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Martes, 10 de noviembre de 1643

Julie había hojeado las obras de Charles de Bresche para finalmente elegir El pastor extravagante. Había sido seducida por los espejos mágicos descritos por el autor, artilugios que permitían ver a distancia y espiar la vida privada de sus vecinos.

—¡A fe que ésta es una invención que sería muy útil! —le había dicho riendo a su esposo—. Podríamos instalar un espejo como ésos cerca del puente de Ysieux y conocer de antemano la identidad de nuestros visitantes. Tu padre podría incluso colocar uno delante del porche de entrada de su despacho y saber, desde su gabinete, quién viene a visitarlo. Sin contar con que si mi tía y yo misma tuviésemos uno cada una, ¡podríamos vernos todos los días!

—Desde luego que sería un invento muy cómodo —había sonreído Louis—, pero nadie podría fabricar tales espejos, ni siquiera los mejores ópticos o artesanos en artes mecánicas.

—Pues yo estoy convencida de que eso llegará —había replicado Julie con ardor.

Louis no había respondido. No quería contrariarla pero estaba persuadido de que la época de los grandes descubrimientos científicos había terminado.

Al final de la mañana, escoltado por su fiel Gaufredi, se fue a caballo a casa de Charles de Bresche. Cuando hubieron llegado a la plaza Maubert, una carroza negra sin ventanas, tirada por un tiro de cuatro caballos negros como la pez, se detenía delante de la librería.

Louis, intrigado, propuso a Gaufredi esperar un rato para saber quién era tan rico cliente.

Al cabo de un momento, vieron salir de la tienda a un caballero portando espada. Tras él, un lacayo con dos libros.

El caballero subió a la carroza, el lacayo se sentó al lado del cochero y el vehículo se puso en movimiento.

Louis permaneció inmóvil durante un momento, repentinamente molesto y desconcertado. Había reconocido al gentilhombre de la espada y trataba de poner en orden sus pensamientos antes de entrar en casa del librero.

—Prefiero que me acompañes —le dijo finalmente a Gaufredi.

Se dirigieron juntos a la tienda. Charles de Bresche estaba en lo alto de una escalera ocupado en colocar una obra en la estantería.

—¡Señor Fronsac! —exclamó jovialmente al reconocerlo—. ¡Os habéis tomado vuestro tiempo para traerme los libros! ¿Vuestra esposa ha elegido alguno?

—Se ha quedado con el pastor extravagante, luego os devuelvo El correo verdadero y las galanterías del duque de Osuna. Pero me gustaría compraros otros libros.

—Estaré encantado —dijo el librero deshaciéndose en sonrisas al bajar de la escalera.

—Sólo me falta pagaros. ¿Cuánto os debo?

—¿Os parece bien un escudo por los tres libros?

Louis asintió con la cabeza y sacó la bolsa bajo su capa. Le tendió un escudo de plata al librero diciéndole con tono falsamente despreocupado:

—Acabo de ver al señor Fabio Chigi saliendo de vuestra tienda. Me encontré con él hace unos días en el palacio de Avaux.

—En efecto —respondió el librero Lo traté mucho en Roma mientras estuve al servicio del cardenal François Barberini, el bibliotecario del Vaticano. Yo me ocupaba entonces de su biblioteca personal y él le había vendido a mi jefe varias obras en griego. Monseñor, que también está de paso en París, al enterarse de que me había hecho cargo de la librería de mi padre, me ha hecho una visita y ha adquirido una hermosa obra para regalarle al nuncio, así como una historia de Westfalia, ya que dentro de poco parte para Münster.

«La explicación era verosímil», pensó Louis, que no insistió. Se quedó todavía un momento revolviendo entre las obras —le encantaba hacerlo— y luego se fue.

Por la tarde, Julie y Louis se fueron a casa de la señora de Rambouillet. Nicolás conducía la carroza.

—No será una de esas recepciones de gala como las que organiza mi tía en las grandes ocasiones, aunque ya sabes que es poco amiga de las multitudes —explicó Julie—. Hoy sólo irán los amigos más íntimos. Está tan contenta con la vuelta del barón de Montauzier, que simplemente desea compartir su dicha con sus íntimos.

Efectivamente, cuando entraron en la gran cámara de techos tapizados de brocateles azul y oro, Louis observó apenas una veintena de habituales, todos amigos, parientes o familiares de Arthénice.

El gran lecho de gala, elevado sobre un pabellón, había sido desplazado casi hasta el centro de la cámara azul, de modo que el espacio entre el lecho y la pared fuese lo más ancho posible para los invitados que lo rodeaban.

Se acercaron ambos a la marquesa, que reposaba en el lecho recubierto de seda azul con pasamanería de oro y plata. La marquesa, cual ídolo, aparecía rodeada de sus mejores amigas, sentadas en sillas de verdugado o sobre taburetes tapizados de terciopelo azul realzado con oro. En la gran ruelle[51] estaban Anne Cornuel, su hija Julie de Angennes, la joven duquesa de Longueville —hermana del duque de Enghien— y, por último, la prima de la duquesa, Isabelle-Angélique de Montmorency. Vincent Voiture, de pie entre ellas, las hacía reír a carcajadas declamando un poema burlesco de tintes picantes. Se interrumpió al ver llegar a Louis y a Julie.

En la pequeña calleja, la reservada a los íntimos o para aquéllos a los que quería honrar, se sentaban, en confortables sillones tapizados, la princesa de Condé —madre de la duquesa de Longueville—, así como la señora de Combalet, duquesa de Aiguillon y sobrina de Richelieu. En un tercer sillón se sentaba una joven de mirada perspicaz y rostro serio, que apenas sonreía con las bufonadas de Voiture. Louis ignoraba su identidad y se preguntó quién diablos podía ser para tener el privilegio de estar sentada en la pequeña calleja en compañía de dos amigas de la regente.

En efecto, la princesa de Condé era una de las más viejas amigas de la reina, y la duquesa de Aiguillon se había acercado íntimamente a Ana de Austria después de la muerte de su tío. Además, recibía con frecuencia a la regente en su castillo de Rueil, que los poetas de la corte llamaban «la casa encantada».

—Amigas mías —declaró la señora Rambouillet en tono festivo—, todas conocéis a mi sobrina Julie, pero no a su esposo, el señor Fronsac.

Louis hizo sendas reverencias, más marcada al dirigirse a la princesa de Condé, a la duquesa de Aiguillon y también a la joven de expresión tan seria.

Al mismo tiempo, observaba con tristeza que su esposa, aun habiéndose vestido con su mejor traje, iba muy pobremente ataviada en comparación con los ropajes de otras invitadas. La princesa llevaba un hongreline o corpiño de seda negra, y la señora Combalet, un pesado guardainfante a la antigua en tafetán color hojarasca con cuerpo de encaje. En cuanto a la duquesa de Longueville y su prima, sus vestidos de damasco estaban cubiertos de bordados y sobrecargados de borlas, pompones, flecos y perlas. Sólo Anne Cornuel y Julie de Angennes iban vestidas con más sencillez: una falda de brocatel abombada con varias enaguas y un corpiño de color a juego. Sin embargo, todas lucían vestidos nuevos o poco usados, cuyos tejidos eran sedosos y luminosos, mientras que el terciopelo de la ropa de Julie parecía ligeramente descolorido.

Se sintió avergonzado, casi humillado por ser pobre.

Siguiendo la moda de modestia que había puesto en boga la reina, ninguna de las mujeres iba maquillada —a excepción de Anne Cornuel, que se cubría siempre el rostro con una espesa capa de pintura—, pero sortijas, collares, pendientes de oro y diamantes adornaban sus dedos, cuello o muñecas.

Bajando los ojos, Louis observó también el calzado de las damas, de suave piel y tacón alto. La duquesa de Longueville calzaba unos curiosos zapatos abiertos por los laterales y anudados con cordones de seda atados en nudos de amor. Louis se prometió que cuando tuviese algo más de dinero vestiría a su esposa como una reina.

—Louis —preguntó la marquesa de Rambouillet—, ¿conocéis a la señora Françoise de Motteville?

—No he tenido el honor —respondió, adivinando que se trataría de la joven seria, comprendiendo al mismo tiempo por qué se encontraba en compañía de la princesa de Condé y la duquesa de Aiguillon.

Julie y Tallemant le habían hablado en varias ocasiones de ella. Hija de una amiga de la reina, Françoise de Bertaut se había casado a los veinte años con el señor de Motteville, un anciano de ochenta años.

Habiendo enviudado muy joven, se había convertido en primera camarera de la reina. Era un cargo reservado a gentes de la más alta nobleza, pues la camarera de la reina la aconsejaba, la consolaba, la cuidaba y estaba presente en la mayor parte de sus conversaciones.

Reservada, observadora y discreta, Françoise de Motteville se había vuelto enseguida imprescindible para Ana de Austria. Confidente y consejera, profundamente unida a su benefactora y sin ambición, se decía de ella que conocía todos los secretos del reino.

—Mi esposo se hace lenguas de vos, señor Fronsac —dijo cortésmente la princesa de Condé a Louis.

Ante estas palabras, la duquesa de Aiguillon permaneció impertérrita. En esos momentos litigaba con el príncipe de Condé por la parte de la herencia de su tío y un fiel de Condé de ningún modo podía interesarle, aparte de que ella sabía que Louis se había opuesto a Richelieu.

—Mi hermano también os tiene en gran estima, señor —sonrió graciosamente Geneviève de Longueville.

Louis se volvió hacia cada una de ellas con una cortés reverencia. Geneviève de Borbón, rubia y diáfana, era unánimemente considerada como la más bonita, la más graciosa y la más amable personita de la corte. Sin entender por qué, el exnotario se sentía siempre turbado cuando le hablaba. Pero no pudo evitar pensar en ese instante que la Belle Gueuse era, pese a todo, mucho más hermosa que ella.

—Os lo agradezco, señoras. También yo admiro sobremanera al señor duque, del que me declaro fiel servidor.

—Al parecer, sois muy misterioso, señor Fronsac —añadió gravemente la princesa—. Cuentan que habéis rendido apreciables servicios a Su Eminencia…

—Al rey, señora —corrigió Louis inclinándose de nuevo—. Estoy, ante todo, al servicio del rey.

Observó entonces que la señora de Motteville no le quitaba ojo. Molesto, giró la cabeza y su mirada se posó en Anne Cornuel, en la que sorprendió un chispazo de ira hacia Angélique de Montmorency. La prima de Geneviève de Borbón lo observaba, también, con interés y la señora Cornuel estaba celosa de su amistad con Louis.

—Julie, sentaos en ese escaño, y vos, señor Voiture, ¿no ibais a entretenernos cantándonos unos versos? —preguntó la marquesa de Rambouillet.

—En efecto, señora —asintió el poeta—. ¿Querría alguna de aquellas encantadoras damas poner música a una de mis letrillas?

Señaló a un grupo de jóvenes, dos de las cuales tocaban el laúd en el vano de una ventana. Sin duda, las damas de compañía de la princesa y de su hija, o tal vez incluso de la duquesa de Aiguillon. Se hallaba con ellas Chapelain, como siempre tan sucio y desastrado, y vestido como un ropavejero. Buscando el éxito galante, les proponía adivinanzas de tono subido. Algunas de las jóvenes bellezas, disimulando sus risas, fingían mohines de sorpresa o de admiración.

Cuando el poeta iba a proponer a las intérpretes de laúd que lo acompañasen, el marqués de Rambouillet, que estaba precisamente allí en animada conversación con la princesa de Marcillac, se acercó al lecho de gala para dirigirse a la princesa de Condé.

—Señora, ¿me permitís que os robe un instante al señor Fronsac? Os prometo que no lo retendré mucho tiempo.

La princesa asintió con una sonrisa, y el marqués, tomando a Louis del hombro, lo llevó hacia François de La Rochefoucauld, quien se hallaba a unos pasos de allí, cerca de un trinchero cubierto de dulces, frutas confitadas y almendrados.

El príncipe abrazó a Fronsac con afecto. Aquel testimonio público de franca amistad desconcertó a Louis, pues no había coincidido más que una vez con el señor de La Rochefoucauld, cuando éste había ido a advertirlo del intento de asesinato preparado contra él por el marqués de Fontrailles.

—Señor Fronsac, estoy realmente encantado de volver a veros después de aquellos terribles sucesos —dijo La Rochefoucauld con calor.

Louis asintió cortésmente, sin saber qué responder. Por supuesto que La Rochefoucauld le había salvado la vida, pero no podía olvidar su afinidad con la duquesa de Chevreuse y el marqués de Fontrailles, dos personas que habían intentado varias veces poner fin a sus días.

Al mismo tiempo, y como había hecho con las amigas de la marquesa de Rambouillet, examinaba discretamente los atavíos del príncipe, que estaba cubierto de encajes: en el enorme cuello de su jubón bordado, en torno a los puños e incluso en la vuelta de sus botas de embudo. Era una nueva moda que hacía furor y que se llamaba «randa de botas».

El marqués de Rambouillet, adivinando el malestar de Louis, interrogó al joven muy jovialmente sobre las razones de su estancia en París. El marqués no ocupaba ya ningún cargo en la corte pero, habiendo sido embajador, conocía a mucha gente en el entorno del ministro de Asuntos Exteriores.

—Me han dicho, Louis, que habéis sido recibido por el señor de Brienne.

—En efecto, nuestro ministro tenía un pequeño problema que resolver y el señor Le Tellier le sugirió que me llamase. Pero no es nada importante ni interesante.

—Mirad por vos, esta vez —se burló el marqués con una sonrisa cómplice—. No siempre tendréis al señor de La Rochefoucauld para salir del paso. Eso que os traéis entre manos no tendrá relación con el congreso de Münster, ¿verdad?

—En absoluto, señor marqués —mintió Louis.

No podía decir más, sobre todo en presencia de un amigo de la duquesa de Chevreuse. Observó, sin embargo, que La Rochefoucauld no escuchaba su conversación. El príncipe parecía ausente y Louis se dio cuenta de que su mirada se perdía hacia la señora de Longueville.

En ese momento entró en la cámara azul el marqués de Pisany, calzado con bota alta. Hizo un signo amistoso a su padre antes de dirigirse a su madre y a sus amigas. Las saludó, intercambió con ellas algunas palabras corteses y, una vez despachado ese trámite, se acercó a Louis.

—Padre, tengo tantas cosas que decirle al caballero, que os privaré de su compañía durante una hora —le dijo al señor de Rambouillet, al mismo tiempo que hacía una inclinación de cabeza hacia La Rochefoucauld, quien le respondió con igual sobriedad.

Sin esperar respuesta, Pisany tomó a Louis por el hombro para llevarlo a unos pasos de allí, hacia el vano de una de las ventanas que descendía hasta el suelo y que habían sido idea de su madre.

—El Hazart ha cerrado, Louis. ¿Tienes algo que ver con eso?

—Quizá, Léon…

Dudó si proseguir y luego se decidió:

—Debo ser franco contigo, amigo mío, Gaston desea interrogar a la señorita de Chémerault y a su hermano, pero han huido.

—¿Qué ocurre en ese lugar?

—Me gustaría saberlo, Léon. De momento, tanto Gaston como yo estamos a oscuras. Todo parece indicar que a la Belle Gueuse no le gustó nuestra última visita a su garito y ha intentado matarnos.

—¿Hasta ese punto? —preguntó un asombrado Pisany—. Sé prudente, Louis: su hermano es un temible duelista. ¡De modo que estás haciendo una investigación sobre ellos! Me imagino que no podrás decirme nada más.

—De momento, no; más, a fuer de ser sincero, no podría contártelo ni aunque quisiese, tan oscuro lo veo todo.

—Enghien vuelve a París en apenas dos semanas. ¿Quieres que hable con él? Sabes que puedes contar con su amistad.

—No. Te lo agradezco, pero de momento sería inútil.

Durante ese tiempo, Vincent Voiture, en compañía de las dos jóvenes del laúd, cantaba melódicamente uno de sus poemas bajo la mirada encantada de la duquesa de Longueville.

Cuando hubo terminado y recibido las correspondientes lisonjas —cosa que apreciaba sobremanera—, la señora de Rambouillet preguntó a su sobrina:

—¿Habéis ido al teatro durante vuestra estancia en París, Julie?

—Os confieso, tía, que todavía no hemos tenido tiempo.

—Angélique e Isabelle han ido a ver una obra de Guillot-Gorju. Me la han contado y me han hecho morir de risa. Os lo ruego, Isabelle, contadlo de nuevo para mi querida Julie.

Vincent Voiture, comprobando que no era el centro de atención de las damas, las saludó y, deshaciéndose en excusas, se reunió con Pisany y con Louis.

—¿Conocéis a Guillot-Gorju, señora Fronsac? —preguntó la prima de Enghien con vivacidad.

—No, señora, y confieso mi ignorancia. Pero en mi descargo he de deciros que no vivimos en París.

—Guillot-Gorju se llama en realidad Bertrand Harduin de Saint-Jacques. Realizó sus estudios en la Facultad de Medicina, ya que procede de una familia de médicos, pero por lo visto, falto de vocación y atraído por la comedia, lo abandonó todo para recorrer Francia con una compañía de cómicos de la legua. Hace diez años, entró en el teatro de Bourgogne eclipsando a Gaultier-Garguille y compañía. Gracias a sus hermosas palabras y a su talento, Guillot-Gorju adquirió una sólida reputación pero se ganó la hostilidad de sus rivales. Desgraciadamente, yo era muy joven en esa época para asistir a sus espectáculos, a los que acudía el todo París.

—Recuerdo haber visto alguna de sus farsas en el teatro de Bourgogne —sonrió la princesa de Condé—. Es cierto que era extremadamente vulgar, licencioso a veces, pero realmente divertido. Salías de allí encantada.

—No soporto la vulgaridad —declaró desdeñosamente Julie de Angennes—. Desde luego, yo no pienso ir a ver a ese individuo.

—Si fueseis a su espectáculo, cambiaríais de parecer, os lo aseguro —la contradijo Isabelle—. Pero dejadme que os cuente algo más de Guillot-Gorju. Dicen que sus compañeros del teatro de Bourgogne estaban tan celosos de su éxito que hicieron lo imposible para obligarlo a abandonar la compañía. Tanto empeño pusieron, que lograron que el bueno de Guillot, despechado, dejase la compañía para retirarse a Melun a fin de ejercer… ¡el oficio de médico!

»Permaneció allí durante unos años, pero su pasión pudo más que él y acaba de volver a París. Su talento no ha menguado, sino al contrario, y ha entrado de nuevo en la compañía del teatro de Bourgogne. Durante su exilio escribió algunas comedias de singular extravagancia. Todas tratan de «bastardos de Hipócrates»[52] pedantes e ignorantes y él interpreta en todas el papel principal. Es tan gracioso que apenas aparece en escena toda la sala se parte de risa.

»Sale en calzones, con una amplia capa, un cuchillo de madera envainado en el cinturón, peinado con un sombrero de ala ancha, levantado delante y encasquetado hasta las orejas, cara de pocos amigos, mostachos de gato furioso y, sobre el mentón, manchones hirsutos de cabellos blancos. Tiene un respetable apéndice nasal, la piel casi negra y lleva una máscara de cuero que acrecienta más si cabe su fealdad.

»Apenas entra en escena, frente al público, enumera con extrema volubilidad, y sin perder nunca su seriedad, infinidad de instrumentos de cirugía, drogas, simples, panaceas y dolencias. En resumen, que se presenta como un doctor ridículo, que es, por cierto, el título de su farsa.

»Antes del espectáculo, desfila por el exterior del teatro con sus compañeros para atraer a la muchedumbre. Uno de sus bufones se llama Gringalet, un pobre diablo, escuálido y escuchimizado, que enumera una retahíla de términos chocarreros que hacen explotar a la sala de risa.

—Françoise —sugirió la marquesa de Rambouillet—, a la reina le gusta el teatro. ¿Creéis que tal vez le apetecería que Guillot-Gorju representase un día su espectáculo en el Palacio Real?

—Sin duda, señora, pero los gabinetes de los reyes ya son teatros donde se representan las obras que ocupan el mundo —respondió con seriedad la señora de Motteville.

—Julie —propuso entonces la esposa de Louis a la hija de la señora de Rambouillet—, ¿queréis que vayamos una tarde con Charles? Estoy segura de que eso lo distraería de su largo cautiverio.

Julie de Angennes hizo una mueca que quería ser de indecisión o reserva, pero, puesto que su madre reconocía que el espectáculo de Guillot-Gorju era bueno para una reina, no podía sino aceptar.

Desde la ventana donde se hallaba con el marqués de Pisany y Louis Fronsac, Vincent Voiture hizo una seña a un lacayo para que le llevase bebida.

Tras los consabidos intercambios de cortesías, el poeta preguntó a Fronsac, con un tono visiblemente preocupado:

—¿Qué te ha parecido el señor de Avaux, Louis?

—Es un hombre… bien informado, muy amable, y sobre todo… muy clarividente —respondió el joven caballero, tras elegir cuidadosamente sus palabras.

—Me alegro de que lo juzgues con tanto acierto. Estaba muy inquieto por las investigaciones que te traes entre manos.

—Le he dicho que excusaba alarmarse. Esta investigación no va contra él, sino al contrario, y le he prometido informarle en cuanto todo haya acabado.

—Supongo que es la misma investigación que te llevó al Hazart —dijo Pisany frunciendo el ceño.

—En efecto, pero no olvidéis, amigos míos, que todo eso debe permanecer en estricto secreto, sólo entre nosotros. Va en ello la seguridad del reino.

—Sabes que puedes confiar en nosotros, Louis, y no intentaré sonsacarte nada. Pero tenía miedo de que te opusieses al conde de Avaux después de haberte encontrado con el señor Servien. ¡Ese hombre lo detesta!

—En este asunto, Vincent, ante todo estoy al servicio de nuestros dos plenipotenciarios.

—Luego se trata de diplomacia y del congreso de Münster —concluyó Pisany—. Entonces te lo ruego encarecidamente, Louis: ¡sé prudente! Ese mundo de la sombra es espantoso… y con frecuencia mortal. Prefiero mil veces un enfrentamiento en el campo de batalla, espada en mano, que desaparecer en la esquina de una calle, con la garganta cortada por algún espía. Es una muerte sin gloria y casi siempre sin razón.

—Creo haberme dado cuenta, Léon, pero tranquilízate, porque Gaufredi no me deja ni a sol ni a sombra. Pero es vuestro turno, amigos míos, de informarme: he visto al señor de La Rochefoucauld taciturno y melancólico, y me pregunto…

—Tiene fundadas razones para su melancolía —dijo severamente Voiture—. Ya sabes, Louis, que, por su idiosincrasia, al príncipe le repugna tomar un partido decidido e irrevocable. Era amigo de la reina cuando ella combatía al cardenal, y en esa misma época, también era afecto a la duquesa de Chevreuse. Pero no ha aceptado que la reina haya cambiado. Quizá por fidelidad, quizá por cobardía, ha mantenido hacia ella una actitud equívoca. Por desgracia, son sus palabras, era amigo de los Importantes aunque no aprobase su conducta, y, tras el fracaso de la conspiración, se negó a abandonar a la duquesa y a sus amigos, deseando ser fiel tanto a la reina como a su amigo el príncipe de Condé, del cual esperaba, en su fuero interno, que intercediera por él junto a su hermana. Pues como habrás observado, Louis, La Rochefoucauld se muere de amor por la señora de Longueville.

»Así que ahora se halla cruelmente dividido entre todas esas gentes que se detestan. La reina acaba de pedirle que no se relacione con la señora de Chevreuse y que dé sin reserva su amistad al cardenal. Él le ha respondido que no podía, en justicia, dejar de ser amigo de la duquesa, quien, según él, no había cometido otro crimen que el de no gustar a Mazarino.

»De igual forma, ha defendido al señor de Montrésor, amigo de la Chevreuse, en una querella contra el abad de La Rivière, que está con monseñor. También éste le ha hecho saber que se opondría a todas sus pretensiones. En fin, al no culpar a la señora de Chevreuse en el asunto de las cartas perdidas, el señor de Enghien le ha retirado su amistad.

»El señor de La Rochefoucauld recoge hoy los frutos de sus indecisiones —concluyó fatalista.

—Y lo que es más grave para él —añadió Pisany—, es que se ha procurado la enemistad del cardenal, que no lo ha propuesto para ningún cargo en la campaña actual. Aun no siendo guerrero, La Rochefoucauld es uno de los raros gentileshombres de la corte que no se habrá cubierto de gloria.

En ese instante, Charles de Montauzier hizo su entrada en la cámara azul. El joven llegaba en compañía de Robert Arnauld de Andilly.

Acudieron todos a interesarse por su salud y a felicitarlo por su liberación. Sólo Pisany y Voiture, que no le eran afectos, permanecieron aparte. Louis los dejó solos excusándose.

En cuanto a Julie de Angennes, se había levantado para recibir amablemente a su prometido.

Montauzier, visiblemente emocionado, agradeció a todos y cada uno el interés tomado por su cautiverio. Hizo un prolijo relato del mismo y contó, con todo lujo de detalles, el estado de la campaña y del ejército.

Cuando cesó el bombardeo de preguntas, Louis pudo al fin acercársele. Robert Arnauld estaba en animada conversación con la señora de Rambouillet y la princesa respecto a los recientes escritos de su hermano Antoine[53].

—Llegué de Alemania el domingo, Louis, y me han contado tantas novedades que tengo un batiburrillo de noticias en la cabeza. Sin embargo, he oído muy bien lo que me han contado el señor y la señora de Rambouillet: ¡Al fin has desposado a Julie! Espero que tu matrimonio favorezca el mío. ¡Quizá incluso lo apresure!

—Ése es también mi deseo, Charles.

—No esperaba veros en París, ni a ti ni a Julie. Tenéis tierras y hacienda que poner en condiciones. ¿Vuestro castillo no está inhabitable?

—No, tranquilízate, vivimos en él, aunque en estos momentos esté todo patas arriba. Sólo he tenido que venir a París durante algunas semanas. Por mis asuntos…

Se calló un instante antes de sugerir en voz baja:

—Quizá tenga necesidad de tus consejos, Charles, de tu ciencia, sobre todo…

—Me tienes a tu servicio, Louis, en todo lo que pueda serte útil.

Louis le propuso entonces dar unos pasos lejos de los familiares que todavía los rodeaban.

Hicieron un discreto aparte en un ángulo de la estancia que estaba desierto.

—Querría hablarte de la razón de mi venida a París. Se trata de un… asunto que me ha confiado el señor Le Tellier.

—Comprendo —dijo prudentemente Montauzier—. Puedes estar seguro de mi discreción.

—No lo dudo, Charles. Mi problema es el siguiente: durante vuestra campaña, sin duda recibíais despachos cifrados…

—En efecto.

—Pero no podíais estar nunca seguros de que vuestros enemigos no los hubiesen descifrado antes.

—Exactamente. ¡Y por cierto, es un problema que me ha traído de cabeza mil veces!

—Explícamelo…

—La dificultad estriba en estar seguro de disponer de un código indescifrable. Ahora bien, en ocasiones ocurre que el enemigo conoce nuestras intenciones sencillamente porque el estado mayor alemán se rodeaba de excelentes matemáticos capaces de penetrar nuestros códigos.

—Una explicación más simple sería que hubiesen robado los registros que sirven para codificar los despachos. O corrompido a un polígrafo que os habría traicionado…

—No, y hablo con conocimiento de causa, pues con ocasión de una incursión en su estado mayor, hicimos prisionero a uno de aquellos hombres capaces de descodificar nuestros despachos. Fui yo el encargado de interrogarlo. Era un hombre de una rara perspicacia. Jugaba con las cifras y las letras de un modo extravagante y era capaz, en unas pocas horas, de elaborar millares de combinaciones posibles.

Era curioso que Montauzier abordase el tema que preocupaba a Louis presentándolo bajo un ángulo nuevo.

Desde el comienzo de su investigación, se hacía esta inquietante pregunta: con los despachos ya robados, y quizá una parte de los repertorios birlados, ¿era posible para un hábil lógico descifrar la totalidad del código de Rossignol?

—¿Y qué fue de ese hombre? Me habría gustado conocerlo.

—Rantzau lo mandó ahorcar. Con mi oposición, desde luego.

—¡Qué lástima! Entonces ¿te parece imposible elaborar un código inviolable?

—Sí, sin duda. Bastaría con elaborar un sistema de codificación que escape a todo análisis lógico. Pero, dime, ¿por qué te interesa todo esto?

—Se trata de preguntas que me han hecho, o mejor dicho, que me he hecho —replicó evasivamente Louis—. Tú que conoces bien los círculos científicos, ¿habría alguien en París capaz de elaborar un código semejante?

Montauzier hizo una mueca de perplejidad. Se concentró un momento dando algunos pasos, antes de responder:

—Creo que el padre Mersenne podría ayudarte. ¿Conoces el convento de los Mínimos?

Louis conocía el convento y, como todos los que se interesaban en las ciencias, había oído hablar de Marin Mersenne.

Ex alumno de los jesuitas, el padre Mersenne había estudiado teología en la Sorbona antes de profesar de fraile y entrar en la orden de los Mínimos en 1611. Había enseñado filosofía en el convento de Nevers y luego en el de la Anunciada, detrás del Palacio Real.

Sus investigaciones versaban por entonces sobre los números primos, para lo cual perseguía una fórmula general. Desde su celda parisina, se carteaba con los más eminentes matemáticos y filósofos de Europa, intercambiando con ellos ideas y demostraciones. Poco a poco, su celda se había convertido en un punto de encuentro adonde acudían los más insignes científicos, como Descartes, Gassendi o Roberval.

Louis se quedó un instante silencioso antes de objetar:

—Tu sugerencia me pone en un aprieto, Charles. Sé que los Mínimos no se distinguen por su tolerancia precisamente. Algunos de ellos han propuesto instaurar un tribunal inquisitorial en Francia.

—En el plano doctrinal, tienes razón, sin duda. Pero te equivocas en el plano científico. Mersenne ha tomado el partido de Descartes y de Galileo contra la Iglesia. Ha denunciado la alquimia y la astrología como seudociencias. Es él quien ha traducido sus Diálogos. En cuanto a sus propios escritos, como La armonía universal y Cogitata Physico-Mathematica, son las obras más sobresalientes de este siglo en física matemática. Pero en lo que tienes razón es en que te será difícil convencerlo sin desvelarle tus propias intenciones.