sus hermanos y hermanas, era protestante, pero, en 1618, su esposa Marguerite de Montesquieu y su hermana se convirtieron al catolicismo. El senescal hizo lo mismo unos días más tarde. Pero el hijo no quiso abjurar. En cuanto a sus dos hermanas, dudaron durante algún tiempo; luego Isabeau se casó con un protestante y se empecinó en tan falsa creencia.
—Lo sé, padre; todo ello es muy triste. Rogad por su salvación.
Louis hizo la señal de la cruz, saludó de nuevo y partió hacia la iglesia, con Gaufredi siempre pegado a sus talones.
Ahora que la primera impresión había pasado, el exnotario empezaba a ver sus consecuencias.
¡Hugues de Lionne lo había atraído a una trampa! De modo que el secretario de Mazarino era el cómplice del marqués de Fontrailles. Traicionaba vilmente a su amo y bienhechor. ¿Significaba eso que Louise Moillon y sus hermanos estaban también al servicio del marqués? Quizá… Sin embargo, ella le había salvado la vida, así como la de Gaston. Luego era posible que ignorase la traición de Hugues de Lionne.
Pero era igualmente posible que ella trabajase para los hugonotes holandeses. Fontrailles trabajaría para España, y Louis se acordaba de lo que Brienne le había dicho: Holanda y España deseaban un tratado de paz separado, aunque hubiese que hacerlo a espaldas de Francia.
Louis se maldijo por haber estado tan ciego. Incluso había sospechado del pobre Charles de Bresche, que, sin embargo, aunque fuese sin querer, acababa de revelarle la verdad.
—Hemos caído en una trampa, amigo mío —dijo entre dientes a Gaufredi, saliendo de la iglesia—, y no nos podemos marchar mientras el señor de Fermat no me envíe el informe sobre su código. Esta tarde nos encerraremos en nuestro cuarto. Prepara las armas; sin duda nos atacarán de noche.