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Lunes, 7 de diciembre de 1643

El domingo, Blaise Pascal pidió a sus huéspedes que le permitiesen asistir con ellos a la misa que iba a celebrar en la gran sala del castillo un religioso llegado de la abadía de Royaumont.

Durante el almuerzo posterior, Blaise había explicado hasta qué punto el mundo estaba regido por reglas y leyes matemáticas que se aplicaban al dominio de Dios.

—Ayer nos demostrasteis que los números revelan muchas curiosidades, señor Pascal. Quizá sea efectivamente la obra de Dios —dijo Julie con escepticismo—. Pero por lo que respecta a las leyes matemáticas, me encantaría conocerlas.

—Son fáciles de comprender, señora. He aquí una: el precio de la felicidad eterna tiene un valor infinito, mientras que la probabilidad de ganar el cielo por una vida virtuosa tiene un valor finito puesto que está limitada por la duración de la vida. Luego es normal llevar una vida virtuosa antes que su inversa.

Todos los comensales se habían callado para intentar comprender lo que implicaban los principios que Pascal acababa de enunciar.

—¿Queréis decir, señor —preguntó el religioso de Royaumont—, que llevar una existencia virtuosa puede ser simplemente una hábil decisión, una apuesta por la felicidad eterna que no responde a ningún deseo sincero?

—En términos matemáticos, es así, padre. Dios les ha concedido a algunos la religión como un sentimiento del alma; otros no han tenido tanta suerte. Sin embargo, pueden recibirla por medio del razonamiento. Es lo que da la grandeza del hombre: es el único capaz de pensar, de razonar. El hombre no es nada, el hombre es débil, no es más que una mota de polvo en la naturaleza. Pero piensa. Es una mota pensante.

El discurso del joven emocionó a los comensales:

—De todas formas —intervino Louis—, creer en Dios por razonamiento, apostar por una vida virtuosa y no por la contraria por estrategia, ¿es eso la fe?

Pascal negó enérgicamente con la cabeza.

—La única salvación del hombre está en Dios. Os lo he dicho, las pruebas de la existencia de Dios están por todas partes. Sobre todo en los números —sonrió—. A pesar de ello, algunos son ateos. Pues a ésos les digo, ¡apostad!, sí, ¡hay que apostar! Sopesad las ganancias y las pérdidas. Si elegís creer en Dios y ganáis, lo ganáis todo. Si perdéis, no perdéis nada.

El religioso de Royaumont se quedó pensativo. Jamás había analizado su fe así. Los demás invitados también permanecían silenciosos, la mayoría poco convencidos.

«Blaise Pascal era realmente un hombre extraordinario —pensaba Louis—. ¿Qué lugar ocuparía en el siglo?»

Más tarde, durante la noche, Julie y su esposo hablaron largo y tendido del próximo viaje a Toulouse. Louis deseaba partir al día siguiente hacia París; el tiempo era frío pero el clima no parecía que fuese a empeorar en los días o semanas venideras. Prefería aprovechar ahora que los caminos todavía estaban secos, pues la lluvia o la nieve podían transformar el más simple de los viajes en una trampa mortal. Y la espera significaba aplazar la visita a Pierre de Fermat hasta la primavera, o incluso más tarde. Ahora bien, si quería proponer un nuevo sistema de cifrado a Antoine Rossignol, tenía que hacerlo antes del comienzo de las negociaciones de Münster, y la apertura de la conferencia tendría lugar en diciembre.

—Con un poco de suerte —concluyó—, estaré de vuelta antes del 1 de enero y podrías pasar la fiesta de Navidad en París.

Julie se había plegado a sus argumentos, pero no tenía ninguna gana de acompañarlo a París y esperarlo lejos, en el domicilio de sus padres, aunque sólo se tratase de un viaje de cuatro semanas. De modo que acordaron que ella permanecería en Mercy. Nicolás también se quedaría y Louis haría venir a cualquiera de los hermanos Bouvier, Guillaume o Jacques, el padre de Nicolás, para ocuparse de la seguridad de la casa. Los dos jóvenes criados que asistían habitualmente a Gaufredi, Esprit Ferrant y Germain Gaultier, eran incapaces de tomar decisiones sensatas. Con uno de los hermanos Bouvier al mando, Michel Hardoin y sus obreros podrían defender el castillo contra una banda de malhechores vagabundos, eventualidad temible con tantos desertores como infestaban los campos.

Los dos coches partieron juntos hacia las seis de la mañana. Blaise Pascal y su cochero se dirigieron a Ruán en tanto que Louis y Gaufredi lo hacían a París.

Llegaron a la capital por la tarde. Gaufredi condujo la carroza directamente al Palacio Real, donde entraron por la calle des Bons-Enfants.

El reitre esperó en el patio, mientras Louis penetraba en la parte del castillo reservada a los servicios y alojamientos del cardenal Mazarino. Louis conocía el camino del gabinete de Toussaint Rose, adonde lo había llevado Portau unas semanas antes, pero temía que no lo dejasen entrar solo.

Efectivamente, un guardia lo detuvo en el vestíbulo y tuvo que mostrar la carta de Le Tellier. Cuando la hubo leído, el oficial lo saludó con gran deferencia. Louis le explicó entonces que deseaba ver al marqués de Coye.

Quería pedirle al secretario de Mazarino que informase al ministro de su viaje a Toulouse con el propósito que le había expuesto en su última visita. Así, el cardenal sabría que se había tomado muy a pecho su proyecto.

Tras haber llamado a la puerta del secretario del primer ministro y haber obtenido como respuesta un ruidoso «¡Adelante!», Louis entró en el despacho.

Rose parecía particularmente satisfecho al verlo, y tras los cumplidos de rigor, le explicó que tenía instrucciones de Hugues de Lionne que le concernían: si el señor Fronsac acudía al Palacio Real por la razón que fuere, debería ser llevado de inmediato a su presencia.

—¿Pero por qué razón quiere encontrarse conmigo el señor de Lionne? —preguntó un Louis asombrado—. Apenas lo conozco ni he tenido ningún asunto con él.

—Lo ignoro, caballero, pero el señor de Lionne es la persona más cercana a Su Eminencia. Lleva todos los asuntos diplomáticos. Sin duda sabéis que es el sobrino del señor Servien. Además, la reina lo escucha. Su despacho no está lejos de aquí. Os conduciré hasta él.

El lacayo de casaca con galones de plata que se encontraba ante la puerta de Hugues de Lionne los introdujo en un primer despacho donde se hallaban dos amanuenses. Luego, una vez anunciados, los condujo al gabinete de trabajo del secretario de Mazarino.

Hugues de Lionne no se esperaba, desde luego, ver aparecer a Louis Fronsac. Sin ocultar su sorpresa, se levantó de su mesa de trabajo atestada de documentos y avanzó hacia él para saludarlo con afecto no fingido. Rose los dejó y Louis se quedó de pie cerca del hogar que caldeaba agradablemente el gran despacho.

—¡Caballero! ¡No os esperaba! —aseguró Lionne dándole un abrazo.

—Sentiría mucho molestaros, señor marqués, pero el señor Rose ha insistido para que viniese a veros.

—En efecto, le había dado instrucciones en ese sentido. Aunque el asunto sobre el que el señor Le Tellier había solicitado vuestra intervención esté cerrado, nuestros enemigos todavía pueden atacaros.

—¿Vos creéis?

—Estoy seguro de ello. Nosotros tenemos también —¿cómo decirlo?— nuestra policía. Es más discreta que la del señor de Aubray, pero igual de eficaz. Hemos identificado al que tiraba de los hilos y que sin duda ha matado al polígrafo Manessier. El mismo que organizó la emboscada contra vos.

Hizo una breve pausa antes de decir con desprecio:

—Se trata de Louis de Astarac, marqués de Fontrailles.

Louis gimió. Aquella revelación era lo que más temía. De nuevo su camino se cruzaba con el de aquel hombre a la vez tan sagaz y maléfico.

—Me gustaría saber cómo lo habéis descubierto —preguntó Louis.

Lionne no pareció haber entendido la pregunta y respondió con un vago ademán.

—Si os doy esta información es para que permanezcáis en guardia.

Louis no insistió y en la estancia se hizo el silencio. Fronsac supuso que, para llegar hasta Fontrailles, la policía de Mazarino habría seguido la pista de un hombre del marqués. Pero ¿cómo había sido identificado este último? De pronto lo adivinó: ¡Fontrailles lo hacía seguir a él también! Y, sin duda, tras el que lo espiaba había un agente de Colmarduccio, como en aquella comedia italiana que había visto con Julie unos días antes de sus esponsales. Una farsa en la que Arlecchino era espiado por Pantalone, el marido de Colombina, y éste espiado por Pulcinella, el criado de Arlecchino. Una vez más, había subestimado la astucia de Mazarino. Casi sin querer, se preguntó si incluso no habría sido él un simple cebo para cazar al marqués de Fontrailles.

—¿Lo habéis detenido? —preguntó con un tono neutro para evitar que el pesado silencio se prolongase.

—No ha sido posible, caballero… —respondió incómodo Lionne.

—Al señor de Fontrailles, sin embargo, se le pueden imputar muchas cosas.

—Desde luego. Pero ¿qué pruebas tenemos nosotros contra él, aparte de vuestro testimonio? Y el señor de Fontrailles tiene, sobre todo, muchos y muy poderosos amigos, empezando por monseñor, el hermano del difunto rey. La reina no nos secundaría. ¿Sabéis dónde vive?

—Tengo entendido que en casa del señor de La Rochefoucauld.

—En efecto —Lionne pareció sorprendido de que Fronsac lo supiese—. Así que es intocable. Salvo que actuase de nuevo abiertamente contra vos. ¿Y qué os trae por París? —prosiguió como si quisiese cambiar de tema.

—No voy a quedarme, señor marqués. Sólo estoy de paso. Hace unas semanas expuse a Su Eminencia, así como al señor Le Tellier y al señor de Brienne, una idea que se me había ocurrido: la de elaborar un código inviolable.

—Monseñor me lo ha contado. Pero ¿no es una quimera?

—Quizá. Sin embargo, me han hablado de un matemático que ha hecho los mayores descubrimientos tanto sobre los números como sobre la utilización de las probabilidades. Me reuniré con él y espero llegar a una solución. Se llama Pierre de Fermat y es consejero en el Parlamento de Toulouse.

—¿Os vais a Toulouse? —preguntó Lionne con su voz estentórea.

—Así es.

Lionne se quedó de nuevo en silencio. Louis observó que se pasaba la lengua por los labios, como si repasase alguna misteriosa combinación.

—Es un duro viaje, sobre todo en invierno, caballero. Tendréis que pernoctar y alojaros en algún lugar. Quizá necesitéis ayuda. Trataré de facilitaros las cosas —propuso el marqués al cabo de un rato, alzando los ojos hacia Louis—. No sé si lo sabéis, pero los Loménie de Brienne son parientes de los Castelbajac y, a través del señor de Brienne, he tenido ocasión de conocer y trabar amistad con la marquesa de Castelbajac. Es viuda y se llama Isabeau. Su difunto esposo, Godefroy de Durfort, falleció hace tres años. Ocupa el palacete de Castelbajac en la Calle Mayor de Toulouse. Ella podría alojaros.

—Ni que decir tiene que sería de una ayuda inestimable, señor, sobre todo en esta estación, aunque no piense permanecer en Toulouse más que dos días. Pero ¿no podría ser incómodo para una viuda alojar a un desconocido? Las habladurías…

—Tranquilizaos, no habrá maledicencias, y vos no arriesgáis vuestra virtud —se echó a reír—. Después de la muerte de su esposo, la reputación de Isabeau es la de una mujer de carácter y de una moral ejemplar. Es protestante, espero que no os incomode.

Louis no sabía qué responder y dejó que Lionne continuase:

—Muy bien. Entonces prepararé una carta de presentación que le entregaréis. Si os parece bien, os la haré llegar mañana al despacho de vuestro padre. ¿Cuándo pensáis partir?

—El miércoles, señor marqués.

—Eso será perfecto.

—¿La conferencia de Münster no es este mismo mes?

—Sí. Pero se trata sólo de la sesión inaugural. El señor Servien ya se ha ido. En cuanto al conde de Avaux, primero viajará a las Provincias Unidas para tratar de convencerles de no hacer rancho aparte con España. Es probable que el señor Servien esté aquí a fin de año.

—¿Y el señor Chigi?

—También ha dejado la Nunciatura.

—¿El señor de Coligny estará al frente del cuerpo de estafetas?

—En efecto, Enghien ha aprobado la propuesta de Su Eminencia y Coligny ya ha empezado a formar su escuadrón. Confiamos en él para asegurar la integridad de nuestros correos, ahora que habéis desenmascarado a nuestro espía.

Louis bajó la cabeza como única respuesta. No estaba en absoluto convencido de haber triunfado.

Al mismo tiempo, en el palacio de Liancourt, el marqués de Fontrailles terminaba la lectura de una carta que acababa de recibir de la duquesa de Chevreuse a través de su amigo el conde de Montrésor.

En situación de residencia vigilada en sus tierras de Couzières —no lejos de Tours— después del arresto del duque de Beaufort, Marie de Rohan no había abandonado la partida y proseguía con su proyecto, que le parecía saludable para el futuro del reino y, sobre todo, para el suyo: una alianza con España en la que Francia sería un Estado sumiso a los Habsburgo.

Huelga decir que tras el fracaso de su intento de asesinato contra Mazarino, a finales del mes de agosto, la duquesa había perdido mucha credibilidad con los españoles, y no tenía ya ninguna carta en la manga, pero, por suerte para ella, el marqués de Fontrailles no la había abandonado.

Sin embargo, pese a su aparente fidelidad, el marqués perseguía otro proyecto del que no hablaba jamás: derrocar el reino para instaurar en Francia una república cuyo primer cónsul sería él.

Mas, para realizar dicha ambición, necesitaba aliados, al menos provisionales, y, sobre todo, mucho dinero.

Hada ya algunos meses que había sobornado a un empleado del Servicio de Cifrado, proporcionando a sus amigos españoles informaciones de gran calidad. Pese a los fracasos de la duquesa de Chevreuse, seguía siendo tratado con consideración por los ministros de Felipe IV, que sabían de lo que era capaz; no en vano, un año antes había remitido al rey de España el tratado secreto firmado por el duque de Bouillon, Cinq-Mars, Gaston de Orleans y la reina.

«Eran los tiempos en que era todopoderoso», pensaba a veces con nostalgia. Tiempos en que era capaz de obtener de España ¡cuatrocientos mil escudos para monseñor y cuarenta mil escudos de pensión anual para Bouillon y Cinq-Mars a cambio del Rosellón!

Pero finalmente la conspiración había sido descubierta y él se había visto obligado a huir a Inglaterra.

Vuelto discretamente tras la muerte de Richelieu, había urdido un proyecto más ambicioso: matar al rey y, aprovechando los disturbios que seguirían a la creación de un consejo de regencia, tomar el poder por persona interpuesta.

Había llegado a hacer prender a Luis XIII y, por supuesto, había apoyado a los Importantes y a la duquesa de Chevreuse en su tentativa de sedición, considerando que le sería fácil deshacerse de ellos. Pero habían fracasado por culpa de Louis Fronsac, el insignificante notario que ya había dado al traste con la conspiración de Cinq-Mars, desbaratando el complot e impidiéndoles incluso asesinar al payaso de Mazarino.

Ese nuevo revés había estado a punto de costarle caro a Fontrailles. Afortunadamente, había tenido la precaución de no implicarse demasiado en la conspiración de los Importantes, y, mientras no apareciese en público, Mazarino no intentaría detenerlo. Su encarcelamiento pondría en apuros a demasiada gente si era interrogado. Empezando por la reina, de la que guardaba pruebas de que había sido el alma de la conspiración de Cinq-Mars y de los anteriores complots apoyados por España.

Ahora Mazarino se había vuelto demasiado poderoso y era imposible deshacerse de él por la violencia. Sin embargo, el marqués de Fontrailles creía que todavía podría provocar su desgracia y su caída si el italiano fracasaba en las negociaciones de Münster. La guerra costaba cara. Las arcas del Estado estaban vacías. El pueblo bramaba contra los impuestos y el Parlamento se negaba a imponer nuevas tasas que incluso afectaban a los ricos. Si Mazarino perdía en la mesa de negociación lo que Enghien y su ejército habían conquistado a costa de la sangre y la ruina de las pobres gentes, todo podía tambalearse. El pueblo, los togados, la burguesía, el ejército, la nobleza, todo el mundo exigiría la marcha del ministro, y quizá la abdicación de la regente. Monseñor se convertiría en regente y aquello sería el caos. La revolución estallaría al fin, como en Inglaterra.

Fontrailles pensaba con frecuencia con admiración en aquel squire, aquel hidalgüelo llamado Oliver Cromwell, que se había puesto a la cabeza de la revuelta del Parlamento de Londres contra el rey Carlos I. Era el ejemplo que él quería seguir.

El escamoteo de los despachos dirigidos a los negociadores de Münster y su venta a España respondían, pues, a un doble objetivo: primero enriquecerse, pues necesitaría dinero cuando la revolución estallase, y a continuación arruinar la posición de Mazarino.

Claude Habert había sido un magnífico espía. No sólo había copiado algunos despachos, transmitidos luego a los españoles en prueba de buena fe, sino que le había proporcionado una parte de los repertorios secretos que Rossignol utilizaba para el cifrado.

La muerte del polígrafo había puesto fin a aquellas combinaciones, pero había un nuevo agente infiltrado en el Servicio de Cifrado. Si llegaba a obtener la parte más importante de los repertorios de Rossignol, con el perfecto conocimiento que tenía de la diplomacia francesa, se comprometía a comprender el contenido de todos los despachos enviados a los plenipotenciarios del congreso de Münster.

Podría entonces vender a los negociadores españoles y austríacos el arma absoluta que les permitiría vencer en aquellas negociaciones.

El gran desafío era, evidentemente, obtener los despachos que su nuevo agente en el Servicio de Cifrado no pudiese robar. Tendría que obtenerlos directamente de las estafetas. Era perfectamente viable, pues el caballero de Chémerault conocía a varios de ellos y le había asegurado que podría comprarlos fácilmente.

Seguía habiendo una dificultad: el duque de La Rochefoucauld, que lo alojaba y que era también amigo de Maurice de Coligny, le había hablado del proyecto de cuerpo de correos propuesto por Brienne y que sería dirigido por Coligny.

Semejante proyecto, si se organizaba bien, podía contrariar las ambiciones del marqués de Fontrailles. Conocía a Coligny y sabía que elegiría soldados de élite, incorruptibles.

De modo que la solución era que desapareciese.

Asesinarlo era tan imposible como impensable. En cambio, desde el regreso del duque de Enghien y de Coligny a París, en el fecundo cerebro del marqués de Fontrailles se había ido gestando un plan mucho más retorcido. Para ejecutarlo, necesitaba la ayuda de la Chevreuse, que era la única que podía convencer al duque de Guisa.

Fontrailles había tenido muchas dificultades para hacer llegar su carta a Marie de Rohan y ésta todavía más en remitirle su respuesta, pues el dominio de Couzières, donde ella tenía asignada su residencia, estaba vigilado día y noche por arqueros y corchetes. Pero la duquesa de Chevreuse estaba muy avezada en intrigas y disponía de espías dispuestos a arriesgar su vida por ella. La respuesta finalmente había llegado al palacio de Liancourt, llevada por Claude de Bourdeille, el conde de Montrésor, que aseguraba la correspondencia de la duquesa.

Por la mañana —decidió el marqués de Fontrailles—, vería al duque de Guisa y le sometería su demanda.

Satisfecho por haber resuelto al menos el problema de su alojamiento en Toulouse, Louis no veía el momento de encontrarse con Gaston. Con Gaufredi como único compañero, no podía ni soñar con conducir una carroza durante más de una semana, sobre todo en invierno. Huelga decir que Gaufredi sabía llevar un tiro perfectamente, pero no era muy buen cochero que digamos. Y en cuanto a quedarse sentado en el pescante, durante horas y con frío, para dominar cuatro caballos, se sentía incapaz.

A Gaston le encantaban ese tipo de actividades violentas. Louis sabía que se alegraría de emprender ese viaje, aunque necesitasen contratar otro cochero. Gaufredi se encargaría de ello yendo a la calle Saint-Martin por la tarde.

Desde hacía varios años, Jacques Sauvage, hijo de un factor de los propietarios de los coches de Amiens, regentaba un establecimiento de fiacres y de alquiler de carruajes frente a la calle Montmorency, bajo la enseña de un palacete protegido por la estatua de san Fiacre. En su cochera disponía, para el alquiler, de una veintena de carrozas desvencijadas y de una cincuentena de viejos rocines; también había allí una serie de cocheros sin empleo que esperaban a los clientes.

El trayecto del Palacio Real al Châtelet fue particularmente lento, la carroza tirada por cuatro caballos tenía dificultades para maniobrar en aquellas calles tan estrechas y atestadas de gente.

Pero Gaufredi sabía hasta qué punto su aspecto de matasiete podía aterrorizar a viandantes y chamarileros. Gritaba todavía más fuerte que de costumbre, acompañando sus advertencias con amenazadores latigazos. Llegaron por fin al gran patio de la prisión-tribunal.

Por suerte, Gaston estaba en su despacho, en lo alto de la torre más grande del Grand-Châtelet.

Tras las efusiones del reencuentro, Louis le explicó que partía durante dos días para Toulouse y que esperaba se uniese a ellos.

—Si es preciso —añadió—. Hugues de Lionne mediará con Dreux de Aubray para que te deje ir.

Gaston lo escuchaba cariacontecido y sacudió negativamente la cabeza:

—¡Es imposible, Louis! En el asunto que tengo entre manos en este momento me juego mi honor. Acaban de robar unos documentos muy importantes en la Nunciatura. Dreux de Aubray se halla en un estado de nerviosismo que no le había visto nunca. No tiene ninguna pista, y nos encaminamos hacia un grave incidente diplomático con el Santo Oficio si no soy capaz de explicar al menos cómo se han arreglado los ladrones para llevárselos.

Sin lugar a dudas, la marcha de su amigo a Toulouse era una pésima noticia para Gaston, quien explicó a Louis que había pensado ir a buscarlo a Mercy para pedirle su ayuda.

—¿Por qué te encargas tú de esa investigación? —le preguntó Louis contrariado—. Eres comisario de barrio de Saint-Germain-l’Auxerrois, no de la Cité.

—El señor de Fiesque, el comisario de la isla, guarda cama por enfermedad. Dreux de Aubray me ha pedido que lo sustituya.

—¡Pero hay cuarenta y ocho comisarios en París! ¿Por qué tú?

—Sin duda porque sabe que soy el mejor en esta clase de asuntos —suspiró Gaston con un punto de orgullo.

«¡Qué contrariedad! —se dijo Louis irritado—. ¡Y por partida doble! Primero un robo inexplicable en la Nunciatura y a continuación el hecho de que el encargado de investigarlo estuviese enfermo».

—Cuéntame al menos lo que sabes —le sugirió a su amigo—. Si se me ocurre algo… Quizá este asunto no sea tan complicado…

Gaston se encogió de hombros mostrando así que no confiaba en una solución rápida.

—Sabes que la Nunciatura se encuentra desde hace unos años en la isla de Notre-Dame[69], en el embarcadero del Delfín[70] —le recordó su amigo—. Después de que Marie y sus asociados hubiesen obtenido el derecho de parcelar la isla que pertenecía al cabildo de Notre-Dame, se construyeron allí residencias de magistrados y financieros de fortuna insolente[71]. La Nunciatura está en la esquina del muelle, y sus jardines se prolongan hasta la iglesia de Saint-Louis. Es un edificio de ventanas protegidas por sólidas rejas en el primer piso y postigos interiores a partir del segundo. No se puede trepar por allí ni aun siendo ágil como una araña. La enorme puerta de entrada es de roble, sólida, y se atranca con un cerrojo, una cerradura y una barra interior. Hay un portero que la vigila día y noche. El portal se abre sobre un pasaje que da a un patio en media luna, asimismo vigilado. Por último, del lado de los jardines, el acceso es imposible por el exterior porque está rodeado de inmuebles o de paredes sin vanos.

—¿Han forzado una ventana?

—¡Desde luego que no! —replicó secamente Gaston, herido en su orgullo porque Louis hubiese siquiera imaginado que se le hubiese pasado por alto una cosa así—. Ya te lo he dicho: hay rejas por todas partes. He ido al lugar dos veces. Aparentemente nadie ha entrado; sin embargo, monseñor Chigi asegura que le han robado un portafolio de documentos importantes. Esos papeles se encontraban en una antecámara, al lado de su aposento. La pieza estaba cerrada con llave.

—Entonces tiene que ser un criado…

—Chigi asegura haber cerrado él mismo en persona con llave después de haber dispuesto el correo. Había colocado antes sus documentos en el portafolio. Su ayuda de cámara, que duerme en un cuartucho al lado de su alcoba, no oyó nada y nadie ha podido entrar en el piso. Pese a ello, por la mañana, el portafolio había desaparecido.

—¡Es una patraña!

—Es lo que yo le he dicho y montó en cólera. ¡Incluso se quejó de mí a Dreux de Aubray!

—¿Has interrogado a todo el mundo?

—¡Absolutamente a todos! Nadie ha visto ni oído nada. He examinado una por una todas las piezas del piso: hay una capilla hermosamente decorada, un salón de música y una galería con las paredes cubiertas de cuadros. Por todas partes, en paredes o consolas, hay objetos de valor, ninguno de los cuales ha desaparecido.

—¿Los ladrones sólo se han llevado esos papeles?

—Por lo visto, también había desaparecido una bolsa con algunos florines. Según Chigi, estaba en la mesa donde se hallaba el portafolio.

—No entiendo por qué el nuncio ha declarado este robo. Sin duda es un espía quien ha querido apropiarse de los documentos importantes de monseñor Chigi. Normalmente, la Nunciatura no es muy amiga de que la policía de Le Tellier meta las narices en sus asuntos.

—Eso mismo es lo que yo me he dicho. Pero, en mi opinión, hay dos razones para su demanda de investigación. En primer lugar, el nuncio quiere saber cómo se llevó a cabo el robo, para que no vuelva a producirse. En segundo lugar, si encontramos el portafolio, nos ha hecho saber que se trata de documentos diplomáticos que deberían serle devueltos sin examinar. Si el robo no hubiese sido advertido y hubiesen recuperado los documentos, el señor de Brienne estaría encantado. Será mucho más difícil pasárselos sin que el nuncio se entere; esto daría lugar a un incidente todavía más grave entre la Santa Sede y Francia. Monseñor Chigi será el encargado de las mediaciones entre los plenipotenciarios de Münster, y no se pueden perturbar desde el comienzo las negociaciones.

—¿Y si simplemente hubiesen sido los servicios de Brienne los autores del robo?

—No creo que, en ese caso, Aubray me hubiese encargado el asunto. Conoce mi temperamento. No suelto fácilmente la presa y le he prometido encontrar a los ladrones.

Louis sonrió. La respuesta de su amigo era pertinente. Se calló un instante antes de declarar:

—Me he encontrado esta mañana con Hugues de Lionne, uno de los secretarios de Mazarino. Me ha dicho que la policía del cardenal había identificado a mi atacante, que sin duda es quien dirigía a nuestro espía Claude Habert. Se trata de nuestro viejo amigo Fontrailles.

—¿Louis de Astarac? ¿De modo que está en París? ¡No tenía ni idea! ¿Pero cómo lo han sabido?

—Temo haber pecado de ingenuo. Al parecer me seguían los cómplices de Fontrailles, que a su vez debían de estar siendo seguidos por la policía del cardenal. Fontrailles se aloja en el palacio de Liancourt.

—¿En casa de La Rochefoucauld? ¡Ya entiendo! Es tan segura como una embajada extranjera. Y supongo que Fontrailles también habrá sido quien ordenó matar a Manessier.

—Sin duda.

—¿Tu viaje a Toulouse no puede esperar, Louis?

—No, la conferencia de Münster empieza dentro de unos días. Si soy capaz de proponer un nuevo código, debo hacerlo enseguida.

—¿Viajas con Gaufredi?

Louis suspiró:

—Sí, pero todavía he de encontrar un cochero. Puedo pedir a mi padre que me ceda a uno de los hermanos Bouvier, pero eso le causaría un grave quebranto porque lo dejaría sin servicio durante mucho tiempo, dado que también necesito que uno de los dos se instale en Mercy para vigilar la seguridad del castillo.

—¡Qué contrariedad! —exclamó Gaston sacudiendo la cabeza.

Silencioso como siempre, Gaufredi permanecía apoyado en la pared, al lado de la única ventana de la torre. Louis se volvió hacia él:

—Debo visitar a un librero, Sébastien Cramoisy, que tiene su tienda en la calle Saint-Jacques. Tenemos el tiempo justo y la carroza nos retrasaría demasiado. Llévala al despacho, coge un caballo y ve al establecimiento Saint-Fiacre. Trata de encontrar a uno o dos cocheros para el viaje. Acuerda tú la soldada con ellos.

—¿Vais a ir a la calle Saint-Jacques a pie y solo? —se inquietó el viejo soldado.

—No te preocupes. Ahora ya no corro peligro. ¡No me voy a pasar la vida circulando por París con un guardaespaldas!

Gaufredi hizo una mueca para mostrar su desacuerdo pero no insistió.

—¿La visita a esa librería está relacionada con nuestros espías? —preguntó Gaston.

—Quizá. Todavía no está claro en mi mente. En realidad, me cuesta mucho dilucidar quién es Charles de Bresche. Margot Belleville me ha aconsejado que pregunte a Sébastien Cramoisy, que conoce a todos los libreros de París. Quizá él sepa algo más de este hombre.

Louis prometió a su amigo que estaría de vuelta lo más tardar a primeros de año. Y que pasaría a verlo tan pronto como volviese.

Sébastien Cramoisy había abierto su tienda de librero-impresor hacía cuarenta años, en la calle Saint-Jacques. Ahora la regentaban su hijo y su nieto, pero el cardenal Mazarino todavía le encargaba a menudo buscar libros raros para su biblioteca.

Louis no había coincidido nunca con él, aunque sí varias veces con grandes libreros parisinos como Pierre Rocolet, cuya tienda lucía un rótulo con la leyenda Aux Armes de la Ville, o con Guillaume Loyson, que se había instalado en la Gran Galería del Palacio.

Fronsac no estaba seguro de encontrar a Cramoisy en la calle Saint-Jacques, pues Margot le había dicho también que solía estar en la Imprenta real del Louvre, cuyo director era desde hacía tres años. De modo que tal vez sería una visita infructuosa.

La tienda estaba pintada de verde y su fachada no era más que una doble ventana de gruesos vidrios esmerilados. Louis entró en una pequeña pieza llena de estanterías de roble. El lugar olía a moho y a cuero viejo.

En lo alto de una escalera apoyada contra una biblioteca, un hombre de unos cincuenta años lo miró con ojos de miope. Tenía en su mano una lupa para ver de cerca.

«Es demasiado joven para ser Sébastien Cramoisy —pensó Louis— y demasiado viejo para tratarse de su nieto».

—Me gustaría ver a Sébastien Cramoisy —dijo, saludando con una inclinación de cabeza.

—Yo soy Sébastien Cramoisy, señor.

—Si no me equivoco, sois el hijo de la persona que deseo ver.

—En efecto, llevo el mismo nombre que mi padre, señor. ¿Qué le queréis?

Permanecía encaramado en su escalera, la mirada inquisitiva, desafiante.

—Me llamo Louis Fronsac. Mi padre es notario en la calle des Quatre-Fils. Yo también lo era, pero he obtenido carta de nobleza por los servicios prestados a la Corona.

El hombre bajó de la escalera, ahora intrigado e interesado.

—¡Vaya! Eso es poco corriente —observó.

—Sin duda. Soy caballero de San Miguel.

—¿Qué queréis de mi padre?

Louis dudó.

—Me intereso por un librero parisino, vuestro padre los conoce a todos. Me han aconsejado que me dirija a él.

—¿Quién os ha aconsejado?

—Mi intendente. Se llama Margot Belleville; era librera como su padre.

—¿Morgue Belleville? Lo recuerdo. Lo torturaron y lo asesinaron.

—En efecto.

—¿Sabéis quién lo mató?

—Sí.

—¿Quién?

Louis hizo un gesto negando con la mano.

—No os lo diré. Sabed sólo que fue castigado.

El hombre se balanceaba de una pierna a otra, no ocultando sus dudas.

—¿Puedo creeros? —preguntó finalmente.

—Si hubiese tenido más tiempo, habría podido obtener una carta de recomendación de monseñor Mazarino, pero dejo París el miércoles.

—¿Conocéis a Su Eminencia?

—A veces estoy a su servicio.

El librero se rascó la cabeza antes de declarar:

—¡Seguidme!

Abrió una puerta oculta tras una de las librerías de la pared y siguieron un oscuro corredor que los condujo a otra pieza, muy luminosa, en el lado opuesto de la casa. La sala tenía una ventana que daba a un jardín interior. Una pequeña estufa de hierro calentaba el lugar.

Un anciano con una corona de cabellos blancos y gruesos quevedos apoyados en el caballete de la nariz examinaba unos legajos delante de la ventana. Levantó los ojos de los papeles al oírlos entrar.

—Padre, un visitante desea veros.

El anciano miró a Louis con atención, antes de balbucir:

—No tengo el honor de conoceros, señor.

—En efecto, señor Cramoisy. Mi nombre es Louis Fronsac.

—¿Sois pariente del notario Pierre Fronsac?

—Es mi padre.

—Vos redactáis contratos de librería —siseó el anciano esbozando una sonrisa.

—Lo hacía. Pero ya no soy notario.

—Lo sé. Me han hablado de vos.

—El señor Fronsac me ha asegurado que conocía al cardenal Mazarini[72], padre —intervino el hijo—. Únicamente por eso os he molestado.

—Has hecho bien, Sébastien. Casualmente fue Su Eminencia el cardenal Mazarini quien me habló del caballero. ¿Qué deseáis de mí, señor?

—Busco informes sobre un librero.

—¿Puedes dejarnos, Sébastien? —pidió el anciano a su hijo.

El hijo salió después de haber saludado respetuosamente a su padre.

—Monseñor Mazarini es un gran amante de los libros —afirmó el librero—. Se está haciendo con una inmensa biblioteca[73] de obras prodigiosas. Cuando puedo, le propongo a Naudé[74], su bibliotecario, las más raras ediciones. ¿Queréis ver lo que acabo de encontrar?

Louis se acercó a la mesa en la que descansaban dos ejemplares en cuarto magníficamente encuadernados y un pequeño en octavo.

Louis examinó el octavo. Era el poema épico de Madeleine de Scudéry, El vasallo generoso, en la edición de Agustín Courbé. El primer en cuarto era la nueva obra de Pierre Corneille, Cinna, en una edición de Toussainct Quinet. El segundo era un libro impreso por el propio Sébastien Cramoisy: La historia genealógica de las casas de Guines, de Ardresy de Coucy, de André du Chesne Tourangeau.

—Bellas obras —reconoció Louis—. Yo también tengo mi pequeña biblioteca.

—Lo sé. Por una confidencia de Su Eminencia. ¿Qué deseáis saber? —preguntó amablemente el anciano.

—¿Conocéis a un librero llamado Charles de Bresche? Tiene su tienda, Aux Armes de Rome, en la plaza Maubert.

—Conocía sobre todo a su padre —explicó Cramoisy tras una breve vacilación—. Un hombre cabal, bueno y cariñoso y, sobre todo, un excelente librero que sufrió lo indecible por las calaveradas de su hijo. Charles dejó Francia hace tres años; era un jugador empedernido y había perdido mucho en los garitos de juego. Su padre no podía pagar las deudas. El joven entró al servicio de un bribón que se hacía pasar por un gentilhombre para robar mejor a las viudas. Se fueron a buscar fortuna a Italia, donde su amo tuvo problemas, según me han dicho. ¿Qué fue de él? Estará pudriéndose en el fondo de alguna mazmorra. El caso es que Charles se encontró solo y arruinado. Por cierto que también se las da de noble y se hace llamar Charles de Bresche. Y utiliza otro nombre que he olvidado. Todo le valía para sobrevivir; se metió en tratos sucios y acabó mezclándose con los Barberini, de los que se ha convertido en una especie de lacayo y secuaz para sus más bajas necesidades. Fingía bien, hablaba aun mejor y carecía de escrúpulos. Además, era hábil y cultivado. Se manejaba como pez en el agua en los asuntos turbios en los que la Iglesia no desea aparecer y lo recompensaron bien. Su padre se murió de pena el año pasado y el hijo, habiendo obtenido algunas obras y cuadros mediocres de los Barberini en pago por sus infames servicios, volvió a Francia. Vendió todo lo que valía algo tras una exposición en el palacio de Fleury. Recientemente, ha vuelto a abrir la tienda de su padre. Dicen que ha sentado cabeza —concluyó el anciano con el tono de quien no se lo cree.

—Conoce bien el negocio —dijo Louis con un tono neutro—. También me ha dicho que venía a veces a compraros libros.

—Bueno, no niego que pueda ser un buen librero. He hablado algunas veces con él y conoce el oficio. ¡Pero ciencia sin conciencia sólo es ruina del alma! Sea como fuere, sigue íntimamente ligado a la Santa Sede y, más exactamente, a los Barberini. Se dice que mantiene estrechos contactos con la Nunciatura, así como con el vicelegado apostólico Federico Sforza en Aviñón. Pero tal vez no sean más que habladurías y celos.

—¿Vuestros informadores son fidedignos?

—Yo también tengo estrechos lazos con la Iglesia —respondió el anciano con un rictus.

—Luego no deberíais reprochar al señor de Bresche su cercanía a la Santa Sede.

—No es su cercanía lo que me molesta, señor, es el uso que hace de ello, o que no ha hecho. El señor Bresche no dudaría en denunciarme por unos cuantos denarios si supiese que yo preparaba una obra que no gustase a Roma.

Louis permaneció silencioso. Esos informes confirmaban sus temores y arrojaban una nueva luz sobre sucesos recientes. Si Bresche era un espía al servicio de la Nunciatura, quizá Chantelou iba a su casa para pasarle el falso despacho. Eso justificaría que la tarde de la filtración el polígrafo hubiese tratado de alejar a Gaufredi.

De igual forma, la actividad de espionaje del librero podía explicar la visita de Fabio Chigi para algo más que la compra de un libro sobre Westfalia.

Pero ¿qué relación podía existir entre la librería Aux Armes de Rome y el marqués de Fontrailles?

Fronsac decidió visitar de nuevo a Bresche antes de partir. Intentaría hacerle hablar y averiguar algo más.

—Supongo que es inútil que os pregunte por qué os interesa el tal Bresche. Bresche a secas, dado que el De es postizo —precisó Cramoisy con una risa socarrona.

—Os agradezco todo lo que me habéis dicho, señor. Me habéis rendido un inestimable servicio. Monseñor lo sabrá.

El anciano sonrió asintiendo con la cabeza. Louis lo saludó y se internó de nuevo en el oscuro pasillo que llevaba a la tienda.

Por la tarde, Gaufredi volvió al despacho echando pestes. Tras horas de búsqueda, sólo había encontrado a un hombre capaz de conducir una carroza de cuatro caballos y dispuesto a partir para un viaje tan largo. El individuo al que había contratado se llamaba Gerauld y deseaba ir a Castres, donde se encontraba su familia, lo cual significaba que no regresaría con ellos y que allí deberían contratar a otro hombre.

Louis habló con su padre, que aceptó que Guillaume Bouvier fuese a Mercy y que su hermano Jacques acompañase a Louis en calidad de cochero. Pero Louis se daba cuenta de que ese arreglo contrariaba a su padre; dentro de una semana debía firmarse un importante contrato de matrimonio en el despacho y, en esa ocasión, los padres de la novia llevarían allí la dote en escudos de oro y plata. Habría alrededor de cien mil libras, lo que implicaba custodiar varios sacos de monedas durante algunos días.

Aunque dicho transporte fuese efectuado por guardias armados que permanecerían allí, el señor Fronsac habría preferido tener consigo a los hermanos Bouvier.

Gaufredi tenía aún todo el día siguiente para intentar encontrar a un segundo cochero.