Desde el viernes 13 de noviembre de 1643 hasta fin de mes
La víspera, Julie había ido de nuevo a casa de la modista para la última prueba. A petición de su marido, también había encargado a un sastre dos docenas de camisas de tela, tanto para ella como para él. Debido a su inminente partida, el sastre debía acudir a la vivienda familiar ese viernes por la mañana con un aprendiz para llevarlas y ajustarías.
Louis pasó, pues, una gran parte de la mañana en su cuarto-biblioteca probando camisas y rechazando las propuestas del sastre, que le ofrecía en cada prueba confeccionarle jubones, pantalones, calzas o capas a juego.
Salió de aquella sesión al límite de sus fuerzas, explicándole a Julie que prefería ser atacado en cualquier esquina por una banda de truhanes. Por lo menos, tendría a Gaufredi para defenderlo, mientras que ella, le reprochó, no sólo no lo defendía sino que se confabulaba con su agresor.
—Me has dicho que debemos vivir de acuerdo con nuestro rango. No he hecho más que obedecerte —había respondido ella—. Pero, tranquilo, he elegido un sastre cuyos precios son razonables. Igual que el zapatero y el mercero que vendrán con él.
El zapatero llegó después de cenar para ofrecerle a Louis unos elegantes zapatos de tafilete rojo con un rodete en el talón. En cambio, se negó en redondo a añadir una randa de encaje a las botas que Louis se había comprado en la calle Traversière.
—¡Sobre un modelo tan viejo es imposible, señor! Para satisfaceros, debo confeccionaros unas nuevas botas, más estrechas y con tacón alto. Deberán alzarse tanto como sea posible y pegarse a la pierna, salvo la vuelta, claro, que será en forma de embudo.
—Voy a contentarme con esos elegantes zapatos de rizo en el empeine —dijo un prudente y austero Louis.
Julie se probaba unos elegantes zapatos con lazo que le ofreció el ayudante del zapatero, un mozalbete boquirrubio de unos veinte años, mientras que Marie Gaultier, su camarera, examinaba la horma de madera que le permitía al artesano medir los pies.
El calzado era estrecho y el pie de Julie demasiado ancho. Tenía que esforzarse mucho para calzarlo. Para animarla, el ayudante se puso a canturrear empujando el pie de la joven contra su enorme mandil rojo:
Si he de calzar a una damita, soy de lo más habilidoso, empujad el pie, señorita, ¡y veréis que entra muy gustoso! |
Fue ese momento el elegido por el señor Richepin para anunciar la visita del joven Pascal.
—Julie, recibiré al señor Pascal en la pieza contigua. Así podrás elegir tus zapatos sin que te condicione mi influencia —sonrió Louis.
Aliviado por escapar de aquella pejiguera, saludó al zapatero y a su ayudante pasando a la sala de recepción utilizada para las cenas y comidas de invitados, en donde ya el señor Richepin introducía a su visitante.
Blaise Pascal era un joven de rostro redondo y tímido, de frente amplia y nariz aguileña. No tendría más de veinte años y caminaba con dificultad apoyándose en un bastón. Llevaba bajo el brazo izquierdo una especie de cofrecillo de cobre.
—Os agradezco que hayáis venido tan rápido, señor Pascal —le dijo afectuoso Louis invitándolo a sentarse—. El padre Mersenne ya os habrá expuesto mi problema.
—En efecto, señor marqués. También me ha asegurado que estáis interesado en la máquina de calcular. El padre Niceron y yo le hemos hecho algunas modificaciones esta mañana. ¿Queréis verla? —preguntó el joven con un brillo de orgullo en la mirada.
Posó el estuche sobre la mesa y lo abrió. Louis se mostró realmente intrigado. El interior del cofrecillo estaba enteramente constituido por engranajes y ruedas dentadas.
—Tal vez sepáis que la he construido para mi padre —explicó el joven con dulzura—. Las operaciones de cálculo de medidas son muy enojosas y fuente de muchos errores. Hay un montón de multiplicaciones y divisiones a las cuales se añade la complejidad de nuestra moneda. Con veinte soles en una libra y doce denarios en un sol, la máquina debe hacer unas doscientas cuarenta divisiones de la libra.
Se calló un instante para mostrarle el mecanismo y explicar:
—Mirad, las ruedas dentadas adoptan diez posiciones. Cada vez que una rueda pasa de la posición nueve a la posición cero, la rueda inmediatamente a su izquierda avanza una posición. Esto permite hacer las cuatro operaciones e incluso proporcionar los resultados parciales.
—¿Cómo hacéis las multiplicaciones?
—Con la ayuda de adiciones sucesivas, igual que las divisiones se hacen a partir de sustracciones sucesivas.
—¡Es una máquina maravillosa!
—Sin duda, pero excesivamente cara y difícil de fabricar. Es lo que me une en este momento al padre Niceron. Actualmente, esta máquina sale a unas cuatrocientas libras, y es tan compleja que no hay un solo obrero en Ruán que se atreva con ella, de modo que no me queda más remedio que construirla con él.
Louis se había inclinado sobre la máquina como si quisiese desentrañar sus misterios.
—Pero no he venido para hablaros de este artilugio —sonrió el joven—. Cuando el padre Mersenne me propuso que pasase esta mañana a visitaros, yo estaba, como acabo de deciros, con el padre Niceron. Sorprendido por su petición, no acertaba a entender lo que buscabais y apenas veía el interés de venir a veros. Fue el padre Niceron quien insistió, diciéndome que erais un personaje asombroso, capaz de razonamientos increíbles a partir de hechos tan nimios que jamás habrían atraído la atención del común de los mortales. Es lo que me ha animado a venir. La curiosidad, en cierto modo.
—El padre Niceron exagera, señor. Pero es cierto que poseo, no sé muy bien cómo, una extraña capacidad de ligar ciertas premisas oscuras para reunirías en claras evidencias, y que tengo una cierta afición por la lógica.
—Sin embargo, necesitáis disponer de premisas correctas para no equivocaros —observó Blaise.
—¡En efecto! Por lo visto, yo también tengo una especie de don para observar y clasificar hechos u observaciones que otras personas pasarían por alto. A continuación, casi naturalmente, establezco encadenamientos que se asocian unos a otros, permitiéndome a veces desembocar en buenas conclusiones.
—¿Qué habéis observado y concluido respecto a mí? —preguntó un risueño Blaise.
Louis no respondió inmediatamente. No conocía nada del carácter de aquel joven y se arriesgaba a indisponerse con él hablándole francamente. Sin embargo se arriesgó:
—Al llegar, habéis mirado ese atril y el libro en él posado. Su título dorado es bien visible en el canto.
Para hacer sitio en la estancia, el señor Richepin había hecho transportar una parte de las estanterías de la biblioteca, así como dos atriles, a la sala en la que se hallaban. Sobre uno de los atriles, descansaba el libro de Antoine Arnauld, De la frecuencia de la comunión, que el padre de Louis acababa de terminar.
—Varias veces, mientras me explicabais el funcionamiento de vuestra máquina, os habéis vuelto hacia ese libro —dijo Louis—. Por otra parte, habéis elegido trabajar con el padre Niceron, un fraile de los Mínimos. Ahora bien, los Mínimos han condenado esa obra y ellos han debido exhortaros a que os alejéis del libro. Pero vos sois un espíritu científico y os gustaría formaros vuestra propia opinión.
Y, con una sonrisa, concluyó:
—Creo que estáis deseando leerlo.
—En efecto —dijo Pascal con voz velada—. Algunas personas que conocen al abad de Saint-Cyran[61], que acaba de ser excarcelado, como debéis saber, me aconsejaron su lectura asegurándome qué se trataba de una obra admirable.
Una vez más, Louis dudó en proseguir. Lo hizo, sin embargo, considerando que era el mejor medio de convencer al joven Pascal.
—Os diré algo más. Sufrís, tenéis dificultades para desplazaros, de modo que os interrogáis sobre la existencia de Dios, sobre las razones de su actuación para con vos. Sabéis que el libro de Arnauld plantea el problema de la gracia divina. Lucháis entre la verdad científica, el conocimiento y la fe, y os preguntáis si no hallaréis la respuesta a vuestras preguntas y a vuestros tormentos en esta obra.
El joven Blaise, habitualmente de tez pálida, palideció mortalmente ante estas palabras. Permaneció un largo momento en silencio, como si estuviese en oración.
Louis se levantó, cogió el libro y se lo ofreció.
—Procede de la duquesa de Enghien.
—¿Lo habéis leído, señor?
—Lo hemos leído todos. ¿Queréis que os lo preste?
—¿Cómo os lo devolvería? —preguntó Blaise casi en un murmullo.
—Seguramente nos volveremos a ver.
El joven suspiró y sus labios esbozaron una sonrisa:
—La Providencia os ha hecho un regalo que pocas veces concede, señor —le dijo él—. Tenéis una mente fina, capaz de ver lo que escapa a otros, y, al mismo tiempo, una mente de geómetra que os permite razonar muy acertadamente. Es poco corriente; he observado que los geómetras suelen tener muy mala vista y que las mentes finas son incapaces de someterse a los principios de la geometría.
Sonrió más abiertamente:
—¿Y si me exponéis vuestro problema?
Louis supo entonces que se había ganado su confianza.
—Se trata de un problema de cifrado —empezó— de códigos secretos. De momento no es más que un juego en mi mente. Sabéis que es habitual, para disimular las informaciones, transformar un documento de forma que a cada elemento real corresponda el elemento de un código. Pero no ignoráis que los hombres de talento en el dominio de las matemáticas pueden penetrar esas disimulaciones estudiando las posibilidades relativas de transposición de cada elemento. La cuestión que me planteo es la siguiente: ¿Podría idearse un método, un mecanismo, al que no fuese posible aplicar las reglas probabilísticas?
El joven Pascal meditó un instante antes de hacerle una pregunta intempestiva:
—¿Jugáis a los dados, señor?
—Raramente.
—¡Qué lástima! ¿Sabéis con cuántas tiradas se puede sacar un seis doble?
Desconcertado, Fronsac enarcó una ceja y no respondió.
—Hay una posibilidad sobre treinta y seis, señor. Y para un siete, siempre con dos dados, ¿con cuántas tiradas creéis que lo obtendríais?
—Supongo que con treinta y seis también.
—En absoluto. Sólo con siete tiradas. Es un problema que me planteó un amigo, Antoine Gombaud, caballero de Méré. Quería saber el número de tiradas necesarias para «que den las doce»[62]. Ya veis, puede parecer un divertimento —prosiguió Blaise en tono serio—, pero no lo es para un jugador. Lo que quiero deciros es que quien conoce las reglas matemáticas tiene más oportunidades de ganar que quien las ignora. La tirada de los dados es un buen ejemplo de una aplicación probabilística. Estoy bastante fuerte en esto, pero hay alguien mucho mejor que yo. Comparado con él, yo soy un simple aprendiz en esta ciencia. En mi opinión, es el mayor matemático del siglo. Es a él a quien debéis consultar —concluyó el joven Pascal.
—¿Quién es ese hombre prodigioso?
—Un consejero del parlamento de Toulouse llamado Pierre de Fermat. Debe de tener algo más de cuarenta años. Estudió primero la geometría, las similitudes, las inversiones y las distancias. Es un dominio próximo al que os interesa a vos. Desde hace algunos años, se ha consagrado a la búsqueda de máximos y de mínimos en las formas y en particular en los problemas de las tocantes de las curvas[63]. Estoy de acuerdo con él y creo que nadie en Europa logrará comprender en muchos años todos sus descubrimientos en la ciencia de los números.
—¿Toulouse? ¡Diablos! Tendré que ir allí para verlo…
—Sin duda. ¿Queréis que le escriba? Le hablaré de vos y, por medio de un correo, tendremos una respuesta dentro de tres semanas.
—Os quedaré muy reconocido. Decidle que estoy dispuesto a ir a Toulouse, incluso en esta estación tan problemática para los viajes.
—La primavera es más agradable en Toulouse. ¿Vuestro problema no puede esperar?
Louis dudó de nuevo, luego ahuyentó sus temores. Sentía una gran confianza en el joven.
—No. Además, debo haceros una súplica. Mi búsqueda es confidencial y debe permanecer en secreto ya que concierne a la seguridad del reino. ¿Comprendéis lo que significa?
Blaise meditó un instante antes de prometer.
—No hablaré de ello a nadie, ni siquiera a mi padre. Y no diré nada al padre Niceron, aunque me confiese. Sin embargo, me habíais dicho que se trataba de un problema personal…
—Y lo es, pero el resultado, si alguno obtengo, no será para mi satisfacción personal. Remitiré un informe a las altas esferas.
—¿A un ministro, quizá? —sugirió el joven, muerto de curiosidad.
—Al rey, señor.
Pascal bajó los ojos, nervioso por haberse mostrado indiscreto.
—Tan pronto como obtenga una respuesta del señor Fermat, vendré a veros y os devolveré vuestro libro. ¿Vivís aquí?
—No, en Mercy, a ocho leguas de París. Os explicaré cómo llegar…
Tras la partida de Blaise Pascal, Louis no tenía ninguna gana de volver con el zapatero de Julie. Puesto que debían regresar a Mercy al día siguiente, decidió ir a la tienda de Charles de Bresche para adquirir Las galanterías del duque de Osuna.
Como la víspera, Gaufredi lo acompañó en la carroza que Nicolás conducía.
Y, como la víspera, no se fijaron en el chiquillo que corría detrás del coche para viajar de gorra, ni en el músico de flauta y tamboril que seguía al niño de lejos. El flautista tenía un extraño comportamiento: cuando la carroza se detenía a causa de los atascos, permanecía a cincuenta pasos de ellos tocando una tonada siciliana que interrumpía cuando el coche reanudaba la marcha.
Charles de Bresche pareció contento de volver a ver a Louis y fue a buscarle Las galanterías del duque de Osuna, que provisionalmente había colocado en un estante de la trastienda.
—¿Tenéis alguna obra de Marin Mersenne? —le preguntó Louis.
—Me parece que tengo su traducción de las Mecánicas de Galileo —respondió Bresche, señalando hacia lo alto de una de las estanterías—. Debo advertiros de que es una obra de muy ardua lectura; además, el ejemplar que tengo es bastante raro.
—Lo llevaré —decidió Louis—. ¿No tenéis ningún otro del padre Mersenne?
—Iré a ver.
Trepó a la escalera para alcanzar el último anaquel de libros de una de las estanterías.
—Pongo ahí arriba las obras menos demandadas —se excusó—. O las más raras, pues no me gusta que las manoseen.
Farfulló un instante antes de declarar:
—En efecto, tengo las Preguntas inauditas o Recreación de sabios. ¿Queréis verla?
—Si sois tan amable. Por favor. Y no olvidéis que también me llevo Las mecánicas.
Charles de Bresche bajó de la escalera con dos libros en octavo y le tendió uno de ellos a Louis.
Fronsac lo abrió. En la guarda podía leerse:
LAS MECÁNICAS DE GALILEO |
MATEMÁTICO & Ingeniero del duque de Florencia. |
CON VARIAS ADICIONES Raras, & noticias, útiles a los Architectos, Ingenieros, Fontaneros, Philosophos, & Artesanos. |
Traducidas del italiano por L.P.M.M. EN PARÍS, Casa HENRY GVENON, calle S. Jacques, Prados de los Jacobinos, con ilustración de S. Bernard. |
M. DC. XXXIV. CON PRIVILEGIO Y APROBACIÓN. |
Bresche le explicó:
—L.P.M.M. es por el padre Marin Mersenne. Sabéis lo modestos que son los Mínimos. Ponen sólo las iniciales de su nombre.
—Me lo llevo —dijo Louis—. ¿Cuánto pedís por él?
—Ya os lo he dicho. Es una obra bastante rara. ¿Seis libras os parece demasiado?
—Os doy tres escudos de plata por éste y por el otro libro de Mersenne.
—De acuerdo.
Después de que Louis hubiese vuelto al despacho, y mucho antes del anochecer, el arrapiezo de las calles que, desde hacía dos días, seguía la carroza de Fronsac informaba a Charles de Barbezière en la taberna del Petit-Maure.
El niño le contó que el gentilhombre al que seguía se había ido al mediodía a casa de un librero en la plaza Maubert, una que tenía el rótulo Aux Armes de Rome. Como la víspera, iba acompañado por un viejo espadachín con el brazo en cabestrillo.
El muchacho no había observado, por supuesto, al flautista que siguió sus pasos hasta el Petit-Maure, y mucho menos que ese flautista tenía la misma corpulencia que el deshollinador que lo había seguido la víspera.
Al día siguiente por la tarde, el mismo arrapiezo avisó a Barbezière, el hermano de la Belle Gueuse, de que el gentilhombre había dejado el despacho de la calle des Quatre-Fils en una gran carroza, acompañado de una doncella y de una joven. El viejo espadachín los escoltaba a caballo. Cuando enfilaron la calle del Temple, los perdió de vista, pero, en su opinión, habían dejado París.
Barbezière le dio un escudo de plata al chico y se quedó una hora larga en la taberna vaciando un jarro de vino tras otro. Tan absorto estaba en sus pensamientos que no observó al guantero que, instalado no lejos de él, seguía al niño desde hacía dos días, disfrazado de flautista o de deshollinador.
«¡De modo que Fronsac se había largado!», pensó con despecho Barbezière. Lo había previsto todo salvo una partida tan rápida. Estaba seguro de que, antes o después, se le presentaría una nueva ocasión de eliminar a aquel incordio. Había contratado una nutrida banda de malhechores a la que había ordenado esperar en un tugurio de mala muerte donde se reunían goliardos, granujas y sobre todo paillasses[64], una cueva situada en el camino que subía a la montaña de Sainte-Geneviève, a unos cuantos pasos del Petit-Maure. Si se hubiese presentado la ocasión, el niño no habría tenido más que correr al Petit-Maure para prevenirlo y él habría reunido a su banda en menos de una hora.
Pero eso no se había producido durante aquellos dos días, con un Fronsac demasiado receloso. Y ahora había dejado París.
La taberna estaba abarrotada de gente cuando hizo su entrada un hombre de baja estatura, achaparrado, contrahecho y de una fealdad poco común. Pese a sus deformidades, nadie en la sala se permitió un comentario desagradable. El recién llegado era dueño de un rostro espantoso, pero de una dureza singular. Además, debía de ser muy acaudalado, pues, bajo su capa ricamente bordada, se entreveían ropas de seda, así como una pesada espada de duelista con empuñadura de plata.
Se dirigió hacia la mesa a la que se sentaba Barbeziére. Los que lo conocían lo saludaban y bajaban los ojos con temor y deferencia. El marqués —aquel enano monstruoso tenía título de marqués— era famoso en el barrio tanto por su riqueza como por su despiadada ferocidad.
Se sentó frente al hermano de la señorita de Chémerault y, después de pedir vino de Saumur, escuchó el relato de Barbezière con mucha atención.
Tras un momento de silencio, durante el cual elaboró una nueva estrategia, dio instrucciones al jaque.
—Ya no es necesario vigilar el despacho de Fronsac —ordenó con su voz chillona—. Ocultaos durante algunas semanas y luego tanto vos como vuestra hermana podéis volver al mundo. Mientras tanto, no aparezcáis por el Hazart.
Barbezière asintió, contento de no sufrir la ira de su amo, quien se levantó y, sin mirar a ningún cliente, volvió a salir.
El guantero se pegó a su sombra.
Cojeando, el contrahecho se dirigió hacia la elegante fachada de un palacio cuyo portalón estaba decorado con arquitectura dórica de pilastras.
Era allí donde vivía, en un apartamento que le dejaba su amigo François de La Rochefoucauld, príncipe de Marcillac.
En realidad, el inmenso palacio[65], que estaba dotado de patios y jardines, no pertenecía al duque sino a su tío, el marqués de Liancourt, duque de La Roche-Guyon y par de Francia, quien se lo prestaba a su sobrino.
Mientras subía lentamente al segundo piso del palacio, donde se ubicaba su apartamento, el hombre de traje de seda meditaba.
La fracasada tentativa de asesinato contra Fronsac, en la calle des Petits-Champs, lo había llevado al límite de su rabia, pero se le había ido pasando la cólera porque ese fracaso había tenido efectos benéficos inesperados. Fronsac se había ido, no era necesario matarlo y el marqués detestaba los crímenes inútiles. Pero, sobre todo, aquella partida significaba que la investigación llevada a cabo por el exnotario había finalizado o había sido abandonada.
El enano vestido de seda se había hecho su composición de lugar, interpretando los desplazamientos de Fronsac tal como Barbezière se los había contado a partir de las informaciones proporcionadas por el arrapiezo de las calles.
Al día siguiente de la agresión, Fronsac y Tilly habían vuelto al palacio de Le Tellier. Sin duda alguna, para encontrarse con quienes los habían contratado. Brienne habría descubierto las filtraciones en el Servicio de Cifrado, al hablar con Le Tellier, y éste, de acuerdo con Mazarino, había pedido a Fronsac que desenmascarase al espía.
Claude Habert debía de haberlo sospechado y lo habría seguido hasta el Hazart. ¿Qué despiste había cometido para ser sospechoso? El enano lo ignoraba, pero debía de tener relación con la visita de Tilly y Fronsac al Hazart, una visita que él había observado detrás de un espejo trucado. Sea como fuere, al descubrir a Habert muerto entre sus agresores en la calle des Petits-Champs, Fronsac había debido de concluir que Claude era el culpable. Y cerrado su investigación.
Así pues, el sacrificio de Habert no había sido en vano. Además, nadie podría asociarlo con él. Claro que ahora ya no tendría acceso a los despachos de Brienne. Así que habría que encontrar a algún otro. Tal vez Garnier, o quizá Chantelou. Garnier era joven, la Chémerault podría encargarse de seducirlo. En cuanto a Chantelou, era un devoto; la Belle Gueuse no tendría mucho ascendiente sobre él, aunque el contrahecho no ignoraba que los devotos eran a veces grandes libertinos.
Quedaban sin embargo algunos hechos inexplicables. Por ejemplo, la visita de Fronsac a sus antiguos amigos de los Mínimos. Pero quizá ese desplazamiento no tenía ninguna relación con la investigación que el exnotario llevaba a cabo.
Más preocupante era el asesinato del otro polígrafo, Manessier. ¿Era posible que una segunda red se interesase por los despachos de Brienne? Al mediodía, justo antes de su muerte, y mientras él preparaba su trampa, Habert le había contado que Fronsac había ido a interrogarlo tanto a él como a los demás polígrafos, y les había revelado que habían matado a Charles Manessier intentando hacer pasar su muerte por un suicidio.
El enano se dijo que debería descubrir la verdad sobre ese punto. Quizá la expedición nocturna que proyectaba a la Nunciatura le aportaría elementos de respuesta.
Viendo desaparecer al contrahecho en el palacio de Liancourt, el guantero consideró que ya sabía bastante. Volvió sobre sus pasos y entró en una casucha de madera, frente a la taberna del Petit-Maure. En el primer piso se encontró con su compañero Isaac, que vigilaba la entrada de la taberna.
En un rincón de la pieza, una mujeruca cosía en silencio. La víspera le había ofrecido un escudo de plata diario para que lo autorizase a él y a su amigo a vigilar la taberna. La vieja había aceptado sin hacer preguntas.
—Fronsac ha dejado París, el asunto para nosotros ha concluido y he identificado al que dirige a Barbezière —dijo el guantero a su compañero—. Podemos largarnos.
Isaac tomó su capa. El guantero se dirigió entonces a la mujer, desolada por perder el maná que él le daba:
—Aquí tenéis un luis de oro. Ni una palabra a nadie. Tal vez volvamos a necesitar vuestra casa.
Ella se lo agradeció balbuciente. A su hija le vendría de perlas aquella pieza de oro para comprar ropa de abrigo a su nieto.
En la escalera, el guantero anunció a Isaac:
—Voy a rendir cuentas a Su Eminencia. Podéis volver a casa.
En la galería de gala que lindaba con el gabinete de trabajo de monseñor Mazarino, primer ministro del reino, el guantero Tomaso Ganducci, que, como todos los italianos, amaba los efectos teatrales, daba fin a su relato mencionando a la persona que había reconocido y visto entrar en el palacete de Liancourt:
—… Louis de Astarac, marqués de Fontrailles, monseñor.
—¡Fontrailles! ¡Así que era él quien estaba detrás de todo esto[66]! —exclamó Mazarino sorprendido—. Debía habérmelo imaginado. ¿Qué otro en este país iba a tener suficiente talento para robar el código de Rossignol?
Reflexionó un instante antes de proseguir.
—Eso quiere decir que la Chevreuse está detrás de todo el asunto. Y quizá incluso lo que queda de los Importantes… La Rochefoucauld, ¿por qué no?
—¿Haréis detener a Fontrailles, monseñor? Será fácil, sabemos dónde vive.
—¿Fácil? ¡Sin duda! Pero mantenerlo en prisión será algo más difícil. En cuanto a atreverse a atacar el palacio de Liancourt, al señor François de La Rochefoucauld, uno de los más fieles amigos de la reina… ¡Un hombre que ha participado con ella en la conspiración de Cinq-Mars! ¡Sería muy poco razonable! Por otra parte, ahora que sé que es mi adversario, todo se vuelve previsible y no es verdaderamente peligroso. Creo que el asunto está cerrado, mi buen Tomaso. El polígrafo que nos traicionaba ha muerto. Fronsac ha vuelto a casa y Fontrailles es impotente.
—Fronsac sigue buscando un código inviolable —objetó el florentino.
Mazarino esbozó una sonrisa encogiéndose de hombros:
—Es una quimera que lo mantendrá entretenido un tiempo. Os quedan otros asuntos que tratar, Tomaso: averiguad qué está haciendo Fabio Chigi en París y encontrad al que ha traicionado y entregado a Ferrante Pallavicino al Papa. Quienquiera que sea habrá de pagarlo con sangre.
—Podéis contar conmigo, monseñor —prometió el guantero.
Tan pronto como volvió a Mercy, Louis se reunió con Margot y Michel Hardoin para informarles de su decisión. De las veinte mil libras de Mazarino, había decidido dedicar quince mil a la fabricación de la gran rueda que llevaría el agua al castillo, así como al entarimado del puente provisional sobre el Ysieux. Hardoin podía ponerse manos a la obra y levantar los planos para que los trabajos pudiesen comenzar cuando llegase el buen tiempo.
En cambio, le explicó a Margot que no compraría el prado ni los campos al abad de Royaumont. Sin duda era demasiado prudente, pero todavía tenía gastos pendientes y temía que su primera cosecha fuese mala, pues el invierno se anunciaba lluvioso.
Margot aceptó a regañadientes. Se había tomado tan a pecho los intereses de su amo que desaprobaba abiertamente sus decisiones cuando le parecían desacertadas. Y esta vez consideraba con despecho que dejase pasar ante sus narices un buen negocio.
Como estaba enfurruñada, fue su marido quien le explicó que ya había empezado con los trabajos de reparación del puente. Él y Margot también se habían avenido con una familia de Mercy que había aceptado tomar su parcela recién adquirida en aparcería.
—Necesitarán utilizar los graneros y el establo de vuestra granja, señor. Pero os pagaremos un alquiler, así como la madera para el puente sobre el Ysieux —se justificó.
—Confío en vos plenamente, así como en Margot —respondió Louis—. Haréis vuestras cuentas con Julie. Por mi parte, tengo que pedirle un favor a vuestra esposa…
Durante el trayecto de vuelta entre París y Mercy, mientras Julie dormitaba, Louis había reflexionado largamente en el asunto que lo ocupaba. Cierto, el espía Claude Habert había sido neutralizado y ya no podía hacer daño, y la muerte de Manessier quedaba perfectamente explicada. Los hermanos Chémerault estaban bajo la vigilancia de Gaston y sin duda también de los servicios secretos de Le Tellier. Sin embargo, persistían rincones de sombra. ¿Por qué Chantelou había intentado disimular su visita a la tienda de Charles de Bresche cuando Gaufredi lo seguía? ¿Y la presencia de Fabio Chigi, futuro plenipotenciario en Münster para la Santa Sede, en aquella misma librería se debía exclusivamente a la adquisición de libros?
Las otras preguntas que se hacía Fronsac se referían a la actitud de Mazarino respecto a él. ¿Por qué el cardenal había mandado a Isaac de Portau a buscarlo para no decirle otra cosa que banalidades y hacerle charlar con su guantero?
Las preguntas concernientes a Mazarino no podía responderlas. En cambio, para las relativas a Charles de Bresche, Margot le sería muy útil.
—Sabéis que podéis preguntarme lo que queráis —respondió la joven a su amo, satisfecha de dar por finalizado su enojo.
—He comprado unos cuantos libros a un librero, Margot. Quizá lo conozcáis, ya que vuestro padre tenía ese oficio. Se llama Charles de Bresche.
—Mi padre se relacionaba con un librero llamado Jean Bresche, de la plaza Maubert.
—Éste debe de ser su hijo.
—Pues, que yo recuerde, el hijo no era librero. Creo que había dejado a su padre para marcharse a Italia, a la aventura.
—En efecto, me habló de un viaje a Italia.
—¿Sabéis quién podría informaros mejor que yo, señor? ¿Conocéis a Sébastien Cramoisy?
—De oídas, por supuesto, pero no personalmente.
—En su familia, son generaciones de libreros e impresores. Su hermano, su hijo y su nieto son también libreros y tienen su tienda en la calle Saint-Jacques, pues, desde hace tres años, es director de la Imprenta real del Louvre, para la que se ha propuesto publicar una colección de autores griegos del Bajo Imperio. Era amigo de Richelieu, muy cercano a los jesuitas, hasta el punto de que era su impresor habitual. Por esas razones, nunca ha sido molestado por la Universidad, siendo, además, el mayor erudito de París en textos griegos y latinos. Cramoisy preside el sindicato de los libreros e impresores parisinos. Los conoce a todos, y si alguien puede hablaros del hijo de Bresche, es él. Cuando yo trabajaba con mi padre, iba a verlo con frecuencia, así como a su hijo. Deben de acordarse de mí.
—Iré a verlo con ocasión de mi próximo viaje a París —decidió Louis—. Me gustaría enseñaros los libros. Y vos me diréis si he pagado un precio adecuado.
Disipado por completo su enfado, la joven lo acompañó encantada a la biblioteca.
Los cuatro libros adquiridos en la tienda de Charles de Bresche estaban expuestos en una mesa.
Margot examinó primero los dos en cuarto, Las galanterías del duque de Osuna y El pastor extravagante.
—Son dos hermosas ediciones, señor. La encuadernación en tafilete es de calidad. La doradura del canto y de los medallones es perfecta. Su único defecto es la impresión en itálica, pero es algo cada vez más corriente, para economizar papel. Pierre Rocolet, el impresor de El duque de Osuna, y Toussainct du Bray, el de El pastor extravagante, son muy reputados. Este último tiene su tienda en la calle Saint-Jacques, no lejos de la de Sébastien Cramoisy.
Dejó los libros en la mesa, antes de preguntar:
—¿Cuánto habéis pagado?
—Alrededor de un escudo cada uno.
—Es un precio muy bajo. Yo os habría pedido más.
Louis le mostró entonces los otros dos libros, en octavo, de distintos tamaños, encuadernados en piel.
—Pero éstos los he pagado más caros, Margot.
Abrió el libro de Mersenne, Preguntas inauditas o Recreación de sabios.
—Es la primera edición, la de Jacques Villery, que data de 1634.
A continuación examinó Las mecánicas de Galileo.
—Éste tiene un gran valor. Es una obra muy difícil de encontrar.
—Los he conseguido por tres escudos, junto con El duque de Osuna.
Margot sacudió la cabeza y su semblante se transformó en una mueca de asombro.
—¡Es un precio bajísimo, señor! ¿Es que Charles de Bresche quería haceros un regalo?
—No sé —contestó Louis, repentinamente pensativo.
Transcurrieron tres semanas que a Louis se le hicieron eternas. Se pasaba casi todo el día fuera, con Michel Hardoin, para elegir el mejor paso de la futura canalización y dedicaba las noches a la lectura de la obra de Mersenne o Galileo.
El sábado 5 de diciembre, al anochecer, Louis y Margot, que acababan de examinar las ruinas del puente sobre el Ysieux, vieron llegar por el camino de la abadía de Royaumont un cochecillo tirado por dos caballos grises.
El coche se detuvo ante ellos y el joven Pascal, que acababa de abrir la portezuela, los saludó afectuosamente.
—Recibí hace dos días una carta del señor Fermat —le dijo a Louis— y he venido de inmediato desde Ruán para traérosla.
Louis abandonó a Michel Hardoin para acompañar a Pascal hasta el castillo. El joven había llegado solo, con un cochero de su padre. Margot y una doncella se ocuparon de instalarlo en un cuarto y de acomodarle un colchón, así como de servir una comida al cochero.
Una vez que hubo comido con apetito, en presencia de Louis y Julie, Blaise les confesó que no había probado bocado en todo el día, con las prisas por llegar antes de que anocheciese.
Sacó luego una carta de su jubón y se la tendió a Louis con una sonrisa encantadora:
—Escribí al señor de Fermat la mañana del día en que os conocí —dijo—. Le expuse vuestra idea, de forma muy general, por supuesto, pues sé de sobra que los correos de la posta son abiertos con frecuencia. También le hablé de vos y de vuestro deseo de entrevistaros con él.
Louis abrió la carta y la leyó. Trataba del problema denominado «la conjetura de Diofanto», que Fermat y Pascal habían abordado en correspondencia anterior, y sólo contenía una línea final que le concernía:
«Recibiré con sumo placer al señor Fronsac para que me plantee su problema, aunque no estoy seguro de poder proponerle una solución».
Aun siendo un texto escueto y apenas comprometedor para su autor, significaba un éxito tal para él que Louis exhaló un profundo suspiro de alivio.
Mostró la carta a Julie diciéndole:
—Me iré a Toulouse mañana o pasado.
La cena tuvo lugar un poco más tarde y, durante ella, Blaise Pascal acaparó la atención de toda la casa contando algunas historias de lo más divertido sobre los números y sus misterios.
Un poco más tarde, cuando los criados hubieron dejado la pieza, sólo quedaron en torno a la mesa, mordisqueando frutas confitadas y almendrados, Margot, Julie, Louis y Blaise Pascal.
Gaufredi se había encerrado en la armería a fin de preparar su equipo para el viaje a Toulouse.
Pascal habló entonces largo y tendido de su máquina de calcular medidas, intentando explicarles sus ventajas.
—Me preguntaba —intervino Louis— si sería posible construir una máquina semejante para codificar despachos. Bastaría con disponer de una máquina de partida y otra de llegada. Se introduciría el texto del despacho que deseamos cifrar, cuyas palabras la máquina traduciría gracias al código y luego enviaría el texto codificado. A la llegada, otra máquina haría la operación inversa.
—¡Louis —exclamó Julie—, te burlaste de mí cuando te dije que un día se fabricarían espejos mágicos como los de El pastor extravagante y tú ahora propones máquinas mucho más extravagantes!
Y volviéndose hacia Blaise Pascal, le explicó:
—Se trata de espejos que permiten ver a distancia y espiar la vida privada de los vecinos. Aparecen en una novela escrita por el señor Sorel de Souvigny.
—Ignoro, señora, si algún día se fabricarán esos espejos, pero en lo que respecta a la máquina de codificar imaginada por el señor Fronsac, las dificultades me parecen insalvables. No sólo harían falta ruedas dentadas para los números, sino también para las letras. Cada rueda dentada debería tener diez números, amén de todas las letras del alfabeto. Los engranajes serían de una increíble complejidad, y dudo de que haya un herrero o un mecánico capaz de construir un instrumento semejante.
—Sólo era una fantasía, señor Pascal —se excusó Louis—. Yo también creo que una máquina semejante jamás verá la luz.
Julie pasó de nuevo la fuente de frutas confitadas entre los comensales y se hizo el silencio entre los invitados. Pascal no había probado las golosinas. Louis lo observaba discretamente. Parecía nervioso, dubitativo. Finalmente, el joven se dirigió a él, tímidamente:
—Desearía pediros un favor, caballero.
—Si está en mi mano, tendré mucho gusto en concedéroslo —sonrió Louis.
—El señor Fermat es, en mi opinión, el mayor genio en matemáticas desde Pitágoras y Euclides. Además, se ha dedicado durante mucho tiempo al mismo tema que Pitágoras, el de los números amistosos.
—¡Vaya! ¿Así que los números tienen amigos? —se burló Michel Hardoin, que los detestaba tanto como le costaba escribirlos.
—¡Sus amigos son otros números, señor! Los números amistosos son pares de números cada uno de los cuales es la suma de los divisores del otro. Pitágoras demostró que ése era el caso de 220 y 284. Los divisores de 220 son 1, 2, 4, 5, 10, 11, 20, 22, 44, 55 y 110, su suma da 284. Y 284 tiene por divisores 1, 2, 4, 71 y 142, cuya suma da 220. Fermat ha descubierto que 17.296 y 18.416 son números amistosos[67].
—Pero ¿para qué sirve eso? —preguntó Julie, a la vez maravillada y anonadada por esa demostración.
—¡Para nada, señora! —contestó un Pascal irritado—. Salvo para comprender que Dios gobierna nuestro mundo y se divierte a veces en mostrársenos a través de los números.
Se volvió hacia Louis:
—Aquí tenéis mi petición, señor. En la carta remitida por Fermat, habréis observado un párrafo relativo a un problema sobre el cual hemos discutido varias veces. Se trata de la conjetura de Diofanto. ¿La conocéis?
—Seguramente la habré estudiado en el colegio de Clermont, pero no me acuerdo de nada —confesó Louis.
Pascal se volvió cortésmente hacia las otras personas presentes en la mesa a fin de explicar:
—Diofanto de Alejandría vivió hada el año 350 antes de Cristo. Era un hombre apasionado por la lógica y los problemas de números. Para que entendáis mejor su pasión, fijaos en las palabras —y cito de memoria— que pidió que se grabasen en su tumba: «Transeúnte, ésta es la tumba de Diofanto: es él quien con esta sorprendente distribución te dice el número de años que vivió. Su niñez ocupó la sexta parte de su vida; después, durante la doceava parte, sus mejillas se cubrieron con el primer bozo. Pasó aún una séptima parte de su vida antes de tomar esposa, y, cinco años después, tuvo un precioso niño que, una vez alcanzada la mitad de la edad de su padre, pereció de muerte malhadada. Su padre tuvo que sobrevivirle, llorándole, durante cuatro años. De todo ello se deduce su edad».
»¿Habéis adivinado la edad de Diofanto a su muerte? —preguntó con una sonrisa en los labios[68].
Michel Hardoin abrió unos ojos como platos, su esposa Margot hizo un gesto de impotencia. Julie reprimió una risita y Louis apartó las manos diciendo simplemente:
—¡No!
—Ochenta y cuatro años. Pero nos ha dejado algo más importante que este pequeño enigma: una obra maravillosa, la Aritmética, constituida principalmente por problemas matemáticos que no podía resolver, o cuyas soluciones no quería dar. ¿Queréis que os cite uno?
—¡Oh, sí! —exclamó Julie burlona—. ¿Cómo iba a conciliar esta noche el sueño si no?
—¿Existen dos números cuya diferencia sea igual a la diferencia de sus cubos? —le preguntó Blaise.
—A decir verdad, no me había planteado jamás esa pregunta, señor Pascal —respondió, ahora muerta de risa.
—Me lo figuraba, señora —sonrió Blaise—, pero sé por vuestro esposo cuánto amáis la arquitectura. Por tanto, conocéis bien el teorema de Pitágoras.
—En efecto.
Pascal se dirigió entonces a Louis:
—Pitágoras, que era el maestro de Diofanto, había demostrado que la suma de dos cuadrados podía ser igual a un cuadrado. Por ejemplo, cinco al cuadrado es igual a cuatro al cuadrado más tres al cuadrado. Ese caso, en geometría, permite, cuando se aplican esos valores a los lados de un triángulo, obtener un ángulo recto. A ese conjunto de números se le llama «triplete pitagórico» y Euclides probó que el número de tripletes pitagóricos era infinito. Diofanto, en una de sus proposiciones, se preguntó sobre la existencia de tales tripletes para las potencias superiores al cuadrado. Él no la encontró, y sugirió que incluso podría no existir. Este problema ha apasionado al señor de Fermat, que escribió al padre Mersenne asegurándole haber hallado la prueba de que un cubo no sería nunca la suma de dos cubos; que un bicuadrado no sería nunca la suma de dos bicuadrados; y, en general, que ninguna potencia superior a dos podría ser la suma de dos potencias análogas.
—¿Y qué interés puede tener eso? —preguntó Louis, más que perplejo—. El teorema de Pitágoras es fundamental en arquitectura, pero la proposición de Diofanto no me parece de ninguna utilidad…
—¡Pues claro que no tiene ninguna utilidad, señor! Eso es justo lo que le proporciona interés —sonrió Pascal de oreja a oreja—. Las matemáticas adoran esa clase de futilidades que simplemente prueban que hay leyes superiores que rigen nuestro mundo… y, por tanto, que Dios existe. Os daré otra prueba de la existencia de Dios: ¿Sabéis que Pierre de Fermat ha descubierto que el número 26 es único?
—¿Único? —preguntó Hardoin.
—Sí, porque se sitúa entre el 25 y el 27.
—En efecto —sonrió Louis—, ¡yo también lo sabía!
Pascal le dirigió una mirada triunfante:
—Veinticinco es un cuadrado, señor Fronsac: 5 al cuadrado. Veintisiete es un cubo: 3 al cubo. Veintiséis es el único número situado entre un cuadrado y un cubo.
Se quedaron todos en silencio y un tanto desconcertados, mientras el joven prodigio proseguía:
—Antes de Fermat, nadie había hecho ese descubrimiento —afirmó—. Como la proposición de Diofanto, que nadie ha logrado verificar. Bien, pues en su carta, Fermat me dice lo siguiente —el joven matemático sacó la misiva y leyó—: «He descubierto una maravillosa demostración de la proposición de Diofanto de la que ya hemos hablado, pero no puedo escribirla en esta carta pues es demasiado larga; el día que os vea os la daré».
—¿Y queréis que yo os traiga esa demostración? —preguntó Louis, que acababa de comprender lo que deseaba el joven que tenía tantas dificultades para desplazarse.
—Con todo mi corazón —respondió Blaise, con los ojos brillantes.