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Jueves, 12 de noviembre de 1643

Louis y Gaston se presentaron a las siete en el palacete que Le Tellier tenía en la calle Richelieu. Un lacayo los esperaba y los condujo en silencio a un salón de recepción del primer piso. Se encontraban ya allí, además de Michel Le Tellier, el conde de Brienne y Antoine Rossignol. Pero no Colbert.

El intercambio de saludos fue breve. Los dos ministros tenían prisa por conocer de primera mano la increíble agresión de la víspera. Le Tellier tomó la palabra tan pronto como nuestros dos amigos se sentaron.

—Señor Fronsac, el señor Colbert me avisó anoche de la muerte de Claude Habert mientras intentaba asesinaros con una banda de espadachines. ¿Qué pasó exactamente? ¿Creéis que era nuestro espía?

—Probablemente, señor —explicó Louis—, pero no tenemos ningún elemento de cargo contra él. Debéis saber que mi amigo el señor de Tilly lo había seguido hasta su casa: una venta frecuentada únicamente por holandeses, lo que no es ninguna prueba de culpabilidad. Es cierto que apostaba grandes sumas de dinero en el Hazart, el garito de la señorita de Chémerault, pero, aun así, ese comportamiento podría explicarse: las gentes muy duchas en la manipulación de los números suelen creer que han descubierto las reglas matemáticas que rigen los juegos de azar. Buscan entonces aplicarlas para enriquecerse. Sea como fuere, fuimos al Hazart y lo vimos allí. Tal vez me reconoció como el que le había sido presentado por el señor Rossignol. O tal vez reconociese a mi amigo Gaston, que lo había seguido. Jamás lo sabremos, pero sin duda fue a raíz de esa visita cuando se organizó esta matanza.

—En ese caso, su culpabilidad no ofrece ninguna duda —declaró rudamente Le Tellier—. Habrá pensado que teníais la prueba de su traición y pagado a una banda de malhechores para seguiros y atacaros.

—No era sólo una simple banda de malhechores, señor —intervino Gaston negando con la cabeza—. También está el asesinato de Charles Manessier, que han pretendido hacer pasar por suicidio. Por no mencionar la ocasión en que trataron de hacerme desaparecer.

—Lo ignoraba —aseguró secamente Le Tellier—. No he visto ningún informe al respecto…

—Soy yo quien pidió a Gaston que no lo escribiese —se apresuró a aclarar Louis—. Todavía nos faltaban datos. Pero puedo explicaros lo sucedido: al señor de Tilly le tendieron una trampa y lo molieron a palos hasta dejarlo inconsciente. Alarmado por su desaparición, fui en su busca. Finalmente lo descubrí y logré liberarlo, pero ignoramos quién organizó la emboscada.

Louis no deseaba hablar de la Chémerault. La joven había huido, y si sus enemigos se enteraban de que la buscaba, la harían desaparecer. Ahora bien, ella y su hermano constituían su última pista. Sin embargo, era consciente de que, si Le Tellier se mostraba demasiado curioso, no podría ocultar la verdad.

—¿Cuándo y dónde tuvieron lugar los hechos? —preguntó el ministro.

—El domingo, con ocasión de la recepción en el palacete de Avaux, señor. Encontré a Gaston magullado en las caballerizas de una casa abandonada.

—Recuerdo, en efecto, que buscabais a vuestro amigo —intervino Brienne, estupefacto—. ¡Nunca habría imaginado que se atreverían a atentar allí contra vos!

—La trampa estaba muy bien urdida, señor —continuó Louis—. Se requieren complicidades. Por eso creo que Claude Habert sólo ha sido un instrumento en manos de un hombre muy audaz. Tal vez debía mucho dinero, o quizá le aseguraron que yo sospechaba de él. Sean cuales fueren las razones, creo que se han servido de él.

—¿Por qué no se nos ha dicho nada de esto? —preguntó un Le Tellier no muy convencido de los argumentos esgrimidos por Louis.

—Habíamos acordado que yo llevaría este asunto a mi manera, señor. En mi opinión, no iba a servir de nada desenmascarar sólo a vuestro espía. Quería llegar más alto, hasta el urdidor de toda la trama. Algo que, por otra parte, coincide con vuestros deseos.

—¿Contáis con elementos para hacerlo? —preguntó el señor de Brienne.

—No, señor. Pero si vuestros adversarios saben que persigo este asunto, volverán a atacarme y tal vez tenga otra oportunidad.

—¿Oportunidad? ¡Mejor diréis vuestra próxima muerte! —exclamó Brienne—. ¿Sois consciente de la suerte que habéis tenido? ¿Creéis que la fortuna os protegerá por segunda vez? Jamás habría imaginado que se atreverían a tanto. ¡Atacaros así a vos y al señor de Tilly! ¡Todo un comisario de policía!

—¿Estáis seguro de que Claude Habert era nuestro espía? —preguntó un Le Tellier más tranquilo.

—Por completo —respondió Louis sin vacilar.

—¿Y cómo explicáis entonces la muerte de Charles Manessier?

—Tengo una idea de lo que ha debido de pasar: Habert descubrió que lo seguían, que sospechábamos de él. Junto con su cómplice —sin duda el urdidor de este asunto—, emborrachó al señor Manessier, y luego lo colgaron para que su muerte pareciese un suicidio. Todo ello para que yo llegase a la conclusión de su culpabilidad, tan evidente era la explicación: Manessier, temeroso de ser detenido, se habría suicidado. Sólo que yo no piqué el anzuelo y se lo expliqué a los subordinados del señor Rossignol. Habert se atemorizó y, solo o a requerimiento de su cómplice, organizó la emboscada contra mí.

—Vuestro razonamiento me parece sólido —aprobó Michel Le Tellier—. Y me basta con saber que nuestro traidor ha sido puesto fuera de juego, aunque desgraciadamente le haya costado la vida al señor Manessier. ¿Qué pensáis de ello, Rossignol?

—Tenemos tantos enemigos dispuestos a robar nuestros códigos, señor —respondió el aludido—, que desenmascarar al o a los cómplices apenas serviría de nada.

—¿Y la justicia, señor? —protestó Gaston—. Aun olvidando lo que me sucedió a mí, así como la agresión contra Louis, ¡han matado al pobre Manessier! ¡Vuestro pariente! Los asesinos deben pagar por ese crimen.

Se produjo un silencio incómodo. A continuación, Le Tellier se dirigió a Gaston:

—Claude Habert frecuentaba el palacete de la señorita de Chémerault —dijo—. Ahora bien, ayer me enteré de que el Hazart había sido cerrado y de que la señorita de Chémerault ha dejado París. Recuerdo perfectamente haberla visto en la recepción del conde de Avaux. ¿Tiene ella algo que ver en esta historia?

Gaston miró a Louis, y esa mirada no escapó al ministro de la Guerra.

—Lo ignoramos, señor, pero, por si acaso, mi amigo desea interrogarla —respondió prudentemente Louis.

Le Tellier suspiró moviendo la cabeza:

—Os internáis en terreno muy peligroso, señores. La señorita de Chémerault tiene muchos amigos y está a punto de contraer matrimonio con un tesorero de la Corona. Sin pruebas contra ella, os procuraréis muchos enemigos. Luego, proseguir con esta investigación es también poner en peligro la vida del señor Fronsac. Ni Su Eminencia ni yo deseamos tal cosa. El señor Rossignol tiene razón, seguirá habiendo muchos interesados en descubrir nuestros secretos como nosotros intentamos hacer con los suyos. Es un juego. ¡Un gran juego! En este momento, señor Fronsac, entiendo que habéis llevado a término la misión que se os había confiado. Así pues, la considero concluida. Os haré llegar una letra de cambio por diez mil libras como hemos acordado. En cuanto a vos, señor Tilly, la reina sabrá lo que habéis hecho por ella.

—¡Y jamás conoceremos a los cómplices, a los que han matado a Manessier! —se lamentó Gaston.

—En efecto, es una lástima, pero ahora el Servicio de Cifrado es seguro. Y eso es lo que deseábamos.

Louis sacudió la cabeza de derecha a izquierda para manifestar su desacuerdo:

—No creo que el Servicio de Cifrado sea seguro, señor —declaró—. Varios despachos cifrados han sido robados, no sabemos exactamente cuántos. Con los elementos contenidos en dichas cartas, tal vez con partes del repertorio robado de la caja fuerte, una mente talentosa podría llegar a interpretar, a adivinar, las partes que faltan del repertorio y leer así nuestros próximos despachos. Es exactamente lo que sucedió con el código de María Estuardo, ¿verdad, señor Rossignol?

—¿Eso es posible, señor Rossignol? —se inquietó Brienne.

—Por supuesto, señor conde. Ningún código es inviolable y, en efecto, disponiendo de una parte se puede descubrir la totalidad. Thornas Phelippes penetró el código cifrado de María Estuardo. Pero el código que yo utilizo es mucho más complicado que el de la reina escocesa.

—De acuerdo, señor Rossignol —admitió Louis—, pero yo creo que pese a todo debemos preocuparnos. He hablado de ello con el señor de Montauzier, que ha vuelto de Alemania y que también es, como sabéis, hombre de ciencia. Me ha contado que en aquellas tierras alguien había llegado a descifrar el código utilizado por Rantzau y su estado mayor. Me habría gustado interrogar a ese hombre y conocer sus métodos, pero fue capturado y Rantzau ordenó que lo ahorcasen. Entonces pregunté al señor de Montauzier si creía posible la elaboración de un código indescifrable aun poseyendo una parte. Me declaró que si ello fuese posible, no podría ser elaborado más que por un matemático y me aconsejó que hablase con el padre Mersenne, del convento de los Mínimos.

—¿Qué opináis vos, Rossignol?, ¿ese código es una quimera? —preguntó Le Tellier, quien, como ministro de la Guerra, conocía el incidente de Rantzau.

—No, señor. He pensado en ello, pero no poseo suficiente talento en la ciencia de los números para lograrlo.

Le Tellier permaneció un rato callado, sumido en sus pensamientos, y nadie osó romper aquel silencio.

—¿Sois consciente de que Mersenne transmitirá a Roma todo lo que vos le digáis, Fronsac? ¿Qué confianza podéis concederle? —preguntó al fin.

—Tenéis razón, señor, pero en otras circunstancias sabéis mejor que yo lo que hizo el prior de los Mínimos en pro del cardenal Mazarino.

Le Tellier permaneció silencioso, ahora visiblemente desconcertado e incapaz de contradecir a Fronsac.

Algunos meses antes, perseguido por los asesinos de la duquesa de Chevreuse, Louis había hallado refugio en el convento de los Mínimos y fue el superior del convento, con la ayuda del padre Niceron, quien le permitió introducirse en la banda del duque de Beaufort y, gracias a ello, impedir el asesinato de Mazarino.

Le Tellier era el único de los allí reunidos que lo sabía.

—¿Qué le diríais si os autorizo a reuniros con él?

—Mersenne mantiene relación con los hombres más sabios de Europa en la ciencia de los números. Pensé que él podría ponerme en contacto con alguno al que exponerle mi idea.

Le Tellier sacudió negativamente la cabeza:

—Mersenne es demasiado inteligente para vos, señor Fronsac. Os enviará a uno de sus amigos y, si éste propone un código singular o insólito, inmediatamente estará en manos de la Santa Sede.

—Es un juego, señor, vos mismo lo habéis dicho. Y yo también sé jugar. Mersenne puede intentar engañarme, pero yo puedo hacerlo igualmente. ¿Estáis seguro de que jugará contra mí? En última instancia, el señor Rossignol será quien tenga la última palabra si yo le llevo una solución. ¿Qué arriesgamos con ello?

Le Tellier consultó con Brienne, quien, tras un momento de reflexión, bajó la cabeza afirmativamente. Luego interrogó a Rossignol con la mirada. El responsable del Servicio de Cifrado asintió a su vez.

—Muy bien, de momento me habéis convencido, caballero —suspiró el ministro—. Continuad con vuestra idea y, si obtenéis algún resultado, volveremos a hablar.

En la carroza que lo llevaba de regreso al Grand-Châtelet, Gaston no ocultaba su descontento.

—El cómplice de Habert sólo puede ser el hermano de la Chémerault. Fue él quien me atacó, y es él quien quería intentarlo contigo con la complicidad de su hermana. ¡Es más que evidente! Con una orden de Le Tellier, podría encontrarlo, hacerlo salir de su escondrijo, detenerlo y destruir definitivamente ese nido de espías. Con él y su hermana en libertad, todo empezará de nuevo.

—Tienes razón, pero Le Tellier tampoco está equivocado. Nosotros no tenemos para probarlo más que nuestra palabra y ellos cuentan con amigos muy poderosos. Tal vez encuentres algo al examinar los cuerpos de los truhanes que mandé llevar ayer al Châtelet.

—Tal vez, pero lo dudo.

El comisario hizo una pausa para inquirir:

—¿Cuál es el papel de la señora Moillon y de sus hermanos en este rompecabezas?

—¿Cómo saberlo? —preguntó a su vez Fronsac, encogiéndose de hombros—. Según Tallemant, la señora Moillon podría tener una relación especial con Servien.

—¿Su amante?

—No, es otra cosa. Se conocen, eso está claro. Aunque si he sido apartado de este asunto, ¿qué necesidad tengo de saberlo?

—¿Y tu librero?

—Es sólo eso, un librero. No he hallado nada contra él.

Se quedaron de nuevo en silencio, durante el largo rato que la carroza estuvo detenida por mor de un atasco ante el Palacio Real.

Cuando el coche reanudó la marcha, Gaston preguntó:

—¿De veras crees que con los despachos robados y los elementos que esos espías poseen podrían descifrar el código de Rossignol?

—Si es así, ya no tiene remedio. Pero Rossignol es muy inteligente y espero que su sistema de repertorio sea más fuerte que ellos.

—¿Y es posible concebir un código inviolable?

Louis se encogió de hombros para subrayar su impotencia.

—Ojalá. Intentaré ver al padre Mersenne esta tarde. Si no puede, o no quiere ayudarme, volveré a Mercy a finales de semana.

Después de dejar a Gaston en el Grand-Châtelet, la carroza volvió al despacho de los Fronsac. Louis comunicó a sus padres y a Julie el fin de su investigación y su próximo regreso a casa con ellos. Le faltaba todavía seguir una última pista, para lo cual tenía que ir al convento de los Mínimos, les explicó, pero sin duda podría llevar a cabo esta última tarea sin tener que quedarse en París: si el padre Mersenne le proporcionaba los nombres de algunos matemáticos, les escribiría para tratar de entrevistarse con ellos.

Aunque insatisfecho, Louis consideraba que la semana había sido fructífera. Había resuelto el problema que Le Tellier y Brienne le habían consultado y ello le reportaba diez mil libras que, añadidas a las que Le Tellier le había entregado en Mercy, lo liberarían de sus preocupaciones financieras inmediatas.

Durante la cena con sus padres, discutieron largo y tendido de la forma en la que dicha suma sería gastada. Una cosa era segura: una gran parte sería utilizada para llevar agua al castillo. Podrían así disponer de dependencias de baños como los de la marquesa de Rambouillet. Pero con el resto, ¿comprarían las tierras que el abad de Royaumont quería vender? ¿Amueblarían la casa?

Julie expresó un pequeño deseo. Antes de dejar París, le gustaría llevar a Mercy otro libro. Había hojeado con interés Las galanterías del duque de Osuna, en la edición de Pierre Rocolet, que Charles de Bresche les había dejado y que Louis había devuelto luego.

Louis prometió a su esposa que iría a comprar el libro a Aux Armes de Rome. Podía emplear en ello unas cuantas libras de su nueva fortuna. Además, aprovecharía para adquirir una obra sobre el cifrado y el secreto de la correspondencia, si es que el librero tenía alguna.

Conducido por Nicolás, Louis se presentó por la tarde en el convento de los Mínimos.

Bajo el reinado anterior, la orden había hecho construir detrás de la plaza Real, a la entrada de la calle Saint-Louis, algunos edificios para acoger en París a una docena de religiosos, pues los Mínimos no tenían entonces casas en la zona.

Los Mínimos, denominados en las primeras décadas los Ermitaños de San Francisco de Asís, por su vocación de humildad, habían sido fundados en Calabria por san Francisco de Paula en el siglo XV. Su regla se basaba en una estricta observancia de la pobreza. Se consideraban a sí mismos los más pequeños de todos los religiosos y ése era el origen de su nombre: minimi. Los miembros de la congregación se consagraban a la oración, al estudio y a la erudición.

Pero su vocación de humildad no se conformaba con ninguna tolerancia, y muchos mínimos parisinos eran enemigos acérrimos de los librepensadores y de la religión reformada, a los que combatían con ardor.

Vincent Voiture los temía, sobre todo desde que habían auspiciado la puesta en práctica de una santa Inquisición encargada de juzgar a los miembros de la Cofradía de la Botella, de la que él formaba parte. Era un grupito de escritores, librepensadores y vividores que se reunían en la taberna de la Fosse-aux-Lions, en la calle du Pas-de-la-Mule, muy cerca del convento.

Afortunadamente no todos los frailes del convento eran tan intolerantes y uno de los miembros más eminentes de la comunidad parisina había hecho del monasterio el centro de la vida científica de la capital.

Mersenne era un matemático y un científico de pro, que recibía en su minúscula celda a los más eminentes sabios de Europa. Se había rodeado de un equipo de jóvenes frailes con talento, como el padre Niceron, maestro de anamorfosis e ilusiones de óptica, o el padre Diron, especialista en mecánica y armas de aire.

Louis se había reunido con el padre Niceron cuando se interesaba por la famosa arma de aire fabricada por el padre Diron por encargo de Richelieu. El mosquete de aire, cuyo único ejemplar poseía Louis, podía disparar una bala de plomo en el más absoluto silencio y matar así de forma misteriosa.

Había acudido de nuevo a Niceron en un momento en que necesitó ayuda de los Mínimos, quienes incluso le habían salvado la vida. Bien es verdad que había sido por su propio interés. El padre Niceron le había confesado que, en la lucha por el poder desatada en la corte a la muerte del rey, su orden prefería al italiano Mazarino en lugar de los devotos españoles sostenidos por la duquesa de Chevreuse y el duque de Beaufort, pues si estos últimos lo alcanzaban, el duque de Enghien se apoyaría en el ejército para tomar el poder. ¿No era preferible que Francia fuese dirigida por un cardenal que por un ateo libertino?

Pero desde el fracaso de la conspiración de los Importantes, Fronsac no había vuelto a ver a Niceron; se había limitado a escribirle para darle las gracias.

Nicolás condujo la carroza hasta el primer patio del convento después de que el portero les hubiese franqueado la entrada. Louis dejó a Gaufredi en el coche —el viejo soldado, con el brazo en cabestrillo, se había empeñado en acompañarlo— y, tras presentarse al hermano portero, le pidió que lo anunciase al padre Niceron.

Ninguno de ellos se había percatado del pilluelo que seguía la carroza desde el despacho de los Fronsac y que ahora se sentaba en un mojón de la esquina de la calle del Parc Royal. El arrapiezo tampoco prestó atención al viejo deshollinador piamontés que, escoba en mano y rasqueta a la cintura, lo seguía a su vez y acababa de instalarse en un hito de la esquina de la calle Saint-Louis.

Era un deshollinador muy singular. A veces lanzaba el grito de su profesión, sobre todo en presencia de las mujeres:

¡Damiselas, damiselas!

¡Deshollinad vuestras chimeneas!

¡Arriba y abajo!

Pero cuando lo llamaban para que fuese a deshollinar, respondía invariablemente, con un marcado acento italiano, que no tenía tiempo.

Como la otra vez, con ocasión de la última visita de Fronsac, el portero le pidió que esperase en la curiosa sala larga y estrecha que daba al patio. Louis sabía que los paisajes pintados en las cuatro paredes eran anamorfosis, es decir, figuras que se transformaban según el ángulo en que se mirase. Para hacer tiempo, caminó a lo largo de una de las paredes viendo cómo el paisaje se convertía poco a poco en una María Magdalena llorando en su gruta.

Se entretuvo en estos menesteres hasta la llegada de un joven monje tonsurado, de faz demacrada, el óvalo del rostro rodeado de un collar de barba negra.

—¡Caballero! —exclamó el fraile con una sonrisa cálida—. ¿Os gustan mis perspectivas?

Ambos hombres se abrazaron con calor. Curiosamente, pese a conocerse muy poco, los ligaba una sólida simpatía.

—Me he enterado de vuestros éxitos, Louis —añadió el padre Niceron.

—Gracias a vos, padre, y gracias a vuestra orden.

—¿Se trata de una visita de cortesía? —preguntó el fraile cogiendo a Louis por el hombro para llevarlo hasta el jardín, situado al otro lado de la estancia.

—No, padre. En realidad, vengo a pediros consejo, tal vez algo más.

Niceron bajó la cabeza antes de proponer con tono neutro:

—Si puedo ayudaros…

—Se trata de un problema de lógica. ¿Queréis oírlo?

—Por supuesto.

—Supongamos, padre, que tengo un documento cifrado. Un documento en el cual cada elemento real sería sustituido por otro elemento. Un hombre hábil podría descubrir las posibilidades relativas de disimulación de los elementos reales detrás de su código, sobre todo si posee una parte, ¿verdad?

—A ver si lo entiendo. ¿Vuestro documento sería, por ejemplo, uno de esos despachos cifrados en los que unas letras sustituyen a otras?

—Por ejemplo. Ahora, si yo desease evitar que descubriesen mi código, ¿podría idearse un método, o una mecánica, cuyas reglas probabilísticas fuesen inaplicables?

En el rostro de Niceron se dibujó una mueca seguida de una sonrisa.

—Es un problema interesante. ¿Sabéis que mis anamorfosis son también un medio de disimular la verdad?

—Por eso he venido a pediros consejo. Pero también me han dicho que el padre Marin Mersenne es un gran matemático y, sobre todo, que conoce a los mayores talentos del reino en esa disciplina. Me gustaría exponerle mi problema.

—Pues sí, el padre Mersenne podría daros un buen consejo —reconoció Niceron, mesándose la barba—. Supongo que es inútil que os pregunte las verdaderas razones de vuestra investigación.

—Podríais preguntármelo, padre, pero yo no podría responderos —bromeó Louis con simpatía.

Niceron dudó todavía un momento, antes de proponerle a su visitante:

—Crucemos por la iglesia. El gran patio que nos sirve de claustro está situado al otro lado.

Abrieron una puerta pequeña y pasaron detrás del coro. En el otro extremo, Niceron franqueó otra puerta y Louis admiró el jardín cuadrado, que rodeaba una edificación elevada sobre arcadas. El angosto pasillo que quedaba debajo constituía el claustro del convento.

—¿Puedo rogaros que me esperéis aquí un instante, caballero? —preguntó el fraile.

Niceron se alejó para ir al otro extremo de la galería, donde se hallaban dos monjes ataviados con toscos sayales.

Uno de ellos volvió la cabeza en dirección de Louis mientras Niceron le hablaba. Fronsac reconoció el rostro profundamente esculpido, el fino bigote y la corta barbita blanca del padre prior. Un hombre con el que ya se había encontrado en otras ocasiones y que le recordaba al cardenal Richelieu.

Cuando Niceron hubo terminado, el prior se dirigió lentamente hacia su visitante.

—Señor Fronsac —le propuso cuando lo tuvo a su alcance—, ¿podemos dar un paseo juntos?

Louis asintió y caminaron en silencio por el ala opuesta del corredor porticado.

—¿Sabéis, señor Fronsac, que si los claustros tienen forma de cuadrilátero es porque las cuatro galerías simbolizan los ríos del Paraíso? —preguntó el prior al cabo de un instante.

—Lo sé, padre, esos ríos son el Tigris, el Éufrates, el Pisón y el Guijón. He estudiado en el colegio de Clermont[59].

—Entonces sabéis que camináis aquí en una representación del jardín del Edén —sonrió el prior—. ¿Seríais capaz de mentir en un lugar tan santo?

—¿Mentir? De ningún modo, padre. Pero de disimularos la verdad probablemente —sonrió Louis.

El prior dejó de caminar para echarse a reír mirando a Louis.

—No se puede negar que habéis aprovechado bien vuestros estudios en los jesuitas. Pero al menos sois sincero. Admito que es una cualidad… ¿Quién os envía, caballero?

—Nadie, sólo ando tras una idea que se me ha ocurrido, padre.

—¿Qué sabéis del padre Mersenne? ¿Acaso ignoráis que puede ser muy dogmático? ¿Que para él sólo cuenta la fe católica, apostólica y romana? ¿Por qué iba a ayudaros cuando habéis confesado al padre Niceron que os parece admirable ese espantoso libro de Antoine Arnauld?

—¿De la frecuencia de la comunión? Tenéis razón, estamos en desacuerdo sobre ese punto. Pero también sé que el padre Mersenne ha defendido a Galileo mientras que la Iglesia de Roma lo condenaba. También sé de su beligerancia contra las falsas ciencias de la alquimia y la astrología. Los hombres son complicados, padre, vos lo sabéis mejor que nadie, y, aun sin conocerlo, estoy seguro de que en el padre Mersenne la ciencia prima sobre el dogma.

El prior asintió dulcemente antes de confirmar:

—Mersenne ha hecho mucho más: ha traducido y publicado las Mecánicas y los Diálogos de Galileo, aun cuando esas obras eran violentamente atacadas por nuestra Iglesia.

—Lo sé. Y también que ha publicado La armonía universal y Cogitata Physico-Mathematica, obras muy eruditas —concluyó Louis.

—¿Qué esperáis de él?

—Un nombre, eso es todo. El nombre de un matemático o de un lógico eminente, que podría ayudarme.

Dieron unos cuantos pasos más en silencio antes de que el prior le preguntase a bocajarro:

—¿Seguís estando al servicio de monseñor Mazarino, caballero?

Louis dudó un segundo, antes de responder:

—Estoy al servicio del rey, padre. Como vos.

—Si os ayudamos, ¿el rey lo sabrá?

—Sin duda, ¡pero sólo tiene cinco años, padre! En cambio, me ocuparé de que la regente lo sepa.

Habían completado el recorrido del claustro y se volvieron para encontrarse con el padre Niceron, que los estaba esperando. El otro fraile había desaparecido.

—¿Y si vamos a ver al padre Mersenne, hijo mío? —propuso un sonriente prior.

Se internaron por un largo corredor abovedado, oscuro y frío, y Niceron, que había pasado delante, se detuvo ante una puerta de roble idéntica a las otras.

Llamó y entró, apartándose luego para dejar paso a sus dos acompañantes.

Louis recorrió el lugar con la mirada. Era una celda glacial, más grande que la de Niceron, que ya conocía. Aparte del minúsculo jergón de tablas adosado a la pared, estaba totalmente ocupada por una enorme mesa repleta de documentos, resmas de papel, plumas y un voluminoso tintero. Sentado frente a ellos, un hombrecillo de ojos vivarachos, de corta barbita circular y amable expresión los miraba con ojos de lechuza cegados por la luz.

En la pared, a su espalda, colgaba un sobrio crucifijo.

Delante de la mesa había un banco y algunos escabeles de pino.

«De modo que —pensó Louis— era en aquella celda espartana donde se encontraban los más eminentes matemáticos y físicos de Europa, ¡los más grandes científicos del mundo occidental! Era en aquella austera pieza donde, desde hacía veinte años, circulaban cartas, demostraciones, proposiciones, informes de descubrimientos científicos que desempeñaban un papel principal en la renovación de los conocimientos y de la ciencia a través de la Europa en guerra».

—Mersenne —lo interpeló familiarmente el prior—, ¿querríais dedicarnos un poco de vuestro valioso tiempo?

—Tenemos toda la eternidad, padre, instalaos confortablemente —ironizó el sabio.

Se sentaron en sendas banquetas.

—El señor Fronsac es un asiduo de nuestro convento —empezó el prior—. Ya nos ha visitado dos veces este año. Nos rindió un servicio la primera vez y nosotros le ayudamos la segunda. El señor Fronsac es un hombre harto misterioso, Mersenne. Es un lógico muy capaz de venceros, pero también es un hombre de acción: ha luchado en Rocroy al lado del duque.

—¿Ah, sí? —preguntó Mersenne, enarcando una ceja interesado—. ¿Conocéis al duque de Enghien, señor? ¿No seréis por casualidad uno de sus amigos?

El tono se había vuelto irónico e incluso abiertamente desagradable.

—El señor de Fronsac es, en efecto, un fiel partidario de Enghien —respondió el prior sin dar opción a Louis a contestar—. Y, curiosamente, también está al servicio de Mazarino. Pero hoy dice venir aquí por iniciativa propia. Desea un consejo de vuestra parte.

En la celda se hizo el silencio. «¿Qué reacción tendría el padre Mersenne después de una presentación como aquélla?», se preguntaba un inquieto Louis, consciente de que los Mínimos detestaban a Enghien por su vida depravada y su impiedad, y a Mazarino, por su doblez y pragmatismo.

Mersenne le dirigió un gesto bastante descortés, que era una invitación a que se explicase.

—Acudo a vos, padre, a título personal, por un problema de lógica que me he planteado —dijo Louis—. Se trata de la transposición. Para disimular, o para parecer discreto, se pueden reemplazar unos elementos por otros, unas palabras por otras o unos hechos por otros, pero existirá siempre una lógica en dicha sustitución; como en la traducción de una lengua a otra, hay siempre reglas a partir de las cuales toda codificación podrá ser descubierta por una mente hábil que reflexione en las diferentes posibilidades de sustitución.

—Hábil y capaz de razonar, en efecto —adujo un Mersenne mucho más amable al comprobar que su visitante le proponía tan interesante problema.

—La cuestión que me planteo es la siguiente: ¿Sería posible idear un mecanismo de transposición en el que las reglas probabilísticas fuesen inaplicables?

—Y gracias al cual la verdad no pudiera ser distinguida, ¿no es así?

—Así es, padre.

—Son muchos los que se han interesado por ese problema sin solución —sonrió Mersenne—. Yo mismo me he hecho muchas preguntas sin respuestas en mi libro Preguntas inauditas o Recreación de sabios[60]. ¡Vaya! ¡Habría podido añadir la vuestra, que no desentonaría! Sin embargo, mi idea va más allá: no creo que sea posible, pues lo que un hombre ha concebido otro puede descubrirlo.

Mersenne se calló un momento y entrecerró los ojos, reflexionando. Se hizo el silencio durante casi un minuto; luego miró a Louis y preguntó:

—¿Conocéis a Étienne Paschal, señor?

—No, creo que no.

—También le llaman Pascal, es recaudador de impuestos en Normandía. Es un excelente matemático a quien he recibido varias veces aquí.

—¿Sabría él responderme? —preguntó Louis esperanzado.

—¡En absoluto! Pero dejadme seguir. Étienne Pascal tiene un hijo llamado Blaise. El chico mostraba desde su infancia una asombrosa inclinación hacia las matemáticas. Sin embargo, su padre no quería que se interesase tanto por ellas y prefería que aprendiese latín y griego. Pero cuando el joven Blaise tenía trece años, Étienne Pascal descubrió una hoja en la que su hijo había anotado una demostración que prueba que la suma de los ángulos de un triángulo equivale a dos ángulos rectos. Lo que sigue me lo contó así…

Mersenne se puso a describir una divertida escena entre padre e hijo, haciendo sonreír a los presentes al remedar las voces de ambos:

«—¿Qué es eso, hijo mío?

»—Perdonadme, padre, pero sólo lo hago cuando estoy de vacaciones.

»—¿Entiendes esta proposición?

»—Sí, padre.

»—Pero, hijo, ¿dónde has aprendido esto?

»—En Euclides, padre, cuando leí los seis primeros libros a escondidas».

El padre Mersenne recobró la seriedad:

—A partir de ese momento, Pascal cambió de opinión y permitió a su hijo leer a Euclides. A los catorce años, él mismo lo acompañó aquí. Interrogué al chico y quedé maravillado. A los dieciséis años —eso ocurrió hace cinco—. Blaise me presentó varios teoremas de geometría proyectiva que acababa de definir y que a mí me costó trabajo comprender. Luego, los Pascal se fueron a Ruán, donde Étienne compró el cargo de recaudador de impuestos de la Alta Normandía. Allí, Blaise se aplicó a la tarea de construir una máquina admirable para la aritmética. Como su padre tiene que hacer cuentas de sumas inmensas para el cálculo de medidas, se le metió en la cabeza que se podía, con la ayuda de ciertas ruedas dentadas, aplicar infaliblemente toda suerte de reglas de aritmética.

—¿Cómo podría hacer eso una máquina? —preguntó un Louis incrédulo.

—No tengo ni idea, señor Fronsac. Niceron podría hablaros mejor que yo de eso, pues sabe de mecánica. Me pareció entender que se trataba de un ingenio que permite realizar automáticamente las cuatro operaciones. Blaise estaría a punto de terminarla, y, la última vez que vino a verme, me aseguró que con ella su padre no tendría ninguna dificultad en calcular los impuestos que debe pagar la gente.

—¡Como los recaudadores de impuestos se ayuden de máquinas —murmuró Louis abrumado— nadie podrá escapar a su voracidad!

—En efecto —sonrió Mersenne—, pero dudo mucho de que algún día los recaudadores de impuestos sean capaces de utilizar tales ingenios. Sea como fuere, me parece que Blaise Pascal es el hombre que buscáis. Vendrá mañana durante tres días, a trabajar con Niceron en su máquina. ¿Queréis que os lo envíe?