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Martes, 8 de diciembre de 1643

Puesto que debía esperar la carta de Hugues de Lionne, Louis disponía de una jornada antes de su partida. Decidió aprovechar la mañana volviendo a caballo con Gaufredi para visitar a Charles de Bresche. El mediodía lo dedicaría a una visita de cortesía a la marquesa de Rambouillet.

Louis deseaba interrogar más demoradamente al librero sobre su viaje a Roma para tratar de comprender el papel que podía desempeñar junto al nuncio. Estaba asimismo decidido a hablarle de Chantelou, a sabiendas de que, si en realidad era un espía del Papa, y por ende hábil, no sacaría nada de él.

Charles de Bresche pareció alegrarse de ver de nuevo a aquel cliente que ya le había comprado varios libros, aunque no apreciase demasiado al reitre de aspecto feroz que lo acompañaba.

—A mi querida esposa le ha encantado El pastor extravagante —inició la conversación Louis—. Ahora le apetece otro libro de Sorel, ¿qué os parece El correo verdadero?

—¡Lo tengo! —respondió al punto Bresche, señalando una estantería.

—Por desgracia, viajo a Toulouse y no podré llevárselo hasta dentro de un mes. ¿Sería posible que me lo guardaseis?

—¡Por supuesto!

El librero se calló un instante antes de preguntar:

—No quiero pecar de indiscreto, pero ¿cómo iréis a Toulouse?

—En mi carroza. He tenido que contratar un cochero de refresco, pues sólo llevo uno conmigo, y los caminos están en muy malas condiciones.

—Os entiendo. Hace tiempo que quiero ir a Toulouse, a casa de un colega, para traer unos libros que me guarda y que vienen de España. Pero ante tamaño viaje no hago más que posponerlo.

—¿Queréis que os los traiga? —propuso un servicial Louis—. Sólo me quedaré un par de días, pero espero disponer de tiempo para hacerlo.

—Es muy amable por vuestra parte. Desgraciadamente, necesito ver las obras antes de pagarlas.

Guardó silencio de nuevo; luego, su rostro se iluminó como si se le hubiese ocurrido una idea repentina.

—¿Me llevaríais con vos? Me habéis dicho que necesitabais un cochero. Yo puedo conducir vuestra carroza, estoy habituado a llevar las riendas.

Cogido de improviso, Louis no respondió de inmediato. ¿Sería buena idea? Si Bresche era peligroso, no era prudente tenerlo con él. Luego se dijo que tal vez fuese una oportunidad: durante un viaje como aquél, malo sería que no pudiese sacarle información. Y, después de todo, Gaufredi estaba allí para protegerlo.

—El caso es que partimos mañana antes del alba —explicó Louis.

—Puedo estar listo a esa hora, señor —insistió Bresche—. Cerraré mi tienda, y mi vecino la vigilará. Es una ocasión excelente para hacerme con esos libros, pues ya tengo unos clientes dispuestos a comprármelos a buen precio.

—¿La Nunciatura, quizá?

Bresche pareció sorprendido.

—¿Por qué?

—Una absurda asociación de ideas —sonrió Louis—. La última vez que estuve aquí, me pareció veros con monseñor Fabio Chigi, y he pensado de inmediato en algo que un amigo me contó ayer: unos ladrones se introdujeron en la Nunciatura y robaron importantes documentos pertenecientes a monseñor Chigi. Espero que esos pillos no se hayan llevado el libro que os compró, y en tal caso el nuncio podría desear compraros otro.

—No sé… no estaba informado de ese robo… —balbució el librero.

Bresche parecía tan desconcertado que Louis tuvo la certeza de que mentía. De modo que decidió anticiparse a su interlocutor:

—Monseñor Chigi será uno de los plenipotenciarios del Santo Oficio en el congreso de Münster —prosiguió en tono confidencial—. Los ladrones debían de estar bien informados. ¿Sabéis que asesinaron a un hombre en su casa del puente de Notre-Dame, hace unas semanas? Un polígrafo que trabajaba para el señor de Brienne, nuestro ministro de Asuntos Exteriores. Mi amigo está convencido de que ambos asuntos están relacionados.

—En efecto… Es muy preocupante… Vuestro… amigo parece bien informado… —tragó saliva Bresche.

—¡Ya lo creo! Es comisario en el Châtelet. Y el encargado de investigar el asunto. ¿Os hago una confidencia? Jamás ha fracasado en la búsqueda de los criminales. Por supuesto encontrará a los culpables y maese Guillaume[75] se ocupará de ellos en la plaza de la Grève. Les aplicarán tormento de tenazas en las tetillas, en los brazos y en las piernas. Tras lo cual, Guillaume verterá en sus heridas plomo o azufre fundido y pez hirviendo. Por último, sus cuerpos serán desmembrados por cuatro caballos[76]. Pero no quiero haceros perder más tiempo. ¿Estáis seguro de que podéis conducir nuestro tiro?

—Se… seguro —balbució el librero.

—Muy bien. Pasaremos a recogeros mañana a las seis. Estad preparado.

—Yo… yo conozco alg… algunos albergues en Toulouse —propuso Charles de Bresche, como si quisiese hacer olvidar su confusión.

—Gracias, pero nos alojaremos en el palacio de la marquesa de Castelbajac. Un amigo me ha dado una carta de presentación para ella. Creo que podrá albergarnos a todos sin problemas.

Louis se fue de la tienda convencido de que Charles de Bresche estaba en buenas relaciones con la Nunciatura, y quizá fuese uno de sus agentes. Era evidente que estaba al tanto de la visita al palacio del nuncio apostólico. Lo había pillado tan desprevenido con sus preguntas que fue incapaz de inventar una respuesta convincente. Había negado, claro, pero de forma tal que su mentira era evidente y su rostro se había demudado al hablar Louis de maese Guillaume. Sólo los culpables, o los que tenían algo que ocultar, se comportarían así.

Pese a todo, Louis no veía aquello nada claro. ¿Había sido Bresche quien había robado en la Nunciatura? ¿Por qué razón hacerlo si trabajaba para ellos? ¿Había sido él quien había matado a Manessier? ¿Estaba compinchado con Fontrailles?

Cabalgaba en silencio detrás de Gaufredi, dudando sobre lo que debía hacer. Sólo tenía una certeza: Chantelou se había encontrado con Bresche. ¿Le habría entregado el falso despacho? ¿Sería él el espía y no Claude Habert? ¿Pero por qué este último había intentado matarlo? ¿Y qué hacía Garnier con su hermano y su hermana en la hospedería de Holanda?

¿Debía ir a ver a Brienne antes de partir y pedirle que apartase del servicio a Chantelou y a Garnier? Pero, en ese caso, ¿quién cifraría los despachos?

Sin saber muy bien a qué carta quedarse, finalmente decidió no hacer nada.

Al mediodía, Gaufredi volvió al Saint-Fiacre a buscar al cochero que había contratado a fin de que preparase la carroza. Louis pidió una silla de manos para acudir a casa de la marquesa de Rambouillet.

No le apetecía nada llegar a la cámara azul empapado de lodo y, además, no había llevado consigo suficiente ropa como para ponerla perdida con el fango de las calles.

El administrador de la marquesa lo condujo de inmediato ante ella. Como de costumbre, Catherine de Vivonne-Savelli se hallaba recostada en su lecho de gala, cubierto de seda azul. En la pequeña calleja[77] estaba sentada la señora Cornuel, que pareció encantada de ver llegar a Louis sin compañía.

La marquesa sonrió a su visitante y le hizo señas para que tomase asiento al lado de Anne.

Louis besó a su tía —aunque en realidad la señora de Rambouillet era tía de su esposa—, luego saludó a la señora Cornuel con cierta solemnidad, lo que provocó una risita crispada de la joven.

Anne Cornuel era famosa —mejor sería decir temida— por su ironía mordaz, sus burlas y sus réplicas. Nadie la quería como enemiga, pues no ocultaba sus sentimientos, y quien le desagradaba pasaba a cargar al punto con algún sobrenombre que lo seguía adondequiera que fuese. Huelga decir que había sido ella quien había bautizado al duque de Beaufort y a sus amigos como los «Importantes», un sobrenombre tan cáustico que los había desacreditado rápidamente.

Desde hacía un tiempo, se le había metido entre ceja y ceja llevarse a Louis a su cama. Admiradora de Mazarino, profesaba además un profundo afecto por el joven, simplemente porque había arriesgado su vida al servicio del ministro. Le había dicho muy seriamente a Vincent Voiture, quien se encargó de repetírselo a Louis, que la descendencia nacida de su amor sería un poderoso sostén de la Corona. ¡Ni más ni menos!

Como la joven estaba muy satisfecha de sus rasgos finos, su nariz respingona, su mentón puntiagudo y sus ojos rasgados, que le conferían una expresión a la vez insolente y alegre, no dudaba de alcanzar rápidamente sus fines.

Anne corrió su asiento para hacerle sitio a Louis. Cuando el exnotario se hubo sentado, le cogió la mano con ternura.

—¿Julie no ha venido? —preguntó la marquesa, alarmada por la familiaridad de su amiga.

—Se ha quedado en Mercy, tía. Sólo estoy de paso en París. Parto mañana para Toulouse —respondió Louis retirando su mano.

—¿Y qué vais a hacer tan lejos en período invernal, amigo mío? —se asombró Anne siempre ávida de saberlo todo.

—Debo reunirme con un magistrado, señora.

—¿Y os corre tanta prisa? —preguntó la joven con acritud.

—Sin duda, señora, siendo al servicio del rey.

Viendo que no le sacaría nada más, la joven alzó el torso en señal de despecho y tratando de realzar su escaso busto.

—Anne, sabéis que Louis es la discreción personificada —la reprendió la marquesa—. En vano le haréis decir lo que no puede confesar.

—Tenéis razón, señora —sonrió Anne Cornuel—. Pero me muero de curiosidad. ¿Podréis perdonarme, caballero? —preguntó zalamera.

—Desde luego, señora, siempre que cumpláis el castigo de contarme lo que está pasando en este momento en París.

Louis sabía que nada podía placer más a Anne Cornuel que los chismorreos de la corte.

—Con mucho gusto, señor —sonrió ella—. En primer lugar, ¿sabéis que el señor de Enghien ha vuelto de la guerra con sus petimetres?

—No lo sabía, señora, pero lo imaginaba.

—Aureolados por sus victorias, los amigos de Enghien se comportan en todas partes como bárbaros insolentes, y el duque arde en deseos de batirse con los Importantes. O lo que queda de ellos.

—Todo el mundo se ha unido al cardenal Mazarino —observó prudentemente Louis—. Ya no quedan Importantes.

—Eso dicen. Sin embargo, todavía está pendiente el asunto de la carta atribuida a la señora de Longueville…

—La señora de Montbazon se ha excusado por haber difundido esos rumores.

El escándalo se había destapado en primavera.

Habían encontrado en casa de la señora de Montbazon, entonces amante del duque de Beaufort —uno de los cabecillas de los Importantes—, dos pliegos tirados en el suelo, sin lugar a dudas cartas de una mujer a su amante. En una de ellas, confesaba haberle ofrecido todas las ventajas que podía desear y en la otra le recordaba haberlo recompensado con largueza.

El señor de Guisa aseguró que había visto caer las cartas del bolsillo del señor de Coligny. La señora de Montbazon afirmó reconocer la letra de la señora de Longueville, la hermana del duque de Enghien. De modo que la joven, que acababa de casarse, no era más que una pelandusca puesto que ¡ya era la amante de Coligny!

Resultó ser una calumnia. Los dos amantes eran en realidad el marqués de Maulevrier y la señora de Fouquerolles. La señora de Montbazon se había visto obligada, muy a su pesar, a reconocer su error en público.

Luego, los Importantes se habían dispersado. Algunos, como el duque de Beaufort, habían sido detenidos; otros habían huido, caso de Henri de Campion, y otros, como la duquesa de Chevreuse, estaban confinados en sus tierras.

—¿Sabéis que la señora de Montbazon ahora es la amante del duque de Guisa? —preguntó Anne Cornuel volviendo a coger la mano de Louis y apretándosela con fuerza.

—Me lo habían contado, señora. Supongo que habrá olvidado al señor de Beaufort.

—¡El señor de Beaufort está en prisión y la señora de Montbazon sin blanca! De modo que Guisa la ha comprado.

Louis se acordaba de la frase de su amigo Gondi respecto a la señora de Montbazon: «Nunca he visto a nadie que haya conservado en el vicio tan poco respeto por la virtud».

—Figuraos, amigo mío, que ayer el duque de Guisa se cruzó con el señor de Coligny e ironizó delante de él sobre la señora de Longueville. Coligny replicó burlándose de la virtud fácil de la señora de Montbazon —prosiguió la joven.

—Las familias de ambos se odian desde tiempo inmemorial —intervino la señora de Rambouillet—. El abuelo de Guisa, el Caracortada, hizo asesinar al abuelo de Maurice de Coligny.

—¿Podrían llegar a batirse? —se inquietó Louis pensando en el nuevo cargo de Coligny en el servicio de los despachos cifrados.

—No hay que descartarlo —dijo Anne—. Enghien y sus petimetres no hacen más que gallear para enzarzarse en esa querella. En cuanto a Guisa, no se puede decir que trate de apaciguarlos precisamente.

—No olvidéis que está loco, como ha dicho acertadamente la señora de Chevreuse —intervino la señora de Rambouillet—. ¿Os habéis enterado de las atrocidades que ha cometido, incluso en la abadía de su hermana?

—Se lo oí comentar hace unos días al mismísimo Le Tellier, señora.

—¡Violentar a las esposas de Cristo! —exclamó la marquesa, con el rostro demudado.

—Mas para que haya duelo, señora, es preciso un desafío. El señor de Coligny no se atreverá a desafiar los edictos del rey. Y el duque de Guisa ha tenido tantos encontronazos con la justicia que se librará muy mucho de provocarlo.

—No creáis, Louis —replicó la marquesa—. Enghien está indignado y no perdona que hayan insultado a su hermana. Ya habría desafiado a Beaufort si no fuese porque está en prisión. Ahora bien, Coligny está considerado como el caballero andante de la señora de Longueville. Sus amigos no paran de insistirle en que no puede esconderse. Lo comentábamos ayer mismo con el señor de La Rochefoucauld, que estaba ahí, donde estáis sentado vos. Conoce bien a Enghien, aunque su amistad se haya enfriado; el duque le aseguró que no podía testimoniar su resentimiento hacia el señor de Beaufort, pero que dejaba a Coligny la libertad de batirse en duelo si ése era su deseo. ¿Cómo va a rechazar Coligny ese duelo sin pasar por un cobarde?

—Un enfrentamiento sería terrible —prosiguió Anne—. Coligny ha vuelto muy enfermo de la campaña militar. Es un soldado, no muy ducho en esgrima, mientras que Guisa practica varias horas al día en una sala de armas.

—¡Pero los duelos están prohibidos, señora!

—¿Creéis que Mazarino será tan severo como Richelieu en asuntos de honor, señor? —preguntó la marquesa dubitativa.

Cuando Louis volvía al despacho de su padre, su silla de manos se cruzó con una carroza por la calle de la Verrerie. Extraña coincidencia del destino: el marqués de Fontrailles iba en aquel carruaje, y de excelente humor, por cierto. Acababa de pasar una hora y pico con el duque de Guisa, quien le había prometido actuar según sus deseos después de haber leído la carta de la duquesa de Chevreuse.

—Los deseos de mi prima son órdenes para mí —le había dicho amablemente Guisa—. Confieso no entender lo que perseguís, marqués, pero confío en vos. Sé que habéis obrado siempre en pro de nuestra causa. Adivino también que al marqués de Enghien le encantaría que Coligny me provocase, pero el nieto de Amiral es más razonable que su amo. Yo, en cambio, no he buscado jamás la confrontación con él. ¿Qué me reportaría un duelo si no más molestias judiciales? Pero ya que Maurice de Coligny os molesta, y molesta a mi prima, sabré despertar en él el deseo de defender a su amada. Podéis estar seguro de que a partir de mañana no dudaré en recordar a quien quiera oírlo lo fácil de seducir que es la señora de Longueville. Mi amiga la señora de Montbazon hará lo mismo, y si Coligny no es un cobarde, vendrá a arrojarme su guante.

De vuelta en el despacho, Louis se encontró a Gaufredi en el establo, en compañía de un hombrecillo seco y arrugado que parecía un anciano. Sin embargo, Gaufredi le había dicho que el cochero que había contratado no pasaba de los cuarenta. Louis pareció contrariado: ¿Cómo iba a soportar aquel alfeñique que parecía un vejestorio las fatigas del viaje?

—Señor marqués —dijo Gaufredi—, éste es Gerauld, un exartillero convertido en cochero en Saint-Fiacre, que me asegura haber hecho el camino de Toulouse en diligencia muchos años. Lo conoce muy bien. Le estaba mostrando vuestra carroza y los caballos para que los examine.

La carroza de Louis era un coche que había comprado poco después de su matrimonio. Las ruedas delanteras eran pequeñas comparadas con las traseras, mucho más grandes. Aquella disimetría facilitaba las maniobras y amortiguaba algo los baches del camino.

Una sólida telera unía, bajo el coche, el tren trasero al delantero, y la suspensión estaba constituida por una sopanda forrada de cuero. La flexibilidad de la sopanda proporcionaba un cierto confort a los pasajeros, que se beneficiaban de dos banquetas cubiertas de cuero leonado. Las portezuelas, provistas de cristales y forradas de cortinillas laterales, aislaban bastante bien del frío. El techo abombado, de carpintería, estaba recubierto de cuero sobre el que se deslizaba la lluvia. Dos zancajeras exteriores ayudaban a subir y bajar del coche.

Gerauld expresó su opinión sobre la carroza en una lengua dominada por el rodar de las erres y Louis no entendió ni jota de lo que decía. El cochero se esforzó entonces en vocalizar y evitar las palabras de su dialecto.

—Es un buen coche, señor, ligero y sólido —gruñó—. Sólo el freno parece algo flojo. Con cuatro caballos como tenéis, deberíamos rodar a un buen paso.

—¿Cuánto tiempo calculáis?

—Es difícil de decir, señor. Hasta Bourges, deberíamos encontrar postas con caballos. Si están frescos, y estamos seguros de poder cambiarlos cada cuatro leguas, iremos a buen paso. Tenemos nueve horas de luz en este momento, y se puede rodar tranquilamente durante cuatro horas por la noche con faroles. Si el tiempo sigue seco, podemos estar en Toulouse dentro de diez días.

—Magnífico. ¿Conocéis la ruta?

—Perfectamente, señor, y sé también dónde están las mejores postas y hospederías. Pero el viaje os costará caro, sobre todo si cambiamos a menudo de tiro. En las postas piden como mínimo veinte soles por caballo y eso cada cuatro leguas. A veces el doble, porque andan escasos de caballos.

—Lo sé, no os preocupéis.

Louis había hecho una previsión de gasto de unas veinticinco libras por día, más la comida y el alojamiento. Una suma de entre doscientas a cuatrocientas libras para ir y otras tantas para volver. Había dispuesto un millar de libras para ese viaje, en escudos de plata y luises de oro, en un cofre de hierro. Era una respetable suma.

—Gaufredi, ¿has elegido las armas necesarias? No me gustaría que nos robasen por el camino.

—He preparado una docena de pistolas, señor, así como unos cuantos mosquetes, un arcabuz y dos carabinas. Todos en perfecto uso.

—Vos viajaréis en el pescante, con Gaufredi o con el otro hombre que nos acompañará —explicó Louis a Gerauld—. Os turnaréis para reposar en la carroza.

—¡No, señor! —exclamó el cochero sacudiendo la cabeza de derecha a izquierda—. Para llevar un buen ritmo debo conducir como los correos. Vuestros amigos llevarán las riendas, pero yo montaré a caballo del varal izquierdo para dirigir no sólo mi montura sino también el recadero de la derecha y los otros dos delante.

—¿Y aguantaréis en la silla todo el día?

—Pues claro, señor. Es mi oficio. Puedo pasar así catorce horas, con tal de que me paguen con un buen lingotazo en las postas.

—Os darán lo que pidáis —prometió Louis—. Aparejad el coche a vuestro gusto. Partiremos a las seis con faroles para iluminarnos. Pasaremos por la plaza Maubert para recoger a un hombre que os ayudará. También sabe conducir tiros. Gaufredi, pedid a Richepin que disponga lo necesario para alojar a Gerauld. Esta noche cenará con nosotros.

Louis los dejó y se reunió con su padre, que lo esperaba impaciente en su gabinete. Un mosquetero había llevado al mediodía un grueso sobre sellado con lacre rojo. Se lo entregó a su hijo.

Era el sello de armas de Hugues de Lionne. La carta estaba dirigida a la marquesa de Castelbajac. Louis la examinó largo rato, pero, a menos que rompiese el sello, era imposible saber qué contenía.

La carta fue guardada en el equipaje.