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Miércoles, 11 de noviembre de 1643

A las siete de la mañana, una carroza flordelisada, escoltada por cuatro mosqueteros con antorchas, penetró con gran estrépito en el interior del patio de los Fronsac. Louis esperaba en su cuarto-biblioteca leyendo El pastor extravagante a la luz de una vela. Por la ventana, reconoció a Isaac de Portau —el señor du Vallon— a la cabeza de la tropa. Al punto besó a Julie, que se despertaba en ese momento, y bajó las escaleras de cuatro en cuatro.

El señor du Vallon y sus hombres habían echado pie a tierra y, con el instinto infalible de los soldados de campaña, se dirigían hacia la cocina cuando Louis llegó al patio.

—¡Caballero! —gritó Portau abriéndole unos brazos como el tronco de un cañón.

Louis se fijó en que el mosquetero no tenía ya el brazo en cabestrillo e intentó, sin éxito, esquivar el abrazo. Aplastado contra el torso de aquel gigantón, por un momento creyó llegada su última hora. Sin embargo, el gigante aflojó su abrazo recordando sin duda en el último momento que debía conducirlo vivo ante el cardenal.

—Lástima que no tengáis tiempo de apurar un jarro de vino —lamentó el mosquetero atusándose el bigote—. Pero si estáis listo, vamos allá.

—Al contrario, nada me gustaría más —propuso Louis esperando granjearse la simpatía del coloso y evitar con ello en el futuro algunas dolorosas fracturas de pecho.

—Si insistís, caballero, cómo voy a rehusar, ¡con este frío…!

Louis condujo a la cuadrilla a la cocina después de haber hecho señas a los dos cocheros para que se reuniesen con ellos.

La señora Mallet no ocultó su desaprobación al ver entrar a los seis tragaldabas.

—Mis amigos están muertos de frío, señora Mallet —le explicó Louis—. ¿Podríais abrir para ellos un par de buenas botellas?

Refunfuñando, la cocinera dejó la mondadura de legumbres para ir a la bodega, mientras la señora Bouvier bajaba de un vasar unos vasos de terracota. Gaufredi, que estaba acabándose su caldo, miraba a los mosqueteros con una mezcla de desprecio e interés. Louis lo había avisado de que volvería solo al Palacio Real puesto que una carroza debía venir a buscarlo para llevarlo hasta allí, motivo por el cual le había pedido que fuese durante la mañana a la calle Neuve-des-Petits-Champs, a casa de su amigo Gédéon Tallemant, para llevarle una nota participándole su deseo de pasar a verlo. Gédéon comunicaría su respuesta a Gaufredi y, si estaba disponible, se reunirían por la tarde.

Isaac de Portau se sentó al lado de Gaufredi y su mirada cayó sobre la espada del reitre posada en la mesa. Una vieja hoja de acero, bregada en muchas batallas.

—Gaufredi es mi amigo y mi espada —explicó Louis a Portau—. Gracias a él, no necesito armas. Le debo la vida no sé cuántas veces; merced a él he vuelto entero de Rocroy.

El señor du Vallon asintió lentamente antes de declarar sentencioso:

—¡Ya lo creo! Sé muy bien que habéis estado en Rocroy.

Se volvió hacia Gaufredi mientras la señora Mallet posaba sobre la mesa dos polvorientas botellas de vino de Beaune, que el mosquetero se apresuró a abrir.

—¿Habéis sido soldado?

—Durante más de treinta años —suspiró Gaufredi—. Estos últimos años estuve en Valtelina, luego en los campos de batalla de Wittstock, Rheinfelden, Breisach, y un montón de sitios más. Me he batido en Pomerania, en Silesia, en Turingia, en Westfalia y en la Lorena. He estado a las órdenes de todo el mundo: los imperiales, los suecos, el duque de Saxe-Weimar… Hace tres años, estuve con Gassion y Guébriant en Alsacia. Dicho en otras palabras: era mercenario.

—Tenéis suerte de estar todavía vivo —dijo un mosquetero imberbe, la mirada chispeante de envidia. Era el más joven del grupo, apenas tenía veinte años.

—En nuestro oficio, la suerte no existe, muchacho —le replicó Gaufredi con expresión feroz y sacudiendo la cabeza—. Se sabe sobrevivir o no se sabe. Y si no se sabe, ¡no se tiene tiempo de aprender porque se está muerto!

Portau bebió su vino, volvió a servirse, vació de nuevo el vaso chasqueando la lengua y declaró:

—¡Cuánta razón tienes, amigo! Espero durar tanto como tú —y dirigiéndose a Louis—: ¡Caballero, tenemos que irnos! Su Eminencia os espera.

Llegaron al Palacio Real por la calle des Bons-Enfants y penetraron directamente en un pequeño patio interior.

—Son los nuevos apartamentos de monseñor —explicó Portau señalando la fachada.

Louis observó que estaban situados en la parte trasera de los apartamentos de la reina.

En el primer piso, siguieron una galería por donde circulaban algunos funcionarios o esperaban ciudadanos de calidad, sentados en banquetas. Había muy poca guardia y Portau, que era mucho más agudo de lo que podría suponerse, se dio cuenta de las preguntas que debía de estar haciéndose su acompañante. Mazarino no era muy querido precisamente, y aquella ausencia de vigilancia parecía desconcertante.

—¿Veis a todos esos criados? —preguntó el oficial con desprecio.

Louis había reparado, efectivamente, en el número asombroso de lacayos y criados de librea. Examinándolos con más atención, se fijó en que eran todos morenos, particularmente robustos y sobre todo se mantenían singularmente rígidos.

—Son los matones que Su Eminencia ha hecho venir de Italia. Esos espadachines a sueldo van armados bajo la librea, por eso están tan tiesos.

Louis sonrió. Reconocía perfectamente los métodos del siciliano, que deseaba hacer creer a sus visitantes que no necesitaba ninguna protección siendo tan querido. Para Mazarino, el engaño era la regla de toda política.

Portau se detuvo ante una puerta guardada por un lacayo de expresión feroz, férreo como una armadura. El mosquetero lo ignoró, llamó a la puerta y entró cuando se lo indicaron.

Era el gabinete de trabajo de Toussaint Rose, el secretario de Mazarino[54].

—¡Caballero! —exclamó gozoso el secretario levantándose de su mesa atestada de papeles—. ¡Monseñor os aguarda impaciente!

Toussaint Rose había llegado a la treintena. Era un hombre muy amable que, muy a su pesar, luda una perpetua expresión divertida, que trataba de enmascarar dejándose crecer un fino mostacho y adoptando —cada vez que se acordaba— un aire marcial, desmentido por unos largos tirabuzones que ondeaban sobre sus hombros, dándole un aire angélico.

Rose dio unos pasos hacia una puerta interior, llamó con los nudillos y le abrieron sin demora. Anunció a Louis y lo hizo pasar a una vasta antecámara que atravesaron antes de penetrar en una inmensa sala sobre la que se abría una larga galería de parada.

El ministro, vestido de escarlata, se hallaba de pie ante un facistol, charlando con otro visitante vestido de terciopelo negro y calzas a juego. Louis no lo había visto en su vida. El desconocido, cuya cabellera era tan negra como su jubón, lucía una barbita cuadrada coronada por un corto mostacho a la italiana. Desplegaba con sumo cuidado varios pares de guantes de piel sobre el atril.

—¡Caballero! —exclamó Mazarino exagerando su acento siciliano—. ¡Qué placer volver a veros!

Louis se acercó, un tanto intimidado por el fasto del inmenso gabinete de trabajo. El lugar, de un lujo ostentoso, parecía un baratillo de coleccionista. Mazarino pretendía mostrar así a sus visitantes su opulencia y su buen gusto.

Había un número prodigioso de veladores, mesas y escritorios de mármol y ébano. Por todas partes, consolas de maderas exóticas, nácar o carey, en las que descansaban bustos antiguos de mármol blanco, de colores o de bronce. Sobre una enorme mesa de mármol negro de Egipto con soporte de columnas, una magnífica copa de pórfiro azul. Una pared entera estaba ocupada por una biblioteca de columnas corintias repleta de incrustaciones de oro en piel, todas con las armas del cardenal. Las otras paredes aparecían cubiertas de cuadros colgados a distintas alturas. Fronsac reconoció algunos de Simon Vouet, La Caridad, de Jacques Blanchard, un Rómulo y Tito de Guerchin y Hermes y Onfalo de Francesco Romanelli. El suelo estaba cubierto de alfombras turcas, persas o chinas.

Sillones tapizados y banquetas estaban dispuestos en torno a una inmensa mesa de trabajo, mientras que un fuego crepitaba alegremente en la amplia chimenea de mármol.

—Permitidme presentaros a mi amigo Tomaso Ganducci —dijo Mazarino—. Tomaso es el mejor vendedor de guantes y de perfumes de Europa. Lo he hecho venir de Florencia. Mirad lo que me trae…

El cardenal hizo señas a Louis para que se acercase al atril.

—Tomaso es también un viejo amigo de mi familia —aseguró jovialmente el ministro—. Podéis hablar de cualquier cosa ante él.

Posó ostensiblemente su mano izquierda en el hombro del guantero para subrayar su confianza.

—Recibí ayer el informe que el señor de Tilly transmitió al señor de Aubray y que éste ha pasado a mi buen Le Tellier —prosiguió—. ¿Estáis seguro de que el señor Manessier fue asesinado?

—Lo estoy, monseñor —respondió Louis, desconcertado por la presencia del guantero florentino—. Estoy convencido de que quien dirige esta red de espionaje sabe que voy tras sus pasos. El propósito de este crimen es hacerme desistir de mi investigación.

—En ese caso, Manessier sería nuestro espía y lo habrían matado para que no hablase.

—Tal vez sí, o tal vez no, monseñor…

Mazarino sonrió entrecerrando los ojos como un gato. Le encantaban esa clase de paradojas.

—Quizá lo hayan matado únicamente para hacerme creer que estaba implicado —murmuró Louis.

El ministro asintió lentamente con la cabeza.

—¿Qué opináis vos, Tomaso?

—Así es como se habría hecho en Florencia, monseñor —sonrió el guantero—. Asesinar a un inocente a fin de hacer creer que se habría suicidado por miedo o para evitar la infamia.

—En ese caso, el verdadero espía está aún en libertad.

—En efecto, monseñor.

Mazarino gesticuló con muchos aspavientos.

—Poneos en guardia, señor Fronsac, esas gentes podrían también volverse contra vos.

—Lo sé, monseñor.

Louis no deseaba abordar la agresión de Gaston, de la cual no dijo nada.

—¿Qué más habéis averiguado, señor Fronsac?

El marqués de Vivonne relató entonces el desarrollo de la vigilancia a que habían sometido a los empleados de Rossignol. Pasó de puntillas sobre Garnier y Manessier, e insistió sobre todo en el extraño comportamiento del primo de Sublet des Noyers y su visita al librero de Aux Armes de Rome, deteniéndose por último en Claude Habert, en su alojamiento en la hostería de Holanda y sus visitas al garito de la calle del Hazart.

—De modo que habéis conocido a la hermana del señor Garnier —afirmó Mazarino en tono monocorde después de haberlo escuchado sin interrumpirlo ni una sola vez.

—En efecto, monseñor —respondió Louis, que no deseaba extenderse sobre las circunstancias del encuentro, aun a sabiendas de que el ministro las conocía, aquel domingo en casa del conde de Avaux.

—El señor Servien me ha hablado de la señora Moillon. Tiene mucho talento… aunque yo prefiera a Caravaggio y a mis artistas sicilianos. Como pintores, se entiende.

Esbozó una sonrisa ambigua haciendo un vago gesto hacia la galería de pinturas.

—¿Qué pensáis de ese librero, Charles de Bresche? ¿No se llama así?

—Parece digno de confianza; en todo caso, es muy buen librero. Le compré un libro que me había aconsejado. Era para mi esposa y le ha gustado mucho.

Louis hizo una pausa preguntándose si debía dar cuenta de sus sospechas, y al final optó por presentar los hechos tal como habían ocurrido:

—Me dejó llevar varias obras para que las hojease. Mi esposa se quedó con una y le devolví las otras, ocasión en la que me crucé con monseñor Fabio Chigi, que acababa de elegir un libro raro para agasajar al nuncio.

—¡Fabio Chigi, el delegado apostólico de Urbano VIII en la Nunciatura! —exclamó inopinadamente el guantero, muy nervioso—. ¿Estáis seguro de ello?

—Sí, señor —respondió Louis, sorprendido por la vehemencia del italiano—. Mi amigo Paul de Gondi me lo había señalado en casa del señor de Avaux.

—¿Cuál es vuestra opinión sobre la presencia del señor Habert en casa de la señorita de Chémerault? —preguntó entonces Mazarino como si quisiese cambiar de tema.

—El juego, monseñor. Es un hombre muy ducho en la manipulación de las cifras y supongo que trata de utilizar su talento para enriquecerse.

—¿Tenéis sospechas sobre la identidad de nuestro espía?

—Todavía no, monseñor.

Louis permaneció silencioso un instante, antes de proseguir:

—El señor de Brienne me dijo que quizá hubiesen accedido a la caja fuerte donde se guardan los registros del Servicio de Cifrado. No veo cómo uno de los polígrafos habría podido hacerse con la llave. Tal vez haya más de un traidor en el servicio diplomático.

—No creáis que no lo he pensado, Fronsac, y eso sería espantoso, teniendo en cuenta que el congreso de Münster comienza dentro de un mes —murmuró el cardenal—. Si alguno de nuestros enemigos posee todo o parte de nuestro código cifrado, es vital que nuestros correos no caigan en sus manos. Suele ser así, capturando estafetas, como el enemigo se hace con nuestros secretos, igual que nosotros con los suyos. Le Tellier piensa organizar para el congreso de Münster un nuevo cuerpo de estafetas cuyos miembros serán seleccionados entre los mejores hombres de la guardia o de los mosqueteros y al frente del cual pondremos a Maurice de Coligny. Es un hombre de gran bravura que tiene la ventaja de estar muy cercano a Enghien y de pertenecer a una familia que siempre ha servido a la Corona con fidelidad.

—El señor Le Tellier me ha hablado de ello, monseñor.

La entrevista tocaba a su fin y el cardenal se lo hizo comprender a Louis:

—Sabéis que podéis obtener toda la ayuda que necesitéis del señor Servien. Tiene una gran experiencia en cuestiones de espionaje. Se ocupó ya de los asuntos de inteligencia con Inglaterra cuando era intendente de Justicia en la Guyena. No dudéis en llamar a su sobrino, el señor de Lionne, que es uno de mis secretarios.

De buena gana Louis le propondría una idea, pero dudaba si hacerlo delante del guantero florentino.

—Tengo un último asunto que tratar con vos, monseñor, es sobre el Servicio de Cifrado.

—Ya os lo he dicho, Fronsac, podéis hablar sin temor delante de Ganducci —sonrió Mazarino al observar su vacilación.

—Bien, monseñor —respondió Louis con frialdad—. El señor Rossignol me ha explicado no sólo los distintos métodos de cifrado sino también cómo violarlos. Generalmente, por traición, aunque no siempre. A veces, en el campo contrario, hay hombres talentosos, como el propio Rossignol, que son capaces, gracias a su perspicacia e inteligencia, de descubrir la clave de los despachos.

—Lo sé bien, caballero. Pero contra ellos, ¡a fe mía!, nada se puede hacer.

—No estoy tan seguro de ello, monseñor. Finalmente, sólo se trata de un problema de lógica. He hablado con el barón de Montauzier de una idea que me ronda por la cabeza. Le he preguntado si sería posible elaborar un código que ni el más inteligente de los hombres fuese capaz de descubrir.

—Eso no es más que una quimera, señor Fronsac. Yo he sido soldado y diplomático y puedo aseguraros que he conocido mucha gente empeñada en elaborar ese tipo de códigos cifrados. Pero siempre se han topado con alguien más dotado que ellos para descifrarlos. Antes o después.

—El señor de Montauzier opina, sin embargo, que es posible; y yo deseo proseguir con esa idea. Me ha sugerido que me reúna con los más sabios en el campo de las matemáticas y que hable con ellos.

—Hacedlo, si ello os divierte. Seguid con vuestra idea —le concedió un burlón Mazarino—, pero yo insisto en que Rossignol es el hombre más competente de Europa en ese campo. Si él no ha logrado elaborar un código indescifrable, nadie lo hará.

—Si obtengo respuestas a mis preguntas, monseñor, las someteré a su arbitrio —prometió Louis haciendo caso omiso de la observación del ministro.

Mazarino esbozó una sonrisa acompañada de un gesto benevolente, y Louis se inclinó.

Fronsac saludó luego al guantero con un simple movimiento de cabeza y salió.

«¿Para qué lo había llamado Mazarino? —se preguntaba, un tanto irritado, dejando el gabinete del ministro—. El cardenal ya conocía lo que él le había contado y apenas se había interesado por sus precisiones. ¿Y por qué Tomaso Ganducci —¡un simple guantero!— asistía a una entrevista tan confidencial?»

«Había sido una visita para nada», pensaba contrariado. Para calmarse, decidió ir caminando hasta la calle des Petits-Champs —le bastaba con tomar la calle des Bons-Enfants— y hacerle una visita intempestiva a su amigo Tallemant.

Luego se lo pensó mejor, acordándose de que toda prudencia era poca, después de lo que había pasado en el palacete de Avaux. Solicitó, pues, a Toussaint Rose que buscase a alguien que lo llevase de vuelta en carroza al despacho de su padre.

Comoquiera que Isaac de Portau estaba franco de servicio, fue una escuadra de guardias la que lo escoltó hasta el domicilio familiar.

Mazarino se había quedado solo con el guantero.

—El señor de Fronsac no ha querido decírmelo todo —ironizó el siciliano.

—Por fuerza tiene que saber que vos no ignoráis la agresión contra su amigo, de la que él mismo estuvo a punto de ser víctima, monseñor.

—¡Por supuesto! Fronsac es inteligente, pero no creí que sería capaz de descubrir tantas cosas en dos días. Y también es un estorbo para nuestros enemigos, que intentarán desembarazarse de él.

—¡Justo lo que vos deseáis, monseñor!

—En efecto, era el único medio de que mis adversarios se revelasen, pero en modo alguno quiero que lo maten. Todavía lo necesito. Si fuese necesario, detendría el juego.

—¿Y qué debo hacer yo, monseñor?

—Para eso os he hecho venir. Habéis podido examinar a Fronsac a placer. A partir de ahora, seguiréis todos sus pasos. No lo dejaréis ni a sol ni a sombra. Quienes están detrás de este asunto de espionaje la emprenderán con él; a vos os corresponde protegerlo e identificarlos. Descubrid quiénes son.

—¿Me equivoco si digo que Fronsac no ha sido más que un cebo, monseñor?

—¡No os equivocáis en absoluto! Necesitaba un cebo que ellos temiesen, y Fronsac era el mejor para este caso, pero creía disponer de más tiempo. Ese diablo de hombre los ha asustado mucho antes de lo que yo pensaba.

—Y cuando descubra a vuestros enemigos, ¿qué debo hacer, Eminencia?

—Ya os lo diré —respondió evasivamente el cardenal dibujando en el aire un impreciso ademán.

—Necesitaré ayuda, monseñor.

Mazarino reflexionó un momento.

—No se me ocurre nadie mejor que Isaac para ayudaros.

—De acuerdo. Me pegaré a Fronsac como una lapa desde esta misma tarde.

Mucho antes de que la calle del Sena estuviese bordeada de bellos palacetes, aquella vía no era más que un camino polvoriento que costeaba el foso y las murallas de la ciudad, conocido como Pré-aux-Clercs, el Prado de los Clérigos, porque desembocaba en un prado al borde del Sena donde los clérigos, es decir, los letrados de la Universidad, se reunían para divertirse o para batirse. Diversiones aparte, el Pré-aux-Clercs estaba dedicado, además, a la «estrapada», o tormento de la garrocha, el suplicio reservado a los soldados desertores, consistente en elevar al sujeto a lo alto de una viga de madera con las manos atadas a la espalda por medio de una cuerda que sostenía al mismo tiempo el cuerpo, para dejarlo caer luego a toda velocidad a poca distancia del suelo, con lo que se le dislocaba todos los miembros del cuerpo, sobre todo hombros y brazos. Un espectáculo muy del agrado de los parisinos. Pese al cambio de uso, el Pré-aux-Clercs había conservado su nombre[55].

En este camino, se había instalado en la Edad Media el Petit-Maure, una taberna frecuentada por los goliardos. En el momento de nuestra historia, dicha taberna existía todavía, pero había quedado encajonada entre dos palacetes de la calle del Sena y su clientela estaba constituida, sobre todo, por gentes de letras y gentiles- hombres.

Mientras Louis Fronsac volvía al despacho de su padre y Mazarino discutía con su guantero, un enano deforme y de una rara fealdad, vestido sin embargo con extrema elegancia, interpelaba furioso al caballero de Chémerault.

Se hallaban ambos sentados a la mesa en un oscuro rincón del Petit-Maure.

—¡Sois un inútil y un perfecto idiota, Barbezière! ¡Los teníamos a los dos y los habéis dejado escapar!

—Pero, señor marqués, ¿cómo iba a imaginar que el tal Fronsac descubriría a su amigo en el fondo de aquella cuadra abandonada?

—Os había avisado: ¡Fronsac es muy inteligente! ¡Demasiado inteligente para vos, en todo caso! Por cierto, ¿dónde está vuestra hermana?

—A buen recaudo, monseñor. Ha cerrado su casa y por mucho que busquen no encontrarán nada allí.

El enano arrojó una mirada sobre la clientela de escritores y artistas, muy numerosa a esa hora. No viendo ningún rostro conocido, prosiguió en un tono algo más bajo:

—Decidle que se reúna conmigo en el palacio del duque de Liancourt, donde me alojo. Ahora lo primordial es deshacerse de Fronsac. ¿Podéis reunir a unos cuantos hombres que sepan utilizar los puños y no hagan preguntas?

—Sí, señor.

—Muy bien, vigilad el despacho de su padre. Si sale, esta tarde haced lo que tenéis que hacer.

Se levantó y el caballero de Chémerault desvió la mirada, tan espantoso era el rostro de aquel monstruo: la nariz aplastada, unos ojillos hundidos en las órbitas, dientes picados y piel blancuzca. De repente, sintió lástima por su hermana, que debía acostarse con aquel hombre.

Aquella misma tarde, Julie tenía que utilizar la carroza para ir a casa de su modista. Louis se había sentido tan humillado por los vestidos que llevaban las amigas de la señora de Rambouillet que había insistido a su esposa para que se hiciese un vestido a la moda, de damasco, costase lo que costase. Nicolás la llevaría.

Por la mañana, Gaufredi había vuelto a casa de Gédéon Tallemant, quien le había dicho que estaba dispuesto a recibir a Louis cuando quisiese, de modo que irían a su casa en cuanto Julie se hubiese ido.

La banca Tallemant, dirigida desde el año anterior por Pierre, el hermanastro de Gédéon, era uno de los más prósperos bancos del reino. Poseía varios establecimientos, el principal de los cuales se ubicaba en La Rochelle, y participaba tanto en fletes marítimos como en tratados de comercio, sobre todo en valores firmes.

Casi de la misma edad que Louis, Gédéon apenas se interesaba por su oficio de banquero. Tampoco había querido asociarse a su hermano y no participaba en el funcionamiento del negocio más que como jurista. El deseo de su padre era comprarle un cargo de consejero en el Parlamento.

Lo que a Gédéon le gustaba era escribir, y se interesaba por encima de todo en las indiscreciones, en los cotilleos y maledicencias que se contaban en los salones. Era una mina de confidencias inconfesables, comportamientos extraños, costumbres depravadas o secretos de familia, tanto de las gentes de la corte como de la burguesía. Rumores, calumnias o secretos de alcoba, nada de lo que se murmuraba confidencialmente se le escapaba, tanta era la confianza que inspiraba en todo el mundo. Louis había echado mano de él en varias ocasiones para que le revelase alguna confidencia relacionada con su investigación.

Gaufredi y su amo se habían presentado al portero de la finca, quien les hizo entrar en el patio, donde dejaron sus caballos.

La casa, donde también se hallaba la sede del banco, era de lo más amplia, pero sus habitantes estaban muy apretados. En la planta baja se ubicaba la cocina, el servicio y los establos, amén de las ventanillas donde oficiaban un enjambre de empleados bajo la dirección de un cajero y un tenedor de libros. Los dos pisos estaban reservados a viviendas y despachos. Sólo Pierre, Gédéon y su anciano padre disponían de dos piezas. Aun así, una de ellas, la de Gédéon, servía también de biblioteca y de gabinete para recibir a los clientes. Vivía además en la casa su hermana Marie, así como François, el benjamín de la familia.

Un criado condujo a los visitantes al gabinete-biblioteca, una amplia pieza artesonada, dos de cuyas paredes estaban cubiertas, de un extremo a otro, de obras encuadernadas en cuero. La gran mesa de trabajo de Gédéon, una más pequeña cubierta con tela verde con franjas de seda, tres sillones en verdugado y cuatro sillas floreadas amueblaban el lugar. Una chimenea de azulejo difundía un agradable calor.

Gaufredi, como de costumbre, se quedó de pie cerca de la puerta, como si montase guardia. Tras un cortés intercambio de saludos, Louis se abrió a su amigo. Deseaba, sobre todo, información sobre Antoine Rossignol, sobre el conde de Avaux y sobre Abel Servien. En cambio, había decidido no preguntarle nada sobre la Belle Gueuse, temiendo verse obligado a confesarle lo que había pasado entre los dos.

—Antoine Rossignol es un viejo amigo —empezó Tallemant—. Vive en la calle Neuve-Saint-Augustin. Al parecer está muy dotado para las matemáticas aunque, por lo demás, es un hombre sencillo de vida ordenada. Mi hermano Pierre y yo le llamamos «el infeliz». No hallarás en él ninguna bajeza.

—Nuestro común amigo Vincent me había hablado muy bien de Claude de Mesmes, el conde de Avaux. Luego coincidí con él y me pareció un hombre honrado.

Esta vez Gédéon sacudió negativamente la cabeza:

—Yo no diría tanto. Sabes que quiero a Vincent como a un hermano, pero en lo que respecta al conde de Avaux, lo ciega la amistad. Fueron condiscípulos. Avaux lo ayudó a seducir a la señora de Saintot, y no ve en él más que cualidades. En realidad, Avaux es egoísta, vanidoso y superficial. Para obtener el sostén de su hermano, el presidente Mesmes, la reina lo ha nombrado superintendente de Hacienda, un cargo que le viene grande, pues no es más que un perfecto inútil. Pero eso no es lo más grave. De Avaux es un devoto, ¡tenlo siempre presente! Pese a sus devaneos libertinos, Claude des Mesmes es un católico rígido, uno de los más sólidos pilares del partido devoto, y siempre ha favorecido discretamente a España. Desea un acercamiento con los Habsburgo y rechaza la idea de una alianza con los príncipes protestantes a fin de romper el aislamiento del reino. Será un pésimo negociador de nuestros intereses en Münster.

El ataque sorprendió a Louis y reavivó sus sospechas. Pero el conde de Avaux poseía el código de Rossignol, ¿por qué iba a organizar el robo de los despachos? Sin embargo, resultaba sospechoso haberle visto dos veces en el Hazart, justo cuando Claude Habert se encontraba allí. En cuanto a su relación amistosa —o amorosa— con la Belle Gueuse, no podía más que acrecentar su desconfianza.

Louis trató de dirigir la conversación hacia ese lado:

—Me encontré al señor de Avaux en un garito regentado por la señorita de Chémerault.

—¿La Belle Gueuse? ¿Sabes lo que se canturreaba sobre ella en París hace unos años?

—No —contestó Louis, que se esperaba cualquier cosa.

La Mothe disait l’autre jour / À Richelieu: Faisons l’amour, /Embrassons-nous, et caetera. / Chémerault lui disait: Fripon, /Prenez-moi la motte du… / Et laissez l’autre Mothe la, canturreó Tallemant con una sonrisa pícara[56].

Louis sonrió a su vez, preguntándose si debía repetirle la salaz coplilla a Gaston.

—¿Y el señor Servien, nuestro segundo plenipotenciario? —preguntó entonces.

—No es en absoluto la misma clase de hombre. Servien es la rectitud personificada. Sirvió a Richelieu como ministro de Guerra y se opuso siempre a la política extranjera sostenida por los devotos. Y ésa fue su perdición. El cardenal prefirió sacrificarlo para preservar un equilibrio entre las facciones. Felizmente fue llamado por Mazarino a la muerte del rey y tiene la confianza de la reina. Servien es un firme partidario de la política exterior llevada por Richelieu, que Ana de Austria hizo suya, y que puede resumirse así: humillar el poder español y el del Imperio apoyándose en los países protestantes como Suecia y las Provincias Unidas. No ignoras que tiene muchos amigos en Holanda. Y como comprenderás, siendo yo protestante, no puedo apoyar semejante doctrina.

»En la corte, Servien saca provecho de la presencia de su sobrino, Hugues de Lionne, principal secretario del cardenal en todo lo concerniente a la diplomacia. Sabes que la corte no es más que un nido de víboras donde se urden continuamente trampas y emboscadas. Lionne protege a su tío previniéndolo de los ardides de cuantos lo detestan.

Todas estas informaciones confirmaban lo que Louis ya sabía. Servien no podía estar mezclado en aquel asunto de espionaje. Sin embargo, le intrigaba la extraña relación que parecía tener con Louise Moillon. Sin olvidar que el hermano de aquella mujer era uno de los polígrafos de Rossignol.

—El conde de Avaux no oculta sus líos amorosos —dijo entonces—. ¿Qué hay de los del señor Servien?

—No le conozco ninguno, aparte de su mujer.

—¿Has oído hablar de Louise Moillon? Una mujer bellísima, que pinta y está casada con un comerciante de madera llamado Étienne Girardot de Chancourt. Coincidí con ellos hace poco y me pareció muy cercana a Servien.

—¡Pues claro que sí! Es protestante como yo y ambos asistimos al oficio en el templo de Charenton. La tengo por una buena amiga. Pero si te imaginas que es la amante de Abel Servien, te equivocas de medio a medio. Es todo un carácter. Una mujer de extremada rigidez, tanto en sus costumbres como en sus creencias. Ama a su marido y no lo engañaría por nada del mundo. Si existe una relación entre ella y Abel Servien, sin duda es de otro tipo.

Louis hizo otras preguntas a su amigo sobre el conde de Avaux y sobre Abel Servien, sin que sus respuestas modificasen los caracteres y comportamientos que en el transcurso de la investigación había ido dibujando en su mente.

En definitiva, pensó, no había sacado gran cosa de aquella visita, salvo ciertas confirmaciones de su propio juicio. Agradeció calurosamente a su amigo la ayuda prestada pero Gédéon, deseoso de gozar un rato más de su compañía, mandó que les sirviesen una pequeña colación y no dejaron el establecimiento bancario hasta el anochecer.

Ya en sus monturas, Louis y Gaufredi se dirigieron hacia el crucero des Petits-Champs para volver al despacho de su padre.

En la calle des Petits-Champs no se había establecido ningún comerciante. Sólo burgueses, magistrados y financieros habían elegido construir allí sus viviendas. Tres casas separaban el banco Tallemant del palacete del tesorero de la Corona, el señor de La Bazinière. El financiero Particelli de Emery, elevado desde hacía poco al cargo de interventor general de Hacienda, vivía un poco más lejos, en la calle Neuve-des-Petits-Champs, en un palacio fastuoso, y Hugues de Lionne tenía su domicilio en la cercanía del convento de los Agustinos reformados. Todas aquellas viviendas y palacios estaban dotados de sólidos portalones cerrados a cal y canto.

La calle aparecía sombría y desierta a aquella hora. Debían de haberse alejado apenas a unas casas del banco Tallemant cuando, de un oscuro portal, surgió un bribón que agarró con una mano el bocado de la montura de Louis y con la otra cortó la cincha de la silla acuchillando al caballo. El pobre animal coceó tan violentamente que su jinete se precipitó al suelo.

Otros cuatro asesinos a sueldo, armados de largas espadas, salieron entonces de otro rincón. Gaufredi adivinó que era a Louis a quien querían. En la oscuridad, seguir montado a caballo era un suicidio. Saltó al suelo delante de su amo y, agarrándolo por el cuello del jubón, lo arrastró hasta el vano de una puerta.

Louis no estaba herido, pero sí aturdido y, cuando logró levantarse, sólo pudo ver que su compañero había desenvainado la espada y con amplios molinetes mantenía a distancia a los agresores.

Gaufredi lo conminó, con su mano izquierda, a permanecer a su espalda. Louis se pegó al marco de la puerta donde se habían refugiado, intentando vanamente determinar el número de truhanes que los atacaban.

Pero estaba tan oscuro que apenas percibía el resplandor de las hojas entrechocando.

Los caballos habían huido despavoridos en el fragor de la lucha. Sólo se oía el entrechocar del acero.

Fronsac pensó que su situación era desesperada si nadie acudía a socorrerlos. Él ni siquiera iba armado —por una vez lo lamentaba— y su compañero no podría vencer a cuatro o cinco adversarios, tal vez más. De modo que se puso a gritar:

—¡Socorro! ¡Nos atacan!

Pero, como era de esperar, aquellos gritos no tuvieron ningún eco.

Gaufredi, sin dejar de batirse, reparó, a la luz de la chispa de un eslabón, en que uno de aquellos bellacos, empuñando un corto arcabuz, intentaba encender la mecha.

Considerando que su amo se hallaba momentáneamente seguro detrás de él, el viejo soldado sacó una pistola de sílex de un bolsillo de su amplia capa escarlata y disparó sobre el hombre del arcabuz. El resplandor del eslabón le permitió alcanzar al malandrín en el ojo izquierdo y aun ver cómo se desplomaba.

Dos espadachines intentaron entonces rodear al viejo reitre para atacar a Louis. Gaufredi arrojó su pistola, ahora inútil, a la cara del más próximo y, mientras éste quedaba aturdido por el golpe, le cortó la garganta de una certera estocada.

Fronsac se había acostumbrado a la oscuridad lo suficiente para ver que todavía quedaban cuatro espadachines. A su edad, Gaufredi no podría seguir mucho tiempo batiéndose así. Pensó en coger la espada de uno de los muertos, pero la que lograba entrever se hallaba lejos de la puerta. Impotente, gritó de nuevo pidiendo ayuda.

Gaufredi lo hacía a su vez, injuriando y amenazando a los matones, tratando de infundirles miedo.

—¡Bribones! ¡Cobardes! ¡Os voy a comer las entrañas! —gritaba.

Enfurecido de rabia, se inclinó bruscamente para atravesar a uno de los espadachines demasiado audaz pero, al mismo tiempo que extraía su espada del pecho del hombre, recibía un puyazo en el brazo izquierdo. No era más que un rasguño, pero la manga de su jubón enrojeció rápidamente.

La lucha se detuvo un momento. El círculo de las tres espadas se abrió. Los agresores sabían ahora que el temible viejo estaba tocado, no querían correr riesgos. Pensaban que además tenían tiempo, bastaba con cansarlo, dejar que se debilitase con la pérdida de sangre antes de asestarle un mandoble.

Y el caso es que, pese a los gritos y aullidos, nadie había acudido en su ayuda. Sin embargo, en las casas cercanas, todos sus habitantes habían oído perfectamente el ruido de los aceros y las llamadas de socorro. La mayoría de los propietarios disponían de robustos lacayos y a veces incluso de guardias armados, pero preferían quedarse encerrados, parapetados en sus casas, esperando la vuelta a la calma para enviar a un criado a buscar a la patrulla de ronda al cercano Palacio Real.

¿Por qué intervenir en una querella que no les incumbía?, se decían.

Louis sabía que estaban perdidos. Se dijo que le habría gustado conocer a sus agresores. No había visto ningún rostro. «¿El hermano de la Chémerault sería uno de ellos?», se preguntó vanamente.

De repente, los tres matones se arrojaron de nuevo sobre Gaufredi. La espada del viejo reitre volaba en todas direcciones, apartando los otros hierros con una velocidad y una destreza extraordinarias. Pero su brazo izquierdo pendía a lo largo de su cuerpo y, cuando Louis lo rozó, notó que por sus dedos corría la sangre. Fronsac había dejado de pedir ayuda. Pensando en su esposa, esperaba la muerte, cuando, de pronto, un grito resonó al fondo de la calle, y luego otro:

—¡Guerra sin cuartel!

—¡Dispara! ¡A por ellos! ¡Muerte a esos bribones!

—¡Socorro! —gritó de nuevo Louis.

Se oyó un disparo, quizá al aire, y luego barullo de gente a la carrera.

El círculo de hierro desapareció y, al momento los granujas huyeron en la dirección opuesta a los gritos, mientras la luz de las antorchas aparecía a algunas casas de allí.

En ese momento Gaufredi se desplomó y su espada sonó ruidosamente al chocar contra el suelo.

—¡Louis! ¿Estás herido? —gritó una voz angustiada. Una luz se acercó a Fronsac, que se había arrodillado para examinar a su fiel guardia de corps.

—¿Louis? —repitieron las voces en tono descompuesto.

Fronsac levantó la cabeza. Había reconocido la voz de Gédéon, y vio tras él a su hermano mayor Pierre[57], así como a unos cuantos lacayos o guardas del banco. Unos llevaban antorchas y arcabuces, otros empuñaban una espada y Tallemant una pistola todavía humeante. Era sin duda quien había disparado.

—No es nada, señor —balbució Gaufredi intentando levantarse—. ¡Todavía no ha nacido el que me mande a mí al otro barrio!

—¡Gédéon! ¡Gaufredi está herido! Hay que ayudarlo, ¡llamad a un médico! Creo que hay un cirujano en esta calle.

—No hace falta, os juro que estoy perfectamente, señor. Sólo es un rasguño. He perdido algo de sangre pero ya ha dejado de manar de la herida.

Louis lo ayudó a incorporarse. Un lacayo sostuvo al viejo por las axilas.

—¡Pierre, Agustín, echadle una mano para ayudarlo a llegar a casa! —ordenó Gédéon—. Decidle a mi hermana Marie que le limpie y vende la herida. Id a buscar también al abad[58], algo entiende de medicina y sabrá qué hacer.

Los dos lacayos, sosteniendo a Gaufredi, volvieron a casa.

—¿Qué ha pasado, Louis? ¿Esos bandidos querían tu bolsa?

—No, Gédéon, ¡querían mi vida! —murmuró Fronsac con un rictus de disgusto.

—¿Los conoces?

—Veamos quiénes son los muertos, si te parece.

Tomó el farol de Tallemant. Su hermano se había quedado con una de las antorchas de los criados. Se inclinaron sobre el primer cadáver, el que tenía la garganta cortada. Louis no lo conocía. El segundo llevaba una máscara, era el que había recibido la bala en el ojo. Con aprensión, Louis le quitó la máscara empapada de sangre y masa cerebral. Pese a la espantosa herida, no había duda ante el rostro macilento y las grandes orejas de aquel hombre delgado de cabellos embadurnados de lodo y excrementos de la calle.

La capa gris estaba en esta ocasión bien sujeta por dos hebillas. Era el polígrafo Claude Habert, sobrino político de la cuñada de Bouthillier de Chavigny, más rápido para el cálculo que para encender la mecha de un arcabuz.

«De modo que él era el espía, como había adivinado Gaston», pensó Louis un tanto decepcionado. Ahora que la calma había vuelto, se percató de que había tenido la impresión de reconocer la silueta del hermano de la señorita de Chémerault, a la luz de la antorcha, cuando la banda se había largado en desbandada. Examinó entonces al tercer muerto, al que Gaufredi le había atravesado el pecho. Tampoco conocía a éste.

—Habéis llegado a tiempo —dijo a Gédéon.

—¿Lo conoces?

—Sí. Es la persona sobre la que estaba investigando. ¿Podéis ayudarme tu hermano y tú a cargarlos en nuestros caballos y a transportarlos hasta el banco? No me gustaría que sus cómplices viniesen a buscarlos. No estaría de más que un lacayo fuese en busca de algunos guardias al Palacio Real.

—Dirán que es un asunto de la patrulla —intervino el hermano de Tallemant encogiéndose de hombros—. No se molestarán en acudir.

Pierre Tallemant era un hombre grueso de rostro rubicundo. Muy perspicaz y duro en los negocios, juzgaba con severidad a este gobierno, que, falto de dinero, se dedicaba a presionar a los burgueses y financieros como él.

—Vendrán, Pierre, te lo aseguro. Mandaré a tu criado con un documento de Le Tellier que llevo conmigo, en el que se me otorga todo poder sobre la guardia de palacio. Bastará con que se lo entreguen al señor Colbert o a Isaac de Portau, un mosquetero que me conoce.

Uno de los criados, con otro farol y dos compañeros, llegaba corriendo en ese momento.

Gédéon fue a buscar los caballos, que se habían dispersado. Entre todos arrastraron los tres cuerpos por los pies y luego los cargaron en las monturas, que llevaron de las riendas hasta el patio del banco.

Louis explicó al lacayo que Pierre había elegido para ir a palacio lo que tenía que hacer y le confió su carta. El criado, al que llamaban Gros-Jean, era un hombre corpulento, de unos cuarenta años, fiel a la familia. Louis lo conocía lo suficiente como para saber que actuaría con cordura. Gédéon le prestó su espada.

Volvieron al palacete para reunirse con Gaufredi. El viejo soldado, con el torso desnudo, se hallaba ante la chimenea de la cocina, vendado con un lienzo que le ceñía el brazo y el pecho. Devoraba medio pollo delante de una frasca de vino.

—No es nada —dijo secamente el hermano pequeño de Gédéon, que había vendado al viejo soldado—. ¿Por qué os habrán atacado?

—Gentes que están resentidas conmigo —respondió evasivamente Louis—. Siento mucho las molestias que os he causado. Enseguida vendrán unos cuantos guardias con algunos mosqueteros y el señor Colbert.

—Conozco a Jean-Baptiste Colbert —dijo el hermano mayor con una mezcla de ironía y desilusión—. ¿Creéis que un hombre como él iba a preocuparse por nosotros?

—Vendrá —sonrió Louis—. E irá inmediatamente a informar al señor Le Tellier de esta agresión —suspiró el exnotario aliviado—. ¡Qué suerte que hayáis oído ruido de pelea, porque estábamos lejos!

—¡Pero si no hemos oído nada, Louis! —exclamó Gédéon—. Es que alguien vino a avisarnos.

—¿Cómo es posible?

—Llamaron a la puerta, y un individuo dijo al portero que venía a avisar al señor Gédéon Tallemant. Nuestro portero lo invitó a entrar pero el desconocido rehusó diciéndole literalmente para que me lo transmitiesen a mí: «Un amigo del señor Tallemant está siendo atacado en la calle. Id a socorrerlo antes de que sea demasiado tarde».

—¿Ha dicho eso? ¿Entonces me conocía? ¿Pero quién era ese hombre?

—Lo ignoro, Louis, se fue antes de que pudiese verlo, pero nuestro portero me ha dicho que tenía acento italiano. Sea como fuere, yo estaba con mi hermano, cogimos espadas y faroles y salimos a la carrera con algunos criados. Entonces oímos pedir socorro y comprendí que eras tú quien estaba siendo atacado.

Louis no sabía qué pensar. ¿Quién era ese desconocido con acento italiano?

—¿Y dices que pronunció mi nombre?

—Pues… no recuerdo exactamente, habría que preguntárselo al portero.

—No —intervino Pierre—. El portero me ha dicho que se refirió al amigo del señor Tallemant. No sabíamos de quién se trataba.

—¿Conoces a alguien que tenga acento italiano? —preguntó Louis.

Gédéon se echó a reír:

—¿En esta calle en la que no viven más que financieros y banqueros? La mitad, como mínimo, son italianos.

«Quizá fuese simplemente el azar», pensó Louis. Un vecino que lo había reconocido y no había querido intervenir. En todo caso, le había salvado la vida, así como la de Gaufredi.

Una criada les llevó sendas tazas de caldo. Aún no habían terminado de bebérselo cuando oyeron el retumbar de unos cascos de caballo.

Una docena de guardias de corps del rey había entrado en el patio, donde se hallaban todavía varios lacayos y guardianes del banco, todos armados hasta los dientes. Algunos de los jinetes llevaban antorchas de cera y linaza. Al mando, un arrogante oficial que los miró con desdén.

—¡Búsquenme al señor Fronsac! —gritó a la concurrencia.

—Soy yo —replicó secamente Louis—. Desde este momento estáis a mis órdenes. ¿Cómo os llamáis?

A la luz de las antorchas, Louis vio cómo enrojecía el oficial. Por la ropa de sus interlocutores, debía de creer que trataba con burgueses y no con el hombre nombrado por Le Tellier en la carta que el criado le había entregado.

—Montrobert —respondió, bajando de su montura y saludando. Sacó la carta de Le Tellier y se la devolvió a Louis.

—Gracias —dijo él, guardando cuidadosamente el pliego en su jubón—. ¿Han avisado al señor Colbert?

—Sí, señor, llegará en coche.

—Bien, enviad a uno de vuestros hombres a buscar una carreta. Hay tres cadáveres. Cuando el señor Colbert los haya visto, los llevaréis al Grand-Châtelet y permanecerán en la morgue hasta mañana, en que serán examinados por los comisarios.

El oficial se dirigió a los guardias de corps, todavía a caballo, y dio las órdenes oportunas. Dos de ellos partieron. Montrobert se volvió hacia Fronsac.

—¿Qué ha pasado, señor?

—Fui atacado por esos bribones. Mis amigos aquí presentes han venido en mi ayuda. Mi compañero ha matado a tres de los agresores. Se trata de un asunto de Estado que concierne al señor Le Tellier. Ni una palabra a nadie, si no queréis acabar en la Bastilla.

El oficial bajó la cabeza, luego se acercó a los cadáveres para examinarlos. Oyeron entonces el rodar de un vehículo y un ruidoso traqueteo. Era una pequeña carroza que se quedó en el exterior del patio. Colbert bajó de ella lentamente, vestido de negro, como siempre, con el ceño fruncido y expresión malhumorada. Recorrió el patio con la mirada, deteniéndose un rato en los guardias de corps a caballo, y luego en los hermanos Tallemant y sus criados. Finalmente, se acercó a Fronsac, sin hacer caso de los tres hermanos, a los que sin embargo conocía. Su expresión era glacial y distante.

—Han venido a buscarme, señor. Espero que sea importante, porque han interrumpido mi trabajo al servicio del rey esta noche.

«El tono no sólo era desagradable sino amenazador, venenoso», pensó Louis señalando con la mano tendida los cadáveres cruzados encima de las monturas.

—Podéis examinar a ese hombre, que ha intentado matarme junto con sus amigos, señor Colbert.

El agente de Le Tellier lo miró con una mezcla de sorpresa y de inquietud y luego se dirigió hacia el caballo que llevaba uno de los cuerpos atravesado en la silla. Levantó la cabeza del muerto con dificultad. El frío había acelerado la rigidez cadavérica. Colbert hizo un gesto de rechazo al descubrir la cara ensangrentada; luego la miró de nuevo, esta vez, detenidamente.

Cuando se volvió hacia Louis, su rostro reflejaba una palidez mortal.

—¿Han intentado mataros?

—Sí, eran seis o siete. Mi compañero ha matado a tres.

Colbert pareció un instante desconcertado. Luego murmuró:

—Hay que avisar al señor Le Tellier, de inmediato.

—¿Podéis encargaros vos, señor? Debo reunirme con él mañana a primera hora.

—Lo haré. ¿Habéis reconocido a algún otro agresor?

Parecía inquieto. Louis volvió a verlo hablando con la señorita de Chémerault, en el palacete de Avaux.

—Quizá, pero no estoy seguro.

Colbert lanzó una mirada furtiva hacia los otros dos cuerpos, atravesados en el segundo caballo.

—¿Y a aquéllos? ¿Los conocéis?

—No.

Colbert pareció dudar si examinarlos. Finalmente, optó por no hacerlo.

—¿Puedo hacer alguna otra cosa por vos, señor Fronsac?

—Nada más, salvo prevenir al señor Le Tellier. He dado orden de que transporten los cadáveres al Grand-Châtelet. Mi amigo Tilly, que es comisario de policía, se ocupará de la investigación.

Colbert asintió lentamente con la cabeza, como indeciso sobre lo que debía hacer o decir. Tras unos segundos de silencio, sugirió con un tono monocorde:

—Creo… que sería mejor que os vieseis con el señor Le Tellier en su palacete de la calle Richelieu, mejor que en el Palacio Real.

—Haré lo que me sugerís, señor.

—¿Hacia las siete, caballero?

—Allí estaré.

—Estoy a vuestro servicio, caballero —concluyó Colbert saludando a Fronsac con una inclinación de cabeza. Hizo incluso un breve ademán de cortesía hacia los hermanos Tallemant, que observaban la escena, otro hacia Montrobert, y volvió a su carroza a pasitos cortos.

—¡El señor Colbert! ¡Siempre tan cortés y tan expresivo! —ironizó Pierre Tallemant cuando el coche se hubo alejado.

—Parecía muy preocupado —prosiguió Gédéon, que lo había observado atentamente—. Inquieto incluso. ¿Conocía a ese hombre? —preguntó a Louis señalando al muerto.

—Desde luego. Incluso trabajaba con él.

Gédéon comprendió que Colbert estaba, de una forma u otra, implicado en aquella historia y no preguntó nada más.

—Daré órdenes para que te preparen nuestro coche, Louis —propuso—. Gaufredi no puede montar a caballo y nuestro cochero os llevará. Atará vuestros caballos detrás del coche.

—¿Y los muertos? —objetó Louis.

—Ellos no os necesitan, señor —dijo cortésmente Montrobert—. Yo los haré transportar al Grand-Châtelet. Podéis confiar en mí.

Louis aceptó de buen grado. Se sentía agotado y sabía que su jornada aún no había terminado.

Sonaban completas en el convento de los Mercedarios, muy cerca del despacho de los Fronsac, cuando Louis y Gaufredi descendieron de la carroza de Tallemant. El viejo soldado fue conducido al gabinete donde se alojaba para descansar, mientras Louis contaba a toda su familia reunida lo que había pasado.

—Tengo que prevenir a Gaston —le explicaba a su padre cuando hubo terminado su relato—. Voy a necesitar a Jacques y a Guillaume. ¡Y armados hasta los dientes!

Jacques Bouvier fue a buscar a su hermano, que vivía calle abajo en dos minúsculas piezas de una casa de adobe. Ambos hombres se equiparon con coraza y morrión. Louis se puso el coselete de acero que le había regalado Pisany. Cogió dos pistolas, cuyo mecanismo comprobó, y partieron a caballo hacia la calle de la Verrerie.

Encontraron a Gaston cenando. Louis contó de nuevo la agresión mientras Guillaume y Jacques fanfarroneaban en la cocina ante la asombrada cocinera de Gaston.

—¡Yo tenía razón! —exclamó con júbilo el pelirrojo—. ¡Habert era el espía! ¡Bien está lo que bien acaba! Gaufredi ha sido herido pero tu investigación ha terminado. Adiós a los espías del Servicio de Cifrado.

—Sin duda, Gaston, pero ¿y los cómplices? No creerás que fue Habert quien lo organizó todo.

—¿Por qué no?

—¿Has olvidado a la Belle Gueuse y a su hermano?

—No, pero aunque su hermano estuviese con tus agresores, acaba de perder a su espía. El Servicio de Cifrado es seguro, desde ahora. Él, o quien esté al mando, seguramente intentará cualquier otra cosa más tarde, pero a ti ya no te incumbe. Has resuelto el asunto que te confió Mazarino.

—Supongo que tienes razón —respondió Louis tras una breve vacilación—. Ellos volverán a la carga, por supuesto, pero eso ya es asunto de Le Tellier. Pasaré a recogerte mañana al amanecer. Iremos inmediatamente a su palacete, donde nos estará esperando, si Colbert ha hecho lo que debía.